1. EL MUNDO EN 1780-1790
Le dix-huitieme siecle doit etre mis au Panthéon.
I
Lo primero que debemos
observar acerca del mundo de 1780-1790 es que era a la vez mucho más pequeño y mucho
más grande que el nuestro.
Era mucho más pequeño
geográficamente, porque incluso los hombres más cultos y mejor informados que entonces
vivían-por ejemplo, el sabio y viajero Alexander von Humboldt (1769-1859)- sólo
conocían algunas partes habitadas del globo. (Los «mundos conocidos» de otras comunidades menos expansionistas y avanzadas
científicamente que las de la Europa occidental eran todavía más pequeños,
reducidos incluso a los pequeños segmentos de la tierra dentro de los que el analfabeto
campesino de Sicilia o el cultivador de las colinas birmanas vivía su vida y más allá de los cuales todo
era y sería siempre absolutamente desconocido.) Gran parte de la superficie de los
océanos, por no decir toda, ya había sido explorada y consignada en los mapas gracias
a la notable competencia de los navegantes del siglo XVIII, como James Cook, aunque
el conocimiento humano del lecho de los mares seguiría siendo insignificante
hasta mediados del siglo xx. Los principales contornos de los continentes y las
islas eran conocidos, aunque no con la seguridad de hoy. La extensión y altura
de las cadenas montañosas europeas eran conocidas con relativa exactitud, pero las
de América Latina lo eran escasamente y sólo en algunas partes, las de Asia apenas y las de África(con excepción del
Atlas)eran totalmente ignoradas afines prácticos. Excepto los de China y la
India, el curso de los grandes ríos del mundo era desconocido para todos, salvo
para algunos cazadores de Siberia y madereros norteamericanos, que conocían o podían
conocer los de sus regiones. Fuera de unas escasas áreas--en algunos
continentes no alcanzaban más que unas cuantas millas al interior desde la
costa-, el mapa del mundo consistía en espacios blancos [15] cruzados
por las pistas marcadas por los
mercaderes o los exploradores. Pero por las burdas informaciones de segunda o tercera
mano recogidas por los viajeros o funcionarios en los remotos puestos
avanzados, esos espacios blancos habrían sido incluso mucho más vastos de lo
que en realidad eran.
No solamente el «mundo
conocido» era más pequeño, sino también el mundo real, al menos en términos
humanos. Por no existir censos y empadronamientos con finalidad práctica, todos
los cálculos demográficos son puras conjeturas, pero es evidente que la tierra
tenía sólo una fracción de la población de hoy; probablemente, no más de un tercio.
Si es creencia general que Asia y Africa tenían una mayor proporción de habitantes
que hoy, la de Europa, con unos 187millones en 1800(frente
aunos600milloneshoy), era más pequeña, y mucho más pequeña aún la del continente
americano. Aproximadamente, en 1800, dos de cada tres pobladores del planeta
eran asiáticos, uno de cada cinco europeo, uno de cada diez africano y uno de cada
treinta y tres americano y oceánico. Es evidente que esta población mucho menor
estaba mucho más esparcida por la superficie del globo, salvo quizá en ciertas
pequeñas regiones de agricultura intensiva o elevada concentración urbana, como
algunas zonas de China, la India y la Europa central y occidental, en donde existían
densidades comparables a las de los tiempos modernos. Si la población era más pequeña,
también lo era el área de asentamiento posible del hombre. Las condiciones
climatológicas (probablemente algo más frías y más húmedas que las de hoy, aunque
no tanto como durante el período de la «pequeña edad del hielo», entre
1300y1700) hicieron retroceder los límites habitables en el Ártico. Enfermedades
endémicas, como el paludismo, mantenían deshabitadas muchas zonas, como las de Italia
meridional, en donde las llanuras del litoral sólo se irían poblando poco a poco
a lo largo del siglo XIX. Las formas primitivas de la economía, sobre todo la
caza y (en Europa) la extensión territorial de la trashumancia de los ganados,
impidieron los grandes establecimientos en regiones enteras, como, por ejemplo,
las llanuras de la Apulia; los dibujos y grabados de los primeros turistas del siglo
XIX nos han familiarizado con paisajes de la campiña romana: grandes
extensiones palúdicas desiertas, escaso ganado y bandidos pintorescos. Y, desde
luego, muchas tierras que después se han sometido al arado, eran yermos
incultos, marismas, pastizales o bosques.
También la humanidad era más pequeña
en un tercer aspecto: los europeos, en su conjunto, eran más bajos y más delgados
que ahora. Tomemos un ejemplo de las abundantes estadísticas sobre las
condiciones físicas de los reclutas en las que se basan estas consideraciones:
en un cantón de la costa ligur, el 72 por 100delos reclutas en 1792-1799 tenían
menos de 1,50metros de estatura.[2] Esto no quiere decir que
los hombres de finales del siglo XVIII fueran más frágiles que los de hoy. Los flacos
y desmedrados soldados de la Revolución francesa demostraron una resistencia
física solo [16] igualada en nuestros días por las ligerísimas
guerrillas de montaña en las guerras coloniales. Marchas de una semana, con un promedio
de cincuenta kilómetros diarios y cargados con todo el equipo militar, eran
frecuentes en aquellas tropas. No obstante, sigue siendo cierto que la
constitución física humana era muy pobre en relación con la actual, como lo
indica la excepcional importancia que los reyes y los generales concedían a los
«mozos altos», que formaban los regimientos de elite, guardia real, coraceros,
etc.
Pero si en muchos aspectos el mundo
era más pequeño, la dificultad e incertidumbre de las comunicaciones lo hacía en
la práctica mucho mayor que hoy. No quiero exagerar estas dificultades. La segunda
mitad del siglo XVIII fue, respecto a la Edad Media y los siglos XVI y XVII,
una era de abundantes y rápidas comunicaciones, e incluso antes de la
revolución del ferrocarril, el aumento y mejora de caminos, vehículos de tiro y
servicios postales es muy notable. Entre 1760 y el final del siglo, el viaje de
Londres a Glasgow se acortó, de diez o doce días, a sesenta y dos horas. El sistema
de mail-coache o diligencias,
instituido en la segunda mitad del siglo XVIII y ampliadísimo entre el final de las guerras
napoleónicas y el advenimiento del ferrocarri1, proporcionó no solamente una relativa
velocidad -el servicio postal desde
París a Estrasburgo empleaba treinta y seis horas en 1833-, sino
también regularidad. Pero las posibilidades para el transporte de viajeros por
tierra eran escasas, y el transporte de mercancías era a la vez lento y carísimo.
Los gobernantes y grandes comerciantes no estaban aislados unos de otros: se
estima que veinte millones de cartas pasaron por los correos ingleses al principio
de las guerras con Bonaparte(al final de la época que estudiamos serían diez veces
más); pero para la mayor parte de los habitantes del mundo, las cartas eran
algo inusitado y no podían leer o viajar-excepto tal vez alas ferias y mercados-
fuera de lo corriente. Si tenían que desplazarse o enviar mercancías, habían de
hacerla a pie o utilizando lentísimos carros, que todavía en las primeras
décadas del siglo XIX transportaban cinco sextas partes de las mercancías francesas
menos de 40 kilómetros por día. Los correos diplomáticos volaban a través de largas
distancias con su correspondencia oficial; los postillones conducían las
diligencias sacudiendo los huesos de una docena de viajeros o, si iban
equipadas con la nueva suspensión de cueros, haciéndoles padecer las torturas
del mareo. Los nobles viajaban en sus carrozas particulares. Pero para la mayor
parte del mundo la velocidad del carretero caminando al lado de su caballo o su
mula imperaba en el transporte por tierra.
En estas circunstancias, el transporte
por medio acuático era no sólo más fácil y barato, sino también a menudo más rápido
si los vientos y el tiempo eran favorables. Durante su viaje por Italia, Goethe
empleó cuatro y tres días, respectivamente, en ir y volver navegando de Nápoles
a Sicilia. ¿Cuánto tiempo habría tardado en recorrer la misma distancia por tierra
con muchísima menos comodidad? Vivir cerca de un puerto era vivir cerca del
mundo. Realmente, Londres estaba más cerca de Plymouth o de Leith que de los pueblos
de Breckland en Norfolk; Sevilla era más accesible desde Veracruz que desde
Valladolid y Hamburgo desde Bahía que desde el interior de Pomerania. [17]
El mayor inconveniente del transporte acuático era su intermitencia. Hasta
1820, los correos de Londres a Hamburgo y Holanda sólo se hacían dos veces a la
semana; los de Suecia y Portugal, una vez por semana, y los de Norteamérica, una
vez al mes. A pesar de ello no cabe duda de que Nueva York y Boston estaban en
contacto mucho más estrecho que, digamos, el condado de Maramaros, en los
Cárpatos, con Budapest. También era más fáci1 transportar hombres y mercancías en
cantidad sobre la vasta extensión de los océanos -por ejemplo, en cinco años
(1769-1774) salieron de los puertos del norte de Irlanda 44,000 personas para
América, mientras sólo salieron cinco mil para Dundeeen tres generaciones- y unir
capitales distantes que la ciudad y el campo del mismo país. La noticia de la
caída de la Bastilla tardó trece días en llegar a Madrid, y, en cambio, no se
recibió en Péronne, distante sólo de París 133 kilómetros, hasta el 28 de julio.
Por todo ello, el mundo de1789
era incalculablemente vasto para la casi totalidad de sus habitantes. La mayor parte
de éstos, de no verse desplazados por algún terrible acontecimiento o el servicio
militar, vivían y morían en la región, y con frecuencia en la parroquia de su nacimiento:
hasta 1861más de nueve personas por cada diez en setenta de los noventa
departamentos franceses vivían en el departamento en que nacieron. El resto del
globo era asunto de los agentes de gobierno y materia de rumor. No había periódicos,
salvo para un escaso número de lectores de las clases media y alta -la tirada corriente
de un periódico francés era de 5.000 ejemplares en 1814-, y en
todo caso muchos no sabían leer, Las noticias eran difundidas por los
viajeros y el sector móvil de la población: mercaderes y buhoneros, viajantes, artesanos
y trabajadores de la tierra sometidos a la migración de la siega o la vendimia,
la amplia y variada población vagabunda, que comprendía desde frailes
mendicantes o peregrinos hasta contrabandistas, bandoleros, salteadores,
gitanos y titiriteros y, desde luego, a través de los soldados que caían sobre
las poblaciones en tiempo de guerra o las guarnecían en tiempos de paz. Naturalmente,
también llegaban las noticias por las vías oficiales del Estado o la Iglesia.
Pero incluso la mayor parte de los agentes de uno y otra eran personas de la
localidad elegidas para prestar en ella un servicio vitalicio. Aparte de en las
colonias, el funcionario nombrado por el gobierno central y enviado a una serie
depuestos provinciales sucesivos, casi no existía todavía. De todos los
empleados del Estado, quizás sólo los militares de carrera podían esperar vivir
una vida un poco errante, de la que sólo les consolaba la variedad de vinos, mujeres y caballos de su país.
II
El mundo de 1789 era preponderantemente
rural y no puede comprenderse si no nos damos cuenta exacta de este hecho. En países
como Rusia, Escandinavia o los Balcanes, en donde la ciudad no había florecido
demasiado, del 90 al 97 por 100 de la población era campesina. Incluso en regiones
con [18] fuerte, aunque decaída, tradición urbana, el tanto por ciento rural o agrícola
era altísimo: el 85 en Lombardía, del 72 al 80 en Venecia, más del 90 en
Calabria y Lucania, según datos dignos
de crédito.[3]
De hecho, fuera de algunas florecientes zonas industriales o comerciales, difícilmente
encontraríamos un gran país europeo en
el que por lo menos cuatro de cada cinco de sus habitantes no fueran
campesinos. Hasta en la propia Inglaterra, la población urbana sólo superó por primera
vez a la rural en 1851. La palabra «urbana» es ambigua, desde luego. Comprende a
las dos ciudades europeas que en 1789 podían ser llamadas verdaderamente
grandes por el número de sus habitantes: Londres, con casi un millón; París, con
casi medio, y algunas otras con cien mil más o menos: dos en Francia, dos en
Alemania, quizá cuatro en España, quizá cinco en Italia (el Mediterráneo era tradicionalmente
la patria de las ciudades), dos en Rusia y una en Portugal, Polonia, Holanda, Austria,
Irlanda, Escocia y la Turquía europea. Pero también incluye la multitud de pequeñas
ciudades provincianas en las que vivían realmente la mayor parte de sus
habitantes: ciudades en las que un hombre podía trasladarse en cinco minutos desde
la catedral, rodeada de edificios públicos y casas de personajes, al campo. Del
19 por 100 de los austríacos que todavía al final de nuestro período (1834)
vivían en ciudades, más de las tres cuartas partes residían en poblaciones de menos
de 20.000 habitantes, y casi la mitad en pueblos de dos mil a cinco mil habitantes.
Estas eran las ciudades a través de las cuales los jornaleros franceses hacían
su vuelta a Francia; en cuyos perfiles del siglo XVI, conservados intactos por
la paralización de los siglos, los poetas románticos alemanes se inspiraban
sobre el telón de fondo de sus tranquilos
paisajes; por encima de las
cuales despuntaban las catedrales españolas; entre cuyo polvo los judíos
hasidíes veneraban a sus rabinos, obradores de milagros, y los judíos ortodoxos
discutían las sutilezas divinas de la ley; alas que el inspector general de Gogol
llegaba para aterrorizar a los ricos y Chichikov, para estudiar la compra de las
almas muertas. Pero estas eran también las ciudades de las que los jóvenes
ambiciosos salían para hacer revoluciones, millones o ambas cosas a la vez.
Robespierre salió de Arras; Gracchus Babeuf, de San Quintín; Napoleón Bonaparte,
de Ajaccio.
Estas ciudades provincianas no
eran menos urbanas por ser pequeñas. Los verdaderos ciudadanos miraban por
encima del hombro al campo circundante con el desprecio que el vivo y sabihondo
siente por el fuerte, el lento, el ignorante y el estúpido. (No obstante, el nivel
de cultura de los habitantes de estas adormecidas ciudades campesinas no era
como para vanagloriarse: las comedias populares alemanas ridiculizan tan
cruelmente a las Kraehwinkel, o pequeñas
municipalidades, como a los más zafios patanes.) La línea fronteriza entre
ciudad y campo, o, mejor dicho, entre ocupaciones urbanas y ocupaciones
rurales, era rígida. En muchos países la barrera de los [19]
consumos, y a veces hasta la vieja línea de la muralla, dividía a ambos. En
casos extremos, como en Prusia, el gobierno, deseoso de conservar a sus
ciudadanos contribuyentes bajo su propia supervisión, procuraba una total
separación de actividades urbanas y rurales. Pero aún en donde no existía esa
rígida división administrativa, los ciudadanos eran a menudo físicamente
distintos de los campesinos. En una vasta extensión de la Europa oriental había
islotes germánicos, judíos o italianos en lagos eslavos, magiares o rumanos. Incluso
los ciudadanos de la misma nacionalidad y religión parecían distintos de los campesinos de los contornos: vestían otros
trajes y realmente en muchos casos, excepto en la explotada población obrera y artesana
del interior, eran más altos, aunque quizá también más delgados.[4] Ciertamente se
enorgullecían de tener más agilidad mental
y más cultura, y tal vez la tuvieran. No obstante, en su manera de vivir eran casi
tan ignorantes de lo que ocurría fuera de su ciudad y estaban casi tan
encerrados en ella como los aldeanos en sus aldeas.
Sin embargo, la ciudad
provinciana pertenecía esencialmente a la economía y a la sociedad de la
comarca. Vivía a expensas de los aldeanos de las cercanías y (con raras
excepciones) casi como ellos. Sus clases media y profesional eran los
traficantes en cereales y ganado; los transformadores de los productos
agrícolas; los abogados y notarios que llevaban los asuntos de los grandes
propietarios y los interminables litigios que forman parte de la posesión y explotación
de la tierra; los mercaderes que adquirían y revendían el trabajo de las
hilanderas, tejedoras y encajeras de las aldeas; los más respetables
representantes del gobierno, el señor o la Iglesia. Sus artesanos y tenderos
abastecían a los campesinos y a los ciudadanos que vivían del campo. La ciudad
provinciana había declinado tristemente desde sus días gloriosos de la Edad Media.
Ya no eran como antaño «ciudades libres» o«ciudades-Estado», sino rara vez un centro
de manufacturas para un mercado más amplio o un puesto estratégico para el comercio
internacional A medida que declinaba, se aferraba con obstinación al monopolio de
su mercado, que defendía contra todos los competidores: gran parte del provincianismo
del que se burlaban los jóvenes radicales y los negociantes de las grandes
ciudades procedía de ese movimiento de autodefensa económica. En la Europa meridional,
gran parte de la nobleza vivía en ellas de las rentas de sus fincas. En Alemania,
las burocracias de los innumerables principados -que apenas eran más que
inmensas fincas- satisfacían los caprichos y deseos de sus serenísimos señores
con las rentas obtenidas de un campesinado sumiso y respetuoso. La ciudad
provinciana de finales del siglo XVIII pudo ser una comunidad próspera y expansiva,
como todavía atestiguan en algunas partes de Europa occidental sus conjuntos de
piedra de un modesto estilo neoclásico o rococó. Pero toda esa prosperidad y expansión
procedía del campo [20]
III
El problema agrario era por eso fundamental
en el mundo de 1789, y es fácil comprender por qué la primera escuela
sistemática de economistas continentales-los fisiócratas franceses-
consideraron indiscutible que la tierra, y la renta de la tierra, eran la única
fuente de ingresos. Y que el eje del problema agrario era la relación entre
quienes poseen la tierra y quienes la cultivan, entre los que producen su riqueza
y los que la acumulan.
Desde el punto de vista de las
relaciones de la propiedad agraria, podemos dividir a Europa-o más bien al complejo
económico cuyo centro radica en la Europa occidental- en tres grandes sectores.
Al oeste de Europa estaban las colonias ultramarinas. En ellas, con la notable
excepción de los Estados Unidos de América del Norte y algunos pocos
territorios menos importantes de cultivo independiente, el cultivador típico
era el indio, que trabajaba como un labrador forzado o un virtual siervo, o el negro,
que trabajaba como esclavo; menos frecuente era el arrendatario que cultivaba
la tierra personalmente. (En las colonias de las Indias Orientales, donde el cultivo
directo por los plantadores europeos era rarísimo, la forma típica obligatoria
impuesta por los poseedores de la tierra era la entrega forzosa de determinada
cantidad de producto de una cosecha: por ejemplo, café o especias en las islas
holandesas.) En otras palabras, el cultivador típico no era libre o estaba
sometido a una coacción política. El típico terrateniente era el propietario de
un vasto territorio casi feudal (hacienda, finca, estancia) o de una plantación
de esclavos. La economía característica de la posesión casi feudal era primitiva
y autolimitada, o, en todo caso, regida por las demandas puramente regionales: la América española
exportaba productos de minería, también extraídos por los indios -virtualmente
siervos-, pero apenas nada de productos agrícolas, La economía característica
de la zona de plantaciones de esclavos, cuyo centro estaba en las islas del Caribe,
a lo largo de las costas septentrionales de América del Sur (especialmente en
el norte del Brasil) y las del sur de los Estados Unidos, era la obtención de importantes
cosechas de productos de exportación, sobre todo el azúcar, en menos extensión tabaco
y café, colorantes y, desde el principio de la revolución industrial, el algodón
más que nada. Éste formaba por ello parte integrante de la economía europea y,
a través de la trata de esclavos, de la africana. Fundamentalmente la historia
de esta zona en el período de que nos ocupamos podría resumirse en la
decadencia del azúcar y la preponderancia del algodón. Al este de Europa occidental,
más específicamente aún, al este de la línea que corre a lo largo del Elba, las
fronteras occidentales de lo que hoy es Checoslovaquia, y que llegaban hasta el
sur de Trieste, separando el Austria oriental de la occidental, estaba la
región de la servidumbre agraria. Socialmente, la Italia al sur de la Toscana y
la Umbría, y la España meridional, pertenecían a esta región; pero no
Escandinavia (con la excepción parcial de
Dinamarca y el sur de Suecia). Esta vasta zona contenía algunos
sectores [21] de
cultivadores técnicamente libres: los colonos alemanes se esparcían por todas
partes, desde Eslovenia hasta el Volga, en clanes virtualmente independientes
en las abruptas montañas de Iliria, casi igualmente que los hoscos campesinos guerreros
que eran los panduros y cosacos, que habían constituido hasta poco antes la
frontera militar entre los cristianos y los turcos y los tártaros, labriegos
independientes del señor o el Estado, o aquellos que vivían en los grandes bosques
en donde no existía el cultivo en gran escala. En conjunto, sin embargo, el cultivador
típico no era libre, sino que realmente esta ha ahogado en la marea de la
servidumbre, creciente casi sin interrupción desde finales del siglo XV o principios
del XVI. Esto era menos patente en la región de los Balcanes, que había estado
o estaba todavía bajo la directa administración de los turcos. Aunque el
primitivo sistema agrario del pre- feudalismo turco, una rígida división de la
tierra en la que cada unidad mantenía, no hereditariamente, a un guerrero
turco, había degenerado en un sistema de propiedad rural hereditaria bajo
señores mahometanos, Estos señores rara vez se dedicaban a cultivar sus tierras,
limitándose asacar lo que podían de sus campesinos. Por esa razón, los
Balcanes, al sur del Danubio y el Save, surgieron de la dominación turca en los
siglos XIX y XX como países fundamentalmente campesinos, aunque muy pobres, y no
como países de propiedad agrícola concentrada. No obstante, el campesino balcánico
era legalmente tan poco libre como un cristiano y de hecho tan poco libre como un
campesino, al menos en cuanto concernía a los señores.
En el resto de la zona, el campesino
típico era un siervo que dedicaba una gran parte de la semana a trabajos forzosos sobre la tierra del señor
u otras obligaciones por el estilo. Su falta de libertad podía ser tan grande
que apenas se diferenciara de la esclavitud, como en Rusia y en algunas partes
de Polonia, en donde podían ser vendidos separadamente de la tierra, Un anuncio
insertado en la Gaceta de Moscú, en
1801, decía: «Se venden tres cocheros, expertos y de buena presencia, y dos muchachas,
de dieciocho y quince años, ambas de buena presencia y expertas en diferentes
clases de trabajo manual. La misma casa tiene en venta dos peluqueros: uno, de veintiún
años, sabe leer, escribir, tocar un instrumento musical y servir como
postillón; el otro es útil para arreglar el cabello a damas y caballeros y afinar
pianos y órganos». (Una gran proporción de siervos servían como criados
domésticos; en Rusia eran por lo menos el 5 por 100.)[5] En la costa del Báltico-la
principal ruta comercial con la Europa occidental-, los siervos campesinos producían
grandes cosechas para la exportación al oeste, sobre todo cereales, lino,
cáñamo y maderas para la construcción de barcos. Por otra parte, también
suministraban mucho al mercado regional, que contenía al menos una región
accesible de importancia industrial y desarrollo urbano: Sajonia, Bohemia y la
gran ciudad de Viena. Sin embargo, gran parte de la zona permanecía atrasada.
La apertura de la ruta del mar Negro y la creciente urbanización [22]
de Europa occidental, y principalmente de Inglaterra, acababan de empezar hacia
poco a estimular las exportaciones de cereales del cinturón de tierras negras
rusas, que serían casi la única mercancía exportada por Rusia hasta la
industrialización de la URSS. Por ello, también el área servil oriental puede
considerarse, lo mismo que la de las colonias ultramarinas, como una «economía
dependiente» de Europa occidental en cuanto a alimentos y materias primas.
Las regiones serviles de Italia
y España tenían características económicas similares, aunque la situación legal
de los campesinos era distinta. En términos generales, había zonas de grandes
propiedades de la nobleza. No es imposible que algunas de ellas fueran en Sicilia
y en Andalucía descendientes directos de los latifundios romanos, cuyos
esclavos y coloni se convirtieron en
los característicos labradores sin tierra de dichas regiones. Las grandes
dehesas, los cereales (Sicilia siempre fue un riquísimo granero) y la extorsión
de todo cuanto podía obtenerse del mísero campesinado, producían las rentas de los
grandes señores a los que pertenecían.
El señor característico de las
zonas serviles era, pues, un noble propietario y cultivador o explotador de grandes
haciendas, cuya extensión produce vértigos ala imaginación: Catalina la Grande repartió
unos cuarenta a cincuenta mil siervos entre sus favoritos; los Radziwill, de Polonia,
tenían propiedades mayores que la mitad de Irlanda; los Potocki poseían millón y
medio de hectáreas en Ucrania; el conde húngaro Esterhazy (patrón de Haydn) llegó
atener más de dos millones. Las propiedades de decenas de miles de hectáreas
eran numerosas.[6] Aunque descuidadas y cultivadas
con procedimientos primitivos muchas de ellas, producían rentas fabulosas. El grande
de España podía -como observaba un visitante francés de los desolados estados
de la casa de Medina-Sidonia- «reinar como un león en la selva, cuyo rugido
espantaba a cualquiera que pudiera acercarse»,[7]pero no estaba falto de dinero,
igualando los amplios recursos de los milores ingleses.
Además de los magnates, otra
clase de hidalgos rurales, de diferente magnitud y recursos económicos,
expoliaba también a los campesinos. En algunos países esta clase era abundantísima,
y, por tanto, pobre y descontenta. Se distinguía de los plebeyos principalmente
por sus privilegios sociales y políticos y su poca afición a dedicarse a cosas
-como el trabajo- indignas de su condición. En Hungría y Polonia esta clase
representaba el 10 por 100d de la población total, y en España, a finales del siglo
XVIII, la componían medio millón de personas, y en 1827 equivalía al 10 por
100de la total nobleza europea;[8]en otros sitios era mucho menos
numerosa. [23]
IV
Socialmente, la estructura agraria en el resto
de Europa no era muy diferente. Esto quiere decir que, para el campesino o
labrador, cualquiera que poseyese una finca era un «caballero», un miembro de la
clase dirigente, y viceversa: la condición de noble o hidalgo (que llevaba
aparejados privilegios sociales y políticos y era el único camino para acceder
a los altos puestos del Estado) era inconcebible sin una gran propiedad. En
muchos países de Europa occidental el orden feudal implicado por tales maneras de pensar
estaba vivo políticamente, aunque cada vez resultaba más anticuado en lo
económico. En realidad, su obsolescencia que hacía aumentar las rentas de los
nobles y los hidalgos, a pesar del aumento de precios y de gastos, hacía a los aristócratas
explotar cada
vez más su posición económica inalienable y los privilegios de su nacimiento y condición. En toda la Europa
continental los nobles expulsaban a sus rivales de origen más modesto de los
cargos provechosos dependientes de la corona: desde Suecia, en donde la proporción de oficiales
plebeyos bajó del 66 por 100 en 1719 (42 por 100 en 1700) al 23 por 100 en 1780,[9] hasta Francia, en donde
esta «reacción feudal» precipitaría la revolución. Pero incluso en donde había en algunos
aspectos cierta flexibilidad, como en Francia, en que el ingreso en la nobleza
territorial era relativamente fácil, o como en Inglaterra, en donde la condición de noble
y propietario se alcanzaba como recompensa por servicios o riquezas de otro género, el vínculo entre
gran propiedad rural y clase dirigente seguía firme y acabó por hacerse más cerrado.
Sin embargo, económicamente, la sociedad rural occidental era muy diferente. El campesino había perdido
mucho de su condición servil en los últimos tiempos de la Edad Media, aunque subsistieran a menudo
muchos restos
irritantes de dependencia legal. Los fundos característicos hacía tiempo que habían
dejado de ser una unidad de explotación económica convirtiéndose en un sistema
de percibir rentas y otros ingresos en dinero. El campesino, más o menos libre, grande,
mediano o pequeño, era el típico cultivador del suelo. Si era arrendatario de cualquier
clase, pagaba una renta (o, en algunos sitios, una parte de la cosecha) al señor. Si técnicamente era un
propietario, probablemente estaba sujeto a una serie de obligaciones respecto
al señor local, que podían o no convertirse en dinero (como la obligación de vender
su trigo al molino del señor), lo mismo que pagar impuestos al príncipe, diezmos
ala Iglesia y prestar algunos servicios de trabajo forzoso, todo lo cual
contrastaba con la relativa exención de los estratos sociales más elevados.
Pero si estos vínculos políticos se hubieran roto, una gran parte de Europa habría
surgido como un área de agricultura campesina; generalmente una en la que una minoría
de ricos campesinos habría tendido a convertirse en granjeros comerciales, vendiendo un permanente
sobrante de cosecha al [24] mercado urbano, y en la que una mayoría de campesinos
medianos y pequeños habría vivido con cierta independencia de sus recursos, a menos
que éstos fueran tan pequeños que les obligaran a dedicarse temporalmente a otros
trabajos agrícolas o industriales, que
les permitieran aumentar sus ingresos.
Sólo unas pocas comarcas
habían impulsado el desarrollo agrario dando un paso adelante hacia una agricultura
puramente capitalista, principalmente en Inglaterra. La gran propiedad estaba muy
concentrada, pero el típico cultivador era un comerciante de tipo medio, granjero-arrendatario
que operaba con trabajo alquilado, Una gran cantidad de pequeños propietarios,
habitantes en chozas, embrollaba la situación. Pero cuando ésta cambió (entre 1760
y 1830, aproximadamente), lo que surgió no fue una agricultura campesina, sino
una clase de empresarios agrícolas -los granjeros- y un gran proletariado
agrario. Algunas regiones europeas en donde eran tradicionales las inversiones
comerciales en la labranza -como en ciertas zonas de Italia y los Países Bajos-,
o en donde se producían cosechas comerciales especializadas, mostraron también
fuertes tendencias capitalistas, pero ello fue excepcional. Una excepción
posterior fue Irlanda, desgraciada isla en la que se combinaban las desventajas
de las zonas más atrasadas de Europa con las de la proximidad a la economía más
avanzada. Un puñado de latifundistas absentistas, parecidos a los de Sicilia y Andalucía,
explotaban a una vasta masa de pequeños arrendatarios cobrándoles sus rentas en
dinero.
Técnicamente, la agricultura
europea era todavía, con la excepción de
unas pocas regiones avanzadas, tradicional, a la vez que asombrosamente ineficiente.
Sus productos seguían siendo los más tradicionales: trigo, centeno, cebada,
avena y, en Europa oriental, alforfón, el alimento básico del pueblo; ganado
vacuno, lanar, cabrío y sus productos, cerdos y aves de corral, frutas y
verduras y cierto número de materias primas industriales como lana, lino,
cáñamo para cordaje, cebada y lúpulo para la cervecería, etc. La alimentación
de Europa todavía seguía siendo regional. Los productos de otros climas eran
rarezas rayanas en el lujo, con la excepción quizá del azúcar, el más importante
producto alimenticio importado de los trópicos y el que con su dulzura ha creado
más amargura para la humanidad que cualquier otro. En Gran Bretaña (reconocido
como el país más adelantado) el promedio de consumo anual por cabeza en 1790era
de 14libras. Pero incluso en Gran Bretaña el promedio de consumo de té per capita era 1,16libras, o sea, apenas
dos onzas al mes.
Los nuevos productos importados de
América o de otras zonas tropicales habían avanzado algo. En la Europa
meridional y en los Balcanes, el maíz (cereal indio) estaba ya bastante
difundido -y había contribuido a asentar a los campesinos nómadas en sus
tierras de los Balcanes- y en el norte de Italia el arroz empezaba a hacer
progresos. El tabaco se cultivaba en varios países, más como monopolio del
gobierno para la obtención de rentas, aunque su consumo era insignificante en
comparación con los tiempos modernos: el inglés medio de 1790 que fumaba,
tomaba rapé o mascaba tabaco no consumía más de una onza y un tercio por mes. El
gusano de seda [25] se criaba en numerosas regiones del sur de
Europa. El más importante de esos productos – la patata – empezaba a abrirse
paso poco a poco, excepto en Irlanda, en donde su capacidad alimenticia por
hectárea, muy superior a la de otros, la había popularizado rápidamente. Fuera
de Inglaterra y los Países Bajos, el cultivo de los tubérculos y forrajes era
excepcional, y sólo con las guerras napoleónicas empezó la producción masiva de remolacha azucarera.
El siglo XVIII no supuso, desde luego, un estancamiento
agrícola. Por el contrario, una gran era de expansión demográfica, de aumento
de urbanización, comercio y manufactura, impulsó y hasta exigió el desarrollo agrario.
La segunda mitad del siglo vio el principio del tremendo, y desde entonces ininterrumpido,
aumento de población, característico del mundo moderno: entre
1755 y 1784, por ejemplo,
la población rural de Brabante (Bélgica) aumentó en un 44 por 100.[10] Pero lo que originó numerosas campañas para el
progreso agrícola, lo que multiplicó las sociedades de labradores, los informes
gubernamentales y las publicaciones propagandísticas desde Rusia hasta España,
fue, más que sus progresos, la cantidad de obstáculos que dificultaban el avance
agrario.
V
El mundo de la agricultura
resultaba perezoso, salvo quizá para su sector capitalista. El del comercio y el
de las manufacturas y las actividades técnicas e intelectuales que surgían con ellos
era confiado, animado y expansivo, así como eficientes, decididas y optimistas
las clases que de ambos se beneficiaban. El observador contemporáneo se sentía
sorprendidísimo por el vasto despliegue de trabajo, estrechamente unido a la
explotación colonial. Un sistema de comunicaciones marítimas, que aumentaba
rápidamente en volumen y capacidad, circundaba la tierra, beneficiando alas
comunidades mercantiles de la Europa del Atlántico Norte, que usaban el poderío
colonial para despojar a los habitantes de las Indias Orientales[11] de sus géneros, exportándolos
a Europa y África, en donde estos y otros productos europeos servían para la
compra de esclavos con destino a los cada vez más importantes sistemas de plantación
de las Américas. Las plantaciones americanas exportaban por su parte en cantidades
cada vez mayores su azúcar, su algodón, etc., a los puertos del Atlántico y del
mar del Norte, desde donde se redistribuían hacia el este junto con los productos
y manufacturas tradicionales del intercambio comercial este-oeste: textiles,
sal, vino y otras mercancías. [26] Del oriente europeo venían granos, madera
de construcción, lino (muy solicitado en los trópicos), cáñamo y hierro de esta
segunda zona colonial. y entre las economías relativamente desarrolladas de Europa-que
incluían, hablando en términos económicos, las activas comunidades de pobladores
blancos en las colonias británicas de América del Norte(desde 1783,los Estados Unidos
de América)-la red comercial se hacía más y más densa.
El nabab o indiano, que regresaba
de las colonias con una fortuna muy superior a los sueños de la avaricia
provinciana; el comerciante y armador, cuyos espléndidos puertos-Burdeos,
Bristol, Liverpool- habían sido construidos o reconstruidos en el siglo,
parecían los verdaderos triunfadores económicos de la época, sólo comparables a
los grandes funcionarios y financieros que amasaban sus caudales en el provechoso
servicio de los estados, pues aquella erala época en la que el término «oficio
provechoso bajo la corona» tenía un significado literal. Aparte de ellos, la
clase media de abogados, administradores de grandes fincas, cerveceros,
tenderos y algunas otras profesiones que acumulaban una modesta riqueza a costa
del mundo agrícola, vivían unas vidas humildes y tranquilas, e incluso el
industrial parecía poco más que un pariente pobre. Pues aunque la minería y la
industria se extendían con rapidez en todas partes de Europa, el mercader (y en Europa oriental muy a menudo
también el señor feudal) seguía siendo su verdadero director.
Por esta razón, la principal
forma de expansión de la producción industrial fue la denominada sistema
doméstico, o putting-out system, por la
cual un mercader compraba todos los productos del artesano o del trabajo no agrícola
de los campesinos para venderlo luego en los grandes mercados. El simple crecimiento
de este tráfico creó inevitablemente unas rudimentarias condiciones para un temprano
capitalismo industrial. El artesano, vendiendo su producción total, podía
convertirse en algo más que un trabajador pagado a destajo, sobre todo si el gran
mercader le proporcionaba el material en bruto o le suministraba algunas herramientas.
El campesino que también tejía podía convertirse en el tejedor que tenía
también una parcelita de tierra. La especialización en los procedimientos y funciones
permitió dividir la vieja artesanía o crear un grupo de trabajadores
semiexpertos entre los campesinos. El antiguo maestro artesano, o algunos
grupos especiales de artesanos o algún grupo local de intermediarios, pudieron
convertirse en algo semejante a sub-contratistas o patronos. Pero la llave
maestra de estas formas descentralizadas de producción, el lazo de unión del trabajo
de las aldeas perdidas o los suburbios de las ciudades pequeñas con el mercado mundial,
era siempre alguna clase de mercader. Y los «industriales» que surgieron o estaban
a punto de surgir de las filas de los propios productores eran pequeños
operarios a su lado, aun cuando no dependieran directamente de aquél. Hubo algunas
raras excepciones, especialmente en la Inglaterra industrial. Los forjadores, y
otros hombres como el gran alfarero Josiah Wedgwood, eran personas orgullosas y
respetadas, cuyos establecimientos visitaban los curiosos de toda [27]
Europa. Pero el típico industrial (la palabra no se había inventado todavía)
seguía siendo un suboficial más bien que un capitán de industria.
No obstante, cualquiera que fuera su situación, las actividades del
comercio y la manufactura florecían
brillantemente. Inglaterra, el país europeo más próspero del siglo XVIII, debía
su poderío a su progreso económico. Y hacia 1780 todos los gobiernos
continentales que aspiraban a una política racional, fomentaban el progreso
económico y, de manera especial, el desarrollo industrial, pero no todos con el
mismo éxito. Las ciencias, no divididas todavía como en el académico siglo XIX
en una rama superior «pura»y en otra inferior «aplicada», se dedicaban a resolver
los problemas de la producción: los avances más sorprendentes en 1780 fueron
los de la química, más estrechamente ligada por la tradición a la práctica de los
talleres y a las necesidades de la industria. La gran Enciclopedia de Diderot y
D'Alembert no fue sólo un compendio del pensamiento progresista político y social,
sino también del progreso técnico y científico. Pues, en efecto, la convicción del
progreso del conocimiento humano, el racionalismo, la riqueza, la civilización
y el dominio de la naturaleza de que tan profundamente imbuido estaba el siglo
XVIII, la Ilustración, debió su fuerza, ante todo, al evidente progreso de la
producción y el comercio, y al racionalismo económico y científico, que se
creía asociado a ellos de manera inevitable. Y sus mayores paladines fueron las
clases más progresistas económicamente, las más directamente implicadas en los
tangibles adelantos de los tiempos: los círculos mercantiles y los grandes
señores económicamente ilustrados, los financieros, los funcionarios
conformación económica y social, la clase media educada, los fabricantes y los empresarios.
Tales hombres saludaron a un Benjamin Franklin, impresor y periodista,
inventor, empresario, estadista y habilísimo negociante, como el símbolo del futuro
ciudadano, activo, razonador y autoformado. Tales hombres, en Inglaterra, en
donde los hombres nuevos no tenían necesidades de encarnaciones revolucionarias
transatlánticas, formaron las sociedades provincianas de las que brotarían muchos
avances científicos, industriales y políticos. La Sociedad Lunar(Lunar Society)
de Birmingham, por ejemplo, contaba entre sus miembros al citado Josiah
Wedgwood, al inventor de la máquina de vapor, James Watt, y a su socio Matthew Boulton,
al químico Priestley, al biólogo precursor de las teorías evolucionistas
Erasmus Darwin (abuelo de un Darwin más famoso), al gran impresor Baskerville.
Todos estos hombres, a su vez, pertenecían a las logias masónicas, en las que no
contaban las diferencias de clase y se propagaba con celo desinteresado la ideología
de la Ilustración.
Es significativo que los dos centros
principales de esta ideología –Francia e Inglaterra- lo fueran también de la
doble revolución; aunque de hecho sus ideas alcanzaron mucha mayor difusión en sus
fórmulas francesas (incluso cuando éstas eran versiones galas de otras
inglesas). Un individualismo secular, racionalista y progresivo, dominaba el pensamiento
«ilustrado». Su objetivo principal era liberar al individuo de las cadenas que le
oprimían: el tradicionalismo ignorante de la Edad Media que todavía proyectaba
sus sombras [28] sobre el mundo: la superstición de las
iglesias ( tan distintas de la religión
natural» o «racional»); de la irracionalidad que dividía a los hombres en una jerarquía
de clases altas y bajas según el nacimiento o algún otro criterio desatinado.
La libertad, la igualdad -y luego la fraternidad- de todos los hombres eran sus
lemas. (En debida forma serían también los de la Revolución francesa.) El reinado
de la libertad individual no podría tener
sino las más beneficiosas
consecuencias. El libre ejercicio del talento individual en un mundo de razón
produciría los más extraordinarios resultados. La apasionada creencia en el progreso
del típico pensador «ilustrado» reflejaba el visible aumento en conocimientos y
técnica, en riqueza, bienestar y civilización que podía ver en torno suyo y que
achacaba con alguna justicia
al avance creciente
de sus ideas. Al principio de su siglo, todavía se llevaba a la hoguera a las brujas;
a su final, algunos gobiernos «ilustrados», como el de Austria, habían abolido
no sólo la tortura judicial, sino también la esclavitud. ¿Qué no cabría esperar
si los obstáculos que aún oponían al progreso los intereses del feudalismo y la
Iglesia fuesen barridos definitivamente?
No es del todo exacto considerar la
Ilustración como una ideología de clase media, aunque hubo muchos«ilustrados»
-y en política fueron los más decisivos- que consideraban irrefutable que la
sociedad libre sería una sociedad capitalista.[12] Pero, en teoría, su objetivo era hacer libres
a todos los seres humanos. Todas las ideologías progresistas, racionalistas y humanistas
están implícitas en ello y proceden de ello. Sin embargo, en la práctica, los jefes
de la emancipación por la que clamaba la Ilustración procedían por lo general
de las clases intermedias de la sociedad -hombres nuevos y racionales, de talento
y méritos independientes del nacimiento-, y el orden social que nacería de sus
actividades sería un orden «burgués» y capitalista.
Por tanto, es más exacto considerar la
Ilustración como una ideología revolucionaria, a pesar de la cautela y moderación
política de muchos de sus paladines continentales, la mayor parte de los cuales
-hasta 1780- ponían su fe en la monarquía absoluta «ilustrada». El«despotismo
ilustrado» supondría la abolición del orden político y social existente en la
mayor parte de Europa. Pero era demasiado esperar que los anciens régimes se destruyeran a sí mismos voluntariamente. Por el contrario,
como hemos visto, en algunos aspectos se reforzaron contra el avance de las
nuevas fuerzas sociales y económicas. Y sus ciudadelas (fuera de Inglaterra,
las Provincias Unidas y algún otro sitio en donde ya habían sido derrotados),
eran las mismas monarquías en las que los moderados «ilustrados» tenían puestas
sus esperanzas. [29]
VI
Con la excepción de Gran Bretaña
(que había hecho su revolución en el siglo XVII) y algunos estados pequeños, las
monarquías absolutas gobernaban en todos los países del continente europeo. Y aquellos
en los que no gobernaban, como Polonia, cayeron en la anarquía y fueron
absorbidos por sus poderosos vecinos. Los monarcas hereditarios por la gracia
de Dios encabezaban jerarquías de nobles terratenientes, sostenidas por la
tradicional ortodoxia de las iglesias y rodeadas por una serie de instituciones
que nada tenían que las recomendara excepto un largo pasado. Cierto que las
evidentes necesidades de la cohesión y la eficacia estatal, en una época de vivas
rivalidades internacionales, habían
obligado a los monarcas a doblegar las tendencias anárquicas de sus nobles y otros
intereses, y crearse un aparato estatal con servidores civiles, no aristocráticos
en cuanto fuera posible. Más aún, en la última parte del siglo XVIII, estas
necesidades y el patente éxito internacional del poder capitalista británico
llevaron a esos monarcas (o más bien a sus consejeros) a intentar unos
programas de modernización económica, social, intelectual y administrativa. En
aquellos días, los príncipes adoptaron el sobrenombre de«ilustrados» para sus
gobiernos, como los de los nuestros, y por análogas razones, adoptan el de
«planificadores». Y como en nuestros días, muchos de los que lo adoptaron en
teoría hicieron muy poco para llevarlo a la práctica, y algunos de los que lo
hicieron, lo hicieron movidos menos por un interés en las ideas generales que para
la sociedad suponían la «ilustración» o la «planificación», que por las ventajas
prácticas que la adopción de tales métodos suponía para el aumento de sus
ingresos, riqueza y poder.
Por el contrario, las clases medias y educadas
con tendencia al progreso consideraban a menudo el poderoso aparato centralista
de una monarquía «ilustrada» como la mejor posibilidad de lograr sus
esperanzas..Un príncipe necesitaba de una clase media y de sus ideas para
modernizar su régimen; una clase media débil necesitaba un príncipe para abatir
la resistencia al progreso de unos intereses aristocráticos y clericales
sólidamente atrincherados.
Pero la monarquía absoluta, a pesar
de ser modernista e innovadora, no podía -y tampoco daba muchas señales de quererlo-
zafarse de la jerarquía de los nobles terratenientes, cuyos valores simbolizaba
e incorporaba, y de los que dependía en gran parte. La monarquía absoluta,
teóricamente libre para hacer cuanto quisiera, pertenecía en la práctica al mundo
bautizado por
la Ilustración con el nombre de feudalidad o feudalismo, vocablo que luego
popularizaría la Revolución francesa. Semejante monarquía estaba dispuesta a utilizar
todos los recursos posibles para reforzar su autoridad y sus rentas dentro de sus
fronteras y su poder fuera de ellas, lo cual podía muy bien llevarla a mimar a las
que eran, en efecto, las fuerzas ascendentes de la sociedad. Estaba dispuesta a
reforzar su posición política enfrentando a unas clases, fundos o provincias
contra otros. Pero sus horizontes eran los de su historia, [30]
su función y su clase. Difícilmente podía desear, y de hecho jamás la
realizaría, la total transformación económica y social exigida por el progreso de
la economía y los grupos sociales ascendentes.
Pongamos un ejemplo. Pocos pensadores
racionalistas, incluso entre los consejeros de los príncipes, dudaban
seriamente de la necesidad de abolir la servidumbre y los lazos de dependencia
feudal que aún sujetaban a los campesinos. Esta reforma era reconocida como uno
de los primeros puntos de cualquier programa «ilustrado», y virtualmente no hubo
soberano desde
Madrid hasta San Petersburgo y desde Nápoles hasta Estocolmo que en el cuarto
de siglo anterior a la Revolución francesa no suscribiera uno de estos programas.
Sin embargo, las únicas liberaciones verdaderas de campesinos realizadas
antesde1789 tuvieron lugar en pequeños países como Dinamarca y Saboya, o en las
posesiones privadas de algunos otros príncipes. Una liberación más amplia fue
intentada en 1781 por el emperador José II de Austria, pero fracasó frente a la
resistencia política de determinados intereses y la rebelión de los propios
campesinos para quienes había sido concebida, quedando incompleta. Lo que aboliría
las relaciones feudales agrarias en toda
Europa central y occidental sería la Revolución francesa, por acción
directa, reacción o ejemplo, y luego la revolución de 1848.
Existía, pues, un latente
-que pronto sería abierto- conflicto entre las fuerzas de la vieja sociedad y la
nueva sociedad «burguesa», que no podía resolverse dentro de las estructuras de
los regímenes políticos existentes, con la excepción de los sitios en donde ya habían
triunfado los elementos burgueses, como en Inglaterra. Lo que hacía a esos
regímenes más vulnerables
todavía era que estaban sometidos a diversas presiones: la de las
nuevas fuerzas, la de la tenaz y creciente resistencia de los viejos intereses
y la de los rivales extranjeros.
Su punto más vulnerable era aquel
en el que la oposición antigua y nueva tendían a coincidir: en los movimientos
autonomistas de las colonias o provincias más remotas y menos firmemente
controladas. Así, en la monarquía de los Habsburgo, las reformas de José II hacia 1780 originaron
tumultos en los Países Bajos austríacos -la actual Bélgica- y un movimiento revolucionario
que en 1789 se unió naturalmente al de Francia. Con más intensidad, las
comunidades blancas en las colonias ultramarinas de los países europeos se
oponían a la política de sus gobiernos centrales, que subordinaba los intereses
estrictamente coloniales a los de la metrópoli. En todas partes de las América-español,
francesa e inglesa-, lo mismo que en Irlanda,
se produjeron movimientos que pedían
autonomía -no siempre por regímenes que representaban fuerzas más progresivas
económicamente que las de las metrópolis-, y varias colonias la consiguieron
por vía pacífica durante algún tiempo, como Irlanda, ola obtuvieron por vía revolucionaria,
como los Estados Unidos. La expansión económica, el desarrollo colonial y la
tensión de las proyectadas reformas del «despotismo ilustrado» multiplicaron la
ocasión de tales conflictos entre los años 1770 y1790.
La disidencia provincial o colonial
no era fatal en sí. Las sólidas monarquías [31] podían soportar
la pérdida de una o dos provincias, y la víctima principal del autonomismo
colonial - Inglaterra- no sufrió las debilidades de los viejos regímenes, por lo
que permaneció tan estable y dinámica a pesar de la revolución americana. Había
pocos países en donde concurrieran las condiciones puramente domésticas para
una amplia transferencia de los poderes. Lo que hacía explosiva la situación
era la rivalidad internacional.
La extrema rivalidad
internacional -la guerra- ponía aprueba los recursos de un Estado. Cuando era
incapaz de soportar esa prueba, se tambaleaba, se resquebrajaba o caía. Una tremenda
serie de rivalidades políticas imperó en la escena internacional europea
durante la mayor parte del siglo XVIII, alcanzando sus períodos álgidos de guerra
general en 1689-1713, 1740-1748,1756-1763,1776-1783 y sobre todo en la época
que estudiamos, 1792-1815. Este último fue el gran conflicto entre Gran Bretaña
y Francia, que también, en cierto sentido, fue el conflicto entre los viejos y los
nuevos regímenes. Pues Francia, aun suscitando la hostilidad británica por la
rápida expansión de su comercio y su imperio colonial, era también la más poderosa,
eminente e influyente y, en una palabra, la clásica monarquía absoluta y aristocrática.
En ninguna ocasión se hace más manifiesta la superioridad del nuevo sobre el viejo
orden social que en el conflicto entre ambas potencias.
Los ingleses no sólo vencieron
más o menos decisivamente en todas esas guerras excepto en una, sino que soportaron
el esfuerzo de su organización, sostenimiento y consecuencias con relativa
facilidad. En cambio, para la monarquía francesa, aunque más grande, más populosa
y más provista de recursos que la inglesa, el esfuerzo fue demasiado grande. Después
de su derrota en la
Guerra de los Siete Años (1756-1763), la rebelión de las colonias
americanas le dio oportunidad de cambiar las tornas para con su adversario.
Francia la aprovechó. Y naturalmente, en el subsiguiente conflicto
internacional Gran Bretaña fue duramente derrotada, perdiendo la parte más importante
de su imperio americano, mientras Francia, aliada de los nuevos Estados Unidos,
resultó victoriosa. Pero el coste de esta victoria fue excesivo, y las
dificultades del gobierno francés desembocaron inevitablemente en un período de
crisis política interna, del que seis años más tarde saldría la revolución.
VII
Parece necesario completar
este examen preliminar del mundo en la época de la doble revolución con una ojeada
sobre las relaciones entre Europa (o más concretamente la Europa occidental del
norte) y el resto del mundo. El completo dominio político y militar del mundo
por Europa (y sus prolongaciones ultramarinas, las comunidades de colonos
blancos) iba a ser él producto de la época de la doble revolución. A finales
del siglo XVIII, en varias de las grandes potencias y civilizaciones no europeas,
todavía se consideraba iguales al mercader, al marino y al soldado blancos. El gran
Imperio chino, entonces en la cima de su poderío bajo la dinastía manchú (Ch'ing),
[32] no era víctima de nadie. Al contrario, una parte de
la influencia cultural corría desde el este hacia el oeste, y los filósofos
europeos ponderaban las lecciones de aquella civilización distinta pero evidentemente
refinada, mientras los artistas y artesanos copiaban los motivos-a menudo ininteligibles-
del Extremo Oriente en sus obras y adaptaban sus nuevos materiales (porcelana)
a los usos europeos. Las potencias islámicas (como Turquía), aunque sacudidas
periódicamente por las fuerzas militares de los estados europeos vecinos(Austria
y sobre todo Rusia),distaban mucho de ser los pueblos desvalidos en que se
convertirían en el siglo XIX. África permanecía virtualmente inmune a la
penetración militar europea. Excepto en algunas regiones alrededor del cabo de Buena
Esperanza, los blancos estaban confinados en las factorías comerciales
costeras.
Sin embargo, ya la rápida y
creciente expansión del comercio y las empresas capitalistas europeas socavaban
su orden social; en África, a través de la intensidad sin precedentes del terrible
tráfico de esclavos; en el océano Índico, a través de la penetración de las
potencias colonizadoras rivales, y en el Oriente Próximo, a través de los
conflictos comerciales y militares. La conquista europea directa ya empezaba a extenderse
significativamente más allá del área ocupada desde hacía mucho tiempo por la
primitiva colonización de los españoles y los portugueses en el siglo XVI, y los
emigrados blancos en Norteamérica en el XVII. El avance crucial lo hicieron los
ingleses, que ya habían establecido un control territorial directo sobre parte
de la India (Bengala principalmente) y virtual sobre el Imperio mogol, lo que, dando
un paso más, los llevaría en el período estudiado por nosotros a convertirse en
gobernadores y administradores de toda la India. La relativa debilidad de las civilizaciones
no europeas cuando se enfrentaran con la superioridad técnica y militar de Occidente
estaba prevista. La que ha sido llamada «la época de Vasco de Gama», las cuatro
centurias de historia universal durante las cuales un puñado de estados
europeos y la fuerza del capitalismo europeo estableció un completo, aunque
temporal -como ahora se ha demostrado-, dominio del mundo, estaba a punto de alcanzar
su momento culminante. La doble revolución iba a hacer irresistible la
expansión europea, aunque también iba a proporcionar al mundo no europeo las
condiciones y el equipo para lanzarse al contraataque. [33]
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