En 1829, la Sala de
Representantes designó gobernador de la provincia de Buenos Aires a Juan Manuel
de Rosas. Su gestión estuvo marcada por algunos cambios sustanciales, entre los
que se destacan la delegación de facultades extraordinarias al poder ejecutivo
y la desaparición del Partido Unitario del escenario político provincial. Sin
embargo, a partir de 1830, el triunfante Partido Federal porteño comenzó a
fracturarse. Este proceso se acentuó cuando Rosas, terminado su mandato,
rechazó la reelección y emprendió la Campaña al Desierto, con el fin de avanzar
sobre la frontera indígena y consolidarla. Entre 1833 y 1835, los conflictos
dentro del Partido Federal bonaerense alcanzaron una virulencia desconocida, a
la vez que se reavivaron los enfrentamientos entre algunas provincias. En 1835,
el caudillo riojano Facundo Quiroga, enviado desde Buenos Aires como mediador,
fue asesinado en una emboscada.
El ascenso de Juan Manuel de Rosas El Restaurador de las
Leyes
En el marco del conflictivo contexto interprovincial
ya des- cripto, entre 1829 y 1832 se desarrolló el primer gobierno de Rosas en
la provincia de Buenos Aires. Su designación a la Primera Magistratura
provincial estuvo acompañada de nuevos rituales públicos tendientes a exaltar,
por un lado, el papel del comandante de campaña en la pacificación de la
provincia, luego de la guerra interna desatada con el golpe del le
de diciembre de 1828, y a mostrar, por el otro, la hegemonía del partido
gobernante. Rosas fue presentado ante la opinión pública como el defensor de
las instituciones ultrajadas por el motín unitario y como el único capaz de
controlar la conflictiva situación generada en la provincia luego de la muerte
de Dorrego. A tal efecto, la Legislatura
aprobó un proyecto en el que honraba la actuación de Rosas durante ese
período, lo ascendía a brigadier general y le confería el título de Restaurador
de las Leyes. Con ello se buscaba destacar la ruptura provocada por los
unitarios al suprimir las instituciones provinciales fundadas en 1821 y el
papel de Rosas, que vendría a restablecerlas según las leyes fundamentales
dictadas durante la década de 1820.
En ese clima, los unitarios fueron demonizados y
responsabilizados por todos los males de la provincia. En mayo de 1830, en
plena guerra contra la Liga del Interior, el gobierno de Rosas dictó un decreto
que establecía "que todo el que sea considerado autor o cómplice del
suceso del día ls de diciembre de 1828, o de alguno de los grandes
atentados cometidos contra las leyes por el gobierno intruso que se erigió en
esta ciudad en aquel mismo día... será castigado como reo de rebelión, del
mismo modo que todo el que de palabra o por escrito o de cualquier otra manera
se manifieste adicto al expresado motín”. Así, se desconocían las cláusulas de
paz firmadas entre Lavalle y Rosas en 1829, en las que ambos se habían comprometido
a respetar una amplia amnistía, y se cercenaba la libertad de prensa y
expresión. De hecho, durante la gestión de Dorrego, ya se había limitado la
libertad de prensa establecida por ley en 1821, tendencia que fue
acrecentándose durante el primer gobierno de Rosas. El control que el partido
gobernante buscaba sobre cualquier conato de oposición a través de leyes y
decretos se complementó con otros gestos que intentaban demostrar la hegemonía
del Partido Federal. El más representativo fue el uso de la “divisa punzó”,
símbolo de adhesión al federalismo, que consistía en una cinta colorada y ancha
de pocos centímetros de largo, que los hombres llevaban en el pecho o en el
sombrero y las mujeres, por lo general, en el cabello. Poco después de asumir
la gobernación, Rosas dictó un decreto por el cual se obligó a todos los
empleados públicos de la provincia a utilizarla. Con el correr de los años
llegó a ser una imposición para todo ciudadano que no quisiera ser tildado de
opositor al gobierno... y sufrir las consecuencias.
Cabe aclarar que, a esa altura de los
acontecimientos, el Partido Unitario de Buenos Aires parecía definitivamente
vencido. El fracaso de su política en el Congreso Constituyente y la derrota
sufrida por el movimiento de Lavalle habían dejado el camino libre al Partido
Federal. Muchos unitarios habían partido a un exilio en el que la nueva
República Oriental del Uruguay ofició de principal receptora, otros se llamaron
a silencio y no pocos pasaron a engrosar el Partido Federal porteño, luego de
las divisiones producidas dentro del ya desaparecido
Partido del Orden. De manera que todo el
esfuerzo del gobierno para controlar la oposición tenía lugar en un contexto en
el que el Partido Unitario se hallaba absolutamente desarticulado en Buenos
Aires. A pesar de los triunfos de la Liga Unitaria del Interior, los
principales líderes porteños de esa tendencia se hallaban fuera de las
fronteras de la provincia.
El corone! Manuel Dorrego había sido fusilado por orden del general,
Lavalle en la localidad de Navarro. En diciembre de 1829, sus restos fueron
exhumados por orden del nuevo gobierno a cargo de Juan Manuel de Rosas y
trasladados, en una solemne ceremonia, a la ciudad de Buenos Aires. El funeral
duró varios días, ya que el cortejo fúnebre recomo diversas iglesias,
especialmente preparadas para el evento, donde se celebraron oficios religiosos
en honor al ex gobernador federal. Én la misa llevada a cabo en la Catedral, la
urna funeraria fue depositada en un catafalco de más de 13 metros de altura,
decorado por esculturas dolientes, piras y lámparas ardientes, y enmarcado por
colgaduras negras. Dicho catafalco había sido diseñado por el arquitecto
italiano Cario Zucchi, llegado a las costas del Río de la Plata a mediados de
1826 y contratado por el gobierno de Dorrego en 1828 para desempeñarse como
inspector del Departamento de Ingenieros. Pero su obra más significativa fue la
que desarrolló en los años siguientes como escenógrafo urbano, dedicado especialmente
a realizar las decoraciones efímeras para diversos acontecimientos públicos,
como las fiestas patrias. Entre ellas figura el citado catafalco, destinado a
realzar el acontecimiento público más imponente de la época. Los funerales de
Dorrego, que finalizaron con la sepultura de sus restos en el cementerio del
Norte {actual Cementerio de la Recoleta), lograron un gran impacto entre la
población. Rosas supo aprovechar ia popularidad de! líder federal fusilado para
inscribir en ella su nueva gestión.
Sin embargo, la aparente hegemonía federal en Buenos Aires no conseguía
ocultar los conflictos y disidencias en su seno. Las diferencias entre el grupo
federal más antiguo, que había liderado Dorrego, y sus nuevos integrantes se
manifestaron apenas asumió Rosas. Muchos de los últimos provenían de los
sectores económicos dominantes de la provincia, que se habían alineado en este
bloque después de la fallida federaliza-
ción de Buenos Aires. A pesar de los grandiosos funerales que el nuevo
gobernador le brindó a Dorrego al hacerse cargo de la Primera Magistratura, la
disputa entre ambos grupos se expresó muy rápidamente. El principal escenario
del conflicto fue la Sala de Representantes; la ocasión, el debate en torno al
otorgamiento de las facultades extraordinarias al gobernador.
El otorgamiento de facultades extraordinarias a miembros de los poderes
ejecutivos que se sucedieron en el Río de la Plata después de la revolución no
era una novedad: ya había sido ensayado en diversas oportunidades, aunque
siempre por tiempo limitado, con carácter de excepción y en circunstancias que
supuestamente justificaban su concesión. Por ejemplo, en 1813, la Asamblea
Constituyente dotó de tales facultades al Triunvirato, frente a la amenaza de
la guerra contra los realistas; y en 1820, en medio de la crisis que azotaba a
Buenos Aires, la Sala de Representantes otorgó facultades extraordinarias al gobernador
Martín Rodríguez hasta tanto cesara la amenaza externa e interna. Una
vez lograda la pacificación, estas facultades no fueron renovadas por
la Legislatura, ni tampoco solicitadas por ninguno de sus miembros.
En 1829, apenas Rosas fue designado gobernador, el
diputado An- chorena presentó un proyecto de ley en el que solicitó el
otorgamiento de facultades extraordinarias al poder ejecutivo, argumentando
supuestos peligros desde el contexto externo de la provincia. Los éxitos del
general Paz en el interior eran presentados como una fuerte amenaza al orden
interno provincial, lo que volvía necesario afianzar las atribuciones del
gobernador por un tiempo limitado. Anchorena se encargó de justificar el
proyecto apelando a diferentes ejemplos históricos en los que los gobernantes
habrían actuado de manera similar (la república romana era uno de ellos) y a la
exaltación de la figura de Rosas, único capaz --según se desprendía de esta
argumentación- de controlar la conflictiva situación. El primo del gobernador
le recordaba a la Sala los distintos momentos en que Rosas había “salvado” a la
provincia del caos y la anarquía -destacando su participación, y la de sus
milicias de campaña, junto a Martín Rodríguez en la resolución de la crisis del
año 20-; buscaba con ello doblegar una opinión que no era unánime.
Una vez concluida la presentación del proyecto,
algunos miembros de la Sala cuestionaron la propuesta. El diputado Aguirre
señaló la contradicción de otorgar a Rosas el título de Restaurador de las
Leyes para luego violar las normas en nombre de la amenaza externa a la
provincia; el diputado García Valdez destacó el peligro que representaba para
las garantías individuales ampliar las facultades del gobernador; el diputado
Escola cuestionó el principal argumento de Anchorena, al sostener que la
amenaza a la provincia no era ni tan grave ni tan inminente. Tales personajes
no pertenecían al derrotado Partido Unitario, sino al triunfante federalismo
porteño. De hecho, Rosas y su séquito más cercano debieron enfrentarse desde el
momento mismo de la asunción con un Partido Federal fragmentado, reticente a
acatar en silencio los deseos del gobernador. No obstante, luego de dos días de
debate, la Sala de Representantes aprobó el proyecto de facultades
extraordinarias tal como había sido presentado: se revestía al gobernador de
tales poderes por el término de un año, exigiéndosele una rendición de cuentas
ante la Legislatura una vez concluido dicho período. Sin embargo, el día de la
votación, no todos estuvieron presentes en la Sala: doce diputados quisieron
demostrar con su ausencia la disidencia al proyecto, iniciándose con este hecho
una tensa relación entre el poder ejecutivo y algunos miembros federales de la
Legislatura.
En una primera etapa, el debate sobre las facultades extraordinarias
presentó una antinomia fundamental: sus defensores la planteaban en términos de
libertad individual versus orden
público, mientras que sus detractores la definían como la oposición entre
libertad individual bajo el imperto de la ley versus dictadura, A partir de 1831, el
debate se desplazó hacia ia discusión sobre ia división de poderes, en
particular hacia la relación entre la Sala de Representantes y el poder
ejecutivo ejercido por el gobernador. Cabe recordar que, desde 1821 y hasta
1829, la Legislatura había ocupado el espacio central del engranaje político
provincial; en ese contexto, eí otorgamiento de facultades extraordinarias al
gobernador y la posterior ampliación de sus atribuciones rompían con lo que ya
era considerado una conquista del régimen republicano fundado diez años antes.
El poder legislativo veía disminuir considerablemente su protagonismo en ia
escena política provincial al resignar el poder de iniciativa e incluso la
capacidad de fijar la duración de las facultades que, supuestamente, se habían
otorgado con carácter de excepción. Cuando, luego de los debates, la condición
de excepción se asumió por “tiempo indeterminado", los diputados
comenzaron a redefinir sus argumentos colocando como eje de la deliberación la
división de poderes.
En ocasión de la firma del Pacto Federal, ei conflicto entre el
gobernador y algunos diputados de la Sala -que pretendían modificar la
redacción de ciertos artículos- se hizo más abierto. La indignación de Rosas
provenía no sólo del intento de modificar un acuerdo que consideraba de su
propia factura, sino además del tipo de cuestionamiento formulado. Los
diputados buscaron corregir los artículos que hacían sospechar el ejercicio de
un poder discrecional en manos de! Ejecutivo. En este sentido, fue
especialmente discutido ei artículo 7 del tratado, que prometía “no dar asilo a
ningún criminal que se acoja a una de ellas (de las provincias firmantes)
huyendo de las otras dos por delito, cualquiera que sea, y ponerlo a
disposición del gobierno respectivo que lo reclame como tal’’. En este punto,
se opusieron no sólo quienes ya lo habían hecho al otorgamiento y ampliación de
fas facultades extraordinarias, sino también algunos de los que hasta muy poco
tiempo atrás habían sido sus más férreos defensores. El caso más paradigmático
fue el del diputado Sáenz de Cavia, quien, en la sesión celebrada el 26 de
enero de 1831 en ia Saia de Representantes, afirmaba, alarmado, “que e!
gobierno de Buenos Aires se hallaba revestido de facultades
extraordinarias, y los de las demás provincias litorales, si no lo estaban ya,
lo estarían acaso pronto, y sancionar en estas
circunstancias el artículo en discusión seria ampliar de tal modo la autoridad
ejecutiva que por nada que hubiese que temer de ella, no por esto dejarían de
quedar en un mai punto de vista los que hubiesen formado un poder tan ilimitado
bajo todos respectos, como el que era librado a la ciencia y conciencia deí gobierno,
pues que los abusos que pudiesen cometerse serían tanto más terribles y
funestos, cuanto que eran
legalizados”.
Diario de sesiones de la Sala de Representantes de Buenos Aires, tomo 12, sesión del 26
de enero de 1831. JSF
La situación se tornó más tensa en 1830, cuando la Sala, que contaba
aún con una mayoría favorable al gobernador, aprobó la ampliación de las
facultades extraordinarias por tiempo indeterminado. Así, se le otorgaba a
Rosas la posibilidad de actuar según “le dictaran su ciencia y conciencia”,
tomando las medidas que creyera más conducentes a la pacificación de 3a
provincia hasta tanto cesara el estado de amenaza externa. Afines de 1831,
volvió a discutirse el mismo asunto, dado que el general Paz ya había sido derrotado:
desaparecía así el principal argumento de los leales a Rosas para renovar las
facultades extraordinarias. No obstante, ni Rosas ni su séquito más cercano
parecían dispuestos a abandonarlas y, menos aún, a seguir gobernando sin ellas.
Argumentando peligros inminentes, el gobierno evaluó la oposición en la Sala a
la renovación de tales facultades como una muestra de deslealtad a la persona
de Rosas. En ese contexto, la Sala fue cambiando su composición, ya que los
diputados se renovaban por mitades en elecciones anuales, según estipulaba la
ley electoral de 1821. Las filas de los federales opositores a las facultades
extraordinarias se fue engrosando, y Rosas, advertido de que la opinión de la
Legislatura le era desfavorable, decidió devolver tales facultades a la Sala en
mayo de 1832. Argumentó entonces que este gesto respondía a la “divergencia de
opiniones" y no al cese del estado de amenaza. Así, el gobernador puso en
escena un ritual que repetiría a lo largo de sus diversos gobiernos: negándose
a asumir dichos poderes no pretendía más que el pedido explícito por parte de
la Sala. De hecho, un grupo de diputados fieles a los designios de Rosas
propuso la renovación de las facultades extraordinarias, pero en esta ocasión
la estrategia fue poco exitosa. La votación le dio una abrumadora mayoría a los
federales opositores.
En diciembre de 1832, la Sala reeligió a Rosas en el cargo de
gobernador, aunque sin acordarle las facultades extraordinarias; éste no aceptó
un nuevo mandato. Los federales opuestos a las facultades extraordinarias no
cuestionaban el prestigio del gobernador ni su capacidad de liderazgo (de
hecho, todos aceptaban su candidatura a la reelección), pero no estaban
dispuestos a admitir su ilimitada vocación de poder. De manera que, luego de
insistir varias veces en el ofrecimiento, la Legislatura decidió elegir como
nuevo gobernador a Juan Ramón Balcarce, un general que acababa de participar en
la guerra contra Paz.
En esa coyuntura parecía quedar claro que el
liderazgo de Rosas no podía ser fácilmente sustituido si se pretendía mantener
cierta unidad dentro del Partido Federal. A la vez, era evidente que Rosas
intentaba construir dicho liderazgo sobre bases muy diferentes de las que
habían dominado la lógica de hacer política en los años 20. Colocado por encima
de las facciones en pugna y utilizando su prestigio como defensor de la
seguridad de la campaña, había arribado a la posición pública más encumbrada
sin contar con un historial que lo colocara dentro de la elite que había hecho
de la revolución su propia carrera política. Es más, fue esa misma condición la
que hizo valer para convertirse tan rápidamente en líder del Partido Federal.
La hostilidad de Rosas hacia las prácticas encarnadas por la elite dirigente, a
través de las cuales sus miembros acostumbraban disputar los espacios de poder
luego de deliberar y negociar las listas de candidatos a las elecciones y el
reparto de cargos, expresa su rechazo a la dinámica de funcionamiento de un
régimen donde predominaba una lógica de negociación ínter pares. La actitud de Rosas en los
pactos de Cañuelas y Barracas celebrados en 1828 evidencia su escasa
disposición a ampliar el número de interlocutores para negociar la salida del
conflicto, poniendo en acto una práctica política concebida en términos
pactistas. En ella, sólo los líderes visibles de los grupos enfrentados estaban
habilitados a definir quiénes ocuparían el poder y bajo qué formas accederían a
él; se intentaba, además, reemplazar un modo de hacer política basado en la
disputa de grupos por otro fundado en la decisión unilateral y unipersonal de
dos individuos abocados a pactar en nombre de todos.
Esta forma de entender el ejercicio de la política
fue resistida por uno y otro bando. Así lo demostraron las elecciones del 26 de
julio de 1829, que fueron anuladas por no haberse respetado la lista única
confeccionada por Rosas y Lavalle. Esta negativa se puso aún más en evidencia
cuando Rosas, ungido como gobernador, abandonó la actitud
supuestamente prescindente respecto de la lucha facciosa para extremar el faccionalismo. De este
modo, obligó a los unitarios a retirarse del espacio político y a los federales
a disciplinarse tras las condiciones impuestas por su liderazgo. Pero los
problemas surgieron dentro del mismo grupo que lo había encumbrado. Si bien
Rosas procuró controlar al máximo las elecciones y las manifestaciones públicas
en todos sus escenarios, no tuvo demasiado éxito puesto que no logró imponer
las listas con sus propios candidatos. La dificultad residía en disciplinar a
la elite dirigente, habituada a
disputar los espacios de poder, y renuente a aceptar un liderazgo unipersonal.
En nombre de la restauración de las leyes, Rosas
supo aprovechar el legado institucional de la época de Rivadavia para poner en
funcionamiento un sistema de dominación política que, lejos de sus propósitos
originales, lo ubicaba a él como principal -y pretendidamente único-
depositario del poder. En la denominación de “Restaurador" con que se
presentaba a sí mismo en los papeles públicos se conjugaban numerosos
significados: por un lado aludía a las leyes promulgadas desde la revolución,
que los unitarios habían violado en 1828; por otro, hacía referencia a las
innovaciones introducidas durante su gobierno; por momentos parecía designar un
orden moral trascendente, mientras que a veces apuntaba no tanto a la
naturaleza de las leyes sino a su implemen- tación eficaz. Más allá de estos
contenidos, la figura del Restaurador de las Leyes evidenciaba también la
convicción de que, restableciendo un orden legal históricamente existente, que
no se correspondía ni con el antiguo orden colonial ni con el
posrevolucionario, sino con lo que resultó de la confluencia de ambos luego de
dos décadas de vida política independiente, era posible alcanzar una
gobernabilidad impensable en el marco de un orden constitucional moderno.
Así, durante la primera gestión de Rosas, la
dinámica de funcionamiento del régimen político provincial fue mutando. Esto pone en evidencia que dicho régimen no
fue el producto de la aplicación de un proyecto elaborado de antemano, sino de
un proceso de construcción gradual que debió adaptarse a las cambiantes
coyunturas. El desarrollo de los acontecimientos y la percepción que de ellos
tuvieron los grupos dirigentes jugaron un papel fundamental en la configuración
de las prácticas políticas. De hecho, el intento de imponer un modelo político
basado en la preeminencia del Ejecutivo y en la eliminación de la competencia
electoral y la deliberación pública fue muy resistido en esos años, y debió
enfrentarse con otras opciones políticas dentro del propio Partido Federal.
La elección de Baicarce contó con la anuencia dq Rosas. El ex
gobernador consideró que el general recientemente designado para el ejercicio de
la Primera Magistratura era una persona fácilmente dominable, que aceptaría de
buen grado el control que pretendía ejercer desde las sombras. Decidido a
esperar una coyuntura más favorable, en la que no dudaba que sería nuevamente
llamado a ocupar el cargo de gobernador con el ejercicio de las facultades
extraordinarias, Rosas reasumió su cargo de comandante general de campaña y se
lanzó a concretar una empresa largamente proyectada. Antes de abandonar su rol
en el gobierno, había hecho aprobar un proyecto de expedición contra los indios
que habitaban las tierras situadas al norte del río Negro, con el fin de
extender la frontera e incorporar nuevas tierras a la esfera de producción.
Esta se organizó en los primeros meses de 1833 y partió en marzo de ese mismo
año. El ex gobernador se alejaba así del escenario político bonaerense,
confiado en poder controlar la situación, pues contaba con un gobernador dócil
a sus directivas.
Apenas partió la comitiva al desierto, las tensiones
se agravaron. Ni Baicarce era tan dócil como Rosas pensaba, ni menos aún lo era
el general Enrique Martínez, primo del nuevo gobernador, quien pasó a ocupar el
Ministerio de Guerra. Martínez estaba decidido a hacer una política
independiente y restarle poder a Rosas, para lo cual se valió de los recursos
del Ministerio y de la división entre diputados leales a Rosas y federales
independientes en la Legislatura.
A mediados de 1833, ambos bandos se enfrentaron en
las elecciones para renovar los representantes de la Sala, y armaron sus propias
listas: los llamados “federales cismáticos”, aquellos que no respondían a las
directivas de Rosas y que eran mayoría en la Legislatura, y los “federales
apostólicos”, leales al ex gobernador. Todas las cartas remitidas por Rosas
durante su expedición al desierto exhibían el propósito de manejar desde la
distancia los hilos de la política intema de Buenos Aires y de desplazar a
quienes él mismo había denominado “decembristas unitarios”.
Las elecciones le dieron finalmente el triunfo a la
lista de los federales disidentes o “lomos negros” -tal como fueron llamados a
partir de esa elección, debido al color de sus boletas de candidatos-,
reafirmándose así su hegemonía en la Sala de Representantes. El ministro
Martínez no era ajeno a este triunfo: había apoyado a los cismáticos,
movilizando a las tropas en las elecciones y buscando controlar las mesas
electorales. En junio se realizaron
elecciones complementarias; antes de su finalización, el gobernador suspendió
el acto comicial aduciendo hechos de violencia. La sospecha de que dicha
suspensión fue la respuesta del gobierno frente a un triunfo seguro de los
rosistas resintió aún más las relaciones entre ambos grupos.
Carta de Juan Manuel de Rosas a Vicente González enviada desde Río
Colorado en julio de 1833: /
“Entre la correspondencia pública que vino por la administración de
Correos venían cartas particulares de algunos amigos que contenían asuntos
reservados. Esto me parece malo y creo conveniente diga Ud. de mi parte a
Encarnación que les prevenga, que el quince y el treinta de cada mes debe Ud.
mandar a la ciudad una persona de confianza para que reciba ia correspondencia
secreta de los amigos, y la entregue a Ud. quien tiene encargue mío de
mandármela, con persona de confianza. (...] Los intrusos que hablen en mi
favor, y en contra de los logistas, es conveniente hacerlos correr entre amigos
y enemigos. Conviene se generalice titularme Ei Restaurador de las Leyes, y así
ponerme en ios sobres y encabezamiento de los oficios, etc.: Al Restaurador de
las Leyes, Brigadier Don Juan Manuel de Rosas.
Dirá Ud. que de cuándo acá salgo deseando títulos: yo le diré que
porque en ei día se debe trabajar en cuanto se pueda, para que los enemigos no
nos acaben junto con nosotros a la Patria.
A las madres y patronos de los libertos dígales Ud. que están muy
hombres de bien y valientes, y que pronto se irán a sus casas io que se acabe
la Campaña a ser felices con sus bajas para que nadie se meta con ellos y
trabajen libremente. Copia de este artículo pase Ud. a Encarnación, para que
ella y Dña. María Josefa así se ios haga presente a las madres de dichos
libertos, e igualmente a sus patrones.
Dice bien Encarnación que los nuestros se darían amarrar como Dorrego
por las Leyes. Vale que yo les escribí algo fuerte estimulándolo, etc. Era
gracioso verlos y aún ahora quién sabe cuántos serán los escrúpulos, y
entretanto, habiendo cesado la dictadura, e! Gobierno está haciendo lo que yo
con ella no me atreví a hacer. Cullen les llevó armamento, etc., etc., y se fue
golpeando la boca diciendo que había jugado a su gusto con ei Gobernador. ¿Y
con qué facultad ha dispuesto de esos artículos etc., etc.? ¿Cómo, y con qué
autoridad tiene presos con grillos esos paisanos
del asunto de las elecciones, después de las 48 horas, en cuyo término
deben pasar a los jueces, etc.? Pero así por este estilo es escandaloso lo que
hacen y entretanto los nuestros, como dice Encarnación muy bien, estaban
dejándose amarrar con las Indicadas leyes. Es preciso .
desengañarse que al picaro y traidor es necesario hacerle la guerra sin
pararse en la decencia con que debe hacerse entre caballeros.
El Gobernador en una que me ha escrito y que no pienso contestar,
muestra claro el veneno que tiene contra mis amigos, y que es todo de los
enemigos. Entre otras cosas graciosas se queja de que no le mandé a él
directamente la correspondencia; pero no lo contará por más que se rasque, tanto
más cuanto que hace mérito de haber mandado al Señor Guido un paquete que por
equivocación le llevaron de la administración de Correos siendo rotulado al Sr.
Guido. Por lo visto el mérito será en no haber cometido la perfidia y escándalo
de abrirlo. Mas de aquí deduzca Ud. que la Administración de Correos tendría
orden de mandar al fuerte todo paquete que fuese mío, quizás para fundar
después la queja. Deduzca también lo conveniente que es la medida de mandar la
correspondencia por persona de confianza según queda indicado.
Basta por ahora, pues que ya es preciso despachar al
pobre Rosas que no poco tendrá que contarle. •
Expresiones a
los amigos y deseando como siempre su completa salud mande como guste a su
afmo. amigo Juan Manuel de Rosas”
Extraído de Marcela Ternavasio, La correspondencia de Juan Manuel de Rosas,
Buenos Aires, Eudeba, 2005.
La derrota de los apostólicos y la suspensión de las elecciones
complementarias acrecentaron el clima de violencia en la ciudad de Buenos
Aires. Con mayoría de cismáticos en la Legislatura, Rosas corría el serio
riesgo de perder toda posibilidad de recuperar el poder y veía alejarse sus
expectativas de asumir nuevamente la Primera Magistratura, con las facultades
extraordinarias conferidas en su primer gobierno. En ese momento se discutían
en la Sala dos proyectos de constitución para la provincia de Buenos Aires,
presentados respectivamente por cada uno de los bandos enfrentados. Cabe
recordar al respecto que la provincia se regía por las leyes fundamentales
dictadas después de 1821 y carecía de una carta orgánica, a diferencia de la
mayoría de las provincias por entonces. El proyecto presentado por el diputado
Anchorena no suscitó un real entusiasmo en su primo, Juan Manuel de Rosas,
quien mos-
traba escasa adhesión
a la sanción de una constitución, tanto a nivel nacional como provincial. No
obstante, este proyecto no era más que un conjunto de principios formulados de
manera ambigua, que procuraba detener el movimiento liderado por los cismáticos
en favor de una constitución. La propuesta de estos últimos era sancionar una
carta orgánica que, además de garantizar la división de poderes y las
libertades individuales, estableciera explícitamente que el cargo de gobernador
sólo se ejercería por tres años, sin posibilidad de reelección por el término
de seis años. Además, el proyecto prohibía específicamente el otorgamiento de
facultades extraordinarias al poder ejecutivo, hiriendo de muerte la vocación
hegemónica de Rosas. t
Promediando el año 1833, la suerte parecía estar echada. Debían
discutirse los dos proyectos de constitución presentados y votarse luego en una
Legislatura con amplia mayoría de federales cismáticos. La disputa se expresaba
a través de una prensa por completo facciosa: las acusaciones cruzadas entre
diarios adictos al gobierno y periódicos resistas alcanzó una virulencia
similar a la desplegada en 1828. En octubre de 1833, un confuso episodio
encendió la llama: el gobierno dispuso una serie de procesos a diferentes
periódicos y papeles públicos, incriminando primero al que llevaba el nombre de
Restauradar de las Leyes, pasquín de
tendencia resista. La noticia inquietó a algunos habitantes de los suburbios y
de la campaña, porque creyeron que se juzgaría a Juan Manuel de Rosas, no al
periódico. Este equívoco fue capitalizado por los apostólicos, quienes
movilizaron a sus seguidores a la Plaza de la Victoria para demostrar su
oposición al gobierno. Los resistas fueron reprimidos por la policía; conducidos
por algunos militares apostólicos, huyeron a Barracas, donde se organizaron
para enfrentar a las fuerzas del gobierno, a las que vencieron con rapidez.
Este episodio, que se conoce bajo el nombre de
“Revolución de los Restauradores”, obligó al ministro Martínez y al gobernador
Balcarce a renunciar. Quedaba demostrado el creciente aislamiento del gobierno,
que no contaba ya con el indiscutido apoyo de los diputados cismáticos.
Balcarce había sido fácilmente influido por su primo, el ministro Martínez,
quien se había independizado tanto de la tutela de Rosas, como de los miembros
de la Sala que pretendían limitar la hegemonía de aquél. En noviembre, la
Legislatura designó a Juan José Viamonte en el cargo de gobernador, pues contó con
los votos mayoritarios de los diputados cismáticos frente al candidato de los
apostólicos, el general Pinto.
Viamonte debió asumir su cargo en un clima poco
favorable. Aunque los lomos negros habían sufrido una derrota con la Revolución
de los Restauradores, mantenían aún mayoría en la Legislatura. El nuevo
gobernador quiso desarrollar una política conciliadora entre ambos bandos, tal
como lo había hecho entre unitarios y federales en su interinato de 1829, pero
no eran momentos de moderación. Los leales a Rosas, al advertir la
imposibilidad de recuperar el poder perdido a través de las elecciones, se
lanzaron a implementar una nueva estrategia: amedrentar a los opositores a
través de acciones directas. Como su líder estaba aún en campaña contra los indios,
Encarnación Ezcurra se encargó de organizar a algunos fieles seguidores en una
suerte de club que adoptó el nombre de Sociedad Popular Restauradora! Formada
en ese momento por un reducido grupo de fanáticos partidarios de Rosas, cuyo
componente popular la distinguía de los clubes o asociaciones creados antes de
esa fecha, se constituyó inmediatamente en instrumento de terrorismo político.
Sus miembros se dedicaron a dar muestras de apoyo al ex gobernador, gritando
vivas a Rosas en las calles, concurriendo a la Sala de Representantes para
presionar a los cismáticos, atacando las casas de los opositores y llegando
incluso a apedrear o balear a algunos de ellos. Desde las sombras, la Sociedad
Popular intentaba revertir un equilibrio político hasta ese momento favorable a
los cismáticos, apelando a la amenaza y la violencia física.
En ese contexto, los federales opositores a Rosas comenzaron a
transitar el mismo camino recorrido por los unitarios a partir de 1829: el
exilio. La provincia de Entre Ríos y la Banda Oriental del Uruguay comenzaron a
recibir a federales disidentes, mientras el gobierno de Vía- monte se
debilitaba cada vez más. La violencia llegó a su clímax en abril de 1834,
cuando Bernardino Rivadavia regresó a Buenos Aires luego de retirarse de la
vida política y de un largo exilio en Europa. El ex presidente no fue bien
recibido: en medio de amenazas e insultos, debió abandonar nuevamente el país
luego de ser expulsado por el gobierno, cuyos miembros fueron presionados para
tomar tal decisión. Bloqueado políticamente y agotado de enfrentar una gestión
plagada de dificultades, Viamonte renunció en junio de 1834.
Una vez alejado Viamonte del
cargo, la Sala eligió como nuevo gobernador a Juan Manuel de Rosas. Sin
embargo, dado que la designación no incluía el otorgamiento de las facultades
extraordinarias, éste puso en marcha el ritual de la renuncia, tal como lo
había hecho dos años antes. Dado que la Sala no estaba dispuesta a entregar
tales facultades -evitando de este modo reeditar el conflicto suscitado entre
1829 y 1832-, decidió nombrar gobernador a Manuel Vicente Maza, íntimo amigo de
Rosas y presidente de la Legislatura. La única función que se le encomendaba al
nuevo gobernador era allanar el camino para el regreso triunfal de Rosas.
La Campaña al Desierto
Mientras estos episodios se sucedían en el escenario porteño, Rosas se
hallaba en plena campaña de expansión de la frontera. El objetivo de la empresa
era asegurar, mediante una expedición militar, la posesión pacífica de las
tierras ganadas al indio en la década precedente y avanzar sobre el territorio
situado al norte del Río Negro. En esos años, la expansión ganadera, facilitada
por el fluido vínculo que los grupos hacendados de la provincia mantuvieron con
el comercio internacional, había encontrado un respaldo explícito por parte del
gobierno. De hecho, la expedición dirigida por Rosas era una muestra más de
este apoyo.
El proyecto, además de estar solventado por el fisco
de la provincia de Buenos Aires, suponía la colaboración de otras provincias
amenazadas por el avance indígena y del propio gobierno de Chile. La columna
occidental debía estar comandada por el general Aldao, la del centro por el
general Ruiz Huidobro, la oriental por Rosas, y Facundo Quiroga sería el
comandante en jefe de la expedición. En realidad, poco de esto
pudo cumplirse. Quiroga se hallaba en
Buenos Aires, enfermo: actuaba a la distancia, con cierto desgano. La falta de
recursos hizo fracasar a la columna central y le restó fuerzas a la occidental.
Los fondos prometidos por el gobierno de Buenos Aires tampoco fueron los
esperados: el conflicto interno del federalismo porteño se trasladó a la
preparación de la campaña contra los indios, con opiniones divididas respecto de
la oportunidad del proyecto. El ministro de Guerra, Martínez, le retaceó apoyo
a’la empresa, buscando con ello desplazar a Rosas del poder político; por otro
lado, el ex gobernador no dejaba de quejarse de esta situación, culpabilizando
al ministro del posible fracaso de la campaña.
Finalmente, pese a todas estas dificultades, en marzo de 1833 la
expedición partió. La reticencia del gobierno de Balcarce a enviar los recursos
necesarios fue suplida por la colaboración de los hacendados más poderosos de
Buenos Aires, que realizaron aportes a título privado con el objeto de
garantizar la ampliación de la frontera económica y evitar los malones que
asolaban la región. A esta altura de los acontecimientos, a los hacendados que
colaboraron con la empresa no les importaban las banderías políticas; viejos
unitarios que habían apoyado al Partido del Orden no dudaron en solventar una
acción que consideraban indispensable para sus intereses.
En las versiones historiográficas tradicionales, el tema de la frontera
indígena fue tratado como un problema exclusivamente bélico. La frontera aparecía
como un espacio vacío sometido a la conquista territorial desde el punto de
vista militar y a la ocupación económica para su explotación. Se consolidó así
la imagen de un desierto ocupado sólo por tribus nómadas o seminómadas
dedicadas a la caza y el pastoreo y, básicamente, al pillaje. En las últimas
dos décadas, dicha imagen ha sido sometida a crítica, gracias a la confluencia
de historiadores, antropólogps y etnólogos. La
frontera indígena dejó de ser considerada como un límite o separación y comenzó a
estudiarse como un área de interrelación entre dos sociedades distintas, en la
que se produjeron intensos intercambios económicos, sociales, políticos y culturales.
Tales intercambios fueron consolidándose durante la época colonial,
cuando extensas regiones de América del Sur quedaron fuera del control directo
de los europeos. Pero, mientras que en el período colonial los intentos de
penetrar en la frontera indígena no buscaban ocupar el territorio, sino
mantener en equilibrio su relación con los espacios colonizados, después de la
revolución y de la independencia, los gobiernos criollos y las elites
dominantes buscaron expandirse sobre dichas áreas con el objeto de colocarlas
bajo su dominio. La creciente inserción en el mercado mundial y la expansión ganadera
dieron lugar a empresas de expansión que, como la liderada por Juan Manuel de
Rosas en 1833, no dejaron de lado la posibilidad de una coexistencia pacífica
con algunas parcialidades indígenas al implementarse estrategias de negociación
con los llamados "indios amigos” en la provincia de Buenos Aires.
Así, pues, los nuevos estudios sobre la frontera revelan un mundo mucho
más heterogéneo del que nos pintó la historiografía tradicional -que presentó a
las sociedades indígenas como meramente depredatorias- al mostrar el complejo
sistema de intercambios que vinculó tanto a las distintas unidades del mundo
indígena entre sí como con la sociedad criolla.
La expedición partió desde Los Cerrillos, una de las estancias de
Rosas, con mil quinientos hombres. A comienzos de mayo alcanzaron el Río Negro
y, a fines de ese mes, la isla Choele-Choel, punto clave de las comunicaciones
entre los indígenas de la Pampa y los de la Patagonia andina. Las columnas avanzaron por el Oeste hasta la confluencia de los
ríos Neuquén y Limay, y por el Noroeste hasta el río Atuel, donde llegaron a la
división de Aldao, sin que se presentaran mayores dificultades desde el punto
de vista militar. La expedición fue aprovechada, además, para llevar a cabo un relevamíento
del terreno recorrido.
La empresa logró incrementar las comunicaciones con
Bahía Blanca y Patagones y asegurar las tierras ya conquistadas, a través de
una política que combinó la fuerza militar con la negociación pacífica. De
hecho, gracias a las negociaciones de Rosas con las diferentes parcialidades
indígenas se logró pacificar la frontera por varios años. Aunque después de
1840 hubo algunos episodios violentos en la línea móvil que separaba a los
indios del mundo de los blancos, fue después de la caída de Rosas que el avance
indígena se. convirtió en una verdadera amenaza.
Un año después, la expedición
culminó con el retomo triunfal de Rosas. El ex gobernador cosechaba así no sólo
el apoyo y agradecimiento de los sectores propietarios, sino también los frutos
de su alejamiento del conflictivo escenario político porteño. Al título de
Restaurador de las Leyes otorgado en 1829 se le sumó ahora el de conquistador
del desierto: comenzaba a consolidarse la tendencia del culto a su persona. El
proyecto de erigir un monumento conmemorativo en honor al ejército
expedicionario fue utilizado para exaltar la figura de Rosas, quien durante el
año 1834 se vio favorecido con la sanción de una ley a través de la cual la
Sala de Representantes le concedía en propiedad, a él y a sus descendientes, la
isla Choele-Choel. Las fiestas mayas y las fiestas juñas de 1834 incorporaron
un ingrediente nuevo en su organización: el homenaje a la expedición de 1833,
centrado en la exaltación de la figura de Juan Manuel de Rosas y no en la
realización de una gesta colectiva.
El gobierno de Maza en Buenos Aires se vio plagado de dificultades.
Rosas comenzaba a desconfiar de él, creándose a su alrededor un vacío político
insuperable. El nuevo gobernador no encontraba ministros dispuestos a
acompañarlo, al tiempo que la derrota de los cismáticos era total. Bajo ese
clima enrarecido, un acontecimiento externo a la provincia precipitó los
hechos.
Luego de la firma del Pacto Federal y de la derrota
del general Paz, el orden federal parecía asegurado en todo el territorio. Al
igual que en Buenos Aires, los grupos identificados con el Partido Unitario
habían sido desplazados. Pero esta situación no garantizaba la estabilidad. En
el litoral, después de la disolución de la Comisión Representativa creada por
el Pacto Federal, Estanislao López comprendió que no podría extender su
influencia sin la anuencia de Buenos Aires. La situación entrerriana le demostraría
los límites de su poder en la región. Pascual Echagüe, gobernador de Entre Ríos
gracias a la amistad que lo unía con López, comenzó a tomar cierta distancia
respecto de su protector. López no perdió tiempo e intentó persuadir a Rosas de
la necesidad de promover un cambio en Entre Ríos. Argumentos no le faltaban:
Echagüe, además de recibir a muchos seguidores del general Paz en su provincia
-dándoles no sólo asilo sino haciendo de muchos de ellos consejeros políticos
directos-, se había convertido también en receptor de la emigración de los
federales disidentes de Buenos Aires. Rosas, sin embargo, prefirió adoptar una
política más cauta, ganándose de esa manera la fidelidad del gobernador
entrerriano.
En el interior, la situación era aún más inestable.
Quiroga mantenía su influencia, aunque las situaciones provinciales no siempre
estaban consolidadas. Su estadía en Buenos Aires desde 1833 le dificultaba el
control de los conflictos internos de cada región. Las familias y grupos
desplazados del poder no siempre aceptaban pasivamente la hegemonía de los
nuevos personajes al frente del gobierno, quienes, en nombre de su adhesión al
federalismo, intentaban hacer su propio juego. Tal era el caso de Córdoba, por
ejemplo, donde gobernaba Reinafé. Después de la derrota del general Paz, la
imposición de un caudillo rural en la Primera Magistratura cordobesa no dejó de
provocar tensiones entre los tradicionales grupos de elite urbanos. En 1833 se
organizó una conspiración contra el gobernador, que no logró derrocarlo; todas
las sospechas recayeron en la Legislatura cordobesa y en el eventual apoyo de
Quiroga. El riojano no ocultaba su irritación frente al acercamiento entre
Reinafé y el gobernador santafecina.
En el resto de las provincias
también se sucedían situaciones conflictivas. Quizá la más recordada sea la que
tuvo lugar en 1834 entre el gobernador de Salta, el general Pablo Latorre, y el
de Tucumán, Alejandro Heredia. En noviembre de aquel año, Heredia le había
declarado la guerra a Latorre. El gobierno porteño, en manos de Maza, fue
rápidamente advertido del conflicto desatado en el interior. Aplicando las
cláusulas del Pacto Federal, el gobernador de Buenos Aires decidió ofrecer la
tarea de mediador a Facundo Quiroga, cuyo prestigio en el interior era indiscutible.
El riojano aceptó el ofrecimiento, entrevistándose con Rosas antes de partir a
su misión. Rosas, más preocupado por evitar una posible alianza entre Quiroga y
los gobiernos de las provincias del interior que reeditara el debate en torno a
la sanción de una constitución nacional, insistió en incluir en las
instrucciones oficiales la mención a dicho problema. Quiroga debía intentar
persuadir a los gobiernos del interior de la inconveniencia de convocar a un
congreso, argumentando que el momento no era oportuno. Poco antes de partir,
Rosas le entregó una carta, donde volvía sobre su principal obsesión: evitar el
dictado de una constitución.
Finalmente, el riojano partió desde Buenos Aires. Al pasar por Santiago
del Estero, supo que el gobernador salteño había muerto en manos de un
movimiento opositor dentro de su propia provincia. Luego de deliberar con los
gobernadores de Santiago del Estero, Tucumán y Salta, logró la firma de un
tratado de amistad entre las tres provincias y emprendió el regreso a Buenos
Aires. A pesar de haber sido advertido de una posible emboscada en Córdoba,
Facundo Quiroga se negó a cambiar el itinerario del viaje. Así fue como
encontró la muerte en Barranca Yaco el 16 de febrero de 1835.
Con la tragedia de Barranca Yaco se redefinió
súbitamente el mapa político. Por un lado, quedaba vacante el liderazgo
regional ejercido por Quiroga en las provincias del interior. En el litoral,
las polémicas entre Corrientes y Buenos Aires en ocasión de la firma del Pacto
Federal habían quedado acalladas luego de la derrota del general Paz y de la
creciente hegemonía de Rosas. En Buenos Aires, el tantas veces aventado
fantasma del caos encontró en la muerte del caudillo riojano una prueba
irrefutable. La Legislatura porteña temió volver a recrear la “anarquía del año
20” o los enfrentamientos de 1828, por lo que estuvo dispuesta a renunciar a su
iniciativa y protagonismo, y entregó a Rosas los poderes tantas veces
reclamados. Luego de más de un quinquenio de disputas en torno a las
atribuciones del poder ejecutivo, la Sala de Representantes volvió a elegir a
Rosas como gobernador, cediéndole no sólo las facultades extraordinarias, sino
además la suma del poder público.
A partir de 1835, el orden que se impuso en toda la
confederación parecía no reconocer más que un líder indiscutido: Juan Manuel de
Rosas. Durante los años transcurridos entre su primera y su segunda
gobernación, no sólo había cambiado el estilo de hacer política, sino que se
había instalado la convicción de que el orden sólo podía ser federal. Pero se
trataba de un régimen federal peculiar. Si bien desde el punto de vista
jurídico se consagraba en términos confederales, otorgaba al ejecutivo
bonaerense facultades -entre ellas la de representación de los asuntos exteriores-
para cuya ejecución no debía consensuar con ninguna representación de las
provincias.
A su vez, la voluntad de muchos grupos
provinciales de abandonar esa precaria condición confederal para alcanzar la
unidad constitucional, que en su mayoría proclamaban de carácter federal, se
vio constantemente vetada por la negativa de Rosas y su séquito más cercano a
reunir un congreso a tal efecto. De hecho, más allá de los argumentos
esgrimidos, la negativa de Rosas a dictar una constitución nacional no era
ajena al consenso existente entre los sectores dominantes de la provincia de
que, con ella, Buenos Aires perdería el monopolio económico-comercial del que
gozaba. Los sectores más vinculados a la expansión ganadera y al comercio
internacional no querían renunciar ni al ejercicio autónomo de su soberanía ni
a los beneficios económicos de ella derivados.
Madre mía del Rosario!
Madre mía, mi señora!
Voy
a contar la desgracia de Juan Facundo Quiroga.
Madre mía del Rosario!
Madre mía de Luján!
Voy
a contar la desgracia que ha tenido el general.
Cuando
salió el general, ausente desu familia, ya le anunciaba el destino de que iba a
perder la vida.
Ya
marcha para Santiago, como lo cuenta el autor, iba el general ansioso de paz y
de religión.
A
la vuelta de su viaje, le armaron revolución: uno de ¡os Reinafé, para matarlo
a traición.
Ya hicieron
rodar el coche por la senda del camino.
En frente del totoral un vaso de
agua ha pedido.
Roque Junco y Pablo Junco: ellos fueron ios bomberos, como eran tan
advertidos, ahí iban junto con ellos.
En
ese “guase" los Márquez le demoran el auxilio dándole tiempo a los gauchos
que se hallen bien prevenidos.
En
este Barranca Yaco dicen que lo han de matar la gente de Santos Pérez y de
Benito Guzmán.
En ese Barranca Yaco ,
donde se pierden los hombres,
dicen que van a matar una partida de hombres.
-A
la carga, dijo Pérez, militares advertidos! aquí muere, hoy fenece un genera!
asesino!
Roque Junco le decía:
-Un
error he cometido: a Quiroga lo hemos muerto, siendo un padre tan querido.
Santos Pérez le decía:
-Para mí no hay compasión.
En el punto que yo me hallo no
conozco que haga dios.
Entre
toda la partida se hallaban de confusiones, de ver a Quiroga muerto temblaban
los corazones.
Extraído de Gustavo Paz, Las guerras civiles (1820-1870), Buenos
Aires, Eudeba, 2007.47
En esos años, Buenos Aires consolidó más que nunca su hegemonía. Pero,
a diferencia tanto de la década revolucionaria, cuando para lograrlo hizo valer su condición de capital, como de la década de 1820,
cuando aun descubriendo los beneficios de la autonomía, la elite bonaerense se
dividió al lanzarse los unitarios a institucionalizar aquella condición, con la
creciente hegemonía de Rosas, la provincia ejerció un dominio sobre el conjunto
de los territorios sin reclamar la calidad heredada de su breve historia
virreinal. No sólo porque con ese reclamo recrudecerían los conflictos —tal como argumentaba Rosas- o porque los
sectores más beneficiados con la autonomía perderían los privilegios alcanzados
en tan poco tiempo, sino porque se asistía a un nuevo descubrimiento: invocando
la identidad federal, su nuevo líder podía ejercer un dominio territorial más
allá de las fronteras provinciales a través de mecanismos que combinaban los
pactos, las intrigas, la amenaza del uso de la fuerza y la movilización de las
tropas. El orden que comenzaba a imponerse hizo de la consigna federal un uso
tan ambiguo como eficaz a la hora de disciplinar la tormenta legada por la
revolución.
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