viernes, 25 de septiembre de 2015

Cap 7 - Marcela Ternavasio - Historia Argentina 1806-1852

En 1829, la Sala de Representantes designó gobernador de la provincia de Buenos Aires a Juan Manuel de Rosas. Su gestión estuvo marcada por algunos cambios sustanciales, entre los que se destacan la delegación de facultades extraordinarias al poder ejecutivo y la desaparición del Partido Unitario del escenario político provincial. Sin embargo, a partir de 1830, el triunfante Partido Federal porteño comenzó a fracturarse. Este proceso se acentuó cuando Rosas, terminado su mandato, rechazó la reelección y emprendió la Campaña al Desierto, con el fin de avanzar sobre la frontera indígena y consolidarla. Entre 1833 y 1835, los conflictos dentro del Partido Federal bonaerense alcanzaron una virulencia desconocida, a la vez que se reavivaron los enfrentamientos entre algunas provincias. En 1835, el caudillo riojano Facundo Quiroga, enviado desde Buenos Aires como mediador, fue asesinado en una emboscada.
El ascenso de Juan Manuel de Rosas El Restaurador de las Leyes
En el marco del conflictivo contexto interprovincial ya des- cripto, entre 1829 y 1832 se desarrolló el primer gobierno de Rosas en la provincia de Buenos Aires. Su designación a la Primera Magistratura provincial estuvo acompañada de nuevos rituales públicos tendientes a exaltar, por un lado, el papel del comandante de campaña en la pacificación de la provincia, luego de la guerra interna desatada con el golpe del le de diciembre de 1828, y a mostrar, por el otro, la hegemonía del partido gobernante. Rosas fue presentado ante la opinión pública como el defensor de las instituciones ultrajadas por el motín unitario y como el único capaz de controlar la conflictiva situación generada en la provincia luego de la muerte de Dorrego. A tal efecto, la Legislatura


aprobó un proyecto en el que honraba la actuación de Rosas durante ese período, lo ascendía a brigadier general y le confería el título de Restaurador de las Leyes. Con ello se buscaba destacar la ruptura provocada por los unitarios al suprimir las instituciones provinciales fundadas en 1821 y el papel de Rosas, que vendría a restablecerlas según las leyes fundamentales dictadas durante la década de 1820.
En ese clima, los unitarios fueron demonizados y responsabilizados por todos los males de la provincia. En mayo de 1830, en plena guerra contra la Liga del Interior, el gobierno de Rosas dictó un decreto que establecía "que todo el que sea considerado autor o cómplice del suceso del día ls de diciembre de 1828, o de alguno de los grandes atentados cometidos contra las leyes por el gobierno intruso que se erigió en esta ciudad en aquel mismo día... será castigado como reo de rebelión, del mismo modo que todo el que de palabra o por escrito o de cualquier otra manera se manifieste adicto al expresado motín”. Así, se desconocían las cláusulas de paz firmadas entre Lavalle y Rosas en 1829, en las que ambos se habían comprometido a respetar una amplia amnistía, y se cercenaba la libertad de prensa y expresión. De hecho, durante la gestión de Dorrego, ya se había limitado la libertad de prensa establecida por ley en 1821, tendencia que fue acrecentándose durante el primer gobierno de Rosas. El control que el partido gobernante buscaba sobre cualquier conato de oposición a través de leyes y decretos se complementó con otros gestos que intentaban demostrar la hegemonía del Partido Federal. El más representativo fue el uso de la “divisa punzó”, símbolo de adhesión al federalismo, que consistía en una cinta colorada y ancha de pocos centímetros de largo, que los hombres llevaban en el pecho o en el sombrero y las mujeres, por lo general, en el cabello. Poco después de asumir la gobernación, Rosas dictó un decreto por el cual se obligó a todos los empleados públicos de la provincia a utilizarla. Con el correr de los años llegó a ser una imposición para todo ciudadano que no quisiera ser tildado de opositor al gobierno... y sufrir las consecuencias.
Cabe aclarar que, a esa altura de los acontecimientos, el Partido Unitario de Buenos Aires parecía definitivamente vencido. El fracaso de su política en el Congreso Constituyente y la derrota sufrida por el movimiento de Lavalle habían dejado el camino libre al Partido Federal. Muchos unitarios habían partido a un exilio en el que la nueva República Oriental del Uruguay ofició de principal receptora, otros se llamaron a silencio y no pocos pasaron a engrosar el Partido Federal porteño, luego de las divisiones producidas dentro del ya desaparecido


Partido del Orden. De manera que todo el esfuerzo del gobierno para controlar la oposición tenía lugar en un contexto en el que el Partido Unitario se hallaba absolutamente desarticulado en Buenos Aires. A pesar de los triunfos de la Liga Unitaria del Interior, los principales líderes porteños de esa tendencia se hallaban fuera de las fronteras de la provincia.
El corone! Manuel Dorrego había sido fusilado por orden del general, Lavalle en la localidad de Navarro. En diciembre de 1829, sus restos fueron exhumados por orden del nuevo gobierno a cargo de Juan Manuel de Rosas y trasladados, en una solemne ceremonia, a la ciudad de Buenos Aires. El funeral duró varios días, ya que el cortejo fúnebre recomo diversas iglesias, especialmente preparadas para el evento, donde se celebraron oficios religiosos en honor al ex gobernador federal. Én la misa llevada a cabo en la Catedral, la urna funeraria fue depositada en un catafalco de más de 13 metros de altura, decorado por esculturas dolientes, piras y lámparas ardientes, y enmarcado por colgaduras negras. Dicho catafalco había sido diseñado por el arquitecto italiano Cario Zucchi, llegado a las costas del Río de la Plata a mediados de 1826 y contratado por el gobierno de Dorrego en 1828 para desempeñarse como inspector del Departamento de Ingenieros. Pero su obra más significativa fue la que desarrolló en los años siguientes como escenógrafo urbano, dedicado especialmente a realizar las decoraciones efímeras para diversos acontecimientos públicos, como las fiestas patrias. Entre ellas figura el citado catafalco, destinado a realzar el acontecimiento público más imponente de la época. Los funerales de Dorrego, que finalizaron con la sepultura de sus restos en el cementerio del Norte {actual Cementerio de la Recoleta), lograron un gran impacto entre la población. Rosas supo aprovechar ia popularidad de! líder federal fusilado para inscribir en ella su nueva gestión.
Sin embargo, la aparente hegemonía federal en Buenos Aires no conseguía ocultar los conflictos y disidencias en su seno. Las diferencias entre el grupo federal más antiguo, que había liderado Dorrego, y sus nuevos integrantes se manifestaron apenas asumió Rosas. Muchos de los últimos provenían de los sectores económicos dominantes de la provincia, que se habían alineado en este bloque después de la fallida federaliza-


ción de Buenos Aires. A pesar de los grandiosos funerales que el nuevo gobernador le brindó a Dorrego al hacerse cargo de la Primera Magistratura, la disputa entre ambos grupos se expresó muy rápidamente. El principal escenario del conflicto fue la Sala de Representantes; la ocasión, el debate en torno al otorgamiento de las facultades extraordinarias al gobernador.

El otorgamiento de facultades extraordinarias a miembros de los poderes ejecutivos que se sucedieron en el Río de la Plata después de la revolución no era una novedad: ya había sido ensayado en diversas oportunidades, aunque siempre por tiempo limitado, con carácter de excepción y en circunstancias que supuestamente justificaban su concesión. Por ejemplo, en 1813, la Asamblea Constituyente dotó de tales facultades al Triunvirato, frente a la amenaza de la guerra contra los realistas; y en 1820, en medio de la crisis que azotaba a Buenos Aires, la Sala de Representantes otorgó facultades extraordinarias al gobernador Martín Rodríguez hasta tanto cesara la amenaza externa e interna. Una


vez lograda la pacificación, estas facultades no fueron renovadas por la Legislatura, ni tampoco solicitadas por ninguno de sus miembros.
En 1829, apenas Rosas fue designado gobernador, el diputado An- chorena presentó un proyecto de ley en el que solicitó el otorgamiento de facultades extraordinarias al poder ejecutivo, argumentando supuestos peligros desde el contexto externo de la provincia. Los éxitos del general Paz en el interior eran presentados como una fuerte amenaza al orden interno provincial, lo que volvía necesario afianzar las atribuciones del gobernador por un tiempo limitado. Anchorena se encargó de justificar el proyecto apelando a diferentes ejemplos históricos en los que los gobernantes habrían actuado de manera similar (la república romana era uno de ellos) y a la exaltación de la figura de Rosas, único capaz --según se desprendía de esta argumentación- de controlar la conflictiva situación. El primo del gobernador le recordaba a la Sala los distintos momentos en que Rosas había “salvado” a la provincia del caos y la anarquía -destacando su participación, y la de sus milicias de campaña, junto a Martín Rodríguez en la resolución de la crisis del año 20-; buscaba con ello doblegar una opinión que no era unánime.
Una vez concluida la presentación del proyecto, algunos miembros de la Sala cuestionaron la propuesta. El diputado Aguirre señaló la contradicción de otorgar a Rosas el título de Restaurador de las Leyes para luego violar las normas en nombre de la amenaza externa a la provincia; el diputado García Valdez destacó el peligro que representaba para las garantías individuales ampliar las facultades del gobernador; el diputado Escola cuestionó el principal argumento de Anchorena, al sostener que la amenaza a la provincia no era ni tan grave ni tan inminente. Tales personajes no pertenecían al derrotado Partido Unitario, sino al triunfante federalismo porteño. De hecho, Rosas y su séquito más cercano debieron enfrentarse desde el momento mismo de la asunción con un Partido Federal fragmentado, reticente a acatar en silencio los deseos del gobernador. No obstante, luego de dos días de debate, la Sala de Representantes aprobó el proyecto de facultades extraordinarias tal como había sido presentado: se revestía al gobernador de tales poderes por el término de un año, exigiéndosele una rendición de cuentas ante la Legislatura una vez concluido dicho período. Sin embargo, el día de la votación, no todos estuvieron presentes en la Sala: doce diputados quisieron demostrar con su ausencia la disidencia al proyecto, iniciándose con este hecho una tensa relación entre el poder ejecutivo y algunos miembros federales de la Legislatura.


Libertades versus despotismo
En una primera etapa, el debate sobre las facultades extraordinarias presentó una antinomia fundamental: sus defensores la planteaban en términos de libertad individual versus orden público, mientras que sus detractores la definían como la oposición entre libertad individual bajo el imperto de la ley versus dictadura, A partir de 1831, el debate se desplazó hacia ia discusión sobre ia división de poderes, en particular hacia la relación entre la Sala de Representantes y el poder ejecutivo ejercido por el gobernador. Cabe recordar que, desde 1821 y hasta 1829, la Legislatura había ocupado el espacio central del engranaje político provincial; en ese contexto, eí otorgamiento de facultades extraordinarias al gobernador y la posterior ampliación de sus atribuciones rompían con lo que ya era considerado una conquista del régimen republicano fundado diez años antes. El poder legislativo veía disminuir considerablemente su protagonismo en ia escena política provincial al resignar el poder de iniciativa e incluso la capacidad de fijar la duración de las facultades que, supuestamente, se habían otorgado con carácter de excepción. Cuando, luego de los debates, la condición de excepción se asumió por “tiempo indeterminado", los diputados comenzaron a redefinir sus argumentos colocando como eje de la deliberación la división de poderes.
En ocasión de la firma del Pacto Federal, ei conflicto entre el gobernador y algunos diputados de la Sala -que pretendían modificar la redacción de ciertos artículos- se hizo más abierto. La indignación de Rosas provenía no sólo del intento de modificar un acuerdo que consideraba de su propia factura, sino además del tipo de cuestionamiento formulado. Los diputados buscaron corregir los artículos que hacían sospechar el ejercicio de un poder discrecional en manos de! Ejecutivo. En este sentido, fue especialmente discutido ei artículo 7 del tratado, que prometía “no dar asilo a ningún criminal que se acoja a una de ellas (de las provincias firmantes) huyendo de las otras dos por delito, cualquiera que sea, y ponerlo a disposición del gobierno respectivo que lo reclame como tal’’. En este punto, se opusieron no sólo quienes ya lo habían hecho al otorgamiento y ampliación de fas facultades extraordinarias, sino también algunos de los que hasta muy poco tiempo atrás habían sido sus más férreos defensores. El caso más paradigmático fue el del diputado Sáenz de Cavia, quien, en la sesión celebrada el 26 de enero de 1831 en ia Saia de Representantes, afirmaba, alarmado, “que e!


gobierno de Buenos Aires se hallaba revestido de facultades extraordinarias, y los de las demás provincias litorales, si no lo estaban ya, lo estarían acaso pronto, y sancionar en estas circunstancias el artículo en discusión seria ampliar de tal modo la autoridad ejecutiva que por nada que hubiese que temer de ella, no por esto dejarían de quedar en un mai punto de vista los que hubiesen formado un poder tan ilimitado bajo todos respectos, como el que era librado a la ciencia y conciencia deí gobierno, pues que los abusos que pudiesen cometerse serían tanto más terribles y funestos, cuanto que eran legalizados”.
Diario de sesiones de la Sala de Representantes de Buenos Aires, tomo 12, sesión del 26 de enero de 1831. JSF

La situación se tornó más tensa en 1830, cuando la Sala, que contaba aún con una mayoría favorable al gobernador, aprobó la ampliación de las facultades extraordinarias por tiempo indeterminado. Así, se le otorgaba a Rosas la posibilidad de actuar según “le dictaran su ciencia y conciencia”, tomando las medidas que creyera más conducentes a la pacificación de 3a provincia hasta tanto cesara el estado de amenaza externa. Afines de 1831, volvió a discutirse el mismo asunto, dado que el general Paz ya había sido derrotado: desaparecía así el principal argumento de los leales a Rosas para renovar las facultades extraordinarias. No obstante, ni Rosas ni su séquito más cercano parecían dispuestos a abandonarlas y, menos aún, a seguir gobernando sin ellas. Argumentando peligros inminentes, el gobierno evaluó la oposición en la Sala a la renovación de tales facultades como una muestra de deslealtad a la persona de Rosas. En ese contexto, la Sala fue cambiando su composición, ya que los diputados se renovaban por mitades en elecciones anuales, según estipulaba la ley electoral de 1821. Las filas de los federales opositores a las facultades extraordinarias se fue engrosando, y Rosas, advertido de que la opinión de la Legislatura le era desfavorable, decidió devolver tales facultades a la Sala en mayo de 1832. Argumentó entonces que este gesto respondía a la “divergencia de opiniones" y no al cese del estado de amenaza. Así, el gobernador puso en escena un ritual que repetiría a lo largo de sus diversos gobiernos: negándose a asumir dichos poderes no pretendía más que el pedido explícito por parte de la Sala. De hecho, un grupo de diputados fieles a los designios de Rosas propuso la renovación de las facultades extraordinarias, pero en esta ocasión la estrategia fue poco exitosa. La votación le dio una abrumadora mayoría a los federales opositores.


En diciembre de 1832, la Sala reeligió a Rosas en el cargo de gobernador, aunque sin acordarle las facultades extraordinarias; éste no aceptó un nuevo mandato. Los federales opuestos a las facultades extraordinarias no cuestionaban el prestigio del gobernador ni su capacidad de liderazgo (de hecho, todos aceptaban su candidatura a la reelección), pero no estaban dispuestos a admitir su ilimitada vocación de poder. De manera que, luego de insistir varias veces en el ofrecimiento, la Legislatura decidió elegir como nuevo gobernador a Juan Ramón Balcarce, un general que acababa de participar en la guerra contra Paz.
En esa coyuntura parecía quedar claro que el liderazgo de Rosas no podía ser fácilmente sustituido si se pretendía mantener cierta unidad dentro del Partido Federal. A la vez, era evidente que Rosas intentaba construir dicho liderazgo sobre bases muy diferentes de las que habían dominado la lógica de hacer política en los años 20. Colocado por encima de las facciones en pugna y utilizando su prestigio como defensor de la seguridad de la campaña, había arribado a la posición pública más encumbrada sin contar con un historial que lo colocara dentro de la elite que había hecho de la revolución su propia carrera política. Es más, fue esa misma condición la que hizo valer para convertirse tan rápidamente en líder del Partido Federal. La hostilidad de Rosas hacia las prácticas encarnadas por la elite dirigente, a través de las cuales sus miembros acostumbraban disputar los espacios de poder luego de deliberar y negociar las listas de candidatos a las elecciones y el reparto de cargos, expresa su rechazo a la dinámica de funcionamiento de un régimen donde predominaba una lógica de negociación ínter pares. La actitud de Rosas en los pactos de Cañuelas y Barracas celebrados en 1828 evidencia su escasa disposición a ampliar el número de interlocutores para negociar la salida del conflicto, poniendo en acto una práctica política concebida en términos pactistas. En ella, sólo los líderes visibles de los grupos enfrentados estaban habilitados a definir quiénes ocuparían el poder y bajo qué formas accederían a él; se intentaba, además, reemplazar un modo de hacer política basado en la disputa de grupos por otro fundado en la decisión unilateral y unipersonal de dos individuos abocados a pactar en nombre de todos.
Esta forma de entender el ejercicio de la política fue resistida por uno y otro bando. Así lo demostraron las elecciones del 26 de julio de 1829, que fueron anuladas por no haberse respetado la lista única confeccionada por Rosas y Lavalle. Esta negativa se puso aún más en evidencia cuando Rosas, ungido como gobernador, abandonó la actitud


supuestamente prescindente respecto de la lucha facciosa para extremar el faccionalismo. De este modo, obligó a los unitarios a retirarse del espacio político y a los federales a disciplinarse tras las condiciones impuestas por su liderazgo. Pero los problemas surgieron dentro del mismo grupo que lo había encumbrado. Si bien Rosas procuró controlar al máximo las elecciones y las manifestaciones públicas en todos sus escenarios, no tuvo demasiado éxito puesto que no logró imponer las listas con sus propios candidatos. La dificultad residía en disciplinar a la elite dirigente, habituada a disputar los espacios de poder, y renuente a aceptar un liderazgo unipersonal.
En nombre de la restauración de las leyes, Rosas supo aprovechar el legado institucional de la época de Rivadavia para poner en funcionamiento un sistema de dominación política que, lejos de sus propósitos originales, lo ubicaba a él como principal -y pretendidamente único- depositario del poder. En la denominación de “Restaurador" con que se presentaba a sí mismo en los papeles públicos se conjugaban numerosos significados: por un lado aludía a las leyes promulgadas desde la revolución, que los unitarios habían violado en 1828; por otro, hacía referencia a las innovaciones introducidas durante su gobierno; por momentos parecía designar un orden moral trascendente, mientras que a veces apuntaba no tanto a la naturaleza de las leyes sino a su implemen- tación eficaz. Más allá de estos contenidos, la figura del Restaurador de las Leyes evidenciaba también la convicción de que, restableciendo un orden legal históricamente existente, que no se correspondía ni con el antiguo orden colonial ni con el posrevolucionario, sino con lo que resultó de la confluencia de ambos luego de dos décadas de vida política independiente, era posible alcanzar una gobernabilidad impensable en el marco de un orden constitucional moderno.
Así, durante la primera gestión de Rosas, la dinámica de funcionamiento del régimen político provincial fue mutando. Esto pone en evidencia que dicho régimen no fue el producto de la aplicación de un proyecto elaborado de antemano, sino de un proceso de construcción gradual que debió adaptarse a las cambiantes coyunturas. El desarrollo de los acontecimientos y la percepción que de ellos tuvieron los grupos dirigentes jugaron un papel fundamental en la configuración de las prácticas políticas. De hecho, el intento de imponer un modelo político basado en la preeminencia del Ejecutivo y en la eliminación de la competencia electoral y la deliberación pública fue muy resistido en esos años, y debió enfrentarse con otras opciones políticas dentro del propio Partido Federal.


La elección de Baicarce contó con la anuencia dq Rosas. El ex gobernador consideró que el general recientemente designado para el ejercicio de la Primera Magistratura era una persona fácilmente dominable, que aceptaría de buen grado el control que pretendía ejercer desde las sombras. Decidido a esperar una coyuntura más favorable, en la que no dudaba que sería nuevamente llamado a ocupar el cargo de gobernador con el ejercicio de las facultades extraordinarias, Rosas reasumió su cargo de comandante general de campaña y se lanzó a concretar una empresa largamente proyectada. Antes de abandonar su rol en el gobierno, había hecho aprobar un proyecto de expedición contra los indios que habitaban las tierras situadas al norte del río Negro, con el fin de extender la frontera e incorporar nuevas tierras a la esfera de producción. Esta se organizó en los primeros meses de 1833 y partió en marzo de ese mismo año. El ex gobernador se alejaba así del escenario político bonaerense, confiado en poder controlar la situación, pues contaba con un gobernador dócil a sus directivas.
Apenas partió la comitiva al desierto, las tensiones se agravaron. Ni Baicarce era tan dócil como Rosas pensaba, ni menos aún lo era el general Enrique Martínez, primo del nuevo gobernador, quien pasó a ocupar el Ministerio de Guerra. Martínez estaba decidido a hacer una política independiente y restarle poder a Rosas, para lo cual se valió de los recursos del Ministerio y de la división entre diputados leales a Rosas y federales independientes en la Legislatura.
A mediados de 1833, ambos bandos se enfrentaron en las elecciones para renovar los representantes de la Sala, y armaron sus propias listas: los llamados “federales cismáticos”, aquellos que no respondían a las directivas de Rosas y que eran mayoría en la Legislatura, y los “federales apostólicos”, leales al ex gobernador. Todas las cartas remitidas por Rosas durante su expedición al desierto exhibían el propósito de manejar desde la distancia los hilos de la política intema de Buenos Aires y de desplazar a quienes él mismo había denominado “decembristas unitarios”.
Las elecciones le dieron finalmente el triunfo a la lista de los federales disidentes o “lomos negros” -tal como fueron llamados a partir de esa elección, debido al color de sus boletas de candidatos-, reafirmándose así su hegemonía en la Sala de Representantes. El ministro Martínez no era ajeno a este triunfo: había apoyado a los cismáticos, movilizando a las tropas en las elecciones y buscando controlar las mesas


electorales. En junio se realizaron elecciones complementarias; antes de su finalización, el gobernador suspendió el acto comicial aduciendo hechos de violencia. La sospecha de que dicha suspensión fue la respuesta del gobierno frente a un triunfo seguro de los rosistas resintió aún más las relaciones entre ambos grupos.
Carta de Juan Manuel de Rosas a Vicente González enviada desde Río Colorado en julio de 1833:            /
“Entre la correspondencia pública que vino por la administración de Correos venían cartas particulares de algunos amigos que contenían asuntos reservados. Esto me parece malo y creo conveniente diga Ud. de mi parte a Encarnación que les prevenga, que el quince y el treinta de cada mes debe Ud. mandar a la ciudad una persona de confianza para que reciba ia correspondencia secreta de los amigos, y la entregue a Ud. quien tiene encargue mío de mandármela, con persona de confianza. (...] Los intrusos que hablen en mi favor, y en contra de los logistas, es conveniente hacerlos correr entre amigos y enemigos. Conviene se generalice titularme Ei Restaurador de las Leyes, y así ponerme en ios sobres y encabezamiento de los oficios, etc.: Al Restaurador de las Leyes, Brigadier Don Juan Manuel de Rosas.
Dirá Ud. que de cuándo acá salgo deseando títulos: yo le diré que porque en ei día se debe trabajar en cuanto se pueda, para que los enemigos no nos acaben junto con nosotros a la Patria.
A las madres y patronos de los libertos dígales Ud. que están muy hombres de bien y valientes, y que pronto se irán a sus casas io que se acabe la Campaña a ser felices con sus bajas para que nadie se meta con ellos y trabajen libremente. Copia de este artículo pase Ud. a Encarnación, para que ella y Dña. María Josefa así se ios haga presente a las madres de dichos libertos, e igualmente a sus patrones.
Dice bien Encarnación que los nuestros se darían amarrar como Dorrego por las Leyes. Vale que yo les escribí algo fuerte estimulándolo, etc. Era gracioso verlos y aún ahora quién sabe cuántos serán los escrúpulos, y entretanto, habiendo cesado la dictadura, e! Gobierno está haciendo lo que yo con ella no me atreví a hacer. Cullen les llevó armamento, etc., etc., y se fue golpeando la boca diciendo que había jugado a su gusto con ei Gobernador. ¿Y con qué facultad ha dispuesto de esos artículos etc., etc.? ¿Cómo, y con qué autoridad tiene presos con grillos esos paisanos


del asunto de las elecciones, después de las 48 horas, en cuyo término deben pasar a los jueces, etc.? Pero así por este estilo es escandaloso lo que hacen y entretanto los nuestros, como dice Encarnación muy bien, estaban dejándose amarrar con las Indicadas leyes. Es preciso                                                                                          .
desengañarse que al picaro y traidor es necesario hacerle la guerra sin pararse en la decencia con que debe hacerse entre caballeros.
El Gobernador en una que me ha escrito y que no pienso contestar, muestra claro el veneno que tiene contra mis amigos, y que es todo de los enemigos. Entre otras cosas graciosas se queja de que no le mandé a él directamente la correspondencia; pero no lo contará por más que se rasque, tanto más cuanto que hace mérito de haber mandado al Señor Guido un paquete que por equivocación le llevaron de la administración de Correos siendo rotulado al Sr. Guido. Por lo visto el mérito será en no haber cometido la perfidia y escándalo de abrirlo. Mas de aquí deduzca Ud. que la Administración de Correos tendría orden de mandar al fuerte todo paquete que fuese mío, quizás para fundar después la queja. Deduzca también lo conveniente que es la medida de mandar la correspondencia por persona de confianza según queda indicado.
Basta por ahora, pues que ya es preciso despachar al pobre Rosas que no poco tendrá que contarle.     •
Expresiones a los amigos y deseando como siempre su completa salud mande como guste a su afmo. amigo Juan Manuel de Rosas”
Extraído de Marcela Ternavasio, La correspondencia de Juan Manuel de Rosas, Buenos Aires, Eudeba, 2005.
La derrota de los apostólicos y la suspensión de las elecciones complementarias acrecentaron el clima de violencia en la ciudad de Buenos Aires. Con mayoría de cismáticos en la Legislatura, Rosas corría el serio riesgo de perder toda posibilidad de recuperar el poder y veía alejarse sus expectativas de asumir nuevamente la Primera Magistratura, con las facultades extraordinarias conferidas en su primer gobierno. En ese momento se discutían en la Sala dos proyectos de constitución para la provincia de Buenos Aires, presentados respectivamente por cada uno de los bandos enfrentados. Cabe recordar al respecto que la provincia se regía por las leyes fundamentales dictadas después de 1821 y carecía de una carta orgánica, a diferencia de la mayoría de las provincias por entonces. El proyecto presentado por el diputado Anchorena no suscitó un real entusiasmo en su primo, Juan Manuel de Rosas, quien mos-


traba escasa adhesión a la sanción de una constitución, tanto a nivel nacional como provincial. No obstante, este proyecto no era más que un conjunto de principios formulados de manera ambigua, que procuraba detener el movimiento liderado por los cismáticos en favor de una constitución. La propuesta de estos últimos era sancionar una carta orgánica que, además de garantizar la división de poderes y las libertades individuales, estableciera explícitamente que el cargo de gobernador sólo se ejercería por tres años, sin posibilidad de reelección por el término de seis años. Además, el proyecto prohibía específicamente el otorgamiento de facultades extraordinarias al poder ejecutivo, hiriendo de muerte la vocación hegemónica de Rosas.           t
Promediando el año 1833, la suerte parecía estar echada. Debían discutirse los dos proyectos de constitución presentados y votarse luego en una Legislatura con amplia mayoría de federales cismáticos. La disputa se expresaba a través de una prensa por completo facciosa: las acusaciones cruzadas entre diarios adictos al gobierno y periódicos resistas alcanzó una virulencia similar a la desplegada en 1828. En octubre de 1833, un confuso episodio encendió la llama: el gobierno dispuso una serie de procesos a diferentes periódicos y papeles públicos, incriminando primero al que llevaba el nombre de Restauradar de las Leyes, pasquín de tendencia resista. La noticia inquietó a algunos habitantes de los suburbios y de la campaña, porque creyeron que se juzgaría a Juan Manuel de Rosas, no al periódico. Este equívoco fue capitalizado por los apostólicos, quienes movilizaron a sus seguidores a la Plaza de la Victoria para demostrar su oposición al gobierno. Los resistas fueron reprimidos por la policía; conducidos por algunos militares apostólicos, huyeron a Barracas, donde se organizaron para enfrentar a las fuerzas del gobierno, a las que vencieron con rapidez.
Este episodio, que se conoce bajo el nombre de “Revolución de los Restauradores”, obligó al ministro Martínez y al gobernador Balcarce a renunciar. Quedaba demostrado el creciente aislamiento del gobierno, que no contaba ya con el indiscutido apoyo de los diputados cismáticos. Balcarce había sido fácilmente influido por su primo, el ministro Martínez, quien se había independizado tanto de la tutela de Rosas, como de los miembros de la Sala que pretendían limitar la hegemonía de aquél. En noviembre, la Legislatura designó a Juan José Viamonte en el cargo de gobernador, pues contó con los votos mayoritarios de los diputados cismáticos frente al candidato de los apostólicos, el general Pinto.


Viamonte debió asumir su cargo en un clima poco favorable. Aunque los lomos negros habían sufrido una derrota con la Revolución de los Restauradores, mantenían aún mayoría en la Legislatura. El nuevo gobernador quiso desarrollar una política conciliadora entre ambos bandos, tal como lo había hecho entre unitarios y federales en su interinato de 1829, pero no eran momentos de moderación. Los leales a Rosas, al advertir la imposibilidad de recuperar el poder perdido a través de las elecciones, se lanzaron a implementar una nueva estrategia: amedrentar a los opositores a través de acciones directas. Como su líder estaba aún en campaña contra los indios, Encarnación Ezcurra se encargó de organizar a algunos fieles seguidores en una suerte de club que adoptó el nombre de Sociedad Popular Restauradora! Formada en ese momento por un reducido grupo de fanáticos partidarios de Rosas, cuyo componente popular la distinguía de los clubes o asociaciones creados antes de esa fecha, se constituyó inmediatamente en instrumento de terrorismo político. Sus miembros se dedicaron a dar muestras de apoyo al ex gobernador, gritando vivas a Rosas en las calles, concurriendo a la Sala de Representantes para presionar a los cismáticos, atacando las casas de los opositores y llegando incluso a apedrear o balear a algunos de ellos. Desde las sombras, la Sociedad Popular intentaba revertir un equilibrio político hasta ese momento favorable a los cismáticos, apelando a la amenaza y la violencia física.



En ese contexto, los federales opositores a Rosas comenzaron a transitar el mismo camino recorrido por los unitarios a partir de 1829: el exilio. La provincia de Entre Ríos y la Banda Oriental del Uruguay comenzaron a recibir a federales disidentes, mientras el gobierno de Vía- monte se debilitaba cada vez más. La violencia llegó a su clímax en abril de 1834, cuando Bernardino Rivadavia regresó a Buenos Aires luego de retirarse de la vida política y de un largo exilio en Europa. El ex presidente no fue bien recibido: en medio de amenazas e insultos, debió abandonar nuevamente el país luego de ser expulsado por el gobierno, cuyos miembros fueron presionados para tomar tal decisión. Bloqueado políticamente y agotado de enfrentar una gestión plagada de dificultades, Viamonte renunció en junio de 1834.
Una vez alejado Viamonte del cargo, la Sala eligió como nuevo gobernador a Juan Manuel de Rosas. Sin embargo, dado que la designación no incluía el otorgamiento de las facultades extraordinarias, éste puso en marcha el ritual de la renuncia, tal como lo había hecho dos años antes. Dado que la Sala no estaba dispuesta a entregar tales facultades -evitando de este modo reeditar el conflicto suscitado entre 1829 y 1832-, decidió nombrar gobernador a Manuel Vicente Maza, íntimo amigo de Rosas y presidente de la Legislatura. La única función que se le encomendaba al nuevo gobernador era allanar el camino para el regreso triunfal de Rosas.
La Campaña al Desierto
Mientras estos episodios se sucedían en el escenario porteño, Rosas se hallaba en plena campaña de expansión de la frontera. El objetivo de la empresa era asegurar, mediante una expedición militar, la posesión pacífica de las tierras ganadas al indio en la década precedente y avanzar sobre el territorio situado al norte del Río Negro. En esos años, la expansión ganadera, facilitada por el fluido vínculo que los grupos hacendados de la provincia mantuvieron con el comercio internacional, había encontrado un respaldo explícito por parte del gobierno. De hecho, la expedición dirigida por Rosas era una muestra más de este apoyo.
El proyecto, además de estar solventado por el fisco de la provincia de Buenos Aires, suponía la colaboración de otras provincias amenazadas por el avance indígena y del propio gobierno de Chile. La columna occidental debía estar comandada por el general Aldao, la del centro por el general Ruiz Huidobro, la oriental por Rosas, y Facundo Quiroga sería el comandante en jefe de la expedición. En realidad, poco de esto


pudo cumplirse. Quiroga se hallaba en Buenos Aires, enfermo: actuaba a la distancia, con cierto desgano. La falta de recursos hizo fracasar a la columna central y le restó fuerzas a la occidental. Los fondos prometidos por el gobierno de Buenos Aires tampoco fueron los esperados: el conflicto interno del federalismo porteño se trasladó a la preparación de la campaña contra los indios, con opiniones divididas respecto de la oportunidad del proyecto. El ministro de Guerra, Martínez, le retaceó apoyo a’la empresa, buscando con ello desplazar a Rosas del poder político; por otro lado, el ex gobernador no dejaba de quejarse de esta situación, culpabilizando al ministro del posible fracaso de la campaña.

Finalmente, pese a todas estas dificultades, en marzo de 1833 la expedición partió. La reticencia del gobierno de Balcarce a enviar los recursos necesarios fue suplida por la colaboración de los hacendados más poderosos de Buenos Aires, que realizaron aportes a título privado con el objeto de garantizar la ampliación de la frontera económica y evitar los malones que asolaban la región. A esta altura de los acontecimientos, a los hacendados que colaboraron con la empresa no les importaban las banderías políticas; viejos unitarios que habían apoyado al Partido del Orden no dudaron en solventar una acción que consideraban indispensable para sus intereses.


En las versiones historiográficas tradicionales, el tema de la frontera indígena fue tratado como un problema exclusivamente bélico. La frontera aparecía como un espacio vacío sometido a la conquista territorial desde el punto de vista militar y a la ocupación económica para su explotación. Se consolidó así la imagen de un desierto ocupado sólo por tribus nómadas o seminómadas dedicadas a la caza y el pastoreo y, básicamente, al pillaje. En las últimas dos décadas, dicha imagen ha sido sometida a crítica, gracias a la confluencia de historiadores, antropólogps y etnólogos. La frontera indígena dejó de ser considerada como un límite o separación y comenzó a estudiarse como un área de interrelación entre dos sociedades distintas, en la que se produjeron intensos intercambios económicos, sociales, políticos y culturales.
Tales intercambios fueron consolidándose durante la época colonial, cuando extensas regiones de América del Sur quedaron fuera del control directo de los europeos. Pero, mientras que en el período colonial los intentos de penetrar en la frontera indígena no buscaban ocupar el territorio, sino mantener en equilibrio su relación con los espacios colonizados, después de la revolución y de la independencia, los gobiernos criollos y las elites dominantes buscaron expandirse sobre dichas áreas con el objeto de colocarlas bajo su dominio. La creciente inserción en el mercado mundial y la expansión ganadera dieron lugar a empresas de expansión que, como la liderada por Juan Manuel de Rosas en 1833, no dejaron de lado la posibilidad de una coexistencia pacífica con algunas parcialidades indígenas al implementarse estrategias de negociación con los llamados "indios amigos” en la provincia de Buenos Aires.
Así, pues, los nuevos estudios sobre la frontera revelan un mundo mucho más heterogéneo del que nos pintó la historiografía tradicional -que presentó a las sociedades indígenas como meramente depredatorias- al mostrar el complejo sistema de intercambios que vinculó tanto a las distintas unidades del mundo indígena entre sí como con la sociedad criolla.
La expedición partió desde Los Cerrillos, una de las estancias de Rosas, con mil quinientos hombres. A comienzos de mayo alcanzaron el Río Negro y, a fines de ese mes, la isla Choele-Choel, punto clave de las comunicaciones entre los indígenas de la Pampa y los de la Patagonia andina. Las columnas avanzaron por el Oeste hasta la confluencia de los ríos Neuquén y Limay, y por el Noroeste hasta el río Atuel, donde llegaron a la división de Aldao, sin que se presentaran mayores dificultades desde el punto de vista militar. La expedición fue aprovechada, además, para llevar a cabo un relevamíento del terreno recorrido.
La empresa logró incrementar las comunicaciones con Bahía Blanca y Patagones y asegurar las tierras ya conquistadas, a través de una política que combinó la fuerza militar con la negociación pacífica. De hecho, gracias a las negociaciones de Rosas con las diferentes parcialidades indígenas se logró pacificar la frontera por varios años. Aunque después de 1840 hubo algunos episodios violentos en la línea móvil que separaba a los indios del mundo de los blancos, fue después de la caída de Rosas que el avance indígena se. convirtió en una verdadera amenaza.
Un año después, la expedición culminó con el retomo triunfal de Rosas. El ex gobernador cosechaba así no sólo el apoyo y agradecimiento de los sectores propietarios, sino también los frutos de su alejamiento del conflictivo escenario político porteño. Al título de Restaurador de las Leyes otorgado en 1829 se le sumó ahora el de conquistador del desierto: comenzaba a consolidarse la tendencia del culto a su persona. El proyecto de erigir un monumento conmemorativo en honor al ejército expedicionario fue utilizado para exaltar la figura de Rosas, quien durante el año 1834 se vio favorecido con la sanción de una ley a través de la cual la Sala de Representantes le concedía en propiedad, a él y a sus descendientes, la isla Choele-Choel. Las fiestas mayas y las fiestas juñas de 1834 incorporaron un ingrediente nuevo en su organización: el homenaje a la expedición de 1833, centrado en la exaltación de la figura de Juan Manuel de Rosas y no en la realización de una gesta colectiva.
El gobierno de Maza en Buenos Aires se vio plagado de dificultades. Rosas comenzaba a desconfiar de él, creándose a su alrededor un vacío político insuperable. El nuevo gobernador no encontraba ministros dispuestos a acompañarlo, al tiempo que la derrota de los cismáticos era total. Bajo ese clima enrarecido, un acontecimiento externo a la provincia precipitó los hechos.


Luego de la firma del Pacto Federal y de la derrota del general Paz, el orden federal parecía asegurado en todo el territorio. Al igual que en Buenos Aires, los grupos identificados con el Partido Unitario habían sido desplazados. Pero esta situación no garantizaba la estabilidad. En el litoral, después de la disolución de la Comisión Representativa creada por el Pacto Federal, Estanislao López comprendió que no podría extender su influencia sin la anuencia de Buenos Aires. La situación entrerriana le demostraría los límites de su poder en la región. Pascual Echagüe, gobernador de Entre Ríos gracias a la amistad que lo unía con López, comenzó a tomar cierta distancia respecto de su protector. López no perdió tiempo e intentó persuadir a Rosas de la necesidad de promover un cambio en Entre Ríos. Argumentos no le faltaban: Echagüe, además de recibir a muchos seguidores del general Paz en su provincia -dándoles no sólo asilo sino haciendo de muchos de ellos consejeros políticos directos-, se había convertido también en receptor de la emigración de los federales disidentes de Buenos Aires. Rosas, sin embargo, prefirió adoptar una política más cauta, ganándose de esa manera la fidelidad del gobernador entrerriano.
En el interior, la situación era aún más inestable. Quiroga mantenía su influencia, aunque las situaciones provinciales no siempre estaban consolidadas. Su estadía en Buenos Aires desde 1833 le dificultaba el control de los conflictos internos de cada región. Las familias y grupos desplazados del poder no siempre aceptaban pasivamente la hegemonía de los nuevos personajes al frente del gobierno, quienes, en nombre de su adhesión al federalismo, intentaban hacer su propio juego. Tal era el caso de Córdoba, por ejemplo, donde gobernaba Reinafé. Después de la derrota del general Paz, la imposición de un caudillo rural en la Primera Magistratura cordobesa no dejó de provocar tensiones entre los tradicionales grupos de elite urbanos. En 1833 se organizó una conspiración contra el gobernador, que no logró derrocarlo; todas las sospechas recayeron en la Legislatura cordobesa y en el eventual apoyo de Quiroga. El riojano no ocultaba su irritación frente al acercamiento entre Reinafé y el gobernador santafecina.
En el resto de las provincias también se sucedían situaciones conflictivas. Quizá la más recordada sea la que tuvo lugar en 1834 entre el gobernador de Salta, el general Pablo Latorre, y el de Tucumán, Alejandro Heredia. En noviembre de aquel año, Heredia le había declarado la guerra a Latorre. El gobierno porteño, en manos de Maza, fue rápidamente advertido del conflicto desatado en el interior. Aplicando las cláusulas del Pacto Federal, el gobernador de Buenos Aires decidió ofrecer la tarea de mediador a Facundo Quiroga, cuyo prestigio en el interior era indiscutible. El riojano aceptó el ofrecimiento, entrevistándose con Rosas antes de partir a su misión. Rosas, más preocupado por evitar una posible alianza entre Quiroga y los gobiernos de las provincias del interior que reeditara el debate en torno a la sanción de una constitución nacional, insistió en incluir en las instrucciones oficiales la mención a dicho problema. Quiroga debía intentar persuadir a los gobiernos del interior de la inconveniencia de convocar a un congreso, argumentando que el momento no era oportuno. Poco antes de partir, Rosas le entregó una carta, donde volvía sobre su principal obsesión: evitar el dictado de una constitución.
Finalmente, el riojano partió desde Buenos Aires. Al pasar por Santiago del Estero, supo que el gobernador salteño había muerto en manos de un movimiento opositor dentro de su propia provincia. Luego de deliberar con los gobernadores de Santiago del Estero, Tucumán y Salta, logró la firma de un tratado de amistad entre las tres provincias y emprendió el regreso a Buenos Aires. A pesar de haber sido advertido de una posible emboscada en Córdoba, Facundo Quiroga se negó a cambiar el itinerario del viaje. Así fue como encontró la muerte en Barranca Yaco el 16 de febrero de 1835.
Con la tragedia de Barranca Yaco se redefinió súbitamente el mapa político. Por un lado, quedaba vacante el liderazgo regional ejercido por Quiroga en las provincias del interior. En el litoral, las polémicas entre Corrientes y Buenos Aires en ocasión de la firma del Pacto Federal habían quedado acalladas luego de la derrota del general Paz y de la creciente hegemonía de Rosas. En Buenos Aires, el tantas veces aventado fantasma del caos encontró en la muerte del caudillo riojano una prueba irrefutable. La Legislatura porteña temió volver a recrear la “anarquía del año 20” o los enfrentamientos de 1828, por lo que estuvo dispuesta a renunciar a su iniciativa y protagonismo, y entregó a Rosas los poderes tantas veces reclamados. Luego de más de un quinquenio de disputas en torno a las atribuciones del poder ejecutivo, la Sala de Representantes volvió a elegir a Rosas como gobernador, cediéndole no sólo las facultades extraordinarias, sino además la suma del poder público.
A partir de 1835, el orden que se impuso en toda la confederación parecía no reconocer más que un líder indiscutido: Juan Manuel de Rosas. Durante los años transcurridos entre su primera y su segunda gobernación, no sólo había cambiado el estilo de hacer política, sino que se había instalado la convicción de que el orden sólo podía ser federal. Pero se trataba de un régimen federal peculiar. Si bien desde el punto de vista jurídico se consagraba en términos confederales, otorgaba al ejecutivo bonaerense facultades -entre ellas la de representación de los asuntos exteriores- para cuya ejecución no debía consensuar con ninguna representación de las provincias.

A su vez, la voluntad de muchos grupos provinciales de abandonar esa precaria condición confederal para alcanzar la unidad constitucional, que en su mayoría proclamaban de carácter federal, se vio constantemente vetada por la negativa de Rosas y su séquito más cercano a reunir un congreso a tal efecto. De hecho, más allá de los argumentos esgrimidos, la negativa de Rosas a dictar una constitución nacional no era ajena al consenso existente entre los sectores dominantes de la provincia de que, con ella, Buenos Aires perdería el monopolio económico-comercial del que gozaba. Los sectores más vinculados a la expansión ganadera y al comercio internacional no querían renunciar ni al ejercicio autónomo de su soberanía ni a los beneficios económicos de ella derivados.
Madre mía del Rosario!
Madre mía, mi señora!
Voy a contar la desgracia de Juan Facundo Quiroga.
Madre mía del Rosario!
Madre mía de Luján!
Voy a contar la desgracia que ha tenido el general.
Cuando salió el general, ausente desu familia, ya le anunciaba el destino de que iba a perder la vida.
Ya marcha para Santiago, como lo cuenta el autor, iba el general ansioso de paz y de religión.
A la vuelta de su viaje, le armaron revolución: uno de ¡os Reinafé, para matarlo a traición.
Ya hicieron rodar el coche por la senda del camino.
En frente del totoral un vaso de agua ha pedido.
Roque Junco y Pablo Junco: ellos fueron ios bomberos, como eran tan advertidos, ahí iban junto con ellos.


En ese “guase" los Márquez le demoran el auxilio dándole tiempo a los gauchos que se hallen bien prevenidos.
En este Barranca Yaco dicen que lo han de matar la gente de Santos Pérez y de Benito Guzmán.
En ese Barranca Yaco                                                 ,
donde se pierden los hombres, dicen que van a matar una partida de hombres.
-A la carga, dijo Pérez, militares advertidos! aquí muere, hoy fenece un genera! asesino!
Roque Junco le decía:
-Un error he cometido: a Quiroga lo hemos muerto, siendo un padre tan querido.
Santos Pérez le decía:
-Para mí no hay compasión.
En el punto que yo me hallo no conozco que haga dios.
Entre toda la partida se hallaban de confusiones, de ver a Quiroga muerto temblaban los corazones.
Extraído de Gustavo Paz, Las guerras civiles (1820-1870), Buenos Aires, Eudeba, 2007.47
En esos años, Buenos Aires consolidó más que nunca su hegemonía. Pero, a diferencia tanto de la década revolucionaria, cuando para lograrlo hizo valer su condición de capital, como de la década de 1820, cuando aun descubriendo los beneficios de la autonomía, la elite bonaerense se dividió al lanzarse los unitarios a institucionalizar aquella condición, con la creciente hegemonía de Rosas, la provincia ejerció un dominio sobre el conjunto de los territorios sin reclamar la calidad heredada de su breve historia virreinal. No sólo porque con ese reclamo recrudecerían los conflictos —tal como argumentaba Rosas- o porque los sectores más beneficiados con la autonomía perderían los privilegios alcanzados en tan poco tiempo, sino porque se asistía a un nuevo descubrimiento: invocando la identidad federal, su nuevo líder podía ejercer un dominio territorial más allá de las fronteras provinciales a través de mecanismos que combinaban los pactos, las intrigas, la amenaza del uso de la fuerza y la movilización de las tropas. El orden que comenzaba a imponerse hizo de la consigna federal un uso tan ambiguo como eficaz a la hora de disciplinar la tormenta legada por la revolución.

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