Hauser,
Arnold; “Historia Social del Arte y la literatura”, Editorial Debate,
Buenos Aires, 2006 (capítulo V)
EL CLASICISMO DEL
"CINQUECENTO"
Cuando Rafael llegó a Florencia en 1504, hacía ya más
de un decenio que Lorenzo de Médici había muerto y que sus sucesores habían
sido expulsados y el gonfaloniero Pietro Soderini había introducido de nuevo en
la república un régimen burgués. Pero la transformación del estilo artístico en
cortesano, protocolario y estrictamente formal ya estaba iniciada, las líneas
fundamentales del nuevo gusto convencional ya estaban fijadas y reconocidas por
todos y la evolución podía continuar por el camino iniciado sin recibir de
fuera nuevos estímulos. Rafael no tenía más que seguir esta dirección, que ya
se señalaba en las obras de Perugino y Leonardo, y, en cuanto artista creador,
no podía hacer otra cosa que sumarse a esta tendencia, que era intrínsecamente
conservadora por basarse en un canon formal intemporal y abstracto, pero que en
aquel momento de la historia de los estilos resultaba progresista. Por lo
demás, no faltaban estímulos externos que le impulsaran a mantenerse en esta
dirección, aunque ya el movimiento no partía de la misma Florencia. Pero, fuera
de Florencia, casi por todas partes gobernaban en Italia familias con
pretensiones dinásticas y aires principescos, y ante todo, se formó en Roma,
alrededor del Papa, una verdadera corte, en la que estaban en vigor los mismos
ideales sociales que en las demás cortes que juzgaban el arte y la cultura como
elementos de prestigio.
Los Estados
de la Iglesia habían atraído hacia sí en la dividida Italia la dirección
política. Los Papas se sentían los herederos de los Césares, y en parte
consiguieron poner al servicio de su afán de poder las fantasías que en el país
florecían por todas partes tendentes a renovar la antigua grandeza romana. Sus
ambiciones políticas quedaron, ciertamente, insatisfechas, [427] pero Roma se convirtió en el centro de la cultura occidental
y logró ejercer un influjo intelectual que todavía se hizo más intenso durante
la Contrarreforma y siguió actuando hasta muy entrada la época barroca. Desde
el regreso de los Papas de Avignon, la Urbe no sólo se había convertido en un
punto de cita diplomático, adonde acudían embajadores y legados de todas las
partes del mundo cristiano, sino también en un importante mercado de dinero,
donde, para la medida de entonces, entraban y salían sumas fantásticas. La
Curia pontificia superaba como poder económico a todos los príncipes, tiranos,
banqueros y comerciantes de la alta Italia; podía invertir sumas mayores que
éstos en fines culturales, y en el terreno del arte tomó la dirección que hasta
entonces había poseído Florencia. Cuando los Papas regresaron de Francia, Roma
estaba todavía casi en ruinas, después de los ataques de los bárbaros y de las
destrucciones ocasionadas por las seculares luchas de las grandes familias
romanas. Los romanos eran pobres, y tampoco los grandes dignatarios
eclesiásticos disponían de riquezas tales como para hacer posible un progreso
en las artes en competencia con Florencia.
Durante el Quattrocento la corte pontificia no
dispuso de ningún artista indígena; los Papas tenían que servirse de elementos
extraños. Desde luego llamaron a Roma a maestros famosos de la época, entre
otros a Masaccio, Gentile da Fabriano, Donatello, Fra Angélico, Benozzo
Gozzoli, Melozzo da Forli, Pinturícchio, Mantegna; pero éstos, después de ejecutar
los encargos, abandonaban la ciudad, sin dejar la menor huella fuera de sus
obras. Ni siquiera bajo Sixto IV (1471-84), que con los encargos para adornar
su capilla hizo de Roma durante una época un centro de producción artística,
llegó a crearse una escuela o tendencia que tuviera carácter local romano. Tal
orientación sólo se pudo observar bajo Julio II (1503-13), cuando Bramante,
Miguel Ángel y, finalmente, Rafael, se establecieron en Roma y pusieron sus
talentos al servicio del Papa. Sólo entonces comienza la excepcional actividad
artística cuyo fruto es la Roma monumental tal cual [428] se muestra ante nuestros ojos no sólo como el mayor monumento
del pleno Renacimiento, sino como el más representativo que pudo sólo surgir
entonces en las condiciones que se daban en la corte pontificia.
Frente al
arte del Quattrocento, de inspiración
predominantemente mundana, nos encontramos aquí con los comienzos de un nuevo
arte eclesiástico en el que el acento no está puesto en la interioridad y el
misticismo, sino en la solemnidad, majestad, fuerza y señorío. La intimidad y
desvío del sentimiento cristiano frente al mundo ceden el paso a la frialdad
distante y a la expresión de una superioridad tanto física como espiritual. Con
cada iglesia, cada capilla, cada imagen y cada pila bautismal parecen los Papas
haber querido, ante todo, erigirse un monumento a sí mismos y haber pensado
antes en su propia gloria que en la de Dios. Bajo León X (1513-21) alcanza la
vida de la corte romana su punto culminante. La Curia papal se parece entonces
a la Corte de un emperador; las casas de los cardenales semejan pequeñas Cortes
principescas, y las de los otros señores eclesiásticos, hogares aristocráticos
que buscan superarse unos a otros en esplendor. La mayoría de estos príncipes y
dignatarios de la Iglesia son aficionados al arte; dan trabajo a los artistas
para inmortalizar su propio nombre, sea con la fundación de obras de arte
eclesiástica, sea con la construcción y decoración de sus palacios. Los ricos
banqueros de la Urbe, con Agostino Chigi, el amigo y protector de Rafael, a la
cabeza, intentan imitarlos como mecenas; mas aunque acrecen la importancia del
mercado artístico de Roma, no le añaden ninguna nota nueva.
A diferencia de la clase señorial de las otras ciudades italianas, en
primer lugar Florencia, que es en su conjunto unitaria, la aristocracia de Roma
se compone de tres grupos perfectamente diferenciados. El más importante está
formado por la corte pontificia con los parientes del Papa, el clero más alto,
los diplomáticos del país y [429] extranjeros y las infinitas personalidades que
participan de la magnificencia pontificia. Los miembros de este grupo son los
más ambiciosos y los mejor dotados económicamente para favorecer el arte. Un
segundo grupo abarca los grandes banqueros y ricos comerciantes, que en la
disipada Roma de entonces, centro de la administración financiera pontificia,
que se extendía a todo el mundo, tenían la mejor coyuntura imaginable. El
banquero Altoviti es uno de los más magníficos amigos del arte de la época, y
para Agostino Chigi trabajan, con la excepción del enemigo de Rafael, Miguel
Angel, todos los artistas famosos de la época; él da trabajo —-aparte de a
Rafael a Sodoma, Baldassare Peruzzi, Sebastiano del Piombo, Giulio Romano,
Francesco Penni, Giovanni da Udine y muchos otros maestros más. El tercer grupo
está formado por los miembros de las antiguas familias romanas, ya
empobrecidas, que puede decirse que no tienen parte alguna en la vida
artística, y mantienen sus nombres con lustre gracias a que casan a sus hijos e
hijas con los vástagos de burgueses ricos y con ello dan lugar a una fusión de
clases semejante, aunque más reducida, a la que ya antes se había producido en
Florencia y otras ciudades a consecuencia de la participación de la antigua
nobleza en los negocios de la burguesía.
Al comienzo del pontificado
de Julio II se pueden contar en total de ocho a diez pintores establecidos en
Roma; veinticinco años más tarde pertenecen ya a la Hermandad de San Lucas
ciento veinticuatro pintores, de los cuales, ciertamente, la mayoría son
artesanos ordinarios, que acuden a Roma desde todas partes de Italia, atraídos
por la demanda artística de la corte pontificia y de la burguesía rica. Por
grande que fuera la participación de los prelados y los banqueros como mecenas
de la producción artística, tiene extremada significación para el arte del
pleno Renacimiento, y es decisivo para la formación del estilo, el que
trabajaran en el Vaticano [430] Miguel
Ángel, casi exclusivamente, y Rafael, en su mayor parte. Sólo allí, al
servicio del Papa, se podía desarrollar aquella maniera grande junto a la cual
las orientaciones artísticas de las otras escuelas locales tienen un carácter
más o menos provinciano. En ningún otro lugar hallamos este estilo sublime,
exclusivo, tan profundamente penetrado de elementos culturales y tan
incansablemente limitado a problemas formales sublimados. El arte del primer
Renacimiento podía ser al menos medio comprendido por las capas sociales más
amplias; también los pobres y los incultos podían hallar conexiones con él,
aunque estuvieran en la periferia del efecto estético; pero con el nuevo arte
ya no tienen las masas ninguna relación. ¡Qué hubiera podido decirles la Escuela de Atenas de Rafael y las Sibilas de Miguel Angel, aun en el caso
de que hubieran podido llegar a
contemplarlas.
Pero precisamente en tales obras se realizó el arte clásico del
Renacimiento, cuya validez general suele ensalzarse tanto, pero que en realidad
sólo se dirigía a un público más reducido que jamás se dirigió arte alguno. Su
influencia en el público era de todas maneras aún más limitada que la del
clasicismo griego, con el cual, sin embargo, tenía en común el hecho de que
representaba, a pesar de su tendencia a la estilización, no un abandono, sino,
por el contrario, un realce y perfeccionamiento de los logros naturalistas del
período precedente. Lo mismo que las esculturas del Partenón están
"mejor" conformadas, concuerdan más con la expresión empírica, que
los frontones del templo de Zeus en Olimpia, así también los distintos motivos
de las creaciones de Rafael y Miguel Angel están tratados de modo más fresco,
obvio y natural que en las obras de los maestros del Quattrocento, No hay en toda la pintura italiana anterior a Leonardo
ninguna figura humana que, comparada con las figuras de Rafael, Fra Bartolomeo,
Andrea del Sarto, Tiziano y Miguel Angel, no tenga todavía algo de esquinado y
rígido. Por ricas que sean en pormenores
bien observados, las figuras del primer Renacimiento nunca están seguras
sobre sus piernas, sus movimientos [431]
son limitados y forzados, sus miembros crujen y rechinan en las coyunturas, su
relación con el espacio es a menudo contradictoria; su modelado, inexistente;
su luz, artificiosa. Los afanes naturalistas del siglo XV sólo se completan en
el XVI. La unidad estilística del Renacimiento, empero se expresa no sólo en el
hecho de que el naturalismo del xv halla su continuación directa y su remate en
el Cinquecento, sino también en el
hecho de que el proceso de estabilización que lleva al arte clásico del pleno
Renacimiento se inicia ya en el Quattrocento.
Uno de los más importantes
conceptos del clasicismo, la determinación de la belleza como armonía de todas las partes, encuentra ya en Alberti su formulación. Alberti piensa que
la obra de arte es de tal naturaleza, que de sus elementos no se puede ni
quitar ni añadir nada sin dañar la belleza del conjunto. Este pensamiento, que
Alberti halló en Vitruvio, y que propiamente se remonta a Aristóteles es uno de
los postulados fundamentales de la teoría clásica del arte. Pero ¿cómo se
concilia esta relativa uniformidad en la concepción artística renacentista —el
comienzo del clasicismo en el Quattrocento
y la pervivencia del naturalismo en el Cinquecento—
con los cambios sociales del Renacimiento? El pleno Renacimiento conserva el
sentido del naturalismo, mantiene los criterios experimentales de verdad
artística e incluso los perfila, evidentemente porque, lo mismo que el período
clásico de los griegos, en medio de su conservadurismo, es todavía una época
esencialmente dinámica, en la que el proceso del ascenso social no está aún
terminado, y en la que todavía no se habían podido desarrollar convenciones y
tradiciones definitivas. Sin embargo, el esfuerzo por dar por terminado el
proceso de nivelación y por impedir toda nueva ascensión está en marcha desde
la llegada a la burguesía y su enlace con la nobleza. A esta tendencia
corresponden los comienzos de la concepción clásica del arte en el Quattrocento. [432]
La circunstancia de que el paso del
naturalismo al clasicismo no se realice inmediatamente, sino que sea preparado
tan de antemano, puede fácilmente conducir a no "entender todo el proceso
histórico de la transformación del estilo. Pues si uno se fija en los preludios
del cambio y parte de fenómenos de transición tales como el arte de Perugino y
Leonardo, tiene la impresión de que el cambio estilístico se desarrolla sin
cesura, sin salto, casi con una lógica necesidad, y que el arte del pleno
Renacimiento no es sino la pura síntesis de los logros del Quattrocento. En una palabra, uno se siente arrastrado a aceptar la
conclusión de que se trata de un desarrollo endógamo.
El cambio del arte antiguo al cristiano o del románico al gótico trae
consigo tantas cosas fundamentalmente nuevas, que el nuevo estilo apenas puede
ser explicado de modo inmanente, esto es, como pura síntesis o antítesis
dialéctica de los anteriores esfuerzos artísticos, y desde el primer momento
exige una explicación basada en motivos extraartísticos, que infringen la
coherencia histórica de los estilos. En el caso del tránsito del Quattrocento al Cínquecento, sin embargo, las cosas están situadas de otra manera.
El cambio estilístico ocurre casi sin solución de continuidad, de perfecto acuerdo
con la evolución social, que es continua. Por ello mismo se perfecciona de un
modo que no es nada automático, es decir, como una función lógica con
coeficientes perfectamente conocidos. Si la situación social a fines del siglo
xv se hubiera desarrollado de otro modo, por cualquier circunstancia que
nosotros no podemos imaginarnos bien, y se hubiera pasado, por ejemplo, a una
revolución económica, política o religiosa, en lugar de a una confirmación de
la tendencia conservadora ya antes iniciada, entonces, desde luego, el arte, de
acuerdo con esta revolución, se hubiera desarrollado en dirección distinta, y
el estilo así resultante hubiera traído a la realidad otra consecuencia
"lógica" del Renacimiento distinta de la que se concentró en el
clasicismo. Pues si se quiere aplicar de todas maneras el principio de la
lógica a la evolución [433]
histórica, se habrá de conceder por lo menos que una constelación histórica
puede tener varias consecuencias "lógicas" divergentes entre sí.
Los Tapices de Rafael han sido
llamados las esculturas del Partenón del arte moderno; puede dejarse en vigor
esta analogía si, por encima de la semejanza, no se olvida la diametral
diferencia que existe entre el clasicismo antiguo y el moderno. Al arte clásico
de la modernidad le falta, en comparación con el de los griegos, el calor y la
inmediatez; tiene un carácter derivado, retrospectivo, más o menos clasicista,
ya en el Renacimiento. Es el reflujo de una sociedad que, llena de
reminiscencias del heroísmo romano y de la caballería medieval, quiere,
persiguiendo un sistema de virtudes y un ritual social creados artificialmente,
aparecer como algo que propiamente no es, y estiliza sus formas de vida
conforme a esta ficción. El pleno Renacimiento describe esta sociedad tal cual
ella se ve a sí misma y quiere ser vista. Apenas hay un rasgo en su arte del
que, fijándose más, no pueda demostrarse que es como la traducción de su ideal
de vida aristocrático, conservador, dirigido a la continuidad y a lo
permanente. Todo el formalismo artístico del Cinquecento corresponde en cierto aspecto sólo al formalismo de los
conceptos morales y de las reglas del decoro que se ha señalado la aristocracia
de la época. Lo mismo que la aristocracia y los círculos de ideas
aristocráticas ponen la vida bajo la disciplina de un canon formal, para
guardarla de la anarquía del sentimiento, someten también la expresión de los
sentimientos en el arte a la censura de formas fijas, abstractas, impersonales.
Para esta sociedad el supremo mandamiento es, tanto en la vida como en el arte,
el dominio de sí mismo, la represión de los afectos, la sujeción de la
espontaneidad, de la inspiración, del éxtasis. El despliegue de los
sentimientos, las lágrimas y los gestos del dolor, el desmayarse en la
impotencia, los lamentos y el retorcerse las manos; en resumen, toda aquella
emotividad burguesa del gótico tardío que quedaba todavía en el Quattrocento desaparece [434] del arte del Renacimiento pleno.
Cristo ya no es un mártir que sufre, sino otra vez el Rey celestial que se
levanta sobre las debilidades humanas. La Virgen contempla a su hijo muerto sin
lágrimas ni gestos, e incluso frente al Niño reprime toda ternura plebeya. La
mesura es la consigna de la época para todo. Las reglas de vida del dominio y
del orden encuentran su más cercana analogía en los principios de sobriedad y
contención que el arte se impone.
L. B. Alberti se anticipó al
pleno Renacimiento también en la idea de esta economía artística. "Quien
en su obra busca dignidad —dice— se
circunscribirá a un reducido número de figuras; pues, al igual que los
príncipes ensalzan su majestad con la escasez de sus palabras, así se aumenta
el valor de una obra con la reducción de las figuras" En lugar de la pura coordinación como
fórmula de composición, aparece por todas partes el principio de la
concentración y de la subordinación. Pero no hay que imaginarse el
funcionamiento de la causalidad social como si la autoridad que domina en la
sociedad a los individuos se aplicara en el campo del arte inmediatamente al predominio
de un plan de conjunto sobre las diversas partes de una composición, o, por
decirlo así, que la democracia de los elementos artísticos se transformara en
una monarquía del pensamiento fundamental en la composición. La simple
comparación entre el principio de autoridad en la vida social y la idea de
subordinación en el arte resultaría un puro equivoco. Una sociedad orientada
sobre las ideas de autoridad y sumisión habrá de favorecer, naturalmente,
también en el arte la expresión voluntariosa, la manifestación de la disciplina
y del orden, la victoria sobre la realidad, en lugar de la sumisión a ella.
Tal sociedad habrá querido prestar a la obra
de arte el carácter de normatividad y necesidad. Habrá expresado con ello una
"sublime necesidad" y procurado [435]
demostrar mediante el arte que existen criterios y normas de validez general,
inconmovibles e intangibles, que en el mundo domina un sentido absoluto e
invariable, y que este sentido se baila en posesión del hombre, si bien no de
un hombre cualquiera. Las formas del arte habrán de ser, de acuerdo con las
ideas de esta sociedad, paradigmáticas, habrán de operar de manera definitiva y
perfecta, lo mismo que el orden que enseñorea la época. La clase dominante
buscará en el arte, ante todo, la imagen del sosiego y la estabilidad que
persigue en la vida. El pleno Renacimiento desarrolla la composición artística
en forma de simetrías y correspondencias de las partes componentes, y reduce
forzosamente la realidad al esquema de un triángulo o un círculo; pero ello no
significa sólo la solución de un problema formal, sino también la expresión de
un sentido estático de la vida y el deseo de perpetuar la situación que
corresponde a tal sentido. Este arte coloca la norma por encima de la libertad
personal, y considera que la obediencia a ella, aquí como en la vida, es el más
seguro camino de perfección.
A esta perfección corresponde en el arte,
ante todo, la totalidad de la imagen del mundo, que se consigue por adición, y
nunca por la perfecta integración de las partes en un todo. El Quattrocento ha representado el mundo
como un infinito fluir y oleaje, un devenir que no puede ser ni forzado ni
concluido. El individuo se ha sentido pequeño e impotente en este mundo, se ha
entregado a él de buena gana y con agradecimiento. El Cinquecento, en cambio, vive el mundo como una totalidad limitada;
el mundo es ni más ni menos que lo que el hombre abarca de él; pero cada obra
de arte terminada expresa a su modo toda la realidad abarcable.
El arte del pleno
Renacimiento está orientado por completo hacia este mundo. Su estilo ideal,
incluso en las representaciones religiosas, lo logra no poniendo en contraste
la realidad natural con otra sobrenatural, sino creando una distancia entre las
cosas de la propia realidad natural, distancia que en el mundo de la
experiencia óptica crea diferenciaciones de valor semejantes a las [436] que existen entre la aristocracia
de la sociedad y el vulgo. Su armonía es la imagen utópica de un mundo del que
toda lucha ha sido eliminada, y precisamente no a consecuencia del predominio
de un principio democrático, sino autocrático. Sus creaciones representan una
realidad sublimada, ennoblecida, exceptuada de ser perecedera y cotidiana. Su
más importante principio estilístico es la limitación de lo representado a lo
esencial. Y ¿qué es realmente esto "esencial"? Es lo típico, lo
solemne y extraordinario, cuyo valor expresivo consiste ante todo en su
alejamiento de la mera actualidad y oportunidad. Por el contrario, para este
arte no es esencial lo concreto e inmediato, lo contingente y momentáneo, lo
particular e individual, en una palabra, justamente lo que para el arte del Quattrocento aparecía como lo más
interesante y sustancial en la realidad. La élite de la época del pleno
Renacimiento crea la ficción de un arte "de humanidad eterna",
intemporalmente válido, porque quiere juzgarse a sí misma como intemporal,
imperecedera, inalterable.
En realidad su arte está
tan ligado al tiempo, con sus patrones de valor y criterios de belleza tan
limitados y perecederos, como el arte de cualquier otro período estilístico.
Pues también la idea de la intemporalidad es un producto del tiempo, y la
validez del absolutismo es tan relativa como la del relativismo.
De todos los factores del arte del pleno
Renacimiento el más ligado al tiempo y el más sujeto a las condiciones sociales
es el ideal de la xccA.oxti-j'íiOia, En ningún otro de los elementos de aquel
arte se expresa de manera tan marcada la dependencia de su concepto de belleza
respecto del ideal humano de la aristocracia. Lo nuevo no es el hecho de que la
corporeidad alcance su derecho, ni es tampoco éste un signo especial de
sensibilidad aristocrática —pues ya el siglo xv, en contraposición al
espiritualismo de la Edad Media, había tenido ojos amorosos para la apariencia
corporal—; lo nuevo es que la belleza física y la fuerza se convierten en la
plena expresión de la belleza y de la fuerza espiritual. [437] La Edad Media sentía una oposición inconciliable entre el
ser espiritual y sin sensualidad y el ser corporal sin espíritu. Esta oposición
se acentuaba ora más ora menos, pero estaba continuamente presente en el mundo
intelectual del hombre. Para la época cuatrocentista pierde su sentido la
medieval inconciliabilidad entre lo espiritual y lo corporal; la significación
espiritual no está todavía ligada de modo incondicionado a la belleza corporal,
si bien no la excluye. La tensión que existe todavía entre las propiedades
espirituales y las corporales desaparece por completo en el arte del pleno
Renacimiento. Partiendo de los supuestos de este arte, parece, por ejemplo,
inimaginable representar a los Apóstoles como labradores ordinarios o toscos
obreros, como el siglo xv ha hecho con tanta frecuencia y agrado. Los profetas,
apóstoles, mártires y santos son para el arte del Cinquecento figuras ideales, libres y grandiosas, llenas de poder y
de dignidad, graves y patéticas, una raza de héroes de belleza floreciente,
madura, sensual. En Leonardo hay todavía, junto a estas figuras, otras
realistas y tipos de género; pero progresivamente ya no parece digno de
representación lo que no es grandioso. La aguadora, en el Incendio del Borgo, de Rafael, pertenece a la misma raza que las
madonas y sibilas de Miguel Angel, que forman una humanidad de gigantes, de
enérgica garra, con conciencia de sí y que se mueve con seguridad. Las
dimensiones de estas figuras son tan enormes, que, a pesar de la antigua
aversión de las clases nobiliarias por la representación del desnudo, pueden
aparecer sin vestidos; nada pierden con ello de su grandeza. La noble
conformación de sus miembros, la sonoridad retórica de sus gestos, la mantenida
dignidad de su continente expresan la misma distinción que él traje, ora pesado
y de profundos pliegues y grandes vuelos, ora contenido con gusto y rebuscado
con refinamiento, que en otro caso llevan.
El ideal humano que el escritor
Castiglione presenta en su Cortesano como
alcanzable, y aun como alcanzado, se toma por modelo en el arte, y aun realzado
en ese grado que todo arte clásico añade a las dimensiones de [438] sus modelos. El ideal cortesano
contiene en lo esencial todos los motivos capitales de la representación humana
de la plenitud del Renacimiento. Lo que Castiglione desea en primer lugar del perfecto hombre de mundo
es que sea polifacético, que tenga la misma educación de las aptitudes
corporales y de las espirituales, que sea hábil tanto en el manejo de las armas
como en las artes de la sociedad refinada, diestro en la poesía y en la música,
familiarizado con la pintura y las ciencias. No se puede negar que en los
pensamientos de Castiglione da el toque decisivo la repugnancia de toda
aristocracia frente a toda especialización y todo profesionalismo. Las figuras
heroicas del arte del pleno Renacimiento son, en su xaítoxáaÜía, simplemente la traducción a lo visual de este
idealismo humano y social. Pero no es sólo esta falta de tensión entre las
cualidades espirituales y corporales, ni sólo la equiparación de belleza física
y fuerza de alma, sino ante todo la libertad con que se mueven, la soltura y
abandono, la misma indolencia del continente, lo que importa. Castiglione ve la
quintaesencia de la elegancia en conservar la calma y mesura en todas las
circunstancias, evitando toda ostentación y exageración, en aparecer abandonado
y natural, en portarse en sociedad con inafectado descuido y no forzada
dignidad. En las figuras del arte del Cinquecento
hallamos no sólo esta tranquilidad de los gestos, este continente descuidado,
esta libertad de movimientos, sino que el cambio respecto del período
estilístico precedente se extiende también a lo puramente formal. La forma
gótica esbelta y exangüe, la línea cuatrocentista de corto aliento logran un
trazado seguro, un eco sonoro, una hinchazón retórica, y con tal perfección
como desde la Antigüedad no había poseído ningún arte.
Los artistas del pleno Renacimiento ya no hallan ningún placer en los
movimientos breves, esquinados, rápidos, en la elegancia espaciada y ostentosa,
en la belleza agria, juvenil, inmadura, de las figuras del Quattrocento; celebran, por el contrario, la plenitud de la fuerza,
la madurez de la edad y de la belleza, describen el ser, no [439] el devenir, trabajan para una
sociedad de triunfadores, y piensan, como éstos, de manera conservadora,
Castiglione pide que el noble procure evitar, en su conducta como en su
vestido, lo sorprendente, ruidoso y colorista, y recomienda que se vista, como
el español, de negro, o al menos de oscuro El cambio de gusto que aquí se
manifiesta es tan profundo, que también el arte evita la policromía y
luminosidad del Quattrocento. Con
ello se muestra ya la preferencia por lo monocromo, es decir, el blanco y
negro, que domina el gusto moderno. Los colores desaparecen ante todo de la
arquitectura y la escultura, y a partir de este momento la gente siente una
evidente dificultad en imaginarse polícromas las obras de la arquitectura y
escultura griegas. El clasicismo lleva ya en sí el germen del neoclasicismo.
El Renacimiento pleno fue de corta duración; no floreció más de veinte
años. Después de la muerte de Rafael apenas se puede ya hablar de un arte
clásico como dirección estilística colectiva. La brevedad de su vida es
sumamente característica del destino de los períodos de estilo clásico en la
época moderna; las épocas de estabilidad son, desde fines del feudalismo, nada
más que episodios.
El rigorismo formal del
Renacimiento en su esplendor ha continuado siendo ciertamente para las
generaciones posteriores una continua seducción; pero aparte de movimientos
breves, en general sin espontaneidad y puramente culturales, nunca ha vuelto a
predominar otra vez. Con todo, se ha demostrado que es la más importante vena
subterránea del arte moderno, pues si es verdad que el ideal estilístico
puramente formalista y orientado hacia lo típico y normativo no pudo sostenerse
frente al naturalismo fundamental de los tiempos modernos, ya no fue posible
después del Renacimiento un regreso a la forma medieval, no unitaria, hecha a
base de edición y coordinación. Desde el Renacimiento comprendemos bajo el [440] nombre de obra pictórica o
plástica, una imagen concentrada de la realidad, tomada desde un punto de vista
único y unitario, imagen formal que surge de la tensión entre el amplio mundo y
el sujeto que se enfrenta a él como unidad. Es verdad que esta polaridad de
arte y mundo se ha debilitado de cuando en cuando, pero nunca ha desaparecido
del todo. En ella consiste la verdadera herencia del Renacimiento.
No hay comentarios:
Publicar un comentario