Van
Dülmen, Richard: Los
inicios de la Europa Moderna. 1550-1648,
Siglo
XXI Editores, México, 2002
2.
La sociedad estamental y el dominio político
1. LA SOCIEDAD ESTAMENTAL DE INICIOS DE LA EDAD MODERNA
La sociedad de la Baja Edad
Medía y de inicios de la Edad Moderna constituía una sociedad
estamental en la que cada persona, por nacimiento o por privilegio,
era miembro de un estamento, y ello le daba derecho a las
posibilidades existenciales monopolizadas por tal estamento. Los
estamentos se diferenciaban entre sí «por el grado concreto de
participación en el poder político, por la forma peculiar de
fundamentación de la subsistencia material y por el prestigio
específico (honor) . Ahora bien, la suposición de que la expansión
de la economía de mercado, en conexión con la aparición simultánea
del primitivo Estado moderno, produjo la disolución de este orden
estamental puede ser rebatida por el hecho de que, tras el período
de apertura y movilidad que tuvo lugar en el «largo» siglo XVI, a
consecuencia de la modernidad, este tipo de sociedad medieval no
desapareció, sino que se transformó en un orden rígidamente
establecido y, por vez primera, garantizado también por el poder .
Cierto es que, sobre todo en
los países del primer capitalismo, como Inglaterra y - Holanda,
existieron tendencias niveladoras. Pero, en el conjunto de Europa, la
incipiente acumulación capitalista produjo una consolidación de las
estructuras estamentales, un endurecimiento, que sin duda tuvo un
efecto distinto para cada grupo social y para cada país, aun cuando
fuera un fenómeno generalizado. En todo caso, la sociedad estamental
de la Edad Media, dotada de movilidad y todavía no cerrada, se
convirtió en un orden social cerrado y fuertemente diferenciado, con
una rígida estructura también estamental, dentro del cual a cada
grupo y a cada individuo le correspondía un papel claramente
definido al que se tenía que ajustar so pena de perder el honor o el
privilegio. No se trataba ya sólo de la regulación de la economía
feudal, de la organización del poder social y de la configuración
de la propia imagen, sino de asegurar la subsistencia de cada grupo,
en particular mediante la eliminación de la competencia, y de
establecer un modo de vida convencional acorde con el estamento,
tendente a regular normativamente todos los ámbitos de la conducta
cotidiana, que garantizase la supremacía de la [92]
nobleza y la opresión del
pueblo bajo la dirección política de un príncipe o de la clase
aristocrática.
Todos los grupos rectores veían
por ello en la sociedad esta- mental establecida, origen de claras
diferencias, la verdadera garantía del orden político. El hecho de
que la nobleza detentara en exclusiva la dirección política, el
burgués se dedicaba al comercio y a la industria y el campesino
cultivara la tierra hacía parecer que los conflictos y los
desórdenes disminuían, al tiempo que quedaba asegurada la
subsistencia de la sociedad. El clero ortodoxo, reforzado, sancionó
esta estructura de estamentos dentro del proceso de la Contrarreforma
como la única que respondía al orden terrenal y divino,
incluso allí donde ya no se daban
las condiciones para ello, como en Europa occidental.
El orden estamental de inicios
de la Edad Moderna era considerado un sistema de armonía social y
equilibrio de los intereses de los estamentos, aun cuando no fuese
otra cosa que un sistema de desigualdad social que encubría los
crecientes conflictos sociales, consecuencia de la lucha por el
poder, el prestigio social y la distribución de la riqueza
resultantes de la expansión del mercado, el crecimiento demográfico
y la escasez de recursos para alimentarse. Esta tendencia fue más
acusada en los países en que se dio una evolución hacia el
absolutismo que en los que ésta tuvo un carácter «liberal»,
aunque en principio fue un fenómeno general. El endurecimiento de la
sociedad estamental se inició ya, en algunos países, en la primera
mitad del siglo XVI, alcanzando un apogeo casi generalizado a finales
de éste y comienzos del XVII. Las posibilidades de movilidad y
libertad durante el siglo XVI eran prácticamente inexistentes a
mediados del XVII.
Este endurecimiento de la
estructura estamental favorecido por el primer Estado moderno y por
las nuevas Iglesias confesionales tuvo consecuencias sociales
importantes. Por un lado, los estamentos fundamentales: nobleza,
burguesía y campesinado, se fueron diferenciando de manera
progresiva. Ya que, mientras que en la Edad Media un noble pobre
apenas se distinguía de un campesino rico, un burgués podía
alcanzar una posición política más alta que un noble y los mundos
en que vivían aún no se habían separado radicalmente, llevando
todos los estamentos, a pesar de las diferencias políticas y
legales, una forma de vida similar, a partir del siglo XVI el abismo
se hizo cada vez más profundo. Cierto es que aún no se daba una
sociedad cortesana cerrada, sin prácticamente ninguna relación
directa con el pueblo; sin embargo, la nobleza se fue apartando mucho
más que antes de los burgueses y campesinos en la medida en que,
dentro de un territorio, gozaba de los mayores privilegios, poseía
una gran conciencia de su importancia y tomaba como punto de
orientación la corte [93]
de los príncipes, es decir,
se distanciaba progresivamente del pueblo a causa del cambio de
costumbres, la moral, la indumentaria y la vida social. A cada
estamento le correspondían símbolos sociales propios, que mantenían
su cohesión y lo separaban de los demás. Aunque un burgués o un
campesino fueran tan acaudalados como un noble, éste tenía que
distinguirse claramente de aquéllos. «Cada cual [ha. de seguir],
pues, las huellas de sus antepasados, a fin de que, entre la nobleza,
los burgueses y los campesinos, se pueda encontrar una diferencia»’.
Paralelamente a la separación
de los estamentos en nobles, burgueses y campesinos, dentro de cada
uno de ellos se produjo también una diferenciación, de manera que
del estamento noble se destacó claramente la alta nobleza, de la
burguesía los patricios, y de la comunidad aldeana los notables de
la aldea. Esto también estuvo garantizado por el primitivo Estado
moderno. La vulneración de las estrictas normas jerárquicas suponía
la pérdida del honor o el castigo. Dentro de la alta nobleza, del
patriciado urbano y de los notables campesinos se constituyeron
castas familiares muy diferenciadas que trataron de asegurar su
posición social, independientemente de sus méritos, su riqueza y su
función social, mediante el patronazgo y la política matrimonial.
Los cargos públicos en la aldea, la ciudad y el Estado se
convirtieron progresivamente en prebendas de ciertas familias. Con la
misma intensidad con que las capas más altas crearon una separación
respecto a las capas «medias» por el modo de vida estamental, los
privilegios, los títulos y la posibilidad de acreditar una tradición
familiar honorable, éstas lo hicieron, a su vez, respecto a las
capas «bajas» en tazón de esta misma idea de prestigio.
Todo ello habría de desembocar
finalmente en la segregación y exclusión de la sociedad de todos
aquellos que no ocupaban un puesto «honorable». La Edad Media había
tolerado en mayor medida a los grupos no estamentales o de estamento
inferior; los mendigos y los buhoneros, al igual que las prostitutas
y los comediantes, formaban parte del cuadro social. Externamente
hubo de pasar algún tiempo para que cambiaran las cosas, pero, con
el incremento simultáneo de las capas depauperadas, el aislamiento
de los gremios, la consolidación del primer Estado moderno y la
persecución contrarreformadora de los que pensaban de otra manera,
amplios grupos de la sociedad se vieron por vez primera, desde
finales del siglo XVI, rechazados y estigmatizados, a pesar de que
estas capas discriminadas se habían hecho indispensables para la
producción protoindustrial y la creación de los primeros grandes
ejércitos modernos. Mendigos y vagabundos, comediantes y buhoneros,
se convirtieron en marginados, fueron perseguidos como personas no
integrables, al igual que los separatistas religiosos [94]
y el creciente número
de miembros de profesiones «no honorables». Bien es verdad que, en
general, no se les podía disciplinar o expulsar de hecho, pero el
control social y el uso de la fuerza puesto en práctica por el
Estado tuvieron el efecto de una segregación discriminatoria: un
gran número de personas no pertenecientes a un estamento, o de un
estamento inferior, fueron difamadas como canalla «inútil» sólo
porque no podían pagar tributos ni ejercer una actividad productiva.
La aparición de la sociedad
estamental de inicios de la Edad Moderna señala un cambio
significativo en la posición social, tanto de los individuos como de
los diferentes grupos sociales. A costa de la libertad de
movimientos, la sociabilidad y la autodeterminación feudal
disfrutadas en la Edad Media, e
incluso todavía en el siglo XVI, en la sociedad moderna primitiva al
individuo le fueron asignados, por vez primera, una función y un
papel claramente definidos, una conducta y una mentalidad
controladas, y se le señaló un puesto definitivamente establecido
dentro del orden estamental, en el que lo más importante no eran la
riqueza y los méritos, sino el origen, el poderío y el prestigio.
La progresiva circulación monetaria, la concentración del mercado
dentro del proceso de territorialización y la incipiente acumulación
capitalista no provocaron la disolución del mundo estamental de la
Edad Media, sino que «racionalizaron» el orden social tradicional,
dando lugar a la sociedad estamental de inicios de la Edad Moderna.
Aquel que se adaptaba al nuevo orden determinado por el primitivo
Estado moderno, se beneficiaba de la desigualdad social y participaba
de la seguridad existencial a través de la sociedad estamental
sostenida por e1 Estado, en la que la autodeterminación feudal vino
a ser sustituida por la actividad comercial orientada hacia el
prestigio. Ahora bien, a medida que se fue diferenciando la sociedad,
paralelamente a la adaptación a las nuevas estructuras, se produjo
una segregación de todos los grupos sociales no «útiles», no
estamentales o de un estamento inferior, que en adelante se
consideraron a sí mismos no sólo pobres, sino además marginados.
El proceso de socialización, reforzado por el nacimiento de la
sociedad estamental de inicios de la Edad Moderna, presenta, pues,
rasgos contrapuestos.
Aun cuando, realmente, la
sociedad de estamentos quisiera integrar a todos los grupos sociales
y garantizar la subsistencia de cada individuo, de hecho con el nuevo
orden apareció por vez primera una diferenciación de las capas alta
y baja, dándose los primeros pasos hacia una organización clasista.
Pues en tanto que los grupos dominantes de todos los estamentos veían
en la sociedad estamental constituida el medio adecuado para
perpetuar el poder logrado y la posibilidad de disponer de los bienes
materiales[95]
necesarios, los que no
tomaban parte en el proceso de socialización se empezaron a
considerar cada vez más como explotados, viéndose obligados, en
definitiva, a contemplar la sociedad estamental como un obstáculo
para la realización de sus intereses.
II. EL MUNDO RURAL
En la sociedad de inicios de
la Edad Moderna, los campesinos, es decir, la población rural
dedicada a la producción agraria, constituían el estamento
numéricamente más importante, sin que el gran impulso experimentado
por las ciudades y la burguesía lo modificara en modo alguno. De su
trabajo y de su productividad dependían tanto la seguridad
existencial de todos los demás como, especialmente, el bienestar
creciente de los estamentos superiores. A pesar de que su «utilidad»
era algo generalmente reconocido, es muy poco lo que sabemos sobre el
trabajo, las costumbres y la situación social de los campesinos. En
las fuentes históricas, el campesino aparece únicamente como un
súbdito que paga tributos e impuestos. Tan sólo cuando entra en
conflicto con el medio social o con la autoridad, dando lugar a
escritos de reclamación o a actas de interrogatorios, aparecen
manifestaciones sobre otros aspectos, aunque en general deformadas
por la mentalidad del escribano, con frecuencia desconocedor del
mundo rural. Los testimonios de los propios campesinos son
prácticamente inexistentes a causa del analfabetismo de la mayoría.
La mayor parte de los testimonios diferenciados que han llegado hasta
nosotros proceden de eruditos y escritores burgueses que, como
representantes de los estamentos
superiores, tienden sin embargo a hacer manifestaciones extremistas o
a reproducir solamente la imagen que de ellos tenían los poderosos.
Un tópico muy común es el del campesino torpe y tosco; también son
numerosos los juicios o indicaciones acerca de cómo ha de
comportarse. El estamento
rústico y sus necesidades es defendido tan sólo por unos pocos,
como Grimmelshausen, que describe en su Simplicissimus
el papel de los campesinos de la siguiente manera:
“Da sehr
verachier Bauernstand,
Bist doch der
beste in dem Land...
Wie stand es jetzt and am die Weit,
Hdtt Adam
nichi gebaat das Feld?
Mit Hacken
nihrt sich anfangs der,
Von dem die Fürsten kommen her...
Drum bisi da billig hoch za ehren,
Weil da wzs
alte tast ernahren...”
[96]
(«Tú, la tan despreciada gente
rústica, / eres empero la mejor del país... / ¿Qué acaecería
ahora y en el mundo, si no hubiese Adán cultivado la tierra? / con
la azada se sustentó en otros tiempos aquél / del que descienden
los príncipes... / Por eso
te hemos justamente de alabar, / porque a todos nosotros das
sustento...»)
Observaciones de toda índole
—junto a algunas descripcí0n de escritores críticos— nos
ofrecen representaciones iconográficas. Tampoco éstas se hallan
libres de prejuicios, sí bien, al igual que los cuadros de los
pintores holandeses, reflejan de un modo inmediato el mundo
campesino, con sus padecimientos y alegrías, su trabajo y su
convivencia.
Es difícil describir la
situación social de los campesinos en los inicios de la Edad
Moderna, pues no existía un estamento campesino cerrado y con unas
condiciones de vida homogéneas, ya
que las diferencias, tanto en el aspecto legal como en el social,
eran notables, habiendo campesinos libres y siervos: algunos muy
ricos, como en Frisia, cuya posición era muy similar a la de la
nobleza rural; otros muy pobres, como en España, en donde eran
equiparables a los asalariados sin tierras. Sin embargo, la situación
legal no siempre se hallaba en relación directa con el patrimonio o
con las propiedades. Había campesinos libres _aunque en Europa ya no
eran muy numerosos— que podían ser más pobres que otros que no
eran independientes, pero cuyos bienes hubieran envidiado incluso
algunos nobles.
La situación general de los
campesinos europeos dependía, primeramente en gran medida de las
condiciones naturales respectivas. Aun cuando trabajara muy duro, la
riqueza de un campesino ruso nunca podría igualarse con la de uno
del norte de Alemania. Dependía, sobre todo, del clima, el factor
más determinante del número de cosechas y del método de
producción, así como de las frecuentes crisis agrarias y malas
cosechas de que tenemos noticia. Tampoco los campesinos de inicios de
la Edad Moderna conocieron una economía de reservas significativa;
la intensificación de su producción estaba claramente limitada y
las innovaciones técnicas dependían de la red del mercado. La
guerra y la paz tuvieron también un papel no menos importante. Y
así, el campesino francés se vio especialmente afectado por las
terribles guerras de religión que asolaron el país en el siglo XVI,
en tanto que la guerra de los Treinta Años destruyó en Alemania
bienes y haciendas de los campesinos en un grado hasta entonces
desconocido La calidad del suelo, el clima, las malas cosechas y las
situaciones bélicas no sólo variaron por países. Cada región de
Europa estuvo sometida a circunstancias determinadas. [97]
La vida social de los campesinos
dependía además de a organización agraria dentro de la que
producían. En la época en
que la evolución europea dejó de ser homogénea, modificándose en
la Europa occidental y central el sistema feudal y apareciendo en la
Europa oriental el señorío, el campesino alcanzó en aquélla una
situación más libre desde el punto de vista jurídico con la total
desaparición de la servidumbre, mientras que en los países del
este, la implantación de ésta inició una nueva esclavitud que no
sólo empeoró la situación
jurídica de la propiedad rural, sino también la personal de los
campesinos “. Si en la
Europa oriental los campesinos se convirtieron en esclavos y en la
meridional en arrendatarios con pocos derechos, en los países de la
Europa central y occidental podían llegar a ser copropietarios de la
tierra. Dependiendo de factores diferentes, en Inglaterra y en España
se desarrolló un campesinado proletarizado que se vio empujado al
vagabundeo: allí, víctima de la comercialización de la
agricultura, aquí, de los ganaderos nobles de la Mesta. La
ausencia de derechos, la creciente presión tributaria, la Mesta y el
mayorazgo destruyeron por completo, a comienzos del siglo XVII, al
campesinado español. En 1629, Peñalosa y Mondragón se lamentaba: «
El campesinado es actualmente en España el más pobre, el más
mísero y el más profundamente postrado; parece como si todos los
restantes estamentos se hubieran aliado y conjurado para arruinarlo y
destruirlo. Se ha llegado a tal punto que el nombre de campesino
equivale al de rufián, torpe, puerco y otros peores. Cuando
se dice campesino, se piensa en comida ordinaria, guisos de ajo y
cebolla, en carne de animales reventados y en pan de
cebada, en calzado de piel sin curtir y en blusones desgarrados,
gorro de bufón y cuellos toscos, camisas de tela de saco y pesada
faltriquera, chozas de barro semiderruidas, pedazo de tierra mal
cultivada y un par de escuálidas vacas, y en el peso de las
hipotecas, las rentas, los impuestos y los tributos. Si el campesino
viene a la ciudad, especialmente cuando es por razones de pleitos, le
esperan innumerables decepciones, burlas sobre su vestimenta y
lenguaje y engaños sin cuento. Pero en verdadero mártir se
convierte tan pronto como
las gentes de la justicia o del ejército encuentran el camino hacia
su humilde choza».
La situación social de los
campesinos se hallaba determinada, finalmente, por el peso de la
carga de los tributos señoriales y de los impuestos de los
gobernantes, y a ello hay que añadir, según las regiones y el
estatus jurídico, la prestación personal y el diezmo eclesiástico.
El sistema global de cargas de los campesinos en los inicios de la
Edad Moderna, que se pagaban en especie o en dinero, y en general en
ambos, es muy variado. Pero dado que sólo conocemos de forma
aproximada cuánto producía una [98]
finca, es decir cuáles eran
las ganancias de un campesino, tampoco posible ofrecer un cálculo
exacto de estas cargas. Sólo
se conservan los libros de gastos domésticos de las casas señoriales
de esta época. Sin embargo, es seguro que las cargas de los
campesinos eran tan elevadas que la
mayoría de ellos, hasta un 60-70 %, se mantenía escasamente por
encima del mínimo existencial. Eran
muy pocos los que, constituyendo
una capa superior, podían
edificar casas ostentosas, dar grandes fiestas y conseguir beneficios
considerables del cereal o del comercio ganadero. La
gran mayoría se caracterizó por
su constante preocupación por la supervivencia
Tanto más gravosos fueron los intentos de los señores, al menos en
Occidente, de aumentar los tributos, a pesar de la intensificación
de la agricultura y de la mejora del estatus jurídico. Al
señor noble no le bastaban los antiguos tributos, ya que necesitaba
cada vez más dinero para sus necesidades de ostentación en la
sociedad cortesana en formación. A
ello respondía también su afán por comercializar sus tierras bajo
el imperativo del mercado capitalista. Más decisivo todavía para el
campesino fue el peso de los impuestos pagaderos a los gobernantes,
los cuales, al no poder ya sufragar los crecientes gastos de la
administración y el
ejército sólo con los bienes realengos
y al estar la nobleza exenta de impuestos, recurrieron a los
campesinos, quienes hubieron de soportar en gran medida las cargas
del primitivo Estado moderno. Si
a ello añadimos las transformaciones que tuvieron lugar en la
agricultura con el nacimiento del mercado mundial, de las que los más
ricos se beneficiaron en mayor grado que los más pobres, vemos que
para el conjunto del campesinado en Europa se inició
un deterioro que ni la garantía jurídica por parte del Estado fue
capaz de atajar.
Las diferencias dentro de la
clase rústica en cuanto a la propiedad
del patrimonio, el rango y
la situación jurídica eran muy notables. Desde el siglo XVI, y
sobre todo a finales de éste, la capa de campesinos ricos,
numéricamente invariable en los últimos tiempos, comenzó a
cerrarse y a formar una casta, al igual que las familias de los
comerciantes más ricos en las ciudades, mientras que la capa pobre e
inferior de la aldea aumentaba. El
gran campesino, tal como se le conoce, por ejemplo, en el norte de
Alemania, se diferenciaba con frecuencia muy poco del señor noble en
lo que a patrimonio y nivel
de vida se refiere. En su
finca trabajaba un gran número de criados y jornaleros; cierto es
que sólo en algunos casos era libre, pero podía obtener beneficios
de sus excedentes a través del mercado. Si,
como el yeoman
en Inglaterra o el
Grossbauer
en Holstein, sabía
racionalizar su explotación podía aparecer incluso como un
empresario agrícola seguro de sí
mismo. El mantenimiento de
la propiedad fue [99]
garantizado de generación
en generación mediante la interpretación estricta del derecho
hereditario y una política matrimonial adecuada. Una conciencia
familiar muy acusada cimentaba su posición de dominio en la
comunidad aldeana, dentro de la cual ocupaba también con frecuencia
cargos públicos. El grupo
formado por tales campesinos tenía mucha importancia como polo
opuesto a los señores nobles; sin
embargo era muy pequeño. En
Wurtemberg, por ejemplo, de donde nos han llegado cifras, los
agricultores acaudalados y productores de excedentes eran sólo un 5
%. A continuación venía
una capa media más amplia, de un 20 a un 25 %, siempre y cuando,
como sucedió en Rusia o en España, no hubieran sido totalmente
aniquilados por el sistema de arrendamientos
o la servidumbre de la gleba. Los campesinos pertenecientes a esta
capa podían cubrir sus necesidades e incluso, en ocasiones, producir
excedentes, si bien rara vez conseguían llegar a ser notables de
aldea, siendo mucho más fácil que bajaran en la escala social a
consecuencia de las crisis agrarias y de las malas cosechas.
Junto con la capa más acomodada,
se diferenciaban con mucho de los más pobres, que constituían del
70 al 80 %, e incluso del 65 al 83 % de la población aldeana.
En tiempos de buenas cosechas y
coyuntura favorable, los pequeños campesinos pertenecientes a este
grupo podían garantizar su propio sustento. Seguían poseyendo sus
propias tierras, aunque de poca extensión y de escaso rendimiento, y
un pequeño número de cabezas de ganado. En tiempos de crisis tenían
que trabajar también de jornaleros o ejercer una actividad
secundaria de carácter artesanal. En realidad pertenecían ya a los
pobres de la aldea, pero la tierra propia y la posibilidad de fundar
una familia los diferenciaba de la amplia capa de criados y simples
jornaleros.
Si en la Baja Edad Media los
ricos, medios y pequeños campesinos seguían constituyendo el grupo
más amplio de la población rural como tal, a partir del siglo XVII
estos campesinos propiamente dichos se fueron convirtiendo
progresivamente en minoría. Pues a consecuencia del crecimiento
demográfico y de la depauperación provocada por el aumento de las
cargas tributarias y por la revolución de los precios, la capa más
baja se hizo cada vez más numerosa a pesar del elevado índice de
mortalidad No disponemos de cifras exactas y las escasas evaluaciones
estadísticas de las diversas regiones europeas son difíciles de
contrastar; sin embargo, se puede observar de forma generalizada que,
con la consolidación de una capa de pequeños campesinos, surge
también otra de jornaleros y asalariados sin tierras propias que se
convierten progresivamente en el rasgo característico del mundo
rural de inicios de la Edad Moderna. La mayoría de ellos aparecieron
[100]
en zonas próximas a las ciudades o
en los pueblos más grandes, sobre todo en las regiones industriales
nacientes. En tanto dispusieran de una casa y se pudieran abastecer
por sí mismos de alimentos eran
considerados vecinos que, al mismo tiempo, se ofrecían como
jornaleros o ejercían una ocupación adicional en la industria a
domicilio. Este grupo se
estima en Wurtemberg,
a mediados del siglo XVI, entre el
15 y el 22 % de la población. Aún peor era la situación de los
asalariados completamente desposeídos; éstos se veían obligados a
ofrecer sus servicios exclusivamente, por lo que, a no ser que
trabajaran en alguna actividad artesanal de la aldea, era raro que
estuvieran avecindados en ésta. A diferencia de los criados y
servidores, eran libres y, siempre que pudieran sostener a una
familia, podían también casarse, pero su subsistencia era muy
precaria y muy fácil la posibilidad de convertirse en mendigos.
El lugar más bajo de la escala
social lo ocupaban los sirvientes, y, en parte, los «nuevos»
siervos de la gleba de la región al este del Elba, los cuales
figuraban entre las propiedades de una finca. Cierto es que estaban
sometidos a disposiciones contractuales, pero se hallaban indefensos
frente al poder de los señores. Con frecuencia, la comida y la
vivienda estaban garantizadas y algunos también obtenían ropas,
pero su ocupación se consideraba en general deshonrosa. Las quejas
acerca de la falta de sirvientes estaban tan extendidas como las que
se referían a su informalidad y pereza. Si incluimos a los
jornaleros en la capa más baja del
campesinado, en una zona
rural libre de Europa occidental constituía un 30
o 40% de la población,
llegando hasta un 70 u 80 % en los lugares con
el nuevo sistema de arrendamiento, como España e Italia. Así
surgió un proletariado rural cuya situación, aun cuando no hubieran
desaparecido completamente los vínculos feudales, no se diferenciaba
esencialmente de la de la nueva clase asalariada, que en Inglaterra
llegó a verse totalmente desposeída a consecuencia del movimiento
de enclosures.
Los miembros de este grupo consiguieron efectivamente la libertad
personal pero se les tenía por simple mano de obra barata de los
nuevos propietarios capitalistas. Entre la población rural, por
vivir en la aldea, aunque no trabajaran directamente en la producción
agrícola, se encuentra también el grupo de los trabajadores
manuales y artesanos, siendo de destacar los mesoneros, herreros,
molineros y barberos que a menudo combinaban su actividad con una
explotación agrícola, como era el caso del mesonero, o disponían
de huertos o algún terreno para su autoabastecimiento, como sucedía
con herreros y molineros. Asimismo fue aumentando el número de
sastres y tejedores que no poseían
bien alguno y que trataban de asegurar su sustento dentro del marco
de la industria familiar organizada. [101]
La aldea de inicios de la Edad Moderna, con su campesinado
apegado a sus tradiciones, no era en modo alguno, en lo que a su
estructura social se refiere, tan rígida corno nos hace suponer la
organización agraria de la tierra. Desde la Baja Edad Media, la
estructura de la población rural se había transformado
notablemente. Y, mientras que la capa propiamente campesina se
mantenía casi constante desde el punto de vista numérico y los
campesinos ricos se distanciaban, formando una capa superior, la capa
inferior de los pobres se fue ampliando. A finales del siglo XVI
apareció un proletariado rural que ya no estaba integrado en la
comunidad aldeana; estaba compuesto, por una parte, de jornaleros
subempleados y, por otra, de trabajadores rústicos del lugar que se
ganaban el pan con la actividad industrial, Con el tiempo, la
estructura rural de la vieja Europa se vería transformada por el
avance de la actividad artesanal y por la proletarización de las
capas inferiores. En las regiones de Europa con una organización
feudal, en las que los campesinos eran copropietarios de sus tierras,
había, naturalmente, una población rural muy diferenciada. En los
países con organización señorial, en los que existía un sistema
de arrendamiento feudal o precapitalista, apenas había un
campesinado autónomo; aquí predominaban las relaciones de clase: un
reducido número de señores de la nobleza y de grandes arrendatarios
nobles, burgueses y campesinos frente a una capa mucho más amplia de
trabajadores del campo dependientes, asalariados manuales y siervos
de la gleba.
La población campesina,
desde el rico propietario hasta las gentes más insignificantes de la
aldea, llevaba una vida sometida a intensas variaciones: por una
parte, el trabajo duro y regular y, por otra, la tosca e intensa vida
social y las frecuentes fiestas. «El
uno está separado del otro y vive para sí con sus criados y
animales. Sus casas son casas malas, hechas de barro y madera,
asentadas sobre la tierra y cubiertas de paja. Su alimento es el
negro pan de centeno, la papilla de avena o los garbanzos y lentejas
cocidos. Su bebida, el agua y la leche. Una chaqueta, dos zapatos con
cordones y un sombrero de fieltro, su vestimenta. Estas gentes nunca
tienen reposo, trabajando desde el alba hasta el atardecer. Llevan al
mercado más cercano los frutos que obtienen de la tierra y del
ganado, comprando a cambio lo que necesitan... A sus señores han de
servirles con frecuencia a lo largo del año, cultivar el campo,
sembrar, recoger la cosecha y llevarla a los graneros, cortar
leña y cavar zanjas. No hay nada
que el pobre pueblo no tenga que hacer o aplazar sin perjuicio».
La productividad campesina no era
importante. La mayor parte del trabajo se tenía que hacer
directamente con las manos. Caballos
[102]
o bueyes, arado, guadañas y
rastrillos eran la única ayuda de que disponían la mayoría de los
campesinos: las diversas y pequeñas mejoras técnicas para la
agricultura de los siglos XVI y XVII sólo favorecieron a unos pocos.
Trabajaban exclusivamente para su sustento; los menguados excedentes,
cuando no eran totalmente absorbidos por los señores o por el clero,
eran llevados al mercado para poder adquirir a cambio todo lo que
ellos mismos no producían y era necesario para vivir. Su trabajo no
se orientaba hacia el logro de beneficios, sino que tan sólo servía
para garantizar la subsistencia y seguía el ritmo de la naturaleza,
de cuyas inclemencias dependía la dura y desacreditada labor, así
como la «holganza» en tiempos de menor ocupación. Se trabajaba
mientras hubiera algo que hacer y fuera de día. No había tiempo
libre, aunque sí muchas fiestas y días festivos. En invierno las
tareas no eran tantas como en la época de la siembra y de la
cosecha, en que se requerían todos los esfuerzos. Una cosecha
abundante decidía sobre la vida o la muerte. Las grandes
explotaciones eran, en general, de tipo familiar y autárquico, en
las que todos tenían que trabajar: hombres y mujeres, niños
y viejos, criados y jornaleros. El
cultivo de la tierra, junto con la cría de ganado, garantizaban el
equilibrio económico necesario. Siempre que estuviera permitido se
criaban también ovejas, así como, en otros lugares, funcionaba con
frecuencia una rentable industria quesera. La ropa, el calzado y las
herramientas eran generalmente producidas por ellos mismos
aprovechando los largos meses de invierno. Los
molinos, herrerías y baños se orientaban exclusivamente hacia las
necesidades de los habitantes de la aldea. El derecho de los señores
sobre la fabricación de cerveza y
la molienda era arrendado generalmente a los campesinos, pero se
hallaba en gran medida fuera del control aldeano. La organización
del trabajo agrícola dependía del propio campesino, siempre que no
se tratara de un señorío. Esto se puede aplicar también a los
siervos de la gleba de los países del este, en donde el dueño de la
tierra apenas intervenía. Se realizaba, sin embargo, dentro del
marco del vecindario, cimentando una solidaridad mantenida igualmente
por los campesinos ricos y por los pobres. Aquellas tareas que el
campesino no podía hacer solo eran realizadas por el conjunto de la
comunidad aldeana. En esto radica la fuerza y la debilidad de la
sociedad rural de inicios de la Edad Moderna: la comunidad prestaba
protección frente a los abusos del señor, pero a su vez obligaba a
cada individuo a observar las normas tradicionales establecidas.
El trabajo constituía sólo un
aspecto de la vida rural. Las numerosas fiestas y celebraciones eran
para el campesino un alivio de la monótona y pesada labor, no
tratándose únicamente de un [103]
mundo opuesto a aquél, sino
formando igualmente parte integrante de la vida rural, en estrecha
relación con la economía. Los juegos, las celebraciones y las
fiestas constituían uno de los «principales recursos de que una
sociedad disponía para estrechar los vínculos comunitarios, para
desarrollar un sentimiento de compañerismo». En ellos participaban,
al igual que en el trabajo cotidiano, todos, ancianos y jóvenes,
mujeres y hombres, pobres y ricos. A menudo tampoco faltaban los
señores nobles. Los cuadros de Brueghel nos ofrecen, en este
sentido, una visión colorida. Había fiestas religiosas y mundanas
que se regían por las estaciones y las tradiciones. Los centros de
la vida social eran la iglesia y el mesón.
La feria anual era el punto
culminante de la vida social en la aldea, ya que en ella se fundían
los intereses religiosos, económicos y sociales. A medida que la
Reforma fue reorganizando la vida religiosa, se fueron reduciendo sus
festividades; en las zonas católicas, en cambio, las antiguas
fiestas paganas se transformaron, adoptando un carácter religioso.
Algo nuevo fue el resurgimiento del culto a los santos y de las
peregrinaciones. Para el campesino ligado a la tierra la
participación en éstas, a diferencia del habitante de la ciudad,
suponía casi la única oportunidad de conocer otros lugares y a
otras gentes. Las fiestas públicas, religiosas o profanas, existían
desde hacía mucho tiempo y a ellas se añadieron en los inicios de
la Edad Moderna las relacionadas con el nacimiento, el matrimonio y
el entierro, que sin duda eran de índole familiar pero al mismo
tiempo simbolizaban la solidaridad de toda la comunidad rural, la
cual participaba en ellas en su conjunto, incluyendo tanto a los
pobres de la aldea como al dueño de la casa. A éste le ofrecían la
oportunidad de mostrar su riqueza y su dignidad; a aquéllos, la
ocasión de comer hasta hartarse. Cuando las autoridades actuaron
contra los usos festivos de los campesinos, lo hicieron en parte por
temor a que los gastos debilitaran su rendimiento tributario, pero
también a que desembocaran en desórdenes y alborotos, lo que no era
raro. Esta tutela revelaba también rasgos de un puritanismo de la
vida pública, que, desde el punto de vista moral, se sentía
horrorizado ante las expresiones groseras, el griterío, los cantos y
otros feos usos». No obstante, el hecho de que, a partir del siglo
XVII, las fiestas fueran perdiendo progresivamente su importancia
para la comunidad no se debió tanto a la «nueva moral» como a la
intensa expansión del mercado, que destruyó las estructuras
feudales de la aldea.
La convivencia y el trabajo
campesinos respondían a una piedad y unas creencias en conjunto
mucho menos determinadas por las Iglesias cristianas de lo que
comúnmente se quiere suponer. Es indudable que la sociedad rural se
ajustaba a normas religiosas, se había adaptado en general a la
sociedad feudal y a sus formas de vida. [104]
La vida cotidiana del campesino
estaba encuadrada también
por las fiestas religiosas; ahora bien, un hecho cuestionable y hasta
qué punto tenía éste la misma fe que el párroco o el pastor, a
menudo también señor de la aldea. En
este sentido no disponemos de documentos, pero con todo sus mundos
respectivos son demasiado distintos como para que nos permitan
suponer la existencia de correspondencias directas entre ambos.
En la época posterior a la
Reforma se manifiesta, efectivamente, la intensificación de la
asistencia espiritual en el medio rural, tanto
por el lado protestante como por el católico, que, excediendo
la práctica religiosa medieval, trataba
de configurar por vez primera la vida del campesino, es decir, de
eclesializarla, y se forzaba por barrer de ella la superstición.
Sin embargo, al lado, debajo de la
fe cristiana, habría durante largo tiempo un mundo de
supersticiones y prácticas mágico-religiosas
estrechamente ligados a los
usos tradicionales — la
creencia en las brujas era una parte integrante
de la religiosidad campesina -, así como el
sueño de una vida sin opresión social y política que ponen de
manifiesto algunos movimientos
revolucionarios campesinos, una especie de «utopía de Jauja», sin
trabajo ni preocupaciones. Precisamente
sus fiestas eran no tanto la expresión de una conciencia
eclesiástico-religiosa como
momentos de un sueño de libertad basado en la experiencia de la
solidaridad aldeana, cuya
misión era velar por los intereses esenciales. Tras
su derrota en la guerra, el campesino alemán sólo habría de tomar
parte activa en la Reforma
de manera ocasional: ni el
calvinismo ni la Contrarreforma
católica asumieron las tradiciones campesinas específicas,
sin que ello signifique que la confesión religiosa de éste, en
general dependía de los señores, no tuviera importancia.
Desde el punto de vista de la
historia de la religiosidad hay algo, sin
embargo, mucho más decisivo. Cierto es que todas las iglesias
combatieron la superstición campesina, pero mientras que
el catolicismo lo hizo mediante sus
nuevas prácticas religiosas (culto
a los santos y peregrinaciones), trasformando
y cristianizando así la magia, el protestantismo, con sus prédicas
contrarias a esta y con su
visión del mundo anticampesino, introdujo
una secularización en el ámbito rural que no sólo perturbó la
cultura propia de los campesinos. Sino
que dio un impulso significativo la disolución de un orden social de
carácter feudal basado en solidaridad
campesina.
El campesino estaba
acostumbrado a organizar su vida por sí mismo. Su mundo político
era la aldea que, casi como una unidad autónoma, había surgido en
la Baja Edad Media y había sido aceptada por los señores feudales
Esto cambió en [105]
el momento en que, al constituirse
una sociedad estamental privilegiada en un Estado territorial en
consolidación, el campesino apareció definido, por vez primera,
como súbdito cuya tarea exclusiva era trabajar y obedecer, así como
garantizar la reproducción
material de la sociedad, cuando el Estado se vino a interponer entre
los campesinos y los señores feudales con sus nuevas exigencias
tributarias y normas policiales y, finalmente, cuando, con el
nacimiento del mercado capitalista, comenzó a desaparecer la
economía de subsistencia del campesino pasando a depender de éste.
Aun cuando estos procesos se
prolongasen por un largo espacio de tiempo, su influencia fue muy
profunda sobre la vida y la conciencia política de los campesinos.
A diferencia de la burguesía, del
clero y, sobre todo, de la nobleza, que conservaron en el Estado
moderno primitivo sus derechos y privilegios particulares como
estamentos políticamente organizados, convirtiéndose así en
soportes del poder «estatal», no sólo fueron excluidos del proceso
de formación —salvo en unos pocos casos, como en el Tirol y en
Frisia oriental, donde la estamentalidad les estaba asegurada, aunque
no gozaban de derechos políticos en el territorio—, sino que
perdieron además la posibilidad de la autodeterminación política
incluso en el propio ámbito de la aldea. No
es significativa solamente la caída de la República de los
Campesinos de Dithmarschen en 1559, sino
también la incontenible destrucción de los derechos políticos de
la aldea tanto por parte de los señores como por parte del Estado.
El proceso de integración «estatal» supuso para el campesinado un
deterioro de su situación social y un aumento de las cargas
tributarias y personales; frente a
esto, la nueva protección por parte del primitivo Estado moderno,
interesado en principio en un estamento rural fuerte, fue
insignificante en los siglos XVI y
XVII en concreto. Y, dado
que el campesino tenía de
jure posibilidades
jurídicas de protesta, pero
en la vida cotidiana éstas quedaban sin efecto, el único recurso de
que disponía para defenderse de la nueva carga y de una mayor
destrucción de su economía de subsistencia era la resistencia, de
la que hizo frecuente uso en toda Europa, sobre todo en Francia y
Rusia, tanto a nivel activo como pasivo.
Paralelamente al proceso de
formación de la sociedad europea de inicios de la Edad Moderna tuvo
lugar un movimiento de protesta de los campesinos cuya trascendencia
e importancia no han sido justamente apreciadas hasta época muy
reciente Se ha revelado así que los campesinos no sólo no
permanecieron impasibles ante la opresión, aceptando las múltiples
cargas, a pesar de que la revolución campesina en Alemania había
puesto de manifiesto la impotencia de sus acciones frente a la
autoridad, [106]como
también que éstos desarrollaron sus propias ideas de convivencia
social, las cuales no se agotaban en una ideología anti-moderna.
Lógicamente no podemos saber cuál hubiera sido la
evolución de la primera Edad Moderna sin las protestas
campesinas; ahora bien, con toda
seguridad, el poder de los príncipes
habría llegado a ser ilimitado. El
miedo a las revueltas campesinas supuso un freno para ello. En
Inglaterra la protesta se dirigió contra la política de cercados de
los señores capitalistas; en Francia se sucedieron las
revueltas desde mediados del siglo XVI hasta la Fronda; en
Rusia, huyendo de la esclavitud de la servidumbre, los campesinos se
refugiaron entre los cosacos, luchando con ellos contra los afanes
centralizadores del gobierno zarista. Ni
siquiera en el Imperio alemán se doblegaron los campesinos a la
estatalidad territorial como su derrota en la guerra nos podría
hacer creer. Cierto es que
todos estos movimientos revolucionarios no fueron protagonizados
únicamente por campesinos, pero en todo caso constituyeron siempre
una forma de resistencia contra la destrucción del mundo campesino
tradicional. Sus objetivos eran, en general, muy concretos, como la
protesta contra los impuestos en Francia. Los campesinos eran lo
suficientemente realistas como para situar sus reivindicaciones
dentro del marco de sus posibilidades de lograrlas; no obstante, el
ideal siguió siendo la comunidad autónoma sin señor, sin tributos,
sin prestaciones y obligaciones, la idea de un mundo campesino y
autogestionado.
Aun cuando el primitivo Estado
moderno les garantizase, a cambio de su autonomía, la protección al
menos de jure,
frente a la arbitrariedad de los señores, los comerciantes y los
funcionarios, es decir, aun cuando los conflictos campesinos fueran,
en principio, legalizados u, habría de pasar mucho tiempo antes de
que les fuera reconocido el estatus jurídico y político que les
correspondía de acuerdo con su importancia socioeconómica para la
sociedad. La formación del primer Estado moderno y del mercado
capitalista se produjo, en gran medida, sin los campesinos; los
costes de su «adaptación» fueron considerables.
III. LA BURGUESIA ESTAMENTAL Y EL AUGE DE LA BURGUESIA DE INICIOS DE
LA EDAD MODERNA
La burguesía europea de
inicios de la Edad Moderna constituye numéricamente una capa social
menos importante que la población campesina
en lo relativo al desarrollo urbano, habiendo de tener en cuenta que,
sin embargo, en Holanda y en Italia tuvo una importancia más
decisiva que en España o en Polonia. Su [107]
escasez numérica fue, no
obstante, inversamente proporcional a su papel (social) en el
comercio y la industria, en la incipiente administración del Estado
moderno y en las instituciones culturales de inicios de la Edad
Moderna. A medida que estas instituciones aumentaban sus funciones
sociales, la burguesía se fue afianzando hasta convenirse finalmente
en el siglo XIX en la capa social dominante. Pero todavía tenía que
convertirse en una clase de la sociedad estamental de inicios de la
Edad Moderna.
La burguesía se diferencia
claramente de la nobleza y el campesinado por su forma de vida, el
medio urbano y el trabajo. Pero, aun cuando representaba algo
característico dentro de una sociedad de este tiempo, no constituía
en absoluto un estamento cerrado y menos aún una clase homogénea,
aglutinada por los mismos intereses sociopolíticos. Las diferencias
entre las burguesías de los diversos países de Europa eran
notables; por otra parte, el paso del patriciado a la nobleza, o del
campesinado rural a la burguesía agraria no era abrupto. En lo que
se refiere a la riqueza, el papel político y el estatus social, no
existía uniformidad. Ahora bien, si se habla de una burguesía
europea, al igual que de una nobleza y un campesinado, los rasgos más
importantes que la caracterizaban eran, principalmente, un trabajo
radicalmente distinto, comercial o artesanal, y una vida diferente,
determinada por la ciudad.
Al constatar la ascensión de la
burguesía a inicios de la Edad Moderna, es decir, los comienzos de
una burguesía capitalista cuyas aspiraciones sociales se ponen por
vez primera de manifiesto en la revolución holandesa y en la
inglesa, hay que hacer una diferenciación estricta,
más allá de la ya citada,
entre la burguesía estamental o urbana y una clase burguesa en
formación, como consecuencia de la expansión del mercado, que, a
través del comercio, la cultura o la administración, logró romper
con un mundo sujeto a estamentos sin ser revolucionaria
en un sentido político. El auge del capitalismo no estuvo
directamente ligado al auge de la burguesía, sino sólo de partes de
ésta que se formaron a partir de aquél. La antigua burguesía
estamental en Alemania, el funcionariado burgués en Francia y la
burguesía que surgía en Inglaterra eran mundos separados entre sí.
La burguesía urbana de inicios
de la Edad Moderna, conforme a la tradición medieval, dentro de la
cual seguía estando inmersa, se hallaba intensamente diferenciada.
Su estructura social era análoga a la que se daba en la sociedad
campesina y entre los nobles, Ciudadano de pleno derecho era
solamente aquel que, al poseer una casa, disponía del derecho de
ciudadanía, de modo que el conjunto de habitantes de una ciudad era
mucho mayor que [108]
la ciudadanía
propiamente dicha. La
burguesía se organizaba en general, en tres capas, representando un
papel muy importante, junto
con la profesión y el patrimonio,
el origen y el cargo. La
posición social estaba determinada
en definitiva,
también aquí, por los méritos y
la riqueza, sino por el
nacimiento y el privilegio. Las
posiciones rectoras, tanto en el aspecto político como
en el económico o social, eran ostentadas por el patriciado,
que constituía una oligarquía
formada por miembros de las antiguas familias de consejeros.
Tras haber experimentado un auge en
un principio a través de su actividad comercial y artesanal, finales
del siglo XVI este
patriciado comenzó a aislarse socialmente en la medida de su
retroceso económico y de la inversión de
fondos en la compra de tierras y casas, y a vivir según el
ideal de representación
noble-patricio. Desde la Baja Edad
Media, su afán de
monopolizar el poder no
había sido impugnado, pero su posición rectora pudo reafirmarse con
el afianzamiento de la sociedad estamental apoyada por los
gobernantes. La riqueza
antiguamente adquirida tenía, sin duda, un papel significativo,
ahora bien, su estatus de predominio seguía siendo justificado por
el patriciado con los antiguos privilegios y con su origen. La
situación y la posición de éste variaba considerablemente de un
país a otro en Europa. Cuanto mayor fuera el poder económico de una
ciudad y menores las limitaciones con que pudieran desarrollarse los
intereses burgueses, como en Amsterdam o en Londres, tanto mayor era
la movilidad y la apertura frente a los acaudalados comerciantes de
prosperidad reciente que no pertenecían al patriciado. Ahora
bien, cuanto más difícil
se ponía la situación económica para el patriciado de una ciudad,
especialmente cuando renunciaba a los negocios comerciales en favor
de una forma de vida aristocrática, más acusada era la tendencia a
la separación, constatable
desde finales del siglo XVI.
Inmediatamente por debajo del
patriciado y ligados a éste en parte en lo relativo al poder se
hallaban los comerciantes. Estos,
según la importancia de la ciudad, representaban el elemento
dinámico propiamente dicho de la sociedad urbana, predominando aquí
en mayor medida y por más tiempo que en ningún otro grupo el
principio del éxito económico. Por
esta razón, cuando se le excluía del poder, el comerciante había
de sufrir la inflexibilidad de la política de los patricios y la
discriminación social, tratando de
poner los bienes adquiridos al servicio de su ascensión social y
política. Al mismo tiempo, los comerciantes se aislaban también de
los grupos inferiores cuando veían peligrar su prestigio social o
político. Por ello, la protesta de los artesanos de las ciudades de
esta época iba dirigida con frecuencia, no sólo contra el
patriciado que aparecía cada vez
más como autoridad, sino también [109]
contra los comerciantes, los
cuales se aliaban a menudo con los maestros artesanos siempre que
éstos dispusieran de grandes empresas o de cargos influyentes.
La capa más amplia de la
burguesía ciudadana estaba formada por los artesanos, ciudadanos
simples y comunes que, junto con los tenderos, funcionarios urbanos y
letrados de la ciudad, constituían la burguesía «media».
Se organizaban en un sinnúmero de
gremios, cada uno de los cuales representaba una forma de vida en
común, con un estatus social diferente en cada caso concreto. El
prestigio y las posibilidades de lucro no siempre se hallaban en
interdependencia. Los gremios velaban rigurosamente por sus derechos
de monopolio y por asegurar su producción y también sus
posibilidades de venta. Garantizaban, sin duda, la subsistencia de
todos los artesanos, pero frenaron el desarrollo económico de
algunas ciudades al oponerse frecuentemente a las innovaciones de
tipo técnico, sobre todo con el fin de defenderse de la amenaza que
suponía para su existencia la competencia del artesanado no gremial.
De la misma manera que el patriciado se aisló a finales del siglo
XVI para garantizar su supremacía, también los gremios trataron,
por su parte, de monopolizar su producción, aunque ello no siempre
supuso que pudieran eliminar de hecho al artesanado no gremial en
ascenso, ya que justamente las grandes ciudades se oponían
eficazmente a una política gremial estrecha de miras.
El artesanado tradicional sólo
pudo responder a las nuevas necesidades mediante una diferenciación
de su actividad. A principios del siglo XVII había en numerosas
ciudades más de 120 gremios de artesanos. Una de las causas
fundamentales de la separación de los gremios fue el hecho de que
los oficiales cada vez tuvieran menos posibilidades de ascenso,
organizándose con frecuencia en agrupaciones y convirtiéndose a
partir de 1600 en un problema social de algunas ciudades. El
conflicto entre maestros y oficiales estaba permanentemente latente.
Cierto es que el endurecimiento de los gremios y el descenso de la
movilidad entre los artesanos de las ciudades con un estancamiento de
la economía, como en Italia y Alemania, fueron mucho más acusados
que en Inglaterra y Holanda, donde al lado de los gremios aparecieron
otras formas de organización de la artesanía preindustrial que
permitían también a los oficiales encontrar trabajo fuera de las
empresas de los maestros. Ahora
bien, en todas partes los artesanos gremiales dificultaban el acceso
a los gremios, es decir marginaban socialmente a los otros artesanos.
A consecuencia de esta presión, los centros de la nueva industria
minera o textil fuera de las ciudades no tenían ningún problema a
la hora de encontrar mano de obra. [110]
Todas las ciudades europeas poseían
no sólo una amplia capa de artesanos, sino además otra capa
inferior en constante crecimiento,
excluida del derecho de ciudadanía en la mayoría de los
casos, que, a causa de su pobreza,
no pagaba impuestos, o bien estos
eran muy exiguos. Este grupo, que constituía el 30 o 40 % de
la población urbana, vivía en el límite del mínimo existencial, o
bien se mantenía del excedente de la economía urbana. A él
pertenecían los artesanos empobrecidos, los pequeños comerciantes,
los jornaleros, los oficiales viejos y asalariados, que en ocasiones
se diferenciaban de los mendigos, vagabundos, y
gentes ambulantes, parte integrante del cuadro social de la sociedad
urbana de inicios de la Edad Moderna en la misma medida que el rico
patriciado. Mientras que el comerciante, y también el artesano,
tenían posibilidades para
ascender socialmente, en el
caso de la clase baja éstas eran extremadamente escasas, hallándose
fuera de la sociedad burguesa urbana propiamente dicha.
La jerarquía social no
coincidía con la situación económica; había comerciantes más
ricos que los patricios,
maestros artesanos más
acaudalados que algunos comerciantes, y
también artesanos extragremiales
que ganaban más que los que pertenecían a un gremio. Las
listas de patrimonios de las ciudades nos muestran cuáles eran las
diferencias sociales que reinaban en éstas. En
la sociedad urbana había, por último, un gran número de personas
que no poseían ningún derecho ciudadano, ni estaban
tampoco incluidas en la comunidad política como
por ejemplo los
perseguidos en razón de su fe, los
letrados laicos, los nobles, los funcionarios y los clérigos. Esta
capa, al igual que la inferior, era todavía relativamente pequeña a
comienzos del siglo XVI. Pero un rasgo característico en el
desarrollo de la ciudad de inicios de la Edad Moderna es el hecho de
que precisamente el número de estos dos grupos sociales, que no
constituían una parte de la ciudadanía propiamente dicha, aumentó
de tal manera que los ciudadanos de pleno derecho llegaron a ser
finalmente una minoría. La ciudadanía urbana no era, pues, un
estamento cerrado, sino, sobre todo, muy diferenciado, siendo así
que las divisiones en razón del nacimiento se vieron agudizadas por
las separaciones de clases.
La vida del conjunto de los
ciudadanos estaba configurada por la estrecha convivencia de las
gentes más diversas en una ciudad, así como por el trabajo
específico del comercio y la actividad artesanal, que contrastaba
con la actividad rural por no estar ligada a la tierra ni depender
del ciclo anual prescrito por la naturaleza, al orientarse hacia la
demanda de la sociedad de productos industriales y la consecución de
beneficios. A pesar de que el artesano y el comerciante dependían
del mercado y se habían de someter a un reglamento urbano en el
ejercicio de su trabajo, podían regular su vida profesional por sí
mismos en mayor medida que el campesino y, sobre todo, asegurar o
mejorar su estatus mediante el ahorro, el orden y la aplicación. El
mundo del burgués era más complejo y diferenciado que el del
campesino, principalmente desde el momento en que, con la ampliación
del comercio y la actividad artesanal, se intensificó la relación
con las tierras vecinas, aumentaron los contactos con otras ciudades,
algunas muy alejadas, y las urbes se integraron paulatinamente en las
formaciones estatales nacientes. Gracias a su trabajo, que le ofrecía
frecuentemente la ocasión de viajar, el burgués era más móvil y
flexible que el campesino, conocía el mundo y sabía actuar dentro
de éste, y, en tanto que en la economía rural participaban por
igual hombres y mujeres, niños y ancianos, en el mundo
urbano-burgués se produjo una separación más intensa de los sexos.
Pues aunque las mujeres podían dedicarse al comercio y trabajaban en
la producción artesanal, estaban, sin embargo, mucho más limitadas
que en el campo al ámbito doméstico y al cuidado de los hijos. La
vida hogareña y familiar adquirió mayor importancia con el
bienestar urbano, sobre todo cuando mejoraron también las
condiciones de la vivienda y surgió una cultura urbana en contraste
con la de la población campesina.
El trabajo del habitante de las
ciudades no era ciertamente más fácil que el del campesino, ya que
le ocupaba también todo [112]
el día y no le
dejaba, aparte de los numerosos días festivos, tiempo libre. Sin
embargo, de igual manera que los campesinos, los ciudadanos
disfrutaban, junto al trabajo constante, de una intensa vida social
que era parte integrante de la cotidianeidad de la ciudad e incluso
un elemento esencial de las relaciones entre los burgueses. A causa
de la estructura de la ciudad, no sólo existía una vida social en
la que intervenían todos los habitantes, como las fiestas
religiosas, el carnaval o las ferias anuales, sino también las
celebraciones estamentales de las diferentes asociaciones de
consejeros, gremios o agrupaciones de oficiales, que, aunque no eran
«públicas», ejercían una importante función en cuanto a la
solidaridad de los grupos. Un rasgo característico del proceso de
diferenciación de la sociedad urbana es el hecho de que las
celebraciones públicas no fueran tanto una expresión de la sociedad
urbana cerrada como de la autonomía de los diferentes grupos y
asociaciones. Sólo cuando, a consecuencia de la diferenciación de
la población y del afianzamiento de las formas estamentales el
patriciado por una parte, adoptó formas de comportamiento
aristocráticas, es decir, se separó de la sociedad urbana,
desarrollándose, al mismo tiempo, en las capas inferiores, cada vez
más amplias, una conciencia plebeya de discriminación, y, por otra,
cada individuo comenzó a preocuparse únicamente de la conservación
de su propiedad y de su honor familiar, la burguesía urbana perdió
su carácter público e independiente y su fuerza dinámica.
La sociedad urbana burguesa,
como centro del comercio y del artesanado, exigía un nivel de
formación relativamente alto. De acuerdo con esto, la lectura y la
escritura se difundieron aquí con mayor rapidez que en el medio
rural y que, incluso, en las cortes. La época posterior a la Reforma
conoció precisamente un fuerte retroceso del analfabetismo, no sólo
en las capas sociales altas, sino también en las bajas. La enseñanza
primaria y la media se desarrollaron a medida que los conocimientos
prácticos y eruditos adquirían importancia social. No sólo se
combinaron las aptitudes artísticas con la capacidad técnica;
también la erudición humanista tuvo resonancia en la sociedad
urbana. Si, junto a la cultura clerical, cobraron por vez primera
importancia los escritos profanos de interés práctico, a ello
contribuyó de manera decisiva la burguesía urbana. Paralelamente a
la actitud abierta frente a los conocimientos prácticos y a la
erudición humanista, facilitados tanto por la actividad comercial
como por la cultura política de la burguesía, existía una
conciencia religiosa, una piedad muy distinta a la del campesino, e
incluso a la de la nobleza y el clero. Los puntos de vista
espirituales y prácticos predominaron [113]
desde el primer
momento: Interesante en este sentido es no sólo el hecho de que la
Reforma fuera en sus inicios una cuestión específicamente urbana
que se apoyaba en los intereses burgueses y que respondía a la
comunicación específica de los habitantes de las ciudades, tanto
patricios como artesanos, sino además el hecho de que dentro de la
burguesía se dieran las condiciones previas para una interpretación
especialmente espiritual y racional de la Reforma. Como bien es
sabido, las manifestaciones calvinistas y puritanas de ésta no
hallaron igual resonancia en todas las ciudades, algunas de las
cuales siguieron siendo católicas; ahora bien, no hubo una
religiosidad de carácter confesional o dogmático tan acorde con la
burguesía como la de orientación humanista-puritana. Es posible que
ello se deba a la conciencia política de los habitantes de las
ciudades. No menos interesante es el hecho de que las ciudades con
una economía desarrollada poseyeran una gran receptividad para las
formas religiosas racionalistas, las cuales respondían a su
actividad práctica específica, a sus intereses económicos y a su
conciencia política. Sea como fuere, la burguesía conservadora, al
igual que la «progresista», se decidieron respectivamente por
formas religiosas acordes con su conciencia racional, propia de los
inicios de la Edad Moderna y expresión de sus problemas. A pesar de
que, en un primer momento se impusieran justamente en las ciudades
las rígidas manifestaciones de la Reforma, la burguesía hizo muy
pronto profesión de tolerancia religiosa, de religiosidad práctica
y de separación entre la política y la religión En este sentido,
la práctica de algunas ciudades se adelantó con mucho a los
progresos territoriales. A pesar de la profesión de catolicismo de
los venecianos, hubo aquí una considerable libertad religiosa; lo
mismo se puede decir de la luterana Nuremberg o de la calvinista
Amsterdam. En tanto las cortes de los príncipes no cumplieran esta
función, las ciudades habrían de ser lugares con una formación de
la opinión relativamente libre, pese a los movimientos de carácter
reformador o contrarreformador. Esta afirmación tiene validez, al
menos, para la época en que otros poderes ajenos a la ciudad y de
índole territorial-estatal no intervenían en la vida política de
ésta, como sería el caso, a finales del siglo XVI, de los países
con una reactivación del catolicismo. No obstante, la burguesía
tampoco estaba libre de supersticiones —justamente las ciudades
fueron los primeros centros de la caza de brujas organizada, si bien
las pequeñas mucho más que las grandes—, pero el pensamiento
mágico y las prácticas de curanderismo supersticioso fueron
abandonados antes por ésta que por la sociedad rural.
Los ciudadanos de inicios de la
Edad Moderna tenían una acusada conciencia política y habían
desarrollado formas específicas [114]
de vida política.
A diferencia del
campesinado, privado en gran medida
de poder político y organizado feudalmente, es decir dominado por la
nobleza, los burgueses o el clero, las ciudades cíe esta época
gozaron de un grado de libertad política que no estaba determinado
por la nobleza. La vida política de los ciudadanos europeos se
articuló, sin embargo, de diferente manera. Fundamentalmente hay que
hacer una distinción entre la normativa política de la vida social
en la propia ciudad y su posición dentro del Estado territorial en
consolidacié0, o ya consolidado, y su organización. La burguesía
urbana se desarrolló en la
Baja Edad Media en conexión con estructuras de dominación política
muy «distendidas».
En los inicios de la Edad
Moderna se dieron tres tipos básicamente distintos de burguesía
urbana organizada. Las ciudades territoriales, o sometidas al poder
de un príncipe que disponían de administración propia pero estaban
bajo el dominio territorial estatal, constituían en general mercados
regionales, adquiriendo relieve como centros regionales del gobierno
de los príncipes. Con frecuencia estaban integradas como ciudades
burguesas en la sociedad política de estamentos y
participaban, según su grado de independencia política, del
ejercicio general del poder en los Estados territoriales. Las
ciudades libres o imperiales, entre las que se contaban en un
principio la mayor parte de las grandes ciudades de Europa occidental
y central, eran prácticamente territorios cerrados, repúblicas
políticamente autónomas con administración propia, consejo
municipal elegido por ellas mismas y voto político en las Dietas
imperiales y en las asambleas de los estamentos. Su
grado de autonomía política variaba considerablemente, y así las
constituciones de Danzig, Hamburgo,
Amsterdam, Ginebra y Venecia eran esencialmente diferentes, pero a
nivel internacional todas
ellas aparecían como repúblicas «casi» soberanas. Aun
cuando estas ciudades se tuvieran por repúblicas exentas de
caracteres monárquicos,
distaban mucho de ser democracias en el sentido moderno; estaban
gobernadas en efecto, por un consejo elegido, pero el derecho
electoral lo poseía únicamente un estrecho círculo de notables de
familias patricias. Los
gremios de artesanos participaban sólo de forma restringida en el
ejercicio del poder. Finalmente,
las ciudades Estado, como
las existentes sobre todo en Italia, guardaban en efecto cierta
similitud con las ciudades libres —es decir, no dependientes de la
nobleza— de Europa central, pero gozaban de hecho de plena
autonomía en el ejercicio de su soberanía interna y externa, y
muchas de ellas poseían también amplias extensiones de las tierras
circundantes. También aquí era el patriciado el que generalmente
detentaba el [115]
poder, una aristocracia de
estructura burguesa-patricia como la que existió por ejemplo en
Venecia; sin embargo hubo también ciudades-Estado como Florencia, de
concepción prácticamente monárquica, semejantes en definitiva a
Otros gobiernos territoriales Estos tres tipos que la sociedad
medieval había desarrollado se mantuvieron también en los inicios
de la Edad Moderna, aun cuando su estatus y su conciencia política
se fueran transformando, al igual que todo el conjunto de la
sociedad, con la expansión del comercio, la creación de sistemas
absolutistas y el desarrollo de los Estados nacionales. La
marea de la estatalidad territorial arrastró principalmente a las
ciudades de menor potencia económica; muchas
de ellas, hasta entonces libres o autónomas, perdieron el derecho a
su autodeterminación, convirtiéndose en puntos administrativos y
comerciales del gobierno. También se cuentan entre éstas las
ciudades convertidas en capitales del reino, que pasaron por ello a
depender de la corte, al igual que aquellas que, como Madrid, fueron
constituidas como centro de la administración. Pero
incluso las ciudades que lograron mantener su libertad se habrían de
transformar bajo la presión de las formaciones estatales y la
aparición de una sociedad cortesana; el patriciado excluyó
progresivamente de la corregencia a los elementos no aristocráticos,
de tal manera que la estructura de las autoridades públicas fue
minando las formas cooperativas, acelerando así el proceso de
adaptación de los ciudadanos a la sociedad aristocrática. Mientras
que este proceso contó con el apoyo de la nobleza, los gremios
artesanales que habían sido excluidos de la política se opusieron
con actitud decidida a que la democracia burguesa de las ciudades
quedara circunscrita a una oligarquía aristocrática. La
lucha de los artesanos por la cogestión política había alcanzado
su punto culminante en toda Europa durante el proceso de la Reforma
y, aunque luego cediera en fuerza y exclusividad, ello no quiere
decir que la sociedad urbana posterior al siglo de la Reforma se
viera libre de la relación conflictiva entre el patriciado y los
artesanos. Las numerosas
revoluciones urbanas que tuvieron lugar sobre todo entre 1580 y 1630
son una prueba de que la burguesía urbana no aceptaba lo que se
estaba produciendo Los
conflictos sociales, expresados mediante disturbios en las ciudades,
hallaron su correspondencia en las revoluciones campesinas,
existiendo también numerosos puntos de contacto entre los artesanos
y los campesinos rebeldes, si bien la diferencia de intereses impidió
que se llevaran a cabo con mayor frecuencia acciones en común
eficaces. La burguesía de inicios de la Edad Moderna tenía una vida
política notablemente desarrollada, manifiesta no sólo en el
mantenimiento de una administración urbana burguesa y autónoma,
sino también en el hecho de que ciudades [116]
ya integradas dentro del
dominio real o principesco ejercieran, “no
estamentos rurales, una influencia directa sobre la soberanía
del país. En este sentido hay que
distinguir tres regiones en la
Europa de inicios de la Edad Moderna:
1. La burguesía -desarrollada, por
otro lado, sólo débilmente- no tuvo papel político alguno, o bien
éste fue muy poco importante, en casi todos los países de Europa
oriental (tanto, en
Rusia como en Polonia).
2. En España, Francia y Alemania,
la burguesía urbana —junto con la nobleza y el clero— estuvo
representada en las asambleas regionales de los estamentos. En
Alemania y Francia participó también, como tercer estamento, del
poder de los Estados del imperio o de los Estados Generales.
3. La burguesía ejerció su mayor
influencia en Inglaterra y en los Países Bajos gracias a la
supremacía de Londres y a la de la sociedad urbanizada de Holanda,
respectivamente, constituyéndose, no en un estamento político más,
sino, en ocasiones, en soporte directo del poder político junto con
determinados grupos de la nobleza.
La burguesía urbana de
inicios de la Edad Moderna y la constituida estamentalmente en los
Estados territoriales de esta época ofrecían características
distintas, dependientes de la situación social, el poder económico
y el derecho político. A pesar del predominio generalizado del
comercio y la artesanía y de que la burguesía participó, al mismo
tiempo, de forma decisiva en el sistema económico moderno, en el
nacimiento del sistema educativo y de la ciencia, así como en el de
la burocracia de los diferentes Estados, la burguesía no se
constituyó en una clase cerrada progresista o revolucionaria, ya que
ni propagó una democracia burguesa, ni tampoco predominó una
burguesía capitalista, sino que se articuló como un todo, de
acuerdo con los intereses comerciales y con una relativa liberalidad,
en un sentido más reformista y conservador que revolucionario.
Incluso en aquellos lugares con un predominio político y social de
las fuerzas burguesas, como las ciudades-Estado en Italia, las
ciudades imperiales alemanas y, sobre todo, en Inglaterra y en
Holanda, desarrolló una conciencia política y unos intereses
económicos análogos en muchos aspectos a los propios de la sociedad
noble liberal. Encontramos tantos defensores de concepciones
monárquicas entre los burgueses como detractores del absolutismo
entre los nobles.
La burguesía fue, sin embargo
—aunque solamente en Europa occidental— la fuerza más dinámica
del siglo XVI, expandiéndose desde el punto de vista económico más
allá de las fronteras
[117] tradicionales,
al tiempo que el comercio y la artesanía, y acumulando en toda
Europa un importante capital. Los monumentos arquitectónicos de las
ciudades y los objetos del arte burgués conservados hasta nuestros
días nos permiten hacernos una idea de las dimensiones alcanzadas
por la vida burguesa en el siglo XVI. El auge social y político de
la burguesía se produjo de cuatro formas distintas, con sus
correspondientes consecuencias.
Con un capital creciente y con
la recesión de finales del siglo XVI, una parte de la gran burguesía
se retiró del comercio —a veces también obligada por el
hundimiento de las empresas, como en la Alta Alemania y en Italia—,
tomó como punto de referencia a la sociedad noble en medida cada vez
mayor, invirtió su capital en la compra de tierras y casas y comenzó
a llevar una vida aristocrática en el campo. Algunos burgueses
consiguieron incluso ennoblecerse, bien como indemnización por
préstamos no recuperados, bien mediante la compra de títulos,
pudiendo así tener acceso a la nobleza o convertirse en
beneficiarios de cargos cortesanos, El ejemplo más conocido dentro
de la demarcación imperial fue la familia Fugger Este fenómeno,
iniciado ya a finales del siglo XVI, no sólo en las antiguas
regiones comerciales, sino incluso en Francia, Inglaterra y Holanda,
al ceder la expansión económica, fue calificado en general de
refeudalización, e incluso de traición a la burguesía y a los
intereses de ésta, ya que en definitiva favoreció el
restablecimiento de la nobleza en el sistema absolutista naciente. La
retirada de capital del comercio impidió sin duda su expansión,
pero, a consecuencia de la falta de posibilidades de inversión, la
adquisición de tierras, e incluso la de antiguos feudos de la
nobleza, era con frecuencia una colocación de capital más razonable
y realista que las transacciones monetarias, tanto más si se tiene
en cuenta la opción que se le presentaba al burgués de racionalizar
la explotación agrícola, si bien sólo se practicaría rara vez, a
no ser en Holanda, Inglaterra o el norte de Italia. A esto hay que
añadir el hecho de que la vida de la nobleza en esta sociedad
aristocrática en formación se había convertido en el ideal de
muchos a causa de los privilegios y del aumento de prestigio que ésta
implicaba. El comerciante llegó a considerar, pues, el
ennoblecimiento como un ascenso en la escala social.
El capital constituía, no
obstante, sólo una de las condiciones para este ascenso, ya que, al
mismo tiempo y gracias a su formación cultural, se les ofrecía a
los burgueses, incluso a los de las capas inferiores, la oportunidad
de tener acceso a puestos importantes en calidad de funcionarios de
la burocracia administrativa del primitivo Estado moderno, cuya
carrera, en no pocas ocasiones, desembocaba también en el
ennoblecimiento. La ampliación
[118]
de la administración fiscal,
jurídica y militar requería un gran número de colaboradores
capacitados, y, dado que la nobleza no disponía por lo general de
preparación cultural, los burgueses hubieron de ser tenidos en
cuenta para la creación de élites de funcionarios. Si se piensa
que, a comienzos del siglo XVII, en la administración central
inglesa trabajaban entre 1 400 y 2 000 funcionarios, y que en Francia
existían, junto a los 650 altos funcionarios, un gran número de
ellos en la administración provincial y local -tan sólo en
Normandía, entre 3 000 y 4 000-, ello se puede considerar como
indicio de la importancia de la burocracia administrativa en los
Estados de inicios de la Edad Moderna, cuyo vértice seguía siendo
la nobleza, pero cuya base más amplia estaba compuesta por
funcionarios burgueses ennoblecidos que habían cursado estudios.
«La ética del rendimiento ocupó
aquí un lugar decisivo frente a las virtudes tradicionales del mundo
aristocrático». A ello hay
que añadir el ascenso social de los ingenieros y jefes militares
burgueses.
La demanda creciente de mano de
obra especializada fue cubierta en gran medida por la burguesía
hasta que, a finales del siglo XVII, los nuevos puestos empezaron a
interesar también a la nobleza. Especialmente conocida, sobre todo
en lo que a Francia se refiere, es la posibilidad de ascenso,
reservada, por otro lado, sólo a los burgueses ricos, mediante la
compra de cargos públicos. Los miembros de la alta burguesía
podían comprar un cargo estatal a cambio de una elevada suma de
dinero. Este sistema surgió como consecuencia de la permanente
necesidad de dinero por parte del Estado, y, aunque muy criticado
tanto por la nobleza como por los burgueses por ser un semillero de
abusos sociales, ofreció sin embargo a la alta burguesía la
posibilidad de realizar nuevas inversiones, así como de acrecentar
su prestigio y elevar su estatua social, dando lugar a la aparición
de una noblesse de robe
que pudo penetrar en el mundo aristocrático. A pesar de que
Richelieu estuviera en un principio en contra de este sistema, lo
habría de favorecer sin embargo en el momento en que fuera necesario
asegurar los gastos financieros del primitivo Estado absoluto. Entre
1620 y 1634, en uno de los momentos de apogeo de la venta de cargos
públicos, Francia habría de extraer de esta fuente un promedio del
37 %, y un máximo incluso del 52 %, de los ingresos anuales del
Estado. Teniendo en cuenta que el funcionariado de inicios de la Edad
Moderna se reclutaba dentro de sus propias filas y que los cargos
públicos en Francia se convirtieron en hereditarios en 1604, la
noblesse de robe
llegaría a segregarse socialmente, provocando con ello la disolución
del estamento burgués, hecho que reforzó notablemente las
tendencias aristocráticas del conjunto de la sociedad [119]
francesa. La venta de
cargos, que tanto dinero
aportó al Estado, dando lugar a la aparición de un
funcionariado fiel al
monarca, sin el cual difícilmente se hubiera podido desvincular de
la antigua nobleza, fomentó por otra parte una nueva esclavización
de los súbditos bajo un ejército de funcionarios, así como un
retroceso del comercio y la artesanía al ser retirado el
capital de la vida
económica, hecho que habría de influir poderosamente sobre el
desarrollo mercantilista de Francia, cuya expansión económica,
siempre de menores proporciones que la inglesa, habría de ser
impulsada durante mucho tiempo no por los intereses burgueses, sino
por los del Estado. La venta de cargos públicos produjo sin duda un
afianzamiento de la nobleza privilegiada, y con ello la
refeudalización de la sociedad, si bien fue precisamente la
burguesía encumbrada la que crearía las condiciones necesarias para
el absolutismo francés, que sería producto de tal ascenso social y
se desarrollaría con la ayuda del capital burgués. Ello no
significa que el Estado absoluto fuera un Estado burgués, sino que
era, por el contrario, una forma de dominio aristocrática, siendo la
nobleza quien exclusivamente ejercía el poder político.
La cuarta posibilidad para el
ascenso social de la burguesía se puso de manifiesto con la rebelión
holandesa y la revolución inglesa. La
emancipación socioeconómica estuvo ligada en Holanda e Inglaterra a
la participación directa en el poder político. Con la rebelión
holandesa, una nación de comerciantes se pudo liberar del dominio
feudal de España. Aun cuando de la revolución
surgiera un «mundo de carácter burgués en sus rasgos esenciales»,
los Estados Generales no constituyeron aquí en modo alguno una liga
democrática y burguesa, sino que ésta, al igual que las
ciudades-Estado en Italia, tuvo un carácter oligárquico,
corporativo y federal, siendo la nobleza, junto con la burguesía
alta y comerciante, quien habría de ejercer el poder. El movimiento
revolucionario tampoco fue impulsado por los intereses burgueses o
capitalistas, ya que los intereses comerciales de la alta burguesía
contaban con el apoyo del gobierno español, sino por la corriente
independentista y la voluntad estamental de autoconservación de una
élite del poder regional formada, no obstante, por burgueses sobre
todo. La consolidación de una nueva sociedad estatal no se debió
aquí, por tanto, a la integración en la nobleza y a la renuncia a
intereses de tipo económico-burgués, como sucedió en Francia, sino
«a la armonización de los intereses de todos los ‘estamentos’
dominantes», con lo que, sin embargo, «dentro de la élite
dominante, relativamente amplia, las diferencias estamentales pasaron
a un segundo plano y la burguesía pudo actuar segura de sí misma,
sin fijarse en la nobleza ni debilitarse constantemente en su afán
de llegar al estamento más alto».
[120]
El mismo equilibrio entre la
nobleza y la burguesía con intereses antiabsolutistas caracterizó
también al ascenso de la burguesía en Inglaterra, si bien la
relación existente entre ambas fue aquí muy distinta. A diferencia
de Francia, en donde la institución de la monarquía absoluta se
había de basar en la coalición del rey con la burguesía, en
Inglaterra se produjo la alianza de la nobleza con la alta burguesía,
sobre todo la de Londres, de manera que, por un lado, ésta podía
acceder a la nobleza, la cual, a su vez, podía asumir actividades
burguesas. Los empresarios capitalistas ingleses aparecieron tanto en
círculos burgueses como nobles, y, aun cuando la revolución inglesa
no supusiera una irrupción de los intereses capitalistas burgueses,
en el sentido de una república burguesa, se estableció sin embargo
un poder burgués (la aristocracia burguesa), que influiría de
manera decisiva en la vida económica, cultural y política de
Inglaterra. «El orden aristocrático se mantuvo, pero con una nueva
configuración, ya que su fundamento era ahora el dinero más que el
nacimiento. El propio Parlamento se convirtió en instrumento de los
capitalistas propietarios de tierras, así como de sus parientes y
aliados, cuyos intereses perseguía ahora firmemente el Estado».
Sólo en Holanda e Inglaterra
se desarrolló una burguesía moderna primitiva en sentido estricto,
aunque, también en estos países, se mantendría fuertemente
vinculada a la cultura aristocrática
IV. LA NOBLEZA EUROPEA Y LA CRISIS DE LA ARISTOCRACIA
La capa de los gobernantes y
los poderosos de la sociedad constituía la nobleza de inicios de la
Edad Moderna, la cual habría de conservar en su conjunto la
supremacía política y social, a pesar de los cambios sociales,
hasta finales del siglo XVIII o principios del XIX, y, en Europa
oriental, incluso hasta comienzos del XX . Aun siendo la capa más
pequeña de la población, ya que —salvo en España y en Polonia,
en donde la nobleza representaba hasta el 5 y 8 % respectivamente de
la población total— ascendía a tan sólo un 0,3 ó un 1 %, la
nobleza poseía la mayor parte del poder político y de las tierras.
Si a ello añadimos los bienes eclesiásticos, que se hallaban en
gran medida en manos de la nobleza, los aristócratas eran los
mayores propietarios de tierras y como tales dominaban casi
exclusivamente la sociedad europea, ya que la propiedad del suelo
llevaba implícitos los derechos políticos. Esto se puede
generalizar a toda Europa, con independencia de la concepción
política de cada país, pues tanto en Rusia como en España, en
Inglaterra o en Hungría la nobleza era el
[121]
estamento verdaderamente
privilegiado. Su prestigio político, su posición social y su
poderío económico se basaban en la propiedad de la tierra y en los
derechos de orden jurídico; percibía de sus súbditos tributos y
prestaciones personales, se beneficiaba del comercio rural y de la
artesanía, disponía de las mejores prebendas y de los más altos
cargos en las Iglesias y poseía, ante todo, prerrogativas sobre los
lucrativos cargos de los príncipes, no teniendo sin embargo que
pagar impuestos, pudiendo ejercer libremente el derecho consensual y
no estado sometida más que a su propia jurisdicción. Su estatus
social no estaba determinado por los méritos,
sino por el privilegio principesco o su origen familiar y sus
vínculos con la dinastía gobernante. A pesar de que el orden
jerárquico, de acuerdo con el patrimonio y los privilegios, era muy
estricto, y de que la diferenciación dentro de la propia nobleza era
más acusada que en el mundo rural o en el burgués, ésta en su
conjunto se hallaba caracterizada por una mayor conciencia de casta,
y aunque su rasgo esencial, desde la Edad Media hasta el siglo XIX,
fuera su supremacía social y política, en los inicios de la Edad
Moderna el desarrollo del mercado internacional, el nacimiento del
Estado moderno primitivo y la crisis del feudalismo habían
transformado considerablemente el estatus y la estructura del mundo
aristocrático. Las diferencias dentro de la nobleza no dependían
únicamente del patrimonio, el poder político o los privilegios de
los príncipes, siendo un factor aún más decisivo, por un lado, la
despolitización de la antigua nobleza feudal, es decir la pérdida
de poder de la alta nobleza como consecuencia de su integración en
la incipiente sociedad estatal, si bien esta pérdida de autonomía
se vería compensada con un aumento de rango en la corte; y, por
otro, el acceso de la nobleza rural o baja (gentry),
así como de la nueva nobleza, a los puestos rectores del Estado,
donde era más importante la lealtad para con el príncipe que la
venalidad y se podían emplear los bienes adquiridos en la
estabilización del poder absoluto de los gobernantes. La nobleza
autónoma del Renacimiento se vio reemplazada por una sociedad noble
organizada: a medida que los derechos políticos de la antigua
nobleza eran absorbidos por el Estado y la propia sociedad cortesana
se abría a ciertas capas de la burguesía, la aristocracia se
cerraba en una casta, comenzando a monopolizar todos los cargos
sociales y políticos de la sociedad» Este traspaso de funciones se
revela con mayor claridad dentro del contexto de la crisis de la
aristocracia.
Aun cuando la nobleza europea
pareciera mucho más cerrada que la burguesía o la población
campesina en razón de su origen, ética y privilegios, en cierta
medida se hallaba más diferenciada que las otras clases. En este
sentido no sólo desempeñaron un [122]
papel importante las
tradiciones propias de cada país europeo, sino que la concepción
política y económica respectiva se reflejó en el orden jerárquico
de la nobleza. La posición de cada individuo en la sociedad noble
del siglo XVI estaba determinada no sólo por su origen o su familia,
sino, cada vez más, por los privilegios y los títulos; éstos se
convirtieron precisamente en símbolo de su estatus tanto en el
conjunto de la sociedad como, sobre todo, en el seno de la nobleza »
Al igual que en el caso de las
otras capas de la sociedad, también dentro de la nobleza se
distinguen, en general, tres grupos: la alta nobleza, numéricamente
poco importante y estrictamente delimitada, y la amplia capa de la
baja nobleza o nobleza rural, que se diferenciaba a su vez, según el
país, del funcionariado noble o nobleza cortesana en ascenso; dentro
de estas capas se pueden hacer también fuertes diferenciaciones. Por
encima de todos se situaba el grupo de los príncipes, miembros
siempre de la alta nobleza. La sociedad francesa, que habría de
desarrollar el prototipo de sociedad cortesana, distingue a la
antigua nobleza de linaje, aspirante a una posición regia, y a la
alta nobleza propiamente dicha de la nobleza rural, así como de la
nueva nobleza de funcionarios (noblesse
de robe). A medida que
ésta asciende social y políticamente, sin, por otra parte, ser
reconocida plenamente por la nobleza militar, pierde aquélla,
debilitada por la «revolución de precios», la costosa vida
cortesana, las guerras contra otros nobles y, no en último término,
las intervenciones violentas del rey, parte de su autonomía
política, convirtiéndose en nobleza cortesana, cuyo poder político
depende de la realeza ». En
Alemania la situación se hace más complicada con la diferenciación
entre la nobleza dependiente inmediatamente del Imperio y la de los
Estados provinciales, aunque ello no implique la anulación de la
triple división anteriormente citada. Dependían inmediatamente del
Imperio tanto los príncipes como los condes, señores y caballeros
del Imperio, con frecuencia mucho más pobres y faltos de recursos
que la nobleza de los Estados, sujeta a la soberanía de un príncipe,
a la cual pertenecían no sólo los nobles bávaros, sino también
los condes de Bohemia. Especial importancia fue la adquirida por los
Junkers
en Alemania oriental, que, con su ascenso a finales del siglo XVI,
marcaron visiblemente el dominio de Brandemburgo, mientras que en los
territorios del oeste y el sur de Alemania sería el funcionariado
noble el que habría de adquirir mayor prestigio ». Muy distinta fue
la estructura nobiliaria en Inglaterra, en donde la pequeña capa de
la nobility
(peerage) se
separó de la nobleza rural (gentry)
y, mientras que la alta nobleza
pasó a depender de los cargos cortesanos a consecuencia
[123]
de la pérdida de patrimonio,
convirtiéndose en el núcleo esencial de la nobleza cortesana, la
gentry,
abierta al mundo burgués, comenzó a articularse políticamente,
monopolizando progresivamente, por encima del Parlamento, el poder
del Estado, en tanto que la reducida estatalidad de Inglaterra
impedía la aparición de una nobleza de funcionarios. La burguesía
no tuvo aquí acceso a este funcionariado noble, sino a la nobleza
rural. La nobleza estatal tampoco existió en Polonia ni España,
sociedades en las que la autonomía de la aristocracia nunca se
derrumbó y donde la burguesía tampoco se presentaba como rival. La
capa más alta en España era la formada por unos pocos «grandes»
que ostentaban todos los cargos públicos lucrativos, y, frente a
éstos, los caballeros e hidalgos constituían la baja nobleza, en no
pocas ocasiones también pobre. Los hidalgos tuvieron un papel muy
importante en lo que se refiere a la creación del imperio colonial,
al tratar de conseguir en ultramar lo que en España les era negado:
una vida adecuada a su condición de nobles semejante a la de los
grandes.
Polonia representa un caso
particular en la sociedad europea, dado que en este país la nobleza
creó una república de nobles con todos los derechos de soberanía.
Oficialmente no existían diferencias de rango, como tampoco títulos;
se conocen, no obstante, notables gradaciones, que iban desde el gran
magnate, señor de grandes extensiones, al igual que el príncipe
territorial alemán, hasta el noble empobrecido, que apenas disponía
de lo más necesario para vivir y no podía hacerse comerciante sin
perder sus derechos nobiliarios. En ningún país de Europa fue la
nobleza tan autónoma e independiente como en Polonia, en tanto que
Rusia es el país en donde la antigua nobleza feudal se vio despojada
casi absolutamente de su poder. Una vez que los boyardos fueron
combatidos sin contemplaciones y hubieron perdido su autonomía en el
siglo XVI, sólo quedó una nobleza de espada. Su poder no se basaba
ya en la propiedad de la tierra, como en Europa occidental, ni
tampoco en su condición de miembros de la sociedad noble, sino en el
servicio a los zares. No había una aristocracia como en el oeste,
pero el ascenso a la nobleza tampoco se veía obstaculizado por
barreras estamentales. Aunque también existieran diferencias dentro
de la nobleza rusa, a partir del siglo XVI se formó, al igual que en
Polonia, una sola clase noble cerrada.
Las diferencias dentro de la
nobleza siempre habían existido; lo novedoso era, por un lado, la
jerarquización determinada por los títulos y la posición social y,
con frecuencia, también por escrito, consecuencia en cierta manera
del debilitamiento político y económico, al tiempo que de la
vinculación social a la corte y, [124]
por otro lado, el
ennoblecimiento de la burguesía, que incrementó considerablemente
el número de nobles y principalmente su orientación hacia los
príncipes, a quienes debían inmediatamente sus títulos, lo cual la
afianzó como capa rectora, soporte del Estado, sobre todo, en la
administración y el ejército. Por otra parte tuvo lugar una
nacionalización de la nobleza, que en otros tiempos era el único
estamento con carácter internacional. Desde el siglo XVI se puede
hablar claramente, por vez primera, de una nobleza inglesa o polaca,
alemana o francesa, no sólo en base a unas formas de conducta y de
cultura específicas de una nación, sino como expresión de una
relación establecida con la monarquía formada, con rasgos más
acusados en Francia y en España sobre todo. Finalmente, a partir de
este siglo se inició el cambio de orientación de la burguesía
urbana, sobre todo de la más floreciente, hacia las formas de vida
de la nobleza, que reflejaban cada vez más el ideal de una vida sin
trabajo, con lujos y seguridades. El
neofeudalismo de inicios del Barroco, con su desarrollo de una
cultura cortesana, no fue en modo alguno el retroceso a una situación
medieval, sino una señal de consolidación de la sociedad estatal.
El noble se consideraba miembro
del estamento dominante, tanto si ejercía directamente el poder
sobre sus vasallos como si vivía de las rentas y consagrado
exclusivamente al cuidado de su casa. Su preeminente posición social
radicaba en su función como propietario de feudos, señor de horca y
cuchillo y guerrero. Se hallaba vinculado por contactos directos
tanto a sus súbditos como al príncipe. Al surgir el Estado
territorial y con la «domesticación» de la nobleza, no sólo se
modificó su- función política sino también su vida en la
sociedad, tanto si se retiraba a su residencia nobiliaria como si se
establecía en la corte del príncipe o del rey; lo cierto es que
desarrolló una cultura considerablemente distinta a la medieval, que
se difundió por toda Europa y que, en sus diversas manifestaciones,
ya no estaba al servicio de las tareas del ejercicio del poder, sino
al de la representación nobiliaria y el acrecentamiento de la gloria
de su linaje. A medida que cesaba su relación con sus súbditos, se
convertía en beneficiario de rentas y el príncipe, como primus
inter pares,
empezó a sobresalir por encima de la alta nobleza; el noble se
convirtió en miembro de una sociedad noble cerrada, con formas
propias de conducta y una conciencia de su estatus, con la atención
puesta en el rango que le habría de corresponder por su origen y por
el privilegio y la merced del príncipe. Hubo, en efecto, algunos
nobles que participaron en la construcción del primitivo Estado
moderno, bien a través de la administración en vías de formación,
[125]
bien a través del ejército del
Estado territorial o de la monarquía, como delegados de los
gobernantes (como Richelíeu), mientras que otros se ocuparon
exclusivamente de sus propiedades rurales, transformándolas en
explotaciones rentables y activando la vida económica en sus
dominios. Pero ello no se debió primordialmente a un interés por la
política estatal o de índole puramente económico, sino,
principalmente, al honor de su casa y al deseo de garantizar la
influencia de su familia y de vivir de acuerdo con su posición. En
este sentido, los nobles que se adaptaron a los nuevos
acontecimientos no se diferenciaban esencialmente de aquellos que,
como beneficiarios de prebendas y rentas, invertían todos sus bienes
y sus ganancias en una vida señorial exenta de trabajo. La idea
fundamental de su vida era la conservación y el acrecentamiento del
honor. En 1583, Schweinichen da gracias a Dios porque «me ha
concedido prosperidad terrenal y me ha ayudado a conservar mi honor
nobiliario, que es para mí más digno de ser poseído que el oro y
la plata, o que incluso las tierras de Mertschütz [sus posesiones).
Que Dios me conceda el pan de cada día y me sostenga en sus
preceptos y en mi honor, amén». El honor era para el noble más
importante que la acumulación de riquezas. La racionalidad propia de
la vida nobiliaria era esencialmente distinta de la burguesa. El
hecho de que en el siglo XVI numerosas familias nobles se hallaran
muy endeudadas, o incluso en la quiebra, no fue debido a que no se
pudieran sustentar con los frutos de sus tierras, sino,
principalmente, al imperativo de la ostentación, que excedía con
frecuencia sus posibilidades materiales, al tiempo que favorecía los
intereses de los gobernantes, dado que la nobleza pasó a depender
del príncipe sin que éste, en principio, la hubiera despojado de su
estatus social. En cualquier caso, la aspiración a una forma de vida
acorde con su rango, base de la cultura aristocrática garantizada
por el príncipe, dio lugar a la despolitización y a la integración
de la nobleza en la sociedad cortesana”.
En la vida social de los nobles
se produjo una importante transformación, pues en tanto que la
ostentación, su posición especial hacia el exterior frente a los
burgueses y los campesinos, su rango dentro de la jerarquía
nobiliaria y el desarrollo de unas relaciones poderosas se convertían
progresivamente en su centro de gravedad, cobraba gran importancia la
construcción de magníficos castillos como ampliación de las
antiguas residencias y el trazado de jardines de recreo, así como el
interés por el teatro, la música y el arte, que requería un número
cada vez mayor de artistas, músicos y literatos. El poderío de un
noble ya no se medía por su soberanía, sino que se ponía de
manifiesto en el número de empleados y servidores, en las suntuosas
fiestas, en los [126]
lujosos carruajes y vestidos, en la
cría de caballos y la posesión de perros. La expresión simbólica
de su posición social la constituían los torneos, que durante el
siglo XVI empezaron sin embargo a perder importancia. A mediados del
siglo XVII, el hidalgo provinciano austríaco Hohberg, buen conocedor
de la cultura noble del Renacimiento, se lamenta:
Rechten,
Spieien, Prichtig banen
Bürge werden, Viet vertrauefl
Über seinen
Stand sich zieren
Gcíste haiten, Banquetíeren
UnnütZ Ross, Viel Hund und Wind
Übrig grosses Hausgesifld
Gleich fafls Lóf fien, Buhien, Naschetl
Macht leere Küchen, Keller, Taseben
(Discutir, jugar, construir magníficamente / salir fiador, ser muy
confiado / adornarse por encima de sus posibles / tener huéspedes,
celebrar banquetes / caballos inútiles, muchos perros y galgos /
servidores en exceso / e igualmente comer mucho, galantear ser goloso
/ deja vacías las cocinas, las despensas y los bolsillos.)
El período que va desde el
siglo XVI hasta los inicios del XVII constituye una época de
transición. La estilización de la vida de la nobleza, que conocemos
a través de la pintura y la literatura y que se hizo realidad en la
sociedad cortesana, revela sólo un aspecto del refinado mundo
aristocrático, puesto que paralelamente ocupaba también un lugar
importante la difícil vida de numerosos señores, sobre todo en el
medio rural, que apenas se distinguían de la de los grandes
campesinos. La nobleza rural seguía reconociendo sus obligaciones
para con sus súbditos, mostrando, pese a las vejaciones, comprensión
ante sus quejas. Esto se puso de manifiesto en el apoyo que prestaron
a numerosas revueltas de campesinos. Pero lo más frecuente era que
tanto éstos como los burgueses padecieran la arbitrariedad de la
nobleza, la cual hacía uso desconsiderado de sus prerrogativas sobre
todo del derecho a la caza. No hacen otra cosa «que cazar, practicar
la cetrería, beber, darse a la francachela y jugar; viven
regaladamente de las abundantes rentas, impuestos y tributos. Por qué
los toman y a qué están obligados a cambio de ello no parece,
empero, que preocupe a ninguno de su condición... En la lana bien
que se fijan, pero al cuidado del ganado nadie atiende». Los
críticos más severos de la nobleza en el siglo XVI no eran, sin
embargo, adversarios declarados de la sociedad aristocrática. En la
asamblea de los Estados Generales del año 1614, en Francia, el
tercer estado [127]
se lamenta «Vuestra
vida, nobles señores, transcurre entre el juego temerario, el
hartazgo, el dispendio, la violencia pública y privada; toda la
gloria de vuestro estamento se ve empañada. El pueblo sigue gimiente
su camino y tiene que proporcionaros todo a Vuestra Majestad, a la
nobleza y al clero». La vida lujosa se siguió manteniendo y el afán
de derroche velado por la ostentación de los poderosos continuó
incluso acrecentándose durante el siglo XVII; el propio Richelieu
edificó un castillo principesco durante la guerra de los Treinta
Años. La brutal y caprichosa vida señorial fue, sin embargo,
desapareciendo con la «domesticación» de la nobleza, cuya mejor
expresión encontramos en Francia, en donde Richelieu, por ejemplo,
estaba convencido de que la nobleza era el «nervio central del
Estado», luchando por ello en favor de su «pervivencia e
implantación». La encarnación del nuevo ideal era en Francia el
honnéte
homme,
y, en Inglaterra, el gentleman,
que constituían el modelo de la nueva sociedad cortesana, la cual
habría de imponer por vez primera sus aspiraciones de dominio por
medio de la «cortesía», que era según Gracián el mayor
sortilegio político de los grandes
El cambio de funciones de la
nobleza y su despolitización en favor de la representación
simbólica y el estilo cortesano tuvieron una influencia sobre la
propia familia. La mujer noble, al no tener que trabajar ni tener
directamente a su cargo la vida doméstica por haberse convertido
igualmente en objeto de ostentación, pulo cultivar exclusivamente
las virtudes «femeninas», dedicarse a una familia libre de
preocupaciones económicas, o a sus intereses privados. Cierto es que
el amor tenía una importancia igualmente escasa en la política
matrimonial de los nobles que en la de los campesinos y burgueses,
pero la nueva situación de la mujer noble en unos castillos por vez
primera confortables hizo posible una cierta sensibilización y
emancipación distinta del tenor general. Este cambio influyó aún
más poderosamente en la vida de los niños y los jóvenes, es decir
en su educación, ya que podían crecer sin trabajar. Junto con los
hijos de los burgueses que iban a la escuela, los jóvenes nobles
fueron los primeros en gozar de una educación, de ser confiados a un
educador que les habría de preparar para su futura profesión: una
vida de señores, ya fueran dueños de tierras, ya fueran titulares
de cargos públicos. A ello se añadían los viajes de caballeros y
los estudios en cortes extranjeras, más con el fin de conocer mundo
que como estudios propiamente dichos. Algo muy característico fue la
impartición en las primeras academias nobiliarias de un moderno
sistema de conocimientos que no estaba orientado hacia la actividad
burguesa, sino que facilitaba el honor cortesano: lenguas modernas,
danza y esgrima. La vida familiar, exenta de trabajo, y la
atención [128]
consciente al niño con sus
problemas educativos adquirió por vez primera entre la nobleza del
siglo XVI una relevancia social.
A comienzos del siglo XVI, la
educación, los conocimientos literarios y técnicos y la erudición
no se contaban en modo alguno entre las virtudes de la nobleza; los
conocimientos más elementales estaban, en efecto, muy extendidos,
pero el número de los que habían terminado su formación escolar,
por no decir universitaria, era tan reducido que los príncipes
habrían de recurrir durante largo tiempo a los funcionarios
burgueses (juristas) para la creación de su burocracia. La ciencia
burguesa estaba tan mal vista como los negocios comerciales y era
incompatible con el ideal de vida de la nobleza. Grande
era, por el contrario, el interés por la cultura renacentista, tanto
por el nuevo arte y la nueva
literatura, como por las ciencias modernas. La
astronomía (astrología) y la alquimia gozaron de especial
predilección mostrándose algunos príncipes bien dispuestos a
gastar mucho dinero en ellas. Numerosos nobles instalaron asimismo
bibliotecas y laboratorios, por lo general llevados no tanto por un
interés intelectual como por fines de ostentación. La nobleza
produjo incluso sus propios escritores, si bien Montaigne constituye
una excepción, ya que las obras de otros tuvieron con frecuencia una
importancia muy reducida. En todo caso, la cultura intelectual del
humanismo tardío seguía contando con el apoyo de la nobleza cuando
la Contrarreforma trató de impedir un desarrollo más libre. Las
cortes de los príncipes y de los nobles se convirtieron en lugares
de protección y fomento de la ciencia moderna. La nobleza tuvo un
papel aún más importante en el desarrollo de la Reforma,
prestándole su apoyo sobre todo a causa de sus intereses políticos,
más que de los «privados». De los príncipes y de sus nobles
dependería en gran medida el que un país se mantuviera en el
antiguo catolicismo o se adhiriese a la Reforma. Los clérigos
contrarreformistas y los predicadores de la Reforma podían actuar
siempre y cuando no pusieran en peligro los intereses de los
gobernantes. Aun cuando ya en el siglo XVII la mayor parte de la
nobleza europea se confesara nuevamente católica y diera su apoyo a
las fuerzas de la Contrarreforma —por cuanto los intereses
neofeudales se veían, en definitiva, mejor legitimados por el
catolicismo reformado-, en los primeros momentos mostró su
inclinación por el movimiento reformador, ya fuera luterano o
calvinista, en tanto que las tendencias al separatismo espiritual
hallaban un respaldo menor. De esta manera, las primeras comunidades
protestantes fuera de las ciudades surgieron principalmente en las
residencias de los nobles, tanto en Polonia y Hungría como en
Austria o Francia, que en el siglo XVII hubieron de renunciar a sus
posiciones bajo la presión de medidas contrarreformistas
o
[129] estatales.
La Reforma suponía para la nobleza, ante todo, una disminución de
la influencia eclesiástica, así como el enriquecimiento mediante
los bienes secularizados. Cifraba sus esperanzas en un afianzamiento
del poder nobiliario frente al afán centralizador de los príncipes.
Esta explicación ha de ser, no obstante, relativizada por el hecho
de que la nobleza perdería, simultáneamente a la abolición del
clero noble católico, posibilidades de subsistencia e influencia
sobre la jerarquía eclesiástica. El movimiento reformador adquirió
precisamente una carga política allí donde los movimientos
estamentales, principalmente de la nobleza, se veían amenazados por
la aparición del absolutismo. Aquélla confiaba en conservar su
autonomía parcial o estabilizarse con el apoyo del protestantismo,
Lo cierto es que, en los países en que un fuerte poder central se
mantuvo fiel al catolicismo, como Francia o Austria, la nobleza hizo
profesión de protestantismo con la esperanza de preservar su antigua
posición dominante. Aun cuando más tarde hubieran de desaparecer
progresivamente las diferencias de mentalidad entre la nobleza
protestante y la católica, es evidente que en los países en donde
la primera participó del gobierno el potencial de desarrollo para el
aburguesamiento de la sociedad fue mayor que en aquellos regidos por
la cultura noble católica.
El centro de gravedad del mundo
aristocrático lo constituía el ejercicio del poder político, de
donde emanaba también su preponderancia social sobre campesinos y
burgueses, y que era para la nobleza lo que para el campesino el
cultivo de los campos y para el burgués el comercio y la artesanía.
Independientemente de que este poder le correspondiera por
nacimiento, tradición o de una forma prácticamente autónoma, o le
hubiera sido cedido por privilegio del príncipe o la realeza, nunca
iba vinculado al individuo, sino siempre a una familia, y tampoco
provenía directamente del Estado o el príncipe, sino que se basaba
en el dominio concreto sobre tierras y gentes, dependiendo también
en gran medida de la posesión de tierras, por cuanto el
funcionariado noble sólo podía vivir de acuerdo con su rango
gracias a sus propios bienes. Conforme a las diferencias sociales,
variaba también el contenido de poder de los derechos nobiliarios
individuales; un noble rural de Baviera o un hidalgo español
ocupaban en la jerarquía política un lugar muy inferior al de un
peer
inglés. El poder político, los derechos que cada noble poseía en
los diferentes países, dependían en gran medida del grado de
organización de la sociedad territorial. Cuanto menos fuerte era la
unión política total, tanto más autónoma podía ser la actuación
de la nobleza, aun cuando tan sólo dispusiera de una pequeña [130]
parcela de poder, y, al
contrario, cuanto más intensamente centralizado se hallaba un
territorio, y más capaz era de monopolizar los poderes particulares
tanto menos poderosa era la nobleza, aun cuando pudiera ejercer una
influencia mayor sobre el poder central mediante la acumulación de
cargos. La situación política y social del siglo XVI —al menos en
lo que a Europa se refiere— se halla caracterizada precisamente por
el hecho de que, pese a la refeudalización y a la aristocratízación
de la vida social, la nobleza feudal perdió autonomía a
consecuencia del proceso de territorialización y, finalmente,
únicamente habría de representar el poder de los príncipes como
nobleza cortesana.
Al hablar del poder y la
soberanía política de la nobleza en los inicios de la Edad Moderna,
es necesario distinguir varios planos, en cada uno de los cuales
ejercía sus derechos de dominio o participaban del poder político
de los gobernantes. El noble era primeramente
como señor feudal dentro
del territorio de un príncipe, dueño de vidas y haciendas,
ofreciendo protección y garantizando el desarrollo pacífico de la
convivencia entre sus súbditos a cambio de los tributos e impuestos
que él mismo establecía. No era ciertamente señor soberano pero,
siempre que no chocare con los intereses del gobernante
podía decidir acerca de los asuntos relativos a sus dominios
inmediatos. Como poseedor de
derechos señoriales podía también participar junto con los otros
estamentos —el clero y la burguesía urbana— en las asambleas de
los Estados y en los Parlamentos del gobierno conjunto de un
territorio o de la monarquía. Al
estar en posesión de la concesión de contribuciones y del derecho
de reclamación, el estamento noble organizado ejercía influencia
consultiva sobre el gobierno del príncipe, aspiraba a ser tenido
convenientemente en cuenta en el reparto de cargos y, con no poca
frecuencia, garantizaba la unidad del país. La importancia concreta
de la nobleza organizada estamentalmente se pone de manifiesto en la
historia de la Europa de inicios de la Edad Moderna. A mediados del
siglo XVI, cuando en todas partes se habían creado las asambleas de
los Estados, aún no se había decidido si la estructura organizativa
de un país se habría de desarrollar en favor de la nobleza o de los
príncipes. La lucha no acabaría hasta mediados del siglo XVI.
En ningún lugar se vería la
nobleza totalmente despojada de su poder, pero en los territorios
alemanes, Suecia, Rusia y Francia la
monarquía absoluta se impuso ampliamente sobre ésta, en tanto que
en Polonia e Inglaterra conservó
sus derechos independientes, es decir, el rey hubo de compartir el
poder con la nobleza, que si bien había perdido poderío político
inmediato a causa de su integración en un Estado territorial
organizado en estamentos, pudo sin embargo seguir manteniendo [131]
su influencia en el conjunto
del Estado, siempre y cuando mes- clara al rey en sus intereses.
Finalmente, algunos nobles tuvieron
también la posibilidad de ampliar sus dominios, sustraerse a la
expansión de los príncipes territoriales y conservar su autonomía,
como sucedió sobre todo en el Imperio, en
donde, al ser miembros de las Cortes del Imperio, eran iguales a los
príncipes y mantenían plenos derechos de soberanía. Tal
independencia y autonomía, además
de en el Imperio, se dio también en España y, principalmente, en
Francia. Constituyeron con frecuencia los últimos bastiones del
poder noble que todavía intentaba sustraerse al absolutismo.
La relación tradicional entre
la aristocracia y el príncipe, basada en la soberanía compartida y
en la libertad feudal, estuvo sometida desde el siglo XVI a
importantes modificaciones.
Paralelamente a la ascensión de la
nobleza de cortesanos y funcionarios se produjo una crisis de la
antigua aristocracia, la cual trajo consigo tanto la decadencia de la
antigua nobleza del Renacimiento como su adaptación e integración
en la sociedad cortesana. La pérdida de poder político de la alta
nobleza, fundamental para los príncipes europeos entre 1550 y 1650,
seguramente no habría sido tan fácil de lograr si la aristocracia
no hubiera sufrido una crisis económica, consecuencia de la
revolución de los precios, los crecientes gastos de ostentación y
la pérdida de privilegios sociales, que hizo necesaria su adhesión
a la corte y la aceptación de ventajosos cargos públicos. Ahora
bien, la causa principal de la pérdida de poder de la alta nobleza a
partir del siglo XVI se ha de buscar, primeramente, en la progresiva
pérdida de funciones como estamento militar, cuando los últimos
vestigios que quedaban de ellas eran únicamente las costosas
cacerías y torneos, las inútiles guerras entre nobles y los lances
de honor, y, en segundo lugar, en la política de pacificación de
los príncipes, que penalizó todos los conflictos violentos entre
los estamentos, no sólo de los campesinos sino también de la
nobleza, e impuso sus exigencias respecto al monopolio de todos los
poderes feudales, con la arrogación por parte del príncipe de
competencias que hasta ese momento correspondían a la alta nobleza.
El primitivo Estado moderno en expansión minó las libertades de la
antigua nobleza, no con el objetivo de destruir a la aristocracia
como clase dominante, sino con el de someterla políticamente a la
Corona. Como estamento señorial dentro de una sociedad estamental
organizada por el Estado, podría incluso recuperar posiciones
políticas decisivas, si bien no gracias a su autonomía feudal, sino
a su situación en la corte. En este sentido, el absolutismo fue de
hecho la «nueva coraza política de una nobleza en peligro», que,
al verse [132]
amenazada por la
expansión de la producción y el intercambio de bienes de consumo,
se puso bajo la protección de un príncipe poderoso a fin de
preservar su propia posición y de que ésta le fuera confirmada .
El conflicto entre la
aristocracia y el príncipe, o el Estado en vías de formación, no
discurrió exento de violencia. Antes de adaptarse de una manera
definitiva, la nobleza se opuso, aún con más fuerza que los
campesinos o los burgueses, a la pacificación y al afán
monopolizador de los primeros príncipes absolutistas, pues no hay
que olvidar que en definitiva se trataba de que el estamento feudal
con derechos propios se convirtiera en una nobleza cortesana
prestadora de servicios, la cual en adelante habría de luchar, no
por su honor, sino por el del príncipe. Por un lado, la aristocracia
intentó hacer uso del derecho inviolable de los estamentos a la
concesión de contribuciones como instrumento de influencia sobre la
política de los gobernantes, a través de las asambleas de los
Estados, los Parlamentos y las Dietas, para de esta manera garantizar
sus propias libertades. Las asambleas de los Estados fueron en el
siglo XVI foros de la polémica entre la nobleza y los príncipes.
Por otro lado, intentó contrarrestar las tendencias unificadoras de
éstos en el curso de la Reforma mediante el cambio de religión,
sobre todo haciéndose adepta al calvinismo. Esperando del
protestantismo un afianzamiento de las tradiciones liberales y
antiabsolutistas, tras los conflictos religiosos —en parte
violentos, como la guerra de los hugonotes, o incluso la guerra de
los Treinta Años— se escondía el afán político de la
aristocracia de defender y conservar sus antiguos derechos. Al igual
que el campesinado y la burguesía, la nobleza tampoco vaciló en
oponerse mediante la fuerza a la intervención absolutista del poder
central. Paralelamente a los numerosos movimientos de oposición
campesina desde mediados del siglo XVI hasta bien entrado el XVII, se
puede constatar en este mismo período de tiempo una progresiva serie
de revueltas de los nobles, tanto en Inglaterra (1601), como en
Austria (1618), Cataluña (1626) y Francia (1650), cuyo objetivo era
siempre la conservación de las libertades del estamento nobiliario.
Aun cuando los conflictos tuvieran consecuencias distintas, el poder
central se impuso, en general, sobre la aristocracia regional —con
la excepción de la monarquía española—y lo que consiguió en
parte provocando el enfrentamiento de los nobles entre sí y con la
burguesía, al tiempo que los seducía con altos cargos estatales, y
en parte liberándose de los estamentos políticos y de su fuerte
influencia mediante la creación de un ejército permanente y una
financiación independiente de la aprobación de aquéllos. No
obstante, el proceso no fue lineal y la contestación aumentó con
[133]
frecuencia paralelamente a la adaptación de la nobleza a la
estatalidad moderna en formación, pero a partir de la Fronda la
resistencia activa desapareció. La crisis de la aristocracia estuvo
supeditada a la evolución de la sociedad: del feudalismo al
capitalismo, del Estado feudal al primer Estado moderno,
resolviéndose en un cambio de funciones de la nobleza. Pese a la
dura batalla de los príncipes contra la aristocracia, cuya respuesta
fueron las revueltas de los nobles, el objetivo no era la eliminación
de ésta, sino su destitución como clase autónoma. Este proceso
concluyó prácticamente a mediados del siglo XVII, y la nobleza
domesticada comenzó a considerarse la clase dominante de las nuevas
naciones.
V. EL CLERO COMO ESTAMENTO
Entre los estamentos
privilegiados de la sociedad europea también se contaba el clero,
con primacía en la escala social incluso sobre la nobleza. Gozaba de
franquicia tributaria, estaba sometido a su propia jurisdicción y
ponía de manifiesto su importancia social con sus iglesias,
monasterios, rectorías y ornamentos. Los clérigos ejercían en
parte una influencia política considerable, no sólo por su
implantación como estamento rural, sino, principalmente, por sus
funciones como consejeros y predicadores en las cortes de los
príncipes; sin olvidar que, como señores espirituales o feudales,
tenían también un poder político directo sobre sus vasallos. «En
primer lugar», escribía Loyeau en 1610, aparece «el estamento
eclesiástico, el clero, pues con razón han de ocupar los servidores
de Dios el primer puesto de honor» Aunque en todas partes ocupaba
oficialmente este lugar, ello no impidió que el campesinado, la
burguesía y, ante todo, la nobleza no vacilasen en numerosas
ocasiones en enfrentarse al clero con burlas, protestas, o
simplemente por la fuerza, siempre que éste no siguiera una conducta
acorde con su rango o intentara imponer su dominio. Su especial
situación, que no es posible comparar con la de los restantes grupos
y clases sociales, se debía por una parte al hecho de pertenecer a
la organización supraestatal y supraestamental de una Iglesia
estructurada jerárquicamente, lo cual le convertía en representante
del poder autónomo de la Iglesia, y, por otra, a su papel como
heraldo de la verdadera doctrina, tanto en el movimiento reformador
como en la Contrarreforma, es decir, como administrador y transmisor
de los bienes para la salvación espiritual, que seguían siendo los
más estimables durante los siglos XVI y XVII para la gran mayoría
de la población, y, finalmente, a su posición como maestros del
pueblo y transmisores de la ciencia y la cultura. El clero católico,
y no menos el [134]
protestante, tenía a su cargo la formación del pueblo, incluso en
lo que se refiere a ámbitos no estrictamente religiosos, sintiéndose
(exclusivamente llamado a administrar los bienes espirituales, a
estudiar y predicar la palabra de Dios y a difundir el saber. Nada
afectó más al clero que la aparición de predicadores laicos
intrusos, que se intensificaría constantemente a partir de la
Reforma. No obstante, el clérigo, resguardado por el poder secular y
organizado dentro de la Iglesia pudo seguir manteniendo durante los
siglos XVI y XVII, salvo en Inglaterra, su monopolio sobre la
interpretación de la fe y la impartición de la gracia divina.
El clero comprendía a todas
las personas que, en representación de una Iglesia organizada,
servían de transmisores de los bienes espirituales, de heraldos del
mensaje cristiano y de representantes de la autoridad eclesiástica.
Dentro del protestantismo pertenecían a éste todos los
predicadores, pastores, diáconos y vicarios, así como los obispos y
abades que, como en otros tiempos, seguían existiendo, y luego
también los superintendentes y profesores de teología. El sistema
eclesiástico católico, que, con el papa a la cabeza, seguía
estando fuertemente jerarquizado, comprendía a cardenales, obispos,
sacerdotes y miembros de órdenes religiosas, es decir, decanos,
párrocos, prelados y simples monjes. Sin embargo, el estatus social
de cada uno de ellos difería notablemente. La vida del párroco de
aldea era muy diferente a la del prelado u obispo que, sobre todo
cuando ejercía al mismo tiempo derechos señoriales como príncipe
abad o príncipe obispo, era similar a la del estamento nobiliario,
mientras que la de aquél se asemejaba en muchas regiones de Europa a
la del resto de la población rural. En este sentido, la Reforma y
sus secuelas no habrían de producir cambios profundos. Cierto es
que, sobre todo en el protestantismo, existían Unos «emolumentos»
semejantes a los de los funcionarios, pero lo normal era que el clero
viviese de prebendas y del fruto de sus «tierras»; las grandes
posesiones eclesiásticas aseguraban, sobre todo en el catolicismo,
el sustento de sus ministros. A pesar de la marcada jerarquización
existente, especialmente en la Iglesia católica, el clero estaba
compuesto por personas de todas las clases sociales. La mayoría de
los clérigos, tanto seculares como regulares, provenía de la
burguesía y de la población rural, para quien el estado sacerdotal
representaba no sólo la posibilidad de llevar una vida
religiosa-eclesiástica libre de todo compromiso, sino también la
única vía de ascenso en la escala social que no dependía del
nacimiento o el privilegio Los requisitos para poder obtener un cargo
eclesiástico no era la pertenencia a una familia o estamento, sino
la formación religiosa-teológica y la ordenación. No hay duda de
que los cargos
[135]
más altos en la Iglesia católica se reservaban generalmente a la
nobleza, en tanto que en el protestantismo el ministerio pastoral se
fue nutriendo progresivamente de sí mismo, pero en principio el
ministerio espiritual se hallaba abierto a todos, incluso a los que
provenían de la capa más pobre. No era raro, pues, que un clérigo
de extracción burguesa llegara a ocupar, en cuanto a la
representación pública, un puesto más elevado que muchos nobles.
También para la incipiente intelectualidad burguesa, el clero siguió
siendo, junto con los funcionarios, hasta el siglo XVIII el único
estamento en donde encontró un campo de acción que hiciera posible
su emancipación, siendo muy notable el número de eruditos de
inicios de la Edad Moderna que eran, al mismo tiempo, miembros del
clero.
La posición alcanzada con el
estado clerical no era sin embargo un paso hacia una libertad no
estamental; al contrario, éste era obtenido a cambio del
sometimiento de pensamiento y obra a unas normas severamente
reglamentadas, que no eran menos efectivas que las de los artesanos o
la nobleza, ya que por un lado favorecían la separación propia de
una casta de los grupos rectores, y por otro volvían a anular la
libertad cristiana postulada por la Reforma, es decir la
individualización de la fe, en favor de unas reglas de conducta
sancionadas por la Iglesia. Si la abolición del celibato para el
clero evangélico supuso una importante ruptura con la tradición,
creando las bases de un aburguesamiento, en la Iglesia católica no
sólo continuó siendo la norma oficial, sino que, por vez primera,
se impuso de una forma más rígida, reforzando nuevamente la
especial situación del clero y reactivando la idea de un sacerdocio
basado en la imitación de Cristo y en el carácter carismático del
ministerio religioso. Con ello se impusieron estrechos límites al
desarrollo individual de los sacerdotes. En ningún otro estamento
existió, en definitiva, una disciplina tan eficaz como en el clero
católico, e incluso protestante.
Aunque el clero, como estamento
social, sobrevivió a la Reforma y conservó su influencia y su poder
hasta los siglos XVIII y XIX, a consecuencia de aquélla y también
de la confesionalización se produjo un cambio decisivo en la
sociedad. En los países protestantes, el antiguo clero y los
monasterios desaparecieron, es decir, sobre la base de la nueva
concepción reformadora del sacerdocio, en general, surgió un clero
totalmente nuevo
También en el ámbito católico,
bajo la presión de los éxitos reformadores, se formó tras el
Concilio de Trento (1563) un nuevo estamento clerical esencialmente
distinto del medieval por cuanto estaba rigurosamente organizado e
imponía con gran eficacia el poder moral y espiritual del papado
tanto en la aldea como en [136]
la corte. Esto
no fue únicamente el resultado de la reforma iniciada por el propio
papado o la Iglesia católica; aún más significativo
fue que el éxito de la Contrarreforma se debiera en gran
medida a los poderes temporales que habían permanecido fieles
al catolicismo, los cuales, en aras de una eclesialidad estatal y un
mayor control de las Iglesias nacionalizadas favorecieron
considerablemente la reforma del clero. Tres fueron los fines
perseguidos. En primer lugar, el perfeccionamiento de la moral y las
costumbres: las visitas, estrictamente realizadas, velaban por una
conducta de vida ejemplar, y, sobre todo, por la observancia del
celibato; la indumentaria, signo visible de la filiación
jerarquizada a la Iglesia universal, fue sometida a normas; y se
definieron con exactitud los deberes cotidianos, prescribiéndose
estrictamente el ritual eclesiástico y vigilando su cumplimiento.
Siguió luego una formación intensa de los teólogos y padres
espirituales, principalmente en los nuevos seminarios creados; los
ejercicios espirituales intensificaron la nueva conciencia apostólica
y el estudio sistemático de la disciplina teológica elevó y reguló
los conocimientos de los sacerdotes, dejando lógicamente en un
segundo plano las inclinaciones subjetivas e individuales en favor de
la indoctrinación de la teología contrarreformadora. Por último,
tuvo lugar una severa orientación hacia Roma mediante la
transferencia a los jesuitas de la formación clerical, el control
del episcopado por las instituciones romanas (nunciaturas, etc.) y la
decisiva subordinación de los obispos a la supremacía del papa. La
formación de la cúspide rectora de la Iglesia en el Collegium
Romanum (1551) y en el
Collegium Germanicum
(1552) sirvió para garantizar la influencia de Roma. La introducción
del Breviarium Romanum
en 1568 y del Missale
Romanum en 1570 reforzó
la unidad de la Iglesia, que antes de la Reforma no había tenido tal
carácter, y sometió a todo el clero, desde el obispo hasta el
párroco rural, a rituales y normas de conducta determinadas por
Roma. Al intensificarse las tendencias monárquicoabs0luti5tas dentro
de la Iglesia, el poder del clero se vio simultáneamente reforzado.
Si, hasta los tiempos de la Reforma, las personas laicas, y sobre
todo la nobleza y los príncipes, habían ejercido una influencia
considerable sobre la Iglesia, a partir de ahora el poder estaría,
casi de forma exclusiva, en manos del clero consagrado. Los rituales
romanos y la reafirmación del latín sobre la lengua vernácula
acentuaron la separación entre los laicos y el clero. El núcleo de
la praxis religiosa del clero lo constituían la administración de
los sacramentos y la celebración de los oficios divinos, la
participación en los cuales fue inculcada a todos los feligreses. El
clero se consideraba mediador entre Dios y los fieles, y a él
correspondía la educación religiosa mediante la predicación, la
catequesis
[137]
y la defensa de la doctrina católica frente a los ataques reforma
dores. Se aplicaron todos los medios espirituales y terrenales país
combatir la herejía; en este sentido, el clero ordenado reivindicaba
para sí el monopolio exclusivo sobre la interpretación de la
doctrina de la Iglesia. La confesión y la escuela se ofrecían corno
nuevas prácticas para la asistencia espiritual y como posibilidades
de control. Las peregrinaciones, el culto a los santos y las
festividades eclesiásticas ya existían en la Edad Medía; lo
realmente nuevo en este sentido consistió en su aplicación
consciente a la cristianización de la sociedad; las manifestaciones
religiosas populares de carácter espontáneo fueron desplazadas por
otras masivas organizadas por la Iglesia. Un hecho significativo es
la aparición en un primer plano de un número cada vez mayor de
clérigos canonizados como modelos de conducta espiritual, siendo los
más importantes los numerosos fundadores de nuevas órdenes
religiosas. La abundante construcción de iglesias y santuarios, así
como la reforma de los ya existentes, pone de manifiesto la posición
alcanzada por el clero en la ciudad y en el campo, que, aun cuando
interviniese en la reglamentación de la vida cotidiana de los
fieles, a diferencia del protestantismo, afectó en escasa medida la
vida moral de los católicos, pues al no existir la disciplina
eclesiástica, éstos únicamente podían alcanzar la salvación
mediante la fe en la Iglesia y el cumplimiento de los deberes
religiosos, siendo relativamente poco importante el valor concedido a
la moral.
La Iglesia medieval era, en
esencia, una Iglesia monacal. A pesar de los duros ataques por parte
de la Iglesia reformada, el monacato había pervivido, pero la
revalorización del clero secular y la aparición de nuevas
congregaciones transformaron su imagen. La Iglesia clerical debía su
nuevo papel espiritual a la fundación de nuevas órdenes, que,
significativamente, ocuparon una posición intermedia entre la orden
estrictamente monástica y el clero secular no organizado,
reaccionando con ello ante el cambio de situación y misión. El
ideal había dejado de ser la soledad monacal y el sacerdote debía
luchar dentro de la sociedad por las almas humanas a través de la
evangelización, la enseñanza y la asistencia espiritual; en este
sentido, la Reforma trajo consigo, también en lo que se refiere a la
Iglesia católica, una orientación secular. Surgió así un gran
número de nuevas órdenes cuya
grandilocuencia y religiosidad guardaban una extraña relación con
la rigidez religiosa y el boato de la Iglesia romana. Entre
ellas hay que destacar, ante todo, la Compañía de Jesús, que
conjugaba como ninguna otra la absoluta obediencia a Roma con una
acendrada espiritualidad, una religiosidad ascética y una
evangelización disciplinada. Si en 1565 la orden contaba con 3 500
miembros y 130 [138]
casas, en 1615 el número de
miembros había llegado a ser de unos 30 000, repartidos en 372
colegios. Su principal
actividad contrarreformadora la constituían la asistencia
espiritual, la predicación y la enseñanza, más concentrada sin
embargo en las clases altas que en el pueblo llano, al que no
obstante acogía gratuitamente en sus numerosas escuelas, construidas
con recursos laicos. Se
consideraba como militia
Christí, como élite de
la Iglesia, exigiendo de sus miembros la mayor aplicación
intelectual y moral; con sus exercitia
spiritualia consiguieron
una disciplina espiritual y corporal que despertó, al mismo tiempo,
la admiración y el espanto. Mediante
la progresiva monopolización de la enseñanza clerical y del sistema
escolar al nivel más elevado en los países católicos, para los que
la Ratio studiorum
de 1599 creó unas bases unitarias,
así como de las funciones de confesores y predicadores de la corte,
los jesuitas aseguraron su influencia incluso en las cortes de los
príncipes, empleando toda clase de medios para la
recatolización: sermones,
obras de teatro, manifestaciones en masa, Inquisición y polémicas
científicas. A consecuencia de su éxito y de su compromiso
riguroso, en ci que sólo les igualaron los predicadores calvinistas,
desde un primer momento, los jesuitas fueron considerados por sus
adversarios las «peores criaturas del Demonio que ha vomitado el
Infierno», lo que no
impidió que los mismos protestantes enviaran a sus hijos a colegios
de jesuitas y que el propio F. Bacon los pusiera como ejemplo.
Sea como fuere, el jesuita
caracterizó a un tipo de clérigo que configuraba la imagen del
catolicismo en la misma medida que el más alto prelado y el simple
párroco de aldea.
En su lucha contra la jerarquía
eclesiástica como engendro
del Anticristo papal, la Reforma dio lugar a una nueva concepción
del estado sacerdotal. Era
fundamental que el pastor, libre del poder mundano, estuviera
solamente al servicio de Dios y transmitiera a la comunidad cristiana
la Palabra verdadera sin aislarse en un estamento clerical propio ni
monopolizar los bienes espirituales. «Por
ello, el estado sacerdotal dentro de la cristiandad no ha de ser
distinto al de un cargo público, en tanto que ejerza su ministerio,
pero si lo deja o es destituido, será un campesino o un burgués
como los demás» Con la misma rapidez con que se extendió el
movimiento evangélico surgieron también grandes dificultades en
cuanto a la organización de una Iglesia que respondiera a tales
exigencias. Si se tiene en
cuenta el hecho de que el protestantismo, sin un poder espiritual
centralizado, sólo se podía desarrollar dentro de los límites de
la tolerancia señorial existente, el Estado territorial, es decir la
autoridad o el Estado en vías de formación, tuvo desde el primer
momento un papel muy importante. La autoridad se convirtió en
garante de la unidad
[139]
de la Iglesia nacional y su clero
y, en consecuencia, en una suerte de delegado espiritual del Estado
profano. «Es deseo de Su Majestad el príncipe elector», reza el
régimen eclesiástico de Sajonia (1580), «que ambos, ministro de la
Iglesia y maestro, sean rectos y puros, particularmente en la
doctrina, y que asimismo observen ambos tal conducta en su vida y
costumbres, en el hablar, el obrar y el vestir». Cierto es que la
situación del clero dependía de la clase de protestantismo y de las
Iglesias nacionales, pero en todas partes, excepto dentro del
catolicismo y del sectarismo separatista, la autoridad temporal fue
considerada la protectora directa de la Iglesia.
Esto marcó profundamente al
incipiente clero protestante, que, al estar al servicio del Estado,
debía ganarse el favor de los príncipes y solicitar su protección,
sintiéndose por otra parte obligados a luchar por la independencia
de su Iglesia y, con ello, por la de la predicación de su doctrina,
pues aunque rechazase los compromisos, titubeaba constantemente entre
ambos extremos.
El espíritu combativo, por un
lado contra las actividades de la Contrarreforma católica y, por
otro, contra los abusos y las injerencias del Estado, fue el rasgo
esencial del clero protestante hasta bien entrado el siglo XVI. A
pesar de la imposibilidad de evitar estas complicaciones, éste era
atacado en tal situación con la misma dureza que, antes, el clero
católico. Fischart escribe:
Die Geisilichen soilten
predigen, lebren,
Mit
Beten dienen Gott dem Herren,
Aber
Tugend em Vorbild /ühren
Und mit dem Schwert des
Geisis regieren,
Wie sie der heihig Paulas
lehrt.
So bat es sich gar
umgekehrt,
Dars sie jetzt /ühren das
weltlich Schwert;
Sind geisthich und
welthich, wie man wihl:
Ibres Amtes achien sie fu
viet,
Be/ehien es den welthichen
Herrn,
Die müssen dann versehen
und wehrn,
Dass
man der Kirchen Ordnung halt.
(Los clérigos han de predicar,
enseñar, / servir a Dios con oraciones, / ser un ejemplo de todas
las virtudes y gobernar con la espada del espíritu, / según enseña
San Pablo. / Esto empero se ha mudado / pues ahora empuñan la espada
mundana; / son espirituales y profanos, según convenga: / de su
ministerio no se ocupan demasiado, / lo encomiendan a los príncipes
laicos, / que han de velar y combatir / porque se mantenga la
disciplina de las Iglesias.)
[140]
Dado que la oposición entre
clero y laicos había de ser eliminada dentro de la Iglesia
reformadora, la praxis religiosa estuvo caracterizada por una mayor
influencia, o derecho de intervención, de la comunidad de fieles en
el calvinismo, indudablemente más fuerte que en el luteranismo, ya
fuera mediante la creación de un senado que influía sobre la vida
religiosa y moral y sobre la vida cotidiana de la comunidad, ya fuera
mediante la participación de ésta en el nombramiento del pastor .
Aun cuando nunca tuviera lugar posteriormente una separación entre
el clero y la comunidad tan fuerte como por ejemplo en el
catolicismo, ni tampoco la monopolización por parte de aquél de la
interpretación de la Biblia, sin olvidar que su sencilla
indumentaria y el uso de la lengua vernácula en los oficios divinos
impedía también nuevas prácticas de dominación, con la formación
de las Iglesias nacionales y el endurecimiento ortodoxo de todas las
confesiones el elemento laico se redujo nuevamente. El clero se
declaró a sí mismo estamento. Cuando un teólogo protestante
escribe: «El púlpito es el más alto cargo, mucho mejor que los
cargos mundanos, del mismo modo que el alma es mejor que el cuerpo»
se pone de manifiesto la notable consolidación de un estamento
eclesiástico dentro del protestantismo desde finales del siglo XVI,
algo impensable en los tiempos de la Reforma. El pastor y predicador
se convirtió en el representante de la Iglesia evangélica.
El elemento central de la
praxis religiosa del pastor dejó de ser el ceremonial, la Misa y la
administración de los sacramentos, para ser ahora el nuevo mensaje
evangélico, la predicación de la Palabra y la interpretación de
las Escrituras, lo cual exigía una disposición intelectual por
parte de la comunidad y una sólida formación y el conocimiento de
las ciencias teológicas por parte del clero. La disminución del
analfabetismo Y la intensificación del sistema escolar en el
protestantismo fueron una consecuencia de la concentración en la
Palabra y las Escrituras, cuya lectura se convirtió también en
mandamiento de la fe evangélica. Otra consecuencia de ello fueron
las considerables tentativas de regulación de la lectura de la
Biblia por parte del clero. La interpretación individual heterodoxa
de las Escrituras era perseguida con la misma severidad que en el
catolicismo. Pero la lucha en contra de la superstición católica y
en favor de la difusión del verdadero Evangelio era sólo una de las
tareas del pastor y predicador protestante; la otra era el
perfeccionamiento de la vida moral y de las costumbres de la
comunidad.
De ello se habían ocupado muy
poco los sacerdotes católicos; el clero tridentino estaba también
muy lejos de someter a una disciplina la vida social de los
feligreses; esto sucedía únicamente en los monasterios. El católico
sólo conseguía en definitiva la [141]
salvación mediante las
obras piadosas y el cumplimiento de sus deberes religiosos; de
acuerdo con ello, el sacerdote ejercía las funciones de mediador de
la salvación, en tanto que al pastor protestante le importaba ante
todo la puesta en práctica del mensaje evangélico en la vida
cotidiana concreta, siendo esencialmente maestro y moralista, si bien
el mandamiento de la disciplina eclesiástica no se observó en
general con tanto rigor como en la Ginebra calvinista, cuya
comunidad, convertida por el propio Calvino en modelo de comunidad
cristiana, es decir de Estado clerical, constituye un caso
paradigmático especial e En esta ciudad no sólo se reguló
exactamente la vida religiosa o se determinó la estructura de la
Iglesia, sino que, además, la disciplina eclesiástica fue declarada
la principal obligación. EJ objetivo de Calvino era la completa
cristianización de la comunidad mediante el control de la vida
doméstica y la total supeditación de la vida burguesa a las normas
y prescripciones del pastor calvinista, quien se consideraba
legitimado para ello como profeta divino. Aun cuando Ginebra fuera
elogiada como modelo de Estado cristiano, en ningún otro lugar —ni
siquiera en Holanda o Escocia— se llevó como tal tan radicalmente
a la práctica.
La abolición del celibato por
parte del protestantismo supuso la ruptura más importante con la
tradición. Al estar obligados todos los pastores y predicadores a
contraer matrimonio, la jerarquización quedó fuertemente
restringida y la orientación hacia la praxis comunitaria
estabilizada. Por el hecho de casarse, el propio clérigo se
convertía en miembro de la comunidad de la Iglesia, y no sólo en su
guía; en la rectoría resurgió además, a finales del siglo XVI y
durante el XVII, el centro de una nueva cultura religiosa y de una
vida intelectual que, sobre todo en Alemania e Inglaterra, ejerció
una gran influencia sobre el desarrollo cultural en general. Por su
papel de intérprete legítimo de las Sagradas Escrituras y de
teólogo con formación científica y educador, el pastor alcanzó un
puesto destacado en la vida pública, que, a diferencia del clero
católico, contribuyó de manera esencial al aburguesamiento de la
sociedad.
A pesar de que el
protestantismo no deseaba tener nada en común con la Iglesia
católica, también en él se habría de formar un estamento clerical
a medida que se fuera extendiendo, que llegaría a integrarse en la
sociedad estamental laica. Otra concepción radicalmente distinta es
la que caracterizó únicamente a las diversas sectas no
eclesiásticas en el continente y principalmente en Inglaterra, en
las cuales el jefe de la comunidad era elegido - sólo aquí se hizo
patente el elemento democrático-laico- , y no se distinguía tampoco
por un estatus social, ya que ejercía, o al menos podía ejercer,
una profesión burguesa y no recibía una [142]
formación propia de su
estado . La capacitación para su cargo radicaba exclusivamente en
sus dotes oratorias y en su carisma espiritual, y por encima de él
no existía una jerarquía, sino la comunidad. Expresión de la
teología reformadora de la «inmediatez» o de la concepción
presbiteriana de la Iglesia era el hecho de que el predicador
renunciara a todo ceremonial que pudiera subrayar su papel,
convirtiendo a la predicación, la enseñanza religiosa y el control
moral de la comunidad en núcleo de su praxis pastoral. A
consecuencia de su concepción radicalmente democrática o teocrática
de la Iglesia y del sometimiento de la vida cotidiana a las normas
del Evangelio, estas asociaciones religiosas adoptaron una posición
especial que ya no era integrable dentro de la sociedad estamental.
El predicador de una Iglesia baptista o el cuáquero, por ejemplo, ya
no pertenecían al clero como estamento con derecho a una dignidad
propia y diferenciado del laico por su lenguaje, indumentaria,
formación o ritual. Aquello que lo caracterizaba no era debido a su
ministerio, su formación a su estatus social, sino única y
exclusivamente a sus cualidades espirituales o a su relación con la
comunidad. De esta manera, tales agrupaciones religiosas se situaban
al margen de la sociedad estamental.
El clero protestante, al igual
que el católico, constituía un estamento privilegiado al estar
integrado en las asambleas de los Estados de inicios de la Edad
Moderna. Como señor feudal participaba también del ejercicio del
poder y el dominio político. No obstante, su conciencia y su interés
político no estaban en absoluto establecidos, sino que eran
variables, como en el caso de la nobleza o la burguesía urbana, pues
ni estaba siempre del lado de la autoridad, ni tampoco siempre del de
las capas inferiores. No se puede negar que existían importantes
disposiciones específicamente confesionales, o al menos cierta
correspondencia entre el sistema político y el religioso, surgidas
con el proceso de formación de la sociedad moderna primitiva; sin
embargo, es necesario tener en consideración la situación concreta
de la Iglesia o el clero en cada país. Cuando las agrupaciones
reformadoras se enfrentaban como minorías a un monarca católico,
revelaban una acusada tendencia republicana; por el contrario, cuando
era posible ganar al gobernante para la causa evangélica, se
producían adaptaciones significativas al primitivo sistema
absolutista. Es indudable que el clero católico ofrecía las mayores
posibilidades de legitimación a este sistema, no limitándose sólo
a reforzar los intereses de la soberanía monárquica, como en
España, Francia, Baviera y Austria, pero a pesar de su decisivo
apoyo al príncipe, sobre todo por parte de los jesuitas,
desarrollaron los principios de la doctrina de la soberanía popular
y del tiranicidio. Cierto es [143]
que el clero católico se abstuvo
de intervenir en las luchas estamentales de los siglos XVI y XVII,
favoreciendo con su actitud los afanes pacificadores de los príncipes
absolutistas y condenando toda clase de sublevaciones populares
violentas, pero algunos clérigos no sólo participaron en las
revueltas contra la monarquía española en Cataluña y en la Italia
meridional, sino que también en Francia y Alemania ayudaron a los
campesinos a articular sus intereses. En general, el clero no reprobó
en modo alguno el uso legítimo de la fuerza, sabiendo animar las
luchas de todos los partidos en el período de la Contrarreforma;
ahora bien, sólo en raras ocasiones se destacarían los clérigos
católicos como paladines de una sublevación popular, una lucha
estamental o una guerra confesional.
La misma pasividad puso de
manifiesto el clero luterano, que si bien legitimaba el uso de la
fuerza por parte del príncipe, apenas participó en las luchas en
favor de éste, como tampoco lo hizo activamente en ninguna
sublevación popular, Pese a verse especialmente afectado por los
desórdenes contrarreformistas, el clero protestante seguía
considerando en principio sagrada toda forma de autoridad. El
clérigo calvinista, sin embargo, se reveló decididamente político,
comprometiéndose —como heredero de Calvino— mucho más
abiertamente que el luterano en la realización política de la
Reforma, hecho que ponen de manifiesto las guerras de religión en
Francia, Holanda e Inglaterra. No se trataba aquí de la postura de
un grupo perseguido y oprimido, como el baptista, es decir de la
postura de una minoría a la que la desesperación obligaba a actuar,
sino de la convicción religiosa de los calvinistas de combatir por
su causa —en caso necesario, también por la fuerza— y fundar el
reino de Dios. La
participación de predicadores calvinistas en la guerra de los
hugonotes fue considerable y sus Iglesias se convirtieron en
bastiones de la resistencia. De sus filas provinieron también
principalmente los ataques teóricos más virulentos contra el primer
absolutismo, legitimando cualquier clase de violencia contra el
tirano. Indudablemente, el movimiento antiabsolutista en Francia fue
sostenido primordialmente por los intereses del estamento noble;
ahora bien, la exaltación de la lucha por la libertad estamental por
parte del clero, basándose en la idea de la libertad cristiana,
confirió a la lucha religiosa de los estamentos la dureza que habría
de caracterizarla. El acusado acento antiabsolutista fue el producto
de un republicanismo constitucional dentro del calvinismo; no
obstante, la lucha por la libertad política estuvo acompañada, en
no menor medida, por una voluntad de autoafirmación estamental.
[144]
Al alcanzar la politización de
la Reforma un momento de apogeo en el calvinismo, según se hace
patente en Francia o en Escocia, en los círculos sectarios se
produjo una radicalización que destruyó por completo el modelo de
estructura estamental. Sus predicadores se contaban entre los más
decididos adversarios del absolutismo, pero también del modelo
estamental, y luchaban por la separación entre la Iglesia y el
Estado, por la libertad religiosa y por los derechos políticos del
individuo. En este sentido, los predicadores de los grupos religiosos
marginales se convirtieron en protagonistas de un Estado de derecho
protoburgués, sólo en el cual podrían realizar su praxis
religiosa, libres de represiones estatales o eclesiásticas. A causa
del desarrollo de la Reforma y de su diferente realización en cada
sociedad en particular, el clero de inicios de la Edad Moderna no se
caracteriza en modo alguno por una actitud política unitaria.
Siempre que estuviera organizado estamentalmente, se habría de
adaptar a los sistemas políticos existentes, pero allí donde
renunció a esta organización, luchó por una teocracia o por un
Estado protoburgués.
Igualmente heterogénea fue su
actitud respecto al humanismo tardío y a las ciencias modernas.
El conjunto del clero, incluido el
católico, no era en general enemigo de la ciencia —dentro de lo
que el caso de Galileo nos permite suponer—; la preparación
científica del clero, su papel en la cultura humanista y su
constante dedicación intelectual le hacían especialmente sensible
al desarrollo de la ciencia moderna; nadie como él percibió lo
nuevo, lo no integrable dentro de las ciencias modernas. No hemos de
olvidar la participación de los jesuitas en las ciencias naturales,
o la de los oratorianos en la filosofía moderna. Pero en ningún
lugar se le ofreció a la ciencia la posibilidad de un desarrollo
verdaderamente libre.
A pesar de que ya existía una
amplia cultura laica y de que la nobleza y la burguesía habían
desarrollado nuevas formas de vida, la sociedad posterior a la
Reforma no se había liberado en absoluto de la influencia clerical,
la cual no se hallaba solamente circunscrita al ámbito eclesiástico.
Bajo el pretexto de la Reforma o de la Contrarreforma, tuvo lugar
incluso una cristianización de la sociedad hasta entonces
desconocida, conforme a la cual todas las manifestaciones de la vida
social estarían sometidas a las normas confesionales. Como agente de
este proceso, el clero adquirió después de la Reforma un papel
social más importante e influyente que antes. Igualmente
sorprendente es el hecho de que en este tiempo apenas se redujera el
abismo entre el clero y el pueblo. Aun cuando éste se acercara por
vez primera de una forma consciente al mundo y, por tanto, al pueblo
mediante la lengua vernácula, la indumentaria y las instituciones
escolares, se [145]
mantendría sin embargo una
distancia insalvable, la cual no se basaría ya en las tradiciones,
ceremonias y rituales, sino en el moderno afán de cultura, tan
extraño al pueblo como el latín en los oficios divinos. Al
insertarse en la capa alta de la burguesía urbana, el pastor
protestante era tan ajeno al pueblo como el sacerdote católico, que,
como administrador de los bienes espirituales, conservaba un papel
especial, aunque con la diferencia de que en la sociedad agraria de
inicios de la Edad Moderna la necesidad de prácticas de salvación
mágico-religiosas era mayor que el interés por el saber
intelectual, de modo que el clero católico pudo conservar su poder
sobre todo entre la población campesina, en tanto que el protestante
halló su mayor apoyo en las ciudades.
VI. LA ORGANIZACION ESTAMENTAL Y LA SOBERANIA DE LOS PRINCIPES
En general, el poder político en
la sociedad premoderna europea nunca estuvo exclusivamente en manos
de los príncipes, sino que fue compartido por los estamentos
privilegiados, cuyos derechos no eran derivativos sino autógenos, en
virtud de su linaje y del poder feudal. Por regla general, las
asambleas de los Estados
estaban formadas por la alta y la baja nobleza, los claustros de
prelados o clérigos, y las ciudades o consejos municipales. No todos
los estamentos poseían el derecho «político» de consenso o
estamentalidad política, razón por la que hay que distinguir el
orden estamental social del político-corporativo. De la misma manera
que el príncipe se hallaba coartado en el ejercicio de la soberanía
por las libertades de los estamentos, pudiendo únicamente gobernar
en consenso con ellos, éstos, a su vez, estaban obligados a prestar
consejo y ayuda al príncipe, el cual podía reclamarla con pleno
derecho siempre que los intereses del país lo requiriesen.
Esta era la herencia del desarrollo
de la soberanía medieval en casi todos los países europeos de
estructura feudal; ahora bien, la configuración concreta de esta
relación entre los estamentos y los príncipes dependía de diversos
factores: del poderío del príncipe, del papel de la nobleza y la
burguesía y de la situación socioeconómica del país. Con todo, es
esclarecedor el hecho de que, conforme a la evolución del poder de
los príncipes hacia un Estado territorial mediante la monopolización
de los poderes locales y al desarrollo de una administración libre
de la influencia estamental, surgiera en casi toda Europa, a veces
incluso con el apoyo manifiesto de los príncipes, una asamblea de
los Estados [146]
que, en representación del país participaba con su «consejo y
ayuda» en el ejercicio del poder, si bien limitando claramente la
jurisdicción de aquéllos e incluso rivalizando políticamente con
su soberanía.
Por otra parte, en la propia
fase de formación del Estado territorial el poder de los estamentos
corporativos aumentó hasta tal punto que, antes de que aparecieran
en toda Europa las diferentes formas constitucionales, se puede
hablar en el siglo XVI de un dualismo de estamentos y príncipes, e
incluso de un Estado estamental, que marcó profundamente el proceso
político. La soberanía «absoluta» de los príncipes es
prácticamente inexistente en este siglo. Desde
finales del siglo XVI hasta mediados del XVII tuvo lugar el
trascendental proceso de consolidación de una forma de poder estatal
diferenciada. De una coparticipación abierta a todas las
posibilidades se pasó, bien a la supeditación del príncipe al
Parlamento, bien a la subordinación de los estamentos al poder del
gobernante, aun cuando ello no implicara la desaparición de la
organización estamental como institución en ningún país. Pese a
la pérdida general de poder de los estamentos, el monarca de inicios
de la Edad Moderna tampoco pudo alcanzar una posición auténticamente
soberana allí donde éstos habían visto claramente mermada su
influencia.
Los estamentos corporativos de
esta época eran instituciones integradas en el incipiente Estado
territorial, cuya función no se reducía a limitar el poder
expansivo de los príncipes y la estatalidad moderna primitiva,
máxime cuando no se excluían recíprocamente. Las asambleas de los
Estados no constituyen, sin embargo, una forma precursora del
Parlamento, pues a pesar de la insistencia en las relaciones
contractuales entre el pueblo y el rey y en la soberanía popular por
parte de los grupos antiabsolutistas,
nunca se pensó en la participación de todos los súbditos
en el gobierno ni en que éste fuera asumido por los estamentos, sino
en una cogestión más o menos fuerte de la nobleza y, en cierto
modo, en la consecución del derecho de representación para
burgueses y campesinos Por otra parte, el gobernante estaba también
interesado en la adhesión y la colaboración de los estamentos,
convocándolos para ello a Dietas,
Parlamentos y Asambleas
Generales. En tanto que no
existiera una administración estatal y el príncipe no fuera el
señor inmediato de todo el país, no podría gobernar sin los
estamentos. Ciertamente no hubo un solo país donde los gobernantes
no trataran de ampliar sus intereses de soberanía, pero la privación
de poder padecida por los estamentos políticos en algunos países
europeos no fue sólo el resultado de la represión violenta, sino
que, con la integración de aquéllos, y sobre todo de la nobleza, en
el nuevo Estado, dentro del cual asumieron cargos públicos, los
estamentos dejaron de conceder importancia a la asamblea de los
Estados. El hecho de que a partir de 1614 no se convocaran ya en
Francia a los Estados Generales no respondió únicamente a los
intereses absolutistas del rey, sino al desinterés de la nobleza con
respecto a la representación estamental. [147]
[….]
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