jueves, 3 de septiembre de 2015

Floria y belsunce cap8 - HACIA LA CREACION DEL VIRREINATO (1700 - 1776)

HACIA LA CREACION DEL VIRREINATO (1700 - 1776)

La sociedad rioplatense


Si a mediados del siglo xvn la población de la América española era de algo más de diez millones de almas, de las cuales los blancos representaban el 6,4 % y los indios el 81 % de esa población, ciento cincuenta años más tarde, al terminar el siglo xvm los habitantes de América hispánica han llegado a 15.814.000. El crecimiento de la población, tanto vegetativo como inmigratorio, siguió una curva ascendente que se hizo más notoria en la segunda mitad de la centuria.

La inmigración blanca comprendió casi todas las clases sociales y los campos profesionales, representando las clases humildes más del 50 %, los mercaderes el 13 %, los clérigos el 5 %, los militares el 3 % y los artesanos el 1 %, proporción ínfima esta última que debe tenerse en cuenta para comprender el atraso técnico artesanal que va a representar uno de los grandes problemas de la América recién emancipada del siglo siguiente. Ni la distribución de la población fue pareja en todo el continente ni lo fueron tampoco estos porcentajes. La corriente inmigratoria hacia el Río de la Plata fue secundaria y en ella los mercaderes parecen haber representado un importante núcleo inmigratorio, así como a partir de 1750 los militares destinados a la defensa de la región.

La inmigración negra se orientó principalmente hacia las regiones cálidas, pero desde 1703 estuvo abierto a ella el Río de la Plata, primero a través del Asiento de Negros francés, luego — 1715— del Asiento de Negros inglés y desde 1741 por el establecimiento de la libre introducción de negros.

Pero el mayor crecimiento de la población se debió al aumento vegetativo, pese a que las enfermedades como la viruela, las luchas, el agotamiento, etc., diezmaron a muchos pobladores, especialmente a los indígenas.

Para establecer cifras comparativas de la potencialidad humana del imperio español americano, conviene señalar que aquélia representaba el 50 % de toda la población del continente en tanto que las colonias inglesas representaban un 33 % y el imperio portugués un 17 9? aproximadamente. Pero mientras la población de las colonias inglesas era blanca en un 80 % y concentrada en una extensión territorial relativamente reducida, la población del imperio español era blanca en sólo un 20 % v dispersa en enormes extensiones, diferencia que debe tenerse en cuenta cuando se analiza la evolución posterior de las dos comunidades, para no caer en pueriles consideraciones sobre las virtudes colonizadoras de españoles e ingleses.

Otra característica fundamental de la población hispanoamericana es que el 95 % por ciento de la población blanca era criolla, lo que subraya la debilidad de la corriente inmigratoria. La población indígena había decaído mucho, representando menos del 50 % del total, pero en su reemplazo se había producido un largo proceso de mestizaje, al que nos hemos referido antes, que elevó el porcentaje de mestizos a una cuarta parte del total de la población. Los negros eran sólo el 8 % del total. En cuanto a sus ocupaciones, el grueso de la población realizaba actividades rurales, le seguía el grupo artesanal, luego los mineros y militares, cerrando la lista los eclesiásticos, comerciantes y burócratas. Otra vez en esta enumeración debe señalarse la particular situación del Río de la Plata. En éste desaparece prácticamente la población ocupada en la minería, los núcleos rurales no son tan predominantes e incluso en Buenos Aires son francamente menores que los urbanos, y por lo tanto adquieren relieve las diversas actividades características de las ciudades: artesanos, comerciantes, militares, etc.

Hernández Sánchez-Barba, de quien somos tributarios en buena parte de este punto,1 divide la población hispanoamericana en grupos que prefiere denominar, acertadamente, “mentalidades”, para destacar las características de su actitud vital.

Señala la existencia de una aristocracia indiana, formada por descendientes de los conquistadores, segundones de casas nobles, encomenderos, latifundistas y funcionarios, que aunaba buena parte de los núcleos más representativos de la población blanca, que aun en sus estratos inferiores se sentía aristocracia respecto de la población no blanca. Este grupo aristocrático tuvo vigencia principalmente en las viejas cortes virreinales —Lima y México—, pero no logró arraigo en Buenos Aires, aunque tuvo cierta insinuación en las ciudades del interior argentino.

Relieve continental, y plena vigencia rioplatense, tuvo en cambio la mentalidad criolla, hija de la coherencia social que resulta de su predominio numérico y de una progresiva sensación diferenciado™ respecto del blanco europeo. Cuando esta mentalidad se perfile con claridad estarán establecidas las bases de la inquietud revolucionaria. La favoreció una legislación que subrayaba las diferencias entre españoles europeos y americanos, la lucha por los cargos civiles y eclesiásticos, la conciencia humanista desarrollada entre los criollos en las universidades, las actitudes de superioridad del español europeo y el desprecio intelectual con que le responderá el criollo. Por ello se dijo sagazmente que el criollo era antihispánico en orden a las querellas políticas y administrativas y filohispánico en relación a la Corona.

La mentalidad colonial caracterizó al grupo reducido de españoles peninsulares que vinieron a América —según la óptica criolla— a hacer fortuna y no justicia. Dominantes en los cargos administrativos, subrayando sus privilegios reales o atribuidos, con una mentalidad formada en España, adoptaban en América una actitud de repliegue y defensa. Este tipo de grupo social tuvo existencia en Buenos Aires, pero se vio muy neutralizado por lo que el historiador citado llama la mentalidad burguesa, característica de la periferia del continente y por lo tanto de la ciudad puerto de Buenos Aires. Constituida por los grandes comerciantes, es una clase adinerada que encuentra en el puerto la estructura económica adecuada para su desarrollo. Porque muchos de ellos eran españoles europeos o criollos de primera generación, esta mentalidad bloqueó y superó a veces a la mentalidad colonial. Aparte de los diputados enviados a Cortes, cuando existía Consulado, tenían en el Cabildo una excelente representación.

La mentalidad eclesiástica constituía un grupo aparte, que aunque homogéneo en lo fundamental, presentaba en su seno divergencias notorias: entre los misioneros y los sacerdotes de curia, por ejemplo, y entre las diversas órdenes religiosas, en particular en relación a los jesuítas, modeladores de la mentalidad americana, lo que se manifestó en el intento de arrebatarles la dirección de las misiones. La separación entre criollos y europeos dejó también su huella en la vida eclesiástica y enfrentó a los clérigos en más de un problema temporal.

En los estratos inferiores de la vida social se encuentran los indígenas y los esclavos. Los primeros constituyeron, en cuanto incorporados a la vida occidental, un grupo pasivo, intensamente anulado por el proceso de aculturación v sin conciencia de clase. Se le reconocieron derechos por una legislación proteccionista, pero en la práctica no gozó de ellos v fue despojado paulatinamente de sus tierras. No tuvo, sin embargo, la situación degradante del negro. Ambos grupos fueron reducidos en el Río de la Plata v el Tucumán. I.os indios abundaron en el Paraguay v constituyeron la población básica de las misiones.

Si ahora examinamos los grupos sociales dominantes en el Río de la Plata, podemos señalar tres, siguiendo los pasos de 7o- rraquín Becú: los vecinos, los funcionarios y los sacerdotes.-

Progresivamente, dice el citado historiador, la superioridad social dejó de depender del servicio al rev para ser reemplazada pqr la vecindad, que suponía domicilio, propiedad v familia, l'stc grupo reunía lo que en la clasificación de Vicens Vives se denomina mentalidad criolla, burguesa y parte de la colonial. No era

un grupo totalmente homogéneo, como los sucesos posteriores lo demostrarían. Quedaban excluidos de él los sacerdotes, los funcionarios y militares llegados de otras partes, no afincados, los hijos de familia, los dependientes v todo aquel que no tuviera casa propia v familia. Como sólo los vecinos podían ser regidores y alcaldes, el vecino era la base de la ciudad, desde la cual se podían intentar los diversos pasos hacia el predominio económico, político y social. De hecho, en él residía el poder económico y participaba parcialmente —con voluntad de acrecentar dicha participación— del poder político.

El clero constituía uno de los grupos sociales que, excluidos de la vecindad, y sometidos a una serie de limitaciones en sus derechos civiles y políticos (no podían ejercer profesiones, intervenir en cuestiones políticas y negocios seculares, comprar tierras, etc.), tenía una posición dominante derivada de la participación de la Iglesia en el proceso colonizador y de la catolicidad de la sociedad americana. A diferencia del clero español, carecía de riquezas, y tal vez por ello representó mejor el poder moral, del que extrajo una influencia notable que trasladó fundamentalmente al plano educacional.

También estaban excluidos los funcionarios civiles y militares venidos de España o de otras regiones de América, pues no tenían normalmente domicilio permanente, no podían adquirir tierras, salvo que fuesen naturales del país, ni tener relaciones comerciales con los vecinos o casarse con mujer del lugar. Constituían el poder político, que sólo compartían con la vecindad a través del Cabildo o sea en el modesto —aunque inmediato— orden municipal.

Esta constelación de poderes dirigía la vida colonial: al poder político le correspondía la dirección política, militar, judicial y financiera; el poder económico, integrado por comerciantes y hacendados y en el interior y en menor medida por los encomenderos subsistentes, reglaba la vida económica; el poder moral conducía la vida espiritual, cultural y la beneficencia. Los tres grupos juntos eran los elementos activos y rectores de la sociedad colonial.

A partir de la creación del virreinato del Río de la Plata en 1776, con sus secuelas administrativas y los procesos militares y culturales que se producen desde entonces, el grupo de los funcionarios adquirió especial relevancia, y se agregaron a la trilogía de poderes otros dos nuevos: el poder militar y el poder ideológico, que aflorarían con el advenimiento del siglo xix.

La población de las provincias que pronto se reunirían en el nuevo virreinato creció lentamente hasta mediados del siglo v desde allí adquirió un ritmo más ágil, que en el caso de la ciudad de Buenos Aires alcanzó caracteres vertiginosos, como lo señala Concolorcorvo, que estuvo en ella en 1749 y en 1772 y pudo apreciar la diferencia de su aspecto entre ambas fechas. Otro testigo, Juan Francisco Aguirre, decía en 1782 que el crecimiento de la ciudad era tanto que “apenas era sombra ahora veinte años” y agre^ba:

Pero si alguno quiere convencerse por sí mismo de esta verdad, eche la vista al casco de la ciudad y notará que son nuevas, recientes, las primeras casas. A más que no hay anciano que no confiese la pobreza con que vestía y trataba en aquel tiempo. Pero qué digo anciano, no hay uno que no se asombre de la transformación de Buenos Aires casi de repente.8

Contribuía a este cambio el aumento de la inmigración española desde 1760. Las estimaciones de la población son otro índice de este desarrollo. El censo de 1770 da una población para la ciudad de 22.000 almas; Millau estima dos años después casi treinta mil o más, y Aguirre, a diez años de aquél, ya habla de treinta a cuarenta mil almas. Pero esta cifra sólo se alcanzaría en tiempos de la Revolución.

Característica típica de Buenos Aires era que la cuarta parte de su población estaba formada por forasteros, según Millau, y que habiendo un gran desarrollo comercial, las grandes fortunas eran muy escasas. Concolorcorvo sólo recuerda la del acopiador de cueros y hacendado Alzáibar, y Aguirre registra seis capitales de más de doscientos mil pesos, algunos regulares de ochenta a cien mil, “y los más que sólo giran con el crédito”.

En el último tercio del siglo el porteño abandonó la costumbre de trasladarse dentro de la ciudad a caballo y pasaron a recorrerla “hechos unos gentiles petimetres”, como dice un cronista.

La ciudad presentaba un aspecto agradable, muy andaluz, sin ostentación alguna, donde “no se ve lo magnífico pero tampoco lo miserable”, según apuntaba Aguirre. Al borde de la época virreinal sólo quince carruajes existían en la ciudad y recorrían sus horrendas calles llenas de baches, donde hasta una carreta podía volcar, donde se formaban pantanos intransitables en las lluvias y remolinos de polvo en épocas de sequía.

Edificada en ladrillos v adobe, con sus paredes blanqueadas, sólo las calles y las veredas con sus deficiencias afeaban la ciudad, así como los insectos que pululaban en aquéllas.

No vamos1 a describir el aspecto físico de la ciudad, harto conocido, con sus calles rectas, el fuerte y la plaza mayor con su Cabildo, que pueden verse en grabados y reconstrucciones. Recordemos simplemente que ésta es la época de la gran transformación edilicia del Buenos Aires colonial: en un plazo de cincuenta años se construyen el Cabildo, la Catedral, las iglesias de la Merced, San Francisco, Santo Domingo, el Pilar, San Juan y Santa Catalina, así como la Casa de Ejercicios, todos monumentos arquitectónicos de estilo herreriano, con influencias barrocas en la decoración interior de algunos de ellos. Buenos Aires empieza a sentirse una ciudad a la europea y adopta aires de capital aún antes de serlo.

La ciudad se extendió en quintas por sus alrededores, donde residían principalmente extranjeros, y más lejos, en las estancias, eran criollos los pobladores en su mayoría. De estos estancieros muy pocos residían en la ciudad, salvo que además se dedicaran al comercio, pues la riqueza pecuaria no alcanzaba aún para sostener dos casas.

Los viajeros insisten en señalar el parecido de la ciudad con las de Andalucía. Aguirre lo señala en el modo de adornar las casas y en las costumbres domésticas v alimenticias. Concolor- corvo lo destaca en las mujeres:

Las mujeres de esta ciudad, y en mi concepto son las más pulidas de todas las americanas españolas, y comparables a las sevillanas, pues aunque no tienen tanto chiste, pronuncian el castellano con más pureza. He visto sarao en que asintieron ochenta, vestidas v peinadas a la moda, diestras en la danza francesa v española y sin embargo de que su vestido no es comparable en lo costoso al de Lima y demás del Perú, es muv agradable por su compostura v aliño.4

Señala uno de estos viajeros que hacia fin del siglo Buenos Aires tenía va cafés, confiterías v posadas públicas, v que no había casa de pro donde no existiese un clave o clavecín para amenizar las veladas; a ellas concurrían las damas enjoyadas con topacios, pues los diamantes eran escasos, por lo que se decía con gracejo que “el principal adorno de ellas era el de los caramelos”.

La campiña bonaerense estaba escasamente poblada; Luján tenía sesenta vecinos o familias, Arrecifes no pasaba de veinte casas, Pergamino cuarenta familias v los poblados del sur eran mucho menores.

La segunda ciudad de estas regiones era Córdoba, primera en el siglo anterior, y con 7.500 habitantes al crearse el Virreinato. Con una economía sólida, habían logrado sus vecinos una buena posición evidenciada por la gran cantidad de familias que poseían numerosos esclavos, v en el airoso vestir de sus hombres. Aunque con pocas casas de altos, las existentes eran buenas v firmes y la ciudad se adornaba con excelentes templos, entre ellos la nueva Catedral.

Comparadas con Córdoba, las otras ciudades tucumanas sólo podían lucir su pobreza o pequeñez. Santiago del Estero sólo podía envanecerse de su Catedral y del valor de sus habitantes. La ciudad había sido devastada por las inundaciones, perdida la sede capitalina en el orden civil y eclesiástico, y sus vecinos ricos no pasaban de veinte, y sin que su riqueza fuese notable. San Miguel del Tucumán se reducía en 1772, según Concolorcorvo, a cinco cuadras por lado, no todo edificado; las iglesias eran pobres y los vecinos calificados apenas dos docenas, v en cuanto a riqueza “hay algunos caudalitos que con su frugalidad mantienen” y aun aumentaban con el comercio pecuario. No era mucho mayor Salta pese a la fertilidad de su valle y a sus ferias comerciales. Bien edificada, con casas con altos que se alquilaban a los forasteros y calles que en tiempo de lluvia eran peores que las porteñas, tenía un activo comercio. Jujuy tenía por entonces una extensión similar a la de San Miguel de Tucumán. Su edificación era baja y sin galas y sólo su contorno natural le daba lucimiento.

Entre estas ciudades existían estancias con abundante cría de bueyes y muías, por lo que, a diferencia de Buenos Aires, era mayor la población rural que la urbana. La comunicación se hacía por caminos donde el único refugio eran las postas, pobres y precarias pero irreemplazables.

Por la misma época que examinamos, Santa Fe apenas tenía 1.400 habitantes, y menos aún Corrientes.

Más al sur, Rosario y San Nicolás se desarrollaban convenientemente y aunque sus plantas urbanas eran pequeñas, con sus alrededores y estancias totalizaban dos mil habitantes cada una. En Entre Ríos la vida era aún predominantemente rural. Ni casa tenía el cura en el villorrio de la Bajada del Paraná y las demás poblaciones esperaban el impulso creador del virrey Vértiz que recogería las peticiones de los habitantes de la campaña.

Pero río de por medio, con Buenos Aires, la flamante Montevideo se desarrollaba vigorosamente. En los primeros años de la época virreinal ya totalizaba seis mil habitantes, reunidos en el extremo este de la herradura de la bahía, mientras en el extremo contrario se alzaba el fuerte. La parte edificada estaba cerrada por una muralla. Las casas eran pequeñas y bajas, pero muchas de ellas construidas en piedra y se extendían hasta las barrancas por donde los habitantes resbalaban en los días lluviosos por el piso gredoso de las calzadas. Ciudad muy reciente, con las imperfecciones de muchas improvisaciones, tenía un intenso movimiento marítimo y militar que le daba un tono particular. Además las excelentes condiciones del campo uruguayo hacían posibles muchos establecimientos rurales, por lo que buena parte de los pobladores tenían campos y casa en ellos donde pasaban los meses de verano, llevando en todo lo demás una vida y apariencia muy similares a las de Buenos Aires.

Sobre este conjunto de pequeñas ciudades, más Asunción, enclavada en el corazón del Paraguay y cada vez más aislada de sus hermanas, se estructuraba la vida virreinal de las que aquéllas eran el nervio v el pulso.

Los tres grandes pivotes sobre los que se movía la vida de la sociedad colonial que acabamos de analizar estaban constituidos por: 1) el problema de la gradual apertura del puerto de Buenos Aires y la libre internación de mercaderías, de las que dependía el desarrollo económico de la región; 2) el problema del indio, que se subdivide en el problema de las fronteras y la actividad misional de los jesuítas, y 3) la lucha contra los portugueses e ingleses, manifestaciones locales del largo conflicto internacional entre las tres potencias, cuyas líneas fundamentales expusimos en el capítulo anterior.

Comenzaremos por el primero de estos grandes temas.

Desde el siglo anterior imperaba el sistema de los dos navios anuales de registro, cuyos magros aportes, así como su irregularidad hubieran bloqueado el progreso de Buenos Aires si sus habitantes no lo hubiesen compensado con la pacífica práctica de un contrabando permanente, que se vio acrecentado con la presencia de los portugueses en la otra orilla del río.

El primer resquicio lícito en este sistema lo constituyó el establecimiento en Buenos Aires del Asiento de Negros francés, exigencia de la diplomacia de Versailles, que a partir de 1703 introdujo su triste mercancía cuyo valor era pagado en cueros vacunos, que encontraron por esta causa un renovado mercado.

Los mayores requerimientos de cueros se unieron a una progresiva desaparición del ganado cimarrón, por causa de las matanzas indiscriminadas y de las persistentes sequías. Se agregó a ello las dificultades de provisión del producto en Europa a causa de la guerra de Sucesión y los tres factores condujeron a una suba de los precios del cuero que trajo una ola de prosperidad al Plata. Pero la fuente de esta riqueza amenazaba agotarse. A poco comenzó a faenarse el ganado de las estancias, pero las estimaciones de la época no calculaban éste en mucho más de treinta mil cabezas.

Cuando en 1715, como consecuencia de la paz de Utrecht, el Asiento pasó de las manos francesas a las inglesas, los nuevos empresarios no se limitaron a la introducción de negros y la extracción de los productos del país, sino que en combinación con los portugueses desarrollaron un persistente contrabando. Las mercaderías así introducidas se desparramaban por toda la gobernación. el Tucumán v Charcas v aun llegaban al Perú a precios menores que las que traían los comerciantes limeños por Porto- bclo. Las amplias ganancias que obtenían los ingleses —que además cumplían una finalidad política desmantelando el sistema comercial español— las reinvertían parcialmente en la adquisición de cueros. Ante la gran demanda se optó por acopiarlos previamente repartiendo los cupos el Cabildo y los accioneros de vaquerías. Cada cuero alcanzó por entonces un valor de doce reales y entre 1727 y 1737 se vendieron 192.000. Las persistentes matanzas agotaron el ganado bonaerense y las vaquerías se extendieron entonces a la Banda Oriental. La consecuencia de este proceso fue la creciente valorización de la actividad ganadera que no sólo estimuló a los grandes propietarios, sino que hizo posible, junto con una rudimentaria agricultura, la subsistencia de explotaciones menores.

La política internacional y las concepciones económicas se entrecruzaban mientras tanto en la elaboración de una política comercial americana desde Madrid. El establecimiento del Asiento inglés había sido acompañado además por la autorización de un navio anual de registro de nacionalidad inglesa. No obstante, la Corona, convencida del principio mercantilista de que la opulencia de las naciones tiene por base el comercio, proyectó, hacia 1720, un régimen proteccionista que prohibía el comercio a los buques extranjeros, fomentaba la exportación americana, simplificaba el sistema de impuestos marítimos, reemplazando el complejo sistema anterior por el impuesto único de palmeo —tanto por cubaje de bodega ocupado—. Aunque mantenía el sistema de flotas y galeones, permitía los navios de registro a Buenos Aires. Al mismo tiempo Sevilla perdía su condición de centro monopo- lizador del comercio americano, pues su antiguo privilegio era transferido al puerto de Cádiz.

Las mercaderías introducidas por los navios ingleses por Buenos Aires y Portobelo dislocaron el sistema clásico español. Las que entraban por el primero de los puertos nombrados causaban además grandes pérdidas al comercio limeño. Los negociantes de Cádiz, con agudo sentido comercial, comprendieron pronto que si querían ganar la partida debían favorecer el sistema de buques de registro, mucho más económico y flexible que el de las flotas. Además, advirtieron en qué consistían los principales beneficios para Lima: las diferencias de precio entre lo comprado en Portobelo y lo vendido en Lima, y optaron por establecer sus propios agentes comerciales en ambas ciudades, de modo tal que la ganancia fuese para ellos y no para los comerciantes de la capital virreinal. Este cambio de frente de los mercaderes españoles constituyó la más trascendental novedad en la historia del comercio marítimo americano y trajo como consecuencia la supresión del sistema de las flotas en 1740. Se abría así una nueva perspectiva para el comercio bonaerense y para la circulación de mercaderías entre el Plata y Charcas.

Los ataques ingleses en la zona del Caribe contribuyeron a desviar parte del movimiento marítimo hacia Buenos Aires, que resultaba así una ruta hacia Lima no sólo más barata sino también más segura. Hacia 1749 se permitió extraer metálico por Buenos Aires, cuando éste fuera el beneficio de las operaciones comerciales, y tres años después doce navios de registro entraron en el período de un año al puerto de Buenos Aires. A estos buques se agregaban los barcos negreros, y los que llegaban en arribada forzosa, real o fingida, más todo el movimiento menor de contrabando realizado desde Colonia.

Los intentos limeños de impedir la internación de los productos desembarcados en Buenos Aires fracasaron rotundamente una vez traspuesta la primera mitad del siglo. En el año 1764 una nueva fuente de tráfico se añadió a las existentes ai establecerse cuatro buques correos al año entre La Coruña y Buenos Aires, con autorización para llevar mercancías.

Al año siguiente, por fin, el gobierno español decidió romper el monopolio gaditano. Se autorizó el comercio directo entre los puertos del Caribe y nueve puertos españoles. La medida correspondía perfectamente a las ideas que Campomanes había expuesto en sus Apuntaciones relativas al comercio de las Indias: aquel tráfico abraza una parte entera del mundo o, por mejor decir, la mitad del globo y es cosa temeraria imaginar que Cádiz pueda abastecerla de lo que necesita.1'

La autorización concedida a los puertos caribeanos se hizo extensiva, ante su éxito, a Luisiana en 1768 y a Yucatán dos años después. El aumento de los navios de registro provocó la resistencia del Consulado de Lima, que prohibió a sus comerciantes la venta de los productos ingresados por aquella vía, provocando así la protesta y el choque con el Consulado de Cádiz, poniendo en evidencia la división de intereses entre dos sectores tradicionalmente unidos.

Mientras tanto, el éxito de las medidas mencionadas llevó al gabinete español a adoptar otras igualmente novedosas, como fue el libre intercambio comercial —excluidos los géneros y manufacturas de Castilla— entre Nueva España, Nueva Granada, Guatemala y Perú. Esta vez, 1774, los intereses limeños no se resentirían, pues Buenos Aires no estaba incluido entre los puertos autorizados para ese tráfico. Pero esta pequeña victoria desaparecía dos años después al darse el permiso correspondiente para el puerto de Buenos Aires.

Todas estas medidas no constituyeron sino el prólogo del Reglamento de Libre Comercio dictado en 1778 y que sería una de las reformas económicas que acompañarían la creación del Virreinato.

El triunfo de los intereses del Río de la Plata era impuesto no sólo por la obsolecencia del sistema anterior, sino también por una diferente situación internacional, un cambio en la perspectiva económica de los comerciantes españoles, y un fuerte impulso renovador en las esferas gubernativas de Madrid. Todo ello encontraba una cambiante y pujante realidad rioplatense, con una población acrecida y una capacidad productora muy mejorada.

Los productos introducidos por Buenos Aires rodaban en las crujientes carretas mendocinas y tucumanas hasta la Cordillera V hasta el Potosí, y aun pasaban a Chile y Charcas. Y no sólo los introducidos legalmente. Fiel a su tradición, Buenos Aires seguía practicando el contrabando. Y en esto sus intereses chocaban violentamente con los de Cádiz.

" Cuadro tomado de Ricardo Levcne, Investigaciones acerca de la historia económica del Virreinato de! 1‘tata. Obras de la Academia Nacional de la Historia. Buenos Aires, 1962, tomo ii, pág. 417. Hemos seleccionado algunos artículos significativos, reduciendo los precios a reales. .

Si el siglo anterior representó para la región del Plata la definición de sus fronteras interiores en relación a los indígenas esta definición no significó en el siglo siguiente un estado de tranquilidad en dichas fronteras. Por el contrario, los indios relegados a los extremos sur y noreste del actual territorio nacional, dieron muestras de creciente agresividad. Los pobladores blancos, ya en su mayoría americanos, poseedores de una técnica militar mucho más eficiente que la de sus rivales, pero menores en número, dispersos en un enorme territorio y faltos de los medios económicos para sostener su aparato militar, cedieron muchas veces la iniciativa a los aborígenes, limitándose a tomar medidas defensivas y, en el mejor de los casos, represalias.

Esta guerra adquirió el carácter de un enfrentamiento armado entre dos civilizaciones y constituyó una especie de trasfondo de la vida colonial. El sentimiento de oposición entre las dos razas y las dos culturas se hizo vivo y engendró en el corazón del blanco —criollo o español— un sentimiento de superioridad hacia su enemigo.

El Tucumán, que tan duras pruebas había soportado en el siglo xvii, vio nuevamente asolados sus campos por los indios cha- queños desde Salta hasta Santiago, y aun llegaron éstos en 1749 hasta el río Segundo. Para escarmentarlos, las ciudades tucumanas debieron reunir sus milicias y votar recursos para armarlas, lo que además de ocasionar perjuicios económicos, despertó los egoísmos localistas de quienes no se sentían directamente amenazados V no comprendían el sentido y efecto del esfuerzo común. Tal el caso de los cordobeses en 1740 y de los catamarqueños v rio- janos en 1752 y 1758 respectivamente.

Nueve expediciones punitivas debieron realizarse en los primeros sesenta años del siglo. El medio geográfico favorecía a los indígenas, que sólo pudieron ser castigados cuando eran sorprendidos. Poco después el emprendedor gobernador, general Pedro de Cevallos, propuso expedicionar simultáneamente desde Salta, Corrientes y Santa Fe en marchas convergentes para privar a los indios del recurso de la retirada. En sus líneas generales, el plan era la repetición mejorada del que había constituido la esperanza de los jefes españoles del siglo anterior, pero igual que entonces fracasó, pues los conflictos con Portugal y la defección corren- tina obligaron a dejarlo de lado. Sólo en 1774 la exitosa entrada de Jerónimo Matorras. acompañada por la acción de los misioneros, constituyó el comienzo de una pacificación de la frontera noreste, que se lograría más efectivamente hacia el 1780. Una de las poblaciones más beneficiada por la paz fue Santa Fe, permanentemente amenazada desde el norte.

En la frontera sur la situación fue menos dramática, pero distó de ser buena.

Cuyo vio perturbado su desarrollo hacia el sur por sucesivos malones a los que respondió con expediciones de represalia que llevaron las armas españolas en 1777 hasta el sur del río Neuquén. Los fortines avanzados de San Carlos y San Rafael constituyeron el núcleo de futuras poblaciones.

Desde principios del 1700 las migraciones araucanas hacia las pampas situadas hacia el noreste de su habitat, provocaron frecuentes avances de los indios sobre las poblaciones más alejadas de la región bonaerense y sobre las expediciones dedicadas a las vaquerías, ocasionando la suspensión de éstas y la consiguiente crisis económica. La frontera estaba entonces totalmente abierta, sin que el río Salado fuera obstáculo para los indios, que conocían sus pasos, salvo en épocas de gran creciente. La única protección eran unas pobres patrullas de milicianos campesinos mal equipados para su difícil misión. En los años siguientes se sucedieron los malones y las expediciones punitivas españolas, llegándose al punto máximo de las primeras én 1740 cuando el famoso cacique Can- gapol el Bravo asoló los pagos de Arrecifes, Luján, Matanzas y Magdalena. La condigna respuesta de los españoles convenció al jefe indio de las ventajas de la paz, firmándose en 1741 el primer tratado de paz entre pampas y españoles, que estableció por límite entre ambas naciones el río Salado. Simultáneamente los jesuítas establecían su primera reducción al sur de este río, a pocos kilo- , metros de su desembocadura, a la que siguieron otras dos más al sur, todas de corta duración. Todavía el gobernador Ortiz de Rosas, inseguro de los efectos de la paz, aprobó la construcción de fortines a lo largo de la frontera, reductos miserables servidos por campesinos armados que a los pocos años desertaron por la rudeza de la tarea y la falta de todo estímulo.

Nuevos malones provocaron en 1752 la reforma de las milicias, ahora a sueldo e instaladas en nuevos fortines, apenas menos miserables que los anteriores, y que, señala Marfany, tenían más aspecto de corrales que de fuertes. Éstos se fueron multiplicando lentamente, bordeando aproximadamente el río fronterizo, pero las autoridades españolas no se animaron a avanzarlos más al sur. Desde 1780 la frontera se mantuvo tranquila.

Todos estos hechos no impedían la expansión de las poblaciones v en algunos casos, por el contrario, la estimularon. Kn 1 725 algunos pobladores de Santa Fe, atemorizados por los ataques indígenas, cruzaron el Paraná estableciéndose en el lugar llamado la Bajada, originando el pueblo del mismo nombre, hov ciudad de Paraná. Desde allí se expandieron hacia el sur v por la costa del Uruguay inferior, y va en la época virreinal se fundaron los pueblos de Gualeguav, Gualeguavchú v Concepción.

En torno a Buenos Aires se formaron algunos poblados: I.u- ján, centro va de devoción religiosa, Merlo, Arrecifes, Pergamino, etc. Kn torno de los fortines se fueron concentrando los pobladores formando pueblos nuevos. Así nació Chascomús en 1781.

Otras poblaciones surgían en el resto del territorio. Bajo otro acicate, el de la amenaza portuguesa, nació en 1726 por obra de Bruno Mauricio de Zabala, la ciudad de Montevideo, elevada a cabeza de gobernación en 1750. Kas dos capitales del Río de la Plata habían nacido con siglo v medio de diferencia bajo el imperativo de consideraciones estratégicas.

Además de la población indígena que vivía fuera de las fronteras de la sociedad española y en frecuente choque con ésta, existían dos grandes núcleos de indios conviviendo pacíficamente dentro de las fronteras mencionadas. La importancia de estos núcleos es muv desigual; uno estaba constituido por los indios encomendados, dispersos en todo el territorio v en franca disminución. Constituían en el último tercio del siglo xvn alrededor de trece mil, pero al promediar el siglo siguiente habían descendido a una tercera parte, si bien la escasez de estadísticas adecuadas impide establecer su número con exactitud.

En cambio los indios reducidos en establecimientos v poblaciones regenteadas por religiosos, en su gran mayoría jesuítas, constituían un número importante v en gran parte concentrado en una porción reducida del territorio: el constituido por los tramos superiores de los ríos Paraná v Uruguay. Kn esta zona, denominada de las Misiones, habían establecido los jesuítas treinta pueblos indígenas: trece sobre ambas márgenes del Paraná, diez sobre la margen occidental del Uruguay v siete al oriente de este último río. Poseían además otras siete reducciones en la gobernación del Río de la Plata v tres en la de Tucumán. Frente a estos cuarenta establecimientos los franciscanos habían establecido tres reducciones que totalizaban tres mil indígenas.

I.a población de las reducciones jesuíticas o pueblos misioneros de la cuenca mcsopotámica alcanzaba hacia 1750 a unos 90.000 habitantes, contrastando con la escasa población de las otras reducciones de la Compañía que no pasaban de diez mil habitantes. Podemos establecer así un total aproximado de 103.000 indios reducidos, cuyo núcleo central —mesopotámico— ofrece, por su desarrollo y organización, un amplio campo de estudio de esta excepcional experiencia apostólica y cultural.

Cada población alcanzaba un promedio de tres mil habitantes, aunque hubo algunas que llegaron a cinco mil. Para medir adecuadamente la importancia de estos centros baste recordar la población de las principales ciudades del país.

Esta obra monumental, fruto del trabajo de un puñado de misioneros, constituyó un esfuerzo orgánico en pro de una simbiosis cultural a través de la cual aquéllos buscaron cristianizar a los indios y atraerlos hacia hábitos de vida y trabajo occidentales o al menos occidentalizados, pero aprovechando a la vez costumbres y tradiciones indígenas, con lo que se disminuían los efectos destructivos del impacto de la civilización más evolucionada sobre la autóctona.

La conducción de la Misión estaba en manos de dos religiosos: el rector, encargado de todos los aspectos vinculados a la explotación del pueblo, y el doctrinero, a cuyo cargo estaba la instrucción religiosa de los indios y todas las actividades litúrgicas. A la vera de estos dos religiosos, cuyo poder residía en el respeto que habían sabido granjearse, la docilidad de los indios y la situación de dependencia a que los reducía su menor cultura, se constituía el Cabildo indígena, con sus alcaldes y regidores, copia del español, pero dependiente del asesoramiento de los Padres, que desarrollaban así una forma interna de paternalismo sobre los indios, propia de las concepciones de la época.

La planta de todos los pueblos era idéntica. En el centro una plaza, uno de cuyos lados cerraba la iglesia, su cementerio y la residencia de los Padres, en la cual —o a su lado— se encontraban la escuela, el taller y los almacenes donde se acopiaban los frutos. Cerrando la plaza se agrupaban las viviendas de los indios en forma de largos cuerpos de una sola planta, separados entre sí por calles. La construcción era buena: la iglesia y a veces la residencia eran de piedra, el resto de adobe con galerías y techos de tejas. Los padres procuraron materializar toda la majestad del culto cristiano en la dignidad y belleza del templo, dándole dimensiones amplias y características arquitectónicas refinadas. Buenos maestros, encontraron en los indios no menos buenos discípulos, generándose así en estos pueblos un grupo de artesanos y artistas que dejaron en los templos v en sus imágenes un testimonio acabado de su capacidad. Algunas iglesias alcanzaron tal majestuosidad —la de San Miguel tenía cinco naves v capacidad para tres mil personas— que el Provincial tuvo que dar orden de que se moderaran las construcciones en el futuro. Desgraciadamente, la gran mayoría de estas obras de arte lian desaparecido o están en ruinas, en tanto que la estupenda imaginería, española o indígena, con que contaban, se ha dispersado en múltiples direcciones.

F.l régimen de vida de estos pueblos era muy peculiar v organizado hasta el detalle, dentro de un concepto comunitario. A cada familia se le asignaba además de la casa una porción de tierras para cultivar, pero la producción no le pertenecía al trabajador, sino a la comunidad. También era de propiedad común el ganado, las maderas de los bosques v los instrumentos de trabajo. Los frutos del trabajo se acopiaban en los almacenes; parte se repartía a las familias para cubrir sus necesidades v el remanente se vendía en provecho de la Compañía, que aplicaba los fondos al mantenimiento de las Misiones. Kl trabajo se iniciaba v terminaba dentro de ritos procesionales. Mientras tanto los niños asistían a la escuela donde aprendían a leer v escribir y posteriormente se les enseñaban oficios v artes. Los Padres manejaban usualmentc la lengua de los indios v los más capaces de éstos aprendían el español. Los indígenas vivían así protegidos, no poseían prácticamente nada a título privado, pero no les faltaba nada tampoco. F.l sistema se adecuaba bastante bien a sus hábitos tradicionales, pese a las críticas que se le ha hecho, v constituía, para los criterios de sociología general v religiosa existentes en aquellos tiempos, un experimento avanzado.

El hecho de que las misiones hayan entrado en decadencia una vez expulsados los jesuítas y que los indígenas se desbandaran abandonando la vida en los poblados, no se debe intrínsecamente a que el sistema jesuítico los mantuviera o redujera a un estado de dependencia e infantilismo, sino más bien a que la experiencia no fue lo suficientemente prolongada como para generar una sociedad india occidentalizada dentro de esas tónicas, por lo que no hubo herederos de los Padres entre los propios indios, v además por el tratamiento posterior a la expulsión, que fue tan impropio y desconsiderado que arrebató a los indígenas reducidos el sentimiento de seguridad que anteriormente les inspiraba su estado.

La excelente organización administrativa de las Misiones, su desarrollo y apreciablc producción de frutos del país, hizo creer a muchos por entonces que eran una fuente de riqueza para la Compañía de Jesús. Se gestó así la leyenda de los tesoros ocultos de las Misiones y se despertaron los celos y apetencias de más de un funcionario real y también de algún prelado. Pero el primero y verdadero golpe que sufrieron las Misiones provino del Tratado de Permuta de 1750 y sus funestas consecuencias.

Por dicho Tratado España se comprometió a entregar a Portugal todo el territorio formado por el ángulo entre los ríos Uruguay e Ibicuy, en cuya jurisdicción se encontraban siete pueblos misioneros con una población de casi treinta mil almas. La entrega del territorio debía ir precedida de la demarcación de la nueva frontera por comisiones mixtas de ambos Estados.

Los portugueses, tradicionalmente, desde la época de las “ban- deiras”, se habían constituido en un azote para aquellos indios, por lo que la perspectiva de caer en manos de los tradicionales perseguidores les atemorizó de tal modo que se dispusieron a resistir la medida proclamando que aquellas tierras eran las suyas, que no querían emigrar ni caer bajo la autoridad de Portugal, c impidieron en 1753 el paso a las comisiones demarcadoras de límites, reteniendo a los Padres para impedir que a falta de éstos fueran violentados por las autoridades civiles v militares.

La reacción de los funcionarios reales no se hizo esperar. El gobernador Andonaegui, suponiendo la complicidad de los jesuítas, se decidió a actuar rápidamente. En 1754 comenzó la campaña represiva en la que colaboró una columna portuguesa. Los indios, faltos de preparación militar adecuada y de equipo, fueron batidos al año siguiente en Bacacay, Caibaté e Ybabeyú, tras lo cual cesaron la resistencia.

Aunque no se pudo comprobar la participación de religiosos en el alzamiento, quedó subsistente la sospecha de que los jesuítas pretendían constituir “un Estado dentro del Estado”. Los restantes pueblos continuaron su vida pacífica y una buena parte de los indios sometidos se reinstaló en las misiones de aquende el Uruguay. El incidente fue lamentable desde el punto de vista de la política de límites, pero además constituyó otro episodio para malquistar a la Compañía con la autoridad real, mientras se consumaba el proceso de su liquidación.

En febrero de 1767 se dictó en Madrid la Real Pragmática de expulsión de la Compañía de todos los dominios del Rey Católico; orden que llegó a Buenos Aires unos meses después, haciéndola cumplir el gobernador Bucarelli con un despliegue de fuerza y sigilo que revelan a la par que la prevención contra los jesuítas el temor a su reacción y presunto poder. En las ciudades la orden se cumplió a través de medidas de tipo policial que provocaron sorpresa en la población. En los pueblos misioneros se llamó a los alcaldes a conferenciar con el gobernador para separarlos de los misioneros y tras halagos y negociaciones se logró evitar que los indios se alzaran en defensa de los padres. Los jesuítas fueron finalmente embarcados para Europa, con rigor pero sin violencia. Las misiones quedaron privadas de dirección y las medidas de reemplazo fueron un fracaso. En poco más de una generación sólo ruinas desiertas quedaban del mal llamado Imperio Jesuítico.


La permanente aspiración de Portugal a establecerse en la margen oriental del río de la Plata y de avanzar sus fronteras hasta el río Uruguay, provocaron a lo largo de este siglo un enfrentamiento diplomático unas veces y militar otras entre España y Portugal. Ésta, con una política más coherente que su vecina, obtuvo ventajas durante casi todo el proceso, pero a partir del acceso al trono de Carlos III, España logra elaborar una política internacional clara que al fin dio sus frutos.

La paz de 1701 había devuelto a los portugueses la Colonia del Sacramento. Reanudadas las hostilidades y sitiada la plaza, Portugal la abandonó en 1705, pero nuevamente la paz de Utrecht le impuso a España una nueva devolución de la Colonia. Como el Tratado sólo establecía la devolución de la plaza, los españoles se propusieron desde el principio limitar la posesión de los portugueses al recinto fortificado, trabando su circulación por la campiña aledaña, con el objeto de evitar que, bajo el pretexto de su posesión de la plaza, se extendieran aquéllos por el resto de la Banda Oriental y luego pretextaran el dominio de la región fundados en la posesión efectiva.

Conforme a esta política, las autoridades de Buenos Aires procedieron a trabar la circulación de los portugueses por el campo uruguayo, establecieron puestos de observación y fundaron Montevideo como afirmación de su propiedad sobre el resto del territorio. Como los portugueses insistieran en extender sus actividades se estableció un formal bloqueo de la Colonia en 17 3<S para obligarlos a abandonar la plaza, a lo que los lusitanos respondieron avanzando más al norte sobre los territorios españoles «de Río Grande, para asegurarse una carta de cambio. La política madrileña se mantuvo indecisa, por el temor de comprometer un conflicto general ante la protección inglesa a los intereses portugueses. Por fin el Tratado de Permuta de 1750 zanjó la cuestión en los peores términos para España, que acabó entregando sus posesiones de Río Grande hasta el Ibicuy a cambio de la fortaleza del Sacramento que había pretendido siempre como propia.

Este Tratado provocó el alzamiento guaranítico que hemos examinado más arriba, pero la misma resistencia indígena y las opiniones adversas de los funcionarios españoles llevaron al convencimiento de que el Tratado había sido un inmenso error.

Repararlo no era cosa sencilla, pero desde que Carlos III subió al trono se propuso anular el Tratado como uno de los objetivos básicos de su política internacional.

En 1761 se dieron las condiciones internacionales para llevar a cabo el proyecto. Inmediatamente de decretada la anulación del Tratado, las fuerzas del Río de la Plata fueron puestas en armas y se sitió la Colonia, que capituló en agosto de 1762.

Los pasos posteriores de este conflicto no pueden seguirse desde la estrecha óptica del enfrentamiento local de las dos potencias en América del Sur, sino que deben ser examinados dentro del juego político internacional de las dos Cortes y de sus aliados.

Mientras el gobernador Cevallos ocupaba Río Grande, los desastres franceses llevaron a la paz de París en 1763. Allí una vez más se pactó restituir a Portugal la Colonia del Sacramento, mientras Francia compensaba a su aliada cediéndole la Luisiana occidental en América del Norte. Pero como el Tratado sólo disponía devolver Colonia, las autoridades españolas juzgaron en su derecho retener Río Grande y Martín García, con lo que mejoraron sus perspectivas estratégicas para el futuro.

Carlos III comprendió claramente que las fuerzas de los reinos borbónicos eran aún insuficientes para dominar a Inglaterra, de la que Portugal no era sino un aliado en relación de dependencia política y económica. También se dio cuenta de que España no podía descansar en el poderío francés, si no quería desempeñar a su respecto el mismo papel que Portugal con Inglaterra. Decidido, como bien subraya Gil Munilla, a utilizar el Pacto de Familia en beneficio de España y a no dejarse envolver en conflictos europeos de interés francés, Carlos III se dispuso a reformar las fuerzas armadas españolas y la economía del reino.'

Dentro de esta política internacional, cabe situar la reforma del comercio marítimo español, cuyas connotaciones puramente mercantiles hemos analizado antes. También desde 1763 a 1768 se lleva a cabo una intensa modificación militar conducente a dotar a España de un ejército y una marina competentes. Y también tratan el Rey Católico y sus ministros de acercarse a Portugal alejándola de Inglaterra.

Sin embargo, la contumacia portuguesa condujo a la invasión de Río Grande en 1767 y a la de Chiquitos. Al mismo tiempo los ingleses ocuparon las islas Malvinas, amenazando las costas patagónicas y la comunicación hacia las posesiones de la costa del Pacífico a través del Estrecho de Magallanes. Intentar expulsar a los portugueses en ese momento hubiera sido arriesgar una guerra con Inglaterra. La conciencia de la propia debilidad y la desconfianza de Francia en comprometerse en un conflicto a beneficio sólo de España, hicieron comprender a Madrid que era el caso de tascar el freno y esperar mejores momentos.

Éstos llegaron en 1770 cuando al arreciar los conflictos entre Inglaterra y sus colonias de Norteamérica, se mostró aquélla proclive a condescender con una España cada vez más fuerte y segura de los pasos que daba. Las negociaciones con Gran Bretaña llegaron a buen término y en enero de 1771 ésta aceptó la expulsión de los ingleses de las islas Malvinas, si bien por una cláusula especial se resolvió que España devolvería Puerto Egmont hasta que se resolviera definitivamente sobre el dominio de las islas. El incidente malvino había demostrado a Madrid la fragilidad de la alianza francesa, pero a la vez había despejado una de las preocupaciones del gabinete de Carlos III, que al ver normalizadas las relaciones con Gran Bretaña se dispuso a recuperar de los portugueses lo que había perdido durante la incierta situación de los años anteriores. Gil Munida ha demostrado que esta decisión se tomó durante el año 1773, año en el que España se lanza a una verdadera carrera armamentista y en el que se comienza a pensar en Madrid en la necesidad o conveniencia de crear una Audiencia en Buenos Aires y un virreinato para el Río de la Plata, medidas ambas necesarias para dotar a la región de un gobierno con capacidad ejecutiva adecuada a las circunstancias que exigían decisiones rápidas e incontrovertibles. Institucional, política y estratégicamente, se estaba a las puertas de la gran decisión que significó la creación de dicho virreinato.

El gobernador Vértiz recibió instrucciones de reconquistar los territorios de Río Grande como paso previo a la eliminación de los portugueses de Colonia. La medida, además, podía ser disculpada por los avances últimos de éstos en caso de fracasar o de provocar la reacción inglesa. La campaña de Vértiz, cuyas condiciones de militar no rayaban a la misma altura que sus habilidades de gobernador, constituyó un fracaso harto sensible en un momento en que España trataba de impresionar a las demás potencias con su capacidad militar. Los recursos humanos y financieros de que dispuso el gobernador fueron escasos y ello va en disculpa suya. Tras un comienzo exitoso, debió enfrentar la reacción portuguesa, y ante un enemigo mucho más pródigo en recursos que él, optó por retirarse a sus bases.

La campaña provocó la airada protesta de Lisboa y convenció a los portugueses de la necesidad de armar sus posesiones brasileñas en una proporción nunca registrada en América del Sur. Pero, en cambio, Gran Bretaña no hizo ningún gesto impresionante de apoyo a su aliada. Estaba demasiado preocupada por los incidentes en sus propias colonias americanas, que se sucedían desde 1770 en forma cada vez más alarmante y que habían llevado a los elementos radicales a dominar en los gobiernos coloniales. Era evidente que Carlos III había elegido bien el momento para actuar. En 1775 reforzó su alianza con Francia, tratando a la vez de ceñir el conflicto sólo a América. Las hostilidades entre los ingleses y sus colonos norteamericanos habían pasado del plano político al militar, lo que también favorecía sus planes.

En ese momento culminante Portugal cometió uno de sus pocos y grandes errores en el orden internacional. Deseosa de eliminar la espina en su costado que representaba la presencia de los españoles en el puerto de Río Grande, procedió a atacarla a principios de 1776 y tomarla tras una encarnizada resistencia de dos meses. Las potencias europeas trataron de mediar y este gesto obligó a Portugal a suspender las hostilidades, pero su imagen internacional se deterioró fundamentalmente. Francia aprobó a partir de entonces una acción ofensiva española. Gran Bretaña a su vez encontró el pretexto necesario para replegarse sobre su problema colonial y dejar obrar a España, admitiendo que una eventual réplica española no sería sino una retribución a la agresión portuguesa.

Ante este panorama Madrid decidió lanzar su expedición en junio de 1776 y mientras se la programaba se conoció la declaración de la independencia de las colonias angloamericanas. A partir de entonces, subraya el ya citado Gil Munilla, la preocupación de Carlos III fue finiquitar su asunto con Portugal antes de que Jorge III lo hiciera con sus colonos rebeldes.

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