El
estatuto del poder en las sociedades del Antiguo Régimen ibérico es, aún hoy,
materia de debate. La existencia o no de un estado en el marco de las formas
de configuración del poder político en esas sociedades es uno de los temas
más discutidos. No podemos aquí extendernos sobre el particular, pero parece
indudable que el proceso de burocratización del poder se ha ido acentuando
desde finales del siglo XVII. Las necesidades financieras crecientes
relacionadas con el peso cada vez mayor de las guerras (auténtica matriz del
estado) obligaron a ordenar la administración en busca de los recursos
indispensables para hacerle frente. Se trata del sinuoso camino de
construcción de lo que ha sido llamado el “estado militar fiscal”. Las
reformas borbónicas tuvieron mucho que ver con este proceso creciente de
consolidación de una configuración estatal del poder en la Península, y las
colonias americanas ocuparon un lugar destacado en ese desarrollo. Podemos
incluso insinuar que algunos aspectos de las reformas del entramado
burocrático y fiscal iniciadas en las colonias anticipan idénticas
innovaciones aplicadas posteriormente en la Metrópoli. Ello se explica porque
la resistencia que las sociedades locales americanas (y sobre todo sus grupos
dominantes) podían oponer al proceso de reformas era, en muchos aspectos,
marcadamente menos enérgica. Terminaron por someterse, mas las heridas que
ese proceso dejó en su memoria recuperarían su relevancia con la crisis de la
Monarquía.
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El
poder en la sociedad ibérica del Antiguo Régimen
Vayamos
entonces al problema del poder y, ante todo, a sus formas y mecanismos. Una
de estas formas está constituida por los “cuerpos”. Tomaremos como ejemplo
una de las corporaciones que
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poseyó la
trayectoria política más determinante en el mundo hispanoamericano: el
Cabildo. En él se expresan los intereses y los conflictos de los sectores
dominantes de la ciudad (y de quienes, siendo propietarios rurales, tienen
“casa poblada” en ella). Es decir, se trata de la ciudad y su hinterland agrario. Aquellos intereses se expresan de manera muy
diversa, de acuerdo a las distintas funciones que la institución capitular
ejerce; aun cuando hay ciertos elementos comunes, ello cambia mucho de una
ciudad a otra. En general, el Cabildo controla todo lo que se relaciona con
los servicios, el ordenamiento y la provisión de los mercados y la
conformación edilicia. Interviene, además, en aspectos que son de una marcada
relevancia: el Cabildo, que se llamaba a sí mismo “Cabildo, Justicia y Regimiento”, era el centro del accionar del poder
jurisdiccional (jurisdicción, iuris dictio: decir la justicia). Los jueces -únicos magistrados
urbanos por fuera de las Audiencias- que atendían los procesos criminales y
civiles ordinarios en la fase que hoy llamaríamos “de primera instancia” se hallaban
en el Cabildo, eran los alcaldes de primer y segundo voto, quienes ejercían
la función judicial en forma rotativa, año a año. Ello requería un
conocimiento bastante profundo de los fundamentos del derecho castellano y de
sus formas procesales, si bien siempre encontramos a su lado a tinterillos,
notarios, abogados y profesores de derecho que los asistían cuando la
complejidad de un caso así lo exigía. De esta forma, esos jueces legos -es decir,
no letrados- poseían un poder de decisión bastante grande en la mayor parte
de los conflictos y disputas que enfrentaban a los miembros de la notabilidad
local, como asimismo en la forma de represión de los sectores populares
urbanos y rurales, dado que su poder jurisdiccional se extendía sobre los
alcaldes de la hermandad o los jueces pedáneos de la campaña. Este apretado
resumen muestra claramente por qué la institución capitular constituye el
centro del poder local -en especial en las ciudades de menor rango, donde no
existe el peso de gobernadores o virreyes- y la arena política privilegiada
en donde se manifiestan los conflictos más graves entre los sectores
dominantes. De allí la importancia del control de los principales cargos
capitulares por parte de un clan de parentesco -hecho demostrado hasta el
cansancio en cada uno de los ejemplos estudiados en profundidad de cualquier
cabildo hispanoamericano. En general, esta supremacía se construye de a poco,
desplazando o aliándose con otra u otras parentelas, en lo que conforma uno
de los capítulos más claros de las luchas políticas del período colonial.
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El
Cabildo es también uno de los polos ceremoniales de la ciudad. Esta función
ceremonial, en una sociedad del barroco tardío como las coloniales
iberoamericanas, cumple un papel fundamental en las formas de ejercicio y de
representación del poder. Ciertos conflictos, considerados a veces como
“vanas rencillas” o “embrollos” de pago chico, constituían en realidad
episodios de una competencia simbólica por el poder, es decir, una de las
maneras cruciales en que se manifestaba la pugna política en esas sociedades.
A veces, estas contiendas aparecen disfrazadas de antagonismos aparentemente
absurdos sobre la etiqueta y las prerrogativas en los actos públicos y en las
ceremonias. Un color mal elegido en el cojín del asiento destinado a un
capitular en una fiesta pública podía dar lugar a un conflicto casi
sangriento. Dicho color expresaba un mensaje simbólico que la mayor parte de
los miembros de la elite local (y de la notabilidad que se extendía más allá
de la elite) conocía a la perfección y podía leer como si se tratara de un
libro abierto. Así, para seguir con este ejemplo, cuando sucedía que el color
de un cojín no condecía con la dignidad del destinatario, se escuchaban los
murmullos inquietos -o satisfechos- de los asistentes, y el ofendido,
turbado, rojo de vergüenza, dudaba entre levantarse ante los ojos de “todo el
mundo” -los concurrentes al acto eran “todo el mundo” para él- y salir a paso
presuroso o apretar los dientes, preparándose internamente para buscar la
indispensable reparación de su honor dañado. De ofensas como éstas nacían a
veces rencores y odios que podían durar generaciones, pues infamias de tales
características ocluían, precisamente, el desempeño político del afectado. El
funcionamiento de la etiqueta como mecanismo de control y expresión de
conflictos políticos perduró durante todo el período y llegó hasta los
primeros decenios de la vida independiente. Una larga vigencia, en efecto,
porque la sociedad que lo alimentaba mantuvo durante todo ese tiempo su
fidelidad a los valores que lo sustentaban.
Los ejemplos pueden multiplicarse ad infinitum, pero citaremos sólo dos. El primero de ellos, fechado en
1807, fue protagonizado en Buenos Aires por el obispo Lué y los miembros de
la corporación capitular; así lo cuenta el cronista Francisco Saguí:
El 10 de
noviembre, víspera de San Martín, patrono jurado de la ciudad, era de
costumbre asistir las autoridades con el estandarte de la conquista. Era éste
llevado por el alférez real, uno de los regidores anuales del Cabildo.
Celebraba el obispo las vísperas en la Catedral... Llegan las autoridades a
la puerta del
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templo y
con sorpresa ven que sale a recibirlas el canónigo más moderno, cuando era de
regla hacerlo un canónigo de dignidad. Rehúsan... [y] dirigen con un edecán
aviso al prelado de lo que pasaba ordenándole hiciese venir a recibirlos
según correspondía. Hallábase ya el obispo revestido y bajo su dosel y
contesta ‘no viene el virrey’. En vano fue hacerle presente el escándalo que
se producía ante el público: éste murmurando y las autoridades y
corporaciones detenidas en las puertas del templo: el obispo ni caso que
hace. Por fin la prudencia y la consideración estuvo de parte de las
autoridades así ajadas: con más piadoso y noble acuerdo que el prelado, se
deciden y entran en la iglesia.
Tenemos
aquí reunidos algunos de los elementos clásicos del drama ceremonial: el
obispo menosprecia a los cabildantes enviando a un joven canónigo (en vez de
algunos de los cuatro canónigos de dignidad: deán, arcediano, chantre o
maestre escuela) para recibirlos en la puerta de la catedral; el público
presente en el templo comprende rápidamente el sentido del desaire y murmura.
Los miembros del Cabildo, “ajados” (maltratados), no tienen más remedio que
bajar la cabeza y entrar a la catedral. Todos han entendido el mensaje
político del obispo: su poder, enmarcado en la conjunción Corona-Iglesia,
propia de la monarquía ibérica, era capaz de exponer cierta preeminencia
frente al de aquellos.
El
segundo ejemplo nos sitúa en el momento en que la ruptura inaugurada por los
hechos de 1808 y 1810 está provocando una situación inédita en la historia
del Alto Perú. Lo observamos a través de otra corporación: la Real Audiencia,
cuyas funciones, si bien se centran en la justicia, van mucho más allá de
ella, adquiriendo por momentos un perfil político relevante. En 1811,
Castelli se halla en Charcas, siguiendo al ejército del Norte, e intenta de
algún modo contrarrestar la influencia de los sectores pro peninsulares
(sobre todo, de dos de los miembros de la Audiencia, el conde de San Javier,
regente en funciones de presidente, y el oidor José Félix de Campo Blanco,
que ya habían dado muestras de su opinión contraria a la junta de Buenos
Aires). San Javier hace pública su reticencia de diversas formas, entre las
cuales se destaca un episodio que muestra hasta qué punto la etiqueta y las
ceremonias tienen un papel fundamental en las luchas políticas del Antiguo
Régimen. Castelli maniobra para hacer nombrar a Balcarce como presidente de
la Audiencia y se dispone entonces, como era habitual, una misa de
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acción de
gracias en la catedral chuquisaqueña. El enviado porteño y el conde de San
Javier habían acordado la noche precedente que el general Balcarce asisdera a
la función y que, en su papel de presidente de la Audiencia, se le pusiera
“una silla de distinción sin cojín a la cabeza del Cabildo”. Pero al día siguiente,
en el preciso momento de la misa, “hallamos la falta de la silla que desde la
tarde antes estuvo puesta”. Castelli relata que “concluida la función...
llamé al Maestro de Ceremonias y me informó que el Portero de la Audiencia
había hecho retirar la silla destinada para el General”. Como puede
apreciarse, esto que parece a primera vista la picardía de un bromista, era
en este contexto una manera muy clara y pública de escarnecer el papel que
Castelli quería otorgar a Balcarce con el nombramiento de presidente de la
Audiencia. Frente a los diversos cuerpos de la ciudad (el Cabildo, los
miembros del Tribunal de Minería, el obispo y el capítulo catedralicio, los
prelados de los conventos), era una forma de rebajar en público su poder, una
manifestación de la más pura política.
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Una de
las características esenciales de las sociedades del Antiguo Régimen es que
están fundadas en la desigualdad jurídica, a diferencia de nuestras
sociedades, que son jurídicamente igualitarias, aunque socialmente
desiguales. Cada persona tenía una “calidad” que le estaba dada por el
nacimiento -calidad que no podía ser cambiada con facilidad, pero que tampoco
era inmutable- y que la dotaba de una dignidad particular, acompañada de un
honor que le era propio. En la Península, una diferencia fundamental entre la
nobleza y los hombres del común eran los “pechos”, es decir, el tributo que pagaban
todos aquellos que, debido a su condición, no habían logrado la exención. En
América, los tributarios eran los indígenas (los vencidos en la guerra de
conquista), el resto de la población de origen europeo -más o menos
mestizada- no pagaba tributos. Por tanto, y como las sociedades tienen
“horror al vacío”, fue necesario inventar mecanismos que establecieran clara
y públicamente la diferencia entre los señores y la plebe. Uno de estos
mecanismos fue el color de la piel, pero con frecuencia, como resultado del
proceso de mezcla con la población autóctona, ello no fue suficiente. Así, el
honor, como sello recibido en la cuna, adquirió también en las sociedades
americanas un lugar central; de allí la relevancia de las genealogías.
El
impacto de las normas de etiqueta y ceremonial era enorme ya que afectaban
directamente un aspecto nodal de la cultura del Antiguo Régimen: el honor.
Esta es la marca de nacimiento que otorga “el lugar que a cada uno le
corresponde”, como dice un documento capitular de Buenos Aires. Un gobernador
del Tucumán, Esteban de Urízar y Ares- pacochaga, orgulloso militar con
varias campañas europeas en las espaldas, lo dirá con prístina claridad en
1710, en carta al Rey desde Salta: “No puedo omitir en la Alta Consideración
de Vuestra Alteza la presión en que me hallo de defender el pundonor heredado
y el honor adquirido en treinta años de servicio”. El pundonor heredado y el
honor adquirido (solía hablarse de “honor” para expresar la distinción que se
había recibido de los mayores y de “honra” para señalar aquello que se había
logrado merced a servicios prestados al rey). Un siglo más tarde, en
noviembre de 1809, desde Córdoba, Santiago de Liniers le escribe a Fernando
VII: ‘Yo me siento demasiado premiado con las gracias que he debido a la
piedad de Vuestra Majestad, pero aun las renuncio a todas, si he de vivir con
el sonrojo que mi buen nombre padezca la menor alteración, yo no tengo más
caudal que el honor con que nací y pienso llevar intacto al sepulcro, ésta es
la única herencia que deseo dejar a mis hijos”.
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Un buen ejemplo
de estas genealogías es la presentada en 1787 por Justo de Videla en Mendoza.
Solicita en ese año al Cabildo “acreditar la genealogía de su ascendencia por
ambas líneas” y da Inicio a esa
genealogía en su bisabuelo, Alonso de Videla “el Mozo” (nieto del primer
Alonso de Videla, uno de los fundadores de Mendoza), y agrega, en la
parte final del cuestionario, si los testigos saben que sus “antepasados han
sido y son de la
primera distinción en esta ciudad y cómo han
obtenido los empleos honoríficos de la República. [...] y si saben que
todos los susodichos han sido tenidos y reputados por
personas nobles, cristianos viejos, limpios de toda mala raza, como Moros,
Judíos y penitenciados
por la Santa Inquisición”. Honor dado por su origen y honra por los
empleos obtenidos. 4F
Estas
calidades diferenciales afloraban en ocasión de los conflictos. En 1756, en
Santiago del Estero, Roque López de Velazco, miembro de la familia más
poderosa, con varios parientes por sangre y alianza que son capitulares, se
enfrenta con un maestro carpintero y dice: “me querello civil y criminalmente
en defensa del fuero y privilegios que por tal Regidor y Alcalde Provincial
debo gozar”; le recuerda al carpintero que se había olvidado que “su humilde
ejercicio” no le otorgaba derechos para “osarse contra la Persona” del
general Joseph López de Velazco, hermano de Roque, señalándole que no debía
ser “tan disoluto para perder respetos a Personas condecoradas”. Aquí, la
marca de la desigualdad estaba dada no sólo por el nacimiento en el seno de
la familia López de Velazco, sino también por las funciones -fueros y
privilegios- que daban como resultado el haber sido “condecorados”, en el
sentido de haber recibido honores y distinciones. Estas “honorables
funciones” estaban muy lejos del “humilde ejercicio” profesado por el maestro
carpintero. Nuevamente, el honor originado en el nacimiento y la honra
adquirida en los empleos de la república son los elementos que otorgan los
privilegios y la posición en la estructura social.
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En pocos aspectos de la vida social del Antiguo Régimen
se manifestaban más claramente los conflictos políticos como en ocasión de
las
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ceremonias
y las fiestas. En este caso, existe toda una puesta en escena en la que se
expresan gran parte de las acres disputas que atraviesan el cuerpo social. Asimismo,
ellas constituyen formas de disciplinar los conflictos; maneras de domesticar
y dar escape a las tensiones que agitan a la sociedad. A partir de esa doble
perspectiva de tensión y apaciguamiento es que debe entenderse el papel
primordial de las ceremonias y las fiestas en estas sociedades. Tensión,
porque la fiesta engendra por sí sola una dinámica que tiende a fracturar las
redes de control que pacientemente intenta tejer el poder. Apaciguamiento
porque, desde el poder, captando con perspicacia una de las funciones de la
fiesta, se trata de domesticarla, de reorientarla, de modelar sus aristas
para que, distrayendo y entreteniendo, se encubran -al menos, parcialmente-
los efectos disruptores de las fuerzas volcánicas que le dieron vida.
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En las
sociedades americanas de la monarquía católica, la fiesta navega siempre en
el marco de una relación especular entre lo religioso y lo profano; dos polos
que sólo pueden ser entendidos juntos, ya que uno no puede existir sin el
otro. Como decía Durkheim, lo profano sólo
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puede
adquirir existencia como categoría frente a lo sagrado. Hay fiestas profanas (el carnaval es la más importante)
pero su sentido más profundo está en relación a lo religioso. Los Toros -una
de las fiestas populares más relevantes de la cultura ibérica a ambos lados
del Atlántico- tiene una simbología donde figuras sagradas y profanas se
hallan íntimamente ligadas. Entre las fiestas estrictamente religiosas, el
Corpus y la Semana Santa ocupaban un lugar destacado. En estas sociedades era
el calendario religioso (en realidad, no había otro) el que ritmaba la vida
entera de la comunidad.
El
calendario ritual porteño era muy nutrido; muchas eran las festividades que
exigían la presencia de los maceras, negros portadores de mazas de plata,
pagados por el Cabildo, que resaltaban la dignidad de las autoridades en una
fiesta y que daban al acontecimiento un sello distintivo. En 1765, por
ejemplo, tenemos más de cuarenta grandes fiestas rituales que exigen la
asistencia de los negros maceros, sin contar los entierros de personajes
destacados de la ciudad, ni las entradas de nuevas autoridades, la asistencia
de éstas a los Toros o los paseos del obispo. La sociedad católica tardará
mucho en dejar de ritmar su vida cotidiana y, sobre todo, su trabajo, de
acuerdo con este calendario religioso.
En las
sociedades del mundo católico, la festividad de Corpus representaba el punto
más alto del calendario ritual. La celebración surge a partir del siglo XIII
en Flandes y se convierte muy rápido en una de las fiestas más populares del
orbe cristiano. Adquiere una renovada vitalidad durante la Contrarreforma,
cuando la iglesia de Roma decide reafirmar la doctrina de la
transustanciación frente a la posición de los seguidores de Lutero y de
Calvino. La fiesta estaba centrada en el paseo procesional del Santísimo, una
de las contadas ocasiones en que éste sale de la iglesia. En América, la
tradición procede de Andalucía y en especial, de Sevilla. El Corpus sevillano
es uno de los más antiguos y su celebración contiene una serie de elementos
lúdicos. La fiesta comprendía la procesión misma del Santísimo, el paseo de
la tarasca (simulacro de gran tamaño de una serpiente) acompañada con
frecuencia de gigantes y cabezudos, la representación de autos sacramentales
y la presencia de danzas y músicas durante todo el trayecto. Uno de los
aspectos esenciales de la fiesta era la rigurosa ubicación jerárquica que
debía guardar en la marcha cada autoridad, cada componente de esa sociedad
estamental, de acuerdo a su honor y dignidad. La procesión era una auténtica
representación del orden social, que se hallaba de ese modo
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protegido
y salvaguardado bajo el amparo de la Custodia. De este modo quedaba expresada
toda la compleja ordenación de la monarquía católica, pero, como ocurría en
otros escenarios de la política durante el Antiguo Régimen ibérico, ello no
era un obstáculo para sordas luchas por el poder. En América, la celebración
del Corpus en México, Lima y Cuzco, entre otras, daba lugar a magníficas
procesiones y a un encadenamiento de elementos festivos. En comparación, el
Corpus en las ciudades que nos ocupan era mucho más modesto, aunque no por
ello dejaba de tener un lugar central en la vida religiosa y festiva de las
ciudades, como también de los pueblos, incluso en los más humildes.
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Que la falta a
una obligación religiosa fuera castigada por el Cabildo tenía su fundamento.
En la sociedad ibérica, la religión no pertenecía al fuero interno de cada
persona (es decir, no era un acto de libre elección) sino que la catolicidad
(y su práctica pública) constituía el soporte de la condición de súbdito del
rey. Se era súbdito por ser católico, ambas condiciones estaban
indisolublemente unidas; los judíos y los protestantes estaban simbólicamente
“fuera del reino”, aun en el supuesto caso de que lo habitaran. Un cura de un
pueblito de la campaña estaba legalmente habilitado para obligar a cualquier
vecino o “estante" a acudir a misa y, en caso contrario, a denunciarlo
al alcalde de la hermandad como insubordinado, lo que podía conducir al reo a
la cárcel, paso previo para un enganche forzoso en la frontera o para ser
enviado a trabajar como presidiario en una obra pública. JW
La mejor
y más detallada información acerca del Corpus en Buenos Aires proviene de los
Estatvtos
y ordenanzas de la
ciudad, redactados en 1668. El capítulo 25 resalta la importancia que posee
la fiesta porque, más allá de representar a Cristo Sacramentado, tiene una
clara función pedagógica para que los indígenas, calificados de “incapaces”,
conozcan los misterios de la religión. El capítulo siguiente especifica que
las calles deberían ser barridas, tarea que recae justamente sobre los
incapaces; a los vecinos españoles se les pide que exhiban colgaduras y
adornos en sus balcones y a los “dueños de las esquinas que hagan Altares
vistosos”. En algunas ciudades, como en Mendoza, esta obligación era tan
efectiva que su no cumplimiento acarreaba fuertes multas, como ocurrió en
1779, con los vecinos que “con falta de piedad, Escán-
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dalo de
todo el pueblo”, omitieron hacerlo; se les ordenó “ejecutarlo en el año
próximo [...] que den con esto mejor prueba de su devoción y dedicación que
deben tener al servicio de Dios”.
El
capítulo 27 de estas disposiciones de 1668 agrega un detalle de suma
importancia: “los gremios de todos los oficios aya de asistir cada uno con su
danza”; esto se retoma en el capítulo 31: “para que los naturales de esta
Ciudad, como los demás indios forasteros tengan la reverencia que deben y por
el mismo acto la continúen: ordenamos... se encargue á uno de los Alcaldes
ordinarios que haga lista de todos los indios de esta Ciudad, que sean
ladinos y de los oficios que hubiere y conforme a las naciones que hubiere,
los reparta y hagan danzas y representaciones, juntando unos oficios con
otros”. Así, indios y gentes “de los oficios” -es decir, negros y mulatos- se
unen a la procesión con sus bailes y danzas, al compás de la música de
tambores, clarinetes y chirimías. El estallido de los cohetes y los tiros de
las camaretas (mortero que lanza bombas de estruendo) acompañaban con
estrépito esas danzas. Esto posibilitaba un momento de reapropiación por
parte de los danzantes, y los “incapaces” no tardaban en demostrarlo... Dice
el capítulo 32: “porque con ocasión de este regocijo después acaece que los
dichos indios hacen juntas y en ellas se embriagan y de esta suerte hacen
muchas ofensas á Dios”. En efecto, en ocasión de las festividades del Corpus
de 1769, el regidor Ramos Mexía subrayó “la insolencia de los danzarines e
indecencia” de éstos en la propia iglesia, y cuenta que “se deliberó sería
mejor quitar estas Danzas”. Como sucedía casi siempre con las fiestas del
Antiguo Régimen, eran ocasión para el desenfreno, aun en momentos tan
solemnemente religiosos como éste. Así, el capítulo 30 in fine recuerda que debe evitarse durante la procesión “que
entre las mujeres vaya ningún hombre, aunque sea criado, ni hijo ó pariente
de alguna, que dijere le asiste ó escuderea”. Se percibe aquí claramente cómo
esta fiesta mantiene elementos del carácter desordenado y popular que la
acompañó desde su nacimiento.
El Corpus
era también una fiesta en la cual el poder aparecía a ojos de los súbditos en
toda su magnificencia. Es por ello que el poder capitular tenía intervención
directa en la organización y en el sostén pecuniario de la misma. El capítulo
29 establece el orden y las funciones en la procesión: el gobernador encabeza
con el estandarte del Santísimo y los regidores “llevan las varas del Palio
hasta el primer Altar”; pasa el estandarte después al teniente general, a los
alcaldes y a los demás regidores. En la víspera, los cabildantes habían
acompañado a los maceros “a sacar a los Gobernadores de las Casas”. Pero, como
era
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habitual,
había allí una fuente interminable de conflictos de precedencia y etiqueta
que constituían la expresión del fundamento mismo de esa sociedad jerárquica.
En uno de ellos, en 1773, el Cabildo manifiesta muy claramente la importancia
política de las disposiciones de etiqueta al recordar “la obligación estrecha
que ay de cumplir religiosamente nuestras municipales Leyes, que tolerándose
su infracción se rendirán inútiles y quedarán todos con el libre arbitrio de
hacer lo que quieran trastornándose así los límites que ponen a cada uno en
el lugar que le toca”. Cada uno en el lugar que le toca: celebrar el cuerpo
de Cristo es también consolidar el orden del cuerpo social. En síntesis, las
fiestas religiosas ritmaban la vida de ciudades y pueblos. Estas formas de
sociabilidad popular continuaron mucho más allá del período que nos ocupa y
gozaron de buena salud durante gran parte del siglo XIX (y en ciertas
ocasiones y lugares, también del siglo siguiente).
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La fiesta
profana sólo puede ser entendida en una relación de tensión con la fiesta
religiosa; el carnaval es quizás el ejemplo más evidente en este sentido. Es
una de las fiestas movibles de acuerdo al calendario cristiano, pues su
datación se relaciona con la Semana Santa. El último día del carnaval señala
el inicio de la Cuaresma, su antítesis, los cua-
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renta
días de ayuno y abstinencia que preceden a la Semana Santa. El carnaval es la
fiesta del desenfreno, de las inversiones de roles (los hombres serán
mujeres, los villanos nobles, los cobardes valientes, los creyentes
descreídos); en esta fiesta se expresa, más que en ninguna otra, la relación
especular entre fiesta religiosa y fiesta profana. Los carnavales fueron
festejados a lo largo y a lo ancho del espacio que nos ocupa, siguiendo
formas tradicionales que venían en general de la Península, aunque otras
veces recuperaban de la cultura indígena antiguas tradiciones que se
encubrían bajo un ropaje europeo. De esta forma, la herencia europea de las
máscaras -que durante los carnavales cumplen el papel de ocultar el rostro
del artesano devenido marqués- se mezcló con costumbres indígenas en las
cuales la careta tenía con frecuencia funciones rituales de primer orden.
A
comienzos de la década de 1770, los bailes de máscaras que Vértiz, siendo aún
gobernador de Buenos Aires, había instaurado en la capital en ocasión del
carnaval, fueron una de las manzanas de la discordia con los religiosos.
(Señalemos que es posible hacer un fuerte paralelismo entre los bailes de
máscaras de Vérdz y los instaurados por el conde de Aranda en Madrid desde
1767; en ambos, los intentos de control y domesticación de los festejos
ligados a las carnestolendas resultaban evidentes.) Un franciscano aseguró
desde el pulpito “que todos los Concurrentes se hacían Reos de eterna
condenación... [y] que debía negárseles la absolución sacramental”. El
gobernador obligó a expatriar al fraile y exigió un nuevo sermón reparador.
El sermón, cuyo objetivo principal, según su autor, era “casar a la Religión
con el placer; à la diversión con el recogimiento y à la virtud
encapotada y melancólica con el gozo”, resultó una pieza antològica por lo
disparatada. El asunto se extendió y llegó hasta el Consejo de Indias.
Vértiz, en su descargo, presentó una serie de testigos que nos guiarán en
nuestro viaje a través de los bailes enmascarados de esa Buenos Aires del
último cuarto del siglo XVIII, que estaba a las puertas de recibir su primer
virrey.
Si
analizamos las respuestas de los testigos, veremos que hay tres palabras que
se destacan. La diversión de los bailes de máscaras es “honesta” y “decente”
y, por sobre todas las cosas, se han evitado los “desórdenes”. Uno de los
declarantes se extiende un poco más y dice: “siendo esta diversión más
honesta que los Paseos que por el tiempo del Carnaval hacían antes... a la
Costa de San Isidro y otras Quintas”; muestra así un aspecto de la tradición
festiva del carnaval en la elite porteña. La descripción de las fiestas brinda otros
elementos de juicio: “que la gente no tenía otro entretenimiento que la
variedad de Trajes y Armonía de la Música”;
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de todos
modos, “los vestidos y disfraces” eran moderados. No hay que olvidar, además,
que estas fiestas corresponden bien al “el genio de sus habitantes,
inclinados generalmente a los Bailes” y otro testigo afirma que ellas eran
“entretenidas al Genio de las gentes del País y europeos que habitan en esta
ciudad por la inclinación a los Bailes”.
También
se pone énfasis en desmentir que se descuidara la moral y se permitieran
desórdenes: “las precauciones que se tomaron para evitar cualquiera desorden
o confusión del concurso” fueron grandes, pues había “una Guardia de un
oficial, un sargento, un cabo” y 24 granaderos, los dos alcaldes ordinarios y
el alguacil; todos ellos impidieron que hubiera “conversaciones en el Patio
del Casino en donde refrescaban las gentes y que en caso de convidar los
hombres a las mujeres, éstas estuviesen sentadas en sus bancos y los hombres
las sirviesen en pie sin permitirles sentarse estando todo iluminado”. Otro
de los testigos recuerda que se dispuso “una Patrulla de Caballería para que
en las calles y sus bocas inmediatas al Casino no se permitiese gentes
paradas por que no hubiese confusión entre uno y otro sexo”. Las amenazas
aparecen con claridad: el desorden o confusión del concurso, confusión -en el
sentido de mezcla- que se refiere al contacto entre los sexos. Otro deponente
afirma que concurrieron “las principales familias de la ciudad que con su
modo respetuoso de portarse no daba lugar a que algunos que no lo eran y que
ningún hombre se propasase a alguna demostración reprehensible, embelezados
todos en la Música y variedad de disfraces”. En realidad, habría que decir
que la confusión sexual (catalizada, por otra parte, por la amenaza de
desarreglo social) sobrevuela como una sombra maligna todo el texto. Y no
puede decirse que los testigos veían la fiesta con ojos de rústicos
provincianos que no habían conocido el mundo: varios de ellos evocan los
bailes que frecuentaron en Madrid, Barcelona, Nápoles, y no falta el oficial
de marina que ha concurrido a los célebres carnavales de Cádiz. De todos
modos, tanto el desorden sexual como la confusión social son las marcas
definitorias del carnaval.
Otro de
los testigos encuadra su visión en la oposición ciudad/campo, otorgándole a
éste el carácter de fuente maligna de los peores escándalos y desgracias. El
propio Vértiz, en su carta al rey, había hecho uso de una argumentación
similar al afirmar que los bailes eran el “medio proporcionado a contener
algunos desórdenes que según estaba informado se distinguían retiradas en
estos días de sus Casas las más Familias y muchas a distancia de tres á
cuatro leguas, á efecto de divertirse en el Campo con más libertad e iguales
bailes. En estos que particularmente se hacían no
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había desde
luego la precaución que en aquellos públicos”. Aquí la oposición se da no
sólo entre ciudad y campo, sino también entre bailes públicos y bailes
privados. Los primeros se hallan bajo “control”; los segundos, no. Otra de
las fuentes del conflicto se halla en las propias máscaras y disfraces, pues,
como decía un abogado porteño en 1779, con frecuencia se utilizaban para
“ridiculizar a personas condecoradas”, recordando que se habían prohibido las
“sátiras ofensivas”.
Otra
festividad profana que tuvo un papel de relevancia fue la corrida de toros.
El libro de Gori Muñoz sobre los Toros en el Río de la Plata demuestra que
los rioplatenses de la época no veían la fiesta taurina con malos ojos e,
incluso, nos recuerda las hazañas de uno de ellos, Mariano Ceballos (a) El Indio, quien haría rápida carrera en la Península y terminaría
trágicamente sus días de torero en una corrida en Tudela, allá por 1780 -tan
mal no lo haría, dado que Goya lo inmortalizó en varios grabados de su Tauromaquia-, Además, como dice un testigo, éstas son “unas fiestas a
que el genio de la nación y el ejercicio de las campañas los induce”. Es
evidente que para muchos rioplatenses enfrentar un toro a pie o a caballo era
casi una actividad cotidiana. Además, la corrida tal como la conocemos hoy
tiene sus bases en el siglo XVIII.
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En 1780,
Vértiz -ahora en su cargo de virrey rioplatense- tendrá un enfrentamiento
durísimo con el obispo Sebastián Malvar y Pinto a propósito de las corridas
de toros durante los días de precepto. Este conflicto aporta muy rica
información acerca de esta práctica en el
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Buenos
Aires de aquellos años. El documento nos señala que se evitaban allí “las
heridas, muertes, golpes y otros perjuicios que suelen resultar de los Juegos
de Toros; pues en el día para abrir el toril se procura con el mayor cuidado
y vigilancia por la tropa que concurre al cargo de un oficial, desalojar la
plaza de Mujeres, niños y toda otra personas a excepción de los toreadores
que por su pericia, agilidad y destreza saben hurtar el bulto a los Toros”.
El virrey
había decidido que se corrieran “los Toros en el corto rato de la tarde de
todos los días festivos, que subsiguen hasta los del Carnaval”, y toma esa
resolución en función de colectar fondos para la Casa de Niños Expósitos. El
obispo Malvar se opone y autoriza las corridas en unos pocos de los días de
precepto, aduciendo que antes sólo se corrían tres días en las fiestas de San
Martín. En realidad, toda la documentación muestra que las corridas eran
mucho más frecuentes, en especial, en los dos meses que preceden al carnaval.
El virrey le señala que en Lisboa, Cádiz, Puerto de Santa María, Barcelona y
otras ciudades se admitían los toros por las tardes de esos días. El prelado
contraataca afirmando que “solía gran parte de la gente no oír misa en esos
días porque los Toros se corrían de mañana y tarde” y así decidió “ir
quitando este abuso poco a poco y no de golpe. Prohibió pues los Toros por la
mañana”, por la tarde dispensó, exceptuando los días de precepto. El obispo
pretende reformar la costumbre, que hasta entonces era de una gran frecuencia
de corridas, mañana y tarde. Agrega que “los peones y gente de servicio,
divertidos con los Toros no quieran ir a segar los panes o cuando que vayan
algunos, tendrán los Cosecheros que darles más crecido salario”. Llega ahora
a uno de los puntos claves de su argumentación: “en los días de Toros se
practica por la noche la abominable corruptela de uno, que llaman paseo por
la Plaza de los Toros. A este género de libertinaje concurren las mujeres de
Tapado y los hombres de Rebozo: de que se siguen los mayores peijuicios a los
Padres de familia que suelen perder las hijas y los maridos las mujeres.
Causa tanto daño aquel paseo, como causaron en esta Ciudad las Máscaras.
Desde aquella infeliz época tomaron principio los Divorcios en Buenos Aires”.
Tanto los
bailes de máscaras como las corridas parecen ser pretexto para un reino
desenfrenado del sexo en los paseos nocturnos. No está del todo desencaminado
el pastor de almas, pues la relación simbólica entre el sexo y los elementos
más fuertes de las corridas (los toros, la sangre, la espada, el color rojo
del capote) es evidente. En todo caso, parece indudable que encubrían algo
más: la libertad de los cuerpos representaba una amenaza que era necesario
conjurar. No casualmente,
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la calle
en donde se hallaban los toriles de la plaza de Monserrat llevaba el
sintomático nombre de “Callejón del Pecado”.
Hay otra dimensión de las corridas que es necesario
señalar: su carácter sacrificial. De allí la importancia de la relación entre
el Corpus y los toros que se verificaba en ocasión de esa festividad. En la
cultura católica ibérica del Antiguo Régimen -y aún durante mucho tiempo
después-, la misa, expresión figurada de un auténtico acto sacrificial
(representado a través de la eucaristía), tiene una clara proximidad
simbólica con los toros. Así, afirma Romero de Solís: “Por eso en muchos
lugares de España y América, donde el sistema de creencias populares
permanece vivo, la corrida de toros y el sacrificio de la Misa pueden llegar
a ser vividos como el haz y el envés de una misma experiencia religiosa”.
Esta dimensión sacrificial -que en América tuvo sus propias raíces- no se
opone a la ya señalada, teñida de pulsiones sexuales (lo propio de un símbolo
fuerte es la apertura a una serie de cadenas semánticas asociativas, aun cuando sean, aparentemente, contradictorias). En
realidad, aquí no hay tal contradicción y sólo una lectura superficial de los
campos semánticos abiertos por este juego de espejos daría esa impresión; por
el contrario, sexo y sacrificio son elementos que suelen ir simbólicamente de
la mano. En este caso, uno de los hilos conductores del nexo podría ser el
abanico de significaciones complejas que encierra el color rojo en la cultura
ibérica.
Hay otra
categoría de ceremonias cuyo carácter es eminentemente público. Se trata de aquellas
que están directamente relacionadas con el poder: muerte y entronización de
los soberanos, entradas de los virreyes, paseo por el regidor capitular del
Real Estandarte, etc. Todas ellas son manifestación directa de los mensajes
que desde el poder se dirigen a los súbditos para subrayar la posición de
cada uno en la jerarquía social y política de la monarquía. Los funerales y
proclamaciones reales son una de las ceremonias centrales en este sentido. Al
igual que en la Península, se repetían, como en un eco, en todas las ciudades
americanas. Las de Buenos Aires en honor de Femando VI, Carlos III o Carlos
IV, fueron muy lucidas; en Córdoba en ocasión de la coronación de Carlos III,
adquirieron dimensiones épicas. En Mendoza hubo comedias, toros, fuegos
artificiales y otras diversiones durante casi un mes para festejar la
entronización de Carlos IV. Hasta en los más pequeños poblados se oficiaban
estas ceremonias, como sucede en la muy humilde villa de Rocha, en la Banda
Oriental en 1808, cuando se realizan las ceremonias de proclamación de
Fernando VIL
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¿Qué
conclusión podemos sacar de esta breve incursión en el tema de las fiestas y
ceremonias? Desde el poder se miró a la fiesta invariablemente con
desconfianza. La fiesta llama casi siempre al descontrol y de ello huye el
poder como de la peste. Es por eso que los intentos de disciplinarla están
siempre presentes. Cuando el pueblo se divierte no es predecible lo que puede
ocurrir. Las autoridades religiosas y políticas coloniales se esforzaron por
contener la fiesta dentro de ciertos límites, aunque los resultados no
siempre fueron los deseados: la fiesta engendra una dinámica social que
vuelve muy problemáticos el control y la contención. Ritos de inversión
carnavalescos, disfraces que ridiculizan a personas condecoradas, bailes que
apuntalan la cercanía entre los sexos, paseos nocturnos en la calle de los
toriles en Monserrat, en un ambiente que se halla aún bajo el embrujo rojo y
el olor acre de la sangre recién derramada en la arena...
Pero, al
mismo tiempo, el poder es consciente de la funcionalidad de la fiesta. Lo
decía en 1781 el abogado fiscal del virreinato: “Porque es digno de notar que
las diversiones públicas, como toros, cañas, comedias, volantines y otros
juegos, lejos de estimarse por peijudiciales, haciéndose con las debidas
precauciones son útilísimas y recomendables al Gobierno Político para que los
hombres puedan alternar los cuidados y fastidios de la vida humana con los
regocijos y festejos honestos en lo posible, buscando con esta intermisión
las proporciones de hallarse gustosos para continuar sus encargos, atender
sin el desaliento que causa la falta de diversión a sus obligaciones y estar
prontos y vigilantes a servir al Rey...”. O sea, los públicos regocijos cumplen
un papel importante, siempre que se tomen las debidas precauciones, en la
consolidación más profunda de las formas de la dominación. Se trasluce aquí
el punto de vista de muchos ilustrados hispanos acerca de la función
domesticadora de las fiestas. Forma parte de aquella “coerción acorazada de
hegemonía” que Gramsci había imaginado para caracterizar el Estado -esto es,
el “Gobierno Político” al que se refiere el abogado fiscal en este
documento-. Los hombres así entretenidos o “embelezados” servirán mejor a su
rey y atenderán más dócilmente a sus obligaciones.
Las
fiestas y las ceremonias siguieron teniendo vigencia en esta sociedad después
de la Independencia. En las fiestas mayas de las primeras décadas
postrevolucionarias es notable la recuperación de muchos de los elementos
lúdicos que caracterizaban a la fiesta colonial, englobados en ese marco
contradictorio que amalgamaba tensión y apaciguamiento. La sociedad que vivía
y festejaba esas “nuevas” fiestas tardaría bastante en abandonar los valores más
profundos que las sustentaban.
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La
sociedad estaba recorrida por tensiones sociales y desgarramientos que solían
terminar en enfrentamientos violentos. Comencemos mencionando las rebeliones
comuneras del Paraguay (ya descriptas en el capítulo 4), en las primeras
décadas del siglo XVIII. Estas rebeliones pueden ser divididas en dos
momentos: un primer episodio, dirigido sobre todo por un grupo de la elite
local de encomenderos, enfrentados con la Compañía de Jesús a causa del papel
que ésta tenía en el mercado de la yerba y por el control de la fuerza de
trabajo de los indígenas de las reducciones. Los asunceños, sumergidos en la
crisis de los precios de la yerba, soportaban mal que la Compañía de Jesús
vendiera bien su yerba caaminí en el mercado altoperuano y que lo hiciera, además,
impidiendo a los encomenderos utilizar la fuerza de trabajo de los indios de
las reducciones: más de 100 000 indígenas vivían entonces en las misiones de
los jesuitas. El grupo de la elite moviliza a los campesinos que dependen de
ella por razones económicas (en su mayoría arrendatarios y ocupantes sin
título) y militares; se trata a la vez de soldados que, a causa de las cada
día más fuertes incursiones de los indígenas chaqueños, debían cumplir por
turnos un servicio militar en los fortines de la frontera. Esta primera parte
de las rebeliones termina trágicamente: en 1724, en una batalla sobre el río
Tevikuary, el ejército leal a las autoridades, compuesto por indios de las
reducciones, es completamente derrotado por los asunceños, y cientos de
muertos quedan en el campo de batalla. La llegada de un enviado con cierto
tacto permite reacomodar temporalmente la situación.
En 1730
estalla la segunda etapa de este movimiento, durante la cual se arriba al
insólito hecho de dar muerte al gobernador enviado por el virrey limeño en
1733. Se trata de una etapa mucho más plebeya y anárquica, los encomenderos y
la elite se han retirado y la rebelión es conducida exclusivamente por los
jefes militares de los fordnes fronterizos. Los epítetos con que el padre
Lozano adorna a los participantes nos dan una idea muy clara de su
composición social: “plebe”, “gente campestre y rústica”. También se refiere
al procurador “del común”. En 1731, Matías de Encina no deja de señalar que
sus enemigos los vilipendian “sin más motivo que el ser pobres”. He aquí, con
cierta anticipación respecto de los otros ejemplos hispanoamericanos del
período (los hechos de Quito ocurren en 1761 y los comuneros del Socorro de
la Nueva Granada en 1781), una típica revuelta mestiza, que expresa en sus
idas y venidas las contradicciones de un sector social que había crecido
demo-
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gráficamente,
pero que carecía de formas propias de expresión y se hallaba inmerso en la
clásica relación campesina de total opacidad respecto del sistema económico
que lo encadenaba. Una nueva intervención de un experimentado militar, Bruno
Mauricio de Zabala, pone fin a esta experiencia condenando a muerte a sus
cabecillas.
El otro
escenario de enfrentamientos se ubica en el Tucumán, en el sentido amplio de
la región que actualmente llamamos noroeste. La situación de guerra fue casi
endémica en esta región. Una primera etapa ocuparía gran parte del siglo XVII
hasta fines de la gran rebelión kal- chaki. Casi contemporáneamente, los grupos indígenas del Chaco
(que tiempo atrás habían adoptado el caballo, multiplicando de este modo la
extensión del territorio sobre el cual tenían pretensiones de dominación)
instalaron una larga guerra de fronteras que duraría más de dos siglos: el
último embate indígena en el Chaco ocurre a comienzos del siglo XX. Esta
guerra consumía recursos y hombres en forma continua. Además, una política de
periódicas entradas en territorio indígena, cuyo éxito era generalmente muy
bajo, obligaba a los milicianos españoles y mestizos pobres a acudir en forma
regular con pocas posibilidades de obtener beneficios. Lo que sí ocurría con
los oficiales de esas milicias era que volvían del campo de batalla con
hombres, mujeres y niños que destinaban a una servidumbre casi perpetua. Para
entender el esfuerzo que estas entradas exigían a los campesinos tucumanos,
tomemos el caso, ciertamente excepcional, de la realizada en 1710 por Urízar
y Arespaco- chaga. Las ciudades de Jujuy, Salta, San Miguel del Tucumán,
Catamarca, La Rioja y Santiago del Estero contribuyeron con diversos
contingentes. Intervinieron 1316 individuos, sobre todo españoles, mestizos e
indios; se utilizaron casi 7000 caballos y muías y llevaron un rancho de 374
vacas, varios miles de arrobas de bizcocho, charqui, maíz, yerba, aguardiente
y tabaco. Como puede verse, fue una auténtica expedición militar.
En estas
ciudades del Tucumán, donde, de acuerdo con un documento de 1707, había “más
capitanes, sargentos mayores y maeses de campo que soldados rasos por la
mucha facilidad que a habido en los gobernadores para dar estos títulos”, el
esfuerzo bélico recaía en especial sobre los campesinos milicianos. Urízar y
Arespacochaga lo señala cuando, quejándose ante el Rey sobre la negativa del
marqués del Valle de Tojo a concurrir a la gran entrada que preparaba en
1710, dice: “si los ricos llenos de reales mercedes no sirven a Vuestra Real
Persona en semejantes urgencias, cómo servirán los Pobres [...] dejando sus
albergues pajizos sin quien los cuide en total desamparo, sus mujeres e hijos
sin vestido ni sustento, cómo pueden muchos de esta Provincia repre-
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sentar
con verdad esta [...] excusa digna de conmiseración”. El marqués, que era
además caballero de la orden militar de Calatrava, había alegado “ser
poderoso con cuantiosas Haciendas” para no acudir a la expedición. En efecto,
los encomenderos y vecinos ricos tenían la costumbre, aceptada legalmente, de
enviar escuderos o personeros en su lugar; otros, como el propio marqués del
Valle de Tojo, daban una suma de dinero cada año para no ser llamados a las
entradas.
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En 1752, los
sublevados son los catamarqueños y los riojanos. En 1753, presentan varios escritos
para explicar su actitud bajo el título de “Las milicias”, protestando por el
hecho de que se los obligue a ellos y no a los poderosos a acudir a la guerra
de fronteras: “no acabamos de entender qué laya de caballeros son los de
nuestra tierra pues tanto huyen de las batallas campales como de las de
República [servir en el Cabildo] y esto se prueba con que siempre que se
ofrece entrada contra el enemigo, los quedados son los caballeros y los que
caminan a la defensa con los plebeyos”. Nuevamente, como en el caso
paraguayo, vemos de qué modo en el mundo campesino del Tucumán afloran
tensiones sociales que pueden dar lugar a enfrentamientos violentos.
Aquí como allá,
la guerra de fronteras es un auténtico parteaguas en lo social, y es por ello
que la palabra "soldado” es sinónimo de pobre, tanto en el Paraguay como
en el Tucumán. ^
Todo ello
explica por qué, para las ciudades que se hallaban más naturalmente
protegidas de las invasiones chaqueñas, como Catamarca, La Rioja e incluso
Santiago del Estero, estas entradas eran resentidas, en especial por aquellos
que realmente tenían que poner el cuerpo. Ya en 1724, el tercio catamarqueño
se desparramó ante la voz que corría acerca de que el gobernador que había
ordenado una entrada había sido destituido. En 1734, un centenar de
milicianos de Santiago del Estero enviados a uno de los fuertes de la
frontera atacó “al mismo fuerte en donde mataron a dos personas y haciéndose
señores de la campaña pasaron a invadir la jurisdicción de la ciudad de San
Miguel del Tucumán”. Allí fueron derrotados por un grupo de hombres armados y
“al fin destruidos sin que hayan escapado sino muy pocos”.
Estas tensiones que recorren el cuerpo social no se
limitaron al ámbito rural. También las ciudades eran con frecuencia sacudidas
por las luchas
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entre
“bandos y parcialidades”, como suelen decir las fuentes. Ésta es una muy
antigua realidad de las ciudades del mundo ibérico a ambos lados del
Atlántico y no podría sorprendemos hallarlas en nuestras tierras. En el siglo
XVII, la ciudad de Potosí estuvo dividida entre “vicuñas” y “vascongados”, y
llegó más de una vez al enfrentamiento armado entre los dos bandos. En la
villa de San Fernando del Valle de Catamarca, en 1726, al año siguiente de la
deposición del gobernador -marqués de Haro-, un yerno de Esteban de Nieva,
enfrentado con el marqués, salió a medianoche “por las calles diciendo viva
Don Alfonso Alfaro [el nuevo gobernador] y muera el Marqués de Haro, teniendo
encendidas luminarias en las casas del Cabildo que las encendió un indio
criado del maestre de campo Esteban de Nieva”. Éste llamó a reunir el Cabildo
y “previno a mucha gente de sus parciales y aliados dando armas a quien no
las cargaba y caja de guerra que mando traer al acto capitular”. Imaginamos cuál
era el clima de esta reunión del Cabildo...
En 1765,
la ciudad de Córdoba estaba dividida por una cuestión aparentemente anodina,
el “capítulo” del convento de la Merced, donde un presidente llegado de
afuera era rechazado reciamente por los mercedarios. Tal era la situación que
el gobernador Juan Manuel Campero decide no apoyar su gestión ante el temor
de que “estando abanderados tanto los Religiosos como los vecinos a favor de
estos [los mercedarios locales] se originaran en el vecindario unas Guerras
Civiles”, según cuenta el cura rector de la catedral. Otro testigo de los
hechos, el chantre de la misma catedral, dice de los padres que “entre ellos
estaban en Bandos y parcialidades y que atendiendo al bien público y que no
se siguiese alguna sublevación del pueblo como prudentemente se temía” se
decidió no acudir en auxilio del presidente nombrado desde Lima. Éste, en
carta posterior al Rey, explica que varios de los miembros del Cabildo y el
teniente gobernador eran todos parientes y que la cuasi sublevación había
estado manejada por “don Santiago Allende, sus familias, dependientes,
generaciones las más soberbias de aquellas provincias”, habiéndose llegado
incluso a los tiros, cuando el teniente del gobernador le disparó con su
arcabuz al Alcalde Provincial, que formaba parte del bando contrario. Por
suerte, la bala “pegó en el frontispicio de la Iglesia” y no en la cabeza del
pobre Alcalde... No era sano en Córdoba durante esos años enemistarse con los
Allende. Pocos años más tarde, la expulsión de los jesuítas dará lugar a
nuevas conmociones en la ciudad mediterránea y su campaña. En 1768, un
funcionario de menor rango le escribe al gobernador Bucareli desde esa
ciudad: “Los negocios de arriba van más tranquilos;
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porque
Salta yjujuy están sosegadas [...] aunque yo le tengo temor a la tropa,
porque el fuego está muy reciente, los ánimos muy contaminados en lo general
y la ligación de parentescos y amistades con los Autores de la rebelión
aumentan el numero de los [partidarios]”.
Nos
referiremos muy brevemente a las partidas armadas que solían recorrer en
algunas ocasiones las campañas, fenómeno que se amplificará hasta el
cansancio después de 1810. Por ejemplo, en 1748, en la campaña cordobesa, una
partida de hombres “capitaneados de Guillermo, Inglés de nación, alto de
cuerpo, blanco, barbirrubio, pecoso de viruelas y ojos azules”, recorre el
campo robando, matando y atemorizando a los vecinos. Este tipo de formas más
desordenadas de la violencia social serán moneda corriente en los años que
siguen a la Independencia.
Lo que sí
queda claro es que esta sociedad está muy lejos de la siesta y de la calma
chicha que habían imaginado Vicente Fidel López o Bartolomé Mitre en sus
escritos históricos de la segunda mitad del siglo XIX. Pensar esto equivalía
a postular la “política antes de la política”, pues se entendía que la
política por excelencia sólo podía surgir a partir de las invasiones
inglesas, y únicamente podía conducir a expresar la supuesta “nación” que ya
estaba en ciernes. Contrariamente a estas opiniones, la política era una
realidad insoslayable en la sociedad del período colonial. En ella, como en
toda otra sociedad humana, las luchas y disputas que tienen como objetivo el
poder (se halle éste estructurado en las formas institucionales que sean)
constituyen un fenómeno ineludible de la vida social. No existen sociedades
sin mecanismos de poder. El problema que el historiador debe resolver en cada
caso concreto es descubrir las formas en que se ocultan las luchas por el
poder en la sociedad que es objeto de su atención. En la sociedad ibérica del
Antiguo Régimen, las relaciones entre la religión y la política están tan
íntimamente ligadas que un hecho aparentemente tan banal como las elecciones
de prior de un convento o el concurso para proveer una dignidad catedralicia
pueden convertirse en el centro de un conflicto entre las diversas parentelas
que controlan el poder en la ciudad. Gracias al “efecto de distribución”,
corolario de los nexos tejidos alrededor de las redes de parentesco, este
conflicto puede alcanzar al conjunto social e, incluso, tocar sus niveles más
bajos. De ese modo, los señores, los caballeros, los vecinos feudatarios son
acompañados en sus bandos y parcialidades por los mestizos, mulatos, indios y
otros partidarios pertenecientes a los sectores populares. Gran parte del
cuerpo social se siente implicado en esa disputa, aparentemente tan alejada
de lo que deberían ser las preocupaciones “verdaderas” de esos sectores
sociales.
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