La historia que el lector
encontrará narrada en las siguientes páginas plantea, desde el comienzo, un
problema de nominación. El hábito de llamar “historia argentina” al período que
se abre con la Revolución de Mayo de 1810 responde a una convención aceptada
por la mayoría y a la naturalización de que en el punto de partida de esa
historia estaba inscripto su
punto de llegada. La República Argentina, tal como se conformó durante la
segunda mitad del siglo XIX, fue durante mucho tiempo el molde, tanto
geográfico como político, sobre el cual se construyeron los relatos acerca del
pasado de esa república, antes incluso de que se conformase como tal.
Sin embargo, lo que el
historiador encuentra hoy al explorar ese pasado es un conjunto heterogéneo de
hombres y de territorios con fronteras muy cambiantes. Antes de 1810, éstos
formaban parte del imperio hispánico y sus habitantes eran súbditos del monarca
español. En el último cuarto del siglo XVIII la ciudad de Buenos Aires se
convirtió en capital de un nuevo virreinato, el del Río de la Plata, que reunió
bajo su dependencia a un extensísimo territorio, que incluía no sólo a las
actuales provincias argentinas, sino también a las repúblicas de Uruguay,
Paraguay y Bolivia. Con la Revolución de Mayo, esa unidad virreinal comenzó a
fragmentarse, al tiempo que el imperio del que ese virreinato era sólo una
parte empezaba a desmoronarse. En el marco de ese proceso, las alternativas
nacidas con la crisis imperial fueron múltiples y muy versátiles.
Este libro presenta algunas de
tales alternativas y se propone mostrar el sinuoso camino recorrido por una
historia que sólo será identificada como “argentina” varias décadas más tarde.
Para ello es necesario, en primer lugar, ampliar el horizonte tanto hacia
geografías más extensas como hacia escalas más pequeñas que las representadas
en los actuales mapas políticos. En segundo lugar, dado el reducido margen de
un libro de estas características, es preciso seleccionar un ángulo desde donde
abordar el abigarrado proceso abierto por la revolución. Por tal razón, las siguientes páginas se concentran en la
dimensión política de la historia desplegada durante la primera mitad del siglo
XIX y toman como eje algunos de los conflictos que se presentaron para la
construcción de un nuevo orden.
La cuestión territorial asume
aquí particular relevancia porque gran parte de las disputas analizadas surgió
y se desarrolló en el seno de grupos humanos que reclamaron privilegios,
derechos o poderes para los territorios que habitaban. A lo largo de este
período, tales disputas fueron transformándose y presentaron distintos desafíos
y diversos alineamientos de fuerzas sociales, económicas y políticas. Si a
fines del siglo XVIII, en el marco de las reformas aplicadas por la Corona
española, las colonias americanas se vieron sometidas a un nuevo diseño
político- territorial que generó resistencias entre los que se vieron
pejjudicados por esas medidas, con la crisis de la monarquía, a raíz de la
ocupación de la Península Ibérica por las tropas francesas en 1808, los
territorios americanos asumieron un protagonismo inédito. Principalmente,
debido a que el Rey se hallaba cautivo en manos de Napoleón Bonaparte, por lo
que los habitantes de cada jurisdicción comenzaron a demandar distintos
márgenes de autogobierno, en nombre de los derechos que les asignaban a sus
respectivos territorios. A partir de esa fecha, las ciudades y provincias que
tres décadas atrás habían conformado el Virreinato del Río de la Plata fueron
no sólo escenarios de guerras y conflictos de muy diversa naturaleza, sino
sujetos de imputación soberana. De allí en más, las disputas se expresaron a
través de distintos niveles de enfrentamiento: colonias frente a metrópoli,
ciudades frente a la capital, americanos versus peninsulares,
provincias versus
provincias, unitarios versus
federales, federales versus
federales.
En todos y cada uno de estos
hechos, la dimensión territorial de la política es una clave fundamental para
entender por qué y en nombre de qué se enfrentaron aquellos hombres, tanto a
través de la palabra como de las armas. Por cierto que ésta no es la única
clave de lectura de los conflictos que asolaron a esta porción austral del
mundo hispano, y que darían lugar, recién al final de la historia que relata
este libro, a la formación del estado argentino. Si aquí se ha elegido
privilegiar tal dimensión es, básicamente, por tres razones. En primer lugar,
porque en dicho registro es posible combinar el relato de acontecimientos
relevantes con explicaciones en torno a los profundos cambios producidos en
aquellos años respecto a las pautas que regularon las relaciones de obediencia
y mando o, dicho de otra manera, entre gobernantes y gobernados. El hecho de
que, entre fines del siglo XVIII y las primeras dé-
cadas del XIX, se haya pasado de una concepción del
poder fundada en el derecho divino de los reyes a otra basada en la soberanía
popular tuvo enormes consecuencias. Entre ellas, la que dio lugar a la
invención de una actividad, la política, en la que los hombres comenzaron a
crear nuevos tipos de conexiones y relaciones, y en la que disputaron el
ejercicio legítimo de la autoridad a través de mecanismos prácticamente
desconocidos hasta poco tiempo atrás. La segunda razón deriva de esta primera:
la política, tal como se configuró después del hecho revolucionario, como un
nuevo arte y como un espacio de conflicto, no sólo incluye otras dimensiones
—sociales, económicas, culturales, ideológicas- sino que, en gran medida, fue
la que marcó el ritmo de muchas transformaciones producidas en otras esferas.
En tercer lugar, porque en esa trama se exhibe un cambio, tal vez más
silencioso que otros, pero no por ello menos relevante: la idea de que el poder
implicaba casi exclusivamente el gobierno de los territorios fue desplazándose
y dando lugar a otra que comenzaba a concebirlo en términos de gobernar
individuos.
Desde esta perspectiva, puesto
que se trata de un período en el que la desintegración del imperio español dejó
como legado el surgimiento de nuevas y cambiantes entidades territoriales que
se reclamaron autónomas -ciudades, provincias, "países-, en este relato se
presta mayor atención a Buenos Aires. Esto deriva no sólo del hecho de que
dicha ciudad se erigió primero en capital virreinal y luego en el centro desde
donde se irradió el proceso revolucionario, sino porque fue debido a esa misma
condición de centro que Buenos Aires buscó conquistar que se produjeron los
conflictos más virulentos del período. Fijar la atención en el papel que se
adjudicó Buenos Aires y en el que a su vez le asignaron los territorios a ella
vinculados -un tema clásico en la historiografía argentina- no implica
construir, una vez más, una historia porteño-céntrica, sino exponer las
diversas modulaciones que adoptó la compleja trama de relaciones entre
territorios y hombres.
La estructura que adoptan los
capítulos de este libro sigue, entonces, una periodización que busca hacer
visibles estas modulaciones. En el punto de partida, la escala de análisis es
la imperial, porque se parte del supuesto de que no es posible comprender los
cambios ocurridos luego de 1810 si no se contempla la naturaleza peculiar del
imperio hispánico y los efectos que tuvieron las reformas aplicadas a fines del
siglo XVIII en los eventos sucedidos a partir de 1806, cuando la capital
virreinal fue invadida por una expedición británica, y especialmente luego de
1808, cuando la monarquía española sufrió la crisis más devastadora de su
historia. Los dos primeros capítulos están dedicados a analizar esos procesos, mientras que el tercero penetra en los
avatares de la Revolución de 1810 y en los distintos cursos de acción política
que abrió la autonomía experimentada a partir de esa fecha, pasando por la
proclamación de la independencia en 1816 hasta la crisis y disolución del poder
central en 1820. La guerra de independencia es el tema central del cuarto
capítulo; su tratamiento no se reduce al campo militar, sino que incluye
aspectos sociales y económicos tanto como el papel que jugó en la conformación
de nuevas identidades y valores. Con el capítulo quinto las escalas de análisis
se acomodan a la nueva situación que tuvo lugar a partir de la caída del poder
central nacido en 1810. Después de 1820, ya no es posible ajustar el relato a
una escala imperial -prácticamente desintegrada para esa fecha- ni a la unidad
que, aunque frágil, representó el poder revolucionario con sede en Buenos
Aires. De allí en adelante los espacios territoriales se volvieron aún más
imprecisos y el proceso estuvo protagonizado por nuevas repúblicas provinciales
que, sin renunciar a conformar una unidad política garantizada por una
constitución escrita, disputaron entre sí y conformaron ligas muy cambiantes.
Si en el capítulo 5 se
desarrollan las características comunes y a la vez diversas de esas nuevas
repúblicas, en el 6 se analiza el último intento de crear un estado constitucional
unificado con las provincias que, finalizadas las guerras de independencia,
habían quedado vinculadas con su antigua capital, proceso que tuvo lugar
durante la primera mitad del siglo XIX. Este vínculo se volvió cada vez más
conflictivo, como evidencia el fracaso del tercer Congreso Constituyente
reunido entre 1824 y 1827
y la posterior guerra civil entre bloques regionales, que adoptaron
respectivamente los nombres de “unitarios” y “federales”. Los tres últimos
capítulos están dedicados al período en el que la hegemonía de uno de los
bandos enfrentados en la década de 1820 fue casi total. El triunfo del partido
federal, tanto en Buenos Aires como en el resto de lo que para 1831 adoptó el
nombre de “Confederación” -y, en forma gradual, el de Confederación Argentina-,
expresa la imprecisión de un orden que no era ni federal ni confederal
estrictamente. Como se demuestra tanto en el capítulo 7, dedicado a analizar el
ascenso de Juan Manuel de Rosas a su primera gobernación en Buenos Aires, como
en los dos últimos capítulos, destinados a examinar el orden federal impuesto a
partir de 1835, cuando Rosas asumió por segunda vez el gobierno de Buenos Aires
con la suma del poder público y la representación de los asuntos exteriores de
la Confederación, ese federalismo fue tan ambiguo como eficaz a la hora de
imponer un orden centralizado, dominado desde Buenos Aires.
Este libro concluye con la caída
de Juan Manuel de Rosas en 1852. En ese final quedan en suspenso algunos de los
problemas heredados de la revolución. Entre ellos se destaca el de la formación
de un orden político estable garantizado por un conjunto de reglas que, según
postulaban las nuevas experiencias y teorías políticas de la época, debían
sancionarse en un texto constitucional. Para esa fecha, si la cuestión
constitucional aparecía como un desafío complejo, pero ineludible, la de
unificar bajo un estado moderno a provincias supuestamente autónomas en el
marco de la Confederación parecía impostergable. Fue un proceso que, sin
embargo, no se pudo resolver tan fácilmente. La Constitución Nacional dictada
en 1855 sólo fue aceptada por todos los territorios luego de 1860, una vez
reformada y reconocida por la provincia más díscola: Buenos Aires. Recién a
partir de allí comenzaría, stricto
sensu, la historia de la República Argentina.
Pero, si se
acepta mantener aquí la convención de que la historia relatada antes de 1852 es
la del primer período de la Argentina independiente es porque, aun admitiendo
que esa Argentina no es más que la proyección a posteriori de una unidad
inexistente para la época tratada, sigue siendo a la vez una etiqueta eficaz a
la hora de reconstruir el pasado, ya que permite desnaturalizar los viejos
modelos interpretativos sin pretender con ello hacer una suerte de revolución copernicana.
Si bien los cursos de acción abiertos con la revolución no estaban inscriptos
en un proceso que natural y necesariamente debía conducir a la unidad del
estado-nación consolidado luego de 1860, sí es cierto que en una parte de esa
trama se fue configurando el país que adoptó el nombre de Argentina.
Este libro está dedicado a mis compañeros de la cátedra Historia Argentina
I.de la Facultad de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Rosario y
a todos los alumnos que transitaron por ella desde el año 2003, cuando asumí el
cargo de profesora titular de la materia. En él transcurso de estos años
aprendí mucho de todos ellos y disfruté -y afortunadamente sigo disfrutando- de
mi tarea docente. Lo que está volcado en las siguientes páginas es, pues,
producto de esa labor compartida, y en ellas intento ofrecer un relato que
pueda leerse como un conjunto de “clases” de historia argentina.
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