jueves, 24 de septiembre de 2015

Introducción - Marcela Ternavasio - Historia Argentina 1806-1852

La historia que el lector encontrará narrada en las siguientes páginas plantea, desde el comienzo, un problema de nominación. El hábito de llamar “historia argentina” al período que se abre con la Revolución de Mayo de 1810 responde a una convención aceptada por la mayoría y a la naturalización de que en el punto de partida de esa historia estaba inscripto su punto de llegada. La República Argentina, tal como se conformó durante la segunda mitad del siglo XIX, fue durante mucho tiempo el molde, tanto geográfico como político, sobre el cual se construyeron los relatos acerca del pasado de esa república, antes incluso de que se conformase como tal.
Sin embargo, lo que el historiador encuentra hoy al explorar ese pasado es un conjunto heterogéneo de hombres y de territorios con fronteras muy cambiantes. Antes de 1810, éstos formaban parte del imperio hispánico y sus habitantes eran súbditos del monarca español. En el último cuarto del siglo XVIII la ciudad de Buenos Aires se convirtió en capital de un nuevo virreinato, el del Río de la Plata, que reunió bajo su dependencia a un extensísimo territorio, que incluía no sólo a las actuales provincias argentinas, sino también a las repúblicas de Uruguay, Paraguay y Bolivia. Con la Revolución de Mayo, esa unidad virreinal comenzó a fragmentarse, al tiempo que el imperio del que ese virreinato era sólo una parte empezaba a desmoronarse. En el marco de ese proceso, las alternativas nacidas con la crisis imperial fueron múltiples y muy versátiles.
Este libro presenta algunas de tales alternativas y se propone mostrar el sinuoso camino recorrido por una historia que sólo será identificada como “argentina” varias décadas más tarde. Para ello es necesario, en primer lugar, ampliar el horizonte tanto hacia geografías más extensas como hacia escalas más pequeñas que las representadas en los actuales mapas políticos. En segundo lugar, dado el reducido margen de un libro de estas características, es preciso seleccionar un ángulo desde donde abordar el abigarrado proceso abierto por la revolución. Por tal razón, las siguientes páginas se concentran en la dimensión política de la historia desplegada durante la primera mitad del siglo XIX y toman como eje algunos de los conflictos que se presentaron para la construcción de un nuevo orden.
La cuestión territorial asume aquí particular relevancia porque gran parte de las disputas analizadas surgió y se desarrolló en el seno de grupos humanos que reclamaron privilegios, derechos o poderes para los territorios que habitaban. A lo largo de este período, tales disputas fueron transformándose y presentaron distintos desafíos y diversos alineamientos de fuerzas sociales, económicas y políticas. Si a fines del siglo XVIII, en el marco de las reformas aplicadas por la Corona española, las colonias americanas se vieron sometidas a un nuevo diseño político- territorial que generó resistencias entre los que se vieron pejjudicados por esas medidas, con la crisis de la monarquía, a raíz de la ocupación de la Península Ibérica por las tropas francesas en 1808, los territorios americanos asumieron un protagonismo inédito. Principalmente, debido a que el Rey se hallaba cautivo en manos de Napoleón Bonaparte, por lo que los habitantes de cada jurisdicción comenzaron a demandar distintos márgenes de autogobierno, en nombre de los derechos que les asignaban a sus respectivos territorios. A partir de esa fecha, las ciudades y provincias que tres décadas atrás habían conformado el Virreinato del Río de la Plata fueron no sólo escenarios de guerras y conflictos de muy diversa naturaleza, sino sujetos de imputación soberana. De allí en más, las disputas se expresaron a través de distintos niveles de enfrentamiento: colonias frente a metrópoli, ciudades frente a la capital, americanos versus peninsulares, provincias versus provincias, unitarios versus federales, federales versus federales.
En todos y cada uno de estos hechos, la dimensión territorial de la política es una clave fundamental para entender por qué y en nombre de qué se enfrentaron aquellos hombres, tanto a través de la palabra como de las armas. Por cierto que ésta no es la única clave de lectura de los conflictos que asolaron a esta porción austral del mundo hispano, y que darían lugar, recién al final de la historia que relata este libro, a la formación del estado argentino. Si aquí se ha elegido privilegiar tal dimensión es, básicamente, por tres razones. En primer lugar, porque en dicho registro es posible combinar el relato de acontecimientos relevantes con explicaciones en torno a los profundos cambios producidos en aquellos años respecto a las pautas que regularon las relaciones de obediencia y mando o, dicho de otra manera, entre gobernantes y gobernados. El hecho de que, entre fines del siglo XVIII y las primeras dé-


cadas del XIX, se haya pasado de una concepción del poder fundada en el derecho divino de los reyes a otra basada en la soberanía popular tuvo enormes consecuencias. Entre ellas, la que dio lugar a la invención de una actividad, la política, en la que los hombres comenzaron a crear nuevos tipos de conexiones y relaciones, y en la que disputaron el ejercicio legítimo de la autoridad a través de mecanismos prácticamente desconocidos hasta poco tiempo atrás. La segunda razón deriva de esta primera: la política, tal como se configuró después del hecho revolucionario, como un nuevo arte y como un espacio de conflicto, no sólo incluye otras dimensiones —sociales, económicas, culturales, ideológicas- sino que, en gran medida, fue la que marcó el ritmo de muchas transformaciones producidas en otras esferas. En tercer lugar, porque en esa trama se exhibe un cambio, tal vez más silencioso que otros, pero no por ello menos relevante: la idea de que el poder implicaba casi exclusivamente el gobierno de los territorios fue desplazándose y dando lugar a otra que comenzaba a concebirlo en términos de gobernar individuos.
Desde esta perspectiva, puesto que se trata de un período en el que la desintegración del imperio español dejó como legado el surgimiento de nuevas y cambiantes entidades territoriales que se reclamaron autónomas -ciudades, provincias, "países-, en este relato se presta mayor atención a Buenos Aires. Esto deriva no sólo del hecho de que dicha ciudad se erigió primero en capital virreinal y luego en el centro desde donde se irradió el proceso revolucionario, sino porque fue debido a esa misma condición de centro que Buenos Aires buscó conquistar que se produjeron los conflictos más virulentos del período. Fijar la atención en el papel que se adjudicó Buenos Aires y en el que a su vez le asignaron los territorios a ella vinculados -un tema clásico en la historiografía argentina- no implica construir, una vez más, una historia porteño-céntrica, sino exponer las diversas modulaciones que adoptó la compleja trama de relaciones entre territorios y hombres.
La estructura que adoptan los capítulos de este libro sigue, entonces, una periodización que busca hacer visibles estas modulaciones. En el punto de partida, la escala de análisis es la imperial, porque se parte del supuesto de que no es posible comprender los cambios ocurridos luego de 1810 si no se contempla la naturaleza peculiar del imperio hispánico y los efectos que tuvieron las reformas aplicadas a fines del siglo XVIII en los eventos sucedidos a partir de 1806, cuando la capital virreinal fue invadida por una expedición británica, y especialmente luego de 1808, cuando la monarquía española sufrió la crisis más devastadora de su historia. Los dos primeros capítulos están dedicados a analizar esos procesos, mientras que el tercero penetra en los avatares de la Revolución de 1810 y en los distintos cursos de acción política que abrió la autonomía experimentada a partir de esa fecha, pasando por la proclamación de la independencia en 1816 hasta la crisis y disolución del poder central en 1820. La guerra de independencia es el tema central del cuarto capítulo; su tratamiento no se reduce al campo militar, sino que incluye aspectos sociales y económicos tanto como el papel que jugó en la conformación de nuevas identidades y valores. Con el capítulo quinto las escalas de análisis se acomodan a la nueva situación que tuvo lugar a partir de la caída del poder central nacido en 1810. Después de 1820, ya no es posible ajustar el relato a una escala imperial -prácticamente desintegrada para esa fecha- ni a la unidad que, aunque frágil, representó el poder revolucionario con sede en Buenos Aires. De allí en adelante los espacios territoriales se volvieron aún más imprecisos y el proceso estuvo protagonizado por nuevas repúblicas provinciales que, sin renunciar a conformar una unidad política garantizada por una constitución escrita, disputaron entre sí y conformaron ligas muy cambiantes.
Si en el capítulo 5 se desarrollan las características comunes y a la vez diversas de esas nuevas repúblicas, en el 6 se analiza el último intento de crear un estado constitucional unificado con las provincias que, finalizadas las guerras de independencia, habían quedado vinculadas con su antigua capital, proceso que tuvo lugar durante la primera mitad del siglo XIX. Este vínculo se volvió cada vez más conflictivo, como evidencia el fracaso del tercer Congreso Constituyente reunido entre 1824 y 1827 y la posterior guerra civil entre bloques regionales, que adoptaron respectivamente los nombres de “unitarios” y “federales”. Los tres últimos capítulos están dedicados al período en el que la hegemonía de uno de los bandos enfrentados en la década de 1820 fue casi total. El triunfo del partido federal, tanto en Buenos Aires como en el resto de lo que para 1831 adoptó el nombre de “Confederación” -y, en forma gradual, el de Confederación Argentina-, expresa la imprecisión de un orden que no era ni federal ni confederal estrictamente. Como se demuestra tanto en el capítulo 7, dedicado a analizar el ascenso de Juan Manuel de Rosas a su primera gobernación en Buenos Aires, como en los dos últimos capítulos, destinados a examinar el orden federal impuesto a partir de 1835, cuando Rosas asumió por segunda vez el gobierno de Buenos Aires con la suma del poder público y la representación de los asuntos exteriores de la Confederación, ese federalismo fue tan ambiguo como eficaz a la hora de imponer un orden centralizado, dominado desde Buenos Aires.


Este libro concluye con la caída de Juan Manuel de Rosas en 1852. En ese final quedan en suspenso algunos de los problemas heredados de la revolución. Entre ellos se destaca el de la formación de un orden político estable garantizado por un conjunto de reglas que, según postulaban las nuevas experiencias y teorías políticas de la época, debían sancionarse en un texto constitucional. Para esa fecha, si la cuestión constitucional aparecía como un desafío complejo, pero ineludible, la de unificar bajo un estado moderno a provincias supuestamente autónomas en el marco de la Confederación parecía impostergable. Fue un proceso que, sin embargo, no se pudo resolver tan fácilmente. La Constitución Nacional dictada en 1855 sólo fue aceptada por todos los territorios luego de 1860, una vez reformada y reconocida por la provincia más díscola: Buenos Aires. Recién a partir de allí comenzaría, stricto sensu, la historia de la República Argentina.
Pero, si se acepta mantener aquí la convención de que la historia relatada antes de 1852 es la del primer período de la Argentina independiente es porque, aun admitiendo que esa Argentina no es más que la proyección a posteriori de una unidad inexistente para la época tratada, sigue siendo a la vez una etiqueta eficaz a la hora de reconstruir el pasado, ya que permite desnaturalizar los viejos modelos interpretativos sin pretender con ello hacer una suerte de revolución copernicana. Si bien los cursos de acción abiertos con la revolución no estaban inscriptos en un proceso que natural y necesariamente debía conducir a la unidad del estado-nación consolidado luego de 1860, sí es cierto que en una parte de esa trama se fue configurando el país que adoptó el nombre de Argentina.
Este libro está dedicado a mis compañeros de la cátedra Historia Argentina I.de la Facultad de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Rosario y a todos los alumnos que transitaron por ella desde el año 2003, cuando asumí el cargo de profesora titular de la materia. En él transcurso de estos años aprendí mucho de todos ellos y disfruté -y afortunadamente sigo disfrutando- de mi tarea docente. Lo que está volcado en las siguientes páginas es, pues, producto de esa labor compartida, y en ellas intento ofrecer un relato que pueda leerse como un conjunto de “clases” de historia argentina.

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