En la segunda mitad del
siglo XVIII, la Corona española puso en marcha una serie de reformas políticas,
administrativas, ecpnó- micas y militares. En guerras permanentes con otras
potencias, España buscaba superar la crisis que la aquejaba desde tiempo atrás
y reforzar su imperio transoceánico. América se convirtió en un escenario más
de las disputas interimperiales por dominar el Atlántico; en ese marco, en
1776, fue creado el Virreinato del Río de la Plata, con capital en Buenos
Aires. En 1806 y 1807, fuerzas británicas invadieron la nueva capital virreinal
y ocuparon parte de la Banda Oriental. Si bien la conquista británica resultó
efímera, dejó como legado una profunda crisis política e institucional en el
Río de la Plata.
El 27 de junio de 1806, la rutinaria vida de los
hombres y mujeres que habitaban la ciudad de Buenos Aires se vio conmocionada
por el avance de una expedición británica formada por mil seiscientos soldados
y dirigida por el comandante escocés Home Popham y el brigadier general William
Carr Beresford. La rápida conquista de las tropas inglesas, que dejó a la
población en un estado de asombro y estupor, se produjo treinta años después de
que Buenos Aires fuera erigida capital de un nuevo virreinato. En 1776, la
Corona española había ordenado, con carácter provisional, la creación del
Virreinato del Río de la Plata, implantado de manera definitiva en 1777. Al año
siguiente, se dictó el Reglamento de Comercio Libre que habilitó al puerto de
la flamante capital virreinal a comerciar legalmente con otros puertos
americanos y españoles, y en 1782 se aplicó un régimen de intendencias que
reorganizó territorial y administrativamente todo el nuevo virreinato. Éstas medidas formaron parte de un plan general de
reformas dispuesto por la metrópoli, conocidas como “reformas borbónicas”, que,
con mayor o menor éxito, fue aplicado en casi todos los dominios del monarca
español.
La dinastía de los Borbones, que desde comienzos del
siglo XVIII era la legítima casa reinante en España, estaba empeñada en darle
un rostro imperial a su monarquía. Si bien desde los inicios del siglo XVI el
orbe hispano había adquirido visos imperiales al anexar los territorios
ultramarinos, presentaba no obstante una constitución peculiar. La gigantesca
ampliación de los dominios del rey de España, que jurídicamente pasaron a
depender de la Corona de Castilla, obedeció a un proceso de extensión de la
monarquía que se diferenciaba de los imperios clásicos. Una de las principales
diferencias radicaba en la naturaleza católica de aquella expansión. La
vocación universal de la monarquía española respondía fundamentalmente a un
designio profètico y a un proyecto
religioso. Sobre estas bases se constituyó la legitimidad de la conquista y el
vínculo de todos los reinos con el monarca, que suponía la reproducción de los
modos de organización comunitaria e institucional propios de la Península, e
implicaba la reciprocidad de derechos y obligaciones entre el rey y sus reinos.
Esto dio lugar a la consolidación de amplias autonomías territoriales y corporativas
durante los siglos XVI y XVII en América.
Sin embargo, a mediados del siglo XVIII, la Corona
se propuso transformar la naturaleza del orden hispánico. Frente al diagnóstico
de que el sistema instaurado desde el siglo XVI estaba en crisis, comenzó a
concebirse la idea de que aquel orden debía transformarse en un imperio
comercial, siguiendo el modelo de Gran Bretaña.1 Con este viraje se
buscaba crear una imagen más decididamente imperial de la monarquía, y
reemplazar el lazo de reciprocidad entre el rey y sus reinos por un tipo de
relación que privilegiaba la maximización de ganancias para la metrópoli a
partir de la explotación de los recursos de las ahora consideradas colonias.
Dicho viraje se volvió más palpable luego de la Guerra de los Siete Años —una
guerra internacional que se libró entre 1756 y 1763 en Europa, América y Asia,
y que cambió el equilibrio de poder en el Nuevo Mundo-, cuando se impulsaron
medidas concretas con consecuencias decisivas sobre el gobierno de América.
Entre tales medidas se destaca la impronta militar de las reformas aplicadas
durante los reinados de Carlos III (1763-1788) y Carlos IV (1789-1808).
Reforzar el imperio transoceánico, constantemente amenazado por la presencia de
otras potencias en América, pasó a ser un objetivo prioritario. Para alcanzarlo era necesario fortalecer la defensa militar de los
puntos más vulnerables de ese enorme territorio y garantizar una explotación
económica más eficaz con el objeto de sanear la crisis y el estancamiento que
experimentaba la metrópoli. El nuevo diseño político-territorial de todo el
imperio se destacó como una de las transformaciones más ambiciosas de la nueva
dinastía. ,
Así fue como, al calor de este
clima reformista, la región rioplatense se convirtió en un punto estratégico.
Durante los siglos XVI y XVII, el rincón más austral de los dominios españoles
no había revestido mayor interés para la Corona. Al no poseer riquezas en
metales preciosos -que sí presentaban en abundancia otras regiones como Nueva España
y Perú-, el Río de la Plata había permanecido como una zona marginal dentro del
imperio. Pero la manifiesta vocación expansionista de Portugal sobre el
Atlántico sur y la importancia que toda el área asumía para el comercio
marítimo condujo a la metrópoli a reorientar su atención hacia esta región y a
crear el Virreinato del Río de la Plata.
El plan reformista
se inscribió en el nuevo clima de ideas que trajo consigo la ilustración. La
fórmula política que adoptaron los Borbones fue el despotismo ¡lustrado. Sus
metas eran promover el bienestar, el progreso técnico y económico, la educación
y la cultura desde una perspectiva que partía de un utilitarismo optimista y
positivo. El poder político -en este caso la Corona- era el responsable de
llevar adelante estas metas y por lo tanto debía erigirse en el promotor del
progreso. La confianza en la educación como fundamento de la felicidad pública
implicó un cambio de concepción respecto de la enseñanza tradicional, basada en
la escolástica. No obstante, el énfasis de los reformistas ilustrados españoles
en la difusión de un saber práctico y racional no cuestionó en ningún momento
los principios de la religión católica. En este sentido, tuvo lugar un proceso
de selección y adaptación de las innovaciones intelectuales de la Ilustración a
los dogmas católicos. Por esta razón, algunos autores han calificado de
"Ilustración católica" al conjunto de novedades Introducidas en el
orbe hispánico durante el siglo XVIII. JST
Sin embargo, pese a los orígenes marciales de la nueva jurisdicción
político-administrativa, las invasiones inglesas de 1806 y 1807 dejaron al
desnudo la debilidad de las autoridades españolas para defender sus dominios en América. Las reformas
aplicadas durante las tres décadas transcurridas entre la fundación virreinal y
la conquista de las fuerzas británicas revelaron tanto los notables cambios
producidos a escala imperial y regional como sus límites.
Con las reformas borbónicas, los dominios españoles en América pasaron
de una organización en dos virreinatos de extensiones inconmensurables -Nueva
España y Perú- a una de cuatro virreinatos -Nueva España, Nueva Granada, Perú y
Río de la Plata- y cinco capitanías generales -Puerto Rico, Cuba, Florida,
Guatemala, Caracas y Chile-. Hasta la creación del Virreinato del Río de la
Plata, todo el territorio de la actual República Argentina -y mucho más aún-
dependió directamente del Virreinato del Perú, con capital en Lima, y estuvo
dividido en dos grandes gobernaciones: la del Tucumán y la del Río de la Plata.
En 1776, el nuevo Virreinato con capital en Buenos Aires reunió las
gobernaciones del Río de la Plata, Paraguay, Tucumán y el Alto Perú (en este
último caso se trataba de una región algo mayor que la actual República de
Bolivia), quitándole una amplia jurisdicción a las autoridades residentes en
Lima.
Poco después, con la Ordenanza de Intendentes
aplicada en 1782, el Virreinato del Río de la Plata se subdividió en ocho intendencias:
La Paz, Potosí, Charcas y Cochabamba (ubicadas en el Alto Perú), Paraguay,
Salta, Córdoba y Buenos Aires. La Banda Oriental (hoy Uruguay) permaneció como
una gobernación militar integrada al Virreinato, pero con un mayor grado de
autonomía respecto de la sede virreinal. Lo mismo ocurrió con otras
circunscripciones fronterizas como los pueblos de las Misiones, Mojo y
Chiquitos. A su vez, esta ordenanza redefinió las jerarquías territoriales al
establecer distintos rangos entre las ciudades: en la cúspide estaba la ciudad
capital de virreinato; le seguían las ciudades cabeceras de las gobernaciones
intendencias, a las que a su vez quedaban supeditadas las ciudades
subordinadas; finalmente se ubicaban las zonas rurales, que no eran más que
enormes territorios dependientes de los cabildos de las respectivas ciudades.
Si se toman como ejemplo las gobernaciones intendencias cuyos territorios
corresponden aproximadamente a la actual República Argentina, el escalafón era
el siguiente: la intendencia de Salta tenía su capital en la ciudad homónima y
comprendía las ciudades subalternas de Jujuy, Santiago del Estero, San Miguel
de Tucumán y Catamarca; la de Córdoba incluía La Rioja, San Luis, San Juan y
Mendoza, subordinadas a la ciudad capital
¿Qué implicó el nuevo diseño territorial? Aunque las
complicadas divisiones y subdivisiones pueden inducir a pensar que se trató de
un intento de descentralizar la administración de los dominios americanos, el
propósito era inverso. Con las reformas se buscaba centralizar el poder de la
Corona, reforzar la figura del monarca y asegurar un mayor control de las
posesiones ultramarinas por parte de las autoridades peninsulares. Para eso, se
trasladaron funcionarios directamente desde España -entre ellos, los
intendentes con sede en las capitales/de gobernación y los
subdelegados en las ciudades subalternas-, con el objeto de limitar el enorme
influjo que en las principales ciudades habían adquirido las familias locales
criollas más poderosas. Esta situación de predominio se debía no sólo a sus
grandes riquezas sino también a que estaban vinculadas en redes de relaciones
sociales que les abrían las puertas a cargos y oficios en las principales
corporaciones del mundo colonial, en las que, además, se manejaban con un
amplio margen de autonomía respecto de la Corona. Por tanto, el propósito de
ésta fire reducir ese margen de
autonomía a través de funcionarios que dependieran directamente del rey. Se
suponía que éstos, a quienes se les vedaba legalmente la posibilidad de
establecer lazos familiares o de negocios con la población en la que ejercían
sus funciones, no cederían a la tentación de inmiscuirse en redes clientelares
o alianzas locales. El hecho de que muchos de ellos fueran militares expresa,
además, el fuerte contenido militarista de las reformas. España intentó
fortalecer su presencia en América a través de plazas militares
estratégicamente ubicadas.
Por otro lado, el Reglamento de Comercio Libre de
1778 también buscó reforzar este proceso de centralización. Claro que, más allá
de su nombre, estuvo lejos de liberalizar el comercio con las potencias
extranjeras, prohibido por el sistema de monopolio impuesto por España, que
sólo permitía comerciar legalmente a unos pocos puertos americanos con el
puerto de Cádiz. Lo único que habilitó el reglamento fue el comercio directo
entre las colonias y con algunos puertos españoles. Entre los puertos ahora
autorizados en América estaba el de Buenos Aires. Con esta medida se legalizó
una situación de hecho: mediante el contrabando y el comercio semilegal, dicho puerto había operado de manera más
o menos visible frente a las autoridades que, muchas veces, estaban
involucradas en tal intercambio. Lo cierto es que, así, se buscó
legalizar el tránsito de mercancías
-especialmente de metal precioso- hacia la metrópoli para controlar y maximizar
los recursos que las colonias debían proporcionar a las arcas de la Corona, en
el marco de una coyuntura de crisis para el imperio y de permanentes guerras
con otros países europeos. La flexibilización del sistema comercial tenía como
propósito afianzar aún más el monopolio existente y reubicar a España como
potencia en el escenario adámico.
Las reformas aplicadas desde fines del siglo XVIII trastocaron los equilibrios
sociales, políticos y territoriales existentes en las áreas afectadas. Los
grupos criollos más poderosos, acostumbrados a tener una fuerte incidencia y
autonomía en el manejo de los asuntos de gobierno a nivel local, se sintieron
muy afectados. Algunas ciudades vieron con malos ojos sus nuevos rangos dentro
del diseño territorial borbónico y cuestionaron su jerarquía de ciudades
subalternas o, incluso, no haberse convertido algunas en capitales de nuevos
virreinatos. En muchas regiones, los pueblos indígenas se resistieron a aplicar
algunas de las medidas impuestas por los nuevos funcionarios, especialmente
aquellas destinadas a ejercer sobre ellos mayor presión fiscal. El nuevo trato
que los habitantes americanos recibieron por parte de la Corona fue percibido
por muchos como humillante, al comprobar que perdían antiguos privilegios o que
eran obligados a aumentar el pago de tributos a la metrópoli. En algunos casos,
las resistencias a las reformas tomaron la forma de revueltas violentas, como ocurrió
con la rebelión liderada en 1780 por Tupac Amaru en Perú, duramente reprimida
por las autoridades coloniales, mientras que en otros se manifestó en sordas
disputas políticas y jurídicas. Los grupos locales utilizaron más que nunca la
clásica fórmula “se acata pero no se cumple”, a través de la cual los criollos
acostumbraban justificar la toma de decisiones con cierto margen de autonomía
frente a la metrópoli, sin que ello significara desconocer la autoridad y
lealtad al monarca.
Ahora bien, las resistencias a las reformas se
manifestaron básicamente en las zonas centrales del imperio. En el caso del Río
de la Plata, las nuevas medidas venían en muchos sentidos a favorecer una
región hasta ese momento marginal. Buenos Aires no sólo se convirtió en sede de
una corte 'irreinal y de nuevas corporaciones -como la Audiencia creada en 1783
y el Consulado de Comercio en 1794-, sino también en un puerto legalizado,
donde se instaló la Real Aduana, favorecido por los negocios y recursos que fluían
del circuito mercantil con eje en elAlto Perú, ahora desgajado de su antigua jurisdicción e incluido en el
Virreinato rioplatense.jEn la rica región altoperuana estaban ubicadas las
minas de plata del Potosí. A partir de ese momento, la extracción de la plata
potosina pasó a solventar gran parte de los gastos que demandó la instalación y
sostenimiento de las nuevas autoridades virreinales. El nuevo mapa político
parecía replicar los circuitos mercantiles que, a través de una compleja red de
tráficos interregionales y ultramarinos, entre los siglos XVI y XVIII, habían
integrado la amplia zona del extremo sur americano sobre el eje Potosí-Buenos
Aires. La nueva capital duplicó su población durante las tres décadas que duró
el Virreinato (pasó de unos veinte mil habitantes a cerca de cuarenta mil) y
los grupos mercantiles más poderosos vieron crecer sus riquezas al tiempo que
ascendieron hasta la cumbre de la escala social. Tal vez por estas razones y
por el hecho inocultable de que los nuevos funcionarios, lejos de mantenerse
distantes, entablaron vínculos y alianzas con los intereses locales, las
reacciones a las reformas fueron, al menos en Buenos Aires, mucho menos
intensas que en otras regiones.
En este sentido, el nuevo mapa político beneficiaba
a la capital virreinal, pero a la vez ensamblaba jurisdicciones muy dispares.
El caso del Alto Perú fue por cierto el más clamoroso, no sólo por haberse
desprendido de su tradicional dependencia de Lima, sino fundamentalmente por
haber frustrado los sueños virreinales de esa jurisdicción. La erección de una
nuera capital en una ciudad marginal que, hasta 1776, sólo contaba con un
gobernador, un cabildo y unos pocos empleados, resultó irritante para las
regiones que, poseyendo riquezas y entramados institucionales mucho más densos,
pasaban ahora a depender de aquélla. En un informe de 1783, los altoperuanos
plantearon la “errónea inclusión de la provincia de Charcas hasta la ciudad de
Jujuy y la de La Paz” en el Virreinato del Río de la Plata y, en alusión a que
la sede virreinal era solventada por los recursos de las minas de Potosí, se
dijo también: “mi hijo, el niño Buenos Aires al que virreinato di”. Lo que
estaba enjuego, en este caso, era el real reconocimiento de su calidad de
capital por parte de las jurisdicciones dependientes e, incluso, de la misma
Buenos Aires, acostumbrada a manejarse de manera autónoma desde tiempo
inmemorial como cabeza de una gobernación marginal. Como se verá más adelante,
el trastorno introducido por las reformas en las jerarquías territoriales
preexistentes constituyó una cuña en el sistema colonial, cuyas consecuencias
más disruptivas sólo se revelaron en toda su potencia cuando éste entró en
crisis.
Este intento de redefinición imperial se produjo en
un momento poco propicio para España. La situación internacional fue tornándose
cada vez más complicada, al calor de acontecimientos que trastocaron tanto el
mundo europeo como el americano. La revolución de independencia de los Estados
Unidos en 1776 y la Revolución Francesa de 1789 fueron, sin dudas, los eventos
más significativos. La guerra desatada entre las colonias inglesas y Gran
Bretaña, al declarar las primeras su independencia respecto de la segunda,
alineó a Francia y España -tradicionalmente aliadas en contra de Inglaterra-
con los Estados Unidos. Entre 1796 y 1802, las guerras se generalizaron en toda
Europa y sus efectos se hicieron sentir inmediatamente en sus dominios en
América. La flota inglesa bloqueó el puerto de Cádiz y otros puertos
hispanoamericanos, lo que afectó de manera sustancial las relaciones
comerciales entre la metrópoli española y sus posesiones americanas. El sistema
monopólico hacía agua por todos lados, ya que la Corona no podía garantizar por
sí sola el aprovisionamiento de sus colonias en medio de los conflictos
bélicos. Esto la obligó a otorgar sucesivas concesiones comerciales a los
grupos criollos, a los que se autorizó a comprar y vender productos a otras
potencias y colonias extranjeras. De esta manera, los comerciantes del Río de
la Plata pudieron traficar esclavos, exportar mercancías locales -como cuero,
sebo y tasajo- e importar café, arroz o tabaco.Vfodo se agravó para la
metrópoli en 1805, cuando España -en ese momento aliada de Francia- perdió casi
toda su flota al ser vencida por Gran Bretaña en la batalla de Trafalgár)
En ese contexto tan conflictivo, el plan reformista
de los Borbones se hundía sin remedio. El intento de centralizar el poder en
manos del monarca y aumentar la eficacia de la explotación económica de las
colonias se rendía frente a las acechanzas tanto externas como internas. Las
reformas no pudieron cumplir -o sólo cumplieron a medias- sus objetivos,
mientras que en algunas regiones ni siquiera pudieron ser aplicadas. En la
mayoría de los casos, los nuevos funcionarios peninsulares se vieron obligados
a negociar asuntos de gobierno con las elites locales descontentas, a la vez
que la recaudación fiscal resultaba insuficiente para solventar los enormes
gastos bélicos. Sin embargo, aun cuando las medidas aplicadas en el último
tramo del siglo XVTII dejaban un fondo de descontento entre quienes se vieron
más afectados por ellas, no modificaron el sentimiento de pertenencia a la
monarquía transoceánica por parte de los americanos. De la misma manera que los
Borbones pretendieron reformar su imperio apuntando a un mayor control de sus
dominios, muchos americanos buscaron mantener sus antiguos privilegios, si bien
en el marco de un sistema que seguía
colocando al rey en la cúspide. La obediencia al monarca y la lealtad a España
se mantuvieron incólumes durante esos años, más allá de los descontentos y
tensiones nacidas de este intento de ajuste imperial. Tal vez la muestra más
clara de esa lealtad fue la que exhibieron los habitantes de Buenos Aires
cuando, en 1806, el brigadier general Beresford creyó haber ganado la
batalla...
El proceso histórico abierto con el cambio de
dinastía en España a comienzos del siglo XVIII ha sido objeto de muchas
controversias en el campo historiográfico. Si bien !a mayoría de los
historiadores coinciden en señalar que los tiempos modernos en España se
inauguraron con el advenimiento de los Borbones, no todos comparten el mismo
juicio acerca de los objetivos y efectos de las reformas puestas en marcha
tanto en la Península como en América. En España, tales controversias se
expresaron desde el siglo XIX, cuando algunas corrientes consideraron a las
reformas como el principio de la regeneración de España, mientras que otras las
utilizaron como argumento para una severa descalificación de la dinastía. En lo
que atañe a América, algunos historiadores han calificado la experiencia
reformista borbónica como de "reconquista de América” y de
"revolución en el gobierno”. Con el término “reconquista'' se busca expresar
gráficamente el propósito centralizador de las reformas; con el término
“revolución” se hace referencia a los cambios que la Corona procuró imponer en
el gobierno. Los desacuerdos surgen cuando se realiza el balance de las
políticas aplicadas en el siglo XVIII; mientras algunos historiadores enfatizan
los cambios producidos a escala del Imperio, otros consideran que las reformas
tuvieron un impacto menor, entre otras razones porque el intento de
reconquistar burocráticamente a las colonias chocó con la lógica de negociación
Imperante en América desde el siglo XVI. JBP
Desde fines del siglo XVIII, Gran Bretaña exhibía cada vez más interés
en las colonias hispanoamericanas. De hecho, luego de la ocupación británica de
La Habana en 1762, se habían elaborado diversos planes secretos para invadir las colonias españolas en América. En dichos
planes, Buenos Aires se presentaba como una plaza muy atractiva, tanto por su
importancia geopolítica y comercial al ocupar un lugar estratégico en las rutas
que unían el Atlántico con el Pacífico, como debido a su vulnerabilidad desde
el punto de vista militar. Si bien la creación del Virreinato del Río de la
Plata había tenido como principal objetivo reforzar militarmente la región
austral del imperio, dada la constante presión portuguesa sobre Río Grande y
Colonia de Sacramento, la Corona no se ocupó de que tal refuerzo fuera
significativo en términos del envío de tropas regulares y de la organización de
milicias regladas locales. Los informes confeccionados por diversos personajes
británicos interesados en las colonias hispanoamericanas subrayaban la débil
defensa con la que contaba la capital del nuevo Virreinato.
Entre esos personajes se encontraba el comandante
Popham que, desde tiempo atrás, venía participando de aquellos planes secretos.
En un principio, su aventura -que lo llevó desde el Cabo de Buena Esperanza
hasta el puerto de Buenos Aires en 1806- no contó con la autorización del
gobierno británico. No obstante, luego de la rápida conquista de la capital del
Virreinato, la expedición obtuvo el aval de Su Majestad. La captura del puerto
de Buenos Aires resultaba estratégica para los intereses de la Corona
británica; ni el rey ni sus ministros parecían dispuestos a desperdiciar
aquella oportunidad. Por un lado, desde fines del siglo XVIII Inglaterra se
encontraba en pleno proceso de revolución industrial y expansión comercial de
sus productos. Por otro, la coyuntura internacional era particularmente
conflictiva. Las guerras surgidas al calor de la Revolución Francesa se habían
generalizado y las conquistas de Napoleón Bonaparte amenazaban con romper el
equilibrio europeo y el creciente poder adquirido por Gran Bretaña a lo largo
del siglo XVIII. En 1805, la batalla de Trafalgar dejó a Inglaterra como dueña
absoluta de los mares, pero no logró frenar el avance napoleónico en Europa,
que obtuvo ese mismo año un importante triunfo en Austerlitz.
En ese escenario tuvieron lugar las dos invasiones
inglesas al Río de la Plata en los años 1806 y 1807, respectivamente. En la
primera, Popham y Beresford concibieron la captura de Buenos Aires como una
alternativa fácil y promisoria frente al propósito de conquistar nuevos
mercados en Sudamérica. Asegurarse bases militares estratégicas sobre las
cuales garantizar su expansión comercial era el principal objetivo que
perseguía Inglaterra en esos años. En relación con la facilidad de la captura,
los mismos ingleses quedaron sorprendidos al ser recibidos con cierto entusiasmo por las principales autoridades y corporaciones
de la ciudad y al no encontrar serias resistencias militares en su desembarco.
A la escasez de tropas regulares y milicias locales se sumó el hecho de que la
mayoría de las tropas había sido destinada a cuidar la frontera indígena. Los
británicos se apoderaron sin mayores dificultades del Fuerte, mientras la
máxima autoridad española, el virrey .Sobremonte, se retiraba hacia Córdoba.
El Virrey se ausentó de la ciudad capital desde el
25 de junio, dos días antes de que se produjera la capitulación de Buenos Aires
y el posterior juramento de fidelidad rendido a la nueva soberanía británica
por parte de las autoridades civiles y eclesiásticas y de algunos vecinos
principales y comerciantes de la ciudad. En efecto, Sobremonte, frente al
inminente avance de las tropas inglesas, abandonó la ciudad encargándoles a los
oidores de la Audiencia dirigir su úldma resistencia. Pero ni la Audiencia ni
el Cabildo estuvieron dispuestos a enfrentar un combate dentro del recinto
urbano y optaron por rendirse a las fuerzas británicas. El Virrey se dirigió
hacia Córdoba con el propósito de organizar la defensa y proteger las Cajas
Reales, pero debió entregar los caudales a los nuevos ocupantes de la capital,
por expreso pedido del Cabildo de Buenos Aires, según estipulaba la
capitulación.
Desde Córdoba, el Virrey lanzó una proclama
-remitida a todos los gobernadores intendentes de su jurisdicción- que, en gran
parte, cumplía con los planes acordados por las autoridades metropolitanas en
caso de que el flanco sur del imperio fuera atacado: replegarse a Córdoba e
imponer el aislamiento a los invasores para obligarlos a una pronta retirada.
En esa proclama, Sobremonte subrayaba que él no había “entrado” en la
capitulación con los ingleses y que si la “Real Audiencia de Buenos Aires,
Consulado, tribunales y demás autoridades constituidas en aquella ciudad” lo
habían hecho, era porque estaban “oprimidas por las fuerzas enemigas”. Dadas
esas circunstancias, el Virrey declaró a la ciudad de Córdoba capital del
Virreinato hasta tanto Buenos Aires volviera al dominio del Rey. Puesto que,
según expresaba la proclama, las autoridades residentes en Buenos Aires se
encontraban sin libertad para obrar y expedir sus resoluciones, sino a nombre
del general británico, el Virrey dejaba expresamente ordenado que ninguna
medida emanada de dichas autoridades fuera cumplida.
Los puntos estipulados en la proclama eran
importantes porque expresaban, por un lado, el intento de mantener el orden
jurídico colonial trasladando la capital del virreinato a Córdoba, y exhibían,
por el otro, la rendición de las principales autoridades y corporaciones de Buenos Aires a la soberanía británica. A pesar del tono justificatorio
utilizado por Sobremonte, las acciones emprendidas por tales autoridades
quedaban desautorizadas por el Virrey, mientras que el nuevo gobernador,
Beresford, garantizaba al Cabildo, magistrados, vecinos y habitantes sus
derechos y privilegios, así como la protección a la religión católica.
La estrategia
británica de asegurar la protección de la religión católica -en un universo de
unanimidad religiosa como el que regía en el mundo hispánico- era fundamental si se pretendía obtener cierto
consenso entre la población. Si bien las reformas borbónicas, al procurar darse
una imagen imperial y centralizar el poder, intentaron reducir ia influencia de
las comunidades religiosas en nombre de una nueva razón de estado, de ningún
modo habían cambiado las bases católicas del orden vigente.
Éste seguía
exhibiendo un entramado en el que, como afirma Roberto Di Stefano, “la vida de la Iglesia estaba de tal modo entrelazada con las demás
manifestaciones de la vida social y con los intereses concretos de los
diferentes grupos que constituían la sociedad -familias, corporaciones- que es
difícil admitir su existencia como una entidad homogénea y diferenciada".
Y esto era así, según el autor, porque en la época colonial la identificación
entre el universo católico y ía sociedad llegaba a un punto tan íntimo que
vuelve tal vez inadecuado ei uso del actual concepto de “iglesia”, si con él se
alude a una institución lo suficientemente integrada y diferenciada de la
sociedad en su conjunto. JBF
Sin embargo, estos primeros intercambios amables y pacíficos entre autoridades y vecinos de Buenos Aires con los ocupantes británicos no estaban
destinados a perdurar. Durante el mes de julio, la situación de las-, tropas
inglesas se volvió más incierta en la medida en que los refuerzos que Beresford
demandaba a Inglaterra tardaban en llegar. La población porteña se mostró cada
vez más inquieta, mientras comenzaban a organizarse milicias urbanas voluntarias,
en forma secreta, con el fin de combatir a los invasores. Los encargados de
organizar las improvisadas tropas de la reconquista fueron el capitán de navio
Santiago de Liniers, francés de origen pero al servicio de la Corona de España,
Juan Martín de Pueyrredón y Martín de Alzaga, alcalde del
Cabildo de Buenos Aires. Este último era un rico comerciante español con fuerte
incidencia en el gobierno local y vinculado al monopolio. Cuando, durante su
efímera ocupación, los ingleses lanzaron un decreto de libertad de comercio,
Alzaga y el resto de los comerciantes vinculados al monopolio expresaron su
inmediata oposición. '
Con el objeto de organizar la reconquista, Liniers y
Pueyrredón se trasladaron a Montevideo para obtener el apoyo de su gobernador,
Pascual Ruiz Huidobro, que accedió a darles refuerzos para su empresa.
Pueyrredón, de regreso en Buenos Aires a fines de julio, comenzó a reclutar
soldados. A comienzos de agosto, las tropas locales lideradas por Pueyrredón
sufrieron una derrota frente a un destacamento británico. Pero poco después
Liniers se embarcó en Colonia para cruzar el Río de la Plata y, una vez en
Buenos Aires, logró dominar los principales accesos a la ciudad para luego
avanzar hacia el Fuerte. Con la llegada de nuevos refuerzos desde Montevideo,
las milicias locales al mando de Liniers convergieron en la Plaza Mayor; en las
calles se desató una lucha encarnizada, que terminó con la derrota de los
ingleses. Se estima que estos últimos sufrieron cerca de ciento cincuenta
bajas, mientras que las milicias locales perdieron cerca de sesenta soldados.
El 12 de agosto, Beresford elevó una bandera blanca para declarar la rendición.
Si bien la aventura de Popham y Beresford no tuvo
por objeto estimular Un plan independentista en el Río de la Plata, sino lograr
la conquista de Buenos Aires, entre los expedicionarios no estuvo ausente la
especulación en torno a las posibles tensiones entre peninsulares y criollos
-dado el ajuste imperial impuesto por los Borbones desde fines del siglo XVIII-
para obtener de estos últimos un apoyo a la ocupación. No obstante, tales
especulaciones se esfumaron rápidamente. A la primera manifestación de
pasividad de las autoridades y corporaciones de la ciudad le sucedió una
reacción más generalizada de la población, en la que tanto españoles como
criollos participaron activamente de la reconquista. La presencia de tensiones
y conflictos en el escenario local no alcanzó para manifestar apoyo a la
conquista de una nueva potencia.
La primera invasión inglesa
dejaba como legado
varias novedades. Ante todo, una crisis de autoridad sin precedentes: no sólo
había quedado al desnudo la incapacidad de las fuerzas militares españolas para
defender sus posesiones en el rincón más austral de América, sino también el
dudoso comportamiento de las autoridades coloniales, duramente cuestionado por
gran parte de los vecinos y habitantes de la ciudad. El personaje más criticado
fue el propio virrey Sobremonte. El Cabildo, bajo la presión de parte de las
milicias recientemente formadas, debió convocar a un cabildo abierto dos días
después de la reconquista.
En el testimonio de
John. Whitelocke se expresa la frustrada especulación de los ingleses en torno
a la posibilidad de encontrar en las colonias españolas un espíritu de adhesión
a la presencia británica.
“Se
suponía que la fama de este país, de liberalidad y buena conducta hacia los que
se ponen bajo su dominio, nos aseguraba los buenos deseos y la cooperación de
al menos una gran parte de la comunidad. Las esperanzas y expectativas públicas
fueron exacerbadas, y no existía la sospecha de que fuera posible para ia mayor
parte de la población de Sudamérica tener sentimientos que no fueran de apego a
nuestro Gobierno; menos aún que fuera posible que existiera una arraigada
antipatía contra nosotros, al punto de justificar el aserto (cuya prueba ha
sido dada por los hechos) de que en el momento de mí llegada a ■ Sudamérica no
teníamos ni un solo amigo en todo el país. No tengo modo de saber si ¡a opinión
del ilustre estadista IPittJ, ya no más entre nosotros, que con frecuencia
había dejado volar sus pensamientos hacia Sudamérica, lo había llevado a
contemplar la posibilidad de establecer puestos militares allí y de cooperar
sólo con quienes han seguido [por] su propia voluntad el ejemplo de
Norteamérica y se han servido de nuestra ayuda para lograr su independencia;
pero la experiencia ha mostrado que cualquier otro curso de acción, aun el más
exitoso, y casi en proporción al éxito, tenía el efecto de alejarnos más que
nunca de nuestro objetivo último: el de un intercambio y comercio amistoso con
el país. El ataque, asistido por e! éxito momentáneo y el fracaso final, nos ha
enseñado a estimar en más alto precio la dificultad de obtener un
establecimiento en el pa's; pero la decisión sobre el tema de los sentimientos
de la gente hacia nosotros sigue siendo prevaleciente."
Los cabildos abiertos, si bien no estaban expresamente legislados, en
ciertas ocasiones, y con el
consentimiento de la autoridad política, convocaban a los vecinos, altos
funcionarios, prelados religiosos y jefes militares a fin de considerar asuntos
excepcionales, respecto de los cuales se buscaba el apoyo de la parte principal
y más distinguida de la población para tomar ciertas resoluciones que afectaban
a toda la comunidad. En el Río de la Plata fue una práctica poco utilizada
durante el período colonial. Pero en este caso la situación se presentó como
excepcional y, luego de fuertes discusiones, "el cabildo abierto del 14 de
agosto tomó una decisión salomónica: delegar el mando político y militar en
manos del héroe de las jornadas, Santiago de Liniers-$i bien el Virrey no había
sido destituido, como pretendían muchos, se trataba de un hecho inédito en el
Río de la Plata que, sin dudas, dejaba muy desprestigiada a la autoridad
virreinal. Aunque Sobremonte se manifestó agraviado por la medida, ya que se
vio disminuido en sus atribuciones, su descargo no logró modificar la
situación. La segunda novedad fue la convicción de que, frente a la debilidad
de las tropas españolas asentadas en el Río de la Plata, era necesario
organizar y reforzar las improvisadas milicias nacidas en 1806 para hacer
frente a una eventual invasión o ataque dé una potencia extranjera.
El gobierno británico, aún no enterado de la capitulación inglesa en
Buenos Aires, había decidido enviar los refuerzos solicitados por los jefes de
la primera expedición. El primer refuerzo llegó a Montevideo a fines de octubre
de 1806 y el oficial a cargo, al enterarse de la derrota sufrida en Buenos
Aires, tomó posesión de la isla Gorriti y de Maído- nado a la espera de un
nuevo contingente de soldados para intentar una vez más la captura de la
capital virreinal. En febrero de 1807 Montevideo cayó en manos inglesas y en
mayo de ese año arribó finalmente el refuerzo esperado al mando del teniente
general John Whitelocke. A fines de junio, las tropas inglesas desembarcaron en
el puerto de Ensenada para marchar sobre Buenos Aires.
Sin embargo, en los meses que mediaron entre la
primera y la segunda ocupación británica a Buenos Aires, las precarias fuerzas
voluntarias creadas por Liniers se habían vuelto más numerosas y organizadas.
Surgieron, así, en una ciudad que apenas sobrepasaba los cuarenta mil
habitantes, escuadrones de criollos que sumaban alrededor de cinco mil hombres
-Húsares, Patricios, Granaderos, Arribeños, Indios, Pardos y Morenos- y de
peninsulares que alcanzaron a sumar tres mil milicianos. Los batallones de
peninsulares tomaron el nombre del lugar de origen de sus miembros: Andaluces,
Asturianos, Catalanes, Vizcaínos y Gallegos. Fue nuevamente Liniers quien se encargó de organizar estas
milicias urbanas sobre la base de un servicio y entrenamiento militar para
todos los vecinos mayores de dieciséis años. Cabe destacar que esas fuerzas,
más allá de estar integradas por peninsulares y criollos, eran locales tanto
por su reclutamiento como por su financiamiento, ya que era el Cabildo de la
capital el encargado de solventar gran parte de los gastos y subsistencia de
las tropas con sus rentas de propios y arbitrios, por hallarse exhausto
el erario de la Real Hacienda.
Traje utilizado por el regimiento de Patricios.
Con esas fuerzas milicianas, Liniers enfrentó la segunda incursión
inglesa a Buenos Aires. A ellas se sumó la intervención activa del alcalde del
Cabildo de la capital, Martín de Alzaga. Luego de un primer revés sufrido por
las tropas de Liniers en Miserere, Alzaga organizó la defensa de la ciudad
levantando barricadas y estimulando a los vecinos no alistados en las milicias
a participar desde sus casas para evitar el avance de las tropas británicas.
Estas últimas marcharon en trece columnas por las estrechas calles de la
ciudad, sin sospechar que desde las casas les arrojarían todo tipo de objetos y
proyectiles. Así, pues, luego de una encarnizada lucha que dejó alrededor de
dos millares de bajas en cada uno de los bandos, Whitelocke debió
aceptar su derrota y capitular el 6 de julio de 3807. El Cabildo de la capital
se consolidaba en su prestigio y poder, al ser el gran protagonista en la
organización de la defensa, y Liniers reforzaba aún más el apoyo y consenso
popular obtenido desde 1806 al estar a cargo de las milicias finalmente
vencedoras.
Traje utilizado por ei regimiento de Catalanes.
La derrota británica fue vivida con mucha euforia en Buenos Aires y se
manifestó a través de acciones de gracia, como la liberación de esclavos
destacados en combate y honores fúnebres para los caídos. En una ciudad poco
acostumbrada a interrumpir su monótona rutina, las invasiones inglesas habían
conseguido trastocar la cotidianidad de sus pobladores y conmover las bases
políticas y sociales sobre las cuales se asentaba el poder en la reciente
capital virreinal.
Las bases políticas se vieron
afectadas porque la crisis de autoridad, ya presente durante la primera
invasión, se agudizó con la segunda. Si en 1806 se cuestionó la actitud del
Virrey y se lo obligó a delegar parte de su poder en Liniers, en febrero de;1807j
una reunión de comandantes y ve- cinosagolpados frente al cabildo presionó para
exigir la deposición definitiva del VrrféyrSobremonte fue acusado de abandonar
a su suerte a los pobladores de ambas márgenes del Río de la Plata al no
ofrecer resistencia alguna cuando los ingleses tomaron el puerto de Montevideo.
El clima de agitación obligó al Cabildo de Buenos Aires y a la Audiencia a
reunir una Junta de Guerra. En realidad se trataba de una Junta sui generis, que se asemejaba a un cabildo abierto en la medida en que participaron de ella el Cabildo Capitalino, la Audiencia, el jefe del mando militar, Liniers, jefes y comandantes militares, funcionarios superiores y algunos vecinos principales. La Junta así constituida decidió suspender en sus funciones al Virrey y tomarlo prisionero provisoriamente. De esa situación de acefalía salió beneficiado el jefe de la reconquista. Dado que durante los primeros meses de 1807 la Corona había cambiado el criterio - por el cual debían cubrirse interinamente las vacancias del cargo de virrey -al establecer que en lugar de ocuparlo el presidente de la Audiencia debía hacerlo el jefe militar de mayor jerarquía-, Liniers se convirtió en el personaje de mayor rango institucional en el Río de la Plata
reunir una Junta de Guerra. En realidad se trataba de una Junta sui generis, que se asemejaba a un cabildo abierto en la medida en que participaron de ella el Cabildo Capitalino, la Audiencia, el jefe del mando militar, Liniers, jefes y comandantes militares, funcionarios superiores y algunos vecinos principales. La Junta así constituida decidió suspender en sus funciones al Virrey y tomarlo prisionero provisoriamente. De esa situación de acefalía salió beneficiado el jefe de la reconquista. Dado que durante los primeros meses de 1807 la Corona había cambiado el criterio - por el cual debían cubrirse interinamente las vacancias del cargo de virrey -al establecer que en lugar de ocuparlo el presidente de la Audiencia debía hacerlo el jefe militar de mayor jerarquía-, Liniers se convirtió en el personaje de mayor rango institucional en el Río de la Plata
La
celebración de fa victoria
El memoriaiista Juan Manuel Beruti describió en detalle
las celebraciones realizadas en Buenos Aires luego de la reconquista y defensa
de la ciudad. Su testimonio es particularmente relevante porque fue escrito
contemporáneamente a los hechos relatados.
"El 19 de julio de 1807 se hizo misa de gracias en
la Catedral y se cantó el Tedeum; pontificó su (lustrísima, predicó eí sermón
el doctor don Joaquín Ruiz y estuvo su Divina Majestad manifiesto todo el día.
Asistieron a ia función la Real Audiencia y en su cabeza el señor
reconqulstador don Santiago de Liniers, como su presidente el Ilustre
Ayuntamiento de esta ciudad quien llevaba entre sus regidores y les dio asiento
a los señores don Bernardo de Velasco y don Juan Gutiérrez de la Concha, por
haberse portado bien en la defensa de esta plaza, como jefes que eran de
división, y al mismo tiempo el primero es gobernador de Paraguay y
el segundo electo de Córdoba del Tucumán. En el presbiterio estaba puesto en
andas nuestro patrono San Martín, y a su lado el real estandarte de esta
ciudad; la función se hizo la más magnifica que cabe: se pusieron dos orquestas
de música, una en el coro por los cantores que a punto de solfa entonaban ia
misa, y al último el Tedeum, y la otra detrás del tabernáculo que era la música
de! cuerpo de Patricios la que llevaba tres tambores y sobre veinte y tantos
músicos de varios Instrumentos la que estuvo tocando una marcha primorosa, la
que alternaba con los tambores y pífanos, desde ei alzar hasta el consumir.
Aquí fue lo más digno de verse que causaba a toda veneración al Dios de los ejércitos,
que nos había dado tan feliz victoria, pues estaban todas las banderas y
estandartes de nuestro ejército, las que estuvieron rendidas desde el alzar la
hostia consagrada hasta el consumir. Todas las tropas de infantería y
caballería se formaron en los cuatro frentes de la Plaza Mayor, y veinte y
tantas piezas de cañón que en varias partes se pusieron, ias que hicieron tres
salvas una al principiar la misa, otra al alzar y la última a! Tedeum,
habiéndose hecho lo mismo por los demás cuerpos con sus fusiles ios de
Infantería y con sus pistolas o carabinas la caballería cada cuerpo de por sí,
y en los mismos actos que la artillería. En esta función se presentó el cuerpo
de montañeses con su bandera y a su lado izquierdo la bandera Inglesa que tomaron
en Santo Domingo, media rendida en señal de que era prisionera, la que la
llevaba el soldado mismo que la ganó, que llevaba el fusil terciado y en ia
mano la bandera. Esta bandera enemiga no entró en la iglesia con las nuestras sino que quedó
fuera. El Cabildo cuando salió de sus casas capitulares llevaba por delante la
música del cuerpo de patricios hasta que entró en la iglesia, y luego que salió fue igualmente con la música, y el cuerpo de patricios lo fue acompañado por
detrás con sus banderas hasta dejarlo en las casas capitulares, en donde
también dejó sus banderas, y con su música se retiró a su cuartel.
Finalmente por tres noches se iluminó la ciudad, la que principió la noche del
18, víspera de la misa de gracias.”
El legado de la ocupación
británica
Una de las primeras huellas que dejó como herencia la efímera ocupación
británica fue la disputa desatada entre los distintos poderes existentes en la
capital virreinal. El Virrey, en su carácter de interino, no logró frenar los
conflictos de intereses y de poder encarnados por el Cabildo de Buenos Aires,
el Cabildo y el gobernador de Montevideo y la Audiencia. En ellos intervenía
ahora un nuevo actor político, nacido durante las invasiones: las milicias
urbanas. Los efectos de la rápida militarización producida en Buenos Aires en
menos de un año fueron múltiples. Por un lado, las milicias vecinales se fueron
convirtiendo en un factor de poder al que las autoridades existentes debieron
recurrir para arbitrar los conflictos. Por otro, su organización conmovió las
bases sociales sobre las cuales estaba organizado el orden colonial.
La presencia en la vida pública de estos uniformados
portadores de armas trastocó el escenario habitual de la ciudad, según los
testimonios de la época. Algunos de estos testimonios subrayaban -con cierto
desprecio- que las calles de Buenos Aires eran invadidas por el “bajo pueblo”
que engrosaba las milicias y por oficiales que buscaban “hacer fortuna” a costa
del erario público. En verdad, si bien el componente popular de los soldados
era un dato cierto, la oficialidad no provenía precisamente del “bajo pueblo”,
sino que era reclutada entre los miembros de la elite. No obstante, esta pertenencia
a los sectores más altos de la sociedad no debe oscurecer el cambio que implicó
la emergencia de más de un millar de oficiales en la ciudad. Estos uniformados,
elegidos en aquellos años por la misma tropa, competían ahora con los grupos
más encumbrados, funcionarios de alta jerarquía y grandes comerciantes, por
prestigio y poder. La popularidad de la que gozaban los protagonistas de la
reconquista de la capital del Virreinato parecía no tener rivales.
El impacto de estos vertiginosos cambios se evidenció
también en otros aspectos. Para los habitantes porteños -e incluso para las
propias autoridades locales- que emprendieron la resistencia frente al invasor
británico, la percepción era que la metrópoli los había dejado en una suerte de
abandono al no cumplir con sus originales propósitos de reforzar la defensa de
esta región estratégica. De hecho, las solicitudes de las autoridades
virreinales para el envío de tropas regulares desde la Península eran previas a
1806 y, por cierto, se habían vuelto más insistentes a partir de junio de ese
año. Sin embargo, los hechos ocurridos demostraron que los verdaderos
defensores de la lealtad hacia la Corona española habían sido los habitantes de
Buenos Aires. Este descubrimiento tuvo consecuencias inmediatas. Por un lado,
consolidó en esa coyuntura la comunión de americanos y españoles en la defensa
de la integridad del imperio al que pertenecían; por otro, dio lugar a una
crisis institucional sin precedentes.
La deposición del virrey Sobremonte abrió, sin duda,
una grieta vertical en el orden colonial rioplatense. No sólo porque hirió de
muerte el prestigio de la máxima autoridad, sino porque privó al Virreinato,
erigido hacía apenas treinta años, del primer eslabón sobre el cual se fundaba
la relación de obediencia y mando en América, y en una coyuntura muy particular
a nivel internacional. Tal acefalía creó a nivel local un marco de
incertidumbre jurídica que dejó a la región en una situación de provisionalidad
política y dio lugar a la emergencia de cierto margen de autonomía por parte de
las autoridades coloniales respecto de la metrópoli. De acuerdo con esta
perspectiva se podría afirmar que las invasiones inglesas fueron el epílogo del
plan reformista borbónico en el Río de la Plata, cuyo primer objetivo había
sido proveer a América de una fuerza militar adecuada como salvaguarda contra
ataques extranjeros. Los orígenes marciales del Virreinato quedaron en
entredicho cuando todo el complejo administrativo y militar falló en ocasión de
la primera expedición británica. La exhibición de tal vulnerabilidad y
abandono, sumada al hecho evidente -aunque no por ello menos relevante- de que
se trataba de un virreinato muy joven, ubicado en una zona hasta poco tiempo
antes marginal dentro del imperio, ayudan a comprender el inmediato
desprestigio de la máxima autoridad virreinal y la también rápida crisis
institucional. Esta última no cuestionó, sin embargo, la lealtad monárquica
-que, por el contrario, pareció salir reforzada luegorde los triunfos sobre Inglaterra-,
sino el tipo de vínculo que las reformas habían querido crear. Si su objetivo
fue ligar más estrechamente sus dominios a la Corona, lo que en 1806 se
revelaba era que ese tipo de ligazón quedaba herida de muerte. La autonomía experimentada por
los cuerpos y autoridades coloniales, si bien no implicaba una ruptura legal
con la metrópoli ni planteos deliberados para redefinir los lazos imperiales,
parecía mostrar los límites de la “revolución en el gobierno” pretendida en el
siglo XVIII.
muy buen articulo para comprender las invasiones y los debates en torno a las reformas
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