viernes, 25 de septiembre de 2015

Cap 2 - La revolución del voto - Marcela Ternavasio

El año veinte. La Catástrofe. Así encabezaba Mitre la narración de los hechos ocurridos durante ese año. El tono dramático que le impuso al título no exageraba, por cierto, las impresiones que de tales acontecimientos tuvieron los contemporáneos. La aspiración de “... que el mundo alcance con perfección que todos no fueron más que pasajes teatrales dentro de la ciudad...”32 -tal como expresaba un periódico por aquellos días- no hacía más que reflejar la extrema perplejidad bajo la que vivieron los hechos sus propios protagonistas.
La caída del poder central, en proceso de disgregación desde tiempo atrás dada la difícil situación creada con la Restauración monárquica en Europa, la constitución de poderes regionales cada vez más vigorosos y la presencia de una fuerte oposición en Buenos Aires al gobierno directorial, desató la catástrofe aludida por Mitre. La promulgación de la Constitución de 1819, decididamente centralista, ofició de disparador de los conflictos latentes. La batalla de Cepeda consumada el Io de febrero de 1820 celebró el triunfo de los disidentes del Litoral liderados por el gobernador de Santa Fe, Estanislao López, y el entrerriano Francisco Ramírez, provocando la definitiva caída del gobierno directorial. A esa altura, la guerra de independencia había culminado en el espacio rioplatense y quedaba por resolver el dilema ya planteado en 1810: sobre qué bases fundar la legitimidad del poder político. Un poder que ya no era posible extender al territorio del antiguo virreinato; la experiencia revolucionaria había demostrado la dificultad de conformar una unidad política allí donde la vieja legitimidad monárquica lo había logrado. Comenzó, entonces, un proceso de transformación político-territorial cuyo desenlace dio lugar a la desaparición del poder central y a la configuración de un nuevo espacio político: el Estado provincial. Aunque con diferentes grados de éxito en cada región -y pese al intento fallido de reconstituir el poder central en el Congreso reunido entre 1824 y 1827— las provincias se convirtieron en entidades autónomas durante más de tres décadas, las que a través de sus respectivas constituciones o leyes fundamentales organizaron sus propios regímenes políticos y aparatos administrativos.*3 Buenos Aires dejó de ser, entonces, sede de los gobiernos centrales para erigirse en un Estado autónomo.
Este tránsito no estuvo exento de conflictos: disputas regionales y facciosas enfrentaron a los diversos grupos de la elite dirigente. A la división producida entre centralistas porteños y caudillos federales del Litoral, cuyo mayor desacuerdo giraba en torno a la definición del nuevo sujeto de imputación soberana y a la forma de gobierno que adoptaría la futura constitución del Estado, se le sumaron otras. En el interior de la misma elite porteña existían defensores de una organización política confederal -disidencia ya expresada en el movimiento provincialista de 1816- a la vez que una virulenta división facciosa que enfrentaba a “directoriales” con “antidirectoriales”.34 En este marco de segmentación política, cada grupo utilizaba su poder de convocatoria y movilización en pos de imponerse sobre el resto, confluyendo todas las disputas en el escenario político provincial en los primeros meses del “fatídico año ’20” -como gustarán decir luego sus propios protagonistas-, apenas fueron vencidas las tropas del ejército nacional en Cepeda. Los hechos sucedidos durante ese año expresan una crisis de representación sin precedentes, convirtiéndose tanto en el epílogo del proceso abierto en 1810 como en el prólogo de una nueva situación política, creada en gran medida bajo la presión del fantasma de la anarquía.
Algunos historiadores han abundado en varias oportunidades en relatos detallados sobre lo ocurrido luego de la caída del poder central, sin detenerse explícitamente a destacar la dimensión que asumieron los procesos electorales en el interior de la crisis


de gobernabilidad abierta luego de Cepeda.35 Buenos Aires se convirtió en un escenario en el que se condensaron todos los ensayos representativos implementados durante la década revolucionaría -cabildos abiertos, asambleas populares, petitorios, asonadas militares, elecciones indirectas, elecciones directas- a la vez que todos los aspectos de la discusión en torno a la legitimidad política. En un mismo movimiento se enfrentaron los antagonismos latentes desde la revolución: el que oponía la vieja capital del Reino a los pueblos del interior, el asambleísmo al régimen representativo, la determinación del número de representantes según la “calidad de cuerpo territorial” o la “cantidad de habitantes”, y finalmente, la ciudad a la campaña. En cada uno de estos antagonismos asomaba, una vez más, la preocupación por la escasa cantidad de sufragantes que las convocatorias a elecciones lograban reunir.
La oposición entre asambleísmo y régimen representativo se manifestó desde el momento mismo en que se produjo la disolución del Directorio y del Congreso. Mientras el Cabildo de Buenos Aires reasumía -como tantas otras veces en la década revolucionaria- el “mando universal de esta Ciudad y su Provincia”, los caudillos vencedores en Cepeda se opusieron a ese traspaso y exigieron elegir nuevo gobierno a través de un cabildo abierto para que negociara con ellos un tratado de paz. El cabildo abierto fue convocado para el día 16 de febrero y en él se decidió la creación de la Junta de Representantes de Buenos Aires, nuevo poder provincial que nacía con el objeto de designar al gobernador. Los 182 asistentes, según registra el acta capitular respectiva, designaron doce representantes del pueblo, quienes eligieron como gobernador provisional a Manuel de Sarratea. Esta primera Junta -que funcionó más como una asamblea electoral de segundo grado- se formó sin representación de la campaña, ya que los diputados electos en el cabildo abierto lo eran de la ciudad. Sin embargo, al día siguiente de realizada la asamblea, la Junta manifestó que “espera se les dará toda la legitimidad y firmeza necesaria, ínterin pueda reunirse la representación de la campaña, a cuyo efecto se toman las debidas providencias”.36 El 4 de marzo, la Junta decidió convocar a nuevas elecciones en ciudad y campaña, esgrimiendo


el argumento de que varios diputados habían renunciado y que éstos “por los pocos sufragios que reúnen en su favor, no dan lugar a considerarlos electos por la voluntad general del pueblo". Para superar esta dificultad, la Sala, débilmente constituida por haber renunciado 6 de los 12 representantes, determinó que las elecciones se harían “en la forma acostumbrada”, estableciendo que los alcaldes y tenientes de barrio “corran la noticia entre todos sus vecinos en día en que deba votar su cuartel a fin de que nadie deje de sufragar por ignorar la convocatoria”. Prosigue luego el mismo Acuerdo:
“Que a fin de que la omisión de muchos ciudadanos en sufragar no dé lugar a que prevalezca la votación de otros complota- dos por el influjo de los aspirantes, serán notados de incivismo todos los que sin legítimo impedimento incurriesen en dicha omisión y sus nombres serán publicados por la Prensa... ”.37
Esta convocatoria, sin embargo, no pudo concretarse dado que un numeroso grupo de personas se reunió en asamblea en la Plaza de la Victoria y elevó un petitorio firmado por 165 ciudadanos en el que se declaraba que el actual gobierno no era de su confianza y que debía cesar en el cargo. Al día siguiente, la misma multitud volvió a reunirse en la Iglesia de San Ignacio, donde se discutió si se debía reunir “al pueblo en masa” o si “el mismo pueblo que no pudiese ser reunido en otra forma que no sea por medio de representantes”.38 Finalmente se impuso la primera propuesta, pese a los lamentos de La Gaceta que afirmaba el 10 de marzo: “ésta es la triste suerte de todas las resoluciones que toma el pueblo en masa”. Bajo la fuerte presión del sector militar —hecho destacado por la mayoría de los testimonios que quedan de aquella asamblea- Balcarce fue designado gobernador de la provincia. Su potestad, sin embargo, sólo duró la semana del 6 al 11 de marzo, momento en el que Sarratea fue repuesto en el cargo con la intervención de Ramírez. El Cabildo, días después, dejaba constancia de la ilegitimidad que había rodeado al efímero gobernador “hecho por un corto número de ciudadanos faccionados al abrigo de la fuerza militar".39


Como la Junta de Representantes se hallaba disuelta por no haberse podido concretar la elección decidida el 4 de marzo, Sarratea convocó a elecciones para formar una nueva Junta de Representantes de la provincia. La convocatoria fue para elegir diputados en ciudad y campaña según la cantidad de representantes estipulada por el Reglamento de 1815 (doce para la primera y once para la segunda según los resultados del censo levantado aquel año para dar cumplimiento a dicho Estatuto), siguiendo a tal efecto la división en secciones establecida. El día anterior a la realización de las elecciones en la ciudad, el editor de La Gaceta publicaba un extenso artículo en el que reflexionaba en torno a la importancia de acudir a votar. Luego de criticar el modo bajo el cual se habían realizado las elecciones en los últimos años del Directorio, sintetizaba su ideario al afirmar que “antes el voto era una pura exterioridad y ceremonia; ahora debe causar todo su efecto”. Efecto que no era otro que el de legitimar un poder constituido a través de una concurrencia masiva al sufragio. La ausencia de sufragantes no hacía más que profundizar “aquel vacío en la ciudad” vivenciado desde comienzos del año ’20:
“La sociedad debe ser también llena en sus derechos, y dañando al común el vacío que resulta del defecto de votos particulares, puede y debe obligarse a cada uno a que edifique por su parte, y en caso contrario debe penársele, como a quien se niega a completar el edificio público moral”.40

La legitimidad basada en la fuerza del número aparecía cada vez más asociada a la noción del voto como obligación, exhortándose a los ciudadanos potenciales a ejercer ese derecho, no sólo por parte de publicistas o personajes particularmente interesados en reunir un importante caudal de votos con el objeto de ganar las elecciones, sino también por parte de las mismas autoridades. El 17 de abril el Cabildo lanzaba, a tal efecto, una proclama dirigida a los habitantes de la provincia para que no fueran indiferentes a las elecciones convocadas y eviten con su participación “las maniobras de los facciosos”. La amenaza de penalización -ya presente en los Acuerdos de la primera Junta de Representantes que propuso publicar en la prensa las abstenciones- se continuó en el decreto de convocatoria citado y en posteriores propuestas que hará lajunta. Sin embargo, pese a todas estas apelaciones al sufragio, los resultados de las elecciones realizadas en la ciudad fueron más que exiguos. El 21 de abril fue tan escasa la participación que los comicios debieron suspenderse, implementándose un mecanismo novedoso a través del cual el gobierno procuraba obligar a los habilitados a votar a ejercer su función cívica: se conminó a los tenientes alcaldes a convocar de casa en casa a los vecinos de sus cuarteles haciéndoles firmar a éstos un papel en el que acusaran recibo de haber sido convocados a las elecciones.41 Finalmente, cuando éstas se sustanciaron el 27 de abril, el candidato más votado apenas obtuvo 212 sufragios, resultando llamativa la gran dispersión de votos que expresa el escrutinio: hubo 265 candidatos —muchos de ellos votados por un solo sufragante- para designar a 12 diputados. El número de candidatos había superado el número de sufragantes, teniendo en cuenta que cada elector debía elegir dos candidatos.
En la campaña, de los pocos datos que quedan respecto de la cantidad de sufragantes, el panorama fue más patético. El alcalde de Areco, por ejemplo, le comunicó a Sarratea que en la elección no se habían podido reunir más que ocho vecinos porque hasta ese momento muy pocos habían vuelto a sus campos “desde la venida de los federales y estos pocos vecinos en la actualidad han profugado (sic) por miedo de los indios”.42 No obstante este testimonio, la campaña fue designando a sus diputados, los que fueron incorporados a lajunta el día 30 de abril de 1820.
La nueva Sala comenzó a sesionar al día siguiente, compuesta casi por los mismos hombres electos en lajunta anterior: la mayoría vinculados a la tradición centralista y, fundamentalmente, al poder económico-social de la provincia. El gobernador debió jurar “reconocer la soberanía de la provincia en la presente Junta de Representantes, obedeciendo y haciendo ejecutar todas las órdenes y demás resoluciones que emanen de ella”,43 dejando de ser ésta un mero cuerpo electoral de segundo grado encargado de designar al gobernador para pasar a convertirse en un


cuerpo que, aunque con contornos todavía muy indefinidos dada la casi nula institucionalización del poder, comenzaría a ocupar el centro de la escena política provincial elevándose paulatinamente al estatus de Poder Legislativo. La nueva Junta nombró a Ramos Mexía, Gobernador Propietario, quien poco después debía renunciar por el estado de insubordinación general. Así, el 20 de junio se superpusieron tres autoridades diferentes en la provincia de Buenos Aires: Ramos Mexía, que sólo era reconocido por lajunta de Representantes y que había renunciado entregando el bastón de mando en el Cabildo, el Cabildo erigido en Cabildo gobernador y el general Soler nombrado por la caballería de campaña. Tal como dijo Mitre “este fue el día famoso (...) en que ninguno de los tres era gobernador de hecho ni de derecho”.44
La conflictividad política que agitaba la provincia por aquellos días no se reducía al enfrentamiento de diversos grupos centralistas y confederacionistas, sino que se expresó, además, en una disputa representativa entre ciudad y campaña. La primera muestra de esta desavenencia se manifestó en el petitorio elevado por los jefes y oficiales de milicias de la campaña al Cabildo de Luján, en el que se designaba gobernador al general Soler en nombre de “la voluntad general de la campaña”. Dicho Cabildo reconoció su autoridad argumentando que “toda la campaña de Polo a Polo” lo había proclamado, elevándose la resolución a lajunta de Representantes y al Cabildo de Buenos Aires.45 Este último reconoció a Soler como gobernador el 23 de junio, quien debió renunciar al cargo pocos días después frente a la nueva invasión de las tropas santafecinas unidas con las del general Alvear y Carrera. Mientras que en la ciudad lajunta de Representantes se auto disolvía, reasumiendo el mando el Cabildo, en la campaña los sectores sublevados recuperaban el poder que habían delegado en la Junta, retirándose de ella los diputados de Luján, epicentro del conflicto. El Cabildo gobernador convocó rápidamente a una junta electoral de la capital únicamente -que designó gobernador a Manuel Dorrego- mientras que parte de la campaña, dominada por López, nombró gobernador a Alvear. La disputa representativa que estaba en la base de este conflicto -desplegada durante todo el mes de julio cuando coexistieron dosjuntas de representantes (de ciudad y campaña) y dos gobernadores- quedó reflejada en los documentos que cruzaron los litigantes. El Memorial presentado por la Junta de Representantes instalada en la Villa del Lu- ján iniciaba de este modo sus peticiones:
“Los Pueblos de nuestra campaña fatigados de las calamidades de la guerra interior, calamidades de que ellos solos han sido la víctima, buscaron su protección en los aliados. La inconsideración con que habían sido tratados por sus diferentes gobiernos, justificaba esta medida. La justificaban altamente sus padecimientos, y más que todo la desesperación del remedio. Entregados así mismos por la ineptitud o debilidad de los que habían dispuesto de sus vidas y haciendas al antojo de sus caprichos, buscaron en el Ejército Federal la protección que no quería, o no podía darles su gobierno interno. Su voz fue oída y escuchadas sus quejas...”.46
La imagen que ofrece la cita sintetiza uno de los problemas que está en la base del conflicto que enfrentó a ciudad y campo durante el año ’20. La idea de que la campaña era un espacio subordinado a los designios de la ciudad a la vez que objeto de expoliación de los gobiernos centrales en función de la guerra de independencia, no era nueva. Lo que sí resulta novedoso es la fórmula que elige para expresarse. ¿Dónde residía dicha novedad?
. En la traducción de la demanda por redefinir los roles de cada espacio en términos de un conflicto representativo. Así, los autodenominados diputados de los “Pueblos Libres de la campaña” desarrollaron en todas sus proclamas una serie de tópicos que fueron refutados, paso a paso, por los representantes de la ciudad.47 El más discutido fue el mecanismo de elección utilizado para designar a aquéllos. El Memorial citado planteaba al respecto:
“Los pueblos de toda esta campaña, deben concurrir a este Congreso provincial, cada uno con su diputado, pues no hay razón para que se les considere por el número de sus habitantes, sino como unos cuerpos morales, que en el actual estado de cosas, tienen todas las ventajas sobre el solo pueblo de Buenos Aires.


La crítica a un tipo de representación fundada en la distribución del número de diputados según la cantidad de habitantes -tal como había establecido el Estatuto Provisional de 1815- reeditaba el dilema ya discuddo en el Congreso Constituyente en 1818 (citado en el capítulo precedente). Los diputados reunidos en Lu- ján defendían una concepción de la representación política basada en las tradicionales jerarquías corporativas en consonancia con la noción estamental de la soberanía. En ese marco, cada pueblo de la campaña proclamaba reasumir su soberanía y expresar su voluntad a través de apoderados que, electos por mecanismos que privilegiaban la calidad sobre la canddad, debían ajustarse a las instrucciones de sus comitentes según las pautas del mandato im- peradvo. De hecho, todas las expresiones de los diputados de la campaña se mantenían dentro de los cánones de la figura del mandato: “...a fin de llenar los objetos de nuestros poderdantes en el nombramiento que han hecho en nuestras personas; después de canjeados mutuamente los poderes, resolvimos por uniformidad de sufragios...”.48
La base que ha propuesto para negociar el Excmo. Cabildo es inadmisible. En esta parte y en todo lo demás hará sanción la pluralidad de sufragios de todos los diputados reunidos”.

La identificación de los pueblos de la campaña con cuerpos morales incluía nociones que, aunque contradictorias al momento de evaluar las filiaciones doctrinarias, tendían todas al mismo fin. El objetivo era cuestionar la lógica individual que establecía una relación automática entre número de habitantes y de diputados -a cuyo amparo, ahora sí, la ciudad de Buenos Aires se auto arrogaba la mayoría de la representación- para privilegiar una noción basada en la calidad derivada de antiguasjerarquías corporativas.
“¿Podría balancear el solo Pueblo de Buenos Aires los sufragios y los recursos de los que nosotros representamos? VE. no debe evaluar la importancia de nuestros comitentes por su valor numérico, sino por su valor moral. Afianzados en el apoyo de protectores poderosos, los pueblos que nos han honrado con su confianza, son unos cuerpos morales, que tienen de su parte


todas las ventajas, aún cuando el pueblo de Buenos Aires tenga la del número.”
“Con las ventajas morales que hemos analizado, los votos de nuestros comitentes hacen sin disputa la mayoridad; y en tales circunstancias los que pretenden contrariarlos, deben ser reputados como minoridad facciosa... ”
“La clase sana, ilustrada y propietaria quiere una cosa; la clase abyecta, los maquinadores y los malvados, pretenden otra...”
Aunque en estos fragmentos del Memorial se apelaba a tópicos de muy diversa procedencia, todos estaban articulados a un eje común que les daba sentido: argumentar la legitimidad de una representación de campaña que superara numéricamente a la de ciudad. ¿De qué manera contra argumentó la ciudad? En primer lugar, apelando a un dato incuestionable: que López no tenía jurisdicción en la provincia de Buenos Aires para convocar a elecciones de diputados ni para imponer criterios de representación. En segundo lugar, oponiendo a la noción de cuerpos morales invocada por los diputados electos bajo la órbita de López, una argumentación basada en la lógica del número. El testimonio era el siguiente:
“A más de ser nula la elección por los motivos expuestos, lo es también por la representación que se supone a los electos. El orden que para esto se ha seguido es el de un diputado por cada seis mil almas; teniendo pues López, como asegura en su oficio, catorce diputados, se sigue que tiene bajo su pretendida protección la representación de ochenta y cuatro mil almas. La campaña del Sud y Norte no tiene sino cuarenta y cinco a cincuenta mil; los diputados presos o detenidos cerca de su persona no son sino de una parte de la campaña del Norte a la que por pura gracia le concedemos 25.000 habitantes en su totalidad, y por la sección que ha nombrado esos diputados apenas catorce a quince mil. Infiérese pues con evidencia que tiene López un Diputado por cada mil almas; de lo que se sigue que Buenos Aires solo, debería nombrar setenta y ocho diputados, según el último censo, para proceder en proporción, y entonces a dónde iría a parar el nombramiento de Gobernador.


Para tal desatino se ha visto precisado López o sus acólitos a nombrar un Diputado por San Isidro, otro por la Punta de San Fernando y otro por las Conchas. Estos tres pueblos apenas distan legua y media con todas sus dependencias, ¿y cuántas almas?”.49
Es preciso aclarar que la lógica que vinculaba automáticamente cantidad de habitantes y de diputados -atribuida por el artículo citado a las elecciones realizadas en la campaña en dicha oportunidad- no fue la que siguieron los autodenominados “Pueblos Libres”. Por el contrario, éstos se guiaron por una concepción derivada de las viejas jerarquías territoriales por la que le adjudicaron a “cada pueblo” un representante, legitimándose en la noción de cuerpo moral ya señalada. La refutación, sin embargo, se hizo en nombre de un criterio individual de carácter “numérico”, abandonando la elite porteña los tradicionales argumentos que en la década revolucionaria apelaban a antiguos privilegios yjerarquías para fundamentar su superioridad. El único referente que se invocó en la ciudad para criticar la representación de la campaña sublevada fue el que vinculaba automáticamente cantidad de población y distribución numérica de la representación. En esta dirección están hechos los cálculos que cita el editorial, donde no rige, naturalmente, ningún rigor con las cifras.
Matemáticas aparte, lo cierto es que lo que estaba enjuego era el criterio de distribución de la representación política. El debate actualizó argumentos ya esgrimidos en la década revolucionaria: viejas jerarquías territoriales vinculadas a una noción estamental de la soberanía a la vez que a un orden corporativo que las representaba versus una distribución de la representación basada en el número de habitantes de cada sección electoral. Aunque el Estatuto de 1815 parecía haberlo resuelto en favor de la segunda opción, la discusión aquí explicitada -que se prolongó durante los meses de julio y agosto de 1820- demuestra que aún no había quedado zanjada la disputa representativa.
El conflicto aquí relatado se resolvió, finalmente, en el campo de batalla. Los intentos de negociación quedaron trabados frente a las irreductibles posiciones de los grupos enfrentados. En


el mes de agosto —luego de algunos éxitos militares obtenidos por las fuerzas que respondían a las autoridades acantonadas en la ciudad de Buenos Aires- se hicieron elecciones de representantes en ciudad y campaña. Una vez más, las desesperadas convocatorias al voto no tuvieron el eco esperado. Mientras La Gaceta aspiraba a que “votasen diez mil ciudadanos”, el escenario electoral fue transitado, en la ciudad, por apenas algo más de un centenar de personas. Fueron designados representantes por la ciudad casi los mismos miembros de lasjuntas anteriores. La Sala, finalmente reunida en los primeros días de septiembre, resolvió que Dorrego continuase como gobernador interino y nombró a Marcos Balcar- ce gobernador sustituto, ya que aquél se encontraba en la campaña librando batalla contra López. Por otro lado, dictaminó —respecto de su funcionamiento y renovación- que los diputados durarían un año en el cargo, renovándose cada seis meses -seis por la ciudad y seis por la campaña según el mecanismo de sorteo-, acordando que “los salientes no puedan ser reelectos para diputados de la Provincia, ni otro cualquier cargo concejil hasta que pasase cuanto menos un año desde el día de su separación de la Junta”.50 La Junta de Representantes se consolidaba así en su rol legislativo.
Mientras tanto, Martín Rodríguez preparaba las milicias de campaña frente a la posible invasión de las fuerzas confederales, contando para ello con la colaboración de Juan Manuel de Rosas, quien iniciaba así su primera intervención en el espacio público aportando hombres y recursos económicos en defensa del poder estatuido. En su sesión del 26 de septiembre, lajunta decidió nombrar gobernador interino a Martín Rodríguez, en reemplazo de Dorrego. Los realineamientos internos no cesaban. La Sala emitió ese mismo día un decreto con el que intentaba disciplinar viejas prácticas representativas que, si en la década revolucionaria habían sido miradas con cierta sospecha, en el año ’20 eran evaluadas como fuente de “anarquía”. La resolución de dejar “libre y expedito el derecho de petición, no clamorosa ni tumultuaria, a las autoridades y a la Honorable Junta de Representantes”51 no era más que la aspiración por controlar las tradicionales asambleas deliberativas devenidas, generalmente, en asambleas electorales, cuya convocatoria tenía, casi siempre, un petitorio como espacio de origen. Este intento de control, sin embargo, no parece haber amedrentado a la muy movilizada sociedad por teña. El Io de octubre se inició uno de los tumultos más escandalosos vistos en Buenos Aires desde los días de la revolución, cuyas manifestaciones se prolongaron por más de una semana. Durante las jornadas de octubre, cuando los tercios cívicos dependientes del Cabildo se amotinaron respondiendo a una de las facciones del confederacionismo porteño, el gobernador Rodríguez expresaba su obediencia a lajun- ta de Representantes en tanto preparaba la defensa de la ciudad en consonancia con las milicias de Rosas. Los jefes militares sublevados apelaron a la tradicional convocatoria de un cabildo abierto en el que declararon nulas las elecciones de representantes y de gobernador. De hecho, los rebeldes decían obedecer al Cabildo y la Junta otorgaba a Rodríguez las facultades extraordinarias. El conñicto se dirimió, una vez más, a través de las armas.
. .y quien sabe hasta qué términos habría conducido sus excesos, si prontamente no hubiera sido destruida a viva fuerza por el señor gobernador y capitán general, auxiliado de las bravas y honradas milicias del Sud, de los tercios cívicos, y de todos los ciudadanos que corrieron por fin a defender las leyes y libertades de su patria. No nos detengamos en un suceso, que no puede recordarse sin amargura. Olvidémoslo, si es posible, para siempre, y no olvidemos los constantes principios, en que estriba el orden, la tranquilidad y la verdadera libertad de los estados. Todo acto contrario a las leyes es un crimen, y sus perpetradores son criminales... Las sediciones, los tumultos que atacan a las autoridades constituidas en la forma, y según las instituciones vigentes, violan las leyes fundamentales, porque usurpan y atropellan la soberanía del pueblo...”52
En este fragmento de La Gaceta se expresa la sensación dominante que dejaba en el ánimo de los habitantes de Buenos Aires la crisis sufrida desde febrero de 1820. La represión que sufrieron los sectores sublevados en la semana de octubre representó el inicio de una “vuelta al orden”. Rodríguez, con la anuencia de la Junta, reunió bajo su autoridad exclusiva el mando de los cuerpos cívicos, hasta ese momento dependientes del Cabildo, y en noviembre firmó la paz con el gobernador de Santa Fe comprometiéndose en ella a promover la futura reunión de un Congreso General a realizarse en Córdoba.
Ahora bien, las relaciones entre la Junta y el Cabildo, luego de los sucesos aquí relatados, no eran las mejores. Las tensiones latentes, derivadas de la superposición de atribuciones y funciones, encontraron en las elecciones de capitulares realizadas en el mes de noviembre la oportunidad de expresarse. El gobernador consideraba que la Junta de Representantes había reasumido las funciones de la junta electoral y que, por lo tanto, debía nombrar a los electores encargados de designar a los cabildantes. La Junta, luego de discutir extensamente este punto, resolvió que no estaba comprendida entre sus facultades la de elegir Cabildo. No obstante, la misma Sala decidió someter la resolución final al resultado de una “consulta” que se haría a los ciudadanos, a través de la cual éstos expresarían su voto a favor o en contra de que los Representantes eligieran a los capitulares de Buenos Aires y Luján, respectivamente. La apelación a mecanismos que implicaban el voto y la participación popular para decidir, justamente, la modalidad definitiva de designar a la autoridad, demuestra -igual que en 1816- la ambigüedad que aún persistía respecto de las formas concretas que debía asumir el proceso electoral y la necesidad de legitimar toda decisión a través de alguna forma de sufragio.
La consulta se hizo el 22 de noviembre por intermedio del Ayuntamiento, y el resultado favoreció a quienes consideraban que la designación de capitulares debía hacerse por electores y no por la Junta de Representantes-. La elección se realizó entonces por este mecanismo, designándose 12 electores. La Junta de Representantes, sin embargo, anuló la elección en sesión del 6 de diciembre, esgrimiendo los siguientes argumentos:
“Ha advertido esta Junta la irregularidad y defectos con que se ha procedido a la colección de sufragios de todos los ciudadanos para que expliquen su libre voluntad, en orden al modo de hacer las elecciones de oficios concejiles para el año entrante, con entera sujeción al bando que se publicó el 25 de noviembre anterior, pues las colectados en una población de más de 70.000 almas, como es ésta, no han llegado a doscientos, y los electores que han resultado nombrados, no tienen en su favor sino un número muy desproporcionado a la dignidad y entidad de este pueblo... ”.53
A tal efecto -y en nombre, una vez más, de la escasa cantidad de votantes- se resolvió llamar a nuevas elecciones, a las que concurrieron 462 sufragantes. La junta electoral así conformada designó a los cabildantes para el año 1821, última elección de empleos concejiles antes de la supresión del Cabildo casi un año más tarde. En esta disputa entre la Junta y el Ayuntamiento se expresaba un problema que excedía el mero marco de los acontecimientos sucedidos durante ese año y la ya mencionada superposición de funciones entre ambas autoridades. Lo que subyacía a estos debates era un conflicto por la representación política que cada entidad encarnaba. La Junta actuaba en nombre de una representación provincial de ciudad y campaña, mientras que el Cabildo lo hacía en nombre de la tradicional representación de ciudad. La crisis iniciada pocos meses atrás había hecho nacer una nueva autoridad que, por sus propias características, no podía dejar de colisionar con la que representaba el Cabildo. El año 1821 mostrará, en este sentido, la dificultad por adaptar una convivencia que parecía estar destinada al divorcio. El desenlace, en verdad, fue más drástico: culminó con la muerte de uno de los cónyuges.
La impresión que dejó la crisis del año ’20 en el imaginario porteño es la que evoca el título. Su identificación con la anarquía -concepto recurrentemente utilizado por los contemporáneos para designar los hechos sucedidos durante ese año- derivaba del reconocimiento de que ninguna autoridad lograba ser acatada. La legitimidad política -o en todo caso, su ausencia- estaba en la base del conflicto. Durante ocho meses se sucedieron numerosas asambleas en ciudad y campaña -algunas de ellas bajo la forma de cabildo abierto-, se eligieron tresjuntas de Representantes, se dividió la representación de ciudad y campaña en dos Juntas diferentes, el Cabildo reasumió el poder de la provincia en vanas oportunidades, y fue nombrada una decena de gobernadores, algunos de los cuales no duraron en el cargo más que unos pocos días. Era evidente que se habían roto las reglas de juego que, aunque con ciertas interrupciones, rigieron la sucesión de las autoridades entre 1810 y 1820. La caída del poder central produjo un literal vacío de poder y el desconocimiento de mecanismos consensuados para legitimar a la nueva autoridad que debía surgir de dicha crisis. Por esta razón se pusieron en práctica todos los ensayos representativos experimentados durante la década al procurar cada grupo o facción auto legitimarse a partir de asambleas, cabildos abiertos, elecciones indirectas o elecciones directas.
Ahora bien, la invocación de cada uno de estos mecanismos y de los principios representativos sobre los que se sustentaban pone en evidencia un problema interpretativo en torno a la relación existente entre los lenguajes políticos disponibles y las acciones desplegadas por aquéllos. La disputa representativa en el Río de la Plata, si bien refleja la presencia de universos doctrinarios muy diversos, no debe esconder el hecho más prosaico de que en la lucha facciosa los grupos apelaban a diversos modelos o ideas según las posibilidades que tales nociones les abrían en pos de ocupar legítimamente el poder vacante. Sin intentar minimizar al extremo la importancia de la lucha ideológica y la defensa de determinados principios en nombre de diferentes cosmovisiones del mundo, es preciso encuadrar ésta —cuando de elecciones se habla- en el marco de las posibilidades que cada grupo tenía de acceder al poder. Según se mencionó en el capítulo precedente, la contraposición entre asambleísmo o representación no constituyó, desde una perspectiva que contemple la descripción más minuciosa de los sujetos involucrados en las querellas aquí descritas, una simple disputa entre principios abstractos de representación que invocaban actores antiguos y modernos, respectivamente; fue, en realidad, un claro ejemplo de cómo determinados sectores de la elite con menores recursos de poder —especialmente con menores recursos para ganar elecciones- apelaron al lenguaje asambleísta en pos de poder ocupar un lugar en el nuevo orden que, de otra mañera, les estaba vedado. El ejemplo citado de los grupos de la campaña que se levantaron en nombre de la soberanía de “los pueblos” contra la Sala de Representantes, refleja una tensión similar. La autodefmición de “cuerpos morales” que estos pueblos se adjudicaron con el propósito de imponer un régimen electoral que reconociera a cada uno de ellos un diputado en virtud de su “calidad” de cuerpo -en desmedro de la “soberanía del número” atada a la cantidad de población- no oculta el hecho de que quienes encabezaron la protesta nunca habían logrado ocupar más que cargos secundarios en la nueva estructura del Estado posrevolucionario y que la única forma de acceder a los lugares más encumbrados era apelar a la “calidad” en reemplazo de un criterio numérico que les era indudablemente adverso. Así lo reconocía, incluso, un contemporáneo a los hechos en una carta anónima dirigida a los sublevados de la campaña, leales a Alvear, que circuló impresa en aquellos días:
“... Mirad ese otro que tenéis en vuestro seno, ese que se titula diputado de Las Conchas, sin propiedad, sin hogar fijo, sin profesión alguna: en él podréis encontrar un ejemplo del verdadero plebeyo. Ojalá supiese al menos ganar su subsistencia haciendo zapatos; pero él no puede servir sino para escribiente de un tirano.
Os hacen firmar también que los diputados de la provincia deben ser computados uno por cada lugar, cualesquiera que sea su población... No es sólo su ignorancia ni aún su malicia quienes han arrancado estos asertos del tirano, es la necesidad de hacerse de un número de diputados capaz de vencer la influencia que le es tan peligrosa, esa influencia que obra tan activamente contra él, de los pueblos grandes de la provincia y que quisiera nivelar a la de Fortín de Areco”.55
Más allá de reconocer que determinados segmentos de la sociedad podían ser más permeables que otros a incorporar principios organizativos que recuperaban el antiguo orden de cosas del universo colonial (por ser éstos parte de su cosmovisión del mundo), es cierto también que la disputa política no se desplegaba en defensa de tales principios sino en nombre de ellos para legitimar la apropiación legítima del poder. Desde esta perspectiva, lo que la descripción de los hechos sucedidos en el año ’20 pretende indicar, no es la traducción política de un conflicto de intereses sociales contrapuestos entre ciudad y campo (que haga suponer un fraccionamiento de la elite según intereses mercantiles en el primer caso y ganaderos en el segundo), ni la versión estilizada de una concepción que tendió a identificar a las elites urbanas con la defensa de un tipo de representación moderna frente a grupos de origen rural fieles a un tipo de representación tradicional. Por el contrario, la disputa representativa entre ciudad y campo desatada durante aquel año refleja la compleja trama creada después de la revolución entre grupos que buscaban apropiarse del poder político heredado de la colonia y formas diferentes de concebir los mecanismos que legitimarían tal apropiación. En el interior de dicha trama, las argumentaciones no siguen una estricta racionalidad de intereses ni la estilización de modelos de comportamiento; acompañan, más bien, la más oscura ruta de las prácticas cotidianas que involucran diversos niveles de lucha y enfrentamiento.
La llamada “anarquía del año ’20” no borró ni transformó los problemas representativos ya planteados durante la década revolucionaria, sino que los actualizó a todos sin excepción en un clima de guerra. Las preocupaciones que aquejaron a la elite en años anteriores -como la escasa cantidad de votantes, el faccionalismo o el asambleísmo- asumieron durante ese año un significado mucho más dramático. La urgencia por encontrar un espacio de legitimación capaz de imponer el orden en la provincia fue conduciendo, poco a poco, a afianzar las ideas que se habían ido perfilando en el transcurso de la década. La primera de ellas fue la inclinación hacia un régimen representativo que eliminara definitivamente el asambleísmo. Ya se han citado algunos indicios en este sentido, como la reglamentación del derecho de petición emanada de lajun- ta con la que se intentaba poner límites a las asambleas determinando ciertas pautas que permitieran evaluar si tales reuniones se hallaban dentro del campo de la legalidad. La prensa acompañó este gesto de la Junta argumentando en favor de la medida tomada. Bajo el título “Tumultos”, La Gaceta distinguía la asamblea po-



LA CRISIS DE 1820: UN DILEMA REPRESENTATIVO pular de las reuniones tumultuarias. La primera, decía, “es cuando los ciudadanos llamados por la ley se reúnen en el tiempo, en las horas y en el lugar, que la ley señala, para tratar o deliberar los negocios de la República”; el tumulto popular, en cambio, “es cuando los ciudadanos, o los que no lo son, se reúnen clandestinamente, sin convocación legal, en tiempos, horas y lugar que la ley no les designa, a pretender o resolver estrepitosamente en los negocios públicos”.56 En esta clasificación, los cabildos abiertos debidamente convocados estarían permitidos en el nuevo decreto, como lo estarían también aquellas asambleas llamadas por la autoridad competente. Sin embargo, el espíritu que pareció imponerse una vez aquietados los ánimos fue más draconiano. El umbral de tolerancia hacia la deliberación en asambleas -aunque éstas asumieran la forma de cabildo abierto o de una reunión legalmente convocada- se achicaba cada vez más.
El 26 de septiembre, apenas fuera electo gobernador el general Rodríguez, La Estrella del Sud publicaba un editorial en el que atribuía “la causa de nuestras desgracias... la que más ha influido en esta serie dilatada de acontecimientos y reparación de gobiernos opresores del pueblo... al mal régimen en el orden de votar”. La falla radicaba en los mecanismos utilizados para indagar la voluntad general.
“Pero se me preguntará ¿cómo se indaga la voluntad general? (...) Es bien sabido que no se consigue reuniendo al Pueblo tumultuariamente; tampoco se obtiene en los cabildos abiertos donde no puede asistir todo el pueblo y donde unas veces el más osado consigue sofocar la opinión de los demás (...) La experiencia a hecho desechar todos esos caminos y admitir el que es análogo a todo orden de sociedad.
La sociedad civil se compone de todos los ciudadanos; necesita bases generales que le sirvan de reglamento o constitución; pero toda ella no puede encargarse de este trabajo, y lo confía a un número de representantes o comisionados que la misma sociedad debe nombrar. Este es el objeto de la representación...”
El editorialista, una vez definida su posición a favor del régimen representativo, avanzaba aún más y proponía los principios


que deberían regirlo: “que la elección de representantes, y cualquier otra que emane del Pueblo, sea directa, libre y lo más general que se pueda conseguirLa evaluación coincidía con otras realizadas en impresos sueltos que circulaban en Buenos Aires desde el mes de agosto, en los que se adjudicaba a las formas de elegir las autoridades y a la bija participación electoral las causas de la anarquía vivida. En uno de esos impresos se proponía respetar el “nuevo cuerpo legislativo”, el que debía abocarse a dictar un reglamento o constitución provincial de carácter republicano según los siguientes principios: la soberanía residiría en el pueblo expresándose libremente su voluntad por medio de sus representantes; el número de representantes debía seguir el criterio de proporcionalidad según el número de habitantes; serían ciudadanos “todos los hombres libres”; y el cuerpo representativo no debía depender de ningún otro poder asumiendo las facultades de “dar leyes, decidir sobre la guerra y la paz y disponer del tesoro público”.57
Comenzaban a cobrar entidad algunos de los principios que regirían -luego de dictada la ley electoral de 1821- la representación política provincial. El voto directo ya había sido ensayado -aunque no formalizado- durante el año ’20. Al convertirse la Sala, paulatinamente, de junta electoral en Poder Legislativo, el sufragio que había comenzado siendo indirecto para votar solamente al gobernador, se transformó en un sufragio directo de diputados a lajunta. La propuesta, por otro lado, de que la elección fuera libre y “lo más general que se pueda” aludía a los niveles de inclusión en el sufragio. No parecen sugerirse -en el marco de la crisis del año ’20- limitaciones al voto. Por el contrario, se tiende a potenciar un electorado que aún no se había pronunciado desde la revolución. En este sentido, las propuestas de institucionalizar un sufragio ampliado estaban absolutamente vinculadas a la vieja preocupación por la escasa participación electoral. El editorial ya citado de La Gaceta en el que se aspiraba a reunir 10.000 votantes en una ciudad que tenía sólo 55.000 habitantes, podía ser posible sólo bíjo un régimen representativo que no restringiera el voto a condiciones de propiedad, censo o nivel de instrucción. Tal aspiración parecía poder alcanzarse sin mayores obstáculos si se contemplaban las peculiaridades de la sociedad rioplatense, según se afirmaba en el impreso anónimo antes citado: “En la nuestra no hay un hábito de distinciones y de clases, y se observa una igualdad de fortunas: hay pocos ricos, pero tampoco hay pobres. El carácter es vivo y dispuesto a la novedad, condiciones excelentes para el adelantamiento y orden republicano”.
A diferencia de otras sociedades en las que prevalecían profundas diferencias sociales -basadas en las jerarquías de antiguo régimen como en desigualdades éconómicas muy marcadas-, la sociedad rioplatense parecía erigirse en un espacio ideal donde implementar reformas “audaces” capaces de movilizar a una población poco dispuesta a ejercer el derecho de voto. La convicción de que el fuerte faccionalismo podía ser neutralizado a través de una masiva participación en el sufragio se consolidó en el transcurso de la crisis. Durante los meses más agitados, las diferentes facciones y grupos enfrentados buscaron siempre legitimarse a través de alguna vía que pusiera en escena un ensayo electoral: voto directo, indirecto, cabildo abierto, asamblea... En todas ellas, el cuestionamiento de los adversarios -o de los propios sectores que buscaban alzarse con el poder- era la escasa cantidad de votantes, de la que derivaba, directamente, la ausencia de legitimidad. El año ’20 transcurrió, íntegramente, sin poder resolver este dilema: todos pretendían acrecentar el número de votos para que el poder emanado de la “voluntad general” fuera tal, pero en muy pocos casos se lograron superar los 200 sufragios.

En estas condiciones y luego de la dramática experiencia vivida, la escasa participación electoral comenzó a asociarse, cada vez más, a la inestabilidad política. Al tiempo que la abstención en los comicios era vista como la principal causa desencadenante de las crisis recurrentes, el sufragio se erigía en el mecanismo ineludible para regir la sucesión de las autoridades creadas luego de la revolución. La ley electoral dictada poco tiempo después intentará resolver los problemas representativos pendientes y se proyectará como un instrumento de fundamental importancia en manos de la elite dirigente a la hora de establecer un poder legítimo capaz de ser obedecido por el conjunto de los habitantes del nuevo Estado de Buenos Aires.

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