El año
veinte. La Catástrofe. Así encabezaba Mitre
la narración de los hechos ocurridos durante ese año. El tono dramático que le
impuso al título no exageraba, por cierto, las impresiones que de tales
acontecimientos tuvieron los contemporáneos. La aspiración de “... que el mundo
alcance con perfección que todos no fueron más que pasajes teatrales dentro de
la ciudad...”32 -tal como expresaba un periódico por aquellos días-
no hacía más que reflejar la extrema perplejidad bajo la que vivieron los
hechos sus propios protagonistas.
La caída del poder central, en proceso de
disgregación desde tiempo atrás dada la difícil situación creada con la
Restauración monárquica en Europa, la constitución de poderes regionales cada
vez más vigorosos y la presencia de una fuerte oposición en Buenos Aires al
gobierno directorial, desató la catástrofe aludida por Mitre. La promulgación
de la Constitución de 1819, decididamente centralista, ofició de disparador de
los conflictos latentes. La batalla de Cepeda consumada el Io de
febrero de 1820 celebró el triunfo de los disidentes del Litoral liderados por
el gobernador de Santa Fe, Estanislao López, y el entrerriano Francisco
Ramírez, provocando la definitiva caída del gobierno directorial. A esa altura,
la guerra de independencia había culminado en el espacio rioplatense y quedaba
por resolver el dilema ya planteado en 1810: sobre qué bases fundar la
legitimidad del poder político. Un poder que ya no era posible extender al
territorio del antiguo virreinato; la experiencia revolucionaria había
demostrado la dificultad de conformar una unidad política allí donde la vieja
legitimidad monárquica lo había logrado. Comenzó, entonces, un proceso de
transformación político-territorial cuyo desenlace dio lugar a la desaparición
del poder central y a la configuración de un nuevo espacio político: el Estado
provincial. Aunque con diferentes grados de éxito en cada región
-y pese al intento fallido de reconstituir el poder central en el Congreso
reunido entre 1824 y 1827— las provincias se convirtieron en entidades
autónomas durante más de tres décadas, las que a través de sus respectivas
constituciones o leyes fundamentales organizaron sus propios regímenes
políticos y aparatos administrativos.*3 Buenos Aires dejó de ser,
entonces, sede de los gobiernos centrales para erigirse en un Estado autónomo.
Este tránsito
no estuvo exento de conflictos: disputas regionales y facciosas enfrentaron a
los diversos grupos de la elite dirigente. A la división producida entre
centralistas porteños y caudillos federales del Litoral, cuyo mayor desacuerdo
giraba en torno a la definición del nuevo sujeto de imputación soberana y a la
forma de gobierno que adoptaría la futura constitución del Estado, se le
sumaron otras. En el interior de la misma elite porteña existían defensores de
una organización política confederal -disidencia ya expresada en el movimiento
provincialista de 1816- a la vez que una virulenta división facciosa que
enfrentaba a “directoriales” con “antidirectoriales”.34 En este
marco de segmentación política, cada grupo utilizaba su poder de convocatoria y
movilización en pos de imponerse sobre el resto, confluyendo todas las disputas
en el escenario político provincial en los primeros meses del “fatídico año
’20” -como gustarán decir luego sus propios protagonistas-, apenas fueron
vencidas las tropas del ejército nacional en Cepeda. Los hechos sucedidos
durante ese año expresan una crisis de representación sin precedentes,
convirtiéndose tanto en el epílogo del proceso abierto en 1810 como en el
prólogo de una nueva situación política, creada en gran medida bajo la presión
del fantasma de la anarquía.
Algunos
historiadores han abundado en varias oportunidades en relatos detallados sobre
lo ocurrido luego de la caída del poder central, sin detenerse explícitamente a
destacar la dimensión que asumieron los procesos electorales en el interior de
la crisis
de gobernabilidad abierta luego de Cepeda.35 Buenos Aires
se convirtió en un escenario en el que se condensaron todos los ensayos
representativos implementados durante la década revolucionaría -cabildos abiertos,
asambleas populares, petitorios, asonadas militares, elecciones indirectas,
elecciones directas- a la vez que todos los aspectos de la discusión en torno a
la legitimidad política. En un mismo movimiento se enfrentaron los antagonismos
latentes desde la revolución: el que oponía la vieja capital del Reino a los
pueblos del interior, el asambleísmo al régimen representativo, la
determinación del número de representantes según la “calidad de cuerpo
territorial” o la “cantidad de habitantes”, y finalmente, la ciudad a la
campaña. En cada uno de estos antagonismos asomaba, una vez más, la
preocupación por la escasa cantidad de sufragantes que las convocatorias a
elecciones lograban reunir.
La oposición entre asambleísmo y régimen representativo
se manifestó desde el momento mismo en que se produjo la disolución del
Directorio y del Congreso. Mientras el Cabildo de Buenos Aires reasumía -como
tantas otras veces en la década revolucionaria- el “mando universal de esta
Ciudad y su Provincia”, los caudillos vencedores en Cepeda se opusieron a ese
traspaso y exigieron elegir nuevo gobierno a través de un cabildo abierto para
que negociara con ellos un tratado de paz. El cabildo abierto fue convocado
para el día 16 de febrero y en él se decidió la creación de la Junta de
Representantes de Buenos Aires, nuevo poder provincial que nacía con el objeto
de designar al gobernador. Los 182 asistentes, según registra el acta capitular
respectiva, designaron doce representantes del pueblo, quienes eligieron como
gobernador provisional a Manuel de Sarratea. Esta primera Junta -que funcionó
más como una asamblea electoral de segundo grado- se formó sin representación
de la campaña, ya que los diputados electos en el cabildo abierto lo eran de la
ciudad. Sin embargo, al día siguiente de realizada la asamblea, la Junta
manifestó que “espera se les dará toda la legitimidad y firmeza necesaria,
ínterin pueda reunirse la representación de la campaña, a cuyo efecto se toman
las debidas providencias”.36 El 4 de marzo, la Junta decidió
convocar a nuevas elecciones en ciudad y campaña, esgrimiendo
el argumento de que varios diputados habían renunciado y que éstos “por
los pocos sufragios que reúnen en su favor, no dan lugar a considerarlos
electos por la voluntad general del pueblo". Para superar esta dificultad,
la Sala, débilmente constituida por haber renunciado 6 de los 12
representantes, determinó que las elecciones se harían “en la forma
acostumbrada”, estableciendo que los alcaldes y tenientes de barrio “corran la
noticia entre todos sus vecinos en día en que deba votar su cuartel a fin de
que nadie deje de sufragar por ignorar la convocatoria”. Prosigue luego el
mismo Acuerdo:
“Que a fin de que la omisión de muchos ciudadanos en sufragar no dé
lugar a que prevalezca la votación de otros complota- dos por el influjo de los
aspirantes, serán notados de incivismo todos los que sin legítimo impedimento
incurriesen en dicha omisión y sus nombres serán publicados por la Prensa... ”.37
Esta convocatoria, sin embargo, no pudo concretarse dado
que un numeroso grupo de personas se reunió en asamblea en la Plaza de la
Victoria y elevó un petitorio firmado por 165 ciudadanos en el que se declaraba
que el actual gobierno no era de su confianza y que debía cesar en el cargo. Al
día siguiente, la misma multitud volvió a reunirse en la Iglesia de San
Ignacio, donde se discutió si se debía reunir “al pueblo en masa” o si “el
mismo pueblo que no pudiese ser reunido en otra forma que no sea por medio de
representantes”.38 Finalmente se impuso la primera propuesta, pese a
los lamentos de La
Gaceta que afirmaba el 10 de marzo: “ésta es la
triste suerte de todas las resoluciones que toma el pueblo en masa”. Bajo la
fuerte presión del sector militar —hecho destacado por la mayoría de los
testimonios que quedan de aquella asamblea- Balcarce fue designado gobernador
de la provincia. Su potestad, sin embargo, sólo duró la semana del 6 al 11 de
marzo, momento en el que Sarratea fue repuesto en el cargo con la intervención de
Ramírez. El Cabildo, días después, dejaba constancia de la ilegitimidad que
había rodeado al efímero gobernador “hecho por un corto número de ciudadanos
faccionados al abrigo de la fuerza militar".39
Como la Junta de Representantes se hallaba
disuelta por no haberse podido concretar la elección decidida el 4 de marzo,
Sarratea convocó a elecciones para formar una nueva Junta de Representantes de
la provincia. La convocatoria fue para elegir diputados en ciudad y campaña
según la cantidad de representantes estipulada por el Reglamento de 1815 (doce
para la primera y once para la segunda según los resultados del censo levantado
aquel año para dar cumplimiento a dicho Estatuto), siguiendo a tal efecto la
división en secciones establecida. El día anterior a la realización de las
elecciones en la ciudad, el editor de La Gaceta publicaba un extenso artículo en el que reflexionaba en torno a la
importancia de acudir a votar. Luego de criticar el
modo bajo el cual se habían realizado las
elecciones en los últimos años del Directorio, sintetizaba su ideario al
afirmar que “antes el voto era una pura exterioridad y ceremonia; ahora debe
causar todo su efecto”. Efecto que no era otro que el de legitimar un poder
constituido a través de una concurrencia masiva al sufragio. La ausencia de sufragantes no hacía más que
profundizar “aquel vacío en la ciudad” vivenciado desde comienzos del año ’20:
“La sociedad debe ser también
llena en sus derechos, y dañando al común el vacío que resulta del defecto de votos particulares, puede y debe
obligarse a cada uno a que edifique por su parte, y en caso contrario debe penársele, como a quien se niega a
completar el edificio público moral”.40
La legitimidad basada en la fuerza del número
aparecía cada vez más asociada a la noción del voto como obligación, exhortándose a los ciudadanos potenciales a ejercer ese derecho, no sólo por parte de publicistas o
personajes particularmente interesados en reunir un importante caudal de votos
con el objeto de ganar las elecciones, sino también por parte de las mismas
autoridades. El 17 de abril el Cabildo lanzaba, a tal efecto, una proclama
dirigida a los habitantes de la provincia para que no fueran indiferentes a las
elecciones convocadas y eviten con su participación “las maniobras de los
facciosos”. La amenaza de penalización -ya presente en los Acuerdos de la primera
Junta de Representantes que propuso publicar en la prensa las abstenciones- se
continuó en el decreto de convocatoria citado y en posteriores propuestas que
hará lajunta. Sin embargo, pese a todas estas apelaciones al sufragio, los
resultados de las elecciones realizadas en la ciudad fueron más que exiguos. El
21 de abril fue tan escasa la participación que los comicios debieron
suspenderse, implementándose un mecanismo novedoso a través del cual el
gobierno procuraba obligar a los habilitados a votar a ejercer su función
cívica: se conminó a los tenientes alcaldes a convocar de casa en casa a los
vecinos de sus cuarteles haciéndoles firmar a éstos un papel en el que acusaran
recibo de haber sido convocados a las elecciones.41 Finalmente,
cuando éstas se sustanciaron el 27 de abril, el candidato más votado apenas
obtuvo 212 sufragios, resultando llamativa la gran dispersión de votos que
expresa el escrutinio: hubo 265 candidatos —muchos de ellos votados por un solo
sufragante- para designar a 12 diputados. El número de candidatos había
superado el número de sufragantes, teniendo en cuenta que cada elector debía
elegir dos candidatos.
En la campaña, de los pocos datos que quedan
respecto de la cantidad de sufragantes, el panorama fue más patético. El
alcalde de Areco, por ejemplo, le comunicó a Sarratea que en la elección no se
habían podido reunir más que ocho vecinos porque hasta ese momento muy pocos
habían vuelto a sus campos “desde la venida de los federales y estos pocos
vecinos en la actualidad han profugado (sic) por miedo de los indios”.42
No obstante este testimonio, la campaña fue designando a sus diputados, los que
fueron incorporados a lajunta el día 30 de abril de 1820.
La nueva Sala comenzó a sesionar al día siguiente, compuesta casi por
los mismos hombres electos en lajunta anterior: la mayoría vinculados a la
tradición centralista y, fundamentalmente, al poder económico-social de la
provincia. El gobernador debió jurar “reconocer la soberanía de la provincia en
la presente Junta de Representantes, obedeciendo y haciendo ejecutar todas las
órdenes y demás resoluciones que emanen de ella”,43 dejando de ser
ésta un mero cuerpo electoral de segundo grado encargado de designar al
gobernador para pasar a convertirse en un
cuerpo que, aunque con contornos todavía muy indefinidos dada la casi
nula institucionalización del poder, comenzaría a ocupar el centro de la escena
política provincial elevándose paulatinamente al estatus de Poder Legislativo.
La nueva Junta nombró a Ramos Mexía, Gobernador Propietario, quien poco después
debía renunciar por el estado de insubordinación general. Así, el 20 de junio
se superpusieron tres autoridades diferentes en la provincia de Buenos Aires:
Ramos Mexía, que sólo era reconocido por lajunta de Representantes y que había
renunciado entregando el bastón de mando en el Cabildo, el Cabildo erigido en
Cabildo gobernador y el general Soler nombrado por la caballería de campaña. Tal
como dijo Mitre “este fue el día famoso (...) en que ninguno de los tres era
gobernador de hecho ni de derecho”.44
La conflictividad política que agitaba la
provincia por aquellos días no se reducía al enfrentamiento de diversos grupos
centralistas y confederacionistas, sino que se expresó, además, en una disputa
representativa entre ciudad y campaña. La primera muestra de esta desavenencia
se manifestó en el petitorio elevado por los jefes y oficiales de milicias de
la campaña al Cabildo de Luján, en el que se designaba gobernador al general
Soler en nombre de “la voluntad general de la campaña”. Dicho Cabildo reconoció
su autoridad argumentando que “toda la campaña de Polo a Polo” lo había
proclamado, elevándose la resolución a lajunta de Representantes y al Cabildo
de Buenos Aires.45 Este último reconoció a Soler como gobernador el
23 de junio, quien debió renunciar al cargo pocos días después frente a la
nueva invasión de las tropas santafecinas unidas con las del general Alvear y Carrera.
Mientras que en la ciudad lajunta de Representantes se auto disolvía,
reasumiendo el mando el Cabildo, en la campaña los sectores sublevados
recuperaban el poder que habían delegado en la Junta, retirándose de ella los
diputados de Luján, epicentro del conflicto. El Cabildo gobernador convocó
rápidamente a una junta electoral de la capital únicamente -que designó
gobernador a Manuel Dorrego- mientras que parte de la campaña, dominada por
López, nombró gobernador a Alvear. La disputa representativa que estaba en la
base de este conflicto -desplegada durante todo el mes de julio cuando coexistieron dosjuntas de representantes
(de ciudad y campaña) y dos gobernadores- quedó reflejada en los documentos que
cruzaron los litigantes. El Memorial presentado por la Junta de Representantes instalada en la Villa del
Lu- ján iniciaba de este modo sus peticiones:
“Los Pueblos de nuestra campaña fatigados de las calamidades de la
guerra interior, calamidades de que ellos solos han sido la víctima, buscaron
su protección en los aliados. La inconsideración con que habían sido tratados
por sus diferentes gobiernos, justificaba esta medida. La justificaban
altamente sus padecimientos, y más que todo la desesperación del remedio.
Entregados así mismos por la ineptitud o debilidad de los que habían dispuesto
de sus vidas y haciendas al antojo de sus caprichos, buscaron en el Ejército
Federal la protección que no quería, o no podía darles su gobierno interno. Su
voz fue oída y escuchadas sus quejas...”.46
La imagen que ofrece la cita sintetiza uno de
los problemas que está en la base del conflicto que enfrentó a ciudad y campo
durante el año ’20. La idea de que la campaña era un espacio subordinado a los
designios de la ciudad a la vez que objeto de expoliación de los gobiernos
centrales en función de la guerra de independencia, no era nueva. Lo que sí
resulta novedoso es la fórmula que elige para expresarse. ¿Dónde residía dicha
novedad?
. En la traducción de la demanda por redefinir los roles de cada
espacio en términos de un conflicto representativo. Así, los autodenominados
diputados de los “Pueblos Libres de la campaña” desarrollaron en todas sus
proclamas una serie de tópicos que fueron refutados, paso a paso, por los
representantes de la ciudad.47 El más discutido fue el mecanismo de
elección utilizado para designar a aquéllos. El Memorial citado planteaba al respecto:
“Los pueblos de toda esta campaña, deben concurrir a este Congreso
provincial, cada uno con su diputado, pues no hay razón para que se les
considere por el número
de sus habitantes, sino como unos cuerpos morales, que en el actual estado de cosas, tienen todas las ventajas sobre el
solo pueblo de Buenos Aires.
La crítica a un tipo de representación
fundada en la distribución del número de diputados según la cantidad de
habitantes -tal como había establecido el Estatuto Provisional de 1815-
reeditaba el dilema ya discuddo en el Congreso Constituyente en 1818 (citado en
el capítulo precedente). Los diputados reunidos en Lu- ján defendían una
concepción de la representación política basada en las tradicionales jerarquías
corporativas en consonancia con la noción estamental de la soberanía. En ese
marco, cada pueblo de la campaña proclamaba reasumir su soberanía y expresar su
voluntad a través de apoderados que, electos por mecanismos que privilegiaban
la calidad sobre la canddad, debían ajustarse a las instrucciones de sus
comitentes según las pautas del mandato im- peradvo. De hecho, todas las
expresiones de los diputados de la campaña se mantenían dentro de los cánones
de la figura del mandato: “...a fin de llenar los objetos de nuestros
poderdantes en el nombramiento que han hecho en nuestras personas; después de
canjeados mutuamente los poderes, resolvimos por uniformidad de sufragios...”.48
La base que
ha propuesto para negociar el Excmo. Cabildo es inadmisible. En esta parte y en
todo lo demás hará sanción la pluralidad de sufragios de todos los diputados
reunidos”.
La identificación de los pueblos de la
campaña con cuerpos
morales incluía nociones
que, aunque contradictorias al momento de evaluar las filiaciones doctrinarias,
tendían todas al mismo fin. El objetivo era cuestionar la lógica individual que
establecía una relación automática entre número de habitantes y de diputados -a
cuyo amparo, ahora sí, la ciudad de Buenos Aires se auto arrogaba la mayoría de
la representación- para privilegiar una noción basada en la calidad derivada de
antiguasjerarquías corporativas.
“¿Podría balancear el solo Pueblo de Buenos Aires los
sufragios y los recursos de los que nosotros representamos? VE. no debe evaluar
la importancia de nuestros comitentes por su valor numérico, sino por su valor
moral. Afianzados en el apoyo de protectores poderosos, los pueblos que nos han
honrado con su confianza, son unos cuerpos morales, que tienen de su parte
todas las ventajas, aún cuando el pueblo de Buenos Aires
tenga la del número.”
“Con las ventajas morales que hemos analizado, los votos de
nuestros comitentes hacen sin disputa la mayoridad; y en tales circunstancias
los que pretenden contrariarlos, deben ser reputados como minoridad facciosa...
”
“La clase sana, ilustrada y
propietaria quiere una cosa; la clase abyecta, los maquinadores y los malvados,
pretenden otra...”
Aunque en estos fragmentos del Memorial se apelaba a tópicos de muy diversa procedencia, todos estaban
articulados a un eje común que les daba sentido: argumentar la legitimidad de
una representación de campaña que superara numéricamente a la de ciudad. ¿De
qué manera contra argumentó la ciudad? En primer lugar, apelando a un dato
incuestionable: que López no tenía jurisdicción en la provincia de Buenos Aires
para convocar a elecciones de diputados ni para imponer criterios de
representación. En segundo lugar, oponiendo a la noción de cuerpos morales invocada por los diputados electos bajo la órbita de López, una
argumentación basada en la lógica del número. El testimonio era el siguiente:
“A más de ser nula la
elección por los motivos expuestos, lo es también por la representación que se
supone a los electos. El orden que para esto se ha seguido es el de un diputado
por cada seis mil almas; teniendo pues López, como asegura en su oficio,
catorce diputados, se sigue que tiene bajo su pretendida protección la
representación de ochenta y cuatro mil almas. La campaña del Sud y Norte no
tiene sino cuarenta y cinco a cincuenta mil; los diputados presos o detenidos
cerca de su persona no son sino de una parte de la campaña del Norte a la que
por pura gracia le concedemos 25.000 habitantes en su totalidad, y por la
sección que ha nombrado esos diputados apenas catorce a quince mil. Infiérese
pues con evidencia que tiene López un Diputado por cada mil almas; de lo que se
sigue que Buenos Aires solo, debería nombrar setenta y ocho diputados, según el
último censo, para proceder en proporción, y entonces a dónde iría a parar el
nombramiento de Gobernador.
Para tal desatino se ha visto precisado López o sus
acólitos a nombrar un Diputado por San Isidro, otro por la Punta de San
Fernando y otro por las Conchas. Estos tres pueblos apenas distan legua y media
con todas sus dependencias, ¿y cuántas almas?”.49
Es preciso aclarar que la lógica que
vinculaba automáticamente cantidad de habitantes y de diputados -atribuida por
el artículo citado a las elecciones realizadas en la campaña en dicha
oportunidad- no fue la que siguieron los autodenominados “Pueblos Libres”. Por
el contrario, éstos se guiaron por una concepción derivada de las viejas
jerarquías territoriales por la que le adjudicaron a “cada pueblo” un
representante, legitimándose en la noción de cuerpo moral ya señalada. La
refutación, sin embargo, se hizo en nombre de un criterio individual de
carácter “numérico”, abandonando la elite porteña los tradicionales argumentos
que en la década revolucionaria apelaban a antiguos privilegios yjerarquías
para fundamentar su superioridad. El único referente que se invocó en la ciudad
para criticar la representación de la campaña sublevada fue el que vinculaba
automáticamente cantidad de población y distribución numérica de la
representación. En esta dirección están hechos los cálculos que cita el
editorial, donde no rige, naturalmente, ningún rigor con las cifras.
Matemáticas aparte, lo cierto es que lo que
estaba enjuego era el criterio de distribución de la representación política.
El debate actualizó argumentos ya esgrimidos en la década revolucionaria:
viejas jerarquías territoriales vinculadas a una noción estamental de la
soberanía a la vez que a un orden corporativo que las representaba versus una
distribución de la representación basada en el número de habitantes de cada
sección electoral. Aunque el Estatuto de 1815 parecía haberlo resuelto en favor
de la segunda opción, la discusión aquí explicitada -que se prolongó durante
los meses de julio y agosto de 1820- demuestra que aún no había quedado zanjada
la disputa representativa.
El conflicto aquí relatado se resolvió,
finalmente, en el campo de batalla. Los intentos de negociación quedaron
trabados frente a las irreductibles posiciones de los grupos enfrentados. En
el mes de agosto —luego de algunos éxitos militares obtenidos por las
fuerzas que respondían a las autoridades acantonadas en la ciudad de Buenos
Aires- se hicieron elecciones de representantes en ciudad y campaña. Una vez
más, las desesperadas convocatorias al voto no tuvieron el eco esperado.
Mientras La
Gaceta aspiraba a que
“votasen diez mil ciudadanos”, el escenario electoral fue transitado, en la
ciudad, por apenas algo más de un centenar de personas. Fueron designados
representantes por la ciudad casi los mismos miembros de lasjuntas anteriores.
La Sala, finalmente reunida en los primeros días de septiembre, resolvió que
Dorrego continuase como gobernador interino y nombró a Marcos Balcar- ce
gobernador sustituto, ya que aquél se encontraba en la campaña librando batalla
contra López. Por otro lado, dictaminó —respecto de su funcionamiento y
renovación- que los diputados durarían un año en el cargo, renovándose cada
seis meses -seis por la ciudad y seis por la campaña según el mecanismo de
sorteo-, acordando que “los salientes no puedan ser reelectos para diputados de
la Provincia, ni otro cualquier cargo concejil hasta que pasase cuanto menos un
año desde el día de su separación de la Junta”.50 La Junta de
Representantes se consolidaba así en su rol legislativo.
Mientras tanto, Martín Rodríguez preparaba las
milicias de campaña frente a la posible invasión de las fuerzas confederales,
contando para ello con la colaboración de Juan Manuel de Rosas, quien iniciaba
así su primera intervención en el espacio público aportando hombres y recursos
económicos en defensa del poder estatuido. En su sesión del 26 de septiembre,
lajunta decidió nombrar gobernador interino a Martín Rodríguez, en reemplazo de
Dorrego. Los realineamientos internos no cesaban. La Sala emitió ese mismo día
un decreto con el que intentaba disciplinar viejas prácticas representativas
que, si en la década revolucionaria habían sido miradas con cierta sospecha, en
el año ’20 eran evaluadas como fuente de “anarquía”. La resolución de dejar
“libre y expedito el derecho de petición, no clamorosa ni tumultuaria, a las
autoridades y a la Honorable Junta de Representantes”51 no era más
que la aspiración por controlar las tradicionales asambleas deliberativas
devenidas, generalmente, en asambleas electorales, cuya convocatoria tenía, casi siempre, un petitorio como espacio de origen.
Este intento de control, sin embargo, no parece haber amedrentado a la muy
movilizada sociedad por teña. El Io de octubre se inició uno de los
tumultos más escandalosos vistos en Buenos Aires desde los días de la
revolución, cuyas manifestaciones se prolongaron por más de una semana. Durante
las jornadas de octubre, cuando los tercios cívicos dependientes del Cabildo se
amotinaron respondiendo a una de las facciones del confederacionismo porteño,
el gobernador Rodríguez expresaba su obediencia a lajun- ta de Representantes
en tanto preparaba la defensa de la ciudad en consonancia con las milicias de
Rosas. Los jefes militares sublevados apelaron a la tradicional convocatoria de
un cabildo abierto en el que declararon nulas las elecciones de representantes
y de gobernador. De hecho, los rebeldes decían obedecer al Cabildo y la Junta
otorgaba a Rodríguez las facultades extraordinarias. El conñicto se dirimió,
una vez más, a través de las armas.
. .y quien sabe hasta qué términos
habría conducido sus excesos, si prontamente no hubiera sido destruida a viva
fuerza por el señor gobernador y capitán general, auxiliado de las bravas y
honradas milicias del Sud, de los tercios cívicos, y de todos los ciudadanos
que corrieron por fin a defender las leyes y libertades de su patria. No nos
detengamos en un suceso, que no puede recordarse sin amargura. Olvidémoslo, si
es posible, para siempre, y no olvidemos los constantes principios, en que
estriba el orden, la tranquilidad y la verdadera libertad de los estados. Todo
acto contrario a las leyes es un crimen, y sus perpetradores son criminales...
Las sediciones, los tumultos que atacan a las autoridades constituidas en la
forma, y según las instituciones vigentes, violan las leyes fundamentales,
porque usurpan y atropellan la soberanía del pueblo...”52
En este fragmento de La Gaceta se expresa la sensación dominante que dejaba en el ánimo de los
habitantes de Buenos Aires la crisis sufrida desde febrero de 1820. La
represión que sufrieron los sectores sublevados en la semana de octubre
representó el inicio de una “vuelta al orden”. Rodríguez, con la anuencia de la
Junta, reunió bajo su autoridad exclusiva el mando de los cuerpos cívicos, hasta ese momento dependientes
del Cabildo, y en noviembre firmó la paz con el gobernador de Santa Fe
comprometiéndose en ella a promover la futura reunión de un Congreso General a
realizarse en Córdoba.
Ahora bien, las relaciones entre la Junta y
el Cabildo, luego de los sucesos aquí relatados, no eran las mejores. Las
tensiones latentes, derivadas de la superposición de atribuciones y funciones,
encontraron en las elecciones de capitulares realizadas en el mes de noviembre
la oportunidad de expresarse. El gobernador consideraba que la Junta de
Representantes había reasumido las funciones de la junta electoral y que, por
lo tanto, debía nombrar a los electores encargados de designar a los
cabildantes. La Junta, luego de discutir extensamente este punto, resolvió que
no estaba comprendida entre sus facultades la de elegir Cabildo. No obstante,
la misma Sala decidió someter la resolución final al resultado de una
“consulta” que se haría a los ciudadanos, a través de la cual éstos expresarían
su voto a favor o en contra de que los Representantes eligieran a los
capitulares de Buenos Aires y Luján, respectivamente. La apelación a mecanismos
que implicaban el voto y la participación popular para decidir, justamente, la
modalidad definitiva de designar a la autoridad, demuestra -igual que en 1816-
la ambigüedad que aún persistía respecto de las formas concretas que debía
asumir el proceso electoral y la necesidad de legitimar toda decisión a través
de alguna forma de sufragio.
La consulta se hizo el 22 de noviembre por
intermedio del Ayuntamiento, y el resultado favoreció a quienes consideraban
que la designación de capitulares debía hacerse por electores y no por la Junta
de Representantes-. La elección se realizó entonces por este mecanismo,
designándose 12 electores. La Junta de Representantes, sin embargo, anuló la
elección en sesión del 6 de diciembre, esgrimiendo los siguientes argumentos:
“Ha advertido esta Junta la irregularidad y defectos con
que se ha procedido a la colección de sufragios de todos los ciudadanos para
que expliquen su libre voluntad, en orden al modo de hacer las elecciones de
oficios concejiles para el año entrante, con entera sujeción al bando que se
publicó el 25 de noviembre
anterior, pues las colectados en una población de más de 70.000 almas, como es
ésta, no han llegado a doscientos, y los electores que han resultado nombrados,
no tienen en su favor sino un número muy desproporcionado a la dignidad y
entidad de este pueblo... ”.53
A tal efecto -y en nombre, una vez más, de la
escasa cantidad de votantes- se resolvió llamar a nuevas elecciones, a las que
concurrieron 462 sufragantes. La junta electoral así conformada designó a los
cabildantes para el año 1821, última elección de empleos concejiles antes de la
supresión del Cabildo casi un año más tarde. En esta disputa entre la Junta y
el Ayuntamiento se expresaba un problema que excedía el mero marco de los
acontecimientos sucedidos durante ese año y la ya mencionada superposición de
funciones entre ambas autoridades. Lo que subyacía a estos debates era un
conflicto por la representación política que cada entidad encarnaba. La Junta
actuaba en nombre de una representación provincial de ciudad y campaña,
mientras que el Cabildo lo hacía en nombre de la tradicional representación de
ciudad. La crisis iniciada pocos meses atrás había hecho nacer una nueva
autoridad que, por sus propias características, no podía dejar de colisionar
con la que representaba el Cabildo. El año 1821 mostrará, en este sentido, la
dificultad por adaptar una convivencia que parecía estar destinada al divorcio.
El desenlace, en verdad, fue más drástico: culminó con la muerte de uno de los
cónyuges.
La impresión que dejó la crisis del año ’20
en el imaginario porteño es la que evoca el título. Su identificación con la anarquía -concepto recurrentemente utilizado por los contemporáneos para
designar los hechos sucedidos durante ese año- derivaba del reconocimiento de
que ninguna autoridad lograba ser acatada. La legitimidad política -o en todo
caso, su ausencia- estaba en la base del conflicto. Durante ocho meses se
sucedieron numerosas asambleas en ciudad y campaña -algunas de ellas bajo la
forma de cabildo abierto-, se eligieron tresjuntas de Representantes, se dividió la representación de ciudad y
campaña en dos Juntas diferentes, el Cabildo reasumió el poder de la provincia
en vanas oportunidades, y fue nombrada una decena de gobernadores, algunos de
los cuales no duraron en el cargo más que unos pocos días. Era evidente que se
habían roto las reglas de juego que, aunque con ciertas interrupciones, rigieron
la sucesión de las autoridades entre 1810 y 1820. La caída del poder central
produjo un literal vacío de poder y el desconocimiento de mecanismos
consensuados para legitimar a la nueva autoridad que debía surgir de dicha
crisis. Por esta razón se pusieron en práctica todos los ensayos
representativos experimentados durante la década al procurar cada grupo o
facción auto legitimarse a partir de asambleas, cabildos abiertos, elecciones
indirectas o elecciones directas.
Ahora bien,
la invocación de cada uno de estos mecanismos y de los principios
representativos sobre los que se sustentaban pone en evidencia un problema
interpretativo en torno a la relación existente entre los lenguajes políticos
disponibles y las acciones desplegadas por aquéllos. La disputa representativa
en el Río de la Plata, si bien refleja la presencia de universos doctrinarios
muy diversos, no debe esconder el hecho más prosaico de que en la lucha
facciosa los grupos apelaban a diversos modelos o ideas según las posibilidades
que tales nociones les abrían en pos de ocupar legítimamente el poder vacante.
Sin intentar minimizar al extremo la importancia de la lucha ideológica y la
defensa de determinados principios en nombre de diferentes cosmovisiones del
mundo, es preciso encuadrar ésta —cuando de elecciones se habla- en el marco de
las posibilidades que cada grupo tenía de acceder al poder. Según se mencionó
en el capítulo precedente, la contraposición entre asambleísmo o representación
no constituyó, desde una perspectiva que contemple la descripción más minuciosa
de los sujetos involucrados en las querellas aquí descritas, una simple disputa
entre principios abstractos de representación que invocaban actores antiguos y
modernos, respectivamente; fue, en realidad, un claro ejemplo de cómo
determinados sectores de la elite con menores recursos de poder —especialmente
con menores recursos para ganar elecciones- apelaron al lenguaje asambleísta en
pos de poder ocupar un lugar en el nuevo orden que, de otra mañera, les estaba vedado. El ejemplo citado de los grupos de la
campaña que se levantaron en nombre de la soberanía de “los pueblos” contra la
Sala de Representantes, refleja una tensión similar. La autodefmición de
“cuerpos morales” que estos pueblos se adjudicaron con el propósito de imponer
un régimen electoral que reconociera a cada uno de ellos un diputado en virtud
de su “calidad” de cuerpo -en desmedro de la “soberanía del número” atada a la
cantidad de población- no oculta el hecho de que quienes encabezaron la
protesta nunca habían logrado ocupar más que cargos secundarios en la nueva
estructura del Estado posrevolucionario y que la única forma de acceder a los
lugares más encumbrados era apelar a la “calidad” en reemplazo de un criterio
numérico que les era indudablemente adverso. Así lo reconocía, incluso, un
contemporáneo a los hechos en una carta anónima dirigida a los sublevados de la
campaña, leales a Alvear, que circuló impresa en aquellos días:
“... Mirad ese otro que tenéis en vuestro seno, ese que se titula
diputado de Las Conchas, sin propiedad, sin hogar fijo, sin profesión alguna:
en él podréis encontrar un ejemplo del verdadero plebeyo. Ojalá supiese al
menos ganar su subsistencia haciendo zapatos; pero él no puede servir sino para
escribiente de un tirano.
Os hacen firmar también que los diputados de la provincia deben ser
computados uno por cada lugar, cualesquiera que sea su población... No es sólo
su ignorancia ni aún su malicia quienes han arrancado estos asertos del tirano,
es la necesidad de hacerse de un número de diputados capaz de vencer la
influencia que le es tan peligrosa, esa influencia que obra tan activamente
contra él, de los pueblos grandes de la provincia y que quisiera nivelar a la
de Fortín de Areco”.55
Más allá de reconocer que determinados
segmentos de la sociedad podían ser más permeables que otros a incorporar
principios organizativos que recuperaban el antiguo orden de cosas del universo
colonial (por ser éstos parte de su cosmovisión del mundo), es cierto también
que la disputa política no se desplegaba en defensa de tales principios sino en
nombre de ellos para legitimar la apropiación legítima del poder.
Desde esta perspectiva, lo que la descripción de los hechos sucedidos en el año
’20 pretende indicar, no es la traducción política de un conflicto de intereses
sociales contrapuestos entre ciudad y campo (que haga suponer un
fraccionamiento de la elite según intereses mercantiles en el primer caso y
ganaderos en el segundo), ni la versión estilizada de una concepción que tendió
a identificar a las elites urbanas con la defensa de un tipo de representación
moderna frente a grupos de origen rural fieles a un tipo de representación
tradicional. Por el contrario, la disputa representativa entre ciudad y campo
desatada durante aquel año refleja la compleja trama creada después de la
revolución entre grupos que buscaban apropiarse del poder político heredado de
la colonia y formas diferentes de concebir los mecanismos que legitimarían tal
apropiación. En el interior de dicha trama, las argumentaciones no siguen una
estricta racionalidad de intereses ni la estilización de modelos de
comportamiento; acompañan, más bien, la más oscura ruta de las prácticas
cotidianas que involucran diversos niveles de lucha y enfrentamiento.
La llamada “anarquía del año ’20” no borró ni
transformó los problemas representativos ya planteados durante la década
revolucionaria, sino que los actualizó a todos sin excepción en un clima de
guerra. Las preocupaciones que aquejaron a la elite en años anteriores -como la
escasa cantidad de votantes, el faccionalismo o el asambleísmo- asumieron
durante ese año un significado mucho más dramático. La urgencia por encontrar
un espacio de legitimación capaz de imponer el orden en la provincia fue
conduciendo, poco a poco, a afianzar las ideas que se habían ido perfilando en
el transcurso de la década. La primera de ellas fue la inclinación hacia un
régimen representativo que eliminara definitivamente el asambleísmo. Ya se han citado
algunos indicios en este sentido, como la reglamentación del derecho de
petición emanada de lajun- ta con la que se intentaba poner límites a las
asambleas determinando ciertas pautas que permitieran evaluar si tales
reuniones se hallaban dentro del campo de la legalidad. La prensa acompañó este
gesto de la Junta argumentando en favor de la medida tomada. Bajo el título
“Tumultos”, La
Gaceta distinguía la
asamblea po-
LA CRISIS DE 1820: UN DILEMA REPRESENTATIVO pular de las reuniones tumultuarias. La primera, decía, “es cuando
los ciudadanos llamados por la ley se reúnen en el tiempo, en las horas y en el
lugar, que la ley señala, para tratar o deliberar los negocios de la
República”; el tumulto popular, en cambio, “es cuando los ciudadanos, o los que
no lo son, se reúnen clandestinamente, sin convocación legal, en tiempos, horas
y lugar que la ley no les designa, a pretender o resolver estrepitosamente en
los negocios públicos”.56 En esta clasificación, los cabildos
abiertos debidamente convocados estarían permitidos en el nuevo decreto, como
lo estarían también aquellas asambleas llamadas por la autoridad competente.
Sin embargo, el espíritu que pareció imponerse una vez aquietados los ánimos
fue más draconiano. El umbral de tolerancia hacia la deliberación en asambleas
-aunque éstas asumieran la forma de cabildo abierto o de una reunión legalmente
convocada- se achicaba cada vez más.
El 26 de septiembre, apenas fuera electo
gobernador el general Rodríguez, La Estrella del Sud publicaba un editorial en el que atribuía “la causa de nuestras
desgracias... la que más ha influido en esta serie dilatada de acontecimientos
y reparación de gobiernos opresores del pueblo... al mal régimen en el orden de
votar”. La falla radicaba en los mecanismos utilizados para indagar la voluntad
general.
“Pero se me preguntará ¿cómo
se indaga la voluntad general? (...) Es bien sabido que no se consigue
reuniendo al Pueblo tumultuariamente; tampoco se obtiene en los cabildos
abiertos donde no puede asistir todo el pueblo y donde unas veces el más osado
consigue sofocar la opinión de los demás (...) La experiencia a hecho desechar
todos esos caminos y admitir el que es análogo a todo orden de sociedad.
La sociedad civil se compone
de todos los ciudadanos; necesita bases generales que le sirvan de reglamento o
constitución; pero toda ella no puede encargarse de este trabajo, y lo confía a
un número de representantes o comisionados que la misma sociedad debe nombrar.
Este es el objeto de la representación...”
El editorialista,
una vez definida su posición a favor del
régimen representativo, avanzaba aún más y proponía los principios
que deberían regirlo: “que la elección de representantes, y cualquier
otra que emane del Pueblo, sea directa, libre y lo más general que
se pueda conseguirLa evaluación
coincidía con otras realizadas en impresos sueltos que circulaban en Buenos
Aires desde el mes de agosto, en los que se adjudicaba a las formas de elegir
las autoridades y a la bija participación electoral las causas de la anarquía
vivida. En uno de esos impresos se proponía respetar el “nuevo cuerpo
legislativo”, el que debía abocarse a dictar un reglamento o constitución
provincial de carácter republicano según los siguientes principios: la
soberanía residiría en el pueblo expresándose libremente su voluntad por medio
de sus representantes; el número de representantes debía seguir el criterio de
proporcionalidad según el número de habitantes; serían ciudadanos “todos los
hombres libres”; y el cuerpo representativo no debía depender de ningún otro
poder asumiendo las facultades de “dar leyes, decidir sobre la guerra y la paz
y disponer del tesoro público”.57
Comenzaban a cobrar entidad algunos de los
principios que regirían -luego de dictada la ley electoral de 1821- la representación
política provincial. El voto directo ya había sido ensayado -aunque no
formalizado- durante el año ’20. Al convertirse la Sala, paulatinamente, de
junta electoral en Poder Legislativo, el sufragio que había comenzado siendo
indirecto para votar solamente al gobernador, se transformó en un sufragio
directo de diputados a lajunta. La propuesta, por otro lado, de que la elección
fuera libre y “lo más general que se pueda” aludía a los niveles de inclusión
en el sufragio. No parecen sugerirse -en el marco de la crisis del año ’20-
limitaciones al voto. Por el contrario, se tiende a potenciar un electorado que
aún no se había pronunciado desde la revolución. En este sentido, las
propuestas de institucionalizar un sufragio ampliado estaban absolutamente
vinculadas a la vieja preocupación por la escasa participación electoral. El
editorial ya citado de La Gaceta en el que se aspiraba a reunir 10.000 votantes en una ciudad que
tenía sólo 55.000 habitantes, podía ser posible sólo bíjo un régimen representativo
que no restringiera el voto a condiciones de propiedad, censo o nivel de
instrucción. Tal aspiración parecía poder alcanzarse sin mayores obstáculos si
se contemplaban las peculiaridades de la sociedad rioplatense, según se afirmaba en el impreso anónimo antes citado: “En la nuestra no
hay un hábito de distinciones y de clases, y se observa una igualdad de
fortunas: hay pocos ricos, pero tampoco hay pobres. El carácter es vivo y
dispuesto a la novedad, condiciones excelentes para el adelantamiento y orden
republicano”.
A diferencia de otras sociedades en las que
prevalecían profundas diferencias sociales -basadas en las jerarquías de
antiguo régimen como en desigualdades éconómicas muy marcadas-, la sociedad
rioplatense parecía erigirse en un espacio ideal donde implementar reformas
“audaces” capaces de movilizar a una población poco dispuesta a ejercer el
derecho de voto. La convicción de que el fuerte faccionalismo podía ser
neutralizado a través de una masiva participación en el sufragio se consolidó
en el transcurso de la crisis. Durante los meses más agitados, las diferentes
facciones y grupos enfrentados buscaron siempre legitimarse a través de alguna
vía que pusiera en escena un ensayo electoral: voto directo, indirecto, cabildo
abierto, asamblea... En todas ellas, el cuestionamiento de los adversarios -o
de los propios sectores que buscaban alzarse con el poder- era la escasa
cantidad de votantes, de la que derivaba, directamente, la ausencia de
legitimidad. El año ’20 transcurrió, íntegramente, sin poder resolver este
dilema: todos pretendían acrecentar el número de votos para que el poder
emanado de la “voluntad general” fuera tal, pero en muy pocos casos se lograron
superar los 200 sufragios.
En estas condiciones y luego de la dramática
experiencia vivida, la escasa participación electoral comenzó a asociarse, cada
vez más, a la inestabilidad política. Al tiempo que la abstención en los
comicios era vista como la principal causa desencadenante de las crisis
recurrentes, el sufragio se erigía en el mecanismo ineludible para regir la
sucesión de las autoridades creadas luego de la revolución. La ley electoral
dictada poco tiempo después intentará resolver los problemas representativos
pendientes y se proyectará como un instrumento de fundamental importancia en
manos de la elite dirigente a la hora de establecer un poder legítimo capaz de
ser obedecido por el conjunto de los habitantes del nuevo Estado de Buenos
Aires.
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