IX. El despotismo ilustrado
La trayectoria histórica que arranca de la afirmación renacentista, alcanza
su apogeo en el siglo XVIII. De un lado, culminan los valores tradicionales que
superaron el Renacimiento, asociados a los nuevos factores culturales que
fueron asimilados por la sociedad sin perjuicio para su estructura antigua:
economía de tipo mercantilista, organización social jerárquica, monarquía
absoluta, cultura encuadrada en los marcos nacionales y espíritu religioso
creyente en la Revelación -en resumen, lo que ha dado en llamarse Antiguo
Régimen-. De otro, se desarrollan los productos genuinos de los postulados
renacentistas, los cuales, por su oposición inevitable al sistema político,
religioso y cultural imperante, adquieren fuerza y valor subversivos. Racionalismo,
individualismo, subjetivismo, criticismo, indiferentismo, relativismo, se
combinan en la filosofía de la Ilustración para preparar la explosión revolucionaria que corona la obra de los pensadores radicales
de la centuria.
Sin embargo,
durante el Dieciocho se logra una posición de equilibrio entre la Tradición y
la Revolución cuyo símbolo cabal se halla expresado en la monarquía del
Despotismo Ilustrado. Como indica su mismo nombre, ésta recoge lo viejo y lo
nuevo, el pasado y el futuro. La coexistencia de elementos antagónicos en cada
uno de los fenómenos históricos del "siglo de las luces" se explica porque esta centuria, por lo menos en una de sus
ramas ideológicas, no fue una época de entusiasmos ni de profundas
convicciones. En ella todo se halla adecuadamente compensado y amortiguado.
Sólo hacia su último tercio una nueva generación rompe violentamente el compromiso
cultural y político trabajosamente elaborado y abre cauce al desencadenamiento de
las posiciones extremas. Con la Revolución empieza la decadencia de los
valores renacentistas.
El siglo XVIII es
por antonomasia la época de la fe en la razón humana, que ha de inaugurar la
era de la "redención por la filosofía". El pensamiento pretende
dominar en las diferentes esferas de la actividad histórica y señalar los
nuevos rumbos para la economía, la estructura social, el gobierno, las ciencias
y la religión de los pueblos. Por esta causa iniciamos el estudio de las
características intrínsecas del Setecientos con la exposición de sus nuevas
fórmulas ideológicas.
ENCICLOPEDIA y
"AUFKLARUNG"
Formación y difusión del pensamiento "ilustrado". La Ilustración,
o Aufklarung en alemán, no es un movimiento cultural, creador e inédito. Se trata de un
simple proceso de divulgación y aplicación práctica de los grandes principios
establecidos por la filosofía y la investigación científica del siglo
precedente. En el aspecto del desarrollo general de la cultura, la
intelectualidad "ilustrada" adquiere, por tanto, una influencia muy
marcada y su obra es, en verdad, importante y positiva. Pero, en cambio, su
actitud es puramente negativa cuando se enfrenta con los grandes problemas de
la sociedad de la época, inaugurando el ciclo de crisis espirituales que se
suceden sin interrupción hasta culminar en la del siglo XX.
Dos son los principios renacentistas
que informan el nacimiento del pensamiento ilustrado: el racionalismo y el
naturalismo. Ambos habían triunfado en la última generación del siglo XVII,
según hemos examinado al referimos a la titulada "crisis de la conciencia
europea" (pág. 542). La labor demo1edora de Bay1e, la nueva concepción
política de Locke, la visión del mundo de Newton, el moralismo laico [79] de Shaftesbury, el
deísmo de Collins, habían coincidido en la escena intelectual europea como
prueba de una cohesión ideológica que hacía prever un brusco y formidable
ataque contra el orden establecido. Pero nos engañaríamos -como se engañó
Hazard- si considerásemos que la masa generacional de aquel entonces se hizo
eco de la novísima forma de pensar. Hoy damos un valor de exponente a la obra
de aquellos precursores; pero en su tiempo fueron desconocidos o poco menos:
Fénelon permaneció inédito; Grocio, Pufendorf y Locke sólo eran conocidos por
los eruditos. Cierto es, en cambio, que el Dictionnaire de Bayle
figuraba en la mitad de las bibliotecas particulares; que la Histoire des
Oracles, de Fontenelle, fue editada doce veces de 1686 a 1724; que las
obras de Saint-Evremond tuvieron una boga inaudita (cincuenta ediciones hasta
1705); pero aun todo ello es poco si se compara con el ciego entusiasmo que
despertaban los Caracteres de La Bruyere, crítica epidérmica de la
sociedad versallesca. A excepción de algunos "libertinos" que
frecuentaban los salones de Ninon de Lenclos y de Mesdames de La
Sabliere y Deshoulieres, la sociedad francesa, en general, recibió
con evidente desinterés la semilla que acababan de sembrar aquellos pensadores.
No obstante, continuaba abriéndose paso
de modo implacable la crítica contra la mentalidad tradicional. Una crítica en
modo alguna violenta, sino fina, irónica, al gusto de la época. El decenio
1720-1730 asistió a una verdadera proliferación de obras imaginativas, cuyo
velado objeto era poner en entredicho la estructura social e ideológica hasta
entonces aceptada por válida. Siguiendo el camino inaugurado por las Conversazioni
de Marana (pág. 546) y seguido con éxito cada vez creciente por Chardin, La
Mothe le Boyer y Simon Ockley, una nube de turcos, persas, chinos y árabes se
abatió sobre los países de Occidente para enjuiciar sus costumbres y ritos, no
a la luz de su experiencia nacional, sino al foco de la "razón"
ocultamente manejado por el autor. No debe olvidarse que de 1721 datan las Cartas
persas del parlamentario Montesquieu, audaz e ingenioso ataque contra los
convencionalismos del Antiguo Régimen. Cinco años las separan de los Viajes
de Gulliver, de Johnatan Swift, en cuya obra, a través de unas peripecias
sorprendentes, de mentalidad infantil, resalta una acerba [80]
crítica de las prevenciones humanas. En la misma línea
puede situarse The Beggar's Opera (1728), de John Gay, apología de los
bajos fondos en los que ejerce su papel hegemónico Mr. Peachum y su banda; en
realidad, mordaz ataque contra la nobleza y la vida política de Inglaterra.
De otro lado, en el mismo decenio
aumentan las diatribas .contra la religión. Dios es combatido; no, desde luego,
el Dios de los deístas, sino el de los cristianos, al que se le acusa de ser
ilógico e irracional. Ahora no se trata de simples alfilerazo s; las centurias
de debeladores de la ortodoxia despliegan sus líneas con encarnizamiento apasionado,
Ahí están el napolitano Pietro Giannone, quien combatió la iconodulia y la
jerarquía en la Istoria civile del regno di Napoli (1723); el sacerdote
francés Jean Messlier, quien, en el transcurso de una crisis ideológica
paroxísmica, lanzó contra la Iglesia brutales blasfemias (Testament, 1729),
y el deísta inglés John Tyndall, quien, en 1730, insistió sobre 'el imperio de
la ley natural en las afecciones religiosas de los hombres en la obra Christianity
as old as the Creation.
Todo ello revelaba un estado de
espíritu. Otro aspecto de la misma tendencia lo constituye la admiración
continental hacia Inglaterra, reciente vencedora en Utrecht e ilustrada por
una brillante generación intelectual en que Locke, Newton y Shaftesbury se
codeaban con el poeta Pope, el dramaturgo Addison y el novelista Swift. En esa
atmósfera, las corrientes empiristas inglesas ganaron prontamente el
continente. El primer país afectado por ellas fue, como es natural, Holanda,
donde ya en 1716 se explicaban los principios newtonianos en la Universidad de
Leyden y se imprimían los tratados de Locke y los deístas. Pero su asimilación
al pensamiento continental y su transformación en la filosofía de la
Ilustración se llevó a cabo en Francia. El país del racionalismo admitió las
conclusiones más radicales de la filosofía inglesa, su actitud escéptica frente
a la monarquía, la religión y las instituciones tradicionales. Los sistemas
elaborados en Francia hacia la mitad del siglo XVIII, que luego estudiaremos
detalladamente, irradiaron por toda Europa, ya que en aquella centuria la
lengua y el espíritu francés imperaban sin rival en el continente. La
Ilustración se difundió desde Francia, concretamente desde París, por España,
Italia, Prusia, Austria, Suecia y Rusia. [81]
El éxito de la
Ilustración en Francia no se explica sin la existencia de tres factores: el
desencanto producido por el fracaso de la política interna y externa de Luis
XIV, el poderoso arraigo de la filosofía cartesiana y el desarrollo bastante
considerable del libertinaje filosófico-religioso. Fueron condiciones sociales,
políticas e intelectuales muy diversas las que formaron el ariete que se lanzó
al asalto de la Tradición. Un investigador muy riguroso -Mornet- establece
tres fases en este proceso combativo: la etapa inicial, la lucha decisiva y el
triunfo. Las dos primeras (hasta 1770) corresponden íntegramente al momento que
ahora estudiamos; ambas se hallan separadas por la fecha de 1748, en que
apareció el Espíritu de las
Leyes, de Montesquieu.
Una nota peculiar
del desarrollo de la nueva corriente intelectual fue su alejamiento de las
universidades y academias oficiales donde chocaba, como es lógico, con la
resistencia del Estado y las autoridades. Los filósofos y literatos partidarios
del pensamiento ilustrado se agrupaban en los salones de París, que en esta
época desempeñaron un papel importantísimo en la cristalización de las formas
intelectuales. El salón, como centro de refinamiento espiritual, tenía en
Francia una tradición de dos siglos; pero durante el XVIII se convirtió en
crisol de la Ilustración. En el club del Entresuelo, el abate Alary reunió
desde 1724 a personalidades relevantes en el campo del doctrinarismo político
y del utopismo literario; más tarde fueron muy concurridos los salones de las
señoras de Deffand, Lespinasse, Geoffrin, Epinay, etc., a cuyas tertulias
asistían Fontenelle, Montesquieu, D'Alembert, Duclos; Grimm y otros jerifaltes
de las nuevas corrientes ideológicas.
También hemos de
computar la prensa entre los elementos que favorecieron la propagación del
pensamiento ilustrado. La edición de libros, folletos y revistas progresó
extraordinariamente durante el siglo XVIII, y aunque muchos de ellos eran
censurados por las autoridades reales o eclesiásticas, las impresiones de
libros prohibidos, realizadas en Holanda, eran introducidas clandestinamente en
Francia y de aquí pasaban a otros países. Una vasta organización de libreros y
comisionistas difundía los folletos más radicales, a veces ante los mismos ojos
de la policía. A fines del siglo, cuando la Ilustración se impuso en la
sociedad, las ediciones de las obras enciclopedistas se multiplicaron en escala
[82] considerable. Por lo que respecta a la difusión de la cultura y las
noticias, el Dieciocho fomentó el auge de los periódicos, aparecidos en la
centuria precedente. Hebdomadarios y cotidianos vieron la luz en todos los
países europeos. Parece ser que el primer cotidiano propiamente dicho, fue el Daily Courant, aparecido en
Londres en 1702.
Aunque sin relación
concreta con este proceso intelectual, hemos de considerar la masonería entre
los elementos que intervinieron en la divulgación de las nuevas fórmulas
ideológicas. Su origen no está todavía puesto en claro;. sin embargo, se
señalan sus primeros pasos en la Inglaterra del siglo XVI. A principios del
XVIII, en 1717, fundóse en Londres la Gran Logia de Inglaterra, una
organización o liga secreta basada en principios deístas con una especial
valorización de lo humano. Su deísmo tomó rápidamente una actitud agresiva
contra todo lo positivo en la Iglesia, y con ésta forma pasó al continente. En
1732 fundó se la primera logia en París, aunque ya existían grupos anteriores,
importados por la emigración británica durante la persecución estuardista en
Inglaterra. En 1737 se establecieron logias en Hamburgo, en 1740 en Berlín y en
1742 en Viena. Muy pronto todo el continente fue cubierto por esta red de
organizaciones secretas, en las que participaron príncipes, hombres de Estado,
generales y grandes comerciantes. La religión natural y un humanitarismo vago
continuaron siendo sus principios básicos, concordes en este aspecto, como en
tantos otros, con la filosofía de la Ilustración.
La Ciudad ideal del filósofo ilustrado. El ideal de la Ilustración fue la
naturaleza; lo natural abarcado por la razón. En consecuencia, estaba en íntima
oposición con lo Sobrenatural y lo Tradicional, o sea, con lo divino y lo
histórico. Sus fórmulas ideológicas reciben los siguientes nombres: religión
natural, derecho natural, estado natural, fuerza de la razón humana sin ninguna
coacción exterior, predominio de la conciencia libre. En definitiva, el
pensamiento ilustrado quería modificar la estructura social legada por la
geografía y la historia por las conclusiones derivadas de un racionalismo
exclusivista.
..... [83]
LAS CLASES SOCIALES DEL ANTIGUO REGIMEN
La población durante el Dieciocho. La población total de Europa a fines del siglo
XVIII era, aproximadamente, de 188.000.000 de habitantes, de los que correspondían 122.000.000 a las naciones occidentales. En
líneas generales, esa centuria había constituido una era de paz y de progreso
industrial y comercial, y ese hecho explica que en cien años la población del
continente se acrecentara en unos 60.000.000, o sea, casi la mitad de la cifra demográfica de fines del siglo XVII. En
este aumento se observa ya el arranque de la vertiginosa trayectoria
correspondiente al siglo XIX.
Las naciones más beneficiadas por el
aumento de población fueron, como denotan las cifras estadísticas globales,
las del Occidente de Europa. En 1720 Inglaterra contaba con algo más de cinco millones de habitantes; esa cifra
rebasaba los seis millones en 1750 y los nueve en 1801. Para Francia, un análogo acrecentamiento: los 17.000.000 de principios del siglo XVIII se
transformaron en los 26.000.000 de la víspera de la Revolución. La misma Alemania (excepto Austria), que en
1700 había recuperado
los 15.000.000 que contaba en 1620, poseía a fines del Dieciocho unos 22.000.000 de habitantes (Prusia, 5.630.000). Para España las cifras son también
halagüeñas: la decadencia de fines del siglo XVII había reducido la población
a unos 5 800000 habitantes (1723), que fueron casi duplicados en el transcurso del Dieciocho (10.500.000 en 1788). En cuanto a Italia,
el final de siglo registraba 17.000 000 de pobladores en la península, contra los 13.000.000 del Diecisiete. [130]
El aumento de
población trajo consigo el consiguiente auge de la densidad demográfica.
Inglaterra y Holanda tenían a fines del siglo XVIII 65 habitantes por kilómetro
cuadrado; Württemberg, 72; Sajonia, 50; Bohemia, 58. Esas naciones o países se beneficiaron del desarrollo de su agricultura o
de su industria. La concentración de los obreros en las nacientes ciudades
industriales favoreció el desplazamiento de las masas de la población del campo
a la ciudad. Según los cálculos de Young, la población inglesa de fines del
siglo XVIII se repartía de la siguiente manera: unos cuatro millones de
habitantes vivían de la industria y del-comercio y unos cinco de la
agricultura (comparando las cifras con las correspondientes al siglo XVII (pág.
493), se puede formar una idea del cambio trascendental que significan).
Lógicamente, la población de las grandes ciudades aumentó en proporciones
desconocidas. A fines del siglo XVIII: Londres contaba cerca de un millón de
habitantes; París, 600.000; Roma, Viena y Ámsterdam,cerca de 200.000. Pero el hecho más notable es el rápido desarrollo de
las villas o puertos industriales y comerciales sin ninguna tradición
histórica, como fruto exclusivo del desarrollo económico. Manchester,
Birmingham, Sheffiel y Liverpool, pueblos de 4000 a 6000 habitantes en 1700, ascendían a más de 40 000 a fines del XVIII.
Bristol llegó a los 100.000. Simples aldeas, como Leeds, Halifax y Norwich, pasaron a la categoría de
ciudades.
En este período las
migraciones continentales europeas fueron poco notorias. El centro principal de
inmigración fue la Prusia de Federico Guillermo I y Federico el Grande gracias
a la política de tolerancia y colonización interior practicada por estos
soberanos. Se calcula que a fines del reinado de ese último monarca casi un
tercio (aproximadamente 2.000.000) de la población de Prusia estaba constituido por emigrados o descendientes
de emigrados. Cerca de 400.000 personas acudieron a Prusia en este período de tiempo. Otra corriente
continental fue motivada por el desplazamiento de los turcos de Hungría: unos 100.000 alemanes se
establecieron entonces en la mesopotamia húngara. Pero, sin duda alguna, la
emigración mayor fue la registrada entre Europa y América. Según los cálculos
más fidedignos, América contaba a fines del siglo XVIII unos 9.100.000 habitantes de
origen europeo, de los cuales [131] 6.700.000 vivían en América
del Norte y 2.700.000 en América del Sur. Los emigrantes europeos del XVIII
fueron especialmente ingleses.
Las clases privilegiadas del Antiguo Régimen. La sociedad europea aparece como
consolidada durante el siglo XVIII. La inestabilidad propia de los siglos
anteriores ha dado paso a un equilibrio entre las diversas clases sociales, a
cada una de las cuales parece corresponder una función en las actividades
políticas y económicas de la nación. En líneas generales, la nobleza se reserva
los altos cargos políticos y eclesiásticos y los mandos militares; la alta
burguesía se adueña de las funciones administrativas y judiciales, o bien de
los altos puestos del capitalismo comercial y financiero; la burguesía media se
dedica a las ocupaciones industriales o liberales; en fin, a las clases bajas
de la sociedad queda confiada la agricultura o el trabajo en fábricas y
manufacturas. En este orden jerárquico y tradicional viven casi todos los
países de Europa, especialmente los de Occidente.
Un hecho sintomático es que las
clases privilegiadas de la sociedad parecen recobrar su categoría tradicional
durante el siglo XVIII. Sin tener necesidad de referimos a la potencialidad
política y social de los nobles polacos y suecos, que condiciona la evolución
misma de sus respectivos Estados, recordemos la categoría preeminente que
adquiere la nobleza rusa desde el reinado de la emperatriz Isabel y, en
particular, durante el de Catalina la Grande. También hemos indicado que la
oficialidad del ejército prusiano estaba por completo vinculada a la nobleza de
aquel reino. Igual sucedía en Austria y en casi todos los países europeos. Aun
en la misma Inglaterra, donde el triunfo del mundo capitalista había roto los
moldes de la sociedad antigua, la nobleza continuaba formando la osamenta del
país, tanto en las Cámaras como en el gobierno, en las grandes empresas
comerciales como en la dirección de las explotaciones agrarias. La renovación
agrícola inglesa benefició exclusivamente a los landlords, que en esta época concentraron la tierra en grandes latifundios,
desarrollo a su grado máximo del principio de las enclosures. No en vano se ha escrito que la administración
nacional y local del Dieciocho estaba por completo en [132] manos de la gentry, los propietarios agrícolas, ya nobles
de origen, ya mercaderes ennoblecidos y rápidamente asimilados a su nueva
categoría social.
En los países
latinos, la tónica general hemos de buscarla en las altas clases francesas. Los
eclesiásticos, en número aproximado de unas 135000 personas, forman un orden
oficialmente reconocido, con sus asambleas generales, sus tribunales y sus
oficiales propios. Por su intervención en los asuntos parroquiales, en la
instrucción pública y en los actos de la vida cristiana, el clero ejerce una
función civil de suma importancia. A ella dedican, en parte, las rentas
derivadas de sus propiedades, considerables, es cierto, pero mucho menos que en
los cómputos realizados imaginariamente. El clero francés, a fines del siglo
XVIII, posee el 5 ó 6 por 100 del suelo nacional, en propiedades dispersas y
fragmentadas; sus bienes urbanos tienen mayor importancia. En conjunto, sus
rentas se elevan a unos cien millones de diezmos. En cambio, tributa al Estado,
gratuita o forzosamente, unas 5.400.000 libras anuales. Cifra inferior a la
pagada, en paridad de circunstancias, por la nobleza.
Los altos cargos
eclesiásticos están desempeñados exclusivamente por miembros pertenecientes a
la aristocracia. De 1100 abadías, 850 son de las llamadas en encomienda, es
decir, que las familias nobles son sus beneficiarias. Obispos y arzobispos se reclutan en la misma clase social, rompiendo la tradición del
siglo XVII, en que aún había posibilidad de encumbramiento para las clases
bajas (caso de Bossuet, por ejemplo). Algunas de esas altas jerarquías poseen
grandes riquezas, como el arzobispo de Estrasburgo, que se beneficia de una
renta de 800 000 libras anuales. Con contadas y magníficas excepciones, los obispos viven en París, llevando una vida
lujosa, sin preocuparse de la debida instrucción religiosa de sus diocesanos.
Son los grandes décimateurs. Otros, en cambio,
como Monseñor de la Marche, se desvelan por el cumplimiento de sus deberes
episcopales y administran el bien y la caridad.
La nobleza sostiene una sola teoría sobre su
origen: la de la sangre, demostrada por cuatro generaciones. Sin embargo;
tiene que admitir en su orden a los ennoblecidos por el rey o a los compradores
de tierras vinculadas a un título. También figuran en sus filas la nobleza
parlamentaria y la municipalidad, ambas correspondientes a la alta burguesía. [133] Todos ellos gozan de privilegios
varios: derechos señoriales y honoríficos, exención fiscal y prerrogativas
judiciales. No obstante, la alta nobleza, o nobleza presentada a la corte real
(unas 4000 personas, aproximadamente), se eleva sobre los restantes miembros de
la aristocracia por su importancia social, sus cargos militares y las pensiones
reales. Frecuentes enlaces con las hijas de los grandes financieros, dan a la
alta nobleza una potencia económica poco despreciable. A su lado la nobleza
provincial recaba un papel muy limitado.
La posición de la
nobleza frente a las restantes clases sociales es de gran altivez, y sus
relaciones no son precisamente idílicas. Aun los mismos nobles embebidos por el
enciclopedismo juzgan a los campesinos como de otra casta. Las ideas de la
Ilustración hacen mella en los círculos aristocráticos de París; pero no en los
de provincia, que, en último caso, sólo las acogen para defender sus intereses
personales. El peor enemigo de la nobleza francesa, a fines del siglo XVIII, es
que no tiene conciencia de su interés colectivo, pues lo sacrifica a sus
ambiciones familiares. La Revolución se introducirá en el reducto del Antiguo
Régimen por esa brecha.
La importancia
social de la nobleza parlamentaria (de robe) la hace fusionar por completo en el
Dieciocho con la aristocracia de sangre. Su posición es fundamentalmente
conservadora, aunque querría intervenir en los asuntos políticos del Estado; es
galicana por temperamento, pero mantiene la jurisprudencia antigua, censura en
parte las nuevas ideas y defiende sus privilegios sociales. La nobleza
administrativa, integrada por los altos funcionarios -del Estado, los
intendentes y miembros del consejo de Estado, es más activa y decididamente
reformista.
En las colonias
americanas existe también una aristocracia de los privilegiados, más notables
desde luego en las posesiones españolas que en las inglesas. En éstas el planter, o gran propietario, desempeña el
principal papel. En aquéllas son los eclesiásticos y los funcionarios
coloniales. Pero poco a poco cristaliza la aristocracia de sangre blanca de los
criollos, disconformes con el
predominio político y social de los españoles. En esta clase, abierta a las
inquietudes de la nueva ideología ilustrada, se formará el ariete del
movimiento independentista americano. [134]
Las clases campesinas y obreras. La cristalización
de las clases sociales del Antiguo Régimen y el desarrollo del capitalismo
industrial tuvieron como consecuencia general en el siglo XVIII, el
empeoramiento de la condición jurídica y económica de los campesinos y de los
obreros de Europa. Este fenómeno, que hasta época reciente no ha sido
constatado y estudiado, tiene por característica exterior una recrudescencia de
antiguos privilegios feudales, que parecían haber caído en desuso.
Contraviniendo la antigua hipótesis de la liberación progresiva e
ininterrumpida del campesinado europeo, la realidad muestra las inflexiones
profundas de esa trayectoria. Una de ellas, como hemos visto, corresponde a
últimos del siglo XV; la segunda es propia del siglo XVIII.
En el Oriente de
Europa, partiendo de la segunda servidumbre de la gleba, difundida a principios
del siglo XVI, la situación de los campesinos es realmente miserable. Desde el
Elba hasta el Valga y del Báltico al Danubio, para no hablar de Turquía, donde
imperaba el feudalismo militar de los jenízaros, el campesino se halla sujeto a
la gleba y al poder omnímodo del señor o del noble propietario del campo. En
Rusia, su situación es muy grave. En el curso del siglo XVIII se acentúan y
amplían las facultades de los propietarios, paralelamente a la liberación de la
nobleza de servicio y a su transformación en órgano esencial del Estado. Este
va delegando en la nobleza una serie de atribuciones judiciales y administrativas sobre sus siervos, que no desembocan en un régimen feudal
puro por la solidez de la autocracia imperial. Basta decir que en 1765 Catalina
II otorgó a los señores la facultad de enviar sus siervos a trabajos forzados,
completando un privilegio de época anterior en que se les confería poder
mandarlos a Siberia, y que en el mismo año y en los
siguientes extendi6 el área de la servidumbre a los territorios recientemente
adquiridos o colonizados. Las violentas insurrecciones de los campesinos,
culminando en la de Pugachev (1773-1774), indican desde otro punto de vista la
dureza real de la servidumbre de la gleba rusa.
Pero tampoco en Polonia, Prusia,
Austria y Hungría la situación de los siervos
era más soportable. Aun bajo la égida del "ilustrado" Federico II,
los nobles prusianos y sus asambleas consideraban que el campesino de la gleba
era [135]
"en vida y
bienes propiedad de un señor". Las tentativas que realizó aquel monarca
para librarlos de la esclavitud "a estilo romano", chocaron con la
oposición de los estamentos aristocráticos de Prusia y Pomerania. Sólo entre
los "colonizadores" extranjeros se formó una clase social de pequeños
y libres propietarios del campo.
Los principados de
la Alemania meridional, como Baviera y Württemberg, constituyen una zona de
transición entre este tipo de servidumbre y las condiciones sociales agrarias
de la Europa occidental. En los Países Bajos holandeses y belgas predomina el
arrendatario libre a plazos bastante considerables, con la obligación de
satisfacer rentas y censos a los señores patrimoniales. Casi análoga es la
situación en los países mediterráneos. En la Italia del siglo XVIII desaparecen
los últimos restos de la servidumbre en el Piamonte y Sicilia, aunque aquí
subsisten diversos derechos señoriales, entre los cuales el de mero y mixto imperio. En la península Hispánica, el sistema más generalizado es
el cultivo del campo por arrendatarios o enfiteutas libres. Los grandes
latifundios del centro y sur de la península impiden el
desarrollo de una clase de campesinos pequeños propietarios del campo, mientras
que en la periferia cantábrica y mediterránea el suelo se halla mejor repartido
y los agricultores, independientes o arrendatarios a largos plazos, son más
prósperos.
En el campo inglés
la nota más señalada de la centuria es la extinción de la yeomanry y de los campesinos propietarios. A principios del siglo XVIII los yeomen, la gente que había hecho, en parte,
la revolución de Cromwell, eran todavía cerca de unos 160000. Medio siglo más tarde, ó quizá hacia fines
del Dieciocho, habían desaparecido por completo, yendo a integrar la burguesía
o el proletariado en las ciudades y los asalariados del campo. El régimen
de grandes enclosures y la transformación
capitalista de la agricultura, esquematizaron en las siguientes clases la
población del campo inglés: landlords, farmers
o arrendatarios en gran escala y número reducido, y la masa de asalariados, cottagers o borders, compartiendo sus ocupaciones
agrícolas con otras de tipo industrial.
En cuanto a
Francia, la mayoría de los campesinos son, en el Dieciocho, personalmente
libres. El número de siervos es aproximadamente de un millón, y las áreas geográficas de [136] la servidumbre radican en el Nordeste
y centro. Propiamente son "manos muertas", sujetos a la servidumbre
por la persona o los bienes. Los demás campesinos son,
en general, fermiers y métayers, éstos obligados al
pago de media cosecha, y aquéllos arrendatarios por plazos de
3, 6 Y 9 años. Los domaniers o pequeños
propietarios son en número bastante considerable. Con la excepción de este
último grupo, todos los campesinos se hallan sujetos al pago de las prestaciones
sobre la tierra: censos, derechos de sucesión, "banalidades", peajes,
diezmos, etc. Los señores franceses de fines de la centuria agravan estas
cargas de modo sistemático, por la elevación arbitraria de los derechos
existentes, la reimplantación de los caídos en desuso y la usurpación de los
bienes comunales. En este sentido se puede hablar de "reacción
feudal" en los últimos tiempos del Antiguo Régimen.
Panorámicamente, la
vida y la situación de los campesinos es bastante miserable, su alimentación
insuficiente y su estado moral deplorable. No mejor es el estado del
proletariado, cuyo nacimiento hemos visto producirse en la centuria precedente.
Aparte de los obreros que todavía viven en régimen corporativo y de los que
dividen sus ocupaciones entre la agricultura yla industria, los trabajadores
en manufacturas y fábricas están sujetos a una disciplina férrea y a una
jornada de trabajo de dieciséis horas, y reciben un sueldo insuficiente,
siempre en retraso respecto del aumento general de los precios. Este régimen da
lugar a explosiones de cólera que se acentúan a medida que avanza la centuria.
Las huelgas empiezan a ser frecuentes, y aunque fracasan por
su carácter local y parcial, constituyen síntomas muy claros de las grandes
luchas obreristas del siglo XIX.
La situación peor
en la escala social la sufren los aprendices. Ávida de manos baratas, la
naciente industria no reparó en emplear a muchachos de todas las edades,
incluso de siete años. Esos niños, desprovistos de la vigilante tutela del
antiguo patrono, cayeron bajo la férula de capataces y contramaestres, que en
aquel tiempo fueron los exponentes del "infierno de la crueldad
humana", según frase de Hammond, historiador de tal proceso. Muchachos y
muchachas vivieron sometidos a un régimen fatal de promiscuidad y degradación, de
insuficiencia física y de anulamiento [137]
intelectual. Tal fue la amarga
impresión causada entre los contemporáneos, que el gobierno inglés debió
preocuparse por la suerte de aquellos miserables seres. Así Peel hizo adoptar por el Parlamento, en
1802 el Acta para la Salud
y Moral de los Aprendices, primera piedra de
la prolífera legislación social del siglo XIX.
El Tercer Estado. Entre las clases privilegiadas y las que ocupan los
últimos lugares de la jerarquía social, la burguesía del siglo XVIII se afianza
como la plataforma en la que va a gravitar, próximamente, el peso total de las
manifestaciones políticas, económicas y culturales de la Humanidad. Hemos visto
cómo en el transcurso de las centurias precedentes la burguesía nacional se
había hecho cargo de la dirección del capitalismo comercial y financiero, había
asumido el poder bajo la égida de los grandes reyes e impuesto su criterio
político propio en diversas circunstancias, a la vez que se infiltraba en la
agricultura y en la administración del Estado. Esta gran burguesía llega al
Dieciocho ennoblecida, formando parte de las clases aristocráticas del país.
Pero la masa burguesa, la que en conjunto se apropió el nombre de Tercer
Estado, abre las puertas del siglo con nuevo ímpetu, fuerza e ideología. Entre
esa burguesía no privilegiada, alta y baja, negociantes, industriales, hombres
de leyes, patriciado urbano, se difunden las nuevas concepciones ideológicas,
racionalistas y críticas, que postulan una transformación política y social.
Porque la burguesía, de espíritu emprendedor, innovadora y enemiga de la
reglamentación, conociéndose como elemento vital de la sociedad de su siglo,
pretende quebrantar las prescripciones y privilegios que le
vedan el acceso a los cargos públicos y al ejército y la colocan en posición
desventajosa frente a las clases sociales aristocráticas. Por esta causa, las
palabras libertad e igualdad fueron adoptadas por ella como armas sagradas para
la conquista de los reductos del Antiguo Régimen, como un recurso biológico
supremo.
Sin embargo, la
burguesía sólo se manifestó revolucionaria en aquellos países en los que
formaba una clase social poderosa o bien la organización jerárquica de la
sociedad propendía a un estancamiento. Ni en el Oriente de Europa ni en las
penínsulas mediterráneas, donde el comercio y la industria estaban poco desarrollados,
ni en Inglaterra donde la revolución de 1688 había dado completa satisfacción a sus deseos politicosociales, hallamos
una disposición subversiva en los elementos burgueses. En cambio, a mediados del siglo XVIII, ésta
existe de modo indudable en Holanda, Bélgica y, en particular, en Francia y al
norte de Italia.
El nuevo espíritu liberal o
individualista que germina en el Tercer Estado, se pone de relieve en la
desintegración de las instituciones corporativas que la misma burguesía había
engendrado en la Baja Edad Media. En el transcurso del siglo XVIII, y a pesar
de la acentuación del régimen gremial por la intervención del Estado, las
corporaciones y los gremios van perdiendo fuerza y vitalidad. La burguesía los
combate porque evitan la competencia, favorecen la rutina, impiden el
florecimiento de nuevas ocupaciones y el desarrollo general de la producción.
Evidentemente, a medida que se imponen los nuevos postulados capitalistas se
hallan cada vez más alejados de las necesidades de la época. Las corporaciones
han cumplido una gran misión histórica, social y económica; pero en el siglo
XVIII no pueden resistir el descrédito de las fórmulas que ellas mantuvieron.
El mercantilismo y la economía nacional ceden el puesto al fisiocratismo, al librecambismo
ya la economía mundial; la corporación, análogamente, es sacrificada a la
libertad de trabajo. Cuando Turgot, en 1776, aunque de modo efímero, implantó
en Francia ese. último principio y prohibió las asociaciones de obreros y
patronos, planteaba la crisis de un largo proceso de organización
economicosocial de la Humanidad.
LA
MONARQUIA OMNIPOTENTE
Caracteres generales del Despotismo
Ilustrado. La monarquía del siglo
XVIII, heredera de la afirmación absolutista borbónica de la centuria anterior,
alcanza el punto culminante de esa trayectoria política. Con la excepción de
Inglaterra y Holanda, los reyes son señores omnipotentes del' Estado y la
nación. Todos los antiguos poderes derivados del mundo bajomedieval, están
sujetos a su autoridad: nobleza, clerecía, municipios, parlamentos e
instituciones judiciales, dietas, cortes y consistorios de toda [139]
especie. El monarca impone su
criterio, dicta la ley, administra la suprema justicia, decreta la paz y la
guerra, interviene en todas las manifestaciones sociales, económicas y religiosas del país. Una organización en extremo centralizada lleva su
voluntad hasta los puntos más alejados del Estado. Sus ministros, sus consejos
y su corte elaboran las disposiciones del mando supremo; luego, una jerarquía
de oficiales provinciales (los intendentes, en Francia; los corregidores, en
España, etc.) se encarga de aplicarlas en los distritos (intendencias,
corregimientos, provincias, etc.) de su cargo. Unidad, centralización Y
omnipotencia, tales son las características generales de la monarquía del
Antiguo Régimen.
Como continuación de una trayectoria
histórica anterior, cuyos trazos solamente refuerza, el estudio de la monarquía
omnipotente tendría escaso interés si su nombre no fuese ligado al del
Despotismo o Absolutismo Ilustrado. A mediados del siglo XVIII, en efecto, un
nuevo espíritu hace irrupción en la monarquía y la gana para su causa. No es,
propiamente hablando, la ideología de la Ilustración, sino tan sólo algunas de
sus facetas, en particular el aprovechamiento utilitario y racionalista de los
recursos del Estado. En un momento de dificultades financieras para todas las
monarquías europeas, en que se hace necesaria una renovación de los métodos
tradicionales hacendísticos Y se impone una serie de reformas en la sociedad,
los reyes buscan en las ideas enciclopedistas las fórmulas apropiadas para
llevarlas a cabo. Los nuevos procedimientos han de beneficiar exclusivamente a
la monarquía, como resultado de la mejora de las condiciones sociales y
económicas generales de la nación. Por lo tanto, la realeza adopta de la
Ilustración lo que puede contribuir a consolidar su omnipotencia y a aumentar,
si cabe, su poder.
En conjunto, el Despotismo Ilustrado es una posición de autodefensa de
la monarquía, tanto al aprovechar la, conclusiones que le son favorables de la
filosofía enciclopedista como al intentar elevar una barrera ante sus deducciones
más radicales. Sin embargo, al combatir los privilegies de la nobleza y el
clero y al hacer gala de los principios racionalistas y antitradicionales, la
realeza disgrega la estructura esencial que la mantenía. Después de la generación
de los déspotas ilustrados, la burguesía penetra por [140] brechas que han abierto esos príncipes en los reductos del
Trono, del Altar y de la Espada.
Los reyes y los
ministros del Despotismo Ilustrado intentan llevar a cabo una reforma social,
civil y económica que no merme los intereses políticos de la monarquía. Su
propósito es, en líneas generales, corregir los abusos y hacer desaparecer los
privilegios. Aunque las reformas tengan en cada Estado un matiz particular,
todas poseen un mismo común denominador: supresión de los residuos de las
instituciones feudales; sumisión de la Iglesia al poder del Estado; protección
general de la economía, en particular de la agricultura; desarrollo de la
instrucción pública; establecimiento de un nuevo orden judicial, administrativo
y municipal. Estos objetivos, como indica su simple enumeración, son los
mismos de los enciclopedistas. Por esta causa los filósofos aplauden y
aconsejan a los reyes y ministros reformadores. Para muchos de ellos, como
Voltaire y su escuela, la felicidad del pueblo se resume en el gobierno del
Absolutismo Ilustrado. Sin embargo, en la aplicación de tales principios la
monarquía choca con los postulados que constituyen su misma esencia. Al no
poder resolver adecuadamente el conflicto, crea las circunstancias políticas
favorables para el desarrollo del movimiento revolucionario.
El régimen del
Despotismo Ilustrado trató, por tanto, de combinar lo nuevo con lo viejo,
manteniendo los principios tradicionales del poder público. Dícese frecuentemente
que la forma programática de este sistema de gobierno puede enunciarse de esta
manera: todo para el pueblo, pero sin el pueblo. Esta fórmula es verdadera tan
sólo en cuanto las reformas se llevaron a cabo de arriba abajo y fueron
propuestas por los ministerios. Por lo demás, los monarcas solo se propusieron
actuar en beneficio propio. Cuando vieron que las reformas no daban el
resultado inmediato apetecido o que provocaban el quebrantamiento de su
autoridad, renunciaron a todo método "ilustrado". A la generación de
los grandes déspotas del siglo XVIII sucedió la de monarcas reaccionarios. La
Revolución francesa había de acentuar esta regresión a los programas del
Antiguo Régimen. [141]
.
Los intereses reformistas en Francia
durante Luis XV y Luis XVI. A la muerte del cardenal de Fleury, Luis XV (1715-177 4) se había hallado
libre de toda influencia; el poder absoluto recaía en su persona. En situación
análoga, Luis XIV había impuesto su autoridad omnímoda; pero al precio de
sacrificarse al "oficio" real. Su bisnieto era hombre de temple muy
distinto; quiso gozar de los derechos de la realeza; pero no quiso saber nada de sus deberes. De
hecho, el gobierno del Estado pasó del rey a la corte de Versalles, y en particular a las favoritas de Luis XV:
la duquesa de Chateauroux, la marquesa de Pompadour (1745-1764) y la condesa Du Barry. Esta pluralización del
poder dio lugar a repetidas intrigas; en todo caso los intereses de la nación
fueron pospuestos a los egoísmos y rencillas de la corte. El ejemplo más típico
nos lo suministra la provisión de mandos militares: el ejército francés
continuaba siendo un buen instrumento militar pero los generales eran incapaces
y los oficiales compraban y vendían sus cargos. Esto explica sus descalabros, especialmente
durante la guerra de los Siete Años.
La política de la
corte impedía, también, la reorganización de la Hacienda del Estado. Cada año, el
déficit financiero se aumentaba en 20 000 000 de francos. Los impuestos (talla,
capitación, veintena) recaían en la
burguesía y los campesinos; los privilegiados no se hallaban obligados a
tributar; tan sólo la Iglesia concedía “graciosamente" unos donativos,
que eran insignificantes comparados con sus rentas. La administración de los
impuestos indirectos (sal, papel, vino), aduanas y monopolios era defectuosa.
Los gastos consistían, en particular, en el pago de una crecida deuda pública y
en satisfacer el lujo de la corte de Versalles, las pensiones de los nobles y los sueldos de una frondosa burocracia. Una reforma tributaria era
imposible sin modificar por completo el sistema, tanto en la percepción de los
ingresos como en la distribución de los gastos.
Contra este estado
de cosas se levantaron las primeras grande y pequeña burguesía, infiltrada por
las primeras corrientes de la Ilustración. La gente del campo tampoco estaba contenta. Una especie de
inquietud flotaba en el ambiente. La
misma nobleza parlamentaria adoptó una actitud frondista contra el
"despotismo" Recuérdese que [142]
Montesquieu pertenecía a ella. En 1750 D' Argenson preveía ya una futura
conmoción revolucionaria.
Sólo algunos
ministros de Luis XV intentaron poner remedio a esta situación; pero su obra
estuvo siempre pendiente de los caprichos de la Corte. El marqués D'Argenson
reformó el ejército francés entre 1748 y 1756; pero su obra fue comprometida
por el nombramiento de jefes incapaces. Continuóla con bríos mayores, el duque
de Choiseul (1757-1770), el cual restableció la disciplina del ejército,
reorganizó la marina de guerra y constituyó el cuerpo de artillería. Sin
embargo, no pudo acabar con la intervención de la corte en la colación de
grados de oficiales. Su actividad se reflejó, asimismo, en la protección del
comercio colonial, al que dio mayores facilidades. Como ministro "ilustrado"
presidió el largo proceso de expulsión de los jesuitas de Francia.
La aguda crisis de
la Hacienda del Estado impuso al gobierno vastos programas de reformas
tributarias. Machault d' Arnouville, nombrado director general de Hacienda,
hizo decretar en 1749 una serie de edictos relativos a la igualdad ante el
impuesto, el establecimiento de un impuesto definitivo sobre los ingresos (Edict du
Vingtieme, fijando una moderada tasa del 5 por 100) y la creación de una Caja de.
Amortización. Nobles, eclesiásticos, parlamentarios y cuerpos provinciales
protestaron contra estas medidas. Luis XV cedió ante los privilegiados.
Machault dimitió. El déficit fue aumentando aceleradamente con el régimen del
bon plaisir. Los ministros acudieron a procedimientos reprobables: bancarrotas
parciales, reducción de pensiones, saqueo de las cajas públicas, etc. En este
aspecto sobresalió el abate Terray. No tuvo oposición de los Parlamentos,
porque en 1771 el canciller Maupeou quebrantó toda resistencia desterrando a los
miembros del Parlamento de París y substituyendo este organismo por seis
consejos superiores. La facilidad de esta acción demostraba la caducidad de las
instituciones francesas. El pueblo permaneció indiferente. Los
"ilustrados" aplaudieron la medida, que, en realidad, significaba una
mejora en el procedimiento judicial.
El reinado de Luís
XV condujo a Francia al borde del abismo. Sólo una política enérgica podía
evitar la catástrofe. El nieto de Luis XV, Luis XVI (1774-1792), era hombre [143] bondadoso, que quería lo mejor para su pueblo. Pero no tenía preparación
para el gobierno, ni entereza suficiente para vencer el cúmulo de dificultades
que se levantaban a cada momento, tan pronto como sus ministros rozaban los
intereses de las clases privilegiadas. Nunca, por otra parte, hubo obcecación
tal entre los miembros de la nobleza, el clero y los Parlamentos; su ceguera
había de llevados a la tragedia de la Revolución.
A indicación de Maurepas, Luis XVI designó un ministerio de gente audaz
y reformadora: Turgot, en Hacienda; Malesherbes, en Justicia; Sartine, en
Marina, y SaintGermain, en Guerra. Un verdadero gobierno del Despotismo
Ilustrado. Su figura más representativa es la de Roberto Jaime Turgot
(1727-1781), miembro de la alta burguesía parisina. Fisiócrata distinguido,
colaborador de la Enciclopedia, había descollado en
la intendencia general del Lemosino (1761-1774), donde aplicó los principios
generales de sus teorías económicas. El éxito acompañó su obra en forma tan
rotunda que le valió el cargo ministerial. Elevado en 1774 a la Secretaría de
Marina, pasó a poco a ocupar la Dirección General de Hacienda. Desde el lugar
de Colbert, quiso dictar para toda la nación las leyes que la práctica; había
revelado bienhechoras en el gobierno de su intendencia. Así autorizó la libre
circulación de cereales y vino por el territorio francés (13 de septiembre de
1774); suprimió la corvée o prestación
personal para la construcción de
caminos, substituyéndola por una subvención territorial; abolió el régimen de
gremios y corporaciones; reorganizó los monopolios, las comunicaciones y el
correo. Estas medidas, contenidas en los llamados Seis Edictos (5 y 9 de enero de 1776) fueron quizá prematuras.
Levantaron la oposición de la corte, de los Parlamentos y de los privilegiados.
Luis XVI cedió y Turgot fue destituido (12 de mayo de 1776). La política
restrictiva de los gastos de la corte y su severa administración financiera
contribuyeron a su hundimiento político. Este suceso impidió que Turgot llevase
a la práctica sus proyectos de reorganizar el Estado y dar vida a la monarquía
mediante la intervención de los propietarios y la burguesía en la
administración de los municipios y las provincias.
Análogamente
fracasaron Malesherbes, cuya actuación culminó en la supresión de la censura y
la abolición del [144] tormento
(1776), Y Saint-Germain. Durante dos años (1775-1776) éste combatió la
venalidad, reprimió los abusos y restableció la disciplina y el honor del
ejército, a ejemplo del prusiano. Estableció un nuevo método para el
reclutamiento de la oficialidad, en favor de la pequeña nobleza. Fue esta
reforma la que provocó su caída. A pesar de que una orden de 1781 restableció
el sistema antiguo en la designación de oficiales, se ha de tener presente que
de las reformas de Saint-Germain salió el ejército de la República y de
Napoleón Bonaparte.
El banquero Jaime Nécker (1732-1804), ginebrino, fue llamado a
administrar la hacienda pública después de la caída de Turgot. Nécker,
establecido desde su juventud en París, había hecho una gran fortuna en los
negocios y era hombre muy popular entre sus amistades enciclopedistas.
Adversario técnico de Turgot, su hora sonó al sobrevenir el fracaso del gran
ministro fisiócrata. Desde octubre de 1774 rigió la Dirección de Hacienda. Más
que un político innovador y de amplia visión, fue un financiero hábil. Recurrió
al empréstito, a la hipoteca y a la lotería para hacer frente a los gastos
ordinarios del Estado y a los extraordinarios derivados de la guerra contra
Inglaterra por la independencia de las colonias americanas (p. 725). En el
aspecto interior, abolió la servidumbre en los dominios reales, modificó el
procedimiento judicial e instituyó en 1778 unas Asambleas Provinciales,
compuestas de miembros de los tres órdenes que deliberaban en común. De esta
manera seguía las huellas de Turgot, cuyo librecambismo había combatido. Pero
frente a Nécker se suscitó la misma coalición de los privilegiados que antes
había derribado a su predecesor. Para vencerla, Nécker publicó un estado de
cuentas (compte-rendu) sobre la situación
financiera. La corte impuso entonces la destitución del ministro (1781), pues
se hallaba amenazada en sus intereses por la publicación de las pensiones que
recibían los cortesanos.
Con la caída de Nécker se inicia en
Francia el momento rerrevolucionario.
[145]
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