viernes, 25 de septiembre de 2015

J. VICENS VIVES HISTORIA GENERAL MODERNA II -SIGLOS XVII-XX - IX. El despotismo ilustrado

IX. El despotismo ilustrado 
   La trayectoria histórica que arranca de la afirmación renacentista, alcanza su apogeo en el siglo XVIII. De un lado, culminan los valores tradicionales que superaron el Renacimiento, asociados a los nuevos factores culturales que fueron asimilados por la sociedad sin perjuicio para su estructura antigua: economía de tipo mercantilista, organi­zación social jerárquica, monarquía absoluta, cultura encua­drada en los marcos nacionales y espíritu religioso creyente en la Revelación -en resumen, lo que ha dado en llamarse Antiguo Régimen-. De otro, se desarrollan los productos genuinos de los postulados renacentistas, los cuales, por su oposición inevitable al sistema político, religioso y cultural imperante, adquieren fuerza y valor subversivos. Raciona­lismo, individualismo, subjetivismo, criticismo, indiferen­tismo, relativismo, se combinan en la filosofía de la Ilustración para preparar la explosión revolucionaria que corona la obra de los pensadores radicales de la centuria.
Sin embargo, durante el Dieciocho se logra una posición de equilibrio entre la Tradición y la Revolución cuyo símbolo cabal se halla expresado en la monarquía del Despotismo Ilustrado. Como indica su mismo nombre, ésta recoge lo viejo y lo nuevo, el pasado y el futuro. La coexistencia de elementos antagónicos en cada uno de los fenómenos históricos del "siglo de las luces" se explica    porque esta centuria, por lo menos en una de sus ramas ideológicas, no fue una época de entusiasmos ni de profundas convicciones. En ella todo se halla adecuada­mente compensado y amortiguado. Sólo hacia su último tercio una nueva generación rompe violentamente el com­promiso cultural y político trabajosamente elaborado y abre cauce al desencadenamiento de las posiciones extre­mas. Con la Revolución empieza la decadencia de los valores renacentistas.
El siglo XVIII es por antonomasia la época de la fe en la razón humana, que ha de inaugurar la era de la "redención por la filosofía". El pensamiento pretende dominar en las diferentes esferas de la actividad histórica y señalar los nuevos rumbos para la economía, la estructura social, el gobierno, las ciencias y la religión de los pueblos. Por esta causa iniciamos el estudio de las características intrínsecas del Setecientos con la exposición de sus nuevas fórmulas ideológicas.

ENCICLOPEDIA y "AUFKLARUNG"
  Formación y difusión del pensamiento "ilustrado". La Ilustración, o Aufklarung en alemán, no es un movimiento cultural, creador e inédito. Se trata de un simple proceso de divulgación y aplicación práctica de los grandes principios establecidos por la filosofía y la investigación científica del siglo precedente. En el aspecto del desarrollo general de la cultura, la intelectualidad "ilustrada" adquiere, por tanto, una influencia muy marcada y su obra es, en verdad, importante y positiva. Pero, en cambio, su actitud es puramente negativa cuando se enfrenta con los grandes problemas de la sociedad de la época, inaugurando el ciclo de crisis espirituales que se suceden sin interrupción hasta culminar en la del siglo XX.
Dos son los principios renacentistas que informan el nacimiento del pensamiento ilustrado: el racionalismo y el naturalismo. Ambos habían triunfado en la última genera­ción del siglo XVII, según hemos examinado al referimos a la titulada "crisis de la conciencia europea" (pág. 542). La labor demo1edora de Bay1e, la nueva concepción política de Locke, la visión del mundo de Newton, el moralismo laico [79] de Shaftesbury, el deísmo de Collins, habían coincidido en la escena intelectual europea como prueba de una cohesión ideológica que hacía prever un brusco y formidable ataque contra el orden establecido. Pero nos engañaríamos -como se engañó Hazard- si considerásemos que la masa genera­cional de aquel entonces se hizo eco de la novísima forma de pensar. Hoy damos un valor de exponente a la obra de aquellos precursores; pero en su tiempo fueron descono­cidos o poco menos: Fénelon permaneció inédito; Grocio, Pufendorf y Locke sólo eran conocidos por los eruditos. Cierto es, en cambio, que el Dictionnaire de Bayle figuraba en la mitad de las bibliotecas particulares; que la Histoire des Oracles, de Fontenelle, fue editada doce veces de 1686 a 1724; que las obras de Saint-Evremond tuvieron una boga inaudita (cincuenta ediciones hasta 1705); pero aun todo ello es poco si se compara con el ciego entusiasmo que despertaban los Caracteres de La Bruyere, crítica epidér­mica de la sociedad versallesca. A excepción de algunos "libertinos" que frecuentaban los salones de Ninon de Lenclos y de Mesdames de La Sabliere y Deshoulieres, la sociedad francesa, en general, recibió con evidente desin­terés la semilla que acababan de sembrar aquellos pensa­dores.
No obstante, continuaba abriéndose paso de modo implacable la crítica contra la mentalidad tradicional. Una crítica en modo alguna violenta, sino fina, irónica, al gusto de la época. El decenio 1720-1730 asistió a una verdadera proliferación de obras imaginativas, cuyo velado objeto era poner en entredicho la estructura social e ideológica hasta entonces aceptada por válida. Siguiendo el camino inaugurado por las Conversazioni de Marana (pág. 546) y seguido con éxito cada vez creciente por Chardin, La Mothe le Boyer y Simon Ockley, una nube de turcos, persas, chinos y árabes se abatió sobre los países de Occidente para enjuiciar sus costumbres y ritos, no a la luz de su experiencia nacional, sino al foco de la "razón" ocultamente manejado por el autor. No debe olvidarse que de 1721 datan las Cartas persas del parlamentario Montesquieu, audaz e ingenioso ataque contra los convencionalismos del Antiguo Régimen. Cinco años las separan de los Viajes de Gulliver, de Johnatan Swift, en cuya obra, a través de unas peripecias sorprendentes, de mentalidad infantil, resalta una acerba [80]
crítica de las prevenciones humanas. En la misma línea puede situarse The Beggar's Opera (1728), de John Gay, apología de los bajos fondos en los que ejerce su papel hegemónico Mr. Peachum y su banda; en realidad, mordaz ataque contra la nobleza y la vida política de Inglaterra.
De otro lado, en el mismo decenio aumentan las diatribas .contra la religión. Dios es combatido; no, desde luego, el Dios de los deístas, sino el de los cristianos, al que se le acusa de ser ilógico e irracional. Ahora no se trata de simples alfilerazo s; las centurias de debeladores de la ortodoxia despliegan sus líneas con encarnizamiento apasio­nado, Ahí están el napolitano Pietro Giannone, quien combatió la iconodulia y la jerarquía en la Istoria civile del regno di Napoli (1723); el sacerdote francés Jean Messlier, quien, en el transcurso de una crisis ideológica paroxísmica, lanzó contra la Iglesia brutales blasfemias (Testament, 1729), y el deísta inglés John Tyndall, quien, en 1730, insistió sobre 'el imperio de la ley natural en las afecciones religiosas de los hombres en la obra Christianity as old as the Creation.
Todo ello revelaba un estado de espíritu. Otro aspecto de la misma tendencia lo constituye la admiración continen­tal hacia Inglaterra, reciente vencedora en Utrecht e ilustrada por una brillante generación intelectual en que Locke, Newton y Shaftesbury se codeaban con el poeta Pope, el dramaturgo Addison y el novelista Swift. En esa atmósfera, las corrientes empiristas inglesas ganaron pronta­mente el continente. El primer país afectado por ellas fue, como es natural, Holanda, donde ya en 1716 se explicaban los principios newtonianos en la Universidad de Leyden y se imprimían los tratados de Locke y los deístas. Pero su asimilación al pensamiento continental y su transformación en la filosofía de la Ilustración se llevó a cabo en Francia. El país del racionalismo admitió las conclusiones más radicales de la filosofía inglesa, su actitud escéptica frente a la monarquía, la religión y las instituciones tradicionales. Los sistemas elaborados en Francia hacia la mitad del si­glo XVIII, que luego estudiaremos detalladamente, irradiaron por toda Europa, ya que en aquella centuria la lengua y el espíritu francés imperaban sin rival en el continente. La Ilustración se difundió desde Francia, concretamente desde París, por España, Italia, Prusia, Austria, Suecia y Rusia. [81]
El éxito de la Ilustración en Francia no se explica sin la existencia de tres factores: el desencanto producido por el fracaso de la política interna y externa de Luis XIV, el poderoso arraigo de la filosofía cartesiana y el desarrollo bastante considerable del libertinaje filosófico-religioso. Fueron condiciones sociales, políticas e intelectuales muy diversas las que formaron el ariete que se lanzó al asalto de la Tradición. Un investigador muy riguroso -Mornet- esta­blece tres fases en este proceso combativo: la etapa inicial, la lucha decisiva y el triunfo. Las dos primeras (hasta 1770) corresponden íntegramente al momento que ahora estu­diamos; ambas se hallan separadas por la fecha de 1748, en que apareció el Espíritu de las Leyes, de Montesquieu.
Una nota peculiar del desarrollo de la nueva corriente intelectual fue su alejamiento de las universidades y aca­demias oficiales donde chocaba, como es lógico, con la resistencia del Estado y las autoridades. Los filósofos y literatos partidarios del pensamiento ilustrado se agrupaban en los salones de París, que en esta época desempeñaron un papel importantísimo en la cristalización de las formas inte­lectuales. El salón, como centro de refinamiento espiritual, tenía en Francia una tradición de dos siglos; pero durante el XVIII se convirtió en crisol de la Ilustración. En el club del Entresuelo, el abate Alary reunió desde 1724 a perso­nalidades relevantes en el campo del doctrinarismo político y del utopismo literario; más tarde fueron muy concurridos los salones de las señoras de Deffand, Lespinasse, Geoffrin, Epinay, etc., a cuyas tertulias asistían Fontenelle, Mon­tesquieu, D'Alembert, Duclos; Grimm y otros jerifaltes de las nuevas corrientes ideológicas.
También hemos de computar la prensa entre los elementos que favorecieron la propagación del pensamiento ilustrado. La edición de libros, folletos y revistas progresó extraordinariamente durante el siglo XVIII, y aunque muchos de ellos eran censurados por las autoridades reales o eclesiásticas, las impresiones de libros prohibidos, realizadas en Holanda, eran introducidas clandestinamente en Francia y de aquí pasaban a otros países. Una vasta organización de libreros y comisionistas difundía los folletos más radicales, a veces ante los mismos ojos de la policía. A fines del siglo, cuando la Ilustración se impuso en la sociedad, las ediciones de las obras enciclopedistas se multiplicaron en escala [82] considerable. Por lo que respecta a la difusión de la cultura y las noticias, el Dieciocho fomentó el auge de los periódicos, aparecidos en la centuria precedente. Hebdomadarios y cotidianos vieron la luz en todos los países europeos. Parece ser que el primer cotidiano propiamente dicho, fue el Daily Courant, aparecido en Londres en 1702.
Aunque sin relación concreta con este proceso intelectual, hemos de considerar la masonería entre los elementos que intervinieron en la divulgación de las nuevas fórmulas ideológicas. Su origen no está todavía puesto en claro;. sin embargo, se señalan sus primeros pasos en la Inglaterra del siglo XVI. A principios del XVIII, en 1717, fundóse en Londres la Gran Logia de Inglaterra, una organización o liga secreta basada en principios deístas con una especial valorización de lo humano. Su deísmo tomó rápidamente una actitud agresiva contra todo lo positivo en la Iglesia, y con ésta forma pasó al continente. En 1732 fundó se la primera logia en París, aunque ya existían grupos anteriores, importados por la emigración británica durante la persecución estuardista en Inglaterra. En 1737 se establecieron logias en Hamburgo, en 1740 en Berlín y en 1742 en Viena. Muy pronto todo el continente fue cubierto por esta red de organizaciones secretas, en las que participaron príncipes, hombres de Estado, generales y grandes comerciantes. La religión natural y un humanitarismo vago continuaron siendo sus principios básicos, concordes en este aspecto, como en tantos otros, con la filosofía de la Ilustración.
La Ciudad ideal del filósofo ilustrado. El ideal de la Ilustración fue la naturaleza; lo natural abarcado por la razón. En consecuencia, estaba en íntima oposición con lo So­brenatural y lo Tradicional, o sea, con lo divino y lo histórico. Sus fórmulas ideológicas reciben los siguientes nombres: religión natural, derecho natural, estado natural, fuerza de la razón humana sin ninguna coacción exterior, predominio de la conciencia libre. En definitiva, el pensamiento ilustrado quería modificar la estructura social legada por la geografía y la historia por las conclusiones derivadas de un racionalismo exclusivista.
..... [83]

LAS CLASES SOCIALES DEL ANTIGUO REGIMEN
    La población durante el Dieciocho. La población total de Europa a fines del siglo XVIII era, aproximadamente, de 188.000.000 de habitantes, de los que correspondían 122.000.000 a las naciones occidentales. En líneas genera­les, esa centuria había constituido una era de paz y de progreso industrial y comercial, y ese hecho explica que en cien años la población del continente se acrecentara en unos 60.000.000, o sea, casi la mitad de la cifra demográfica de fines del siglo XVII. En este aumento se observa ya el arranque de la vertiginosa trayectoria correspondiente al siglo XIX.
Las naciones más beneficiadas por el aumento de pobla­ción fueron, como denotan las cifras estadísticas globales, las del Occidente de Europa. En 1720 Inglaterra contaba con algo más de cinco millones de habitantes; esa cifra rebasaba los seis millones en 1750 y los nueve en 1801. Para Francia, un análogo acrecentamiento: los 17.000.000 de principios del siglo XVIII se transformaron en los 26.000.000 de la víspera de la Revolución. La misma Alemania (excepto Austria), que en 1700 había recuperado los 15.000.000 que contaba en 1620, poseía a fines del Dieciocho unos 22.000.000 de habi­tantes (Prusia, 5.630.000). Para España las cifras son también halagüeñas: la decadencia de fines del siglo XVII había redu­cido la población a unos 5 800000 habitantes (1723), que fueron casi duplicados en el transcurso del Dieciocho (10.500.000 en 1788). En cuanto a Italia, el final de siglo registraba 17.000 000 de pobladores en la península, contra los 13.000.000 del Diecisiete. [130]
El aumento de población trajo consigo el consiguiente auge de la densidad demográfica. Inglaterra y Holanda tenían a fines del siglo XVIII 65 habitantes por kilómetro cuadrado; Württemberg, 72; Sajonia, 50; Bohemia, 58. Esas naciones o países se beneficiaron del desarrollo de su agricultura o de su industria. La concentración de los obreros en las nacientes ciudades industriales favoreció el desplazamiento de las masas de la población del campo a la ciudad. Según los cálculos de Young, la población inglesa de fines del siglo XVIII se repartía de la siguiente manera: unos cuatro millones de habitantes vivían de la industria y del-comercio y unos cinco de la agricultura (comparando las cifras con las correspondientes al siglo XVII (pág. 493), se puede formar una idea del cambio trascendental que significan). Lógicamente, la población de las grandes ciuda­des aumentó en proporciones desconocidas. A fines del siglo XVIII: Londres contaba cerca de un millón de habitantes; París, 600.000; Roma, Viena y Ámsterdam,cerca de 200.000. Pero el hecho más notable es el rápido desarrollo de las villas o puertos industriales y comerciales sin ninguna tradición histórica, como fruto exclusivo del desarrollo económico. Manchester, Birmingham, Sheffiel y Liverpool, pueblos de 4000 a 6000 habitantes en 1700, ascendían a más de 40 000 a fines del XVIII. Bristol llegó a los 100.000. Simples aldeas, como Leeds, Halifax y Norwich, pasaron a la categoría de ciudades.
En este período las migraciones continentales europeas fueron poco notorias. El centro principal de inmigración fue la Prusia de Federico Guillermo I y Federico el Grande gracias a la política de tolerancia y colonización interior practicada por estos soberanos. Se calcula que a fines del reinado de ese último monarca casi un tercio (aproximada­mente 2.000.000) de la población de Prusia estaba consti­tuido por emigrados o descendientes de emigrados. Cerca de 400.000 personas acudieron a Prusia en este período de tiempo. Otra corriente continental fue motivada por el desplazamiento de los turcos de Hungría: unos 100.000 alemanes se establecieron entonces en la mesopotamia húngara. Pero, sin duda alguna, la emigración mayor fue la registrada entre Europa y América. Según los cálculos más fidedignos, América contaba a fines del siglo XVIII unos 9.100.000 habitantes de origen europeo, de los cuales [131] 6.700.000 vivían en América del Norte y 2.700.000 en América del Sur. Los emigrantes europeos del XVIII fueron especialmente ingleses.


Las clases privilegiadas del Antiguo Régimen. La socie­dad europea aparece como consolidada durante el si­glo XVIII. La inestabilidad propia de los siglos anteriores ha dado paso a un equilibrio entre las diversas clases sociales, a cada una de las cuales parece corresponder una función en las actividades políticas y económicas de la nación. En líneas generales, la nobleza se reserva los altos cargos políticos y eclesiásticos y los mandos militares; la alta burguesía se adueña de las funciones administrativas y judiciales, o bien de los altos puestos del capitalismo comercial y financiero; la burguesía media se dedica a las ocupaciones industriales o liberales; en fin, a las clases bajas de la sociedad queda confiada la agricultura o el trabajo en fábricas y manufacturas. En este orden jerárquico y tradicional viven casi todos los países de Europa, especial­mente los de Occidente.
Un hecho sintomático es que las clases privilegiadas de la sociedad parecen recobrar su categoría tradicional durante el siglo XVIII. Sin tener necesidad de referimos a la potencialidad política y social de los nobles polacos y suecos, que condiciona la evolución misma de sus respecti­vos Estados, recordemos la categoría preeminente que adquiere la nobleza rusa desde el reinado de la emperatriz Isabel y, en particular, durante el de Catalina la Grande. También hemos indicado que la oficialidad del ejército prusiano estaba por completo vinculada a la nobleza de aquel reino. Igual sucedía en Austria y en casi todos los países europeos. Aun en la misma Inglaterra, donde el triunfo del mundo capitalista había roto los moldes de la sociedad antigua, la nobleza continuaba formando la osamenta del país, tanto en las Cámaras como en el gobierno, en las grandes empresas comerciales como en la dirección de las explotaciones agrarias. La renovación agrícola inglesa benefició exclusivamente a los landlords, que en esta época concentraron la tierra en grandes lati­fundios, desarrollo a su grado máximo del principio de las enclosures. No en vano se ha escrito que la administración nacional y local del Dieciocho estaba por completo en [132] manos de la gentry, los propietarios agrícolas, ya nobles de origen, ya mercaderes ennoblecidos y rápidamente asimila­dos a su nueva categoría social.
En los países latinos, la tónica general hemos de buscarla en las altas clases francesas. Los eclesiásticos, en número aproximado de unas 135000 personas, forman un orden oficialmente reconocido, con sus asambleas generales, sus tribunales y sus oficiales propios. Por su intervención en los asuntos parroquiales, en la instrucción pública y en los actos de la vida cristiana, el clero ejerce una función civil de suma importancia. A ella dedican, en parte, las rentas derivadas de sus propiedades, considerables, es cierto, pero mucho menos que en los cómputos realizados imaginaria­mente. El clero francés, a fines del siglo XVIII, posee el 5 ó 6 por 100 del suelo nacional, en propiedades dispersas y fragmentadas; sus bienes urbanos tienen mayor importan­cia. En conjunto, sus rentas se elevan a unos cien millones de diezmos. En cambio, tributa al Estado, gratuita o forzosamente, unas 5.400.000 libras anuales. Cifra inferior a la pagada, en paridad de circunstancias, por la nobleza.
Los altos cargos eclesiásticos están desempeñados exclu­sivamente por miembros pertenecientes a la aristocracia. De 1100 abadías, 850 son de las llamadas en encomienda, es decir, que las familias nobles son sus beneficiarias. Obispos y arzobispos se reclutan en la misma clase social, rompiendo la tradición del siglo XVII, en que aún había posibilidad de encumbramiento para las clases bajas (caso de Bossuet, por ejemplo). Algunas de esas altas jerarquías poseen grandes riquezas, como el arzobispo de Estrasburgo, que se benefi­cia de una renta de 800 000 libras anuales. Con contadas y magníficas excepciones, los obispos viven en París, llevando una vida lujosa, sin preocuparse de la debida instrucción religiosa de sus diocesanos. Son los grandes décimateurs. Otros, en cambio, como Monseñor de la Marche, se desvelan por el cumplimiento de sus deberes episcopales y adminis­tran el bien y la caridad.
   La nobleza sostiene una sola teoría sobre su origen: la de la sangre, demostrada por cuatro generaciones. Sin embar­go; tiene que admitir en su orden a los ennoblecidos por el rey o a los compradores de tierras vinculadas a un título. También figuran en sus filas la nobleza parlamentaria y la municipalidad, ambas correspondientes a la alta burguesía. [133] Todos ellos gozan de privilegios varios: derechos señoriales y honoríficos, exención fiscal y prerrogativas judiciales. No obstante, la alta nobleza, o nobleza presentada a la corte real (unas 4000 personas, aproximadamente), se eleva sobre los restantes miembros de la aristocracia por su importancia social, sus cargos militares y las pensiones reales. Frecuentes enlaces con las hijas de los grandes financieros, dan a la alta nobleza una potencia económica poco despreciable. A su lado la nobleza provincial recaba un papel muy limitado.
La posición de la nobleza frente a las restantes clases sociales es de gran altivez, y sus relaciones no son precisamente idílicas. Aun los mismos nobles embebidos por el enciclopedismo juzgan a los campesinos como de otra casta. Las ideas de la Ilustración hacen mella en los círculos aristocráticos de París; pero no en los de provincia, que, en último caso, sólo las acogen para defender sus intereses personales. El peor enemigo de la nobleza francesa, a fines del siglo XVIII, es que no tiene conciencia de su interés colectivo, pues lo sacrifica a sus ambiciones familiares. La Revolución se introducirá en el reducto del Antiguo Régimen por esa brecha.
La importancia social de la nobleza parlamentaria (de robe) la hace fusionar por completo en el Dieciocho con la aristocracia de sangre. Su posición es fundamentalmente conservadora, aunque querría intervenir en los asuntos políticos del Estado; es galicana por temperamento, pero mantiene la jurisprudencia antigua, censura en parte las nuevas ideas y defiende sus privilegios sociales. La nobleza administrativa, integrada por los altos funcionarios -del Estado, los intendentes y miembros del consejo de Estado, es más activa y decididamente reformista.
En las colonias americanas existe también una aristocra­cia de los privilegiados, más notables desde luego en las posesiones españolas que en las inglesas. En éstas el planter, o gran propietario, desempeña el principal papel. En aquéllas son los eclesiásticos y los funcionarios coloniales. Pero poco a poco cristaliza la aristocracia de sangre blanca de los criollos, disconformes con el predominio político y social de los españoles. En esta clase, abierta a las inquietudes de la nueva ideología ilustrada, se formará el ariete del movimiento independentista americano. [134]
Las clases campesinas y obreras. La cristalización de las clases sociales del Antiguo Régimen y el desarrollo del capitalismo industrial tuvieron como consecuencia general en el siglo XVIII, el empeoramiento de la condición jurídica y económica de los campesinos y de los obreros de Europa. Este fenómeno, que hasta época reciente no ha sido constatado y estudiado, tiene por característica exterior una recrudescencia de antiguos privilegios feudales, que parecían haber caído en desuso. Contraviniendo la antigua hipótesis de la liberación progresiva e ininterrumpida del campesinado europeo, la realidad muestra las inflexiones profundas de esa trayectoria. Una de ellas, como hemos visto, corresponde a últimos del siglo XV; la segunda es propia del siglo XVIII.
En el Oriente de Europa, partiendo de la segunda servidumbre de la gleba, difundida a principios del si­glo XVI, la situación de los campesinos es realmente miserable. Desde el Elba hasta el Valga y del Báltico al Danubio, para no hablar de Turquía, donde imperaba el feudalismo militar de los jenízaros, el campesino se halla sujeto a la gleba y al poder omnímodo del señor o del noble propietario del campo. En Rusia, su situación es muy grave. En el curso del siglo XVIII se acentúan y amplían las facultades de los propietarios, paralelamente a la liberación de la nobleza de servicio y a su transformación en órgano esencial del Estado. Este va delegando en la nobleza una serie de atribuciones judiciales y administrativas sobre sus siervos, que no desembocan en un régimen feudal puro por la solidez de la autocracia imperial. Basta decir que en 1765 Catalina II otorgó a los señores la facultad de enviar sus siervos a trabajos forzados, completando un privilegio de época anterior en que se les confería poder mandarlos a Siberia, y que en el mismo año y en los siguientes extendi6 el área de la servidumbre a los territorios recientemente adquiridos o colonizados. Las violentas insurrecciones de los campesinos, culminando en la de Pugachev (1773-1774), indican desde otro punto de vista la dureza real de la servidumbre de la gleba rusa.
Pero tampoco en Polonia, Prusia, Austria y Hungría la situación de los siervos era más soportable. Aun bajo la égida del "ilustrado" Federico II, los nobles prusianos y sus asambleas consideraban que el campesino de la gleba era [135] "en vida y bienes propiedad de un señor". Las tentativas que realizó aquel monarca para librarlos de la esclavitud "a estilo romano", chocaron con la oposición de los estamentos aristocráticos de Prusia y Pomerania. Sólo entre los "colonizadores" extranjeros se formó una clase social de pequeños y libres propietarios del campo.
Los principados de la Alemania meridional, como Baviera y Württemberg, constituyen una zona de transición entre este tipo de servidumbre y las condiciones sociales agrarias de la Europa occidental. En los Países Bajos holandeses y belgas predomina el arrendatario libre a plazos bastante considerables, con la obligación de satisfacer rentas y censos a los señores patrimoniales. Casi análoga es la situación en los países mediterráneos. En la Italia del siglo XVIII desaparecen los últimos restos de la servidumbre en el Piamonte y Sicilia, aunque aquí subsisten diversos derechos señoriales, entre los cuales el de mero y mixto imperio. En la península Hispánica, el sistema más generali­zado es el cultivo del campo por arrendatarios o enfiteutas libres. Los grandes latifundios del centro y sur de la península impiden el desarrollo de una clase de campesinos pequeños propietarios del campo, mientras que en la periferia cantábrica y mediterránea el suelo se halla mejor repartido y los agricultores, independientes o arrendatarios a largos plazos, son más prósperos.
En el campo inglés la nota más señalada de la centuria es la extinción de la yeomanry y de los campesinos propieta­rios. A principios del siglo XVIII los yeomen, la gente que había hecho, en parte, la revolución de Cromwell, eran todavía cerca de unos 160000. Medio siglo más tarde, ó quizá hacia fines del Dieciocho, habían desaparecido por completo, yendo a integrar la burguesía o el proletariado en las ciudades y los asalariados del campo. El régimen de grandes enclosures y la transformación capitalista de la agricultura, esquematizaron en las siguientes clases la población del campo inglés: landlords, farmers o arrendata­rios en gran escala y número reducido, y la masa de asalariados, cottagers o borders, compartiendo sus ocupa­ciones agrícolas con otras de tipo industrial.
En cuanto a Francia, la mayoría de los campesinos son, en el Dieciocho, personalmente libres. El número de siervos es aproximadamente de un millón, y las áreas geográficas de [136] la servidumbre radican en el Nordeste y centro. Propiamen­te son "manos muertas", sujetos a la servidumbre por la persona o los bienes. Los demás campesinos son, en general, fermiers y métayers, éstos obligados al pago de media cosecha, y aquéllos arrendatarios por plazos de 3, 6 Y 9 años. Los domaniers o pequeños propietarios son en número bastante considerable. Con la excepción de este último grupo, todos los campesinos se hallan sujetos al pago de las prestaciones sobre la tierra: censos, derechos de sucesión, "banalidades", peajes, diezmos, etc. Los señores franceses de fines de la centuria agravan estas cargas de modo sistemático, por la elevación arbitraria de los dere­chos existentes, la reimplantación de los caídos en desuso y la usurpación de los bienes comunales. En este sentido se puede hablar de "reacción feudal" en los últimos tiempos del Antiguo Régimen.
Panorámicamente, la vida y la situación de los campesi­nos es bastante miserable, su alimentación insuficiente y su estado moral deplorable. No mejor es el estado del proletariado, cuyo nacimiento hemos visto producirse en la centuria precedente. Aparte de los obreros que todavía viven en régimen corporativo y de los que dividen sus ocupaciones entre la agricultura yla industria, los trabaja­dores en manufacturas y fábricas están sujetos a una disciplina férrea y a una jornada de trabajo de dieciséis horas, y reciben un sueldo insuficiente, siempre en retraso respecto del aumento general de los precios. Este régimen da lugar a explosiones de cólera que se acentúan a medida que avanza la centuria. Las huelgas empiezan a ser frecuentes, y aunque fracasan por su carácter local y parcial, constituyen síntomas muy claros de las grandes luchas obreristas del siglo XIX.
La situación peor en la escala social la sufren los aprendices. Ávida de manos baratas, la naciente industria no reparó en emplear a muchachos de todas las edades, incluso de siete años. Esos niños, desprovistos de la vigilante tutela del antiguo patrono, cayeron bajo la férula de capataces y contramaestres, que en aquel tiempo fueron los exponentes del "infierno de la crueldad humana", según frase de Hammond, historiador de tal proceso. Muchachos y mucha­chas vivieron sometidos a un régimen fatal de promiscuidad y degradación, de insuficiencia física y de anulamiento  [137]
intelectual. Tal fue la amarga impresión causada entre los contemporáneos, que el gobierno inglés debió preocuparse por la suerte de aquellos miserables seres. Así Peel hizo adoptar por el Parlamento, en 1802 el Acta para la Salud y Moral de los Aprendices, primera piedra de la prolífera legislación social del siglo XIX.
    El Tercer Estado. Entre las clases privilegiadas y las que ocupan los últimos lugares de la jerarquía social, la burguesía del siglo XVIII se afianza como la plataforma en la que va a gravitar, próximamente, el peso total de las manifestaciones políticas, económicas y culturales de la Humanidad. Hemos visto cómo en el transcurso de las centurias precedentes la burguesía nacional se había hecho cargo de la dirección del capitalismo comercial y financiero, había asumido el poder bajo la égida de los grandes reyes e impuesto su criterio político propio en diversas circunstan­cias, a la vez que se infiltraba en la agricultura y en la administración del Estado. Esta gran burguesía llega al Dieciocho ennoblecida, formando parte de las clases aristo­cráticas del país. Pero la masa burguesa, la que en conjunto se apropió el nombre de Tercer Estado, abre las puertas del siglo con nuevo ímpetu, fuerza e ideología. Entre esa burguesía no privilegiada, alta y baja, negociantes, industria­les, hombres de leyes, patriciado urbano, se difunden las nuevas concepciones ideológicas, racionalistas y críticas, que postulan una transformación política y social. Porque la burguesía, de espíritu emprendedor, innovadora y enemi­ga de la reglamentación, conociéndose como elemento vital de la sociedad de su siglo, pretende quebrantar las prescrip­ciones y privilegios que le vedan el acceso a los cargos públicos y al ejército y la colocan en posición desventajosa frente a las clases sociales aristocráticas. Por esta causa, las palabras libertad e igualdad fueron adoptadas por ella como armas sagradas para la conquista de los reductos del Antiguo Régimen, como un recurso biológico supremo.
Sin embargo, la burguesía sólo se manifestó revolucio­naria en aquellos países en los que formaba una clase social poderosa o bien la organización jerárquica de la sociedad propendía a un estancamiento. Ni en el Oriente de Europa ni en las penínsulas mediterráneas, donde el comercio y la industria estaban poco desarrollados, ni en Inglaterra donde la revolución de 1688 había dado completa satisfac­ción a sus deseos politicosociales, hallamos una disposición subversiva en los elementos burgueses. En cambio, a mediados del siglo XVIII, ésta existe de modo indudable en Holanda, Bélgica y, en particular, en Francia y al norte de Italia.
El nuevo espíritu liberal o individualista que germina en el Tercer Estado, se pone de relieve en la desintegración de las instituciones corporativas que la misma burguesía había engendrado en la Baja Edad Media. En el transcurso del siglo XVIII, y a pesar de la acentuación del régimen gremial por la intervención del Estado, las corporaciones y los gremios van perdiendo fuerza y vitalidad. La burguesía los combate porque evitan la competencia, favorecen la rutina, impiden el florecimiento de nuevas ocupaciones y el desarrollo general de la producción. Evidentemente, a medida que se imponen los nuevos postulados capitalistas se hallan cada vez más alejados de las necesidades de la época. Las corporaciones han cumplido una gran misión histórica, social y económica; pero en el siglo XVIII no pueden resistir el descrédito de las fórmulas que ellas mantuvieron. El mercantilismo y la economía nacional ceden el puesto al fisiocratismo, al librecambismo ya la economía mundial; la corporación, análogamente, es sacrificada a la libertad de trabajo. Cuando Turgot, en 1776, aunque de modo efíme­ro, implantó en Francia ese. último principio y prohibió las asociaciones de obreros y patronos, planteaba la crisis de un largo proceso de organización economicosocial de la Huma­nidad.
LA MONARQUIA OMNIPOTENTE
      Caracteres generales del Despotismo Ilustrado. La monar­quía del siglo XVIII, heredera de la afirmación absolutista borbónica de la centuria anterior, alcanza el punto culminante de esa trayectoria política. Con la excepción de Inglaterra y Holanda, los reyes son señores omnipotentes del' Estado y la nación. Todos los antiguos poderes derivados del mundo bajomedieval, están sujetos a su autoridad: nobleza, clerecía, municipios, parlamentos e instituciones judiciales, dietas, cortes y consistorios de toda [139]  especie. El monarca impone su criterio, dicta la ley, administra la suprema justicia, decreta la paz y la guerra, interviene en todas las manifestaciones sociales, económicas y religiosas del país. Una organización en extremo centrali­zada lleva su voluntad hasta los puntos más alejados del Estado. Sus ministros, sus consejos y su corte elaboran las disposiciones del mando supremo; luego, una jerarquía de oficiales provinciales (los intendentes, en Francia; los corregidores, en España, etc.) se encarga de aplicarlas en los distritos (intendencias, corregimientos, provincias, etc.) de su cargo. Unidad, centralización Y omnipotencia, tales son las características generales de la monarquía del Antiguo Régimen.
Como continuación de una trayectoria histórica anterior, cuyos trazos solamente refuerza, el estudio de la monarquía omnipotente tendría escaso interés si su nombre no fuese ligado al del Despotismo o Absolutismo Ilustrado. A media­dos del siglo XVIII, en efecto, un nuevo espíritu hace irrupción en la monarquía y la gana para su causa. No es, propiamente hablando, la ideología de la Ilustración, sino tan sólo algunas de sus facetas, en particular el aprovecha­miento utilitario y racionalista de los recursos del Estado. En un momento de dificultades financieras para todas las monarquías europeas, en que se hace necesaria una renova­ción de los métodos tradicionales hacendísticos Y se impone una serie de reformas en la sociedad, los reyes buscan en las ideas enciclopedistas las fórmulas apropiadas para llevarlas a cabo. Los nuevos procedimientos han de beneficiar exclusi­vamente a la monarquía, como resultado de la mejora de las condiciones sociales y económicas generales de la nación. Por lo tanto, la realeza adopta de la Ilustración lo que puede contribuir a consolidar su omnipotencia y a aumen­tar, si cabe, su poder.
    En conjunto, el Despotismo Ilustrado es una posición de autodefensa de la monarquía, tanto al aprovechar la, conclusiones que le son favorables de la filosofía enciclope­dista como al intentar elevar una barrera ante sus deduccio­nes más radicales. Sin embargo, al combatir los privilegies de la nobleza y el clero y al hacer gala de los principios racionalistas y antitradicionales, la realeza disgrega la estructura esencial que la mantenía. Después de la genera­ción de los déspotas ilustrados, la burguesía penetra por [140] brechas que han abierto esos príncipes en los reductos del Trono, del Altar y de la Espada.
Los reyes y los ministros del Despotismo Ilustrado intentan llevar a cabo una reforma social, civil y económica que no merme los intereses políticos de la monarquía. Su propósito es, en líneas generales, corregir los abusos y hacer desaparecer los privilegios. Aunque las reformas tengan en cada Estado un matiz particular, todas poseen un mismo común denominador: supresión de los residuos de las instituciones feudales; sumisión de la Iglesia al poder del Estado; protección general de la economía, en particular de la agricultura; desarrollo de la instrucción pública; estableci­miento de un nuevo orden judicial, administrativo y municipal. Estos objetivos, como indica su simple enumera­ción, son los mismos de los enciclopedistas. Por esta causa los filósofos aplauden y aconsejan a los reyes y ministros reformadores. Para muchos de ellos, como Voltaire y su escuela, la felicidad del pueblo se resume en el gobierno del Absolutismo Ilustrado. Sin embargo, en la aplicación de tales principios la monarquía choca con los postulados que constituyen su misma esencia. Al no poder resolver adecuadamente el conflicto, crea las circunstancias po­líticas favorables para el desarrollo del movimiento revo­lucionario.
El régimen del Despotismo Ilustrado trató, por tanto, de combinar lo nuevo con lo viejo, manteniendo los principios tradicionales del poder público. Dícese frecuentemente que la forma programática de este sistema de gobierno puede enunciarse de esta manera: todo para el pueblo, pero sin el pueblo. Esta fórmula es verdadera tan sólo en cuanto las reformas se llevaron a cabo de arriba abajo y fueron propuestas por los ministerios. Por lo demás, los monarcas solo se propusieron actuar en beneficio propio. Cuando vieron que las reformas no daban el resultado inmediato apetecido o que provocaban el quebrantamiento de su autoridad, renunciaron a todo método "ilustrado". A la generación de los grandes déspotas del siglo XVIII sucedió la de monarcas reaccionarios. La Revolución francesa había de acentuar esta regresión a los programas del Antiguo Régimen. [141]
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   Los intereses reformistas en Francia durante Luis XV y  Luis XVI. A la muerte del cardenal de Fleury, Luis XV (1715-177 4) se había hallado libre de toda influencia; el poder absoluto recaía en su persona. En situación análoga, Luis XIV había impuesto su autoridad omnímoda; pero al precio de sacrificarse al "oficio" real. Su bisnieto era hombre de temple muy distinto; quiso gozar de los derechos de la realeza; pero no quiso saber nada de sus deberes. De hecho, el gobierno del Estado pasó del rey a la corte de Versalles,  y en particular a las favoritas de Luis XV: la duquesa de Chateauroux, la marquesa de Pompadour (1745-1764)  y la condesa Du Barry. Esta pluralización del poder dio lugar a repetidas intrigas; en todo caso los intereses de la nación fueron pospuestos a los egoísmos y rencillas de la corte. El ejemplo más típico nos lo suministra la provisión de mandos militares: el ejército francés continuaba siendo un buen instrumento militar pero los generales eran incapaces y los oficiales compraban ­y vendían sus cargos.  Esto explica sus descalabros, especialmente durante la guerra de los Siete Años.   
La política de la corte impedía, también, la reorganización de la Hacienda del Estado. Cada año, el déficit financiero se aumentaba en 20 000 000 de francos. Los impuestos (talla, capitación, veintena) recaían  en la burguesía y los campesinos; los privilegiados no se hallaban obligados a tributar; tan sólo la Iglesia concedía “graciosa­mente" unos donativos, que eran insignificantes comparados con sus rentas. La administración de los impuestos indirectos (sal, papel, vino), aduanas y monopolios era defectuosa. Los gastos consistían, en particular, en el pago de una crecida deuda pública y en satisfacer el lujo de la corte de Versalles, las pensiones de los nobles  y los sueldos de una frondosa burocracia. Una reforma tributaria era imposible sin modificar por completo el  sistema, tanto en la percepción de los ingresos como en la distribución de los gastos.
 
Contra este estado de cosas se levantaron las primeras grande y pequeña burguesía, infiltrada por las primeras corrientes de la Ilustración.  La gente del campo  tampoco estaba contenta. Una especie de inquietud  flotaba en el ambiente. La misma nobleza parlamentaria adoptó una actitud frondista contra el "despotismo" Recuérdese que [142] Montesquieu pertenecía a ella. En 1750 D' Argenson preveía ya una futura conmoción revolucionaria.
Sólo algunos ministros de Luis XV intentaron poner remedio a esta situación; pero su obra estuvo siempre pendiente de los caprichos de la Corte. El marqués D'Argenson reformó el ejército francés entre 1748 y 1756; pero su obra fue comprometida por el nombramiento de jefes incapaces. Continuóla con bríos mayores, el duque de Choiseul (1757-1770), el cual restableció la disciplina del ejército, reorganizó la marina de guerra y constituyó el cuerpo de artillería. Sin embargo, no pudo acabar con la intervención de la corte en la colación de grados de oficiales. Su actividad se reflejó, asimismo, en la protección del comercio colonial, al que dio mayores facilidades. Como ministro "ilustrado" presidió el largo proceso de expulsión de los jesuitas de Francia.
La aguda crisis de la Hacienda del Estado impuso al gobierno vastos programas de reformas tributarias. Ma­chault d' Arnouville, nombrado director general de Hacien­da, hizo decretar en 1749 una serie de edictos relativos a la igualdad ante el impuesto, el establecimiento de un impues­to definitivo sobre los ingresos (Edict du Vingtieme, fijando una moderada tasa del 5 por 100) y la creación de una Caja de. Amortización. Nobles, eclesiásticos, parlamentarios y cuerpos provinciales protestaron contra estas medidas. Luis XV cedió ante los privilegiados. Machault dimitió. El déficit fue aumentando aceleradamente con el régimen del bon plaisir. Los ministros acudieron a procedimientos reprobables: bancarrotas parciales, reducción de pensiones, saqueo de las cajas públicas, etc. En este aspecto sobresalió el abate Terray. No tuvo oposición de los Parlamentos, porque en 1771 el canciller Maupeou quebrantó toda resistencia desterrando a los miembros del Parlamento de París y substituyendo este organismo por seis consejos superiores. La facilidad de esta acción demostraba la caducidad de las instituciones francesas. El pueblo permane­ció indiferente. Los "ilustrados" aplaudieron la medida, que, en realidad, significaba una mejora en el procedimiento judicial.
El reinado de Luís XV condujo a Francia al borde del abismo. Sólo una política enérgica podía evitar la catástro­fe. El nieto de Luis XV, Luis XVI (1774-1792), era hombre [143] bondadoso, que quería lo mejor para su pueblo. Pero no tenía preparación para el gobierno, ni entereza suficiente para vencer el cúmulo de dificultades que se levantaban a cada momento, tan pronto como sus ministros rozaban los intereses de las clases privilegiadas. Nunca, por otra parte, hubo obcecación tal entre los miembros de la nobleza, el clero y los Parlamentos; su ceguera había de llevados a la tragedia de la Revolución.
   A indicación de Maurepas, Luis XVI designó un ministe­rio de gente audaz y reformadora: Turgot, en Hacienda; Malesherbes, en Justicia; Sartine, en Marina, y Saint­Germain, en Guerra. Un verdadero gobierno del Despotismo Ilustrado. Su figura más representativa es la de Roberto Jaime Turgot (1727-1781), miembro de la alta burguesía parisina. Fisiócrata distinguido, colaborador de la Enciclo­pedia, había descollado en la intendencia general del Lemosino (1761-1774), donde aplicó los principios genera­les de sus teorías económicas. El éxito acompañó su obra en forma tan rotunda que le valió el cargo ministerial. Elevado en 1774 a la Secretaría de Marina, pasó a poco a ocupar la Dirección General de Hacienda. Desde el lugar de Colbert, quiso dictar para toda la nación las leyes que la práctica; había revelado bienhechoras en el gobierno de su intenden­cia. Así autorizó la libre circulación de cereales y vino por el territorio francés (13 de septiembre de 1774); suprimió la corvée o prestación personal para la construcción  de caminos, substituyéndola por una subvención territorial; abolió el régimen de gremios y corporaciones; reorganizó los monopolios, las comunicaciones y el correo. Estas medidas, contenidas en los llamados Seis Edictos (5 y 9 de enero de 1776) fueron quizá prematuras. Levantaron la oposición de la corte, de los Parlamentos y de los privilegiados. Luis XVI cedió y Turgot fue destituido (12 de mayo de 1776). La política restrictiva de los gastos de la corte y su severa administración financiera contribuyeron a su hundimiento político. Este suceso impidió que Turgot llevase a la práctica sus proyectos de reorganizar el Estado y dar vida a la monarquía mediante la intervención de los propietarios y la burguesía en la administración de los municipios y las provincias.
Análogamente fracasaron Malesherbes, cuya actuación culminó en la supresión de la censura y la abolición del [144] tormento (1776), Y Saint-Germain. Durante dos años (1775-1776) éste combatió la venalidad, reprimió los abusos y restableció la disciplina y el honor del ejército, a ejemplo del prusiano. Estableció un nuevo método para el reclutamiento de la oficialidad, en favor de la pequeña nobleza. Fue esta reforma la que provocó su caída. A pesar de que una orden de 1781 restableció el sistema antiguo en la designación de oficiales, se ha de tener presente que de las reformas de Saint-Germain salió el ejército de la República y de Napoleón Bonaparte.
  El banquero Jaime Nécker (1732-1804), ginebrino, fue llamado a administrar la hacienda pública después de la caída de Turgot. Nécker, establecido desde su juventud en París, había hecho una gran fortuna en los negocios y era hombre muy popular entre sus amistades enciclopedistas. Adversario técnico de Turgot, su hora sonó al sobrevenir el fracaso del gran ministro fisiócrata. Desde octubre de 1774 rigió la Dirección de Hacienda. Más que un político innovador y de amplia visión, fue un financiero hábil. Recurrió al empréstito, a la hipoteca y a la lotería para hacer frente a los gastos ordinarios del Estado y a los extraordinarios derivados de la guerra contra Inglaterra por la independencia de las colonias americanas (p. 725). En el aspecto interior, abolió la servidumbre en los dominios reales, modificó el procedimiento judicial e instituyó en 1778 unas Asambleas Provinciales, compuestas de miem­bros de los tres órdenes que deliberaban en común. De esta manera seguía las huellas de Turgot, cuyo librecambismo había combatido. Pero frente a Nécker se suscitó la misma coalición de los privilegiados que antes había derribado a su predecesor. Para vencerla, Nécker publicó un estado de cuentas (compte-rendu) sobre la situación financiera. La corte impuso entonces la destitución del ministro (1781), pues se hallaba amenazada en sus intereses por la publica­ción de las pensiones que recibían los cortesanos.
  Con la caída de Nécker se inicia en Francia el momento rerrevolucionario.                                                                         

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