viernes, 25 de septiembre de 2015

Cap 9 - Marcela Ternavasio - Historia Argentina 1806-1852


A partir de 1838, el régimen rosista sufrió diversos embates internos y externos. Los intentos de crear un orden federal unánime fueron resistidos por movimientos opositores, dentro y fuera de la provincia de Buenos Aires. Las alianzas, que involucraron a distintas provincias y a países extranjeros, no lograron derrocar en los primeros años de la década de 1840 a quien detentaba el mayor poder de la Confederación. El régimen de terror impuesto en esa coyuntura consiguió “pacificar'’ la provincia de Buenos Aires, pero no alcanzó a erradicar las resistencias. La acción de los opositores en el exilio se volvió cada vez más activa, aunque el régimen parecía salir siempre consolidado de los asedios. No obstante, hacia 1850, la vieja rivalidad entre Buenos Aires y el litoral se reavivó. Desde la provincia de Entre Ríos, Justo José de Urquiza lideró una alianza con la provincia de Corrientes, con Uruguay y el Brasil que terminó con el largo período de hegemonía de Rosas, al derrotar a sus ejércitos en la batalla de Caseros.
La república asediada Los frentes de conflicto
El primer frente que Rosas decidió desafiar fue el de la guerra contra la Confederación Peruano-Boliviana en 1837. Si bien el detonante fue la cuestión de Tarija, reclamada por Salta y retenida por Bolivia, las motivaciones para la guerra fueron múltiples. De hecho, la formación de dicha confederación en 1836, liderada por el mariscal Andrés de Santa Cruz, hacía temer tanto a Chile como a la Confederación Argentina una ruptura del equilibrio en las frágiles fronteras sudamericanas, en pleno proceso de conformación. Esto llevó a que Chile le declarara la guerra a Santa Cruz y solicitara el apoyo de Rosas, quien, alentado por Alejandro Heredia -ferviente partidario del conflicto-, aceptó el desafío. Aunque Rosas era consciente de que detrás de la postura belicista de Heredia se escondía el afán de consolidar su propio liderazgo en las provincias del Noroeste, también estaba convencido de que Santa Cruz brindaba protección a sus enemigos unitarios. Heredia quedó, pues, al mando del ejército, cuyo papel fue, no obstante, casi irrelevante en el resultado final de la guerra. La victoria chilena en Yun- gay en enero de 1839 terminó con la Confederación Peruano-Boliviana; Heredia fue asesinado poco antes del desenlace.
En tanto, en el litoral se superpusieron varios conflictos simultáneos. En primer lugar, el que debió enfrentar la Confederación frente al bloqueo francés del puerto de Buenos Aires en 1858. Si bien las razones del bloqueo derivaban de un antiguo reclamo diplomático, se cruzaron entonces con asuntos de política interna en la República Oriental del Uruguay y con la acción de los unitarios que se habían exiliado allí. El conflicto diplomático respondía a una exigencia del gobierno francés, que desde la década de 1820 pretendía recibir el trato de “nación más favorecida”, tal como lo había obtenido Gran Bretaña en 1825. Ello implicaba gozar de ventajas comerciales y de la exención de cualquier tipo de servicio de armas para los franceses radicados en Buenos Aires, exención otorgada durante el gobierno de Lavalle, pero desconocida por Rosas ya en su primer gobierno. Desde ese momento, Francia había presionado para obtener una respuesta favorable a su reclamo, hasta que la muerte en una prisión porteña del artista francés Cesar Bacle, a comienzos de 1838, desembocó en el endurecimiento de las posiciones y en el bloqueo.
Ahora bien, tal como había ocurrido con el conflicto contra el mariscal Santa Cruz, sospechado de proteger y ayudar a los unitarios, en este caso el bloqueo estaba vinculado con la política uruguaya, puesto que Montevideo se había convertido en el principal destino de los emigrados de la Confederación: los unitarios, los federales cismáticos y muchos otros sospechados de enemistad con Rosas. ¿Cuál era, entonces, la conexión entre estos eventos? En primer lugar, se destaca la creciente intervención del gobernador de Buenos Aires en la política oriental al apoyar a Manuel Oribe, presidente de la república uruguaya hasta 1838, con el objeto de que por su intermedio se debilitase la presencia y el poder de los emigrados, embarcados en esos años en una fuerte propaganda antirrosista. El opositor a Oribe, Fructuoso Rivera, buscó la protección de Francia para desplazar a aquél del cargo. En este punto, si bien el apoyo del gobierno francés a Rivera fue reticente, con el bloqueo iniciado al puerto de Buenos Aires en marzo de 1838 los conflictos quedaron anudados. La presencia francesa estimuló la esperanza de los unitarios afincados en Montevideo de que el régimen rosista llegara a su fin: Rivera le declaraba la guerra a Rosas por intervenir en la política interna oriental a favor de Oribe, y el litoral rioplatense se convirtió en un escenario de disputas que jaqueó la unanimidad que Rosas intentaba imponer.
De hecho, el bloqueo peijudicaba notablemente los intereses económicos del litoral. Por eso, las provincias de Santa Fe y Corrientes le reclamaron a Rosas por el perjuicio que les causaba un conflicto originado en un problema que comprometía sólo a Buenos Aires. Estanislao López envió a Domingo Cullen como comisionado para transmitir tales reclamos e informó de sus gestiones al gobernador de Corrientes, Genaro Berón de Astrada. Pero López murió en junio de 1838, en medio de las gestiones, dejando como legado un vacío de poder y una gran inestabilidad, que Rosas aprovechó para intervenir en la polídca de la provincia. Si bien Domingo Cullen fue elegido gobernador por la Sala de Representantes de Santa Fe, Rosas desconoció tal nombramiento y, en alianza con el gobernador de Entre Ríos, Pascual Echagüe, impuso ajuan Pablo López, hermano de Estanislao, como nuevo mandatario santafecino. Cullen fue acusado de unitario; en su huida, encontró protección en Santiago del Estero con Ibarra. Reparo sin embargo efímero, puesto que, presionado por Rosas, Ibarra debió entregar a Cullen, quien fue fusilado por orden del gobernador de Buenos Aires en junio de 1839.
Mientras tanto, el gobernador de Corrientes, luego de expresar su oposición a la política de Rosas y a los perjuicios que le traía aparejado el bloqueo francés, y al quedar aislado, luego de la muerte de López y del desplazamiento de Cullen, buscó aliarse con Rivera y con los franceses. En este caso, Berón de Astrada no hacía más que retomar viejos reclamos correntinos, ya expresados por Pedro Ferré en los debates en torno al Pacto Federal de 1831: la exigencia de la libre navegación de los ríos, el reparto de los ingresos de la Aduana de ultramar y la pronta sanción de una constitución nacional. Pero el gobernador de Corrientes corrió igual suerte que Cullen: fue vencido y muerto en la batalla de Pago Largo en marzo de 1839 por las tropas comandadas por el entre- rriano Pascual Echagüe. Ese enfrentamiento dejó como legado no sólo centenares de correntinos degollados -una muestra de crueldad que expresaba la extrema virulencia de los conflictos en esos años-, sino también la creación de un gobierno adicto a Rosas.


En ese contexto, el líder del movimiento decembrista de 1829, el general Juan Lavalle, encabezó una campaña militar para derrocar a Rosas con el apoyo de los emigrados en Montevideo, de Fructuoso Rivera y de Francia. Su campaña comenzó en julio de 1839 desde Martín García. Si bien el objetivo inicial era desembarcar en Buenos Aires, donde esperaba recibir apoyo de una población descontenta, ansiosa de encontrar un “libertador”, decidió penetrar primero en Entre Ríos y luego en Santa Fe. Pronto advertiría que ni en estas provincias ni en la de Buenos Aires encontraría el recibimiento esperado. Razones no le faltaban a estas poblaciones para adoptar tal actitud, especialmente en Buenos Aires, donde se habían vivido otros conflictos no menos virulentos.

El primero de ellos fue la llamada “conspiración de Maza”, en la que estuvieron comprometidos varios jefes militares. El coronel Ramón Maza, hijo del presidente de la Legislatura de Buenos Aires, era el cabecilla de este movimiento que, bajo la forma de un alzamiento militar, pretendía derrocar al gobernador. La conspiración estuvo lista para junio de 1839, pero una denuncia no sólo la llevó al fracaso, sino que desató una reacción amplificada. Los cabecillas fueron arrestados, Ramón Maza fusilado por orden de Rosas, y su padre, Manuel Vicente Maza, asesinado por miembros de la Mazorca, sospechado de participar en Ja conspiración y


de querer asesinar al gobernador. Aunque no existen indicios acerca del real asidero de tal sospecha, es oportuno destacar que, si bien los fusilamientos decretados por el gobernador en uso de sus poderes extraordinarios ya habían tenido lugar en el escenario público porteño, éste fue el primer asesinato a cargo de los mazorqueros luego de 1835. El crimen, sin embargo, no parece haber sido ordenado por Rosas, lo cual pone, en evidencia que, al menos en ese momento, tanto la Sociedad Popular Restauradora como la Mazorca podían actuar con cierta autonomía en nombre de una ciega defensa de su líder.
La Sociedad Popular Restauradora aprovechó este episodio para agitar a la población, en particular a los sectores populares, y avivar la sensación de peligro para la república y su líder federal, amenazados constantemente por conspiradores unitarios. La prensa periódica y toda la maquinaria del régimen se puso en marcha para extremar aún más el faccionalismo e instaurar un clima de terror en la población, dejando claro cuál sería el destino de quienes desafiaran el poder del gobernador. Las fiestas realizadas para celebrar el fracaso de la conspiración fueron un vehículo fundamental para exhibir ese espíritu de amenaza, en un marco de clima festivo. '
Pacificada la ciudad, pocos meses después el conflicto surgió en la campaña de Buenos Aires. Fue justamente en el sur ganadero, en los partidos de Dolores y Chascomús, base de apoyo del rosismo hasta poco tiempo antes, donde se generó un movimiento armado contra Rosas. Para esos hacendados, el bloqueo francés venía a arruinar sus expectativas de ganancia basadas en la exportación; y la contribución directa que el gobierno intentaba imponer amenazaba aún más las esperanzas de engrosar sus ingresos. Además, el movimiento contaba con el apoyo de la supuesta invasión que realizaría Lavalle desde la campaña de Buenos Aires. Ahora bien, el itinerario de Lavalle cambió sobre la marcha al ingresar por Entre Ríos, y el alzamiento que estalló en el sur bonaerense a fines de octubre de 1839, con fuerzas improvisadas formadas por milicias, hacendados, peones y grupos indígenas, fue rápidamente reprimido por los regimientos de frontera y sus cabecillas pasados por las armas. Mientras los acusados de “traidores a la patria” eran severamente castigados, los defensores de la Santa Federación comenzaron a ser premiados, ya no sólo con menciones honoríficas, sino con las más apetecibles recompensas en tierras, confiscadas sin más a los participantes de la rebelión.
Una de las imágenes historiográficas tradicionales más difundidas es la que identificó la gestión de gobierno de Rosas con la de un patrón que dominó el país como si se tratara de una gran estancia. Tal perspectiva -que privilegió su condición de hombre de campo y representante directo de los intereses del sector terrateniente- no sólo minimizó los conflictos que Rosas mantuvo con algunos sectores propietarios de la provincia, sinp también la dimensión política dei proceso del que fue principal protagonista. Si bien los nuevos aportes realizados desde la historia económica, social, política y cultural no niegan la existencia de fluidos vínculos entre el gobernador y ios sectores rurales en ascenso, en plena expansión ganadera, revelan al mismo tiempo que las relaciones entre ambos fueron muy complejas y dependieron de las distintas coyunturas. En esta dirección, frente a las perspectivas que intentaron explicar los vínculos de subordinación y lealtad a Rosas en una clave que reproducía en el plano político la relación social patrón-peón, se tiende ahora a prestar mayor atención a variables que no se reducen a la esfera privada. El papel de los jueces de paz de campaña, por ejemplo, muestra que la autoridad derivaba más de su posición institucional que del lugar que ocupaba en la esfera social. La obediencia que se les rendía se debía fundamentalmente a que monopolizaban todas las atribuciones del poder público en su jurisdicción. Así, pues, cuando el juez de paz de un partido de campaña repartía las boletas con el candidato oficial para una elección, no hacía más que actualizar su papel institucional, ejercido como autoridad del distrito. El mismo juez -que cobraba impuestos, ejercía justicia, enrolaba en las milicias o actuaba con funciones de policía- presidía luego la mesa en la que los pobladores debían emitir públicamente su voto.
Una vez pacificada la provincia -de hecho, luego de estos dos alzamientos en ciudad y campaña, no hubo ningún otro movimiento en Buenos Aires para derrocar a Rosas-, el desafío a la autoridad porteña quedó planteado en el interior. La guerra contra la Confederación Peruano- Boliviana había dejado como legado en el Norte -donde el descontento de las provincias, en las que recayó casi toda la responsabilidad del conflicto bélico, era evidente- una situación de gran inestabilidad. A comienzos de 1840, la insatisfacción de algunos grupos provinciales opositores a Rosas se tradujo en una alianza, la Coalición del Norte, liderada por los gobiernos de Tucumán y Salta, que recibió la adhesión de Catamarca, La Rioja y jujuy. La Coalición pretendía denunciar los manejos autoritarios del gobernador de Buenos Aires, retirarle los atributos de las relaciones exteriores y extender su poder sobre el resto de las provincias para derrocarlo. Contaba para ello con el apoyo de los unitarios emigrados, de muchos que conformaban la generación romántica, y de la expedición de Lavalle. Pero si bien la Coalición, al mando del general Lamadrid, pudo dominar gran parte de las provincias del interior -excepto Cuyo- durante el año 1840, ni Lavalle pudo unírseles, debido a los sucesivos fracasos en sus campañas, ni su expansión estaba destinada a perdurar. Los ejércitos enviados desde Buenos Aires, al mando ahora de Manuel Oribe -desplazado de su cargo en la república oriental por su enemigo, Fructuoso Rivera-, dieron por tierra con la Coalición del Norte. La represión instaurada en las provincias rebeldes por las fuerzas de Oribe es recordada por su extrema crueldad, mientras que las ya despojadas fuerzas de Lavalle, en constante retirada, fueron derrotadas, y su líder encontró la muerte en Jujuy, en octubre de 1841.
El fin del asedio al orden rosista en las provincias del Norte se produjo en un momento en el que Rosas capitalizaba a su favor el cese del bloqueo francés, luego de la firma del tratado entre Mackau, representante de Francia, y Arana, ministro de Relaciones Exteriores de Rosas, en octubre de 1840. Al tratado se había llegado luego del deterioro de los negocios de hacendados y comerciantes, que habían visto obstaculizadas sus posibilidades de exportación, como también del peijuicio que sufrió el fisco de Buenos Aires, dependiente de los derechos de comercialización. No obstante, Rosas había adoptado la estrategia de resistir el bloqueo, a la espera de que un mayor acercamiento con Gran Bretaña empujara a los franceses a una decorosa retirada. Su táctica resultó exitosa, en la medida en que la formación de un nuevo gabinete en Francia condujo a que su gobierno evaluara que los costos de mantener el bloqueo e inmiscuirse en los asuntos facciosos internos de la política rioplatense eran mayores que los posibles beneficios. El tratado Mac- kau-Arana estipuló la devolución de Martín García y el levantamiento del bloqueo a cambio del goce de los derechos reclamados para los ciudadanos franceses.
Si bien el tratado no proporcionaba nada extraordinario a la Confederación Argentina -excepto la regularización del comercio y de toda la actividad económica dependiente de la exportación-, las celebraciones y festejos que siguieron a su firma expresan la capacidad del régimen rosista para convertir cada uno de los enfrentamientos en triunfos de las fuerzas federales contra los acérrimos enemigos de la Confederación. Y no sólo eso: a partir de esa fecha, el régimen demostró una enorme capacidad para imponer el terror como forma de lograr la unanimidad esperada.
Así como el régimen rosista desplegó su propaganda política a través de la prensa periódica oficial, la oposición también buscó ocupar espacios en la prensa desde el exilio. Se destaca, en este sentido, la publicación de dos periódicos que, aunque efímeros, muestran el clima exacerbado - de violencia y terror de aquellos días. El Grito Argentino y Muera Rosas fueron editados por los enemigos de Rosas exiliados en Montevideo. Del primero se publicaron 33 números, entre el 24 de febrero y el 30 de junio de 1839; del segundo, 13 números, entre el 23 de diciembre de 1841 y el 9 de abril de 1842. La furibunda propaganda antirrosista estaba destinada, básicamente, a los sectores populares, tal como exponía en su primer número El Grito Argentino: “este papel no es para los hombres instruidos, los cuales no necesitan de él; sino para ios pobres, para los ignorantes, para el gaucho, para el changador, para el negro, para el mulato”. Conscientes de! consenso que Rosas había alcanzado entre estos sectores, los periódicos desplegaron las diatribas de la oposición a través de una iconografía que presentaba a Rosas y sus seguidores como monstruos dedicados a sembrar el terror y la muerte entre la población. Las imágenes apelaron a la caricatura con leyendas curvas -que anticipaban el globo de las historietas ilustradas-, en las que el Restaurador de las Leyes era representado sistemáticamente alcoholizado, rodeado de calaveras y demonios, robando los dineros públicos y ejecutando actos sanguinarios o violentos. -¿SE
El mes de octubre de 1840 estuvo marcado por los asesinatos, atentados, torturas y encarcelamientos de supuestos unitarios en la ciudad de Buenos Aires. Aunque no se sabe a ciencia cierta cuál fue la cantidad dé muertes producto de la acción directa de la Mazorca, el clima de terror que había creado no tenía precedentes. La misma escena se repinó luego en el interior, cuando las fuerzas de Oribe derrotaron a la Coalición del Norte, y en la misma Buenos Aires, en marzo de 1842, cuando llegó la noticia de que el general Paz, luego de huir de su arresto porteño, había derrotado a Pascual Echagüe en Caaguazú en noviembre de 1841. La acción del general Paz se encuadró en una alianza con el gobernador de Corrientes, Pedro Ferré, y con el de Santa Fe, Juan Pablo López, para exigir una vez más la organización constitucional del país. El santafecino no demostró gran fidelidad hacia el gobernador de Buenos Aires y fue vencido por los ejércitos de Oribe y Echagüe en abril de 1842. Por otra parte, la alianza no prosperó debido a las desavenencias entre Paz y Ferré, pasando el primero a Montevideo. Pascual Echagüe fue designado gobernador de Santa Fe: de este modo, se sellaba la unanimidad rosista en la provincia.

Tales hechos desataron nuevas escenas de terror en Buenos Aires. En abril de 1842, la Mazorca se adueñó de las calles: se repitieron los asesinatos, torturas y atentados. El papel de Rosas en todos estos eventos es oscuro. Si bien no era ajeno a las matanzas, tampoco es posible dilucidar si fue él en persona quien las ordenó y cuál fue su grado de responsabilidad frente a sus fanáticos seguidores que, en algunos casos, actuaban con cierta autonomía en su sed de venganza. Lo cierto es que este nuevo terror cerró una etapa de la que el régimen salió consolidado. La unanimidad federal y la lealtad a Rosas se extendió, pues, a todo el territorio, luego de vencer el último foco disidente del litoral. En diciembre de 1842, el ejército de Rivera, en unión con Corrientes, fue abatido por las tropas de Oribe; de esta manera, la díscola provincia del litoral quedó bajo la égida de Buenos Aires, mientras que la oposición se redujo a Montevideo, refugio de exiliados.





Después de 1840, el régimen consolidó su maquinaria unanimista y plebiscitaria en Buenos Aires, una maquinaria ya muy aceitada que parecía funcionar casi de manera automática. Las manifestaciones rituales, que hicieron de cada fiesta cívica o religiosa una ocasión para renovar las adhesiones al régimen, se mimetizaron con los actos electorales y los plebiscitos celebrados durante el período. Aunque nunca se repitió la experiencia de 1835, sí se aplicaron estrategias que asumieron la forma de la tradicional petición. En 1840, por ejemplo, vencido el período para el cual Rosas había sido designado gobernador, las autoridades locales (por sugerencia de ciertos diputados de la Sala), instaron a los habitantes de ciudad y campaña a firmar peticiones en las que se solicitaba la reelección de Rosas con los mismos poderes conferidos cinco años atrás. Se reunieron más de dieciséis mil firmas en toda la provincia, acontecimiento considerado “histórico” -tal como afirmaba en la


Sala de Representantes el diputado Garrigós- “pues no se había visto hasta hoy una manifestación en masa de toda la población, pidiendo la reelección del jefe de estado”. No cabe duda de que con este gesto se buscaba cierto tipo de legitimación, en la medida en que la ley estipulaba que la elección del gobernador estaba en manos de la Sala, adicta, por otro lado, a Rosas. Sin embargo, si la amenaza latente era la deliberación en el interior de una elite siempre dispuesta a dividirse en facciones y de la cual la Legislatura actuaba como caja de resonancia, lo que se perseguía con esta especie de consulta popular era la autorización del mundo elector y el reforzamiento del vínculo directo entre pueblo y gobernador.                                              


El intento de asesinato a Rosas, que llevó a la Sala a proponer a su hija como sucesora, se produjo con el envío desde Montevideo de la llamada “máquina infernai”, destinada a matar a quien la abriera. La recibió Manuela Rosas, quien salvó su vida porque el mecanismo de disparo falló.
Las actas de ¡as peticiones en las que se reclamaba la reelección de Rosas con poderes extraordinarios exhiben, a diferencia de la documentación sobre las elecciones anuales, modalidades de expresión de la opinión en las que se estaba lejos de la movilización requerida en los comicios. En las peticiones de 1840, por ejemplo, en la parroquia de la Concepción, las nueve firmas que la encabezaron correspondían al juez de paz, dos comisarios, el cura de la parroquia y cinco personalidades de la Sociedad Popular Restauradora. Luego aparecían fórmulas como las siguientes: “el teniente coronel a nombre de él y de cinco oficiales y ciento veinte individuos de tropa, Celestino Vázquez”; trescientas trece firmas a ruego (o por encargo a terceras personas); pliegos con listas de nombres con una rúbrica al final que suscribía por todos ellos; o “individuos que han prestado su voto y no saben firmar”. De un total de mil ciento sesenta y tres peticionarios en esa parroquia, sólo trescientos dieciocho firmaron personalmente. Algo parecido ocurrió en esa misma ocasión en el resto de las parroquias de la ciudad, en algunas de las cuales figuraban, como en la de San Nicolás, los miembros de las naciones africanas Burundi, La Womber y la Conga. De la primera se agregaba el acta de la reunión realizada en su seno, en la que se expresa; “Esta es señor la voluntad expresa de toda esta Nación [Burundi], y la prueba de ello es que remito la adjunta lista con sus nombres, previniendo que el que no supo firmar hizo el signo que se presenta y fe de todo lo autoriza nuestro secretario”. Ya se ha hecho referencia a los vínculos entre Rosas y las naciones africanas. Ahora bien, lo que por cierto evidencian estas actas es una modalidad plebiscitaría menos trabajosa que la requerida por las elecciones, y menos restrictiva desde el punto de vista formal. Aunque de manera informal, es claro que muchas veces los sufragantes no se ajustaban a la ambigua condición de “hombre libre o avecindado" -según estipulaba la ley de elecciones-, pero en el caso de las peticiones no hubo limitación alguna desde el punto de vista legal para expresar el apoyo al gobernador. De hecho, firmaban hombres libres o esclavos, nacionales o extranjeros, avecindados o transeúntes.
En 1849 se reeditó la convocatoria a una nueva petición, con características que la ubican entre el tradicional petitorio y el plebiscito. Entre las instrucciones para su realización figuraban las siguientes:
“1- Reunir las fuerzas de línea y milicias de ese departamento y que todos los ciudadanos que existan en él, desde la edad de 15 años para arriba,


sin distinción de ninguna clase, peones, patrones, sirvientes, hombres de color y blancos, chilenos, mendocinos, y de todas las otras provincias.
2-    Conforme se hayan reunido, les hará Ud. la siguiente pregunta: si quieren que ei ilustre general Rosas gobierne o no la República, si le quieren acordar un voto de confianza absoluto, y si es su voluntad conceder al ilustre general todas las facultades, poderes y derechos que tiene la provincia para que use de estas facultades según lo juzgue conveniente para la felicidad de la Confederación.
3-    Hecha la anterior pregunta, hará Ud. que todos los hombres que estén por la afirmativa [...] pongan su firma en el cuaderno que se adjunta... Para los que no sepan firmar [...] pondrá su nombre y apellido [...] y una cruz chica en seña! de asentimiento.
4-    A los que se nieguen a firmar las anteriores proposiciones, los apuntará Ud. en una lista aparte y le remitirá Ud. al gobierno junto con la otra lista en un pape! aparte [...] Eí gobierno de ia provincia quiere que ningún ciudadano por pobre y desvalido que sea se quede sin firmar".
La petición-plebiscito fue realizada como indicaban las instrucciones, presentándose un hecho curioso que ilustra ios acontecimientos. A las formas peculiares de expresar ¡as firmas -ya relatadas en el petitorio de 1840-, se le sumó la intervención del ministro británico, al comunicarle al gobierno que varios súbditos ingleses residentes en Buenos Aires lo habían consultado “para saber la conducta que debían adoptar con respecto a invitaciones que habían recibido para firmar la petición” destinada a ser presentada aja Sala para que Rosas no abandonara el gobierno. Rosas no tardó en contestarte didéndole que aun cuando ios extranjeros residentes no debían tener injerencia en los asuntos del país, no por ello les estaba vedado firmar “solicitudes”, siempre que se realizaran “gustosamente” y con el “previo permiso Se la autoridad ejecutiva”. El affaire culminó con ia confección de una nota firmada por setenta y seis comerciantes ingleses, redactada en inglés y enviada a su Majestad británica, quien la envió con copia y traducción ai ministro de Relaciones Exteriores del Río de la Plata. La nota estaba lejos de asumir el tono aduiatorio, faccioso e inflamado de la petición popular presentada en ese mismo momento en la Sala por los jueces de paz de ciudad y campaña, pero no dejaba por ello de prestar su cálido apoyo a la reelección del gobernador.
La documentación citada se encuentra en el Archivo General de la Nación, Sala X, Juzgados de Paz. Citados en Marcela Ternavasio, La Revolución del voto. Política y elecciones en Buenos Aires, 1810-1850, Buenos Aires, Siglo Veintiuno Editores, 2002.
Ahora bien, el ritual plebiscitario no habría sido lo suficientemente convincente si no le seguía, una vez más, la renuncia tantas veces reiterada por el gobernador -que por otro lado había dado origen a la escenificación de las peticiones- y la exigencia de ser reemplazado. Este gesto, fundado siempre en razones personales y domésticas -vinculadas a su salud y necesidad de reposo después de tantos “sacrificios” en la función pública-, obligaba a la Sala a duplicar la apuesta y a invocar el mandato del pueblo, para que Rosas aceptara el cargo. El ritual de la renuncia dio lugar a una fórmula intermedia que salvaba la formalidad legal -tan cara al Restaurador de las Leyes- al tiempo que perpetuaba la situación de indefinición y, en consecuencia, de reclamo plebiscitario: Rosas no aceptaba ser elegido por un nuevo período de cinco años, sino que prorrogaba su mandato por el término de seis meses. A comienzos de 1841, una vez renovada la Legislatura, Rosas aceptó una nueva prórroga luego de los reiterados pedidos de la Sala y de sus renuncias “indeclinables”, ciclo que se repetía en forma anual. El rechazo a una nueva elección de carácter definitivo -con el respectivo juramento al cargo que establecía la ley- dejaba en vilo a toda la sociedad política, provocando con ello respuestas cada vez más contundentes de adhesión personal al jefe de gobierno. Entre ellas, cabe destacar la elaborada en el seno de un grupo de conspicuos federales, quienes luego de un supuesto intento de asesinato de Rosas, propusieron designar como sucesora en caso de muerte del gobernador a su hija Manuelita. Estos devaneos seudomonárquicos, inspirados en una especie de regla de sucesión hereditaria a la criolla, aun cuando eran rechazados públicamente por su principal destinatario, ponen en evidencia el clima vivido en aquellos años.
El orden y la paz alcanzados en Buenos Aíres se extendieron al conjunto de la Confederación. Los conflictos y las mayores amenazas luego de 1843 estuvieron ubicados fuera de las fronteras de la república una- nimista. Montevideo fue el centro de una disputa que involucró no sólo a los exiliados y al gobierno de ese país sino, una vez más, a fuerzas extranjeras. El sitio de la capital oriental mantenido por las tropas de Oribe -que duró nueve años- estuvo apoyado por la intervención de Rosas al intentar bloquearla con su escuadra. Tal intervención desató la reacción de Francia e Inglaterra que, en esta ocasión, decidieron llevar a cabo un bloqueo conjunto para defender los intereses de los países neutrales, peijudicados en sus negocios con el puerto oriental. En tal decisión influyeron las presiones ejercidas por los exiliados antirrosistas en Montevideo. Ambas potencias le exigieron a Rosas el retiro de su escuadra de la república oriental; como éste se negó, la flota anglofran- cesa bloqueó el puerto de Buenos Aires entre 1845 y 1848. Nuevamente quedaban anudados los conflictos facciosos internos con los internacionales, y una vez más se vieron deteriorados los negocios de hacendados y comerciantes, las economías provinciales y el fisco de Buenos Aires. Pero la estrategia de resistir el bloqueo, ya utilizada entre 1838 y. 1840, volvió a dar sus frutos a un régimen que no dejaba pasar ninguna de estas ocasiones para convertir las aparentes derrotas en victorias. Con el levantamiento del bloqueo, Rosas logró, entre otras cosas, que frente al constante reclamo de la libre navegación de los ríos, las potencias admitieran que la navegación del río Paraná era un problema interno/a la Confederación.




Así, luego de 1848, el orden federal liderado por Rosas parecía invencible. Las provincias habían sido gradualmente domesticadas -ya nadie se atrevía a alzar la voz para reclamar una constitución- y en Buenos Aires reinaba una paz que, si bien se asemejaba a la de los cementerios, revelaba también cierta relajación de los controles, producto seguramente de la convicción de Rosas y sus más fieles seguidores de haber alcanzado la unanimidad tan buscada. Buenos Aires parecía gozar más que nunca de ser centro de una república no constituida.
Así como, en esta última etapa, los desafíos armados al orden rosista procedieron de fuerzas externas a la Confederación, los que se libraron en el plano de las ideas también tuvieron su origen fuera de las fronteras. Encarnadas por quienes se habían exiliado, en especial en Uruguay y Chile, las batallas intelectuales —que por cierto no estuvieron desvinculadas de los movimientos militares organizados para poner fin al régimen- se tradujeron tanto en virulentas diatribas contra Rosas como en proyectos de país para cuando la caída del rosismo se concretara. Si bien la propaganda antirrosista estuvo liderada, en un principio, por los emigrados de origen unitario, e incluso por los federales cismáticos, el protagonismo que fueron adquiriendo los jóvenes románticos a medida que se vieron obligados a exiliarse fue notorio. En una primera etapa, la nueva generación condenó los peores resabios de la herencia española al tiempo que procuraba diferenciarse de la generación precedente, tanto en términos intelectuales -al recusar la matriz neoclásica y materialista predominante en el período rivadaviano y absorber las nuevas ideas del romanticismo, socialismo, sansimonismo y eclecticismo, entre otras corrientes- como en términos políticos -al pretender superar la antinomia entre unitarios y federales para proponer una nueva concepción de lo que debía ser la nación-. El tema de la nación fue central para esa generación, puesto que entre sus principales objetivos, y en sintonía con los movimientos románticos del Viejo Mundo, estaba el de alcanzar un profundo conocimiento de la realidad local en todas sus dimensiones para definir una identidad nacional, base de sustentación del estado y de un país nuevo como el que se suponía debía emerger luego de la revolución.
“El gran pensamiento de la revolución no se ha realizado. Somos independientes pero no libres. Los brazos de la España no nos oprimen, pero sus tradiciones nos abruman. De las entrañas de la anarquía nació la contrarrevolución.
La idea estacionaria, la idea española, saliendo de su tenebrosa guarida, levanta de nuevo triunfante su estólida cabeza y lanza anatemas contra el espíritu reformador y progresivo.
Pero su triunfo será efímero. Dios ha querido, y la historia de lá humanidad lo atestigua, que las ideas y los hechos que existieron desaparezcan de la escena del mundo y se engolfen por siempre en .el abismo dei pasado, como desaparecen una tras otra las generaciones. Dios ha querido que ei día de hoy no se parezca al de ayer; que e! siglo de ahora no sea una repetición monótona del anterior; que lo que fue no renazca; y que en el mundo moral como en el físico, en la vida del hombre como en la de los pueblos, todo marche y progrese, todo sea/ actividad incesante y continuo movimiento.
La contrarrevolución no es más que la agonía lenta de un siglo caduco, de las tradiciones retrógradas del antiguo régimen, de unas ideas que tuvieron ya completa vida en la historia. ¿Quién violando la ley de Dios podría reanimar ese espectro que se levanta en sus delirios, envuelto ya en ei sudario de la tumba? ¿El esfuerzo impotente de algunos espíritus obcecados? ¡Quimera!
La revolución ruge sordamente en las entrañas de nuestra sociedad. Ella espera para asomar la cabeza la reaparición del astro generador de la patria; ella afila en la oscuridad sus armas y aguza sus lenguas de fuego en las cárceles donde la oprimen y le ponen mordaza; ella enciende todos los corazones patriotas; ella madura en silencio sus planes reformadores y cobra en el ocio mayor inteligencia y poderío.
La revolución marcha, pero con grillos. A ia joven generación toca despedazarlos y conquistar la gloria de la iniciativa en la grande obra de la emancipación del espíritu americano, que se resume en estos dos problemas: emancipación política y emancipación social.
El primero está resuelto, falta resolver el segundo.”
Esteban Echeverría, fragmento del Dogma socialista. Extraído de José Carlos Chiaramonte, Ciudades, provincias, Estados: orígenes de la Nación Argentina, Buenos Aires, Ariel, 1997.
Pero los avatares políticos experimentados durante el rosismo, que condujeron a los jóvenes románticos a compartir la experiencia política del exilio con quienes pertenecían al viejo tronco unitario, atenuó la idea de que era necesario alcanzar una síntesis entre federales y unitarios para lanzarse a luchar políticamente contra el régimen. De hecho, luego de 1839, la Generación del 37 estuvo involucrada en las disputas facciosas y cooperó con los movimientos armados para derrocar a Rosas. A partir de 1842, el grupo comenzó a dispersarse geográficamente: no sólo Chile pasó a ser uno de los principales receptores de los jóvenes exiliados -aunque muchos quedaron en la más convulsionada República Oriental, como fueron los casos dejóse Mármol, Bartolomé Mitre y Esteban Echeverría-, sino que algunos comenzaron a emprender viajes más ambiciosos, tanto a Europa como a los Estados Unidos: Domingo Faustino Sarmiento, Juan Bautista Alberdi y Juan María Gutiérrez, entre otros.
Las experiencias vividas en esas geografías fueron cruciales para quienes estaban atentos a las novedades procedentes de otras latitudes y dispuestos a adoptar aquellas que les resultaran funcionales a los proyectos de país diseñados en esos años. Para los que recalaron en Chile, como los tres últimos personajes citados, la posibilidad de habitar en un país que había alcanzado la estabilidad política bajo un régimen conservador con un alto grado de institucionalización influyó notablemente tanto en sus perspectivas ideológicas hacia el futuro como en sus posibilidades de sobrevivir en el oscuro presente. Insertos en el aparato burocrático chileno y profesionalizados de manera creciente en la actividad periodística, los emigrados argentinos se destacaron por su capacidad para absorber las más modernas novedades literarias y filosóficas, lo que, muchas veces, los llevó a chocar con sus pares chilenos, de un estilo cultural más tradicional y católico. Algunas de esas novedades eran incorporadas con entusiasmo, mientras que otras generaron una fuerte reacción, como fue el caso de las revoluciones europeas de 1848 que, especialmente en Francia, mostraron un rostro amenazante al expresarse en un virulento conflicto social.
En un contexto tan cambiante a nivel internacional y aparentemente estancado en el interior de la Confederación, al promediar la década de 1840, la esperanza de ver constituida la nueva nación argentina -ya plenamente madurada como proyecto de aquella generación, más allá de las diversas trayectorias individuales de sus miembros - parecía una quimera. Rosas había impuesto un orden que, según podían advertir sus enemigos, no se fundaba sólo en el terror -tal como denunciaban en todas sus diatribas-, sino también en un consenso de difícil explicación. Sarmiento fue, sin dudas, uno de los que mejor pudo advertir esta paradoja, cuando, al poco tiempo del derrocamiento del régimen ro- sista, afirmó: “Rosas era un republicano que ponía en juego todos los artificios del sistema popular representativo. Era la expresión de la voluntad del pueblo, y en verdad que las actas de elección así lo muestran. Esto será un misterio que aclararán mejores y más imparciales estudios que los que hasta hoy hemos hecho”. Pero antes de aceptar la existencia de este misterio, Sarmiento había intentado explicar el fenómeno rosista en su célebre ensayo Civilización y Barbarie. Vida de Juan Facundo Quiroga, publicado en su exilio chileno en 1845. Entre las claves interpretativas que ofreció a sus lectores -exacerbadas a través del uso deliberado de un lenguaje destinado a la propaganda política- se revela la tensión de quien no podía más que admitir que Rosas era una excepción o una anomalía respecto de esa modalidad de caudillo que parecía imperar desde tiempo atrás. La diferencia que separaba a Rosas de los demás caudillos del interior se plasmaba en el contraste con Facundo Quiroga. Mientras Rosas era retratado como quien había sistematizado la barbarie, premeditando todas sus acciones “salvajes” bajo una lógica de cálculo en términos de costos y beneficios, Quiroga representaba la espontaneidad animal del mundo rural. Si Rosas simbolizaba la astucia sofisticada que sólo podía derivar de la civilización, el resultado -esto es, el rosismo- era un híbrido en el que se fusionaban ciudad y campo, civilización y barbarie.
Sobre ese híbrido y sobre el diagnóstico de que el orden impuesto por Rosas dejaba un legado imposible de ignorar debían construirse los proyectos de un país futuro. Sin embargo, para que tales proyectos pudieran encontrar canales de realización era necesario eliminar a quien dominaba la geografía y el escenario de la nueva y proyectada nación argentina.
La batalla final: Caseros
Juan Manuel de Rosas fue destituido de su cargo de gobernador y encargado de las relaciones exteriores de la Confederación en febrero de 1852, al ser derrotado en la'bataila de Caseros por las fuerzas aliadas de Entre Ríos, Corrientes, Brasil y Uruguay, comandadas por Justo José de Urquiza. Luego de haber dominado la Confederación argentina durante más de dos décadas, su poder se desmoronó por iniciativa de un líder federal del litoral que desde 1841 gobernaba la provincia de Entre Ríos. Urquiza, representante en su provincia de la unanimidad del régimen cuando asumió su cargo, se mantuvo leal a Rosas durante el transcurso de la década de 1840. Pero durante ese período, otros cambios comenzaron a afectar de manera más silenciosa el orden impuesto desde Buenos Aires. Mientras que la provincia hegemónica venía experimentando un exitoso proceso de expansión ganadera, en gran parte gracias a la crisis que sufrieron con las guerras de independencia y las guerras civiles las provincias naturalmente destinadas a vivir un proceso similar, como eran los casos de Entre Ríos y la Banda Oriental, durante los años 40, Entre Ríos lograba recuperarse económicamente de la devastación sufrida luego de 1810. Tal recuperación actualizó las viejas disputas entre la ex capital y el litoral. El monopolio ejercido por la primera respecto al comercio ultramarino, la Aduana y la libre navegación de los ríos se convirtió, finalmente, en una de las causas detonantes del conflicto que derrocó a Rosas.

De hecho, la llamada “guerra grande” en Uruguay y el bloqueo anglo- francés en Buenos Aires habían estimulado la economía entrerriana. Sus estancieros -entre los que se encontraba el propio Urquiza- se habían convertido en los proveedores de la sitiada Montevideo. Por ello, el gobernador más poderoso del litoral tenía sumo interés en sostener el tráfico costero con la capital uruguaya. Por otro lado, desde tiempo atrás, Rosas mantenía con Brasil una situación conflictiva. Luego de la firma de los tratados que culminaron con el bloqueo anglofrancés, Buenos Aires y el imperio brasileño quedaron libres para enfrentarse en el escenario siempre disputado: la Banda Oriental. Brasil apoyaba al gobierno de Montevideo; Rosas, a Oribe. La pretensión de Brasil en su enfrentamiento con Rosas era mantener asegurada su provincia más meridional, Río Grande do Sul, y lograr la libre navegación del río Paraná. Rosas evaluaba esta pretensión como una muestra más de las apetencias del imperio brasileño y de su ancestral deseo expansionista sobre el Rio de la Plata.
A comienzos de 1851, las tensiones latentes confluyeron en un conflicto abierto. Al rompimiento de relaciones entre la Confederación Argentina y el Brasil se sumó el pronunciamiento de Urquiza del l9 de mayo de 1851. Las bases de la coalición antirrosista quedaban configuradas. Con el pronunciamiento, el gobernador de Entre Ríos aceptó literalmente el ritual de la renuncia, tantas veces escenificado, en el que Rosas declinaba la representación de las relaciones exteriores de toda la Confederación. Urquiza reasumió tales facultades, delegadas siempre en el gobierno de Buenos Aires, y expresó su aspiración de ver constituido el país. Consciente de que éste gesto significaba una declaración de guerra al régimen, el gobernador de Entre Ríos esperaba que el resto de las provincias se unieran a su desafío. Pero sólo Corrientes se adhirió al pronunciamiento, mientras en Buenos Aires el hecho fue aprovechado, como tantas otras veces, para reavivar la movilización popular en apoyo a Rosas. Urquiza fue tildado de “loco” y la ex capital volvió a vivir las ya conocidas muestras de adhesión federal.
Sin embargo, esta vez, lejos consolidar el régimen, la alianza de Urquiza con Corrientes y luego con Brasil y Uruguay, sellada a fines de mayo de 1851, daría por tierra con un gobierno que hasta poco tiempo antes parecía destinado a perdurar.
La campaña militar se inició en Montevideo. A esa altura, algunos de los exiliados, como Sarmiento y Mitre, se unieron al llamado “Ejército Grande” comandado por Urquiza, como también algunos oficiales desertores del ejército rosista. Sin embargo, a medida que Urquiza se acercaba a Buenos Aires, no encontraba más que una actitud hostil por parte de los pobladores de la campaña. Rosas no sólo poseía un ejército muy poderoso, sino que seguía manteniendo en su provincia un apoyo incondicional por parte de gran parte de la población. Finalmente, los ejércitos se enfrentaron a 30 kilómetros de Buenos Aires.





El 3 de febrero de 1852, casi cincuenta mil hombres se hallaban en el campo de batalla. Aunque repartidos paritariamente en tos dos bandos, las tropas de Rosas no pudieron resistir el ataque del ejército comandado por Urquiza. La victoria fue rápida y hubo alrededor de doscientas bajas. Pocas horas después, la ciudad de Buenos Aires fue saqueada por soldados dispersos de uno y otro bando, mientras Urquiza establecía su comando general en Palermo, en la que había sido residencia y sede gubernamental de Rosas durante toda su gestión.

La rápida y contundente derrota del ejército de Rosas en Caseros -producto en gran parte de los errores estratégicos cometidos por sus tropas- condujo al Restaurador de las Leyes a embarcarse inmediatamente hacia Inglaterra, no sin antes embalar y llevar consigo su copiosa documentación. Los documentos oficiales de los años de su gobierno (que incluían cartas y notas recibidas, y copia de las que él había escrito o dictado) llenaron diecinueve cajones. Rosas partió al exilio, que se prolongó hasta su muerte, en 1877, con muy escasos recursos; una vez instalado en Inglaterra, no le fue posible vivir de las rentas de sus tierras porque éstas le fueron confiscadas.
El reclamo acerca de sus bienes y la protesta escrita en tres idiomas que distribuyó en Europa y América no lograron revertir la medida: Rosas sufrió en carne propia la misma política que había aplicado a sus enemigos durante su administración. Las penurias económicas fueron un tema constante en sus cartas del exilio, como también las quejas y críticas hacia aquellos parientes y amigos que, una vez caído en desgracia, le negaron su ayuda. No obstante, supo agradecer a Urquiza, su oponente, el haber intentado restituirle sus propiedades y el enrío regular de una suma de dinero que el vencedor de Caseros le giró a título personal. Una de las tantas paradojas de los vaivenes políticos experimentados en aquellos tormentosos años.                       '
Southampton, 22 de abril de 1865.
"Grande y buen amigo:
A virtud de ia carta de V. E., febrero 11 último al Señor General Dn. Dionisio de Puche, que me remitió nuestra apreciable amiga la Sa. Da. Pepita Gómez, me doy ya por recibido de las mil fibras esterlinas (£1000), que V.
E. me prometió en su muy interesante carta febrero 28 de 64, como asignación anual, que me sería continuada mientras fuera posible a V E.
El señor General Puche ha cumplido con fina exactitud y sin demora la orden de V. E. Luego que la recibió me escribió adjuntándome una letra a mi favor, que sin demora fue aceptada por una respetable casa en Londres, y que por ello no dudo, habrán sido ayer o lo serán hoy,
. recibidas esas mil libras, por la persona a quien la endosé. Reitero a V. E. mi más entrañable y expresiva gratitud. En su fuerza, y en su seguridad, permítame V. E. agregar algunas palabras referentes a mi situación.
Si era demasiado crítica cuando la primera vez acudí a V. E., el tiempo pasado desde entonces la haría extrema. Desde mediados de 64 realicé ei pensamiento en retirarme a vivir en esta chacra, que arriendo y cultivo, librándome así de los gastos, aunque moderados, de la casa que ocupé doce años en la ciudad de Southampton. Rematados los muebles que allí poseía, si con su producto pude pagar una parte de mis compromisos, seguí deudor de otras sumas de que ya había dispuesto para atender a mis necesidades más urgentes. Establecido en esta residencia me reduje a la atención inmediata y personal de la labranza contrayendo para ello, además también, otros precisos e indispensables compromisos pecuniarios, que requerían doble contracción.
En esta situación, a principios de este año, una parte del establecimiento, que consistía en una lechería subarrendada, pereció por incendio, con ganados, útiles, y demás, según lo explica el panfleto adjunto:
Este contraste fue repuesto en parte por el seguro que, si algo me ayudó para devolver parte del capital invertido, al mismo tiempo me privó de la principal entrada semanal para atender a ios trabajos y a mis mezquinos gastos de subsistencia.
Mis apuros, en tal estado, eran ya en el mayor extremo.
En estos momentos pues, el auxilio que V.E. ha puesto en mis manos me ha tranquilizado, cuando con él salgo por ahora de lo más urgente.
De la verdad de este relato y de que hoy mi subsistencia sólo depende de mi trabajo personal diario son testigos el vecindario y el país entero donde resido. Así puede sentir V.E. la conciencia y la satisfacción de que todo auxilio en mi obsequio es acuerdo de verdadera caridad, en !a adversidad de mi destino.
Mi gratitud para mis favorecedores es sin reserva y nada podrá satisfacerme más como poder obtener los medios de llenar mis compromisos, y de dar pruebas a V.E. de mi perdurable agradecimiento y de mis verdaderos deseos de serle útil.
Juan Manuel de Rosas”
Extrada de Marcela Ternavasio, La correspondencia de Juan Manuef de Rosas, Buenos Aires, Eudeba, 2005.

El fin del orden rosista abría una nueva etapa. Todo indicaba que, con la desaparición de quien había obstaculizado la organización constitucional definitiva del país -que luego de tantos avalares parecía haber adoptado una geografía más o menos estable, identificada desde hacía varios años con la llamada Confederación Argentina-, el camino hada su insti- tucionalización quedaba allanado. Sin embargo, éste demostró ser más sinuoso de lo que predecían las versiones más optimistas. Las dificultades no derivaron sólo de los enconos y resentimientos, legado de tantos años de enfrentamientos facciosos y guerras civiles, sino de problemas que, con la caída de Rosas, no habían quedado resueltos. Entre ellos, la difícil relación de Buenos Aires con el resto de las provincias seguía vigente. Los debates abiertos en torno a la organización nacional, aun cuando plantearon nuevos desafíos, no pudieron soslayar el dilema ya configurando con la revolución: definir la distribución del poder entre territorios ahora dispuestos a formar un estado y una nación argentina.

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