A partir de 1838, el
régimen rosista sufrió diversos embates internos y externos. Los intentos de
crear un orden federal unánime fueron resistidos por movimientos opositores,
dentro y fuera de la provincia de Buenos Aires. Las alianzas, que involucraron
a distintas provincias y a países extranjeros, no lograron derrocar en los
primeros años de la década de 1840 a quien detentaba el mayor poder de la
Confederación. El régimen de terror impuesto en esa coyuntura consiguió
“pacificar'’ la provincia de Buenos Aires, pero no alcanzó a erradicar las
resistencias. La acción de los opositores en el exilio se volvió cada vez más
activa, aunque el régimen parecía salir siempre consolidado de los asedios. No
obstante, hacia 1850, la vieja rivalidad entre Buenos Aires y el litoral se
reavivó. Desde la provincia de Entre Ríos, Justo José de Urquiza lideró una
alianza con la provincia de Corrientes, con Uruguay y el Brasil que terminó con
el largo período de hegemonía de Rosas, al derrotar a sus ejércitos en la
batalla de Caseros.
La república asediada Los frentes de conflicto
El primer frente que Rosas decidió desafiar fue el
de la guerra contra la Confederación Peruano-Boliviana en 1837. Si bien el
detonante fue la cuestión de Tarija, reclamada por Salta y retenida por Bolivia, las motivaciones para la
guerra fueron múltiples. De hecho, la formación de dicha confederación en 1836,
liderada por el mariscal Andrés de Santa Cruz, hacía temer tanto a Chile como a
la Confederación Argentina una ruptura del equilibrio en las frágiles fronteras
sudamericanas, en pleno proceso de conformación. Esto llevó a que Chile le
declarara la guerra a Santa Cruz y solicitara el apoyo de Rosas, quien,
alentado por Alejandro Heredia -ferviente partidario del conflicto-, aceptó el
desafío. Aunque Rosas era consciente de que detrás de la postura belicista de
Heredia se escondía el afán de consolidar su propio liderazgo en las provincias
del Noroeste, también estaba convencido de que Santa Cruz brindaba protección a
sus enemigos unitarios. Heredia quedó, pues, al mando del ejército, cuyo papel
fue, no obstante, casi irrelevante en el resultado final de la guerra. La
victoria chilena en Yun- gay en enero de 1839 terminó con la Confederación
Peruano-Boliviana; Heredia fue asesinado poco antes del desenlace.
En tanto, en el litoral se superpusieron varios
conflictos simultáneos. En primer lugar, el que debió enfrentar la
Confederación frente al bloqueo francés del puerto de Buenos Aires en 1858. Si
bien las razones del bloqueo derivaban de un
antiguo reclamo diplomático, se cruzaron entonces con asuntos de política
interna en la República Oriental del Uruguay y con la acción de los unitarios
que se habían exiliado allí. El conflicto diplomático respondía a una exigencia
del gobierno francés, que desde la década de 1820 pretendía recibir el trato de
“nación más favorecida”, tal como lo había obtenido Gran Bretaña en 1825. Ello
implicaba gozar de ventajas comerciales y de la exención de cualquier tipo de
servicio de armas para los franceses radicados en Buenos Aires, exención
otorgada durante el gobierno de Lavalle, pero desconocida por Rosas ya en su
primer gobierno. Desde ese momento, Francia había presionado para obtener una
respuesta favorable a su reclamo, hasta que la muerte en una prisión porteña
del artista francés Cesar Bacle, a comienzos de 1838, desembocó en el
endurecimiento de las posiciones y en el bloqueo.
Ahora bien, tal como había ocurrido con el conflicto
contra el mariscal Santa Cruz, sospechado de proteger y ayudar a los unitarios,
en este caso el bloqueo estaba vinculado con la política uruguaya, puesto que
Montevideo se había convertido en el principal destino de los emigrados de la
Confederación: los unitarios, los federales cismáticos y muchos otros
sospechados de enemistad con Rosas. ¿Cuál era, entonces, la conexión entre
estos eventos? En primer lugar, se destaca la creciente intervención del
gobernador de Buenos Aires en la política oriental al apoyar a Manuel Oribe,
presidente de la república uruguaya hasta 1838, con el objeto de que por su
intermedio se debilitase la presencia y el poder de los emigrados, embarcados en
esos años en una fuerte propaganda antirrosista. El opositor a Oribe, Fructuoso
Rivera, buscó la protección de Francia para desplazar a aquél del cargo. En
este punto, si bien el apoyo del gobierno francés a Rivera fue reticente, con
el bloqueo iniciado al puerto de Buenos Aires en marzo de 1838 los conflictos
quedaron anudados. La presencia francesa estimuló la esperanza de los unitarios
afincados en Montevideo de que el régimen rosista llegara a su fin: Rivera le
declaraba la guerra a Rosas por intervenir en la política interna oriental a
favor de Oribe, y el litoral rioplatense se convirtió en un escenario de
disputas que jaqueó la unanimidad que Rosas intentaba imponer.
De hecho, el bloqueo peijudicaba notablemente los
intereses económicos del litoral. Por eso, las provincias de Santa Fe y
Corrientes le reclamaron a Rosas por el perjuicio que les causaba un conflicto
originado en un problema que comprometía sólo a Buenos Aires. Estanislao López
envió a Domingo Cullen como comisionado para transmitir tales reclamos e
informó de sus gestiones al gobernador de Corrientes, Genaro Berón de Astrada.
Pero López murió en junio de 1838, en medio de las gestiones, dejando como
legado un vacío de poder y una gran inestabilidad, que Rosas aprovechó para
intervenir en la polídca de la provincia. Si bien Domingo Cullen fue elegido
gobernador por la Sala de Representantes de Santa Fe, Rosas desconoció tal
nombramiento y, en alianza con el gobernador de Entre Ríos, Pascual Echagüe,
impuso ajuan Pablo López, hermano de Estanislao, como nuevo mandatario
santafecino. Cullen fue acusado de unitario; en su huida, encontró protección
en Santiago del Estero con Ibarra. Reparo sin embargo efímero, puesto que,
presionado por Rosas, Ibarra debió entregar a Cullen, quien fue fusilado por
orden del gobernador de Buenos Aires en junio de 1839.
Mientras tanto, el gobernador de Corrientes, luego
de expresar su oposición a la política de Rosas y a los perjuicios que le traía
aparejado el bloqueo francés, y al quedar aislado, luego de la muerte de López
y del desplazamiento de Cullen, buscó aliarse con Rivera y con los franceses.
En este caso, Berón de Astrada no hacía más que retomar viejos reclamos
correntinos, ya expresados por Pedro Ferré en los debates en torno al Pacto
Federal de 1831: la exigencia de la libre navegación de los ríos, el reparto de
los ingresos de la Aduana de ultramar y la pronta sanción de una constitución
nacional. Pero el gobernador de Corrientes corrió igual suerte que Cullen: fue
vencido y muerto en la batalla de Pago Largo en marzo de 1839 por las tropas
comandadas por el entre- rriano Pascual Echagüe. Ese enfrentamiento dejó como
legado no sólo centenares de correntinos degollados -una muestra de crueldad
que expresaba la extrema virulencia de los conflictos en esos años-, sino
también la creación de un gobierno adicto a Rosas.
En ese contexto, el líder del movimiento decembrista de 1829, el
general Juan Lavalle, encabezó una campaña militar para derrocar a Rosas con el
apoyo de los emigrados en Montevideo, de Fructuoso Rivera y de Francia. Su
campaña comenzó en julio de 1839 desde Martín García. Si bien el objetivo
inicial era desembarcar en Buenos Aires, donde esperaba recibir apoyo de una
población descontenta, ansiosa de encontrar un “libertador”, decidió penetrar
primero en Entre Ríos y luego en Santa Fe. Pronto advertiría que ni en estas
provincias ni en la de Buenos Aires encontraría el recibimiento esperado.
Razones no le faltaban a estas poblaciones para adoptar tal actitud,
especialmente en Buenos Aires, donde se habían vivido otros conflictos no menos
virulentos.
El primero de ellos fue la llamada “conspiración de Maza”, en la que
estuvieron comprometidos varios jefes militares. El coronel Ramón Maza, hijo
del presidente de la Legislatura de Buenos Aires, era el cabecilla de este movimiento
que, bajo la forma de un alzamiento militar, pretendía derrocar al gobernador.
La conspiración estuvo lista para junio de 1839, pero una denuncia no sólo la
llevó al fracaso, sino que desató una reacción amplificada. Los cabecillas
fueron arrestados, Ramón Maza fusilado por orden de Rosas, y su padre, Manuel
Vicente Maza, asesinado por miembros de la Mazorca, sospechado de participar en
Ja conspiración y
de querer asesinar al gobernador. Aunque no existen indicios acerca del
real asidero de tal sospecha, es oportuno destacar que, si bien los
fusilamientos decretados por el gobernador en uso de sus poderes
extraordinarios ya habían tenido lugar en el escenario público porteño, éste
fue el primer asesinato a cargo de los mazorqueros luego de 1835. El crimen,
sin embargo, no parece haber sido ordenado por Rosas, lo cual pone, en
evidencia que, al menos en ese momento, tanto la Sociedad Popular Restauradora
como la Mazorca podían actuar con cierta autonomía en nombre de una ciega
defensa de su líder.
La Sociedad Popular Restauradora aprovechó este
episodio para agitar a la población, en particular a los sectores populares, y
avivar la sensación de peligro para la república y su líder federal, amenazados
constantemente por conspiradores unitarios. La prensa periódica y toda la
maquinaria del régimen se puso en marcha para extremar aún más el faccionalismo
e instaurar un clima de terror en la población, dejando claro cuál sería el
destino de quienes desafiaran el poder del gobernador. Las fiestas realizadas para
celebrar el fracaso de la conspiración fueron un vehículo fundamental para
exhibir ese espíritu de amenaza, en un marco de clima festivo. '
Pacificada la ciudad, pocos meses después el
conflicto surgió en la campaña de Buenos Aires. Fue justamente en el sur
ganadero, en los partidos de Dolores y Chascomús, base de apoyo del rosismo
hasta poco tiempo antes, donde se generó un movimiento armado contra Rosas.
Para esos hacendados, el bloqueo francés venía a arruinar sus expectativas de
ganancia basadas en la exportación; y la contribución directa que el gobierno
intentaba imponer amenazaba aún más las esperanzas de engrosar sus ingresos.
Además, el movimiento contaba con el apoyo de la supuesta invasión que
realizaría Lavalle desde la campaña de Buenos Aires. Ahora bien, el itinerario
de Lavalle cambió sobre la marcha al ingresar por Entre Ríos, y el alzamiento
que estalló en el sur bonaerense a fines de octubre de 1839, con fuerzas
improvisadas formadas por milicias, hacendados, peones y grupos indígenas, fue
rápidamente reprimido por los regimientos de frontera y sus cabecillas pasados
por las armas. Mientras los acusados de “traidores a la patria” eran
severamente castigados, los defensores de la Santa Federación comenzaron a ser
premiados, ya no sólo con menciones honoríficas, sino con las más apetecibles
recompensas en tierras, confiscadas sin más a los participantes de la rebelión.
Una de las imágenes historiográficas tradicionales más difundidas es la
que identificó la gestión de gobierno de Rosas con la de un patrón que dominó
el país como si se tratara de una gran estancia. Tal perspectiva -que
privilegió su condición de hombre de campo y representante directo de los
intereses del sector terrateniente- no sólo minimizó los conflictos que Rosas
mantuvo con algunos sectores propietarios de la provincia, sinp también la
dimensión política dei proceso del que fue principal protagonista. Si bien los
nuevos aportes realizados desde la historia económica, social, política y cultural no
niegan la existencia de fluidos vínculos entre el gobernador y ios sectores
rurales en ascenso, en plena expansión ganadera, revelan al mismo tiempo que
las relaciones entre ambos fueron muy complejas y dependieron de las distintas
coyunturas. En esta dirección, frente a las perspectivas que intentaron
explicar los vínculos de subordinación y lealtad a Rosas en una clave que
reproducía en el plano político la relación social patrón-peón, se tiende ahora
a prestar mayor atención a variables que no se reducen a la esfera privada. El
papel de los jueces de paz de campaña, por ejemplo, muestra que la autoridad
derivaba más de su posición institucional que del lugar que ocupaba en la
esfera social. La obediencia que se les rendía se debía fundamentalmente a que
monopolizaban todas las atribuciones del poder público en su jurisdicción. Así,
pues, cuando el juez de paz de un partido de campaña repartía las boletas con
el candidato oficial para una elección, no hacía más que actualizar su papel
institucional, ejercido como autoridad del distrito. El mismo juez -que cobraba
impuestos, ejercía justicia, enrolaba en las milicias o actuaba con funciones
de policía- presidía luego la mesa en la que los pobladores debían emitir
públicamente su voto.
Una vez pacificada la provincia -de hecho, luego de estos dos
alzamientos en ciudad y campaña, no hubo ningún otro movimiento en Buenos Aires
para derrocar a Rosas-, el desafío a la autoridad porteña quedó planteado en el
interior. La guerra contra la Confederación Peruano- Boliviana había dejado
como legado en el Norte -donde el descontento de las provincias, en las que
recayó casi toda la responsabilidad del conflicto bélico, era evidente- una
situación de gran inestabilidad. A comienzos de 1840, la insatisfacción de
algunos grupos provinciales opositores a Rosas se tradujo en una alianza, la Coalición del Norte,
liderada por los gobiernos de Tucumán y Salta, que recibió la adhesión de
Catamarca, La Rioja y jujuy. La Coalición pretendía denunciar los manejos
autoritarios del gobernador de Buenos Aires, retirarle los atributos de las
relaciones exteriores y extender su poder sobre el resto de las provincias para
derrocarlo. Contaba para ello con el apoyo de los unitarios emigrados, de
muchos que conformaban la generación romántica, y de la expedición de Lavalle.
Pero si bien la Coalición, al mando del general Lamadrid, pudo dominar gran
parte de las provincias del interior -excepto Cuyo- durante el año 1840, ni
Lavalle pudo unírseles, debido a los sucesivos fracasos en sus campañas, ni su
expansión estaba destinada a perdurar. Los ejércitos enviados desde Buenos
Aires, al mando ahora de Manuel Oribe -desplazado de su cargo en la república
oriental por su enemigo, Fructuoso Rivera-, dieron por tierra con la Coalición
del Norte. La represión instaurada en las provincias rebeldes por las fuerzas
de Oribe es recordada por su extrema crueldad, mientras que las ya despojadas
fuerzas de Lavalle, en constante retirada, fueron derrotadas, y su líder
encontró la muerte en Jujuy, en octubre de 1841.
El fin del asedio al orden rosista en las provincias
del Norte se produjo en un momento en el que Rosas capitalizaba a su favor el
cese del bloqueo francés, luego de la firma del tratado entre Mackau,
representante de Francia, y Arana, ministro de Relaciones Exteriores de Rosas,
en octubre de 1840. Al tratado se había llegado luego del deterioro de los
negocios de hacendados y comerciantes, que habían visto obstaculizadas sus
posibilidades de exportación, como también del peijuicio que sufrió el fisco de
Buenos Aires, dependiente de los derechos de comercialización. No obstante,
Rosas había adoptado la estrategia de resistir el bloqueo, a la espera de que
un mayor acercamiento con Gran Bretaña empujara a los franceses a una decorosa
retirada. Su táctica resultó exitosa, en la medida en que la formación de un
nuevo gabinete en Francia condujo a que su gobierno evaluara que los costos de
mantener el bloqueo e inmiscuirse en los asuntos facciosos internos de la
política rioplatense eran mayores que los posibles beneficios. El tratado Mac-
kau-Arana estipuló la devolución de Martín García y el levantamiento del
bloqueo a cambio del goce de los derechos reclamados para los ciudadanos
franceses.
Si bien el tratado no proporcionaba nada
extraordinario a la Confederación Argentina -excepto la regularización del
comercio y de toda la actividad económica dependiente de la exportación-, las
celebraciones y festejos que siguieron a su firma expresan la capacidad del
régimen rosista para convertir cada uno de
los enfrentamientos en triunfos de las fuerzas federales contra los acérrimos
enemigos de la Confederación. Y no sólo eso: a partir de esa fecha, el régimen
demostró una enorme capacidad para imponer el terror como forma de lograr la
unanimidad esperada.
Así como el régimen rosista desplegó su
propaganda política a través de la prensa periódica oficial, la oposición
también buscó ocupar espacios en la prensa desde el exilio. Se destaca, en este
sentido, la publicación de dos periódicos que, aunque efímeros, muestran el
clima exacerbado - de violencia y terror de aquellos días. El Grito Argentino y Muera Rosas fueron editados por los
enemigos de Rosas exiliados en Montevideo. Del primero se publicaron 33
números, entre el 24 de febrero y el 30 de junio de 1839; del segundo, 13
números, entre el 23 de diciembre de 1841 y el 9 de abril de 1842. La furibunda
propaganda antirrosista estaba destinada, básicamente, a los sectores
populares, tal como exponía en su primer número El Grito Argentino: “este papel no es para
los hombres instruidos, los cuales no necesitan de él; sino para ios pobres,
para los ignorantes, para el gaucho, para el changador, para el negro, para el
mulato”. Conscientes de! consenso que Rosas había alcanzado entre estos
sectores, los periódicos desplegaron las diatribas de la oposición a través de
una iconografía que presentaba a Rosas y sus seguidores como monstruos
dedicados a sembrar el terror y la muerte entre la población. Las imágenes
apelaron a la caricatura con leyendas curvas -que anticipaban el globo de las
historietas ilustradas-, en las que el Restaurador de las Leyes era
representado sistemáticamente alcoholizado, rodeado de calaveras y demonios,
robando los dineros públicos y ejecutando actos sanguinarios o violentos. -¿SE
El mes de octubre de 1840 estuvo marcado por los asesinatos, atentados,
torturas y encarcelamientos de supuestos unitarios en la ciudad de Buenos
Aires. Aunque no se sabe a ciencia cierta cuál fue la cantidad dé muertes
producto de la acción directa de la Mazorca, el clima de terror que había
creado no tenía precedentes. La misma escena se repinó luego en el interior,
cuando las fuerzas de Oribe derrotaron a la Coalición del Norte, y en la misma
Buenos Aires, en marzo de 1842, cuando llegó la noticia de que el general Paz,
luego de huir de su arresto porteño, había derrotado a Pascual Echagüe en Caaguazú en noviembre
de 1841. La acción del general Paz se encuadró en una alianza con el gobernador
de Corrientes, Pedro Ferré, y con el de Santa Fe, Juan Pablo López, para exigir
una vez más la organización constitucional del país. El santafecino no demostró
gran fidelidad hacia el gobernador de Buenos Aires y fue vencido por los
ejércitos de Oribe y Echagüe en abril de 1842. Por otra parte, la alianza no
prosperó debido a las desavenencias entre Paz y Ferré, pasando el primero a
Montevideo. Pascual Echagüe fue designado gobernador de Santa Fe: de este modo,
se sellaba la unanimidad rosista en la provincia.
Tales hechos desataron nuevas escenas de terror en Buenos Aires. En
abril de 1842, la Mazorca se adueñó de las calles: se repitieron los
asesinatos, torturas y atentados. El papel de Rosas en todos estos eventos es
oscuro. Si bien no era ajeno a las matanzas, tampoco es posible dilucidar si
fue él en persona quien las ordenó y cuál fue su grado de responsabilidad
frente a sus fanáticos seguidores que, en algunos casos, actuaban con cierta
autonomía en su sed de venganza. Lo cierto es que este nuevo terror cerró una
etapa de la que el régimen salió consolidado. La unanimidad federal y la
lealtad a Rosas se extendió, pues, a todo el territorio, luego de vencer el
último foco disidente del litoral. En diciembre de 1842, el ejército de Rivera,
en unión con Corrientes, fue abatido por las tropas de Oribe; de esta manera,
la díscola provincia del litoral quedó bajo la égida de Buenos Aires, mientras
que la oposición se redujo a Montevideo, refugio de exiliados.
Después de 1840, el régimen consolidó su maquinaria unanimista y
plebiscitaria en Buenos Aires, una maquinaria ya muy aceitada que parecía
funcionar casi de manera automática. Las manifestaciones rituales, que hicieron
de cada fiesta cívica o religiosa una ocasión para renovar las adhesiones al
régimen, se mimetizaron con los actos electorales y los plebiscitos celebrados
durante el período. Aunque nunca se repitió la experiencia de 1835, sí se
aplicaron estrategias que asumieron la forma de la tradicional petición. En
1840, por ejemplo, vencido el período para el cual Rosas había sido designado
gobernador, las autoridades locales (por sugerencia de ciertos diputados de la
Sala), instaron a los habitantes de ciudad y campaña a firmar peticiones en las
que se solicitaba la reelección de Rosas con los mismos poderes conferidos
cinco años atrás. Se reunieron más de dieciséis mil firmas en toda la
provincia, acontecimiento considerado “histórico” -tal como afirmaba en la
Sala de Representantes
el diputado Garrigós- “pues no se había visto hasta hoy una manifestación en
masa de toda la población, pidiendo la reelección del jefe de estado”. No cabe
duda de que con este gesto se buscaba cierto tipo de legitimación, en la medida
en que la ley estipulaba que la elección del gobernador estaba en manos de la
Sala, adicta, por otro lado, a Rosas. Sin embargo, si la amenaza latente era la
deliberación en el interior de una elite siempre dispuesta a dividirse en
facciones y de la cual la Legislatura actuaba como caja de resonancia, lo que
se perseguía con esta especie de consulta popular era la autorización del mundo
elector y el reforzamiento del vínculo directo entre pueblo y gobernador.
El intento de asesinato a Rosas, que llevó a la Sala a proponer a su hija como sucesora, se produjo con el envío desde Montevideo de la llamada “máquina infernai”, destinada a matar a quien la abriera. La recibió Manuela Rosas, quien salvó su vida porque el mecanismo de disparo falló.
Las actas de ¡as peticiones en las que se
reclamaba la reelección de Rosas con poderes extraordinarios exhiben, a
diferencia de la documentación sobre las elecciones anuales, modalidades de
expresión de la opinión en las que se estaba lejos de la movilización requerida
en los comicios. En las peticiones de 1840, por ejemplo, en la parroquia de la
Concepción, las nueve firmas que la encabezaron correspondían al juez de paz,
dos comisarios, el cura de la parroquia y cinco personalidades de la Sociedad
Popular Restauradora. Luego aparecían fórmulas como las siguientes: “el
teniente coronel a nombre de él y de cinco oficiales y ciento veinte individuos
de tropa, Celestino Vázquez”; trescientas trece firmas a ruego (o por encargo a
terceras personas); pliegos con listas de nombres con una rúbrica al final que
suscribía por todos ellos; o “individuos que han prestado su voto y no saben
firmar”. De un total de mil ciento sesenta y tres peticionarios en esa
parroquia, sólo trescientos dieciocho firmaron personalmente. Algo parecido
ocurrió en esa misma ocasión en el resto de las parroquias de la ciudad, en
algunas de las cuales figuraban, como en la de San Nicolás, los miembros de las
naciones africanas Burundi, La Womber y la Conga. De la primera se agregaba el
acta de la reunión realizada en su seno, en la que se expresa; “Esta es señor
la voluntad expresa de toda esta Nación [Burundi], y la prueba de ello es que
remito la adjunta lista con sus nombres, previniendo que el que no supo firmar
hizo el signo que se presenta y fe de todo lo autoriza nuestro secretario”. Ya
se ha hecho referencia a los vínculos entre Rosas y las naciones africanas.
Ahora bien, lo que por cierto evidencian estas actas es una modalidad
plebiscitaría menos trabajosa que la requerida por las elecciones, y menos
restrictiva desde el punto de vista formal. Aunque de manera informal, es claro
que muchas veces los sufragantes no se ajustaban a la ambigua condición de
“hombre libre o avecindado" -según estipulaba la ley de elecciones-, pero
en el caso de las peticiones no hubo limitación alguna desde el punto de vista
legal para expresar el apoyo al gobernador. De hecho, firmaban hombres libres o
esclavos, nacionales o extranjeros, avecindados o transeúntes.
En 1849 se reeditó la convocatoria a una
nueva petición, con características que la ubican entre el tradicional
petitorio y el plebiscito. Entre las instrucciones para su realización
figuraban las siguientes:
“1- Reunir las fuerzas de línea y
milicias de ese departamento y que todos los ciudadanos que existan en él,
desde la edad de 15 años para arriba,
sin distinción de ninguna clase, peones,
patrones, sirvientes, hombres de color y blancos, chilenos, mendocinos, y de
todas las otras provincias.
2- Conforme se hayan reunido, les hará Ud. la siguiente pregunta: si
quieren que ei ilustre general Rosas gobierne o no la República, si le quieren
acordar un voto de confianza absoluto, y si es su voluntad conceder al ilustre
general todas las facultades, poderes y derechos que tiene la provincia para
que use de estas facultades según lo juzgue conveniente para la felicidad de la
Confederación.
3- Hecha la anterior pregunta, hará Ud. que todos los hombres que estén
por la afirmativa [...] pongan su firma en el cuaderno que se adjunta... Para
los que no sepan firmar [...] pondrá su nombre y apellido [...] y una cruz
chica en seña! de asentimiento.
4- A los que se nieguen a firmar las anteriores proposiciones, los
apuntará Ud. en una lista aparte y le remitirá Ud. al gobierno junto con la
otra lista en un pape! aparte [...] Eí gobierno de ia provincia quiere que
ningún ciudadano por pobre y desvalido que sea se quede sin firmar".
La
petición-plebiscito fue realizada como indicaban las instrucciones,
presentándose un hecho curioso que ilustra ios acontecimientos. A las formas
peculiares de expresar ¡as firmas -ya relatadas en el petitorio de 1840-, se le
sumó la intervención del ministro británico, al comunicarle al gobierno que
varios súbditos ingleses residentes en Buenos Aires lo habían consultado “para
saber la conducta que debían adoptar con respecto a invitaciones que habían
recibido para firmar la petición” destinada a ser presentada aja Sala para que
Rosas no abandonara el gobierno. Rosas no tardó en contestarte didéndole que
aun cuando ios extranjeros residentes no debían tener injerencia en los asuntos
del país, no por ello les estaba vedado firmar “solicitudes”, siempre que se
realizaran “gustosamente” y con el “previo permiso Se la autoridad ejecutiva”. El affaire
culminó con ia confección de una nota firmada por setenta y seis comerciantes
ingleses, redactada en inglés y enviada a su Majestad británica, quien la envió
con copia y traducción ai ministro de Relaciones Exteriores del Río de la
Plata. La nota estaba lejos de asumir el tono aduiatorio, faccioso e inflamado
de la petición popular presentada en ese mismo momento en la Sala por los
jueces de paz de ciudad y campaña, pero no dejaba por ello de prestar su cálido
apoyo a la reelección del gobernador.
La documentación citada se encuentra en
el Archivo General de la Nación, Sala X, Juzgados de Paz. Citados en Marcela
Ternavasio, La Revolución del voto.
Política y elecciones en Buenos Aires, 1810-1850, Buenos Aires, Siglo
Veintiuno Editores, 2002.
Ahora bien, el ritual plebiscitario no habría sido lo suficientemente
convincente si no le seguía, una vez más, la renuncia tantas veces reiterada
por el gobernador -que por otro lado había dado origen a la escenificación de
las peticiones- y la exigencia de ser reemplazado. Este gesto, fundado siempre
en razones personales y domésticas -vinculadas a su salud y necesidad de reposo
después de tantos “sacrificios” en la función pública-, obligaba a la Sala a
duplicar la apuesta y a invocar el mandato del pueblo, para que Rosas aceptara
el cargo. El ritual de la renuncia dio lugar a una fórmula intermedia que
salvaba la formalidad legal -tan cara al Restaurador de las Leyes- al tiempo
que perpetuaba la situación de indefinición y, en consecuencia, de reclamo
plebiscitario: Rosas no aceptaba ser elegido por un nuevo período de cinco
años, sino que prorrogaba su mandato por el término de seis meses. A comienzos
de 1841, una vez renovada la Legislatura, Rosas aceptó una nueva prórroga luego
de los reiterados pedidos de la Sala y de sus renuncias “indeclinables”, ciclo
que se repetía en forma anual. El rechazo a una nueva elección de carácter
definitivo -con el respectivo juramento al cargo que establecía la ley- dejaba
en vilo a toda la sociedad política, provocando con ello respuestas cada vez
más contundentes de adhesión personal al jefe de gobierno. Entre ellas, cabe
destacar la elaborada en el seno de un grupo de conspicuos federales, quienes
luego de un supuesto intento de asesinato de Rosas, propusieron designar como
sucesora en caso de muerte del gobernador a su hija Manuelita. Estos devaneos
seudomonárquicos, inspirados en una especie de regla de sucesión hereditaria a
la criolla, aun cuando eran rechazados públicamente por su principal
destinatario, ponen en evidencia el clima vivido en aquellos años.
El orden y la paz alcanzados en
Buenos Aíres se extendieron al conjunto de la Confederación. Los conflictos y
las mayores amenazas luego de 1843 estuvieron ubicados fuera de las fronteras
de la república una- nimista. Montevideo fue el centro de una disputa que
involucró no sólo a los exiliados y al gobierno de ese país sino, una vez más,
a fuerzas extranjeras. El sitio de la capital oriental mantenido por las tropas
de Oribe -que duró nueve años- estuvo apoyado por la intervención de Rosas al
intentar bloquearla con su escuadra. Tal intervención desató la reacción de
Francia e Inglaterra que, en esta ocasión, decidieron llevar a cabo un bloqueo
conjunto para defender los intereses de los países neutrales, peijudicados en
sus negocios con el puerto oriental. En tal decisión influyeron las presiones
ejercidas por los exiliados antirrosistas en Montevideo. Ambas potencias le
exigieron a Rosas el retiro de su escuadra de la república oriental; como éste
se negó, la flota anglofran- cesa bloqueó el puerto de Buenos Aires entre 1845
y 1848. Nuevamente quedaban anudados los conflictos facciosos internos con los
internacionales, y una vez más se vieron deteriorados los negocios de
hacendados y comerciantes, las economías provinciales y el fisco de Buenos
Aires. Pero la estrategia de resistir el bloqueo, ya utilizada entre 1838 y.
1840, volvió a dar sus frutos a un régimen que no dejaba pasar ninguna de estas
ocasiones para convertir las aparentes derrotas en victorias. Con el
levantamiento del bloqueo, Rosas logró, entre otras cosas, que frente al
constante reclamo de la libre navegación de los ríos, las potencias admitieran
que la navegación del río Paraná era un problema interno/a la Confederación.
Así, luego de 1848, el orden federal
liderado por Rosas parecía invencible. Las provincias habían sido gradualmente
domesticadas -ya nadie se atrevía a alzar la voz para reclamar una constitución-
y en Buenos Aires reinaba una paz que, si bien se asemejaba a la de los
cementerios, revelaba también cierta relajación de los controles, producto
seguramente de la convicción de Rosas y sus más fieles seguidores de haber
alcanzado la unanimidad tan buscada. Buenos Aires parecía gozar más que nunca
de ser centro de una república no constituida.
Así como, en esta última etapa, los
desafíos armados al orden rosista procedieron de fuerzas externas a la
Confederación, los que se libraron en el plano de las ideas también tuvieron su
origen fuera de las fronteras. Encarnadas por quienes se habían exiliado, en
especial en Uruguay y Chile, las batallas intelectuales —que por cierto no
estuvieron desvinculadas de los movimientos militares organizados para poner
fin al régimen- se tradujeron tanto en virulentas diatribas contra Rosas como
en proyectos de país para cuando la caída del rosismo se concretara. Si bien la
propaganda antirrosista estuvo liderada, en un principio, por los emigrados de
origen unitario, e incluso por los federales cismáticos, el protagonismo que
fueron adquiriendo los jóvenes románticos a medida que se vieron obligados a
exiliarse fue notorio. En una primera etapa, la nueva generación condenó los
peores resabios de la herencia española al tiempo que procuraba diferenciarse
de la generación precedente, tanto en términos intelectuales -al recusar la
matriz neoclásica y materialista predominante en el período rivadaviano y
absorber las nuevas ideas del romanticismo, socialismo, sansimonismo y
eclecticismo, entre otras corrientes- como en términos políticos -al pretender
superar la antinomia entre unitarios y federales para proponer una nueva
concepción de lo que debía ser la nación-. El tema de la nación fue central
para esa generación, puesto que entre sus principales objetivos, y en sintonía
con los movimientos románticos del Viejo Mundo, estaba el de alcanzar un
profundo conocimiento de la realidad local en todas sus dimensiones para
definir una identidad nacional, base de sustentación del estado y de un país
nuevo como el que se suponía debía emerger luego de la revolución.
“El gran pensamiento de la
revolución no se ha realizado. Somos independientes pero no libres. Los brazos
de la España no nos oprimen, pero sus tradiciones nos abruman. De las entrañas
de la anarquía nació la contrarrevolución.
La idea estacionaria, la idea española, saliendo de su tenebrosa
guarida, levanta de nuevo triunfante su estólida cabeza y lanza anatemas contra
el espíritu reformador y progresivo.
Pero su triunfo será efímero. Dios ha querido, y la historia de lá
humanidad lo atestigua, que las ideas y los hechos que existieron desaparezcan
de la escena del mundo y se engolfen por siempre en .el abismo dei pasado, como
desaparecen una tras otra las generaciones. Dios ha querido que ei día de hoy
no se parezca al de ayer; que e! siglo de ahora no sea una repetición monótona
del anterior; que lo que fue no renazca; y que en el mundo moral como en el
físico, en la vida del hombre como en la de los pueblos, todo marche y
progrese, todo sea/ actividad incesante y continuo movimiento.
La contrarrevolución no es más que la agonía lenta de un siglo caduco,
de las tradiciones retrógradas del antiguo régimen, de unas ideas que tuvieron
ya completa vida en la historia. ¿Quién violando la ley de Dios podría reanimar
ese espectro que se levanta en sus delirios, envuelto ya en ei sudario de la
tumba? ¿El esfuerzo impotente de algunos espíritus obcecados? ¡Quimera!
La revolución ruge sordamente en las entrañas de nuestra sociedad. Ella
espera para asomar la cabeza la reaparición del astro generador de la patria;
ella afila en la oscuridad sus armas y aguza sus lenguas de fuego en las
cárceles donde la oprimen y le ponen mordaza; ella enciende todos los corazones
patriotas; ella madura en silencio sus planes reformadores y cobra en el ocio
mayor inteligencia y poderío.
La revolución marcha, pero con grillos. A ia joven generación toca
despedazarlos y conquistar la gloria de la iniciativa en la grande obra de la
emancipación del espíritu americano, que se resume en estos dos problemas:
emancipación política y emancipación social.
El primero está resuelto, falta resolver el segundo.”
Esteban
Echeverría, fragmento del Dogma socialista.
Extraído de José Carlos Chiaramonte, Ciudades,
provincias, Estados: orígenes de la Nación Argentina, Buenos Aires,
Ariel, 1997.
Pero los avatares políticos experimentados durante el rosismo, que
condujeron a los jóvenes románticos a compartir la experiencia política del
exilio con quienes pertenecían al viejo tronco unitario, atenuó la idea de que
era necesario alcanzar una síntesis entre federales y unitarios para lanzarse a
luchar políticamente contra el régimen. De hecho, luego de 1839, la Generación
del 37 estuvo involucrada en las disputas facciosas y cooperó con los
movimientos armados para derrocar a Rosas. A partir de 1842, el grupo comenzó a
dispersarse geográficamente: no sólo Chile pasó a ser uno de los principales
receptores de los jóvenes exiliados -aunque muchos quedaron en la más
convulsionada República Oriental, como fueron los casos dejóse Mármol,
Bartolomé Mitre y Esteban Echeverría-, sino que algunos comenzaron a emprender
viajes más ambiciosos, tanto a Europa como a los Estados Unidos: Domingo
Faustino Sarmiento, Juan Bautista Alberdi y Juan María Gutiérrez, entre otros.
Las experiencias vividas en esas geografías fueron
cruciales para quienes estaban atentos a las novedades procedentes de otras
latitudes y dispuestos a adoptar aquellas que les resultaran funcionales a los
proyectos de país diseñados en esos años. Para los que recalaron en Chile, como
los tres últimos personajes citados, la posibilidad de habitar en un país que
había alcanzado la estabilidad política bajo un régimen conservador con un alto
grado de institucionalización influyó notablemente tanto en sus perspectivas
ideológicas hacia el futuro como en sus posibilidades de sobrevivir en el
oscuro presente. Insertos en el aparato burocrático chileno y profesionalizados
de manera creciente en la actividad periodística, los emigrados argentinos se
destacaron por su capacidad para absorber las más modernas novedades literarias
y filosóficas, lo que, muchas veces, los llevó a chocar con sus pares chilenos,
de un estilo cultural más tradicional y católico. Algunas de esas novedades
eran incorporadas con entusiasmo, mientras que otras generaron una fuerte
reacción, como fue el caso de las revoluciones europeas de 1848 que,
especialmente en Francia, mostraron un rostro amenazante al expresarse en un
virulento conflicto social.
En un contexto tan cambiante a nivel internacional y
aparentemente estancado en el interior de la Confederación, al promediar la
década de 1840, la esperanza de ver constituida la nueva nación argentina -ya
plenamente madurada como proyecto de aquella generación, más allá de las
diversas trayectorias individuales de sus miembros - parecía una quimera. Rosas
había impuesto un orden que, según podían advertir sus enemigos, no se fundaba
sólo en el terror -tal como denunciaban en todas sus diatribas-, sino también
en un consenso de difícil explicación. Sarmiento fue, sin dudas, uno de los que
mejor pudo advertir esta paradoja, cuando, al poco tiempo del derrocamiento del
régimen ro- sista, afirmó: “Rosas era un republicano que ponía en juego todos
los artificios del sistema popular representativo. Era la expresión de la
voluntad del pueblo, y en verdad que las actas de elección así lo muestran.
Esto será un misterio que aclararán mejores y más imparciales estudios que los
que hasta hoy hemos hecho”. Pero antes de aceptar la existencia de este
misterio, Sarmiento había intentado explicar el fenómeno rosista en su célebre
ensayo Civilización y Barbarie. Vida de Juan
Facundo Quiroga, publicado en su exilio chileno en 1845. Entre las
claves interpretativas que ofreció a sus lectores -exacerbadas a través del uso
deliberado de un lenguaje destinado a la propaganda política- se revela la
tensión de quien no podía más que admitir que Rosas era una excepción o una
anomalía respecto de esa modalidad de caudillo que parecía imperar desde tiempo
atrás. La diferencia que separaba a Rosas de los demás caudillos del interior
se plasmaba en el contraste con Facundo Quiroga. Mientras Rosas era retratado
como quien había sistematizado la barbarie, premeditando todas sus acciones
“salvajes” bajo una lógica de cálculo en términos de costos y beneficios,
Quiroga representaba la espontaneidad animal del mundo rural. Si Rosas
simbolizaba la astucia sofisticada que sólo podía derivar de la civilización,
el resultado -esto es, el rosismo- era un híbrido en el que se fusionaban
ciudad y campo, civilización y barbarie.
Sobre ese híbrido y sobre el
diagnóstico de que el orden impuesto por Rosas dejaba un legado imposible de
ignorar debían construirse los proyectos de un país futuro. Sin embargo, para
que tales proyectos pudieran encontrar canales de realización era necesario
eliminar a quien dominaba la geografía y el escenario de la nueva y proyectada
nación argentina.
La batalla final: Caseros
Juan Manuel de Rosas fue destituido de su cargo de gobernador y
encargado de las relaciones exteriores de la Confederación en febrero de 1852,
al ser derrotado en la'bataila de Caseros por las fuerzas aliadas de Entre
Ríos, Corrientes, Brasil y Uruguay, comandadas por Justo José de Urquiza. Luego
de haber dominado la Confederación argentina durante más de dos décadas, su
poder se desmoronó por iniciativa de un líder federal del litoral que desde
1841 gobernaba la provincia de Entre Ríos. Urquiza, representante en su
provincia de la unanimidad del régimen cuando asumió su cargo, se mantuvo leal
a Rosas durante el transcurso de la década de 1840. Pero durante ese período,
otros cambios comenzaron a afectar de manera más silenciosa el orden impuesto
desde Buenos Aires. Mientras que la provincia hegemónica venía experimentando
un exitoso proceso de expansión ganadera, en gran parte gracias a la crisis que
sufrieron con las guerras de independencia y las guerras civiles las provincias
naturalmente destinadas a vivir un proceso similar, como eran los casos de
Entre Ríos y la Banda Oriental, durante los años 40, Entre Ríos lograba
recuperarse económicamente de la devastación sufrida luego de 1810. Tal
recuperación actualizó las viejas disputas entre la ex capital y el litoral. El
monopolio ejercido por la primera respecto al comercio ultramarino, la Aduana y
la libre navegación de los ríos se convirtió, finalmente, en una de las causas
detonantes del conflicto que derrocó a Rosas.
De hecho, la llamada “guerra grande” en Uruguay y el bloqueo anglo-
francés en Buenos Aires habían estimulado la economía entrerriana. Sus
estancieros -entre los que se encontraba el propio Urquiza- se habían
convertido en los proveedores de la sitiada Montevideo. Por ello, el gobernador
más poderoso del litoral tenía sumo interés en sostener el tráfico costero con
la capital uruguaya. Por otro lado, desde tiempo atrás, Rosas mantenía con
Brasil una situación conflictiva. Luego de la firma de los tratados que
culminaron con el bloqueo anglofrancés, Buenos Aires y el imperio brasileño
quedaron libres para enfrentarse en el escenario siempre disputado: la Banda
Oriental. Brasil apoyaba al gobierno de Montevideo; Rosas, a Oribe. La
pretensión de Brasil en su enfrentamiento con Rosas era mantener asegurada su
provincia más meridional, Río Grande do Sul, y lograr la libre navegación del
río Paraná. Rosas evaluaba esta pretensión como una muestra más de las
apetencias del imperio brasileño y de su ancestral deseo expansionista sobre el
Rio de la Plata.
A comienzos de 1851, las tensiones latentes confluyeron en un conflicto
abierto. Al rompimiento de relaciones entre la Confederación Argentina y el
Brasil se sumó el pronunciamiento de Urquiza del l9 de mayo de 1851.
Las bases de la coalición antirrosista quedaban configuradas. Con el
pronunciamiento, el gobernador de Entre Ríos aceptó literalmente el ritual de
la renuncia, tantas veces escenificado, en el que Rosas declinaba la
representación de las relaciones exteriores de toda la Confederación. Urquiza
reasumió tales facultades, delegadas siempre en el gobierno de Buenos Aires, y
expresó su aspiración de ver constituido el país. Consciente de que éste gesto
significaba una declaración de guerra al régimen, el gobernador de Entre Ríos
esperaba que el resto de las provincias se unieran a su desafío. Pero sólo
Corrientes se adhirió al pronunciamiento, mientras en Buenos Aires el hecho fue
aprovechado, como tantas otras veces, para reavivar la movilización popular en
apoyo a Rosas. Urquiza fue tildado de “loco” y la ex capital volvió a vivir las
ya conocidas muestras de adhesión federal.
Sin embargo, esta vez, lejos consolidar el régimen,
la alianza de Urquiza con Corrientes y luego con Brasil y Uruguay, sellada a
fines de mayo de 1851, daría por tierra con un gobierno que hasta poco tiempo
antes parecía destinado a perdurar.
La campaña militar se inició en Montevideo. A esa
altura, algunos de los exiliados, como Sarmiento y Mitre, se unieron al llamado
“Ejército Grande” comandado por Urquiza, como también algunos oficiales
desertores del ejército rosista. Sin embargo, a medida que Urquiza se acercaba
a Buenos Aires, no encontraba más que una actitud hostil por parte de los
pobladores de la campaña. Rosas no sólo poseía un ejército muy poderoso, sino
que seguía manteniendo en su provincia un apoyo incondicional por parte de gran
parte de la población. Finalmente, los ejércitos se enfrentaron a 30 kilómetros
de Buenos Aires.
El 3 de febrero de 1852, casi cincuenta mil hombres se hallaban en el
campo de batalla. Aunque repartidos paritariamente en tos dos bandos, las
tropas de Rosas no pudieron resistir el ataque del ejército comandado por
Urquiza. La victoria fue rápida y hubo alrededor de doscientas bajas. Pocas
horas después, la ciudad de Buenos Aires fue saqueada por soldados dispersos de
uno y otro bando, mientras Urquiza establecía su comando general en Palermo, en
la que había sido residencia y sede gubernamental de Rosas durante toda su
gestión.
La rápida y contundente derrota del ejército de Rosas en Caseros -producto en gran
parte de los errores estratégicos cometidos por sus tropas- condujo al
Restaurador de las Leyes a embarcarse inmediatamente hacia Inglaterra, no sin
antes embalar y llevar consigo su copiosa documentación. Los documentos
oficiales de los años de su gobierno (que incluían cartas y notas recibidas, y copia de las que
él había escrito o dictado) llenaron diecinueve cajones. Rosas partió al
exilio, que se prolongó hasta su muerte, en 1877, con muy escasos recursos; una
vez instalado en Inglaterra, no le fue posible vivir de las rentas de sus
tierras porque éstas le fueron confiscadas.
El reclamo
acerca de sus bienes y la protesta escrita en tres idiomas que distribuyó en
Europa y América no lograron revertir la medida: Rosas sufrió en carne propia
la misma política que había aplicado a sus enemigos durante su administración.
Las penurias económicas fueron un tema constante en sus cartas del exilio, como
también las quejas y críticas hacia aquellos parientes y amigos que, una vez
caído en desgracia, le negaron su ayuda. No obstante, supo agradecer a Urquiza,
su oponente, el haber intentado restituirle sus propiedades y el enrío regular
de una suma de dinero que el vencedor de Caseros le giró a título personal. Una
de las tantas paradojas de los vaivenes políticos experimentados en aquellos
tormentosos años. '
Southampton, 22 de abril de 1865.
"Grande y buen amigo:
A virtud de ia carta de V. E., febrero 11 último al Señor General Dn.
Dionisio de Puche, que me remitió nuestra apreciable amiga la Sa. Da. Pepita
Gómez, me doy ya por recibido de las mil fibras esterlinas (£1000), que V.
E. me prometió en su muy interesante carta febrero 28 de 64, como
asignación anual, que me sería continuada mientras fuera posible a V E.
El señor General Puche ha cumplido con fina exactitud y sin demora la
orden de V. E. Luego que la recibió me escribió adjuntándome una letra a mi
favor, que sin demora fue aceptada por una respetable casa en Londres, y que
por ello no dudo, habrán sido ayer o lo serán hoy,
. recibidas esas mil libras, por la persona a quien la endosé. Reitero a V. E. mi más entrañable y
expresiva gratitud. En su fuerza, y en su seguridad, permítame V. E. agregar
algunas palabras referentes a mi situación.
Si era demasiado crítica cuando la primera vez acudí a V. E., el tiempo pasado desde
entonces la haría extrema. Desde mediados de 64 realicé ei pensamiento en
retirarme a vivir en esta chacra, que arriendo y cultivo, librándome así de los
gastos, aunque moderados, de la casa que ocupé doce años en la ciudad de Southampton. Rematados los
muebles que allí poseía, si con su producto pude pagar una parte de mis
compromisos, seguí deudor de otras sumas de que ya había dispuesto para atender
a mis necesidades más urgentes. Establecido en esta residencia me reduje a la
atención inmediata y personal de la labranza contrayendo para ello, además
también, otros precisos e indispensables compromisos pecuniarios, que requerían
doble contracción.
En esta situación, a principios de este año, una parte del
establecimiento, que consistía en una lechería subarrendada, pereció por
incendio, con ganados, útiles, y demás, según lo explica el panfleto adjunto:
Este contraste fue repuesto en parte por el seguro que, si algo me
ayudó para devolver parte del capital invertido, al mismo tiempo me privó de la
principal entrada semanal para atender a ios trabajos y a mis mezquinos gastos
de subsistencia.
Mis apuros, en tal estado, eran ya en el mayor extremo.
En estos momentos pues, el auxilio que V.E. ha puesto en mis manos me
ha tranquilizado, cuando con él salgo por ahora de lo más urgente.
De la verdad de este relato y de que hoy mi subsistencia sólo depende
de mi trabajo personal diario son testigos el vecindario y el país entero donde
resido. Así puede sentir V.E. la conciencia y la satisfacción de que todo
auxilio en mi obsequio es acuerdo de verdadera caridad, en !a adversidad de mi
destino.
Mi gratitud para mis favorecedores es sin reserva y nada podrá
satisfacerme más como poder obtener los medios de llenar mis compromisos, y de
dar pruebas a V.E. de mi perdurable agradecimiento y de mis verdaderos deseos
de serle útil.
Juan Manuel de Rosas”
Extrada de Marcela Ternavasio, La
correspondencia de Juan Manuef de Rosas, Buenos Aires, Eudeba, 2005.
El fin del orden rosista abría una nueva etapa. Todo indicaba que, con
la desaparición de quien había obstaculizado la organización constitucional
definitiva del país -que luego de tantos avalares parecía haber adoptado una
geografía más o menos estable, identificada desde hacía varios años con la
llamada Confederación Argentina-, el camino hada su insti- tucionalización
quedaba allanado. Sin embargo, éste demostró ser más sinuoso de lo que
predecían las versiones más optimistas. Las dificultades no derivaron sólo de
los enconos y resentimientos, legado de tantos años de enfrentamientos
facciosos y guerras civiles, sino de problemas que, con la caída de Rosas, no
habían quedado resueltos. Entre ellos, la difícil relación de Buenos Aires con el resto de las provincias seguía
vigente. Los debates abiertos en torno a la organización nacional, aun cuando
plantearon nuevos desafíos, no pudieron soslayar el dilema ya configurando con
la revolución: definir la distribución del poder entre territorios ahora
dispuestos a formar un estado y una nación argentina.
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