La guerra fue el corolario
del proceso revolucionario iniciado en 1810. El poder central con sede en
Buenos Aires debió combatir en distintos frentes de batalla; hacia fines de la
década/ había perdido casi ia mitad de las poblaciones pertenecientes ai
Virreinato del Río de la Plata. La empresa bélica implicó la movilización de
grandes ejércitos e impactó en muy diferentes planos de la vida de los
habitantes de los territorios afectados. A los costos sociales y económicos se
sumaron transformaciones culturales e ideológicas. La guerra fue una usina
productora de nuevos valores e identidades, y colaboró en la redefinición de
las tradicionales jerarquías sociales.
Con las revoluciones atlánticas de fines del siglo
XVIII se había inaugurado un nuevo tipo de enfrentamiento, la guerra política,
en la que ya no se combatía por cuestiones dinásticas o diferencias religiosas,
como había ocurrido en las guerras europeas del Antiguo Régimen, sino por
principios políticos que invocaban al pueblo como argumento legitimador. Así
había sucedido con la guerra de independencia de los Estados Unidos y con la
Revolución Francesa, y así ocurrió en Hispanoamérica. Como dos caras de un
mismo fenómeno, la revolución política y la guerra en sus distintos frentes
transformaron la vida de todos los habitantes del territorio americano. De la
misma manera que la actividad política hizo del buen uso de la retórica un
instrumento fundamental de poder, la guerra hizo del buen uso de las armas una
condición primordial para alcanzar el éxito de la tarea emprendida en 1810.
El primer sector afectado por estos cambios fue el de las tropas: las
milicias urbanas de la capital, orgullosas de defender su plaza en las
invasiones inglesas, pasaron a ser el núcleo de un nuevo ejército destinado a
salir de las fronteras de su ciudad para lanzarse a conquistar un territorio en
nombre de la libertad. El nuevo gobierno intentó paulatinamente convertir las
milicias voluntarias en tropas regulares, más organizadas, mejor entrenadas y
equipadas, y reclutadas en todos los territorios bajo su tutela, en especial en
los escenarios bélicos. Sin embargo, los resultados fueron más lentos y
modestos de lo esperado. La tarea demandó demasiados recursos materiales y una
fuerte imposición de disciplina sobre las poblaciones afectadas. Por diversas
vías se intentó suplir la necesidad de armamento, casi inexistente en el Río de
la Plata. Si bien parte de la logística se adquirió en Gran Bretaña -aunque sin
la intervención del gobierno inglés, debido a su alianza con España- y en los
Estados Unidos, a nivel local también se fabricaron piezas menores, pólvora y
municiones. Las dificultades de la empresa y el creciente agotamiento de las
poblaciones, sobre las que recaían las exigencias del esfuerzo bélico, no
impidieron que la tarea de los ejércitos siguiera su curso.
Desde el principio, los frentes de batalla se
concentraron en dos grandes áreas: el Norte y el Este. El ejército del Norte,
encargado de ganar para el nuevo orden la rica región del Alto Perú, sufrió
diversas marchas y contramarchas entre 1810 y 1815. Puesto que esa zona se
había visto conmovida por las represiones a los movimientos juntistas de 1809,
la llegada del ejército del Norte, en 1810, encontró algunas ciudades
pronunciadas a favor de la revolución. Pero la política filoindige- nista
llevada a cabo por Gastelli, delegado de la Primera Junta en dicho ejército,
despertó la alarma entre los sectores más altos de esa sociedad. A esta
creciente reticencia se sumaron errores de estrategia militar, tropas mal
entrenadas e insuficientemente equipadas, y sometidas a las dificultades de un
terreno desconocido y hostil. Luego de una primera victoria en Suipacha, el
frente del Norte sufrió la derrota de Huaqui en 1811. Las fuerzas
contrarrevolucionarias estuvieron alimentadas por los ejércitos del Virreinato
del Perú, principal basúón realista en América del Sur. De hecho, el virrey del
Perú, Abascal, tomó la decisión de reincorporar a su jurisdicción la amplia
zona del Alto Perú, que le había sido desgajada con la creación del Virreinato
del Río de la Plata, y enviar allí al experimentado comandante realista, José
de Goyeneche, encargado de restaurar el orden, como había hecho ya en 1809.
Abascal se ocupó de reforzar las tropas regulares y las milicias para enfrentar
los diversos focos rebeldes que surgían en América del Sur; de hecho, en 1815,
sus fuerzas sumaban alrededor de setenta mil hombres.
Después de 1811, las ofensivas de
las tropas revolucionarias no lograron avanzar en el Alto Perú, pese a obtener
algunas victorias como la celebrada batalla de Tucumán en 1812. La superioridad
militar de los realistas, al mando luego del general español Joaquín de
Pezuela, se puso en evidencia en la derrota sufrida por los patriotas en 1815,
en Sipe-Sipe, que terminó con el redro definiüvo de la zona aítoperuana y con
la delegación de la defensa de la frontera norte en las fuerzas sal- teñas a
cargo de Martín de Güemes. Una defensa que no impidió que Salta y Jujuy fueran
invadidas en diversas oportunidades por los ejércitos realistas procedentes del
Alto Perú. La única presencia insurgente en el escenario altoperuano fueron las
partidas guerrilleras reclutadas entre las masas indígenas, y dirigidas, en
general, por mestizos o crió- llos. Estas guerrillas, aunque más reducidas
luego de 1816, permanecieron en el terreno hasta la llegada del ejército
libertador, procedente de la campaña emprendida por Simón Bolívar en el Norte.
Las campañas libertadoras de Simón Bolívar
comenzaron en el norte de América del Sur y tuvieron su epicentro en Venezuela
y Nueva Granada. Nacido en Caracas, en una rica familia venezolana -que le
permitió acceder a una educación privilegiada-, Bolívar participó activamente
en los sucesos que llevaron a la declaración de la independencia de Venezuela
en 1811. Junto a Francisco de Miranda, líder de la emancipación venezolana,
inició inmediatamente su carrera militar. Sin embargo, las primeras campañas
emancipadoras no pudieron evitar que se reinstaurara el dominio realista en esa
región, al promediar el año 1812. Trasladado a Cartagena, Bolívar comenzó a
prestar servicios en las tropas que desde Nueva Granada enfrentaban el poder
contrarrevolucionario, dispuesto siempre a reconquistar Venezuela. A tal
efecto, en 1813 llevó a cabo una exitosa campaña que te dejó el camino expedito
a Caracas. Pero esa triunfal entrada en su dudad natal no estaba destinada al
éxito: en 1814 se retiró, primero hacia Nueva Granada, y luego a Jamaica. A
mediados de 1816 desembarcó en la isla Margarita, donde preparó la campaña
destinada a liberar gran parte de! continente. Luego de 1818, el ejército
patriota pudo consolidarse a partir de la organización de acciones conjuntas
entre Bolívar, desde Venezuela, y Francisco de Paula Santander, desde Nueva
Granada. Entre sus hazañas militares más destacadas figura el paso de los Andes
y los
triunfos que le sucedieron en la campaña
libertadora de Nueva Granada. La batalla decisiva fue ia de Boyacá, el 7 de
agosto de 1819, que le permitió entrar triunfante en Bogotá. A partir de esa
fecha, el dominio realista en el Norte se vio debilitado por completo.
Además de sus
campañas militares, Simón Bolívar se destacó como un gran legislador. De hecho,
a su factura se deben, en gran medida, diversas constituciones de las regiones
que liberó con sus ejércitos. En todas ellas se pone de manifiesto su vocación
centralista y su convicción de que sólo con poderes ejecutivos fuertes los
nuevos países, nacidos de las guerras de independencia, podrían alcanzar un nivel
aceptable de gobernabilidad.
Jesús Mana Hurtado,
1891, óieo sobre papel. Colección Bancafé, Santa Fe de Bogotá, Colombia.
Reproducido en Ramón Gutiérrez y Rodrigo Gutiérrez Vinuafes, España y
América: imágenes para una historia, Madrid,
Fundación MAPFRE, 2006.
Las dificultades que exhibía el frente
altoperuano habían sido rápidamente advertidas por José de San Martín, luego de
su desembarco en Buenos Aires en 1812. Militar de carrera formado en España,
tenía el firme propósito de organizar un ejército en regla -entrenado,
capacitado y equipado- capaz de emprender una campaña libertadora a escala
americana. Para ello, consideró imprescindible modificar la estrategia inicial,
que consistía en dirigir la ofensiva por el difícil terreno del Alto Perú. Su
propuesta era aunar los esfuerzos materiales y bélicos rioplaten- ses y
chilenos -cuya revolución parecía morir frente al avance de las fuerzas
realistas peruanas triunfantes en Rancagua en 1814— en pos de la organización
de un ejército que, cruzando los Andes, liberara Chile primero, y luego Lima,
por mar. A esta tarea se abocó de inmediato.
Su primera jugada estratégica fue hacerse nombrar gobernador intendente
de Cuyo, para organizar desde allí el ejército de los Andes. A la ciudad de
Mendoza comenzaron a llegar muchos de los refugiados patriotas chilenos -entre
ellos, José Miguel Carrera y Bernardo de O’Higgins-, con quienes San Martín
trabajó para su empresa, aunque a poco andar las relaciones con el primero se
vieron desgastadas, mientras se consolidaba el vínculo con el segundo.
Pueyrredón, entonces director
supremo, se comprometió a dotar a la campaña de los recursos necesarios. Con un
ejército de casi tres mil hombres se inició el cruce de los Andes y se libró
batalla en suelo chileno. Al primer triunfo de las fuerzas patriotas en
Chacabuco, en febrero de 1817, le sucedió la ocupación de Santiago y del puerto
de Valparaíso, y la declaración de la independencia de Chile, en febrero de
1818. Esta quedó asegurada luego de otra victoria en Maipú, un mes después de
la derrota sufrida por San Martín en Cancha Rayada en marzo de 1818, aunque no
fue posible evacuar en forma definitiva a los ejércitos realistas, que
permanecieron como un enclave de guerrilla en el sur de Chile hasta 1820. Desde
Chile, entonces, San Martín y O’Higgins organizaron la expedición al Perú, que
partió en agosto de 1820 con una flota en la que se destacaba el gran
despliegue de recursos financiado, en su mayor parte, por los chilenos, y que
culminó con la declaración de la independencia peruana en 1821.
El 26 de julio de
1822, en ¡a ciudad de Guayaquil, se produjo la misteriosa y tan discutida
entrevista entre San Martín y Bolívar. El primero se hallaba en Perú luego de
declarar su independencia y de haber sido nombrado Protector en 1821, y el
segundo venía triunfante de su campaña libertadora en el Norte y de haber sido
nombrado presidente de la República de Colombia en el Congreso reunido en
Cúcuta en 1821. A esta nueva república se !a conoce como la Gran Colombia,
porque incluía las anteriores entidades coloniales de Nueva Granada, la
capitanía general de Venezuela, Quito y, luego de la entrevista con San Martín
en 1822, la provincia de Guayaquil. En esa entrevista debían coordinarse los
futuros cursos de acción para liberar definitivamente al Perú, que aún debía
enfrentar tropas realistas que resistían desde las sierras, pese a que Lima
había sido liberada. Las controversias hlstoriográficas sobre lo que ocurrió en
ese encuentro fueron producto, por un lado, de la ausencia de una documentación
confiable y, en segundo lugar, de las caracteristicas que fueron asumiendo las
“historias nacionales” desde fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX,
empeñadas en cada caso en
elevar
a sus respectivos libertadores en actores principales de la emancipación. Se
trató de una operación ideológica que no contemplaba ni el espíritu
americanista que impregnó dicha gesta ni las correlaciones de fuerza existentes
en la coyuntura. Lo cierto es que ese encuentro, en el que se decidió el retiro
de San Martín de Perú y la continuación de la campaña libertadora a cargo de
Bolívar {quien, de hecho, junto con Antonio José de Sucre, terminó de vencer el
último baluarte de los' ejércitos realistas a fines de 1824), se rodeó de un
halo de misterio que dio lugar a las más enconadas discusiones. De la
entrevista sólo quedan testimonios indirectos, como el de Tomás Guido, militar
y amigo personal de San Martín que se reunió con él luego de terminada la
entrevista de 1822. Sobre ella, dice lo siguiente: '
"De regreso
de su célebre entrevista con el general Bolívar, en ia ciudad de Guayaquii, el
general San Martín me comunicó confidencialmente su intención de retirarse del
Perú, considerando asegurada su independencia por los triunfos del ejército
unido y por la entusiasta decisión de los peruanos; pero me reservó la época de
su partida, que yo creía todavía lejana. [...]
De repente, dando
a su conversación un giro inesperado, exclamó con acento festivo: ‘Hoy es, mi
amigo, un día de verdadera felicidad para mí; me tengo por un mortal dichoso;
está colmado todo mí anhelo; me he desembarazado de una carga que ya no podía
sobrellevar, y dejo instalada la representación de los pueblos que hemos
libertado. Ellos se encargarán dé su propio destino, exonerándome de una
responsabilidad que me consume’. [...]
Nos hallábamos
solos. Se esmeraba el general en probarme con sus agudas ocurrencias ei íntimo
contento de que estaba poseído, cuando de improviso preguntóme: ‘¿Qué manda
usted para su señora en Chile?'. Y añadió: 'El pasajero que conducirá
encomiendas o cartas las cuidará y entregará personalmente'. '¿Qué pasajero es
ése -le dije- y cuándo parte?'. ‘Ei conductor soy yo -me contestó-. Ya están
listos mis caballos para pasar a Ancón y esta misma noche zarparé del puerto’.
El estallido repentino de un trueno no me
hubiera causado tanto efecto como ese súbito anuncio. [...] Conforme se
acercaba la hora de la partida, el general, sereno al principio de nuestra
conversación, parecía ahora afectado de tristes emociones, hasta que avisado
por su asistente de estar prontos a la puerta su caballo ensillado y su pequeña
escolta, me abrazó estrechamente impidiéndome le acompañase, y partió al trote
al puerto de Ancón”.
Tomás Guido, Epístolas y discursos,
Buenos Aires, Estrada, 1944. JB?
Mientras se desarrollaba la guerra en el
Norte, el frente del Este también presentaba dificultades. La derrota de la
expedición de Belgrano a Paraguay a comienzos de 1811 tuvo como consecuencia
que toda esa gobernación intendencia iniciara su propio camino, autónomo tanto
respecto de Buenos Aires como de la metrópoli. Buenos Aires no volvería a
insistir sobre esa región, entre otras razones porque no constituía una amenaza
para el nuevo orden. Era la Banda Oriental la que más preocupaba al gobierno,
puesto que allí estaba asentada la guarnición naval española. La disidencia
declarada por el Cabildo de Montevideo respecto de la Junta de Buenos Aires no
resulta sorprendente si se tienen en cuenta los hechos ocurridos en 1808. Sin
embargo, las fuerzas revolucionarias de Buenos Aires encontraron un rápido
apoyo en las zonas rurales de la otra banda del río.
Desde las primeras biografías escritas sobre
San Martín y .Bolívar, eí contraste entre ambos libertadores constituyó un clásico de la
literatura. En las páginas escritas por el chileno Benjamín Vicuña Mackena (18311886), primer
biógrafo de San Martín, puede leerse ei siguiente retrato de ambos personajes:
“San Martín gana todas sus batallas en su almohada. Es un gran combinador y un
gran ejecutor de planes. Bolívar es ei hombre de las supremas instantáneas
aspiraciones, del denuedo sublime en los campos de la gloria. San Martín liberta
por esto la mitad de la América casi sin batallas (no se conocen sino dos:
Maipú y Chacabuco); Bolívar da a los españoles casi un combate diario y, vencido o
vencedor, vuelve a batirse cien y cien veces. En una
palabra, San Martín es la estrategia; Bolívar la guerra a muerte”.
Benjamín Vicuña Mackena, Vida de San Martín,
El movimiento liderado por Artigas inició el sitio a la ciudad de
Montevideo para impedir que las tropas españolas recibieran provisiones de la
campaña. Pero la situación en el Este se tornó más difícil aún con la intervención de los portugueses.
En 1811, el avance de sus fuerzas sobre la Banda Oriental, a solicitud de los
españoles allí asentados, condujo a la firma de un armisticio entre Buenos
Aires y Montevideo, bajo garantía portuguesa. Esto dio lugar al conocido éxodo
de gran parte de la población rural oriental hacia Entre Ríos, pues buscaba
evitar el dominio español. Las relaciones entre Artigas y el gobierno de Buenos
Aires comenzaban a resentirse.
Finalmente, en 1814, una fuerza expedicionaria al mando de Carlos de
Alvear conquistó Montevideo, mientras estallaba en conflicto abierto la tensa
relación entre Artigas y el poder central con sede en Buenos Aires. Si bien la
Banda Oriental quedó en manos de Artigas, quien en
Al enorme costo de la guerra en vidas humanas, se sumó el costo
económico. La destrucción de bienes y medios de producción y el rápido
deterioro de los circuitos productivos y mercantiles a través de los cuales
había funcionado la economía colonial desde mucho antes de la creación del
Virreinato se pusieron en evidencia con rapidez. La pérdida del Alto Perú,
pieza esencial de esos circuitos, desestructuró el orden económico vigente, en
sus aspectos productivo, comercial y fiscal. En el primer plano, la guerra
requirió tanto dinero como otros recursos (soldados, ganados, cabalgaduras y
vituallas), lo que obligó al nuevo orden político a buscarlos en Buenos Aires y
en los lugares donde los ejércitos se asentaron. Los pobladores movilizados por
las tropas debieron abandonar sus familias y actividades productivas para
participar de una empresa militar por tiempo indefinido. El peso del costo
material se hizo sentir de manera distinta en cada región. El aporte de las
provincias norteñas y andinas, especialmente en ganado, fue fundamental. Pero
en el litoral, donde la guerra involucró regiones que reclamaban su autonomía
respecto del poder central, la expoliación económica fue clamorosa: la política
del saqueo fue moneda corriente y la liquidación del stock ganadero su
consecuencia más drástica.
En el plano del comercio, las transformaciones
también fueron significativas. Una de las razones para la adopción del comercio
libre en 1809 había sido la desaparición temporaria de las remesas de metálico
altoperuano, provocada por los alzamientos de ese año. No obstante, luego de
1810, el libre comercio se impuso definitivamente, e
implicó ia ruptura del monopolio y la apertura a todos los mercados
extranjeros. Aunque la supresión de las restricciones a dichos mercados fue
gradual, ya que recién en 1813 se eliminó la cláusula que otorgaba a los
comerciantes locales el monopolio del comercio interno, vedado hasta ese
momento para los extranjeros, lo cierto es que, desde el momento mismo de la
revolución, Inglaterra se consolidó como la nueva metrópoli comercial. Esta
apertura trajo aparejada una gran ampliación de las importaciones y convirtió a
las rentas de aduana del puerto de ultramar en el principal recurso fiscal. Al
no contar ya con los aportes del Alto Perú, vital proveedor del fisco colonial,
los derechos de importación y exportación, en especial los prime-' ros, eran
casi los únicos que podían solventar los gastos del gobierno. No obstante,
estos impuestos al comercio resultaron insuficientes para sostener la guerra.
En ese contexto, el gobierno debió apelar al cobro
de contribuciones, voluntarias primero y forzosas después, y a préstamos a
particulares, tanto en Buenos Aires como en las diversas regiones afectadas por
la empresa bélica. A los sectores económicos más poderosos -en particular a los
peninsulares- se les impusieron los mayores sacrificios. Pero no sólo los
grupos vinculados al comercio en gran escala debieron aportar el escaso
metálico circulante; los sectores rurales en sus diferentes estratos estuvieron
también compelidos a auxiliar con animales, granos o telas.
Dado que el escenario bélico impedía recomponer los
circuitos productivos para compensar los efectos de la pérdida del metal
altope- ruano, el déficit de la balanza comercial fue permanente. El equilibrio
de la economía colonial, donde el flujo de metálico, y en mucha menor medida de
cueros, cubría las importaciones (reducidas, por cierto, dada la escasa demanda
local), dio paso a una economía desequilibrada debido al gran aumento de las
importaciones producto de la libertad de comercio, y a la imposibilidad de
reemplazar la exportación de metal por una mayor producción derivada de la
actividad ganadera. Si se tiene en cuenta que, antes de 1810, las exportaciones
pecuarias sólo cubrían alrededor del 20% del total de las virreinales, es
evidente que, frente a la presión importadora, el déficit se acumulaba (cada
año se importaba más de lo que se exportaba). Un problema de difícil solución,
al menos desde el ámbito de la producción, en el marco de un conflicto bélico.
Habrá que esperar hasta el final de las guerras de independencia para que los
mecanismos correctivos puedan ponerse en marcha.
No obstante, pese a este
desequilibrio y a la escasez estructural de recursos, los gobiernos
revolucionarios no modificaron en forma significativa la estructura de las
finanzas públicas, heredada de la época borbónica. Las tesorerías provinciales se
organizaron sobre la base de las cajas principales y subordinadas del período
tardocolonial, que siguieron percibiendo los impuestos y pagando sus gastos
respectivos, aunque ahora con un mayor grado de autonomía respecto de la
administración central. En realidad, los magros ingresos de estas tesorerías
exhibían, en la práctica, la casi inexistencia de remanentes para el gobierno
central. La penuria financiera de las provincias, cuyo principal recurso era la
alcabala (impuesto que se pagaba en cada provincia por la introducción de
mercancías), hacía que éstas dependieran cada vez más de la Caja de Buenos
Aires, que, después de la separación del Alto Perú, basó sus ingresos casi
exclusivamente en los derechos de la Aduana de la capital.
Con la revolución y la guerra, las jerarquías sociales comenzaron a
sufrir ciertos desplazamientos, inevitables, por otro lado, en un contexto de
esa naturaleza. La nueva actividad política redefinió las jerarquías
estamentales y corporativas más rígidas del antiguo régimen colonial, y creó
nuevos actores en el escenario ganado por la revolución.
La burocracia colonial, uno de los estamentos
privilegiados de ese período, fue reemplazada por agentes leales al nuevo
orden, que no en todos los casos pertenecían a los estratos más altos de la
sociedad. Si bien algunos provenían de las familias más encumbradas, otros
encontraron en la revolución la oportunidad para construir su propia carrera
política. Los grupos económicamente dominantes, en particular el alto comercio,
también se vieron afectados. Sobre ellos recayó mayormente el costo de la
guerra, que a su vez provocó la desestructuración de las tradicionales rutas
comerciales. Además, la declaración del libre comercio obligó a muchos a adaptarse
a las nuevas condiciones o quedar condenados a la ruina.
Entre tanto, el estamento militar, rezagado en la
escala social durante el período precedente, se elevó a una nueva jerarquía,
social y política, en el marco de la
creciente militarización producida por la guerra y la revolución. Ésta fue
atenuando sus contenidos más igualitarios, presentes entre 1806 y 1810, al
abandonar en su intento de profesionalización la elección de los oficiales por
parte de su tropa y distinguir más.nítidamente ambos estratos. Los sectores
populares, incluidos los esclavos,
fueron reclutados como soldados, experiencia militar que contribuyó a
que se constituyeran en un signo característico de la revolución. La creciente
politización de los estratos más bajos de la sociedad, en especial en Buenos
Aires, pero también en las diversas regiones afectadas por la guerra, revela
hasta qué punto se habían conmovido las jerarquías sociales heredadas de la
época colonial.
No obstante, es preciso destacar que el gobierno
revolucionario fue muy cauto a la hora de traducir en medidas concretas algunas
de las nociones impulsadas por la nueva liturgia revolucionaria. En este
sentido, la invocación a la igualdad exhibe más que ninguna otra las
ambigüedades del momento. En primer lugar, porque su instrumen,ta- ción
dependió de los equilibrios sociales preexistentes en cada región y de la
voluntad de las elites locales por adherir al nuevo orden. Tulio Halperin
Donghi, en su clásico libro Revolución y
guerra, describe con claridad
la situación cuando afirma que si en el Alto Perú las expediciones enviadas
desde Buenos Aires se convirtieron en un ataque deliberado al equilibrio social
preexistente, fue porque allí el apoyo de los sectores dominantes se manifestó
escaso desde un comienzo. La política filoindigenista de los enviados porteños
-cuyo símbolo más recordado es la proclamación del fin de la servidumbre
indígena realizada por Castelli el 25 de mayo de 1811 en las ruinas de Tiahua-
naco- fue un gesto igualitario que respondió, más allá de su retórica, a la
necesidad de reclutar apoyos para la guerra en una región en la que los
sectores altos se mostraron reticentes. Tal estrategia les valió a las tropas
revolucionarias la hostilidad del Alto Perú, donde no se sabía -siguiendo las
palabras de Halperin- si había sido realmente “liberado o conquistado”.
En otras regiones, la actitud del gobierno y sus
ejércitos fue diferente. En el interior, donde los apoyos de las elites locales
parecían más seguros, la estrategia tendió a conservar los equilibrios sociales
existentes. En el litoral, en cambio, donde las jerarquías sociales eran menos
acentuadas, la noción de igualdad parecía encontrar un terreno propicio para
avanzar más allá de lo que los propios protagonistas del proceso revolucionario
estaban dispuestos a aceptar. Tal fue el caso de la Banda Oriental, donde
Ardgas promovió el desplazamiento de las bases del poder político de la ciudad
al campo así como una reforma social con tendencias igualitarias, expuesta en
el Reglamento Provisorio promulgado para la provincia oriental en 1815.
Eí Reglamento
provisorio para el fomento de la campaña de la Banda Oriental y seguridad de
sus hacendados fue dictado por Artigas en
septiembre de 1815, cuando se encontraba en el cénit de su poder. Allí se
establecieron medidas para distribuir tierras, especialmente aquellas que
hablan pertenecido a ios miembros del grupo realista e incluso a muchos propietarios
de Buenos Aires, vacantes luego de los avatares sufridos entre 1810 y 1815. El
carácter de este reglamento ha sido muy discutido por la historiografía.
Algunos historiadores lo han interpretado como una verdadera reforma agraria,
mientras otros consideran que se trató de un intento de ordenar el mundo rural
luego de los efectos experimentados por la revolución. Más allá de estos
debates y de lo efímera que resultó la aplicación del reglamento, dada la casi
inmediata invasión de los portugueses a la Banda Oriental, resulta novedoso el
lenguaje utilizado para determinar quiénes serían los beneficiados de este
“fomento de la campaña1'. En su artículo 6, se estipulaba que se
“revisará cada uno en sus respectivas jurisdicciones los terrenos disponibles y
los sujetos dignos de esta gracia: con prevención que los más infelices serán
los más privilegiados. En consecuencia los negros libres, los zambos de esta
clase, los indios y los criollos pobres, todos podrán ser agraciados con
suertes de estancia si con su trabajo y hombría de bien propenden a su
felicidad y ¡a de la provincia”. En su articulo 12 se distinguían aquellos que
eran considerados enemigos y, en consecuencia, excluidos de toda consideración
en relación con los beneficios del reglamento: “Los terrenos repartibles son
todos aquellos de emigrados malos europeos y peores americanos que hasta la
fecha no se hallen indultados por el jefe de la provincia para poseer antiguas
propiedades”.
Extraído de Jorge Gelman, “El mundo rural en transición", en Noemí
Goldman (dir.), Nueva Historia Argentina,
tomo 3: Revolución, República, Confederación (1806-1852), Buenos Aires, Sudamericana, 1998. JSF
La guerra política estimuló la difusión de nuevos valores y el
nacimiento de identidades. La revolución y la ruptura definitiva de los lazos
con la metrópoli implicaron el abandono del principio monárquico, sobre el cual
se había fundado la relación de obediencia y mando, para adoptar el de la
soberanía popular. Las consecuencias de este cambio fueron notables: de allí en
más, las autoridades sólo pudieron legitimarse a través de un régimen
representativo de base electoral. La actividad política nacía como un nuevo
escenario en el que los grupos de la elite se enfrentaban tanto a través del
sufragio como de mecanismos que buscaban ganar el favor de la opinión pública.
En este sentido, la difusión de nuevos valores era fundamental. La liturgia
revolucionaria, configurada deliberadamente por quienes encarnaron los hechos
de 1810, se encargó de exaltar, entre otros, el valor guerrero y la gloriagni-
litar de quienes debían defender el nuevo orden político. El concepto de
“patria” comenzó a impregnar el vocabulario cotidiano junto a otras nociones
como las de “libertad” e “igualdad”. Ser patriota implicaba comprometerse con
la empresa bélica y política iniciada en 1810, destinada a alcanzar la libertad
luego de tres siglos de “despotismo español”, como comenzó a ser calificado el
período colonial.
Por cierto que cada una de estas nociones estaba
plagada de ambigüedades. La libertad, por ejemplo, era proclamada en un
contexto en el que aún no estaba definido el estatus jurídico de las ahora
llamadas Provincias Unidas del Río de la Plata. Su evocación podía significar la
redefinición de los vínculos con la Corona y la exigencia de autogobierno, sin
una ruptura definitiva, o cortar tales vínculos en pos de declarar la
independencia. Esta segunda alternativa fue imponiéndose en el transcurso del
proceso político y de) desarrollo de la guerra, a la vez que se consolidaba la
antinomia libertad versus despotismo,
que rápidamente se identificó con otra: criollos versus peninsulares. El sentimiento
antiespañol, aunque ambivalente al interior de la elite, puesto que involucraba
redes familiares y sociales muy arraigadas, no dejó de expresarse en otras
dimensiones y de propagarse muy rápidamente entre los sectores populares. El
uso del término “mandones” para identificar a los altos funcionarios de carrera
del orden colonial comenzó a extenderse, al igual que la política de segregar a
los peninsulares de los cargos públicos llevada a cabo por el gobierno.
La noción de igualdad también favorecía esta
empresa. La elite dirigente fue bastante cauta respecto de las dimensiones
sociales que podían quedar afectadas por este concepto. No obstante, las
transformaciones eran evidentes. En tal sentido, la noción de igualdad
revitalizó en un nuevo idioma el antiguo reclamo, reivindicado por los
americanos desde el siglo XVII, de igualdad de derechos a ocupar cargos públicos para los criollos, en contra de los privilegios peninsulares
consolidados en el siglo XVIII con las reformas borbónicas. Se la invocó
también para romper con ciertas distinciones sociales existentes en el régimen
colonial, como ocurrió en la Asamblea del año XIII cuando se suprimieron los
títulos de nobleza, se extinguieron el tributo, la mita y el ya- naconazgo, y
se declaró ¡a libertad de vientres. (Cabe aclarar que esto último no significó
la abolición de la esclavitud -que perduró hasta la segunda mitad del siglo
XIX- sino sólo la libertad de aquellos nacidos de padres esclavos luego de esa fecha.)
Donde la igualdad parece haber
afincado con mayor rapidez fue en el ámbito de la representación política. La
amplitud del sufragio en las diferentes reglamentaciones electorales que
otorgaban el derecho a voto a vecinos y hombres libres que hubieran demostrado
adhesión a la causa revolucionaria representó un cambio significativo. Pero,
por cierto, tal amplitud no implicaba todavía la identificación entre igualdad
y derechos individuales. El concepto de libertad asociado a los nuevos
lenguajes del liberalismo que proclamaban las libertades individuales comenzó a
formar parte de los léxicos que circulaban en aquellos años, aunque dentro de
un universo mental que, en gran parte, seguía percibiendo a la sociedad en
términos comunitarios o corporativos. El ejemplo del derecho de voto es
indicativo de esta coexistencia: tanto la categoría de vecino como la de hombre
libre suponían la representación de grupos más amplios que la de los meros
individuos que acudían a votar. En ellos se condensaba la representación de las
mujeres, los menores de edad, los dependientes, domésticos y esclavos; dato que
no debe minimizar, sin embargo, las implicancias de las nuevas prácticas de
participación política desarrolladas luego de 1810. La politización producida
en el marco de la revolución y de la guerra transformó la vida toda de las
comunidades rioplatenses.
Así, a través de los valores que la guerra contribuyó a afianzar,
fueron configurándose nuevas identidades. La apelación a la patria, tópico
recurrente, sufrió importantes mutaciones en escaso tiempo: del patriotismo
exaltado contra los ingleses en 1806 en defensa de la madre pabia pasó a invocarse un nuevo
patriotismo criollo, cada vez más antagónico respecto de la Península. La
noción de patria podía, además, hacer referencia a la patria chica -la ciudad o pueblo en el que se había nacido o criado- o bien a la
gran pabia americana. La gesta
emancipadora desplegada por ejércitos que atravesaron diversas regiones del
continente
dio lugar a un fuerte sentimiento americanista. En este sentido, la
tradicional lealtad a la figura del monarca fue tal vez la que sufrió un
deterioro más lento, debido a distintas razones: en especial, el hecho de que
el rey estuviera cautivo desplazó las antinomias hacia una metrópoli que
mostraba un rostro de perfecta madrastra,
al negarse a cualquier tipo de conciliación con América. Las fórmulas
utilizadas para expresar los antagonismos pueden ser pensadas como una especie
de adaptación a un nuevo lenguaje de aquel lema tan utilizado durante la época
colonial de “¡Viva el rey, muera el mal gobierno!”. Además, es preciso recordar
que la identidad de los súbditos con su monarca constituyó, desde tiempo
inmemorial, un sentimiento muy arraigado. Si éste pudo reconvertirse de forma
tal de hacer de la monarquía un régimen de gobierno inaceptable, fue en gran
parte debido al derrotero de la guerra y a la actitud de Fernando VII,
nuevamente en el trono desde 1814. La restauración de un orden monárquico
absoluto y la severidad con que el rey Borbón trató a sus posesiones en América
contribuyeron a desacra- lizar definitivamente su imagen.
La invocación al pueblo y a los pueblos fue también
parte del nuevo lenguaje; podía remitir tanto a las más abstractas doctrinas de
la soberanía popular o de la retroversión de la soberanía como a identidades
territoriales. En el primer caso, las identidades se configuraban en torno a la
nueva libertad conquistada contra el despotismo español; en el segundo, la
situación era más problemática, puesto que se cruzaban sentimientos de
pertenencia a una comunidad (pueblo o ciudad) y reivindicaciones de autonomía
política. La cuestión era más compleja porque los actores estaban frente a un
proceso en el que los contornos mismos de sus comunidades políticas de
pertenencia se hallaban en plena transformación. La madre patria se había
convertido en una nación española que aunaba ambos hemisferios, y el Virreinato
del Río de la Plata se transformó en las Provincias Unidas del Río de la Plata,
negándose a formar parte de la nueva nación creada en las Cortes de Cádiz y,
luego de la declaración de la independencia, en las Provincias Unidas de
Sudamérica. A su vez, algunas regiones comenzaban a desgranarse de la frágil
unidad virreinal para retornar a una situación casi preborbónica, mientras que
Buenos Aires, entre otras, se empeñaba en mantener dicha unidad, como evidencia
el nombre mismo de Provincias Unidas. En ese contexto cambiante, en el que
muchas ciudades y pueblos reivindicaban su derecho al autogobierno, ya no sólo
frente a la metrópoli sino también frente a las capitales de intendencia o la
capital rioplatense, puede decirse que la guerra que comenzó en 1810 fue ante
todo una guerra civil.
Ahora bien, si se constituyó de este modo fue no
sólo porque hasta 1814 España no estuvo en condiciones de mandar tropas contra
sus posesiones sublevadas (que de hecho nunca llegaron al Río de la Plata sino
a Venezuela y Nueva Granada) o porque el enfrentamiento bélico se dio entre los
habitantes de estas tierras, entre defensores y detractores del orden impuesto
por Buenos Aires, sino también porque el enemigo no asumió de inmediato un
rostro de total alteridad. Si bien el sentimiento antipeninsular surgió con
rapidez, sus dimensiones fueron por momentos ambiguas y oscilantes. La
definición de una mayor alteridad, tanto en el campo político como bélico,
comenzó a expresarse cuando, sancionada la Constitución de Cádiz de 1812, los
rioplatenses consideraron que las Cortes, al declararlos rebeldes y negarse a
cualquier tipo de negociación, no les dejaron más alternativa que el camino de
las armas. De allí en más, el conflicto se expresó como el enfrentamiento de
dos partidos: el patriota y el español.
El viraje del rumbo político
hacia la independencia estuvo acompañado por el intento de transformar la
empresa bélica en una guerra verdaderamente reglada, con ejércitos regulares
eficaces que debían luchar contra un enemigo declarado. Si la proclamación de
la independencia en 1816 no definió el contorno de ese nuevo orden político, y
albergó en su seno, bajo la denominación de Sudamérica, a un conjunto de
poblaciones inciertas, fue porque la guerra seguía su curso y de ella dependía
la formación del nuevo mapa, tarea que ocupó varias décadas. No obstante un
dato quedaba claro: el inmenso mapa imperial español había comenzado a hacerse
añicos.
Más allá de las grandes diferencias entre las estructuras sociales de
cada región y de las diversas estrategias aplicadas tanto por los ejércitos
como por los gobiernos locales, nadie pudo escapar a las novedades que trajo
consigo el nuevo idioma de la revolución. Exhibido en distintos escenarios, se
difundió a través de la prensa periódica, de la sociabilidad desplegada en
cuarteles, pulperías, cafés o reñideros, y muy especialmente desde los
púlpitos, ya que los curas fueron compelidos por el gobierno a incluir la
defensa del nuevo orden en sus sermones.
En este sentido, el papel del
clero resultó fundamental. En primer lugar, porque en un mundo de unanimidad
religiosa como el hispanoamericano, el catolicismo era una pieza esencial para
transmitir la nueva lengua de la revolución. En segundo lugar, porque el clero,
si bien era un actor más entre otros, se erigía en voz autorizada de un
universo en el que resultaba muy difícil, si no imposible, distinguir a la
comunidad de creyentes de la sociedad. La religión estaba tan imbricada en las
tramas sociales existentes —en la medida en que ser súbdito del rey significaba
al mismo tiempo ser miembro de la comunidad católica- que los cambios
revolucionarios no podían dejar de afectar a las autoridades eclesiásticas. Tal
vez una de las dimensiones en donde mejor se advierten estos efectos es en la
redefinición del derecho de patronato.
Desde la época
colonial, el patronato Indiano era la atribución de que gozaba, por concesión
papal, ia autoridad civil -es decir, el monarca- para elegir y presentar para
su institución y colación canónica a las personas que ocuparían los beneficios
eclesiásticos dentro del territorio americano que gobernaba. Apenas producida
la revolución, por considerarse que era un atributo de ia soberanía, los
gobiernos sucesivos lo tomaron a su cargo en nombre de ia retroversión de la
soberanía a ios pueblos. La Santa Sede no aceptó los gobiernos revolucionarios,
razón por la cual se abrió un largo período de incomunicación con Roma. De
todas formas, la autonomía proclamada por las autoridades con respecto al
manejo de los asuntos eclesiásticos, más allá de los conflictos y problemas que
íes trajo aparejados -como, por ejemplo, no poder nombrar obispos cuando éstos
eran desplazados o fallecían-, no se resolvería hasta muy avanzado el siglo. JOT
Mientras que algunas manifestaciones de la liturgia revolucionaria
fueron efímeras, otras, como las fiestas mayas, se revelaron más perdurables.
Las celebraciones del 25 de mayo comenzaron en 1811 y nunca fueron canceladas.
Tenían lugar tanto en Buenos Aires como en el resto de las ciudades que
adhirieron a la revolución. Se celebraba allí, con salvas de artillería,
repiques de campanas, fuegos artificiales, música, arcos triunfales, juegos,
sorteos, colectas, máscaras y bailes, la nueva libertad conquistada y los
triunfos bélicos del ejército patriota. A las fiestas mayas se agregaron, luego
de 1816, las fiestas julias, en conmemoración de la declaración de la
independencia. No obstante, las primeras ocuparon casi siempre el lugar de
privilegio en el almanaque festivo rioplatense, lo cual pone en evidencia el
papel que la Revolución de Mayo tuvo en la memoria de sus protagonistas, en
particular en Buenos Aires.
La primitiva
Pirámide de Mayo emplazada en 1811 sufrió su primera gran transformación en
1856, cuando bajo ia dirección del artista Prilidiano Pueyrredón se construyó
una nueva pirámide sobre los cimientos de la anterior. En 1912, después de
experimentar algunas modificaciones, se la trasladó a su actual emplazamiento
en la Plaza de Mayo.
En la reconstrucción de los acontecimientos revolucionarios, la capital
comenzó a representarse como actor principal. En gran medida, Buenos Aires se
celebraba a sí misma en una gesta que, para los porteños, hundía sus raíces en
las heroicas jornadas de la reconquista y defensa de la ciudad frente a los
ingleses. El affaire que rodeó la
erección de la Pirámide de Mayo en la Plaza de la Victoria, primera
manifestación ar- tístico-conmemorativa de la nueva era, construida para los
festejos del 25 de mayo de 1811, expresa las tensiones que esa memoria habría
de arrastrar de allí en más. Mientras el Cabildo de la capital dispuso que en
las cuatro caras de la pirámide debían aparecer inscripciones alusivas a los
hechos de mayo y a los protagonizados en 1806 y 1807, la Junta Grande, formada
por una mayoría de representantes del interior, interpuso su reclamo para que
sólo figuraran leyendas referidas a la revolución de 1810. El episodio culminó
con la decisión de limitar la decora-
ción a una sola inscripción: “25 de mayo de 1810”. El carácter neutro
de la leyenda exhibe, por un lado, la velada disputa política en torno al
vínculo que comenzaba a construirse entre Buenos Aires y ios territorios
virreinales y, por el otro, la ambigüedad del proceso de autonomía iniciado en
1810.
La revolución, que adoptó su
nombre en el transcurso mismo de los acontecimientos desencadenados en 1810,
cuando a muy corto andar fue fácilmente perceptible que el gobierno creado en
mayo de ese año había pasado de ser heredero del poder caído a encarnar un
orden nuevo en nombre de la libertad, siguió un itinerario sinuoso en cada una
de las regiones que fue conquistando. En este sentido, el uso del verbo
“conquistar” busca dar cuenta de la doble valencia, política y bélica, de la
revolución. Buenos Aires descubrió su condición política de capital precisamente
cuando se lanzó a ganar su virreinato en 1810, utilizando como principal
instrumento a los ejércitos.
En muchas de las
representaciones literarias difundidas durante la década revolucionaria, Buenos
Aires era presentada como !a Roma republicana. Esta identificación buscaba
resaltar la idea de que en la capital imperaba la actividad bélica, pues era el
lugar donde se formaban las expediciones para liberar el interior y ei foco de
irradiación de ios valores de la virtud y el heroísmo patriótico, y tenían sede
las instituciones desde donde se gobernaba un amplísimo territorio. Entre
dichas representaciones cabe citar la siguiente:
Calle Esparta su
virtud Sus grandezas calle Roma -Siienciol Que ai mundo asoma La gran capital
del Sud. JSF
Los apoyos, reticencias y rechazos exhibidos en las distintas regiones
frente al proceso revolucionario no pueden comprenderse sin contemplar varias
dimensiones. En el plano político cabe destacar que, si la unidad virreinal,
producto de las reformas borbónicas, quedó reducida a menos de la mitad de sus
poblaciones una vez terminadas las guerras de independencia, esto se debió, en
gran parte, a su carácter artificioso. Aunque Buenos Aires intentó, sin
proclamarlo, seguir las huellas de
aquellas efímeras reformas aplicadas a fines del siglo XVI11 al
procurar centralizar el poder, reducir los cuerpos intermedios y mostrar una
fuerte voluntad militarista para lograrlo, los resultados obtenidos estuvieron
muy lejos de los objetivos iniciales. Al igual que las reformas borbónicas, la
revolución mostró las dificultades de una gobernabilidad que debía combinar, en
diferentes dosis, negociación y autoridad.
Sin duda, esas dificultades derivaban en gran parte
de los dilemas heredados de la crisis de la monarquía; entre ellos, el
expresado en el plano jurídico tuvo especial relevancia. Con la vacancia de la
Corona se desató una disputa por dirimir quiénes eran los herederos legítimos
de ese poder. La capital recuperaba la tradición colonial de ser representante
virtual de todo el reino; las ciudades reclamaban su autonomía en nombre del
principio de retroversion de la
soberanía en los pueblos; la nación, invocada en la Asamblea del año XIII,
procuraba crear un nuevo sujeto político que hablara en nombre de una entidad
única e indivisible. A su vez, la revolución introdujo nuevas reglas para la
sucesión de la autoridad política. La celebración de elecciones periódicas
enfrentó a los habitantes de estas tierras a un desafío que trajo consigo la
división en facciones, grupos y partidos que ahora competían en un nuevo
terreno para ejercer legítimamente el poder.
En fin, diversas legalidades y legitimidades se
pusieron enjuego con la crisis de 1808. Hombres y territorios disputaron un
lugar en el nuevo orden. El legado fue la emergencia de distintos niveles de
conflicto, que estallaron simultáneamente en 1820. Por un lado, el que enfrentó
a los grupos centralistas que tenían sede en la capital con los federales del
litoral; por el otro, el que implicaba definir a través de qué cuerpo legal
debía ejercerse el gobierno. A pesar de haber sido declarada la independencia,
el último problema no había sido resuelto: la nueva legalidad no logró
institucionalizarse en una constitución moderna, y, en muchos aspectos, la
gobernabilidad continuó atada al orden jurídico hispano, como demuestra, entre
otros ejemplos, la vigencia en las provincias de la Ordenanza de Intendentes de
1782. Estos dilemas, luego de la caída del poder central a comienzos de 1820,
tomaron caminos diferentes.
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