viernes, 4 de septiembre de 2015

El sufragio y sus orígenes en el Río de la Plata

El sufragio y sus orígenes en el Río de la Plata
Los cabildos coloniales
Hasta hace algunos años, la fecha de nuestra Revolución de Mayo, aunque reconocida como emblemática en muchos sentidos, fue raramente adoptada como momento de inicio de la historia electoral de nuestro país. Para las interpretaciones tradicionales, las décadas inmediatamente posteriores a los sucesos de 1810 fueron un prolongado período de guerras civiles, anarquía y disputas caudillistas, en el que los procesos electorales no habían tenido relevancia alguna. En sintonía con los presupuestos y lugares comunes ya comentados, las elecciones realizadas en aquellos años no adquirieron importancia, ni como objeto de estudio, ni como problema historiográfico. Hoy sabemos, sin embargo, que el voto fue de 1810 en adelante el vehículo fundamental a través del cual se designaron las nuevas autoridades y se legitimaron los gobiernos sucedidos durante todo el siglo XIX. Si bien la celebración periódica de elecciones coexistió con asonadas, revueltas y revoluciones, su presencia en la vida política decimonónica fue la que reguló la relación entre gobernantes y gobernados de ahí en más.
Desde esta perspectiva, la Revolución inició el proceso de ruptura política más radical de toda nuestra historia. En pocos días se derrumbó el sistema de poder vigente, sostenido durante varios siglos, mientras los habitantes de estos territorios se preguntaban cómo mantener el orden, quién ejercería la autoridad o cuál sería el espacio soberano. Eran tiempos agitados en toda Hispanoamérica. Viejos y nuevos actores sociales y políticos entraron rápidamente en acción, inspirados por ideas y aspiraciones diversas, y aunque los conflictos desatados no encontraron una solución inmediata ni única a los problemas planteados, en un punto no hubo vuelta atrás: la soberania popular quedó instaurada y fue desde entonces el fundamento de cualquier gobierno que pretendiera legitimidad.
Este punto de partida irrevocable que marca la Revolución de Mayo no debe ocultar ciertos datos de la historia precedente que ayudan a entender el derrotero inicial de nuestra historia electoral.
El primero de ellos es que el mecanismo electivo fue utilizado en toda Hispanoamérica durante la época colonial para designar a algunos de los miembros de los cabildos. El segundo es que las primeras elecciones para nombrar representantes americanos a un órgano de gobierno a escala imperial fueron anteriores a 1810 y tuvieron lugar en 1809, cuando la Junta Central creada en España en el contexto de la crisis monárquica ordenó la elección de diputados (peninsulares y americanos) para formar parte de ella.
Comencemos por el primer dato. Los reinos de Indias tuvieron un único canal de representación a través de sus ayuntamientos, asentados sobre una estructura territorial basada en ciudades principales con sus territorios y pueblos dependientes y en una ciudad cabecera que representaba virtualmente a todo el territorio bajo su dependencia. Se trataba, por cierto, de un tipo de representación muy distinta de la que comenzó a cristalizarse luego de 1810, como fue también muy diferente la naturaleza del mecanismo electoral utilizado para designar capitulares.
La representación emanada de los ayuntamientos coloniales se inscribía en un mundo surcado de desigualdades y privilegios. El fundador de una ciudad española en América tenía, por lo general, la facultad de designar a los primeros miembros del cabildo y una vez hecha la fundación, si bien estaba contemplada la elección anual de los capitulares por parte de los vecinos de la ciudad, lo cierto es que de ahí en más se combinaron distintos procedimientos: nombramiento directo por el rey (a veces, a perpetuidad) o por el gobernador sobre la base de los nombres que elevaba el cabildo, elección realizada anualmente por los regidores salientes, o compra de cargos. La venta de oficios concejiles (mecanismo muy frecuente a partir del siglo XVII) no se extendió, sin embargo, a los cargos más importantes del cabildo, ejercidos por los alcaldes. Su selección permaneció en manos de los capitulares salientes, quienes elegian a los miembros entrantes en un ritual fijado y realizado en toda América el primer día de cada año.
Para ser capitular era necesario ser “vecino” de la ciudad. La condición de vecindad no.dependía del lugar de nacimiento sino del “arraigo” en la comunidad local, en tanto que le era otorgada -a través del conducto del mismo cabildo- a aquel habitante que reuniera los siguientes requisitos: ser jefe de familia, tener casa abierta, ser un vecino útil, justificar un tiempo de residencia determinado y no ser sirviente. Ser vecino implicaba, pues, tener un estatuto particular dentro del reino y “representar” de manera grupal a un conjunto más vasto que excedía, naturalmente, al individuo portador de ese privilegio. Por otro lado, la renovación anual de estos funcionarios municipales y las restricciones a ser reelegidos exhiben la voluntad de garantizar una cierta rotación en los cargos. Aunque tal rotación no se buscaba alcanzar a través del mecanismo de sorteo, como en las antiguas polis y repúblicas, sino de un sistema electivo de carácter endogàmico y jerárquico (que de hecho terminaba consolidando a un grupo muy reducido de notables locales), cabe destacar que los cabildos también eran denominados “repúblicas” en el orden colonial hispánico y sus oficios designados como “cargos de república”. Estas nominaciones expresan -más allá de las enormes diferencias- la tradición común de autogobierno que vinculaba a unos y otros.
Esta tradición de autogobierno desplegada durante la época colonial se expresó también en la celebración de cabildos abiertos. En este caso, se trataba de un mecanismo que no estaba explícitamente legislado, pero que en ciertas ocasiones se utilizaba por expresa invitación del cabildo ordinario. A estas asambleas convocadas poi la autoridad competente asistían los vecinos más expectables de 1Í ciudad para tratar asuntos excepcionales de interés común. Los ca bildos abiertos más conocidos en el Río de la Plata fueron (ademá: del célebre del 22 de mayo de 1810) los realizados con motivo de la: invasiones inglesas de 1806 y 1807 en Buenos Aires.
En el clima de agitación vivido en aquellos días, el Cabildo di Buenos Aires, bajo la presión de parte de las milicias recientementi formadas al calor de la ocupación británica, debió convocar a ui cabildo abierto dos días después de la reconquista de la capital. L asamblea realizada el 14 de agosto de 1806 -a la que asistieron poo menos de un centenar de vecinos, la mayoría de ellos altos funciona rios y jefes militares- tomó una decisión crucial: delegar el mand' político y militar en manos del héroe de las jornadas, Santiago de Li niers, degradando así la autoridad del virrey Sobremonte. Pero aú más excepcional fue la decisión tomada en la Junta de Guerra del 1 de febrero de 1807, que adoptó en los hechos la forma de un cabild abierto al que asistieron 73 invitados, la mayoría comandantes d armas, y al que acompañaron vecinos agolpados frente al Cabildí en esa ocasión se depuso definitivamente al virrey, acusado de abar donar a su suerte a los pobladores de ambas márgenes del Río de 1 Plata y de no ofrecer resistencia alguna cuando los ingleses tomaro el puerto de Montevideo.
En un contexto político sin precedentes, el cabildo actuó bajo presión de la “aclamación popular” -según expresaba el acta capiti lar- suspendiendo al virrey en sus funciones y tomándolo prisioner El cargo vacante fue ocupado provisoriamente por Liniers, el persi naje más aclamado por los dos cabildos abiertos, por ser el jefe milit de mayor jerarquía. La crisis institucional parecía quedar así provis riamente resuelta.
La “elección” de Liniers
Una vez realizado el cabildo abierto del 14 de agosto de 1806 se elaboró un oficio dirigido al virrey Sobremonte en el que se le anunciaba que “a solicitud de todo el Pueblo en públicas aclamaciones, se reconociese Gobernador Político y Militar de esta Plaza” a Santiago de Liniers, por ser el Reconquistador. La respuesta de Sobremonte no se hizo esperar y el 19 de agosto le escribía al Cabildo de la capital que solo el rey era “capaz de dividirme o disminuirme el mando Superior de Virrey, Gobernador y Capitán general de las Provincias del Río de la Plata y Ciudad de Buenos Aires”.
En un nuevo oficio del cabildo a Sobremonte, fechado el 23 de agosto, se decía que en aquel “Congreso” se había convocado a “todo buen español” y que en esa reunión “ocurrió que (por no haberse puesto una guardia en la escalera) se subiese el Pueblo, y la Tropa a los altos del cabildo, y dejase la permanencia del Sr. Dn. Santiago de Liniers en el mando de las Armas”.
La soberanía vacante ^
Poco tiempo después de estos acontecimientos, llegaron al Río de la Plata las noticias de los hechos ocurridos en España en 1808: el motín de Aranjuez producido en marzo, en el que el rey Carlos IV debió abdicar a favor de su hijo Fernando VII; la inmediata ocupación de la península ibérica por las tropas de Napoleón Bonaparte, y los “sucesos de Bayona”, donde se dieron tres abdicaciones casi simultáneas (la del Fernando VII devolviendo la Corona a su padre, la de Carlos IV a favor de Napoleón y la de este a favor de su hermano José Bonaparte). De esta manera, los Borbones españoles dejaban el trono y las tierras bajo su dominio en manos de un rey y de una fuerza de ocupación extranjeros, desatando una crisis que conmovió las bases mismas del imperio, dado que el principio de unidad de ese inmenso territorio residía en la autoridad del rey.
El problema fundamental que se presentó entonces fue en quién o en quiénes residirían la soberanía y el ejercicio efectivo del gobierno. La forma de resolver provisoriamente el dilema jurídico del trono vacante fue, en la península, constituir juntas de vecinos en las ciudades no ocupadas por el invasor para que, en nombre de la tutela de la soberanía del rey Fernando VII, asumieran interinamente algunas atribuciones y funciones de gobierno. Sobre la base de estas juntas locales, y con el objeto de centralizar ciertas decisiones y el comando de la guerra contra Francia, en septiembre de 1808 se conformó la Junta Central Gubernativa del Reino, constituida con representantes de las juntas de ciudades creadas en esos meses en la península.
Muy rápidamente, la Junta Central advirtió el riesgo potencial que implicaba no integrar en su seno la representación de los territorios americanos. Si bien las reacciones ocurridas en las posesiones ultramarinas frente a la crisis no dejaron de exhibir fidelidad al rey cautivo, incluso en las juntas formadas entre 1808 y 1809 en Montevideo, Chuquisaca, la Paz y Quito, el hecho de que estas pudieran reclamar iguales derechos que las juntas peninsulares era una deriva que las autoridades sustituías del monarca no estaban dispuestas a tolerar. Si aquella Junta pretendía representar a todos los reinos y ser el organismo legítimo que venía a reemplazar provisionalmente al rey, debía pergeñar un sistema en el que se pudiera incluir también a América.
Siguiendo, en parte, las sugerencias vertidas por diversos actores, la Junta Central lanzó el 22 de enero de 1809 el decreto más importante de su corta gestión: declaró que los territorios americanos ya no eran “colonias” sino “parte esencial e integrante de la monarquía española” y que, en tal calidad, debían elegir representantes a la Junta Central. He aquí el segundo dato fundamental destacado en páginas anteriores: era la primera vez que América iba a tener una representación en el gobierno de la metrópoli y esto ocurría antes de mayo de 1810. Solo que esta representación impuesta por la Junta Central le daba mucha mayor representación a los reinos peninsulares que a los americanos, puesto que para América estipulaba la elección de un diputado por cada virreinato, capitanía general o provincia, mientras que en España se otorgaba dos diputados por provincia, excepto Canarias, que contaba solo con uno.
Diputados contra el “monstruo de la arbitrariedad”
La idea que imperaba entre algunos grupos y sectores de la sociedad colonial en aquellos días de crisis era que la Junta Central debía redefinir el vínculo con América. Especialmente si se tiene en cuenta que Napoleón Bonaparte le había otorgado representación a las provincias ultramarinas en la Carta de Bayona, aprobada en julio de 1808 en el marco de una asamblea que reunió a diputados españoles y algunos americanos.
Del inmediato impacto que produjo este gesto de Bonaparte dan testimonio dos impresos firmados por tres “españoles americanos”  y fechados en Madrid en septiembre y octubre de 1808, pocos días después de creada la Junta Central. Dos de los firmantes fueron representantes por Buenos Aires en la asamblea de Bayona (representación que no derivó de ninguna elección) y en esos impresos observaban que los americanos, en el marco de la profunda incertidumbre creada con las abdicaciones y "ofuscados con la incompatible atribución de Supremas de España e Indias" por parte de las juntas provinciales, esperaban un gesto de la Junta Central recién creada para que atendiera los reclamos de los pueblos de América, cansados del "monstruo de la arbitrariedad”. A tal efecto proponían que la Junta Central "acuerde a cada virreinato la franquicia de estar representado por dos diputados” para que estando cerca del soberano “representen sus derechos”.
“Observaciones sobre el estado de América, escritas por León de Altolaguirre, Nicolás de Herrera y Manuel Rodrigo”, Madrid, 30 de septiembre y 5 de octubre de 1808, en Mayo Documental, tomo 111, Buenos Aires, Universidad de Buenos Aires, 1937, pp. 175-180 y 234-138.
El sistema combinaba el mecanismo electivo utilizado para la designación de alcaldes y el tradicional método del sorteo. La Real Orden de 1809 estableció que cada ayuntamiento de cada capital de gobernación debía elegir una terna de la que saldría sorteado un candidato; luego, el virrey y la Audiencia debían elegir una terna entre los candidatos de las distintas ciudades para después sortear al diputado del virreinato destinado a representar su jurisdicción en la Junta Central.
Una vez en marcha el proceso de elección, en algunos cabildos del Río de la Plata surgieron dudas o dificultades vinculadas básicamente a los requisitos de los candidatos y a cuáles eran las ciudades que gozarían del privilegio de elegir. Elevados los casos a la Junta Central, esta dispuso que debían intervenir en la elección todos los cabildos, pertenecieran o no a ciudades cabeceras. Fueron así electos representantes por Córdoba, La Rioja, Salta, San Juan, San Luis, Mendoza, Potosí, Santa Crüz, Mizque, Corrientes, Asunción, Montevideo, Santa Fe y La Plata. En Buenos Aires, en cambio, la elección no se verificó, en buena medida por el contexto conflictivo en el que se encontraba la ciudad al momento de recibir la orden de la Junta Central.

La novedosa situación planteada se complejizó. En algunas jurisdicciones, como fue el caso de Córdoba, la elección de 1809 desató numerosos enredos y conflictos. En dicha ciudad, el proceso comenzó el 2 de junio de 1809. Como ese día solo asistieron al cabildo 5 capitulares, se volvieron a reunir dos semanas después. En esa ocasión, el regidor Arredondo se quejó de la presencia del gobernador intendente, a quien se le recordó, según reza el acta capitular del 17 de junio de 1809, que la Real Ordenanza de Intendentes establecía que los gobernadores “no asistan a los actos de elecciones”. La terna elegida ese día fue anulada en la nueva reunión del cabildo del 7 de julio, por haberse designado un candidato residente fuera de la jurisdicción de la Intendencia.
Luego de diversas maniobras interpuestas para vetar diferentes candidaturas y de elevar consultas al virrey, se eligió finalmente una nueva terna, en la que el tercer candidato tuvo un empate de votos. Esto obligó a una nueva consulta al virrey. Pero la respuesta no llegaría hasta después de tres meses, ya que en ese momento se producía el relevo de Liniers por Cisneros. El nuevo virrey contestó a la misiva y mandó que se votara solamente por los dos candidatos empatados. La votación, en un clima ya muy caldeado, fue enredándose cada vez más, con acusaciones cruzadas. En medio de tales tribulaciones, el testimonio del defensor de pobres, Juan del Signo, es elocuente: al fundar su voto expresó que, "puesto que todos votaban por sus parientes”, él aprovechaba para hacerlo por su hermano, Don Norberto del Signo.
Pero un nuevo empate volvía a empantanar la situación. Se acordó a tal efecto consultar a un “letrado imparcial”, pero como solo había ocho en la ciudad y ninguno de ellos estaba exento de imparcialidad, se derivó el asunto al cura rector, José Tristán, quien en octubre se excusó de aceptar alegando que para cumplir tal cometido necesitaba la autorización del obispo. La consulta siguió, pues, el camino a Buenos Aires, y la respuesta llegó en diciembre. El fallo del virrey fue que la terna se completara con el más votado en la reunión del 10 de octubre, es decir, Ambrosio Funes, y que no se reparara en este caso en la residencia. El sorteo finalmente se realizó y la suerte le correspondió al deán Gregorio Funes.

En ese escenario, la dilación del proceso -debido a la lentitud en las comunicaciones, a lo complicado que resultaba el sistema electoral estipulado, por la Junta y a los conflictos desatados- hizo que, finalmente, no pudiera verificarse la selección final del diputado que representaría al virreinato del Río de la Plata en la Junta Central de la península. En realidad, ningún diputado americano pudo integrarse a ella ya que el avance de las tropas francesas sobre Andalucía provocó la disolución de la Junta y la formación de un Consejo de Regencia de cinco miembros.

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