Europa cambia de rostro
Desde los últimos años del siglo xvn comienza a operarse en la sociedad europea un cambio que, sutil y casi imperceptible en sus inicios, adquirió en el transcurso del siglo xvm las características de una verdadera revolución espiritual que conformó una nueva manera de pensar y de vivir, de creer y de gobernar.
El siglo anterior fue clásico, en el sentido académico del término. Pocas cosas expresaron mejor esta característica que las artes. La noción de equilibrio constituye el meollo de este clasicismo. No se admitía ninguna expresión desordenada, ninguna independencia exagerada, y los principios del buen arte estaban condensados en una serie de reglas a las que el artista debía someterse y por cuya intangibilidad velaban algunas de las grandes figuras de aquel tiempo como el poeta Malherbe.
Al pathos renacentista había sucedido, tras los espasmos de las guerras de religión, un ethos clásico. Tras las grandes pasiones el hombre europeo buscaba el equilibrio y el orden. No es casual que en el siglo xvn haya nacido el bon bourgeois, aspirante a una vida pacífica y sedentaria, deseoso de estabilidad y armonía. Tampoco es casual que éste haya sido el siglo de las Academias y de los gobernantes absolutos que ordenaban y controlaban sus reinos.
Pero todo equilibrio es inestable. Una vez alcanzado v gozado, una vez que hubo dado sólidos frutos en un artista como Racine y un monarca como Luis XIV, sus reglas se tornaron oprimentes y sus expresiones perdieron vigencia. En el momento mismo en que la Europa clásica parecía haber alcanzado la realización de sus objetivos espirituales v estéticos, un escalofrío la sacudió anunciando el futuro derrumbe del sistema. El bou bourgeois comenzó a revolverse inquieto en su sillón y aspiró, primero tímida y calladamente, luego manifiestamente, a nuevos horizontes y nuevas experiencias. En los casos en que estuvo dotado de un cerebro inquieto y fértil, comenzó a indagar la causa de su desazón y a cuestionar las normas que presidían su vida entera. La crisis del fin de siglo, con una lógica suprema, vino a expresar un movimiento de crítica, y esta crítica alcanzó lentamente a las instituciones y a las ideas imperantes, arrasando muchos de los pilares en que descansaba aquella sociedad.
El elemento más estable que el europeo encontraba a su alrededor, anterior aún al clasicismo que decaía, era el elemento religioso. Tal vez por ello las primeras críticas se manifestaron en este campo. Se comenzó por una crítica de la cronología bíblica, y tras ella se pasó a discutir la autoridad de los textos sagrados. Malebranche, deseoso de desarrollar un cartesianismo cristiano, logra someter, sin quererlo, la fe a la razón, Saint-Evremond proclama su incredulidad, y Spinoza reduce el cristianismo a la condición de un fenómeno histórico. Cuando comienza el siglo xviii, Pierre Bayle proclama su negativa de lo sobrenatural. El deslizamiento hacia el racionalismo y la indisciplina ha sido rápido. La dogmática está cuestionada, sea católica o protestante y los esfuerzos de un Bossuet y de un Warburton son insuficientes para detener la avalancha. Quienes lucharon en el siglo anterior por imponer una Iglesia a otra, vieron entonces sorprendidos que un grupo, minúsculo en número, pero de repercusión muy grande, cuestionaba y derribaba los principios de todas las Iglesias. Se abría camino una nueva fe agnóstica: la religión natural.
La nueva corriente no era atea. La razón decía a estos reformadores que Dios existía, pero no cómo era. Proclamaban un Dios sin mediación y sin Iglesia, un Dios cuyos únicos datos podía encontrar el hombre en la naturaleza por medio de la razón. Es cierto que una escasa minoría se deslizó hacia un materialismo científico y abrió paso al ateísmo y que un hombre de la significación de Voltaire terminó su evolución en un ateísmo agresivo, pero el deísmo fue predominante.
Para estos reformadores, la Iglesia Católica era el símbolo de la autoridad, de lo establecido y detestable, defensora de tradiciones que juzgaban perimidas y de dogmas que conceptuaban falsos. Era el antiideal, v en la medida en que era una rival poderosa, se afanaban en derrotarla. Las tesis de Frobenius (1763) y los sínodos cismáticos de Ems y Pistoia (1786) mostraron algunas heridas leves en el cuerpo eclesial. El emperador José II de Austria, ganado para las nuevas ideas, sometió la Iglesia al poder del Estado y sancionó por primera vez el matrimonio civil. Pero el golpe más expresivo fue la concertada persecución llevada contra los jcsuitas, símbolos del poder y el prestigio de la Iglesia. Esta persecución se extendió por Portugal, España, Francia, etc., dirigida por los partidarios de la nueva filosofía y la religión natural, y condujo a la expulsión de dichos religiosos y a la posterior disolución de la orden por disposición del Papa, que tuvo que ceder a las presiones diplomáticas. Europa continuaba llena de cristianos, pero el núcleo humano que marcaba el ritmo de esa Europa no pensaba ni actuaba como cristiano.
Algunos católicos intentaron una respuesta dinámica que recogiera los elementos positivos contenidos en las nuevas teorías. Fenelon dio los primeros pasos, con gran alarma de Bossuet. Fitzjames se propuso demostrar que la misma razón indicaba la sumisión a la autoridad divina; Genovesi encaró la depuración del modernismo para corregir lo malo y aprovechar lo bueno; el anglicano Butler sostuvo la concordancia entre la religión natural y la revelada. En conjunto, estos hombres y sus seguidores de menor cuantía constituyeron un movimiento que podemos designar como “cristianismo ilustrado”, y al que hay que adscribir una gran figura española: el padre Feijoo. Este intento no cuajó en la mayor parte de Europa, pero tuvo un desarrollo harto interesante en España, donde sin espectacularidad, pero con sobrado ingenio, un núcleo de pensadores intentó armonizar su fe religiosa con las otras connotaciones de la nueva filosofía.
Porque la revolución ideológica no se agotaba en su faz religiosa, por importante que ella fuera. Los reformadores, enfrentados al Dios-Persona, no pudieron menos que sustituirle, y poco a poco la razón pasó a ser Razón y representó para ellos, como dijo Hazard, algo muy semejante a lo que es la gracia para los cristianos. La razón era lo único seguro que tenía el hombre, era la guía que le iluminaba y que iluminaba al mundo. De allí el nombre de Iluminismo que se dio a este movimiento. El racionalismo quedó consagrado. Pero la razón se ejercitaba sobre los datos de la naturaleza, que era, exactamente, la razón explicitada en las cosas. El hombre comprendía así, a través de un ejercicio empírico, la condición del mundo, y el mundo le devolvía su imagen clarificada. En este sistema el racionalismo, el empirismo V el naturalismo se dieron el brazo.
El espíritu crítico no se limitaba al terreno religioso. Ma- rivaux se burlaba del sentimiento humano y Goldsmith de los prestigios sociales. Se quería mejorar un mundo que se sentía injusto e infeliz. Se expandió un ansia de felicidad a la que no bastaba la promesa cristiana de la felicidad en la otra vida. La felicidad se convirtió en un derecho tanto para las personas como para los pueblos. El hombre como individuo comenzó a separarse de la humanidad, y es sintomático, como señala Ogg1, que en el Diccionario francés de 1777 se registren ya, como palabras nuevas, “personalidad” y “optimismo”. Se construyó una nueva moral en medio de indecisiones y polémicas. Se comenzó por independizarla de la religión, se afirmó que lo moral era lo que hacía feliz al hombre, lo que era aprobado por éste, la simpatía, etc. Como denominador común se impuso el concepto de moral natural, y sus tres virtudes capitales que tienen larga trayectoria: tolerancia, beneficencia y humanidad. Los catecismos religiosos fueron reemplazados por catecismos filosóficos. Esta nueva moral sostuvo que el hombre era naturalmente bueno y que era la sociedad quien lo había corrompido. Nació el mito del “buen salvaje” y luego Rousseau consagró la bondad natural del hombre.
Se generaron cambios en la conducta humana. El personaje sedentario del siglo anterior se tornó en viajero, sus relatos abrieron el gusto por lo exótico, lo exótico abrió las puertas de la sociedad a los aventureros: es la época de Cagliostro y Casanova. También el exotismo proveyó de armas refinadas a los críticos y las Cartas persas de Montesquieu es uno de los más acabados ejemplos. El heroísmo cayó en desuso, pues estaba reñido con la idea de Humanidad, y Voltaire lo fustigó en su Siglo de Luis XIV. El hombre erudito se sintió ciudadano del mundo. El culto de la razón dio un tono nuevo a las reuniones sociales dominadas por el esprit de salón, donde el ingenio, la ironía y la cultura desempeñaban papeles insustituibles.
En el salón se daban cita las primeras cabezas de la vanguardia intelectual de aquel tiempo. Allí se lucieron Diderot, Voltaire, Fontenelle, Rousseau, Hume, Lessing, etc., en reuniones patrocinadas por mujeres cultas y elegantes, que agregaban a su donaire personal un ámbito de privacidad que excluía las posibilidades de la censura oficial. Madame Geoffrin y Mademoiselle de Lepinasse son ejemplos, entre muchos, de esta actividad.
Las afinidades culturales generan otras y la moral de la felicidad y del instinto destruyen muchas barreras. Si antes era tolerado rendirse a las exigencias de un par del reino, entonces lo fue capitular ante el brillo de un cerebro ingenioso.
Es muy difícil ponderar en qué medida influyó en esta mu
tación de la moralidad pn proceso de revaloración del sentimiento que se desarrolló paralelamente al racionalismo, pero es indudable que tal influencia existió.
Esta valoración del sentimiento, donde amor v angustia, vida V muerte, marchan entrelazados, constituye ya la raíz del movimiento romántico que en las postrimerías del siglo va a arrebatar al Iluminismo su cetro.
Con el Werther de Goethe y con Bernardino de Saint-Pierre y su famoso Pablo y Virginia, se dan ya todas las características del romanticismo.
Todo este proceso ideológico, expresado en multitud de libros, folletos y panfletos, se sintetizó en una obra que por la amplitud de sus temas y la categoría de sus colaboradores, constituyó el más genuino monumento del Iluminismo: la Enciclopedia, cuyos 17 volúmenes fueron apareciendo entre 1751 y 1772 bajo la dirección de D’Alembert y Diderot.
Este movimiento de transformación se dio, como es obvio, en forma lenta y gradual y nació en las capas superiores de la sociedad. Nobleza y alta burguesía lo adoptaron y dieron la tónica del siglo. Pero la penetración en las otras capas sociales fue más o menos lenta según los países, pero siempre pausada y parcial. Además el Iluminismo y sus secuelas, aunque triunfantes, no eliminaron las corrientes tradicionales. Tampoco el desarrollo fue parejo en los distintos países de Europa. Francia, Inglaterra y Alemania fueron la cuna del movimiento, y cada una le imprimió su sello nacional propio.

Si los Iluministas habían producido una transformación fundamental en materia religiosa y moral, no menos profundos fueron los cambios en el pensamiento jurídico y político. La teoría racionalista del derecho natural, anticipada por Grocio en el siglo anterior, recibió nuevo impulso hacia 1730 cuando Heinnecio definió el derecho natural como el conjunto de leyes que Dios promulgó para el hombre por medio de la recta razón. Por fin Mon- tesquieu lo definió como las relaciones necesarias que emanan de la naturaleza de las cosas. Con su habitual discreción, éste acababa de eliminar a Dios del derecho natural.
El más alto principio jurídico del Iluminismo nada tenía que ver ya con los derechos naturales afirmados por los pensadores cristianos del Medioevo. Como la religión y la moral, el derecho se hacía laico y rompiendo con Dios, se apoyaba en un principio —la razón— cuyo pretendido carácter absoluto era desmentido contemporáneamente por los mismos hombres que proclamaban su imperio y que se deslizaban, unos al escepticismo de Hume, otros al materialismo de La Mettrie.
El derecho natural no logró traducirse por entonces en una legislación, pero significó, y ese fue su aporte positivo, una lucha por la justicia; un intento, como dijo Hazard, de definir un valor inalienable que perteneciera en propiedad a cada uno de sus individuos y que protegiera por sí mismo sus derechos. Ejemplo de esta lucha fue la llevada a cabo por Cesare Beccaria propugnando la reforma penal y carcelaria.
Tampoco en el orden político estas doctrinas lograron una manifestación rápida. Desde el siglo anterior el absolutismo era considerado la forma ideal de gobierno del Estado, forma cuyas características y principios doctrinarios hemos analizado en otro capítulo. Pero el absolutismo, incólume en la práctica, no lo estuvo en la teoría y ya en el siglo xviii Grocio había mostrado al derecho natural como límite del poder real, retomando y modificando la tradición escolástica. Posteriormente Pufendorf había revivido la idea del pacto como fundamento del poder político. Hacia el fin del siglo Locke desarrolló la doctrina pactista, sosteniendo convelía los tres derechos fundamentales del hombre: vida, libertad y propiedad. Fenelon, encargado de la enseñanza de un príncipe real, hacía una crítica lapidaria del absolutismo.
Poco a poco la idea de la felicidad de los pueblos se expresaba en un deseo de libertad política que iba a ser cada vez más notorio y que, según Diderot, era una de las características del siglo.
Montesquieu y Voltaire, siguiendo la línea de Locke, buscaron en el régimen parlamentario y en la división de los poderes del Estado la garantía de un régimen político internamente equilibrado que fuera a su vez la garantía de la libertad del ciudadano. Con ellos, y desde ellos en adelante, el sistema político inglés se convirtió en el modelo admirado de todos los intelectuales.
Más impacientes v radicales, otros hombres que deseaban modificar la estructura social y política de Europa, llegaron a la conclusión de que tal reforma sólo podía operarse desde el poder mismo, y estándoles cerrada esa puerta, era necesario asociarse secretamente con aquel fin. Partidarios de la religión natural, su modelo fue la razón, que revelaba en sus obras el Gran Arquitecto, su Dios. Ellos no eran sino humildes albañiles de la gran obra de reforma, y de allí derivaron su nombre de “masones” (inglés: masón y francés: maçon — albañil). Afirmado el movimiento en Francia, recibieron el nombre de “francmasones”. Como casi todas las sociedades secretas, paulatinamente construyó su dogma y su culto propio adquiriendo ciertas características de secta.
Mientras estas teorías adquirían difusión en los medios intelectuales, los monarcas absolutos de Europa sentían el atractivo de la nueva filosofía y la interpretaban a su manera, según sus intereses. El objeto de la política era la felicidad de los súbditos y el monarca era el hombre destinado a construir esa felicidad. Para ello debía ilustrar a su pueblo, hacerle conocer las virtudes de la razón y los hallazgos de la ciencia, y si el gobierno más sabio debía ser hipotéticamente el de los filósofos, el monarca debía convertirse en filósofo, como Federico de Prusia, o servirse de aquéllos para gobernar más sabiamente. El déspota coronado se hizo así un déspota ilustrado.
Los filósofos acogieron complacidos la nueva alianza ante la posibilidad de servirse de los reyes para imponer su reforma. Voltaire era pensionado por el rey de Prusia y José II de Austria no se paraba en introducir modificaciones revolucionarias en sus dominios. Pero en realidad eran los reyes quienes se servían de los filósofos. Para mejor llevar a cabo la ilustración de sus pueblos les pareció útil concentrar en sus manos la mayor cantidad posible de poder. José II en su política antieclesiástica no hacía otra cosa que someter el poder eterno a su mano temporal. El agnóstico Federico de Prusia practicó la tolerancia religiosa como un medio para la unión de sus súbditos y se transformó en la cabeza de una gran "bureau-cracia”. Hasta en la misma Inglaterra, Jorge III intentó restaurar el gobierno personal en desmedro de los derechos del Parlamento.
Resulta difícil explicarse esta extraña alianza entre los teóricos de la reforma y el poder absoluto. Tal vez, como ha señalado Hazard, el punto de coincidencia era la lucha contra los privilegios, acción que tendía a barrer los últimos vestigios del feudalismo. Además, los filósofos buscaban la felicidad del pueblo y los déspotas el progreso económico de sus naciones. Los primeros alzaban la imagen de la razón y los segundos racionalizaban el Estado.
Estas coincidencias no podían ocultar las diferencias intrínsecas: mientras unos propugnaban el poder absoluto, los otros cultivaban el principio de la libertad. Sin embargo, la mayoría de los pensadores del siglo no desarrollaron esta antinomia hasta sus últimas consecuencias v se contentaron prudentemente en proponer como ejemplo al régimen político inglés. Tal vez el espíritu conservador y refractario a las reformas sociales de la mayoría de estos hombres los condujo a esa actitud, que años después les reprocharía Robespierre.
Pero en 1762 Juan Jacobo Rousseau, hombre de genio confuso y de temperamento inestable, publicó El contrato social, libro clave en la política de Occidente y cuya influencia sólo puede compararse a la ejercida por El príncipe de Maquiavelo. Sostenía el filósofo ginebrino que los hombres habían constituido la comunidad social por medio de un pacto en el que habían renunciado a todos sus derechos, constituyendo un cuerpo colectivo y moral que era el verdadero soberano. La soberanía se expresaba en la Voluntad General y ésta representaba la esencia de la humanidad de los contratantes. Se comprende que esta tesis resultara intolerable para todas las testas coronadas, y aun para el moderado régimen británico. Desde que Bodin traspasó el concepto de soberanía —concepto absoluto— de la teología a la política, ningún otro paso tan trascendental había dado el pensamiento político como este traspaso de la soberanía a la Voluntad General. No se trataba ya del pacto de Suárez entre gobernados y gobernante, por el cual aquéllos cedían a éste el poder en ciertas condiciones. Se trataba ahora de un pacto entre los mismos gobernados o mejor dicho, entre los hombres en su condición de tales, que disolvían su individualidad en un cuerpo moral, la sociedad o pueblo, y sus voluntades personales en una voluntad general.
Esta no era la suma de las voluntades particulares, sino la constitución de una nueva “persona moral”, que sustituía y tomaba el lugar de cada uno y todos los contratantes.
Rousseau no precisaba debidamente cómo se expresaba esta Voluntad General, pero una cosa quedaba clara: la delegación de la soberanía al gobernante era inaceptable porque la soberanía era inalienable. Se podía delegar el poder o gobierno, pero no la voluntad soberana. Los mandatarios políticos debían limitarse a ejecutar las decisiones de la soberanía. En consecuencia estos mandatarios ya no eran siquiera representantes del soberano, sino meros funcionarios ejecutivos. Los alcances revolucionarios de esta tesis saltaban a la vista, y esto explica que El contrato social se convirtiese en el libro de cabecera de la Revolución Francesa y tuviera mayor o menor incidencia en todos los movimientos libertarios del siglo siguiente.
Pero la teoría de Rousseau contenía otra vertiente, de tono estatista y que sirvió a las futuras tesis totalitarias. La Voluntad
General no era cuantitativa sino cualitativa, desde que era un ente moral y no la voluntad de todos. Luego, nadie podía separarse de dicha voluntad general y quien lo intentara podía ser forzado a reintegrarse y por esta vía forzado a ser “libre”; no existía el derecho de la minoría y ésta debía someterse a la decisión de la mayoría que expresaba la Voluntad General. De allí la oposición de Rousseau —señala Mondolfo— a las discusiones, la propaganda y los partidos, como a toda manifestación de intereses particularistas.2 Rousseau, que al arrebatar la soberanía al príncipe ponía la piedra fundamental de la democracia moderna, al establecer la tiranía de la Voluntad General, extendía simultáneamente la partida de defunción de aquélla. Los efectos prácticos de este dualismo se inscribieron en la historia de Occidente desde la Revolución Francesa hasta la guerra de 1939.
El equilibrio de las potencias
Mientras en el alma de Europa se operaba tamaña transformación espiritual e ideológica, los príncipes europeos practicaban una persistente diplomacia cuyo objeto era el equilibrio de las potencias. Unas, como Inglaterra, trataban de mantener un delicado contrapeso de fuerzas, que les dejaba cierta libertad operativa; otras, como Francia, procuraban romperlo en beneficio propio. Las argucias y recursos de esa complicada diplomacia provocaron con frecuencia enfrentamientos que no encontraron otra solución que el campo de batalla. Ogg recuerda la sintética expresión del alemán Bielfeld, testigo de aquellos enredos: “Las guerras conducen a los tratados y los tratados son la fuente de todas las guerras”.3
De Suecia a Turquía, y de Rusia a Holanda, las tierras del continente vieron avanzar y retroceder a los ejércitos de todas las naciones, grandes y pequeñas. La guerra era entonces un monstruoso deporte, al que los nobles —que representaban la gran mayoría de la oficialidad de los ejércitos— concurrían con sus equipajes y sus lacayos, como quien asiste a una partida de caza. Los guerreros mantenían el corazón frío en estas luchas porque en ellas no estaban en juego altos ideales. Nada ilustra mejor esta situación que el intercambio de frases entre los rivales en la faz inicial de la batalla de Fontenay (1745): Tirez les premiers y A vous rhonneur. Esta caballerosidad exquisita revelaba, a la vez que el refinamiento del siglo, la falta de compromiso de los guerreros con el objeto de la guerra. Deporte de reyes se la llamó con justicia, pues los monarcas iban a ella en procura de ventajas calculadas: tal provincia, tal región, la modificación de tal cláusula de un tratado, todo al precio de un costo también calculado. Cuando este costo se excedía, sea en dinero, en vidas humanas o en prestigio dinástico, se renunciaba a la presa buscada, a cambio, si era posible, de alguna compensación menor, y se negociaba la paz a la espera de que un cambio en las circunstancias internacionales permitiera jugar un nuevo partido con mejor suerte. En este deporte los reyes arruinaron sus naciones con la misma displicencia con que un buen jugador arruina su bolsillo.
La guerra continuaba en las cancillerías, donde agentes y embajadores procuraban romper alianzas o ganar neutrales que eran literalmente comprados con la oferta de un territorio propio o ajeno. Los mejores conductores militares del siglo —Belle Isle y Saxe en Francia, Malborough en Inglaterra, Loudon en Austria— poco podían hacer fructificar sus triunfos en este panorama.
Pero estas guerras que tenían algo de parada y otro tanto de parodia, no estuvieron exentas de contornos trágicos. Á través de ellas Polonia perdió la tercera parte de su territorio, Suecia perdió sus posesiones en el Báltico, Sajonia su independencia misma. Pero más interesante aún es señalar que bajo este trasfondo fútil y caballeresco comenzaba a tomar forma otro estilo de guerra: Federico de Prusia organizaba todo su reino en función de la guerra, María Teresa apelaba al nacionalismo húngaro para salvar su corona, el mariscal de Saxe proponía el servicio militar obligatorio. La guerra, además, dejaba de ser europea para convertirse más que nunca en universal: se luchó en Canadá, en la India, en las Antillas, en Sudamérica. Faltaba despertar el espíritu nacional y darle un motivo para pelear para que la guerra recobrara su perdida violencia. La guerra de la independencia norteamericana demostró la impotencia del viejo ejército de maniobra frente a un ejército popular animado por un ideal. Y esta experiencia se reeditó poco después y en mayor escala cuando los jefes de la Revolución Francesa proclamaron la Nation en armes. La guerra dejó de ser asunto de profesionales y se hizo sangrienta y total. Napoleón, sobre el fin del siglo, señaló la culminación del proceso. La guerra de marchas y contramarchas había terminado y se abría camino la batalla de destrucción.
Desde el siglo anterior y con la declinación del poderío español y holandés, dos potencias, Inglaterra y Francia, compartían la hegemonía europea, pues si para la primera ya era un hecho que Britain rules the seas, para la segunda no era menos cierto que Francia regía el continente. El estilo de la política internacional de la época, que hizo que alguna vez se le llamara diplomacia fútil, condujo a un juego de alianzas y rupturas harto variadas y complejas, pero las líneas generales del cuadro consisten en el deseo de Francia y Austria de conservar y acrecentar su poderío continental, en el deseo de Prusia de consolidar su existencia como potencia europea y en la constante preocupación de Inglaterra de oponerse a quien amagara lograr un poder desmesurado, y que eventualmente pudiese amenazar su dominio naval. En torno a estos intereses, Rusia hizo su aparición en el este, participando por primera vez en los asuntos europeos, y España, tras la ascensión al trono de Felipe de Borbón, salió de su aislamiento frente a Europa para empeñarse —o verse envuelta— en muchos de los conflictos continentales, pero sin una definida línea política propia. España se reincorporó a la política europea, pero a la zaga de las grandes potencias.
Mientras tanto Europa crecía, y las variantes de su población nos dan una pauta parcial de su evolución política y económica.
En el curso del siglo la población de Francia se elevó en un 25 % alcanzando los 28 millones de habitantes, la más alta cifra de Occidente; Bélgica y Gran Bretaña duplicaron su población, Prusia la aumentó en un 80 %, es verdad que con la incorporación de nuevos territorios; España a su vez creció un 45 c/c y llegó al fin de la centuria con diez millones de habitantes. Rusia se levantaba en el Oriente con más de treinta millones de almas, pero su futura importancia todavía no era comprendida-en Europa. Comenzaban los grandes conglomerados urbanos: Londres llegaba a medio millón de habitantes y doblaba a la población de París.
En la búsqueda del equilibrio europeo, Francia y Gran Bretaña estuvieron casi siempre enfrentadas, e igual sucedió entre Francia y Austria. La aparición de Prusia en el panorama europeo como potencia en expansión alteró algo este esquema y provocó la alianza de Francia con Austria; también hubo un momento en que por temor a que esta última interviniera en la competencia naval, Inglaterra se unió a Francia para oponerse al emperador. A través de las guerras por la sucesión de los tronos de España, Polonia y Austria, la Guerra de los Siete Años, la de Polonia y Baviera v otras guerras menores, produjeron los siguientes cambios fundamentales en el panorama internacional: Francia, gananciosa en Bélgica y Lorena, perdió estruendosamente su imperio de ultramar: la India, salvo algunos puertos factorías, todo el Canadá, y varias islas del Caribe pasaron a manos inglesas y la Luisiana occidental fue cedida en compensación a su aliada España. Su fracaso en la Guerra de los Siete Años y su inoperancia ante la partición de Polonia, indicaron que Francia había perdido el timón de la política continental e iniciaron el desprestigio de la casa real. Prusia emergía poderosa, con la absorción de Sajonia y de la Prusia polaca y otros territorios menores. Polonia desaparecía como potencia para siempre, perdiendo la tercera parte de su territorio a manos de Rusia y Prusia, y a último momento de Austria, que no quiso perder su parte de la presa. Rusia creció no sólo a expensas de Polonia, sino de Suecia y de Turquía, logrando así tres objetivos: avanzar su frontera hacia el oeste, conquistar la costa báltica y el acceso al Mar Negro. Austria sólo obtuvo la Galitzia polaca, perdiendo en cambio varios territorios en Italia, los Países Bajos y Alemania, y su situación estratégica quedó seriamente comprometida. Cerdeña empezó a adquirir personería internacional y España salió de la serie de conflictos armados con heridas serias pero no definitivas. Había perdido Gibraltar, pero obtenido para la familia real el reino de Nápoles y las Dos Sicilias. Posesiones y tierras perdidas a lo largo del siglo como Malvinas, Menorca y Florida, fueron recuperadas en último término. Se perdió Río Grande, en Sudamérica, pero se reconquistó definitivamente la Banda Oriental del Río de la Plata.
Gran Bretaña entretanto se había beneficiado de una política mantenida con una notable persistencia y claridad de objetivos, así como con un gran sentido de adaptación a las circunstancias. Mientras Austria, Prusia y Francia eran movidas casi exclusivamente por objetivos continentales europeos, Inglaterra actuaba principalmente en función de sus objetivos extraeuropeos. El propósito básico de la política inglesa, que representaba sin duda alguna los verdaderos intereses de su población, consistía en la expansión comercial a través de un creciente comercio marítimo intercontinental. En ese objetivo entraba como parte necesaria despojar de sus posesiones a las otras potencias coloniales de modo de poseer bases territoriales que sirvieran a la vez a la expansión comercial y a la contención territorial de aquellas otras potencias. Desde estas posesiones se podía realizar además un comercio de contrabando que a la vez de dejar pingües ganancias desarticulaba el poderío de sus rivales. Para sostener esta política Gran
Bretaña afirmó cada vez más su poderío naval, de modo que cuando se enfrentó con Francia los colonos iraqueses se encontraron aislados de su metrópoli en tanto que Inglaterra mantenía abiertas sus comunicaciones.
Francia y España no vieron —o lo vieron demasiado tarde— que el destino de la supremacía mundial se iba a dirimir en el mar. Francia tampoco valoró sus posesiones de ultramar debidamente. En cambio los reyes de España captaron el peligro que se cernía sobre el imperio americano. Tras la desastrosa guerra de la Sucesión de España (1701-1713), ésta debió otorgar a Inglaterra la condición de nación más favorecida en las relaciones mercantiles, permitir el establecimiento de un Asiento de Negros manejado por Inglaterra en el Plata y permitir un navio anual inglés de registro en el comercio colonial. Además Portugal había quedado dependiendo económicamente de Inglaterra. La situación no parece formalmente demasiado terrible, pero todas las pequeñas ventajas inglesas significaban amenazas notorias al comercio español y perspectivas de mayor contrabando.
A partir de ese momento España vuelve a preocuparse por su América, fomenta la economía metropolitana y se dedica a reconstruir sus flotas militar y mercante.
Desde el ascenso de Fernando VI al trono de España en 1746, esta política pierde persistencia. Los deseos pacifistas del monarca y la influencia en la corte de ciertos elementos anglofilos, hacen perder conciencia sobre el peligro existente. Pese a ello el marqués de Ensenada trata de reorganizar la marina y de buscar una aproximación con Francia, ya que era evidente que si Inglaterra eliminaba a Francia como potencia colonial quedaría libre para atacar al imperio español. Pero el rey Fernando no aprovechó la paz para preparar al Imperio para las grandes empresas a que se vería abocado a corto plazo. Cuando en 1756 estalló la guerra de los Siete Años, Inglaterra se dedicó a destruir sistemáticamente el poderío ultramarino francés, mientras España observaba neutral e indiferente.
Antes de que el desastre francés se consumara, muere el rey y le sucede su hermano Carlos, rey de Nápoles y las Dos Sicilias, con el nombre de Carlos III. Como bien observa Gil Munilla, el haber actuado ya como jefe de un Estado comprometido en la política europea, había permitido a Carlos III observar desde afuera la política española. Esa observación le facilitó la comprensión de cuál debía ser la conducta internacional de España: pasar de la pasividad a la neutralidad armada.
Como el nuevo rey encontró a España casi en bancarrota y con sus fuerzas armadas desmanteladas, no podía ir mucho más allá pese a que veía cómo Gran Bretaña iba destruyendo metódicamente a su único y eventual aliado para el futuro: Francia. Sin embargo y pensando sobre todo en ese futuro, se decidió por la firma del Tercer Pacto de Familia en 1761, por el cual las dos potencias borbónicas unían sus intereses coloniales y constituían una alianza ofensiva y defensiva. Era evidente que este Pacto conducía a la guerra para la cual España no estaba preparada, Francia demasiado vencida ya e Inglaterra bastante fuerte aún para nuevos esfuerzos, pero se cumplía en él el propósito real de que España no quedara sola frente a Inglaterra.
El Tratado de París de 1763 puso fin a la breve lucha. España perdió la Florida y debió restituir los territorios ganados sobre posesiones portuguesas. Este tratado no constituía sino un impasse en la guerra colonial. Hemos tratado de fijar sus connotaciones nacionales e internacionales porque el enfrentamiento entre las potencias mencionadas constituye la causa principal de la creación del Virreinato del Río de la Plata en 1776, a cuyos detalles nos referiremos más adelante.
Adelantemos ahora que dicha creación va a tener lugar mientras se desarrolla una nueva guerra que va a significar la ruptura del orden colonial: las trece posesiones inglesas en América del Norte se sublevan contra el poder metropolitano y desembocan en la independencia. Sus lógicos aliados entonces son los enemigos tradicionales de Inglaterra: Francia y España, potencias coloniales que apoyan por motivos internacionales una sublevación colonial.
Mientras Carlos III adelantaba sus reformas para asegurar el Imperio, en el norte de América surgía un régimen republicano en el nuevo Estado independiente, bien distinto por cierto de la Confederación Suiza y del híbrido sistema holandés. Se trataba ahora de una república democrática, basada en las enseñanzas de Locke y de Montesquieu. Las doctrinas que agitaban a Europa desde medio siglo atrás, comenzaban a fructificar en los hechos y poco faltaría para que la crisis francesa desembocara en la gran revolución de 1789 que consumó con el regicidio su repudio al Antiguo Régimen y lanzó a Europa por la ruta del nacionalismo y del republicanismo.
Pero antes de entrar a analizar las reformas Carolinas conviene decir dos palabras sobre el panorama social c ideológico de la España de esos años.
Al terminar el siglo xvn España parecía morir de agotamiento, no sólo como potencia internacional, sino como personalidad nacional. Replegada sobre sí misma y perdido el ímpetu creador, los últimos grandes destellos que surgen de ella en ese mismo siglo destacan mejor la vaciedad que le sigue. Cuando se dobla el cabo de la centuria, la conciencia del fracaso de España es general en los medios pensantes. Pero la fobia a lo extranjero y la falta de una verdadera autocrítica impedían el renacimiento que el pasado de la personalidad española se merecía. Dijo Sán- chez-Albornoz que por entonces España “no vivió, duró; duró en un somnoliento y casi inconsciente letargo, a lo largo de dilatadas e inacabables décadas”.
Cuando muere Carlos II, imagen visible de aquella decadencia, está apareciendo en la Península un grupo de hombres decididos a repensar a España. Al sacudir así la inercia, abren el cauce a la reforma que adoptará en el siglo múltiples caminos. Como todo movimiento de esta índole, comienza con un proceso de crítica, y nadie llenó mejor esta función ni tuvo mayor repercusión que el fraile benedictino Benito Feijoo. También en Feijoo se inicia un proceso peculiar: la recepción en España de nuevas ideas, pero no adoptadas como trajes extraños, sino la adecuación de las mismas al estilo de España. Feijoo no reniega de lo español sino de las taras de España. Nadie tan español, hasta los tuétanos, como él. Por eso habló a sus compatriotas con una franqueza V una rudeza netamente hispánicas.
No en vano su obra principal se llamó Teatro crítico universal, señalando la amplitud de su prédica. Bien asentado sobre los valores de su religión y de su patria, nadie pudo tacharle con justeza de heterodoxo ni de extranjerizante, pero Feijoo arremetió contra las xenofobias paralizantes y contra las supersticiones que afeaban la fe auténtica de los cristianos españoles. Eos frutos de su obra los expone un peninsular de la época de Carlos IV:
Ya, gracias al inmortal Feijoo, los duendes no perturban nuestras casas; las brujas han huido de los pueblos; no inficiona el mal de ojo al tierno niño, ni nos consterna un eclipse que con prolija curiosidad examinamos muy atentos.4
Ubre de temores v de prejuicios, exaltó los méritos del trabajo, la necesidad del fomento agrícola, los males de la nobleza ociosa, etc.
¿Qué caso puedo vo hacer, decía, de unos nobles fantasmones que nada hacen roda la vida, sino pasear calles, abultar corrillos v comer la hacienda que les dejaron sus mayores? '■
No menos claro era su tratamiento del nacionalismo español:
Busco en los hombres aquel amor de la patria que hallo tan celebrado en los libros; quiero decir aquel amor justo, debido, noble y virtuoso, y no lo encuentro. F.n unos no veo algún afecto a la patria; en otros sólo veo un afecto delincuente, que con voz vulgarizada se llama pasión nacional.“
Durante el siglo anterior el antimaquiavelismo había sido una constante de la literatura política española. Feijoo se alza contra el miro de Maquiavclo. La virtud, dice, no está reñida con la utilidad, ni la justicia con la conveniencia. F1 insigne florentino no inventó la inmoralidad política. Lo inmoral en política es la pasión de dominar. Fl mal no está en Maquiavelo sino en el poder. Arremete luego contra los héroes, seres “fabricados en la oficina de la ambición”, y volviendo a la política intenta desmontar de un golpe el principio absolutista, volviendo a las viejas fuentes: el rey es para el reino y no al revés.
Feijoo no es sino el comienzo de una revolución cultural e ideológica. Le siguieron otros: el padre Sarmiento, el médico Pi- quer, el naturalista Clavijo, etc. Las puertas de España se abrieron a la recepción de la literatura europea. Primero entraron las obras científicas: Buffon, Linneo, Pluche. Luego tuvo cabida la Enciclopedia, el Emilio de Rousseau, Montesquieu, Condillac, etc. Tras los economistas europeos se forma una pléyade de españoles: del Campillo, Bernardo Ward, Ulloa, Ustaritz, Sempere, etc. Poco a poco comienzan a aparecer los ultras de la reforma social y económica: Urquijo, el conde de Aranda, el duque de Alba, Cam- pomanes, el peruano Olavide y muchos otros.
Los continuadores de Feijoo no se detuvieron donde él se detuvo ni respetaron lo que él quiso respetar. La neta característica cristiana del ideal de Feijoo se desdibuja y pierde en muchos de estos pensadores que Menéndez y Pelayo ha reunido bajo el nombre-anatema genérico de heterodoxos; y si muchos lo fueron, el movimiento en su conjunto fue más galicano que anticatólico, más anticlerical que agnóstico. Y si se deja de lado a masones como Aranda y a epígonos como Lista, es más representativo del espíritu de la Ilustración española Gaspar de Jovellanos, quien, al fin del siglo, como Feijoo al principio, trabaja por una ilustración cristiana.
Pero mientras este movimiento —que por otra parte sólo penetró a parte de España— aplicó sus ímpetus sobre todas las instituciones, incluso la Iglesia, fue paradójicamente, como señala acertadamente Sánchez Agesta, el instrumento de la máxima exaltación del despotismo monárquico.
Esta generación preparó en España la liquidación del antiguo régimen, hasta el punto que cuando las Cortes de Cádiz emprendieron esta revisión apenas si pudieron hacer otra cosa que alancear cadáveres; esta generación sembró el odio que iba a quebrantar la Iglesia como institución social en el siglo xix; esta generación criticó, acosó e hirió finalmente de muerte a la nobleza; esta generación liquidó de hecho la autonomía de nuestras universidades, adelantándose en cinco lustros a la centralización napoleónica, y transformó el espíritu de su enseñanza; esta generación destruyó sistemáticamente la organización gremial; en una palabra, desmontó en España el régimen tradicional, sin entrar a enjuiciar lo que pudo haber de oportuno o justo en algunas de esas medidas; pero para todas estas empresas se apoyó en la autoridad regia, a la que exaltó como instrumento, hasta sus últimos límites. Quien quiere textos españoles que ensalcen el absolutismo, al siglo xviii tiene que ir a buscarlos.7
La doctrina política clásica española fue efectivamente abandonada. Feijoo no fue seguido en este punto. Por el contrario, los ministros ilustrados lograron la prohibición de las obras de Mariana y Suárez.
Corolario lógico de esta doctrina fue un acentuado regalismo en los asuntos de la Iglesia. El bien de la Iglesia estaba ligado al del Estado y uno no podía subsistir sin el otro. De ahí que fuera necesario dirigir a la Iglesia para acordarla con los intereses de la política. Buenos católicos, hombres devotos, como el propio Carlos III, participaron de esta idea, aprovechada por aquellos que se sentían enemigos de la Iglesia aunque no lo confesasen.
Bajo estos impulsos tomó vuelo la idea de dar a los obispos el máximo de atribuciones, sustrayéndoles así al máximo posible de la autoridad papal, la que debía, en el pensar de los reformadores, ser sustituida por la autoridad real. Contra esta actitud se alzaron los jesuítas. Estos habían sido el objeto de los celos y ataques en Europa de los librepensadores e ilustrados. En 1759 fueron expulsados de Portugal y en 1764 de Francia. Desde 1760 su situación era difícil en España, donde se les señalaba como el primer obstáculo a la afirmación de la autoridad real sobre la Iglesia. El conde de Aranda, secundado por Floridablanca, se preparó para darles el golpe de gracia. Se fraguó un motín, o se les endilgó uno existente, y se les declaró culpables por una Comisión Real integrada por cinco prelados. La sentencia de expulsión se cumplió en abril de 1767, con la aprobación de buena parte de los obispos españoles, que no captaron el último significado de la medida, como tampoco lo captó el propio rey.
Cuando Carlos III llegó al poder, las reformas de sus antecesores borbónicos no había logrado extraer a España de su postración económica. La doctrina mercantilista había dominado las relaciones económicas de Europa durante el siglo diecisiete y la primera parte del dieciocho. Su principio básico fue que la riqueza de una nación dependía de la cantidad de metales preciosos que pudiera acumular. Se procuraron economías nacionales, protegidas, cuyo comercio exterior se orientara a la importación de materias primas y a la exportación de productos manufacturados.
Pero estos principios entraron en crisis v otros hombres —(Mantillón, Quesnay, etc.— afirmaron que la riqueza de un F.stado dependía de la abundancia de su población y de su agricultura, única fuente creadora de riqueza.
F.ste cambio de opinión estuvo basado en un hecho cierto: el crecimiento de la población europea había creado una mavor demanda de productos alimenticios, no siempre satisfecha, lo que obligó a los gobernantes a fomentar el desarrollo de la agricultura. Ksta escuela se autodenominó fisiocracia; opuso a la economía cerrada de los mcrcantilistas una economía abierta, más internacional, con un aflojamiento del proteccionismo; fomentó la empresa libre de controles estatales v se hizo dogma el principio del Laissez faire, laissez passer. La fisiocracia era la expresión económica del individualismo naciente.
Mientras Francia mantenía el prestigio de sus industrias del lujo v de la seda c Inglaterra aparecía como gran competidor textil, todas las potencias fomentaron su agricultura. Se comenzaron en toda F.uropa a explotar los yacimientos minerales. La industria metalúrgica alcanzó inesperado vigor. Inglaterra daba los primeros pasos hacia el maqumismo y la revolución industrial. Hacia fin del siglo utilizaba la fuerza del vapor en su producción manufacturera. Una población creciente v paupérrima le proveyó mano de obra barata, en buena parte infantil, y utilizada sin escrúpulos. El desarrollo era impulsado por la abundancia de capitales. Con la revolución industrial nacía su hermano, el capitalismo.
La situación en España era bien distinta. Con muy buen criterio sus economistas adoptaron una actitud ecléctica aprovechando lo que les pareció más saludable de las doctrinas mercantilista y fisiócrata. De la primera mantuvieron el fomento de las industrias —por medio de premios al establecimiento de nuevas fábricas que llegaron hasta el otorgamiento de títulos de nobleza—, el debilitamiento de los gremios, las limitaciones al comercio de exportación de materias primas, etc. De los fisiócratas tomaron su preocupación por el desarrollo de la agricultura —materializado en la formación de innumerables Sociedades de Amigos del País— y los intentos de colonización de las regiones despobladas de España. Se incrementó la explotación de los yacimientos de hierro, se fomentó la industria naval, la de tejidos de algodón adquirió notoriedad y la industria del papel logró un buen desarrollo. Las guerras periódicas provocaron crisis más o menos marcadas, pero hacia el fin del siglo la situación económica española había mejorado notoriamente.
Después de haber enumerado los cambios que se van produciendo en el modo de pensar español de este siglo, corresponde preguntarse hasta qué punto se había o no producido una mutación en el ser nacional español, y qué capas de su sociedad habían sido más y menos alcanzadas por aquella transformación ideológica.
La fe católica y la preocupación por el honor seguían siendo los componentes esenciales del alma española, aunque se combinaran menos fácilmente que otrora en aquellos resultantes que representaban individualmente la imagen político-religiosa de la ortodoxia española: el honor de ser cristiano y la limpieza de sangre.
Las ideas ilustradas no habían penetrado toda la estructura social.
Hacia 1797 la población de España superaba los diez millones y medio de habitantes. Sobre cada cien españoles, un censo realizado unos años antes por Floridablanca indicaba quince nobles, cinco eclesiásticos, dos militares, un empleado administrativo, diez artesanos y comerciantes, siete domésticos y sesenta campesinos.
Casi medio millón de españoles cubrían los cuadros de la nobleza, integraban el cortejo real, los altos cargos de palacio, embajadas, virreinatos, buen número de jefaturas militares y administrativas. Mantenían muchos de los privilegios de otrora —sociales, penales y financieros— pero carecían de un poder político directo. Las rentas de la propiedad territorial permitían al conjunto de esa aristocracia una espléndida situación material, pero el sentido defensivo de sus privilegios la iba separando progresivamente del pueblo.
El concepto de pueblo para los ilustrados estaba limitado a las clases altas de la población. Cuando más se extendía a los sectores burgueses. El resto del pueblo era considerado pasivamente. La ilustración no le estaba destinada y a lo sumo se le extendían ciertos beneficios educativos como una “concesión” y una necesidad para el progreso general. Tal vez esta mentalidad aristocrática del movimiento ilustrado haya influido en la orientación de los nobles hacia el racionalismo, la afición por las artes y las ciencias, la tolerancia religiosa y demás tópicos del movimiento. Esto creó un distinto nivel de ideas y de creencias entre la clase alta y los demás sectores de la sociedad española más apegados a los valores tradicionales.
Distinta era la mentalidad eclesiástica, formada por un clero heterogéneo. El 1,5 % de la población española habitaba en dos mil conventos y mil ciento veintidós casas monásticas que se repartían sesenta y nueve órdenes. Reunía el estamento eclesiástico un notable número de misioneros y sacerdotes ejemplares junto a seres que buscaban en la vida religiosa sólo sobrevivir a las miserias populares. Las rentas de la Iglesia seguían siendo cuantiosas. La Ilustración no logró nunca deteriorar el clima religioso en términos de difusión popular. El “señor cura” seguía siendo ciencia y consejo. El sacerdote educaba al noble, pero también evangelizaba gitanos y asistía al condenado a muerte. Esa vida compleja y rica rescataba en cierta medida al clérigo de un contexto intelectual mediocre y una formación teológica anquilosada. Sólo algunas grandes figuras, prelados en general, recogieron las influencias ilustradas en sus formas más benignas. El clero en su mayoría, popular en su extracción y forma de vivir, se mantuvo, como el grueso del pueblo, rabiosamente apegado a las formas tradicionales del estilo español y por tanto impermeable a las nuevas ideas.
En el siglo xvin toma vuelo la burguesía, aunque sin alcanzar el desarrollo —excepto Cataluña— que tuvo en el resto de Europa y en el siglo siguiente en la propia España. Pero de ella principalmente saldrán los reformadores de la época, del brazo con los nobles de avanzada. Gozarán del favor de la Corona y brindarán al gobierno el aporte de universitarios, administradores, científicos, comerciantes e industriales. José Moñino, luego conde de Eloridablanca, Gaspar de Jovellanos, Aranda, son ejemplos típicos de este grupo social y su participación en la reforma.
La universidad fue uno de los sitios preferidos de la burguesía. Inicialmente fue un baluarte sólido contra las nuevas ideas llegando a afirmarse en 1770 que “ningún doctor de Salamanca, para profesar el Derecho, necesitaba servirse de obras ajenas” pues “bástale a la Facultad con ser el baluarte inexpugnable de la Religión”. Pero poco a poco esta rigidez disminuye bajo los ataques de hombres como Jovellanos, que llama a la Universidad productora de sumisos a la autoridad, ausentes de criterio propio y cultivadores de la memoria y el silogismo. Hacia fines del siglo varias casas de estudio se habían transformado en centros de difusión más o menos velada de las nuevas doctrinas y de ello nos queda, referido a nuestro propio pasado, el testimonio de Bel- grano tras su deambular por las universidades de Salamanca y Valladolid.
Otro elemento nucleador de la clase media fue la actividad comercial e industrial, que allanó las distancias entre la pequeña nobleza de provincias y el gran comercio, ayudadas por la prédica oficial del “honor del trabajo”.
La vida ciudadana no se agotaba allí. En la difusa frontera entre las clases medias y los niveles inferiores se encontraban los artesanos agremiados. Eran tributarios de un gremialismo fosilizado, sin la fuerza de sus mejores tiempos, pero que garantizaba a sus miembros una decorosa existencia material y una posición jerárquica en el seno de la ciudad. El rey, al resistir las presiones de sus ministros contra los gremios, presintió que el obrero agremiado sentíase espiritualmente unido a la comunidad y libre de resentimientos discernibles en los estratos más bajos del pueblo.
Además, no existían grandes masas proletarias. La ciudad de entonces era en general tranquila, pequeña, ord^iada. Cada uno tenía su puesto en ella, aun los trabajadores no agremiados como los obreros de las grandes fábricas precapitalistas, los domésticos, etc. La ciudad crecía lentamente, la ambición no era la medida común y el respeto por las jerarquías establecidas prevalecía. Había, pues, solidaridad, tanto horizontal como vertical, y un clima de estabilidad no alterado por las grandes corrientes ideológicas que transitaban por los niveles superiores.
Las clases rurales constituían casi las tres cuartas partes de la población española. La vida rural había mejorado algo con el alza de los precios agrícolas, pero el ritmo agrario seguía siendo el mismo. Una pequeña burguesía provinciana se ubicaba en los consejos haciendo gala de patriotismo municipal.
Así pasó España por el siglo xvni. Las reformas de los tiempos modernos, llegadas desde el norte, fueron filtradas, contenidas . y armonizadas en una obra de cambio, que no se hizo desde abajo, revolucionariamente, sino orgánicamente, desde el poder real mismo. Por ello, cuando se produce la gran crisis francesa, España permanece unida bajo su rey. Y cuando en las primeras décadas del siglo siguiente la monarquía entra en crisis, esta crisis no se genera desde el pueblo contra la Casa Real, sino que nace y se desarrolla dentro de la dinastía misma.
En otro orden de cosas, el siglo xvm es para España un siglo divisorio. Al producirse en su seno un grupo numeroso aunque minoritario sostenedor de ideas, fuerzas que cambian la actitud vital española en varios planos y para ciertos españoles, mientras que otros sectores de la sociedad permanecen impermeables a dicha corriente, se constituyen dos vertientes antagónicas en el ser español. Una forma la España tradicionalista, españolísima y pretérita; la otra, la España europeizada y moderna. Cuando la dinastía fracase, desaparecerá el factor unitivo de ambas corrientes y el siglo xix las mostrará enfrentadas: patriotas y afrancesados, absolutistas y liberales, ortodoxos y heterodoxos, aunque estas divisiones no fueron matemáticas y sus caminos se entreveraron frecuentemente.
De esta España dieciochesca se ha dicho que no tuvo fe en sí misma. Tal vez sea parcialmente cierto respecto de algunos que en su ímpetu reformador se olvidaron de lo que España era, pero también es cierto que no se podía tener fe en una España que había dejado de ser y como un fantasma oprimente cerraba los cauces naturales del desenvolvimiento del estilo nacional. Sería muy difícil discernir si en el tanteo de su nuevo camino España halló el que le correspondía. La división a que hemos hecho referencia parecería indicar que no. Pero tal vez la causa esté en que se falló en amalgamar los distintos elementos.
De todos modos, de esa España que volvía a bucear en sí misma, aunque no siempre atinadamente, salieron las grandes reformas que dieron vida al sur del continente americano como una unidad político-administrativa: el virreinato del Río de la Plata, y de ella salieron los hombres que realizaron aquellos cambios en tierra americana. Oportunamente veremos cómo la Ilustración llega a nuestras costas y cómo las distintas vertientes del estilo español encuentran aquí sus prototipos.
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