Al
despuntar el siglo XIX, la capacidad efectiva de la Corona para regular y
orientar en su beneficio las relaciones con las colonias había disminuido
dramáticamente. Era uno de los resultados del cambiante juego de alianzas
Internacionales en las que estaba inmersa. Durante la mayor parte del siglo
XVIII, la Corona española había mantenido una alianza con Francia, que derivó
en crecientes conflictos con Gran Bretaña y su principal aliado, Portugal. A
partir de la revolución de 1789, este esquema de alianzas se modificó
radicalmente y en 1793 España se integró a las coaliciones que intentaban
acabar con la experiencia revolucionarla francesa. Sin embargo, la incursión
de las tropas francesas en la Península en 1794 obligó a la Corona a un
brusco cambio de estrategia y a establecer una nueva e Insólita alianza entre
la España absolutista y la Francia revolucionaria, que habría de perdurar
hasta 1808. Esta nueva situación desembocaría en la crisis del Antiguo
Régimen español y de su imperio.
|
La
crisis del comercio colonial y la crisis fiscal de la Corona
Para
enfrentar la expansión francesa, la flota británica bloqueó los puertos
españoles y provocó un auténtico colapso del comercio entre la Península y
sus dominios coloniales. Como respuesta, en 1797 la Corona autorizó el
comercio con buques de bandera neutral, pero esta decisión corroyó aún más su
capacidad de mantener el control del comercio colonial. Como ha señalado el
historiador argentino Tulio Halperin Donghi, esta “coyuntura de guerra”
creaba una situación inédita: la metrópoli era incapaz de funcionar como tal
y todavía no había emergido una nueva metrópoli. En 1805, la situación
empeoró
|
aún más,
pues la derrota de la armada franco-hispana en la batalla de Trafalgar
consagró el predominio de Gran Bretaña sobre el Atlántico.
A los
comerciantes rioplatenses se les abría una situación incierta, aunque llena
de posibilidades. Las dificultades del comercio legal ampliaron la
importancia del clandestino, y las exportaciones de cueros aumentaron de 340
000 piezas anuales en 1796 a 670 000 dos décadas después. Sin embargo, hubo
años muy difíciles: entre 1804 y 1806 hubo una tremenda sequía que, en el
Alto Perú, donde había comenzado más temprano, derivó en una crisis social.
La minería potosina sufrió una fuerte contracción que llevó a su completa
paralización, situación que en parte se debía a la creciente dificultad para
asegurar los suministros de azogue desde Andalucía. En estas condiciones, las
importaciones al centro minero se redujeron un 25 por ciento en la primera
década del siglo y disminuyeron las exportaciones de plata del puerto de
Buenos Aires.
La
contracción de la minería afectó la fiscalidad virreinal y, si en la década
de 1790 las remesas altoperuanas cubrían un 60 por ciento del gasto fiscal de
la capital virreinal, durante los primeros cinco años del siglo XIX
solventaron tan sólo el 6 por ciento. En estas condiciones, los comerciantes
rioplatenses se volcaron hacia el tráfico de esclavos, el comercio con Brasil
y con los buques neutrales y la instalación de los primeros saladeros.
La erosión de los vínculos coloniales se manifestó a
través de una fenomenal crisis fiscal de la monarquía. Los empréstitos forzosos
y los donativos estaban a la orden del día, y en 1804 la Corona adoptó una
medida de enorme trascendencia que dejó un tendal de descontentos: la llamada
“convalidación de los vales reales”, un sistema compulsivo de fi-
nanciamiento que embargaba los bienes y los depósitos en manos de la Iglesia,
los conventos y las cofradías. Dado que estas instituciones fungían como los
verdaderos bancos de la economía colonial, esta medida afectó el dinamismo de
una economía completamente dependiente de ese financiamiento.
En el Río
de la Plata, el resquebrajamiento de las relaciones con la metrópoli adquirió
mayor dramatismo cuando, a comienzos de junio, una flota inglesa con 1500
hombres llegó a las costas rioplatenses y poco después tomó el control de la
capital. La resistencia había sido comple-
|
tamente
ineficaz. El virrey Sobremonte abandonó la ciudad con su guardia y los
caudales del tesoro, y las principales corporaciones (la Audiencia, el Consulado,
el Obispado y parte del clero regular) se rindieron. Días después, los
comandantes ingleses recibían los caudales a cambio del compromiso de
mantener a las autoridades en sus cargos y respetar la religión católica. Los
invasores anunciaron la instauración de la libertad de comercio, una
iniciativa que, esperaban, les aseguraría la adhesión de la elite comercial.
En efecto, algunos grupos criollos imaginaron que la invasión era la ocasión
precisa para conformar un nuevo orden, y adhirieron a él con entusiasmo.
Sin
embargo, la convivencia entre ocupantes y pobladores no era sencilla y se
producían peleas callejeras. Mientras tanto, algunos grupos de la elite
criolla intentaron organizar en la campaña una fuerza de resistencia, y los
catalanes formaron una red clandestina dentro de la ciudad ocupada. Por
último, Santiago de Liniers, un francés que se desempeñaba como oficial de la
Armada Real, se dirigió a la Banda Oriental para organizar una fuerza que
enfrentara a los invasores. Con unos 500 soldados y más de 400 milicianos,
comandó a principios de agosto la expedición de reconquista de la capital. En
su marcha fue sumando partidas reclutadas en la campaña y, en pocos días, sus
fuerzas llegaban a 3000 efectivos. El 12 de agosto lograron la capitulación de
las tropas británicas.
La
victoria creó una situación completamente inédita en la capital. El 14 de
agosto, en un cabildo abierto, se decidió exigirle al Virrey que delegara el
mando. Se trataba de una experiencia decisiva para la ciudad. Algunos testigos
relataron que el pueblo se presentó tumultuosamente exigiendo que no se
permitiera al Virrey entrar a la ciudad, y que el obispo y otros magistrados
tuvieron que salir a los balcones del cabildo para preguntarle a la multitud
si “eran gustosos” de ser gobernados por Sobremonte, a lo que “todos
respondieron que no, no, no, no lo queremos, muera ese traidor, nos ha
vendido, es desertor”. La multitud, unas 4000 personas, aclamó la designación
de Liniers como comandante con gritos de “¡Viva España! ¡Viva el Rey! ¡Mueran
los traidores!”. Mientras tanto, el Virrey, que se hallaba en San Nicolás con
fuerzas milicianas de Córdoba y Paraguay, tardó en aceptar la insubordinada
exigencia y se dirigió a Montevideo, aun cuando debió enfrentar la deserción
de centenares de milicianos.
En el
Virreinato se habían configurado dos polos de poder: de un lado, el Virrey,
con el apoyo de la guarnición y la ciudad de Montevideo; del otro, la capital
que se negaba a obedecerle. Pero la ocupación
|
y la
reconquista habían tenido otras consecuencias. Las más importantes
corporaciones y jerarquías (como el Consulado, el Obispado y la Audiencia)
habían sufrido una vertiginosa pérdida de prestigio; frente a ellas se estaba
conformando el nuevo liderazgo de Liniers y recobraba plena autoridad el
Cabildo.
El 6 de
septiembre, Liniers convocó a la población a organizarse en milicias. Uno de
los primeros cuerpos conformados fue el de urbanos voluntarios de Cataluña,
que agrupó a catalanes, valencianos, aragoneses y naturales de las Baleares.
El 13 de septiembre, en una multitudinaria asamblea de más de 1500 personas,
se formó el regimiento de Patricios, cuyo comandante electo fue Cornelio
Saavedra. Las milicias se multiplicaron en forma vertiginosa; para octubre
abarcaban unos 7800 hombres en una ciudad que apenas superaba los 40 000
habitantes.
A fines
de octubre, los ingleses bloquearon los puertos del Río de la Plata y
sitiaron Montevideo; el 3 de febrero ocuparon la ciudad, donde permanecerían
hasta septiembre. La conmoción política se desató en la capital, donde corría
la versión de que el ejército del Virrey había huido en desbandada. Los
pasquines que aparecieron eran muy claros: amenazaban con degollar a los
oidores de la Audiencia por no haber depuesto al Virrey. En las calles se
amontonaba la gente profiriendo insultos contra ellos. Ni las promesas de los
capitulares ni las gestiones del obispo y de Liniers lograban calmarla, y
algunos individuos escalaron a la torre para hacer sonar las campanas
convocando a la población. Un observador anotó en su diario: para “sosegarlo
y obviar algún tumulto, se le prometió al pueblo hacer lo que se pedía”.
El 10 de
febrero, una junta de guerra en la que participaron 98 personas entre jefes
militares, funcionarios, capitulares, oidores y vecinos notables decidió el
desplazamiento definitivo de Sobremonte y la transferencia de la completa
responsabilidad de la defensa de todo el Virreinato a Liniers. La decisión
era trascendente: un virrey había sido depuesto; tamaña decisión había sido
tomada por la institución más antigua de la ciudad, el Cabildo, y por los
nuevos jefes milicianos, en un contexto de intensa agitación popular. Como
diría poco después un emisario metropolitano, era un “ruinoso ejemplo” tras
lo cual “la insubordinación y el desorden se arraigaron”.
Como sea,
el tumulto fue legitimado: meses después, la corte convalidó la decisión y
separó a Sobremonte de sus funciones. Pero el movimiento de la capital generó
resquemores y, mientras el Cabildo de Córdoba mantuvo su subordinación al
Virrey, el de Potosí suspendió la
|
remisión
de fondos a la capital. Las lealtades institucionales en el Virreinato habían
comenzado a erosionarse con rapidez.
Desde
Montevideo, los ingleses inundaban los mercados virreinales de mercaderías a
bajo costo, haciendo colapsar los precios y los circuitos habituales de
importación. A fines de junio, una expedición de 8000 hombres marchó sobre la
capital. La defensa organizada por Liniers resultó infructuosa y sus tropas
fueron derrotadas en las afueras de la ciudad. El 5 de julio, los británicos
iniciaron el asalto de la ciudad, pero los violentos combates callejeros
terminaron con su capitulación y con el compromiso de abandonar Montevideo en
menos de dos meses.
|
Aunque
¡nicialmente la formación de los regimientos de milicia fue una medida de
emergencia, en febrero de 1807 se decidió que la mayor parte de los
milicianos recibiera una remuneración mensual. De este modo, la
militarización tendió a convertirse en un nuevo medio de vida. Un ejemplo
permite advertirlo: aun los soldados del regimiento de pardos y morenos
debían recibir una remuneración mensual de 12 a 14 pesos, retribución que
estaba por encima de la que había sido habitual para los soldados y de la que
podían recibir en sus empleos habituales, que difícilmente superara los 8
pesos. No era una cuestión sencilla de resolver y los intentos de quitarla
debieron ser abandonados debido a la tenaz resistencia de los milicianos. No
era casual: hacía varios años que los precios de los bienes de consumo masivo
estaban subiendo, situación que empeoró con las invasiones. El gasto de
defensa ampliaba las oportunidades de empleo y la capacidad de consumo de los
sectores populares urbanos, y amortiguaba los efectos de la carestía. (Para
ponderar sus efectos conviene recuperar una estimación efectuada por Tulio
Halperin Donghi: la movilización miliciana debe de haber abarcado no menos
del 30 por ciento de los varones adultos de la ciudad.) Esta decisión trajo
conflictos pues, si bien fue recibida con entusiasmo por las unidades de
criollos y castas, fue rechazada por los comerciantes peninsulares y sus
allegados. El conflicto era, además, el resultado del choque entre dos
percepciones muy distintas de los rangos militares que, para los críticos de
esta nueva práctica, debían seguir siendo una cuestión de honor antes que un
modo de vida. ^
|
La rendición de la segunda
invasión
|
|
La
rendición de las tropas inglesas en 1806. Óleo de
Charles Fouqueray. Desde fines del siglo XIX fue cada vez más frecuente que
se encargara a diversos pintores la reconstrucción pictórica de escenas clave
de la historia nacional. Estas pinturas cubrieron el vacío que había dejado
el escaso desarrollo que las artes plásticas habían tenido en la época y
constituyeron el medio por excelencia a través del cual la sociedad podía
representarse su pasado.
Había días en
que la ciudad parecía un cuartel. El 15 de enero de 1807 a la madrugada, se
tocó generala y cada unidad marchó con sus banderas y estandartes y sus
bandas de música a la revista general que se realizó en torno al Riachuelo.
Unos 8000 hombres intervinieron en esta parada, que incluyó una misa y
terminó en un almuerzo general. Símbolo inequívoco de la masividad de la
militarización fue el desfile de una compañía compuesta por muchachos
voluntarios de doce a catorce años. La jornada terminó con el desfile de
todos los cuerpos hasta la Plaza Mayor. No fue la única ocasión en que la
ciudad se celebraba a sí misma; los festejos por la exitosa defensa
continuaron durante meses. En este sentido, la ceremonia del 12 de noviembre
de 1807 fue muy especial: se armó un gran tablado en la plaza con los bustos
del rey y la reina y se procedió a sortear pensiones y recompensas para los
negros y pardos inválidos o para sus viudas. El Cabildo dispuso pensiones de
12 pesos para los españoles pero de 6 para indios, pardos y negros. A su vez,
se sorteó la libertad de 70 esclavos entre un listado de 686. El derecho de
propiedad, no obstante, fue respetado, y el precio de su
|
libertad fue
pagado por el Cabildo, el rey y los principales regimientos, de modo que los
propietarios recibieron 250 pesos cada uno, no sin regateos. La ceremonia
pública tras cada sorteo era un auténtico rito de pasaje: el agraciado era
llevado bajo las banderas de las compañías de pardos y morenos libres a cuyas
filas pasaba a Integrarse. No era, por cierto, el fin de la esclavitud, pero
la ceremonia expresaba una situación inimaginable poco antes: la elite y la
ciudad, homenajeando a algunos esclavos. Para ellos, significaba una
experiencia decisiva precisa: la incorporación voluntaria era un camino a la
libertad. No lo olvidarían.
En pocos
meses, la vida de la ciudad cambió. La movilización miliciana relajó la
consistencia de las jerarquías sociales preexistentes y sus ejercicios,
desfiles, marchas y ceremonias religiosas se volvieron cotidianos. En algunos
casos incluyeron muestras de reconocimiento a los grupos plebeyos y los
ascensos como premio se generalizaron. Además, la militarización tenía otras
implicancias, pues las muestras de indisciplina de los milicianos eran harto
frecuentes.
Tamaña
movilización reproducía los clivajes sociales preexistentes, que estaban
lejos de expresarse a través de una oposición entre peninsulares y criollos.
Por el contrario, los cuerpos milicianos se organizaron según sus grupos de
pertenencia: en los Patricios debían prestar servicio los vecinos de la
ciudad; en el de Arribeños, los oriundos de las provincias “de arriba”.
Significativamente, no hubo un cuerpo de peninsulares sino que se organizaron
regimientos de Andaluces, Vizcaínos, Cántabros o Montañeses, Catalanes,
Gallegos, etc. Una mentalidad estamental atravesada por criterios de diferenciación
racial no podía permitir que se mezclara lo que no debía confundirse, y el
destacamento de Pardos estaba integrado por nueve compañías, cinco “de esta
calidad”, dos de indios y dos de negros.
|
Súbitamente,
los rangos militares se transformaron en un camino para la formación de una
nueva elite dotada de legitimidad social; para algunos llegó a ser un camino
al ascenso social. Hombres reclutados entre la elite urbana adquirieron
posiciones de mando y establecieron nuevos lazos sociales con la plebe de la
ciudad, pues los jefes de cada unidad fungían como sus voceros y la
pertenencia a un regimiento ayudaba a conformar una identidad de grupo a
través de sus uniformes, estándar-
|
tes y
hasta por su santo patrono. El equilibrio interno de la elite urbana se
hallaba notablemente alterado.
|
Los milicianos
resistieron la adopción de normas militares. Así, en noviembre de 1806 hubo
un verdadero “tole tole” cuando los soldados cuestionaron que sus oficiales
usaran charreteras al punto que algunos se pusieron charreteras de papel
“hasta en la bragueta para que sirviera de total desprecio”. Los intentos de
regularizar la situación resultaron infructuosos. Los milicianos se
desplazaban uniformados y armados por las calles y tabernas aunque no
estuvieran de servicio, como lo hicieron los Catalanes y Gallegos en marzo de
1807, que incluso abofetearon al comisionado de la Audiencia encargado de
hacer cumplir la disposición que lo prohibía. Por entonces, un soldado del
cuerpo de Montañeses se enfrentó a su capitán y fue sentenciado sin consejo
de guerra. Al parecer, el suceso fue tan comentado que el propio Liniers lo
restituyó a su unidad en una ceremonia pública que culminó con los soldados
de la unidad vivando al Rey y repudiando al capitán de la compañía. También
eran reiterados los conflictos entre integrantes de distintas unidades: por
ejemplo, en la celebración de Corpus de 1806, los miembros del cuerpo de
Gallegos se negaron a rendir sus banderas ante el paso del Obispo, y a fines
de marzo de 1807 se vivieron momentos de extrema tensión cuando se supo que
un sujeto pretendía quemar la imagen de un Judas vestido con el uniforme del
regimiento de Patricios con motivo de la Semana Santa. Hacia junio, los jefes
milicianos ya eran plenamente conscientes de la necesidad de imponer una
disciplina más rigurosa sobre sus tropas y trataron de terminar con la
práctica de elección de sus oficiales al mismo tiempo que el Cabildo rechazó
las pretensiones de los marineros de elegir a los suyos. ^
Esta
movilización también fue muy intensa en la Banda Oriental, donde la lucha
contra la segunda invasión fue librada por partidas de milicianos y
blandengues en una virtual guerra de guerrillas. Una vez retiradas las tropas
británicas, el Cabildo de Montevideo solicitó al Rey que se instituyera un
consulado en la ciudad y que se la transformara en cabecera de una nueva
intendencia. Así, se ponían en evidencia las aspiraciones autonómicas de
Montevideo. Aquí también la legitimidad política descansaba ahora en el
Cabildo, que forzó la sustitución del gobernador.
|
■
|
Así, en
julio de 1807, Liniers designó como nuevo gobernador a un militar recién
llegado de España, Javier de Elío, y aunque al principio debió afrontar la
resistencia del Cabildo, no tardaron en establecer una firme alianza.
Mientras tanto, en Buenos Aires, las invasiones dejaban
dos liderazgos competitivos: el de Liniers, el héroe de la reconquista de
1807 apoyado por la mayor parte de los nuevos cuerpos milicianos, y el de
Martín de Alzaga, el alcalde de primer voto del Cabildo y el héroe de la
defensa en 1807, que además del apoyo del Cabildo tenía el de las milicias
que estaban bajo su mando o eran comandadas por otros capitulares. En estas
condiciones, la renovación anual del cuerpo a fines de 1807 fue muy
conflictiva y estuvo acompañada por la difusión de pasquines que proponían la
reelección de Alzaga. Era una auténtica campaña proselitista, quizá la
primera de este tipo que se llevó a cabo abiertamente en la ciudad, síntoma
inequívoco de que ya no era posible hacer política a la antigua usanza.
Las rivalidades se acrecentaron a principios de 1808,
cuando se supo que la corte ratificaba la designación de Liniers como virrey
del Río de la Plata. Ni el Cabildo de Montevideo ni el de Buenos Aires
estaban conformes.
|
Para
entonces, el poder de Napoleón en Europa continental parecía inconmovible: en
1807 firmó un tratado con Rusia que incluía en sus cláusulas secretas la
aceptación del Zar para que España y Portugal quedaran en poder francés. Poco
después, por el Tratado de Fontainebleau, la Corona española autorizó el paso de las tropas del
Emperador por su territorio para invadir Portugal.
Las consecuencias fueron trascendentes. La corte lusitana
emigró a Río de Janeiro, que se transformó -nadie sabía por cuánto tiempo- de
capital virreinal en cabecera del imperio portugués. El acuerdo franco-
hispano implicaba en la práctica no sólo el tránsito sino también la ocupación
de puntos estratégicos del norte español por las tropas napoleónicas. En esas
condiciones, los resquemores de la población española se acrecentaron y las
disputas en la corte de Carlos IV llegaron a su punto culminante.
El artífice de esta política era el ministro Manuel
Godoy, que junto a su séquito tenía el control completo del gobierno y una
influencia no-
|
table en
la corte, además de íntimas relaciones con la Reina. Cierto o no, eso era lo
que pensaba buena parte de la sociedad española. Su poder no había dejado de
crecer desde 1793 y era visto, no sin razón, como el artífice de la política
pro Francia, de las conflictivas medidas fiscales y como el responsable del
nombramiento de la mayoría de las autoridades en las colonias, especialmente
los virreyes e intendentes. El destino de estos funcionarios estaba ligado al
del ministro.
|
A principios de
febrero de 1808, la fuerza francesa en territorio español superaba los 100
000 hombres. Aunque formalmente eran aliadas, en Pamplona una multitud
repudió a las tropas y el descontento cundió rápidamente entre los campesinos
de la región. En las semanas siguientes, situaciones similares se vivieron en
San Sebastián y Cataluña. Carlos IV intentó calmar la ansiedad popular, pero no
logró su cometido, en especial cuando comenzó a circular el terrible rumor de
que la corte española emigraría hacia América. Su credibilidad aumentó cuando
la corte abandonó Madrid y se dirigió a Aranjuez. En esas condiciones, el 17
de marzo estalló allí un motín popular aprovechado por los opositores a
Godoy, y una multitud ocupó y saqueó el Palacio Real exigiendo la renuncia del
desprestigiado ministro y de Carlos IV.
|
En este
cuadro de situación, los descontentos se alinearon con el príncipe de
Asturias, el futuro Fernando VII, enfrentado al ministro. Los conflictos
estallaron en marzo de 1808 y abrieron una fase de vertiginosos
acontecimientos cuando una sublevación provocó en marzo la renuncia de Godoy
y la abdicación de Carlos IV. La asunción de Fernando VII fue aclamada por
muchedumbres que festejaron quemando retratos del ministro y del Rey e
insultando a la Reina.
A fines de abril, Napoleón convocó a padre e hijo a una
reunión en Bayona con el argumento de encontrar una solución a la crisis
abierta. Madrid estaba ocupada por tropas francesas y sus calles se
transformaron en escenario de cruentos enfrentamientos entre la muchedumbre y
los soldados. El 2 de mayo, al grito de “¡Mueran los franceses!”, estalló una
sublevación que fue brutalmente reprimida. La noticia precipitó el desenlace:
Napoleón forzó la abdicación de Femando a favor de su padre y de éste a favor
de Napoleón. En su reemplazo, el Emperador designó como rey de España a su
hermano José, buscando instaurar una nueva dinastía al repetir la solución
que un siglo antes había permitido la consagración de los Borbones. Pero su
legitimidad era más que dudosa, pues no mediaba lazo dinástico alguno.
Napoleón consiguió entonces que el Consejo de Castilla y el Ayuntamiento de
Madrid juraran fidelidad a José Bonaparte y reunió una asamblea
constitucional compuesta por más de un centenar de los principales
funcionarios de la corte y de los nobles de España, que aprobó un estatuto
constitucional elaborado por los franceses. Esa constitución incluía una
convocatoria para la representación de los virreinatos americanos.
Sin embargo, el rey francés y su constitución fueron
rechazados por una sublevación que se propagó en varias ciudades que
proclamaban su fidelidad a Fernando VII, a quien se consideraba prisionero de
Napoleón y de Godoy. En casi todas partes, el modo de acción preferido fueron
las acciones multitudinarias de tipo tumultuario, que en algunos casos
implicaron la destitución de las autoridades vigentes y en otros la exigencia
de que se pusieran al frente de la guerra contra los franceses. De uno u otro
modo, en cada ciudad se conformaban juntas que asumían el poder local en
nombre del Rey y organizaban la resistencia. La rebelión se estaba
convirtiendo en una revolución que invocaba un principio: la retroversión de
la soberanía del rey al pueblo.
Para mediados de junio, cada provincia se gobernaba a sí
misma e incluso las juntas de Asturias, Valencia o Sevilla se declararon
“supremas” y “soberanas”. Para septiembre, comenzaron a coordinarse a través
de una junta central que se constituyó en Aranjuez, con la doble
|
tarea de
organizar la resistencia y hacerse obedecer como un poder provisorio aunque
legítimo. Mientras tanto, los restos del ejército borbónico se reagruparon en
Andalucía y el 19 de julio de 1808 lograron derrotar a las tropas francesas
en Bailén. La batalla tuvo un enorme significado simbólico, pues era la
primera derrota militar de los ejércitos napoleónicos, y desató una oleada de
patriotismo en todo el imperio. Muchos sectores de sociedad española que se
habían mostrado reacios a unirse a la rebelión se sumaron a ella. El 30 de
julio, los franceses abandonaron Madrid.
|
En los
movimientos juntistas convergían partidarios abiertos del absolutismo y
grupos de orientación liberal, algunos moderados, otros radicalizados.
Algunas juntas, como la de Asturias, eran encabezadas por liberales moderados
que inmediatamente establecieron una alianza con Gran Bretaña. En otras, como
Valencia o Cádiz, la movilización era más radical y se orientó contra los
nobles y las autoridades acusadas de traición. Mientras tanto, en Zaragoza,
la rebelión popular fue desatada por la creencia colectiva en un milagro a
través del cual Dios se manifestaba partidario de Fernando. En otros
términos, mientras en algunas ciudades el juntismo adoptaba rasgos
revolucionarios y se transformaba en una impugnación de las autoridades y la
nobleza, en otras se canalizaba a través de un legitimismo popular y
religioso. La formación de las juntas se había producido por medio de
tumultos populares y los discursos juntistas conjugaban, de manera muy
inestable, principios liberales con invocaciones religiosas a una guerra
santa contra los herejes. JV
|
Las
noticias alarmantes crearon un clima de creciente agitación. Las
demostraciones de fervoroso patriotismo recorrieron todo el Virreinato de la
Nueva España y en la ciudad de México la jura de fidelidad a Fernando VII
convocó a 20 000 personas. Pero también los grupos de poder intentaron
reposicionarse ante la nueva situación: el Cabildo de la capital declaró
nulas las abdicaciones y solicitó al Virrey que convocara a un congreso de
representantes de las ciudades, mientras los emisarios de las juntas de
Oviedo y Sevilla competían por el reconocimiento
|
como
autoridades superiores. “Todas son juntas supremas y así a ninguna se debe
obedecer”, sostuvo el Virrey expresando la postura de la elite criolla. En
estas condiciones, un grupo de peninsulares apresó al Virrey con el apoyo del
Arzobispado y la Audiencia: la reacción peninsular acabó por subvertir la
autoridad del Virrey.
|
El 28 de julio
se difundió en Buenos Aires la orden de proclamar rey a Fernando Vil; a ella
siguieron días de festejos, iluminación de la ciudad, salvas de artillería,
orquestas de música y “cohetes voladores”. Durante todo el mes se repitieron
los juramentos callejeros y cada regimiento realizó el suyo. El Cabildo no
quiso quedarse atrás y desde sus balcones se expuso el busto del soberano.
También se “tiraba mucho dinero al pueblo” y dulces, y se dispuso de cuatro
pipas de vino en la plaza “donde iban a tomar los que querían, pues se daba
de gracia”. Un furor legitimista dominaba la escena pública y los actores
competían por demostrar quién era más leal. En Córdoba, por ejemplo, la
entronización de Fernando Vil dio lugar a “suntuosas ceremonias” y a
“ruidosas emociones del júbilo popular y el esmero con que todas las personas
de todas las clases de la sociedad solicitaban el retrato del Rey para
llevarlo consigo, como una muestra necesaria de su íntima adhesión y
fidelidad”, como recordaría años después un testigo. No era otra la impresión
que tuvo el emisario de la Junta de Sevilla, Manuel de Goyeneche: según
informaba, el entusiasmo había ganado “los corazones de todas las clases
siendo igual en elevación y ardor la del más bajo pueblo con la de los
cuerpos é ilustres autoridades", y como prueba relataba que “Esclavos,
domésticos, soldados, oficiales, magistrados, mujeres, llevan la efigie ó
escarapela del amado monarca y cada uno entrega lo que puede y su estado le
permite para ayudar á España”. En su larga travesía desde Montevideo a Lima,
no dejó de notar las muestras de lealtad que halló “en todas las capitales,
ranchos de indios y población de esta América meridional’’, y “aunque algún
mal Intencionado, que es infalible que los hay, quiera invertir el orden,
tiene contra él la voluntad de los que mandan y el pronto auxilio y socorro
de los vecinos y pueblo bajo, que es y ha sido celosísimo de la conducta y
providencias con que lo han regido”.
En Buenos Aires, las noticias y rumores eran propagados
por cada
buque que arribaba, y la movilizada población los
consumía con avidez.
|
Los
rumores parecían no tener límites; un día decían que la corte estaba por
decidir el traslado del Virrey y la Audiencia a Córdoba; otro, que estaba por
llegar una orden disponiendo la libertad de todos los esclavos que habían participado
en la defensa de la ciudad. Pese a todo, el 16 de mayo Liniers tomaba
posesión formal de su cargo de virrey interino del Virreinato del Río de la
Plata, pero las noticias que llegaban tornaron muy agitada su gestión.
Ninguna debe haber sido tan conmocionante como la que se conoció el 15 de
julio, cuando se difundieron, de manera simultánea, los sucesos de Aranjuez,
Madrid y Bayona que habían ocurrido entre marzo y mayo.
En este clima se desataron los conflictos. El 12 de
agosto, el gobernador de Montevideo, sin esperar instrucciones de Liniers,
tomó la decisión de prestar juramento de fidelidad a Fernando VIL Luego lo
hizo Buenos Aires. Sin duda, el panorama era confuso y el futuro incierto,
pues mientras Napoleón intentaba seducir a las colonias, la Junta Central
hacía lo propio. Desde Río de Janeiro, la infanta Carlota Joaquina, hermana
de Fernando Vil y esposa del príncipe regente de Portugal, ofrecía la
constitución de una regencia americana, una salida que sedujo a muchos
rioplatenses pues parecía ofrecer al mismo tiempo estabilidad dinástica y
autonomía política.
|
A fines
de agosto de 1808, las noticias se aclaraban un tanto: se sabía ya de la
declaración de guerra a Francia, la consiguiente alianza con Gran Bretaña y
que los franceses habían abandonado Madrid. En este contexto, las tensiones
entre Buenos Aires y Montevideo estallaron: Elío y el Cabildo montevideano
desconocieron la autoridad de Liniers y el 21 de septiembre decidieron la
formación de una junta interina encabezada por el mismo Elío “para custodiar
los derechos del rey prisionero”. Montevideo hacía realidad su aspiración de
autonomía y replicaba el modo de acción de la Península a través de sus
principales autoridades de la ciudad, en un clima de agitación callejera. El
obispo de la ciudad fue muy claro: Montevideo era “la primera ciudad de la
América que manifestase el noble y enérgico sentimiento de igualarse con las
ciudades de su Madre Patria”. El legitimismo era un recurso válido para
fundamentar reclamos autonómicos y aspirar a una reformulación del imperio.
|
Estos discursos
no eran muy diferentes de los que enunciaba en España la Junta Central, para
quien Fernando Vil no sólo era el único rey legítimo sino quien venía a
“librarles del tirano yugo que sufrieron muchos años con el despótico
gobierno anterior y del privado que lo dirigía". De esta manera, la
guerra contra la ocupación francesa era también la regeneración de una
monarquía que había estado sometida a un gobierno despótico. En América,
mientras tanto, una palabra empezaba a emplearse cada vez más,
“independencia”. Pero era la independencia frente a Francia y las autoridades
que pretendían imponer al imperio español. Las Indias eran presentadas como
el último bastión de la independencia hispana. En este contexto, otra palabra
comenzaba a poblar el lenguaje político: “nación”. Con un sentido preciso:
era la “nación española”. Flabía una tercera referencia también recurrente en
los discursos políticos que adoptaban un fuerte contenido religioso: la
“nación” que lucha por su “independencia” era equiparada al pueblo de Israel
y a su cautiverio. La revolución y la guerra se convertían así en una “guerra
santa”.
|
Los
sucesos de Montevideo impactaron en Buenos Aires. A fines de diciembre,
comenzó a circular el rumor de que el Cabildo se proponía sustituir al Virrey
interino por una junta; en la noche del 31, las tropas fueron acuarteladas.
Aun así, al día siguiente el Cabildo renovó su elenco y decidió exigir la
renuncia de Liniers y conformar una junta provisoria. Mientras se desplegaban
intensas gestiones, la plaza se fue colmando de contingentes de los
regimientos de catalanes, vizcaínos y gallegos, mientras se hacía sonar las
campanas convocando al pueblo. El tumulto obtuvo como respuesta la decidida
movilización de los regimientos fieles al Virrey, en especial los Patricios y
Arribeños. Así, el inestable equilibrio de poder se volcó a favor de Liniers,
y los principales miembros del Cabildo (Alzaga, entre ellos) fueron detenidos
y deportados a Carmen de Patagones, aunque el gobernador de Montevideo los
rescató y asiló en esa ciudad. Más aún, la campana del Cabildo fue retirada y
los tres regimientos comprometidos en el movimiento fueron disueltos, sus
banderas e insignias confiscadas, sus jefes y oficia-
|
les
detenidos y sus miembros insultados por la “plebe”. De este modo, Liniers se
consolidaba en su cargo, aunque no había a dudas de que su autoridad dependía
completamente de las milicias y de que el poder militar había pasado por
completo a la elite criolla.
El movimiento había estado encabezado por españoles
europeos, pero no logró convocar a todos los cuerpos milicianos de ese origen
y se justificó proclamando que “el pueblo no debía ni quería ser gobernado
por un virrey francés” y exigía “una junta a semejanza de las de España”,
gritando “viva Femando VII y establézcase Junta para el buen gobierno”,
“mueran los franceses” y “fuera el mal gobierno”. Las fuerzas fieles a
Liniers también gritaron lo suyo y en la plaza parece haberse desplegado una
aguda disputa simbólica entre ambos bandos: así, cuando los conjurados
sacaron el estandarte real al balcón del Cabildo, mientras gritaban “Viva
Fernando VII”, los patricios gritaban “Viva Liniers” y “abajo con los
salvajes sarracenos, viva nuestro virrey, viva Fernando VII”. A esta disputa
por la legitimidad le siguió un clima de intensa hostilidad entre españoles
americanos y europeos. No era nuevo, pero ahora adquiría una intensidad muy
superior y algunas connotaciones sociales. Los vecinos peninsulares hicieron
llegar a la Junta Central sus quejas por los “vejámenes y ultrajes” que
recibían en las calles de los “hijos de la patria” y “de toda clase de
indios, pardos, mulatos, morenos y aun de nuestros propios esclavos”.
Los actores tenían que tomar decisiones a partir de
informaciones que llegaban tarde. Así como Liniers había jurado como virrey
cuando las autoridades que lo ratificaron ya habían fenecido en España, cuando
los amotinados de enero se lanzaron a la acción pensaban que la situación
peninsular era francamente favorable. No sabían que Napoleón había logrado
recuperar el control de Madrid y que la Junta Central había tenido que
instalarse en Sevilla, ni que los intentos de reconstituir el ejército
regular habían sido infructuosos y que las tropas inglesas estaban iniciando
la retirada. En tales condiciones, la guerra contra la ocupación francesa en
algunas regiones -como en Galicia y Navarra- adoptaba la forma de una guerra
de guerrillas campesina, mientras que las principales ciudades iban cayendo
en poder de los franceses. El Ia de enero de 1809, la Junta
Central lanzó una dramática convocatoria a los españoles al “exterminio” por
cualquier medio contra los franceses, a los que se identificaba como
“monstruos feroces, no hombres”.
|
La Junta
Central designó como virrey a un importante oficial de la Real Armada,
Baltasar Hidalgo de Cisneros. Su arribo a Montevideo a finales de junio fue
recibido con beneplácito por las autoridades de la ciudad, que disolvieron la
junta que habían formado; Elfo fue designado inspector de armas del
Virreinato, lo que sin duda no podía ser considerado una condena. Cisneros
tardó casi un mes en llegar a la capital, pues antes quería asegurarse el
reconocimiento de los jefes milicianos que dudaban en aceptar al nuevo virrey
mientras que la Audiencia y el Cabildo celebraban su arribo. Por fin, la
designación fue aceptada, aunque era por demás evidente que el entusiasmo era
mucho mayor entre los españoles europeos. Cisneros se hizo una idea precisa
de lo que estaba pasando: en la ciudad estaban “divididos los ánimos de las
primeras autoridades y principales vecinos que arrastraban recíprocamente a
las demás clases, formaban dos partidos que siempre opuestos en ideas,
opiniones y en intereses, habían hecho trascendental esta desunión a las
demás ciudades del Virreinato”. Para superarla, intentó una política de
conciliación que buscaba reconstituir el sistema de autoridad. En septiembre,
indultó a los acusados por el tumulto de enero e intentó reorganizar las
milicias reduciendo los cuerpos rentados y quitándoles los nombres que tenían
asignados con el propósito de reducir las rivalidades. Sólo el regimiento de
castas mantuvo su antigua denominación.
Pero la capacidad de Cisneros para hacer efectiva esta
política dependía, ante todo, de la solidez del poder que lo había designado,
y a la Junta Central le quedaban pocos caminos. Entre ellos, decidió
estrechar la alianza con Gran Bretaña, lo que se transformó en una
autorización para abrir los puertos coloniales al comercio inglés. El debate
no tardó en estallar en el Río de la Plata y el Virrey quedó en medio del
juego de presiones: de un lado, las corporaciones y grupos mercantiles que se
disputaban los beneficios de esa autorización; del otro, la necesidad de
reconstituir la fiscalidad virreinal acuciada por las erogaciones crecientes
y el colapso de la minería andina. Del agitado y tenso debate alumbró tanto
un reglamento provisorio de libre comercio que emanó del Virrey, como también
la exposición de un programa económico para la elite criolla: la
representación que, como apoderado de los hacendados y labradores de las
campañas de ambas márgenes del Río de la Plata, había redactado Mariano
Moreno condensaba muchas de las ideas que desde la secretaría del Consulado
había venido impulsando Manuel Belgrano. El documento era, además, expresión
de una conver-
|
gencia intelectual
y política de grupos diferentes, pues estos hombres habían tenido
alineamientos muy distintos durante los conflictos pasados. Mientras que
Belgrano, un profesional formado en Salamanca, había estado entre los
entusiastas receptores de los planes de la infanta Carlota, Moreno provenía
de un rango menor de la elite, había estudiado en Charcas y, como letrado del
Cabildo, había simpatizado con el movimiento juntista de enero.
Otra decisión de la Junta Central sería decisiva: el 22
de enero convocó a cada virreinato y a cada capitanía general para que
eligieran un diputado para integrarse a la Junta, al tiempo que proclamaba
que los dominios americanos “no son propiamente colonias o factorías como las
de otras naciones, sino una parte esencial e integrante de la monarquía
española”. Pese a ello, mantenía una irritante desigualdad, pues esos
diputados deberían compartir el gobierno con 36 diputados peninsulares.
Además, en América, importantes ciudades como Guadalajara, Quito o Charcas no
tendrían ninguna representación y quedaban completamente subordinadas a las
capitales virreinales. Meses después, el 22 de mayo de 1809, una segunda
convocatoria resultaría aún más revulsiva: debían elegirse diputados para la
reunión de las cortes.
La crisis imperial permitía la emergencia de una
concepción regeneradora de la monarquía y abría el cauce para una nueva
práctica: por primera vez en la historia del imperio español, había
elecciones de diputados. Las elecciones se llevaron a cabo en muchas
ciudades, siempre a través de los cabildos de las principales. Se efectuaron
en 14 ciudades de la Nueva España, en 20 de Nueva Granada, en 17 del Perú, en
16 de Chile y en 6 de Venezuela. En el Río de la Plata, el proceso electoral
comenzó a desarrollarse con lentitud: en Córdoba, por ejemplo, las disputas
entre las facciones lideradas por el gobernador intendente y el deán Funes
fueron tan intensas que las elecciones se demoraron hasta principios de 1810.
Para entonces ya era demasiado tarde y los electos nunca llegaron a ser parte
de las cortes, pero el engorroso trámite había delineado dos facciones
políticas que se alinearían en forma opuesta frente al proceso revolucionario
porteño. En otras ciudades (como Asunción, La Plata, Potosí, Santa Cruz de la
Sierra, La Rioja, Mendoza, Corrientes, Santa Fe o Montevideo), el proceso se
llevó adelante, pero en Buenos Aires ni siquiera se había iniciado cuando
todo el mecanismo quedó suspendido debido a los sucesos de mayo de 1810. En
otros términos, si bien la mayor parte de los diputados o no fueron electos o
no llegaron a formar parte de las cortes que comenzaron a sesionar en
septiembre de 1810, desde la metrópoli se había abierto el
|
cauce a
una situación inédita y se habían legitimado principios novedosos. A través
de estas elecciones, las ciudades adquirían el derecho a elegir sus propios
diputados y a formar parte de los órganos de gobierno.
En la Junta Central las orientaciones políticas no eran
uniformes. Por un lado, estaban los absolutistas ilustrados cuya máxima
figura era el presidente de la Junta y antiguo ministro de Carlos III, el
conde de Flo- ridablanca: ellos concebían a la Junta sólo como un poder
provisorio destinado a dirigir la guerra. Por otro, estaba la corriente de
los consti- tucionalistas históricos, encabezados por el ex ministro Gaspar
de Jove- llanos, que buscaban que las cortes restauraran las antiguas
libertades y normas consuetudinarias de los reinos, siguiendo un modelo
semejante al inglés. Por último, había una facción francamente liberal
liderada por el poeta Manuel Quintana, la más radical: inspirada en el modelo
constitucional de la Revolución Francesa, buscaba transformar la convocatoria
a las cortes en la formación de un nuevo estado basado en la soberanía
popular. Por el momento, estas corrientes coincidían en su rechazo a la
invasión francesa y en su reivindicación de la legitimidad de Fernando VII,
aunque la interpretaran de forma muy distinta. A esta pluralidad de
orientaciones ideológicas debe agregarse que su recepción en América estaba
mediada por múltiples filtros. Por un lado, por el haz de ideas liberales que
se habían diseminado con intensidad en el contexto de una crisis que
convertía a los buques franceses, ingleses y norteamericanos en el medio
principal de información. Por otro, por los conflictos que jalonaban la
historia previa de cada jurisdicción y las intensas disputas y rivalidades
entre jurisdicciones. En estas condiciones, no resulta extraño que la
convocatoria electoral metropolitana coincidiera con el estallido de
movimientos autonomistas.
|
Cisneros
encontraría los mayores desafíos en el Alto Perú. En Chuqui- saca, La Plata,
las disputas entre autoridades estallaron tras la llegada de Manuel de
Goyeneche, el emisario arequipeño de la Junta de Sevilla que portaba varias
cartas de la Infanta Carlota. Mientras el presidente de la Audiencia y el
arzobispo se mostraron a favor de este proyecto el 25 de mayo de 1809, el
resto del tribunal con el apoyo del Cabildo se opuso, apresó al presidente y
decidió conformar una junta de gobierno provisoria. Las calles de la ciudad
fueron escenario de tumultuosas demostraciones contra el presidente del
tribunal, acusándolo de traición,
|
mientras
una multitud, que algunos estimaron en más de 6000 personas, gritaba vivas al
rey. Las disputas estaban dividiendo a las instituciones coloniales y a la
misma elite peninsular.
El 16 de julio de 1809, en La Paz, un cabildo abierto depuso
al gobernador intendente y al obispo y constituyó un gobierno provisorio, la
llamada Junta Tuitiva, encabezada por un oficial mestizo, Pedro Murillo.
Aunque el discurso de la Junta justificaba su accionar afirmando que actuaba
“por el Rey, la Religión y la Patria”, también proclamó que desconocía
cualquier autoridad superior metropolitana o virreinal y suspendía toda
remesa de metal precioso a la capital. Este movimiento tenía una composición
socioétnica muy heterogénea y contenía fuertes tensiones internas que se acrecentaron
por el decidido tono antipeninsular que adoptó y por los saqueos populares
que se produjeron en la ciudad. El movimiento concitó la adhesión de los
grupos mestizos e intentó movilizar a campesinos e indígenas. Con todo, la
estrategia estaba destinada al fracaso, pues aterraba a las elites criollas
andinas y tampoco tenía completo éxito en generalizar un levantamiento
indígena. El movimiento paceño quedó aislado frente a la movilización de las
fuerzas represivas enviadas desde Lima y Buenos Aires que lo aplastaron el 25
de octubre y desataron una feroz represión. En Chuquisaca, sin embargo, sólo
hubo detenciones y embargos, a tono con el carácter moderado y elitista del
movimiento. Pero no todas las fuerzas rebeldes fueron derrotadas y algunas se
refugiaron en las Yungas para siguieron combatiendo.
|
6 de diciembre
de 1809. “de La Paz se dice [...] se armó en aquella ciudad entre la plebe
que empezó a robar a las casas Pudientes y otros desórdenes viendo esto los
caudillos y mandarines. El principal lo era un tal Arandaur, hombre
acaudalado de La Paz, desconfió éste de sus compañeros que lo era un tal
Murillo, los alcaldes y otros, los mandó prender y empezó a mandarlos ahorcar
acusándoles de traidores a lo que ellos tenían tramado en sus designios y
viendo que sus caudales se iban en humos. Estando mandado ahorcar a los
conjurados la Plebe prendieron al tal Arandaur, lo arrastraron por las
calles, le mandaron cortar las orejas y lo colgaron de un palo. Armóse todo
el Pueblo en peleas, matándose y robándose unos a otros con cuchillo en mano
y demás armas de fuego, pues tenían formados de 6 a 8 mil hombres como los
|
cuerpos
voluntarios de Bs. As. [...] Estando en esta faena llegó sobre La Paz
Goyeneche con su Ejército. Se sitió sobre La Paz desde la eminencia del
Pueblo. [...] Al entrar a la ciudad no halló resistencia alguna, sino
cadáveres muertos y heridos sembrados en las calles y plazas y le iban
saliendo de los sótanos, conventos y demás escondedizos los que en ellos se
habían refugiado temerosos de perder sus vidas. Halló que se habían unido
todos los que no se consideraban seguros. Se llevaron todo el tesoro que
robaron que se regulan más de 2 millones de pesos que ganaron larprovincia de
Yungas, se metieron entre los indios. Goyeneche mandó en seguimiento de ellos
parte de su Ejército. Se considera que será en vano porque son los mas indios
de los informados que éstos ganaron a sus Provincias y montañas. El Sr.
Obispo huyó de La Paz temeroso de su vida a una provincia de Chayanta. Se han
levantado todos los negros de las haciendas cercanas a la provincia de La Paz
y los de ella, de suerte que se dice que la tragedia es de consideración, no
se sabe el número de heridos y muertos y castigos que ha habido, esto es lo
que se dice. Los caudillos son 197. Están presos 137. De Charcas se dice que
están fortificados resueltos a una de San Quintín. El Sr. de Nieto que se
halla en Jujuy esperando que lleguen tropas de Buenos Aires ha mandado a
Charcas unas proclamas exhortando a los de Charcas.
Parece que los
mandarines y el Populacho han amenazado que de ningún modo deberán recibir a
Nieto, antes sostener y llevar a debido efecto sus proyectos. Parece que
están muy embravecidos resueltos a pelear. Se dice de Lima que ha habido
principio de revoltique, parece que algunos hablaron contra la Real Junta y
otros sujetos a una conspiración a cuyas resultas ha tomado aquel Gobierno
las más serias providencias. Se dice que algunos de los comprendidos se
habían desterrado a presidio y los demás quedaban presos formándoles las
causas. Que según se dice el cáñamo irá subiendo de precio. Es notorio que
toda esta América está en movimiento”.
La crisis
imperial se manifestaba con toda intensidad en el Río de la Plata a fines de
1809, aunque aquí el quiebre del orden colonial había comenzado antes y tenía
su propia dinámica. Ahora, ambas crisis, la local y la imperial, se
entrelazaban y entre 1808 y 1809 llevaron a la formulación de los primeros
intentos autonomistas y juntistas. Serían experiencias decisivas para el
futuro inmediato, como también lo sería la intensidad de los enfrentamientos
y conflictos que se habían puesto de manifiesto.
|
|
No hay comentarios:
Publicar un comentario