jueves, 3 de septiembre de 2015

la argentina colonial cap9

9.      La crisis del imperio español

Al despuntar el siglo XIX, la capacidad efectiva de la Corona para regular y orientar en su beneficio las relaciones con las colonias había disminuido dramáticamente. Era uno de los resultados del cambiante juego de alianzas Internacionales en las que estaba inmersa. Durante la mayor parte del siglo XVIII, la Corona española había mantenido una alianza con Francia, que derivó en crecientes conflictos con Gran Bretaña y su principal aliado, Portugal. A partir de la revolución de 1789, este esquema de alianzas se modificó radicalmente y en 1793 España se integró a las coaliciones que intentaban acabar con la experiencia revolucionarla francesa. Sin embargo, la incursión de las tropas francesas en la Península en 1794 obligó a la Corona a un brusco cambio de estrategia y a establecer una nueva e Insólita alianza entre la España absolutista y la Francia revolucionaria, que habría de perdurar hasta 1808. Esta nueva situación desembocaría en la crisis del Antiguo Régimen español y de su imperio.

La crisis del comercio colonial y la crisis fiscal de la Corona
Para enfrentar la expansión francesa, la flota británica bloqueó los puertos españoles y provocó un auténtico colapso del comercio entre la Península y sus dominios coloniales. Como respuesta, en 1797 la Corona autorizó el comercio con buques de bandera neutral, pero esta decisión corroyó aún más su capacidad de mantener el control del comercio colonial. Como ha señalado el historiador argentino Tulio Halperin Donghi, esta “coyuntura de guerra” creaba una situación inédita: la metrópoli era incapaz de funcionar como tal y todavía no había emergido una nueva metrópoli. En 1805, la situación empeoró



aún más, pues la derrota de la armada franco-hispana en la batalla de Trafalgar consagró el predominio de Gran Bretaña sobre el Atlántico.
A los comerciantes rioplatenses se les abría una situación incierta, aunque llena de posibilidades. Las dificultades del comercio legal ampliaron la importancia del clandestino, y las exportaciones de cueros aumentaron de 340 000 piezas anuales en 1796 a 670 000 dos décadas después. Sin embargo, hubo años muy difíciles: entre 1804 y 1806 hubo una tremenda sequía que, en el Alto Perú, donde había comenzado más temprano, derivó en una crisis social. La minería potosina sufrió una fuerte contracción que llevó a su completa paralización, situación que en parte se debía a la creciente dificultad para asegurar los suministros de azogue desde Andalucía. En estas condiciones, las importaciones al centro minero se redujeron un 25 por ciento en la primera década del siglo y disminuyeron las exportaciones de plata del puerto de Buenos Aires.
La contracción de la minería afectó la fiscalidad virreinal y, si en la década de 1790 las remesas altoperuanas cubrían un 60 por ciento del gasto fiscal de la capital virreinal, durante los primeros cinco años del siglo XIX solventaron tan sólo el 6 por ciento. En estas condiciones, los comerciantes rioplatenses se volcaron hacia el tráfico de esclavos, el comercio con Brasil y con los buques neutrales y la instalación de los primeros saladeros.
La erosión de los vínculos coloniales se manifestó a través de una fenomenal crisis fiscal de la monarquía. Los empréstitos forzosos y los donativos estaban a la orden del día, y en 1804 la Corona adoptó una medida de enorme trascendencia que dejó un tendal de descontentos: la llamada “convalidación de los vales reales”, un sistema compulsivo de fi- nanciamiento que embargaba los bienes y los depósitos en manos de la Iglesia, los conventos y las cofradías. Dado que estas instituciones fungían como los verdaderos bancos de la economía colonial, esta medida afectó el dinamismo de una economía completamente dependiente de ese financiamiento.
En el Río de la Plata, el resquebrajamiento de las relaciones con la metrópoli adquirió mayor dramatismo cuando, a comienzos de junio, una flota inglesa con 1500 hombres llegó a las costas rioplatenses y poco después tomó el control de la capital. La resistencia había sido comple-



tamente ineficaz. El virrey Sobremonte abandonó la ciudad con su guardia y los caudales del tesoro, y las principales corporaciones (la Audiencia, el Consulado, el Obispado y parte del clero regular) se rindieron. Días después, los comandantes ingleses recibían los caudales a cambio del compromiso de mantener a las autoridades en sus cargos y respetar la religión católica. Los invasores anunciaron la instauración de la libertad de comercio, una iniciativa que, esperaban, les aseguraría la adhesión de la elite comercial. En efecto, algunos grupos criollos imaginaron que la invasión era la ocasión precisa para conformar un nuevo orden, y adhirieron a él con entusiasmo.
Sin embargo, la convivencia entre ocupantes y pobladores no era sencilla y se producían peleas callejeras. Mientras tanto, algunos grupos de la elite criolla intentaron organizar en la campaña una fuerza de resistencia, y los catalanes formaron una red clandestina dentro de la ciudad ocupada. Por último, Santiago de Liniers, un francés que se desempeñaba como oficial de la Armada Real, se dirigió a la Banda Oriental para organizar una fuerza que enfrentara a los invasores. Con unos 500 soldados y más de 400 milicianos, comandó a principios de agosto la expedición de reconquista de la capital. En su marcha fue sumando partidas reclutadas en la campaña y, en pocos días, sus fuerzas llegaban a 3000 efectivos. El 12 de agosto lograron la capitulación de las tropas británicas.
La victoria creó una situación completamente inédita en la capital. El 14 de agosto, en un cabildo abierto, se decidió exigirle al Virrey que delegara el mando. Se trataba de una experiencia decisiva para la ciudad. Algunos testigos relataron que el pueblo se presentó tumultuosamente exigiendo que no se permitiera al Virrey entrar a la ciudad, y que el obispo y otros magistrados tuvieron que salir a los balcones del cabildo para preguntarle a la multitud si “eran gustosos” de ser gobernados por Sobremonte, a lo que “todos respondieron que no, no, no, no lo queremos, muera ese traidor, nos ha vendido, es desertor”. La multitud, unas 4000 personas, aclamó la designación de Liniers como comandante con gritos de “¡Viva España! ¡Viva el Rey! ¡Mueran los traidores!”. Mientras tanto, el Virrey, que se hallaba en San Nicolás con fuerzas milicianas de Córdoba y Paraguay, tardó en aceptar la insubordinada exigencia y se dirigió a Montevideo, aun cuando debió enfrentar la deserción de centenares de milicianos.
En el Virreinato se habían configurado dos polos de poder: de un lado, el Virrey, con el apoyo de la guarnición y la ciudad de Montevideo; del otro, la capital que se negaba a obedecerle. Pero la ocupación



y la reconquista habían tenido otras consecuencias. Las más importantes corporaciones y jerarquías (como el Consulado, el Obispado y la Audiencia) habían sufrido una vertiginosa pérdida de prestigio; frente a ellas se estaba conformando el nuevo liderazgo de Liniers y recobraba plena autoridad el Cabildo.
El 6 de septiembre, Liniers convocó a la población a organizarse en milicias. Uno de los primeros cuerpos conformados fue el de urbanos voluntarios de Cataluña, que agrupó a catalanes, valencianos, aragoneses y naturales de las Baleares. El 13 de septiembre, en una multitudinaria asamblea de más de 1500 personas, se formó el regimiento de Patricios, cuyo comandante electo fue Cornelio Saavedra. Las milicias se multiplicaron en forma vertiginosa; para octubre abarcaban unos 7800 hombres en una ciudad que apenas superaba los 40 000 habitantes.
A fines de octubre, los ingleses bloquearon los puertos del Río de la Plata y sitiaron Montevideo; el 3 de febrero ocuparon la ciudad, donde permanecerían hasta septiembre. La conmoción política se desató en la capital, donde corría la versión de que el ejército del Virrey había huido en desbandada. Los pasquines que aparecieron eran muy claros: amenazaban con degollar a los oidores de la Audiencia por no haber depuesto al Virrey. En las calles se amontonaba la gente profiriendo insultos contra ellos. Ni las promesas de los capitulares ni las gestiones del obispo y de Liniers lograban calmarla, y algunos individuos escalaron a la torre para hacer sonar las campanas convocando a la población. Un observador anotó en su diario: para “sosegarlo y obviar algún tumulto, se le prometió al pueblo hacer lo que se pedía”.
El 10 de febrero, una junta de guerra en la que participaron 98 personas entre jefes militares, funcionarios, capitulares, oidores y vecinos notables decidió el desplazamiento definitivo de Sobremonte y la transferencia de la completa responsabilidad de la defensa de todo el Virreinato a Liniers. La decisión era trascendente: un virrey había sido depuesto; tamaña decisión había sido tomada por la institución más antigua de la ciudad, el Cabildo, y por los nuevos jefes milicianos, en un contexto de intensa agitación popular. Como diría poco después un emisario metropolitano, era un “ruinoso ejemplo” tras lo cual “la insubordinación y el desorden se arraigaron”.
Como sea, el tumulto fue legitimado: meses después, la corte convalidó la decisión y separó a Sobremonte de sus funciones. Pero el movimiento de la capital generó resquemores y, mientras el Cabildo de Córdoba mantuvo su subordinación al Virrey, el de Potosí suspendió la



remisión de fondos a la capital. Las lealtades institucionales en el Virreinato habían comenzado a erosionarse con rapidez.
Desde Montevideo, los ingleses inundaban los mercados virreinales de mercaderías a bajo costo, haciendo colapsar los precios y los circuitos habituales de importación. A fines de junio, una expedición de 8000 hombres marchó sobre la capital. La defensa organizada por Liniers resultó infructuosa y sus tropas fueron derrotadas en las afueras de la ciudad. El 5 de julio, los británicos iniciaron el asalto de la ciudad, pero los violentos combates callejeros terminaron con su capitulación y con el compromiso de abandonar Montevideo en menos de dos meses.

Aunque ¡nicialmente la formación de los regimientos de milicia fue una medida de emergencia, en febrero de 1807 se decidió que la mayor parte de los milicianos recibiera una remuneración mensual. De este modo, la militarización tendió a convertirse en un nuevo medio de vida. Un ejemplo permite advertirlo: aun los soldados del regimiento de pardos y morenos debían recibir una remuneración mensual de 12 a 14 pesos, retribución que estaba por encima de la que había sido habitual para los soldados y de la que podían recibir en sus empleos habituales, que difícilmente superara los 8 pesos. No era una cuestión sencilla de resolver y los intentos de quitarla debieron ser abandonados debido a la tenaz resistencia de los milicianos. No era casual: hacía varios años que los precios de los bienes de consumo masivo estaban subiendo, situación que empeoró con las invasiones. El gasto de defensa ampliaba las oportunidades de empleo y la capacidad de consumo de los sectores populares urbanos, y amortiguaba los efectos de la carestía. (Para ponderar sus efectos conviene recuperar una estimación efectuada por Tulio Halperin Donghi: la movilización miliciana debe de haber abarcado no menos del 30 por ciento de los varones adultos de la ciudad.) Esta decisión trajo conflictos pues, si bien fue recibida con entusiasmo por las unidades de criollos y castas, fue rechazada por los comerciantes peninsulares y sus allegados. El conflicto era, además, el resultado del choque entre dos percepciones muy distintas de los rangos militares que, para los críticos de esta nueva práctica, debían seguir siendo una cuestión de honor antes que un modo de vida. ^



La rendición de la segunda invasión


La rendición de las tropas inglesas en 1806. Óleo de Charles Fouqueray. Desde fines del siglo XIX fue cada vez más frecuente que se encargara a diversos pintores la reconstrucción pictórica de escenas clave de la historia nacional. Estas pinturas cubrieron el vacío que había dejado el escaso desarrollo que las artes plásticas habían tenido en la época y constituyeron el medio por excelencia a través del cual la sociedad podía representarse su pasado.
Había días en que la ciudad parecía un cuartel. El 15 de enero de 1807 a la madrugada, se tocó generala y cada unidad marchó con sus banderas y estandartes y sus bandas de música a la revista general que se realizó en torno al Riachuelo. Unos 8000 hombres intervinieron en esta parada, que incluyó una misa y terminó en un almuerzo general. Símbolo inequívoco de la masividad de la militarización fue el desfile de una compañía compuesta por muchachos voluntarios de doce a catorce años. La jornada terminó con el desfile de todos los cuerpos hasta la Plaza Mayor. No fue la única ocasión en que la ciudad se celebraba a sí misma; los festejos por la exitosa defensa continuaron durante meses. En este sentido, la ceremonia del 12 de noviembre de 1807 fue muy especial: se armó un gran tablado en la plaza con los bustos del rey y la reina y se procedió a sortear pensiones y recompensas para los negros y pardos inválidos o para sus viudas. El Cabildo dispuso pensiones de 12 pesos para los españoles pero de 6 para indios, pardos y negros. A su vez, se sorteó la libertad de 70 esclavos entre un listado de 686. El derecho de propiedad, no obstante, fue respetado, y el precio de su



libertad fue pagado por el Cabildo, el rey y los principales regimientos, de modo que los propietarios recibieron 250 pesos cada uno, no sin regateos. La ceremonia pública tras cada sorteo era un auténtico rito de pasaje: el agraciado era llevado bajo las banderas de las compañías de pardos y morenos libres a cuyas filas pasaba a Integrarse. No era, por cierto, el fin de la esclavitud, pero la ceremonia expresaba una situación inimaginable poco antes: la elite y la ciudad, homenajeando a algunos esclavos. Para ellos, significaba una experiencia decisiva precisa: la incorporación voluntaria era un camino a la libertad. No lo olvidarían.
En pocos meses, la vida de la ciudad cambió. La movilización miliciana relajó la consistencia de las jerarquías sociales preexistentes y sus ejercicios, desfiles, marchas y ceremonias religiosas se volvieron cotidianos. En algunos casos incluyeron muestras de reconocimiento a los grupos plebeyos y los ascensos como premio se generalizaron. Además, la militarización tenía otras implicancias, pues las muestras de indisciplina de los milicianos eran harto frecuentes.
Tamaña movilización reproducía los clivajes sociales preexistentes, que estaban lejos de expresarse a través de una oposición entre peninsulares y criollos. Por el contrario, los cuerpos milicianos se organizaron según sus grupos de pertenencia: en los Patricios debían prestar servicio los vecinos de la ciudad; en el de Arribeños, los oriundos de las provincias “de arriba”. Significativamente, no hubo un cuerpo de peninsulares sino que se organizaron regimientos de Andaluces, Vizcaínos, Cántabros o Montañeses, Catalanes, Gallegos, etc. Una mentalidad estamental atravesada por criterios de diferenciación racial no podía permitir que se mezclara lo que no debía confundirse, y el destacamento de Pardos estaba integrado por nueve compañías, cinco “de esta calidad”, dos de indios y dos de negros.

Súbitamente, los rangos militares se transformaron en un camino para la formación de una nueva elite dotada de legitimidad social; para algunos llegó a ser un camino al ascenso social. Hombres reclutados entre la elite urbana adquirieron posiciones de mando y establecieron nuevos lazos sociales con la plebe de la ciudad, pues los jefes de cada unidad fungían como sus voceros y la pertenencia a un regimiento ayudaba a conformar una identidad de grupo a través de sus uniformes, estándar-



tes y hasta por su santo patrono. El equilibrio interno de la elite urbana se hallaba notablemente alterado.

Los milicianos resistieron la adopción de normas militares. Así, en noviembre de 1806 hubo un verdadero “tole tole” cuando los soldados cuestionaron que sus oficiales usaran charreteras al punto que algunos se pusieron charreteras de papel “hasta en la bragueta para que sirviera de total desprecio”. Los intentos de regularizar la situación resultaron infructuosos. Los milicianos se desplazaban uniformados y armados por las calles y tabernas aunque no estuvieran de servicio, como lo hicieron los Catalanes y Gallegos en marzo de 1807, que incluso abofetearon al comisionado de la Audiencia encargado de hacer cumplir la disposición que lo prohibía. Por entonces, un soldado del cuerpo de Montañeses se enfrentó a su capitán y fue sentenciado sin consejo de guerra. Al parecer, el suceso fue tan comentado que el propio Liniers lo restituyó a su unidad en una ceremonia pública que culminó con los soldados de la unidad vivando al Rey y repudiando al capitán de la compañía. También eran reiterados los conflictos entre integrantes de distintas unidades: por ejemplo, en la celebración de Corpus de 1806, los miembros del cuerpo de Gallegos se negaron a rendir sus banderas ante el paso del Obispo, y a fines de marzo de 1807 se vivieron momentos de extrema tensión cuando se supo que un sujeto pretendía quemar la imagen de un Judas vestido con el uniforme del regimiento de Patricios con motivo de la Semana Santa. Hacia junio, los jefes milicianos ya eran plenamente conscientes de la necesidad de imponer una disciplina más rigurosa sobre sus tropas y trataron de terminar con la práctica de elección de sus oficiales al mismo tiempo que el Cabildo rechazó las pretensiones de los marineros de elegir a los suyos. ^
Esta movilización también fue muy intensa en la Banda Oriental, donde la lucha contra la segunda invasión fue librada por partidas de milicianos y blandengues en una virtual guerra de guerrillas. Una vez retiradas las tropas británicas, el Cabildo de Montevideo solicitó al Rey que se instituyera un consulado en la ciudad y que se la transformara en cabecera de una nueva intendencia. Así, se ponían en evidencia las aspiraciones autonómicas de Montevideo. Aquí también la legitimidad política descansaba ahora en el Cabildo, que forzó la sustitución del gobernador.




Así, en julio de 1807, Liniers designó como nuevo gobernador a un militar recién llegado de España, Javier de Elío, y aunque al principio debió afrontar la resistencia del Cabildo, no tardaron en establecer una firme alianza.
Mientras tanto, en Buenos Aires, las invasiones dejaban dos liderazgos competitivos: el de Liniers, el héroe de la reconquista de 1807 apoyado por la mayor parte de los nuevos cuerpos milicianos, y el de Martín de Alzaga, el alcalde de primer voto del Cabildo y el héroe de la defensa en 1807, que además del apoyo del Cabildo tenía el de las milicias que estaban bajo su mando o eran comandadas por otros capitulares. En estas condiciones, la renovación anual del cuerpo a fines de 1807 fue muy conflictiva y estuvo acompañada por la difusión de pasquines que proponían la reelección de Alzaga. Era una auténtica campaña proselitista, quizá la primera de este tipo que se llevó a cabo abiertamente en la ciudad, síntoma inequívoco de que ya no era posible hacer política a la antigua usanza.
Las rivalidades se acrecentaron a principios de 1808, cuando se supo que la corte ratificaba la designación de Liniers como virrey del Río de la Plata. Ni el Cabildo de Montevideo ni el de Buenos Aires estaban conformes.

Para entonces, el poder de Napoleón en Europa continental parecía inconmovible: en 1807 firmó un tratado con Rusia que incluía en sus cláusulas secretas la aceptación del Zar para que España y Portugal quedaran en poder francés. Poco después, por el Tratado de Fontainebleau, la Corona española autorizó el paso de las tropas del Emperador por su territorio para invadir Portugal.
Las consecuencias fueron trascendentes. La corte lusitana emigró a Río de Janeiro, que se transformó -nadie sabía por cuánto tiempo- de capital virreinal en cabecera del imperio portugués. El acuerdo franco- hispano implicaba en la práctica no sólo el tránsito sino también la ocupación de puntos estratégicos del norte español por las tropas napoleónicas. En esas condiciones, los resquemores de la población española se acrecentaron y las disputas en la corte de Carlos IV llegaron a su punto culminante.
El artífice de esta política era el ministro Manuel Godoy, que junto a su séquito tenía el control completo del gobierno y una influencia no-



table en la corte, además de íntimas relaciones con la Reina. Cierto o no, eso era lo que pensaba buena parte de la sociedad española. Su poder no había dejado de crecer desde 1793 y era visto, no sin razón, como el artífice de la política pro Francia, de las conflictivas medidas fiscales y como el responsable del nombramiento de la mayoría de las autoridades en las colonias, especialmente los virreyes e intendentes. El destino de estos funcionarios estaba ligado al del ministro.

A principios de febrero de 1808, la fuerza francesa en territorio español superaba los 100 000 hombres. Aunque formalmente eran aliadas, en Pamplona una multitud repudió a las tropas y el descontento cundió rápidamente entre los campesinos de la región. En las semanas siguientes, situaciones similares se vivieron en San Sebastián y Cataluña. Carlos IV intentó calmar la ansiedad popular, pero no logró su cometido, en especial cuando comenzó a circular el terrible rumor de que la corte española emigraría hacia América. Su credibilidad aumentó cuando la corte abandonó Madrid y se dirigió a Aranjuez. En esas condiciones, el 17 de marzo estalló allí un motín popular aprovechado por los opositores a Godoy, y una multitud ocupó y saqueó el Palacio Real exigiendo la renuncia del desprestigiado ministro y de Carlos IV.




En este cuadro de situación, los descontentos se alinearon con el príncipe de Asturias, el futuro Fernando VII, enfrentado al ministro. Los conflictos estallaron en marzo de 1808 y abrieron una fase de vertiginosos acontecimientos cuando una sublevación provocó en marzo la renuncia de Godoy y la abdicación de Carlos IV. La asunción de Fernando VII fue aclamada por muchedumbres que festejaron quemando retratos del ministro y del Rey e insultando a la Reina.
A fines de abril, Napoleón convocó a padre e hijo a una reunión en Bayona con el argumento de encontrar una solución a la crisis abierta. Madrid estaba ocupada por tropas francesas y sus calles se transformaron en escenario de cruentos enfrentamientos entre la muchedumbre y los soldados. El 2 de mayo, al grito de “¡Mueran los franceses!”, estalló una sublevación que fue brutalmente reprimida. La noticia precipitó el desenlace: Napoleón forzó la abdicación de Femando a favor de su padre y de éste a favor de Napoleón. En su reemplazo, el Emperador designó como rey de España a su hermano José, buscando instaurar una nueva dinastía al repetir la solución que un siglo antes había permitido la consagración de los Borbones. Pero su legitimidad era más que dudosa, pues no mediaba lazo dinástico alguno. Napoleón consiguió entonces que el Consejo de Castilla y el Ayuntamiento de Madrid juraran fidelidad a José Bonaparte y reunió una asamblea constitucional compuesta por más de un centenar de los principales funcionarios de la corte y de los nobles de España, que aprobó un estatuto constitucional elaborado por los franceses. Esa constitución incluía una convocatoria para la representación de los virreinatos americanos.
Sin embargo, el rey francés y su constitución fueron rechazados por una sublevación que se propagó en varias ciudades que proclamaban su fidelidad a Fernando VII, a quien se consideraba prisionero de Napoleón y de Godoy. En casi todas partes, el modo de acción preferido fueron las acciones multitudinarias de tipo tumultuario, que en algunos casos implicaron la destitución de las autoridades vigentes y en otros la exigencia de que se pusieran al frente de la guerra contra los franceses. De uno u otro modo, en cada ciudad se conformaban juntas que asumían el poder local en nombre del Rey y organizaban la resistencia. La rebelión se estaba convirtiendo en una revolución que invocaba un principio: la retroversión de la soberanía del rey al pueblo.
Para mediados de junio, cada provincia se gobernaba a sí misma e incluso las juntas de Asturias, Valencia o Sevilla se declararon “supremas” y “soberanas”. Para septiembre, comenzaron a coordinarse a través de una junta central que se constituyó en Aranjuez, con la doble



tarea de organizar la resistencia y hacerse obedecer como un poder provisorio aunque legítimo. Mientras tanto, los restos del ejército borbónico se reagruparon en Andalucía y el 19 de julio de 1808 lograron derrotar a las tropas francesas en Bailén. La batalla tuvo un enorme significado simbólico, pues era la primera derrota militar de los ejércitos napoleónicos, y desató una oleada de patriotismo en todo el imperio. Muchos sectores de sociedad española que se habían mostrado reacios a unirse a la rebelión se sumaron a ella. El 30 de julio, los franceses abandonaron Madrid.

En los movimientos juntistas convergían partidarios abiertos del absolutismo y grupos de orientación liberal, algunos moderados, otros radicalizados. Algunas juntas, como la de Asturias, eran encabezadas por liberales moderados que inmediatamente establecieron una alianza con Gran Bretaña. En otras, como Valencia o Cádiz, la movilización era más radical y se orientó contra los nobles y las autoridades acusadas de traición. Mientras tanto, en Zaragoza, la rebelión popular fue desatada por la creencia colectiva en un milagro a través del cual Dios se manifestaba partidario de Fernando. En otros términos, mientras en algunas ciudades el juntismo adoptaba rasgos revolucionarios y se transformaba en una impugnación de las autoridades y la nobleza, en otras se canalizaba a través de un legitimismo popular y religioso. La formación de las juntas se había producido por medio de tumultos populares y los discursos juntistas conjugaban, de manera muy inestable, principios liberales con invocaciones religiosas a una guerra santa contra los herejes. JV

Las noticias alarmantes crearon un clima de creciente agitación. Las demostraciones de fervoroso patriotismo recorrieron todo el Virreinato de la Nueva España y en la ciudad de México la jura de fidelidad a Fernando VII convocó a 20 000 personas. Pero también los grupos de poder intentaron reposicionarse ante la nueva situación: el Cabildo de la capital declaró nulas las abdicaciones y solicitó al Virrey que convocara a un congreso de representantes de las ciudades, mientras los emisarios de las juntas de Oviedo y Sevilla competían por el reconocimiento



como autoridades superiores. “Todas son juntas supremas y así a ninguna se debe obedecer”, sostuvo el Virrey expresando la postura de la elite criolla. En estas condiciones, un grupo de peninsulares apresó al Virrey con el apoyo del Arzobispado y la Audiencia: la reacción peninsular acabó por subvertir la autoridad del Virrey.

El 28 de julio se difundió en Buenos Aires la orden de proclamar rey a Fernando Vil; a ella siguieron días de festejos, iluminación de la ciudad, salvas de artillería, orquestas de música y “cohetes voladores”. Durante todo el mes se repitieron los juramentos callejeros y cada regimiento realizó el suyo. El Cabildo no quiso quedarse atrás y desde sus balcones se expuso el busto del soberano. También se “tiraba mucho dinero al pueblo” y dulces, y se dispuso de cuatro pipas de vino en la plaza “donde iban a tomar los que querían, pues se daba de gracia”. Un furor legitimista dominaba la escena pública y los actores competían por demostrar quién era más leal. En Córdoba, por ejemplo, la entronización de Fernando Vil dio lugar a “suntuosas ceremonias” y a “ruidosas emociones del júbilo popular y el esmero con que todas las personas de todas las clases de la sociedad solicitaban el retrato del Rey para llevarlo consigo, como una muestra necesaria de su íntima adhesión y fidelidad”, como recordaría años después un testigo. No era otra la impresión que tuvo el emisario de la Junta de Sevilla, Manuel de Goyeneche: según informaba, el entusiasmo había ganado “los corazones de todas las clases siendo igual en elevación y ardor la del más bajo pueblo con la de los cuerpos é ilustres autoridades", y como prueba relataba que “Esclavos, domésticos, soldados, oficiales, magistrados, mujeres, llevan la efigie ó escarapela del amado monarca y cada uno entrega lo que puede y su estado le permite para ayudar á España”. En su larga travesía desde Montevideo a Lima, no dejó de notar las muestras de lealtad que halló “en todas las capitales, ranchos de indios y población de esta América meridional’’, y “aunque algún mal Intencionado, que es infalible que los hay, quiera invertir el orden, tiene contra él la voluntad de los que mandan y el pronto auxilio y socorro de los vecinos y pueblo bajo, que es y ha sido celosísimo de la conducta y providencias con que lo han regido”.
En Buenos Aires, las noticias y rumores eran propagados por cada
buque que arribaba, y la movilizada población los consumía con avidez.



Los rumores parecían no tener límites; un día decían que la corte estaba por decidir el traslado del Virrey y la Audiencia a Córdoba; otro, que estaba por llegar una orden disponiendo la libertad de todos los esclavos que habían participado en la defensa de la ciudad. Pese a todo, el 16 de mayo Liniers tomaba posesión formal de su cargo de virrey interino del Virreinato del Río de la Plata, pero las noticias que llegaban tornaron muy agitada su gestión. Ninguna debe haber sido tan conmocionante como la que se conoció el 15 de julio, cuando se difundieron, de manera simultánea, los sucesos de Aranjuez, Madrid y Bayona que habían ocurrido entre marzo y mayo.
En este clima se desataron los conflictos. El 12 de agosto, el gobernador de Montevideo, sin esperar instrucciones de Liniers, tomó la decisión de prestar juramento de fidelidad a Fernando VIL Luego lo hizo Buenos Aires. Sin duda, el panorama era confuso y el futuro incierto, pues mientras Napoleón intentaba seducir a las colonias, la Junta Central hacía lo propio. Desde Río de Janeiro, la infanta Carlota Joaquina, hermana de Fernando Vil y esposa del príncipe regente de Portugal, ofrecía la constitución de una regencia americana, una salida que sedujo a muchos rioplatenses pues parecía ofrecer al mismo tiempo estabilidad dinástica y autonomía política.

A fines de agosto de 1808, las noticias se aclaraban un tanto: se sabía ya de la declaración de guerra a Francia, la consiguiente alianza con Gran Bretaña y que los franceses habían abandonado Madrid. En este contexto, las tensiones entre Buenos Aires y Montevideo estallaron: Elío y el Cabildo montevideano desconocieron la autoridad de Liniers y el 21 de septiembre decidieron la formación de una junta interina encabezada por el mismo Elío “para custodiar los derechos del rey prisionero”. Montevideo hacía realidad su aspiración de autonomía y replicaba el modo de acción de la Península a través de sus principales autoridades de la ciudad, en un clima de agitación callejera. El obispo de la ciudad fue muy claro: Montevideo era “la primera ciudad de la América que manifestase el noble y enérgico sentimiento de igualarse con las ciudades de su Madre Patria”. El legitimismo era un recurso válido para fundamentar reclamos autonómicos y aspirar a una reformulación del imperio.



Estos discursos no eran muy diferentes de los que enunciaba en España la Junta Central, para quien Fernando Vil no sólo era el único rey legítimo sino quien venía a “librarles del tirano yugo que sufrieron muchos años con el despótico gobierno anterior y del privado que lo dirigía". De esta manera, la guerra contra la ocupación francesa era también la regeneración de una monarquía que había estado sometida a un gobierno despótico. En América, mientras tanto, una palabra empezaba a emplearse cada vez más, “independencia”. Pero era la independencia frente a Francia y las autoridades que pretendían imponer al imperio español. Las Indias eran presentadas como el último bastión de la independencia hispana. En este contexto, otra palabra comenzaba a poblar el lenguaje político: “nación”. Con un sentido preciso: era la “nación española”. Flabía una tercera referencia también recurrente en los discursos políticos que adoptaban un fuerte contenido religioso: la “nación” que lucha por su “independencia” era equiparada al pueblo de Israel y a su cautiverio. La revolución y la guerra se convertían así en una “guerra santa”.

Los sucesos de Montevideo impactaron en Buenos Aires. A fines de diciembre, comenzó a circular el rumor de que el Cabildo se proponía sustituir al Virrey interino por una junta; en la noche del 31, las tropas fueron acuarteladas. Aun así, al día siguiente el Cabildo renovó su elenco y decidió exigir la renuncia de Liniers y conformar una junta provisoria. Mientras se desplegaban intensas gestiones, la plaza se fue colmando de contingentes de los regimientos de catalanes, vizcaínos y gallegos, mientras se hacía sonar las campanas convocando al pueblo. El tumulto obtuvo como respuesta la decidida movilización de los regimientos fieles al Virrey, en especial los Patricios y Arribeños. Así, el inestable equilibrio de poder se volcó a favor de Liniers, y los principales miembros del Cabildo (Alzaga, entre ellos) fueron detenidos y deportados a Carmen de Patagones, aunque el gobernador de Montevideo los rescató y asiló en esa ciudad. Más aún, la campana del Cabildo fue retirada y los tres regimientos comprometidos en el movimiento fueron disueltos, sus banderas e insignias confiscadas, sus jefes y oficia-



les detenidos y sus miembros insultados por la “plebe”. De este modo, Liniers se consolidaba en su cargo, aunque no había a dudas de que su autoridad dependía completamente de las milicias y de que el poder militar había pasado por completo a la elite criolla.
El movimiento había estado encabezado por españoles europeos, pero no logró convocar a todos los cuerpos milicianos de ese origen y se justificó proclamando que “el pueblo no debía ni quería ser gobernado por un virrey francés” y exigía “una junta a semejanza de las de España”, gritando “viva Femando VII y establézcase Junta para el buen gobierno”, “mueran los franceses” y “fuera el mal gobierno”. Las fuerzas fieles a Liniers también gritaron lo suyo y en la plaza parece haberse desplegado una aguda disputa simbólica entre ambos bandos: así, cuando los conjurados sacaron el estandarte real al balcón del Cabildo, mientras gritaban “Viva Fernando VII”, los patricios gritaban “Viva Liniers” y “abajo con los salvajes sarracenos, viva nuestro virrey, viva Fernando VII”. A esta disputa por la legitimidad le siguió un clima de intensa hostilidad entre españoles americanos y europeos. No era nuevo, pero ahora adquiría una intensidad muy superior y algunas connotaciones sociales. Los vecinos peninsulares hicieron llegar a la Junta Central sus quejas por los “vejámenes y ultrajes” que recibían en las calles de los “hijos de la patria” y “de toda clase de indios, pardos, mulatos, morenos y aun de nuestros propios esclavos”.
Los actores tenían que tomar decisiones a partir de informaciones que llegaban tarde. Así como Liniers había jurado como virrey cuando las autoridades que lo ratificaron ya habían fenecido en España, cuando los amotinados de enero se lanzaron a la acción pensaban que la situación peninsular era francamente favorable. No sabían que Napoleón había logrado recuperar el control de Madrid y que la Junta Central había tenido que instalarse en Sevilla, ni que los intentos de reconstituir el ejército regular habían sido infructuosos y que las tropas inglesas estaban iniciando la retirada. En tales condiciones, la guerra contra la ocupación francesa en algunas regiones -como en Galicia y Navarra- adoptaba la forma de una guerra de guerrillas campesina, mientras que las principales ciudades iban cayendo en poder de los franceses. El Ia de enero de 1809, la Junta Central lanzó una dramática convocatoria a los españoles al “exterminio” por cualquier medio contra los franceses, a los que se identificaba como “monstruos feroces, no hombres”.



La Junta Central designó como virrey a un importante oficial de la Real Armada, Baltasar Hidalgo de Cisneros. Su arribo a Montevideo a finales de junio fue recibido con beneplácito por las autoridades de la ciudad, que disolvieron la junta que habían formado; Elfo fue designado inspector de armas del Virreinato, lo que sin duda no podía ser considerado una condena. Cisneros tardó casi un mes en llegar a la capital, pues antes quería asegurarse el reconocimiento de los jefes milicianos que dudaban en aceptar al nuevo virrey mientras que la Audiencia y el Cabildo celebraban su arribo. Por fin, la designación fue aceptada, aunque era por demás evidente que el entusiasmo era mucho mayor entre los españoles europeos. Cisneros se hizo una idea precisa de lo que estaba pasando: en la ciudad estaban “divididos los ánimos de las primeras autoridades y principales vecinos que arrastraban recíprocamente a las demás clases, formaban dos partidos que siempre opuestos en ideas, opiniones y en intereses, habían hecho trascendental esta desunión a las demás ciudades del Virreinato”. Para superarla, intentó una política de conciliación que buscaba reconstituir el sistema de autoridad. En septiembre, indultó a los acusados por el tumulto de enero e intentó reorganizar las milicias reduciendo los cuerpos rentados y quitándoles los nombres que tenían asignados con el propósito de reducir las rivalidades. Sólo el regimiento de castas mantuvo su antigua denominación.
Pero la capacidad de Cisneros para hacer efectiva esta política dependía, ante todo, de la solidez del poder que lo había designado, y a la Junta Central le quedaban pocos caminos. Entre ellos, decidió estrechar la alianza con Gran Bretaña, lo que se transformó en una autorización para abrir los puertos coloniales al comercio inglés. El debate no tardó en estallar en el Río de la Plata y el Virrey quedó en medio del juego de presiones: de un lado, las corporaciones y grupos mercantiles que se disputaban los beneficios de esa autorización; del otro, la necesidad de reconstituir la fiscalidad virreinal acuciada por las erogaciones crecientes y el colapso de la minería andina. Del agitado y tenso debate alumbró tanto un reglamento provisorio de libre comercio que emanó del Virrey, como también la exposición de un programa económico para la elite criolla: la representación que, como apoderado de los hacendados y labradores de las campañas de ambas márgenes del Río de la Plata, había redactado Mariano Moreno condensaba muchas de las ideas que desde la secretaría del Consulado había venido impulsando Manuel Belgrano. El documento era, además, expresión de una conver-



gencia intelectual y política de grupos diferentes, pues estos hombres habían tenido alineamientos muy distintos durante los conflictos pasados. Mientras que Belgrano, un profesional formado en Salamanca, había estado entre los entusiastas receptores de los planes de la infanta Carlota, Moreno provenía de un rango menor de la elite, había estudiado en Charcas y, como letrado del Cabildo, había simpatizado con el movimiento juntista de enero.
Otra decisión de la Junta Central sería decisiva: el 22 de enero convocó a cada virreinato y a cada capitanía general para que eligieran un diputado para integrarse a la Junta, al tiempo que proclamaba que los dominios americanos “no son propiamente colonias o factorías como las de otras naciones, sino una parte esencial e integrante de la monarquía española”. Pese a ello, mantenía una irritante desigualdad, pues esos diputados deberían compartir el gobierno con 36 diputados peninsulares. Además, en América, importantes ciudades como Guadalajara, Quito o Charcas no tendrían ninguna representación y quedaban completamente subordinadas a las capitales virreinales. Meses después, el 22 de mayo de 1809, una segunda convocatoria resultaría aún más revulsiva: debían elegirse diputados para la reunión de las cortes.
La crisis imperial permitía la emergencia de una concepción regeneradora de la monarquía y abría el cauce para una nueva práctica: por primera vez en la historia del imperio español, había elecciones de diputados. Las elecciones se llevaron a cabo en muchas ciudades, siempre a través de los cabildos de las principales. Se efectuaron en 14 ciudades de la Nueva España, en 20 de Nueva Granada, en 17 del Perú, en 16 de Chile y en 6 de Venezuela. En el Río de la Plata, el proceso electoral comenzó a desarrollarse con lentitud: en Córdoba, por ejemplo, las disputas entre las facciones lideradas por el gobernador intendente y el deán Funes fueron tan intensas que las elecciones se demoraron hasta principios de 1810. Para entonces ya era demasiado tarde y los electos nunca llegaron a ser parte de las cortes, pero el engorroso trámite había delineado dos facciones políticas que se alinearían en forma opuesta frente al proceso revolucionario porteño. En otras ciudades (como Asunción, La Plata, Potosí, Santa Cruz de la Sierra, La Rioja, Mendoza, Corrientes, Santa Fe o Montevideo), el proceso se llevó adelante, pero en Buenos Aires ni siquiera se había iniciado cuando todo el mecanismo quedó suspendido debido a los sucesos de mayo de 1810. En otros términos, si bien la mayor parte de los diputados o no fueron electos o no llegaron a formar parte de las cortes que comenzaron a sesionar en septiembre de 1810, desde la metrópoli se había abierto el



cauce a una situación inédita y se habían legitimado principios novedosos. A través de estas elecciones, las ciudades adquirían el derecho a elegir sus propios diputados y a formar parte de los órganos de gobierno.
En la Junta Central las orientaciones políticas no eran uniformes. Por un lado, estaban los absolutistas ilustrados cuya máxima figura era el presidente de la Junta y antiguo ministro de Carlos III, el conde de Flo- ridablanca: ellos concebían a la Junta sólo como un poder provisorio destinado a dirigir la guerra. Por otro, estaba la corriente de los consti- tucionalistas históricos, encabezados por el ex ministro Gaspar de Jove- llanos, que buscaban que las cortes restauraran las antiguas libertades y normas consuetudinarias de los reinos, siguiendo un modelo semejante al inglés. Por último, había una facción francamente liberal liderada por el poeta Manuel Quintana, la más radical: inspirada en el modelo constitucional de la Revolución Francesa, buscaba transformar la convocatoria a las cortes en la formación de un nuevo estado basado en la soberanía popular. Por el momento, estas corrientes coincidían en su rechazo a la invasión francesa y en su reivindicación de la legitimidad de Fernando VII, aunque la interpretaran de forma muy distinta. A esta pluralidad de orientaciones ideológicas debe agregarse que su recepción en América estaba mediada por múltiples filtros. Por un lado, por el haz de ideas liberales que se habían diseminado con intensidad en el contexto de una crisis que convertía a los buques franceses, ingleses y norteamericanos en el medio principal de información. Por otro, por los conflictos que jalonaban la historia previa de cada jurisdicción y las intensas disputas y rivalidades entre jurisdicciones. En estas condiciones, no resulta extraño que la convocatoria electoral metropolitana coincidiera con el estallido de movimientos autonomistas.

Cisneros encontraría los mayores desafíos en el Alto Perú. En Chuqui- saca, La Plata, las disputas entre autoridades estallaron tras la llegada de Manuel de Goyeneche, el emisario arequipeño de la Junta de Sevilla que portaba varias cartas de la Infanta Carlota. Mientras el presidente de la Audiencia y el arzobispo se mostraron a favor de este proyecto el 25 de mayo de 1809, el resto del tribunal con el apoyo del Cabildo se opuso, apresó al presidente y decidió conformar una junta de gobierno provisoria. Las calles de la ciudad fueron escenario de tumultuosas demostraciones contra el presidente del tribunal, acusándolo de traición,



mientras una multitud, que algunos estimaron en más de 6000 personas, gritaba vivas al rey. Las disputas estaban dividiendo a las instituciones coloniales y a la misma elite peninsular.
El 16 de julio de 1809, en La Paz, un cabildo abierto depuso al gobernador intendente y al obispo y constituyó un gobierno provisorio, la llamada Junta Tuitiva, encabezada por un oficial mestizo, Pedro Murillo. Aunque el discurso de la Junta justificaba su accionar afirmando que actuaba “por el Rey, la Religión y la Patria”, también proclamó que desconocía cualquier autoridad superior metropolitana o virreinal y suspendía toda remesa de metal precioso a la capital. Este movimiento tenía una composición socioétnica muy heterogénea y contenía fuertes tensiones internas que se acrecentaron por el decidido tono antipeninsular que adoptó y por los saqueos populares que se produjeron en la ciudad. El movimiento concitó la adhesión de los grupos mestizos e intentó movilizar a campesinos e indígenas. Con todo, la estrategia estaba destinada al fracaso, pues aterraba a las elites criollas andinas y tampoco tenía completo éxito en generalizar un levantamiento indígena. El movimiento paceño quedó aislado frente a la movilización de las fuerzas represivas enviadas desde Lima y Buenos Aires que lo aplastaron el 25 de octubre y desataron una feroz represión. En Chuquisaca, sin embargo, sólo hubo detenciones y embargos, a tono con el carácter moderado y elitista del movimiento. Pero no todas las fuerzas rebeldes fueron derrotadas y algunas se refugiaron en las Yungas para siguieron combatiendo.

6 de diciembre de 1809. “de La Paz se dice [...] se armó en aquella ciudad entre la plebe que empezó a robar a las casas Pudientes y otros desórdenes viendo esto los caudillos y mandarines. El principal lo era un tal Arandaur, hombre acaudalado de La Paz, desconfió éste de sus compañeros que lo era un tal Murillo, los alcaldes y otros, los mandó prender y empezó a mandarlos ahorcar acusándoles de traidores a lo que ellos tenían tramado en sus designios y viendo que sus caudales se iban en humos. Estando mandado ahorcar a los conjurados la Plebe prendieron al tal Arandaur, lo arrastraron por las calles, le mandaron cortar las orejas y lo colgaron de un palo. Armóse todo el Pueblo en peleas, matándose y robándose unos a otros con cuchillo en mano y demás armas de fuego, pues tenían formados de 6 a 8 mil hombres como los



cuerpos voluntarios de Bs. As. [...] Estando en esta faena llegó sobre La Paz Goyeneche con su Ejército. Se sitió sobre La Paz desde la eminencia del Pueblo. [...] Al entrar a la ciudad no halló resistencia alguna, sino cadáveres muertos y heridos sembrados en las calles y plazas y le iban saliendo de los sótanos, conventos y demás escondedizos los que en ellos se habían refugiado temerosos de perder sus vidas. Halló que se habían unido todos los que no se consideraban seguros. Se llevaron todo el tesoro que robaron que se regulan más de 2 millones de pesos que ganaron larprovincia de Yungas, se metieron entre los indios. Goyeneche mandó en seguimiento de ellos parte de su Ejército. Se considera que será en vano porque son los mas indios de los informados que éstos ganaron a sus Provincias y montañas. El Sr. Obispo huyó de La Paz temeroso de su vida a una provincia de Chayanta. Se han levantado todos los negros de las haciendas cercanas a la provincia de La Paz y los de ella, de suerte que se dice que la tragedia es de consideración, no se sabe el número de heridos y muertos y castigos que ha habido, esto es lo que se dice. Los caudillos son 197. Están presos 137. De Charcas se dice que están fortificados resueltos a una de San Quintín. El Sr. de Nieto que se halla en Jujuy esperando que lleguen tropas de Buenos Aires ha mandado a Charcas unas proclamas exhortando a los de Charcas.
Parece que los mandarines y el Populacho han amenazado que de ningún modo deberán recibir a Nieto, antes sostener y llevar a debido efecto sus proyectos. Parece que están muy embravecidos resueltos a pelear. Se dice de Lima que ha habido principio de revoltique, parece que algunos hablaron contra la Real Junta y otros sujetos a una conspiración a cuyas resultas ha tomado aquel Gobierno las más serias providencias. Se dice que algunos de los comprendidos se habían desterrado a presidio y los demás quedaban presos formándoles las causas. Que según se dice el cáñamo irá subiendo de precio. Es notorio que toda esta América está en movimiento”.
La crisis imperial se manifestaba con toda intensidad en el Río de la Plata a fines de 1809, aunque aquí el quiebre del orden colonial había comenzado antes y tenía su propia dinámica. Ahora, ambas crisis, la local y la imperial, se entrelazaban y entre 1808 y 1809 llevaron a la formulación de los primeros intentos autonomistas y juntistas. Serían experiencias decisivas para el futuro inmediato, como también lo sería la intensidad de los enfrentamientos y conflictos que se habían puesto de manifiesto.






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