Las disputas suscitadas
durante la década de 1810 entre los partidarios de un régimen político
centralizado y los que pretendían crear una confederación pusieron fin a la
existencia del gobierno central a comienzos de 1820. Esta situación dio lugar
al surgimiento de nuevas entidades territoriales autónomas, las provincias,
que, sin renunciar a unirse en un pacto constitucional, fueron organizando sus
instituciones siguiendo el molde republicano. Las experiencias vividas en el
interior de cada una fueron desiguales: mientras algunas exhibieron un mayor
grado de institucionalización política, otras mostraron una gran inestabilidad
o bien la preeminencia de poderosos caudillos locales.
En abril de 1819, pocos días después de que el
Congreso sancionase la Constitución, Pueyrredón renunció a su cargo como
director supremo y fue reemplazado por el brigadier general José Rondeau. El
nuevo director debió asumir el poder en un contexto de insalvable crisis. En
noviembre de ese mismo año estalló una revolución dirigida por Bernabé Aráoz
que declaró a la provincia de Tucumán autónoma del poder central, al tiempo que
se reanudaba el enfrentamiento armado entre el ya muy debilitado poder central
y el litoral. En esas circunstancias, Rondeau decidió recurrir al ejército de
los Andes y a lo que restaba del ejército del Norte para combatir a las fuerzas
de Estanislao López. Pero San Martín decidió no acudir en auxilio del gobierno,
y parte del ejército del Norte, liderado por el general cordobés Juan Bautista
Bustos, se sublevó en la posta de Arequito y se negó a apoyar con las armas al
director supremo. De regreso a su provincia natal, Bustos se hizo elegir
gobernador y, con el objetivo de consolidar su capital político,
convocó a un congreso de todas las provincias, desafiando y
desobedeciendo explícitamente al Directorio y al Congreso que había dictado la
constitución de 1819.
En ese escenario, la autoridad del gobierno central
era prácücamente nula. Estanislao López y Francisco Ramírez decidieron avanzar
sobre Buenos Aires con sus fuerzas militares, y el general Rondeau salió a la
campaña a enfrentarlos, delegando el mando, por decisión del propio Congreso,
en el alcalde de primer voto del cabildo de Buenos Aires, Juan Pedro Aguirre.
Las escasas fuerzas restantes del ejército nacional fueron derrotadas por los
caudillos del litoral en Cepeda, sellándose con esta batalla la suerte
definitiva del gobierno. Aunque Buenos Aires, humillada por la derrota, intentó
armarse para defender la ciudad, fue imposible salvar las instituciones
fundadas cinco años atrás. Rondeau debió delegar la firma de la paz en el
Cabildo de Buenos Aires; pocos días después, delegó también su autoridad. Bajo
la presión de los vencedores, el Cabildo asumió provisoriamente el poder,
obligando al Directorio y al Congreso a autodisolverse. El Ayuntamiento
capitalino venía a cumplir una vez más el papel que le fuera asignado desde el
cabildo abierto del 22 de mayo: reasumir el gobierno en situación de acefalía,
sólo que, en este caso, su autoridad ya no se extendía a todos los territorios
rioplaten- ses, sino al más reducido perímetro de la ciudad de Buenos Aires y
su entorno rural. Si en 1810 y en las crisis sucesivas, el Cabildo había podido
invocar su condición de capital, asignada en 1776, para representar
provisionalmente al resto de las jurisdicciones, en 1820 ya no podía hacerlo,
por la sencilla razón de que había perdido tal calidad. El orden político del
que Buenos Aires era la cabeza acababa de disolverse.
Con la acefalía se abrió una doble crisis: la que se
desarrolló durante todo el año de 1820 en el interior mismo de Buenos Aires y
la que afectó en el mediano plazo a las diferentes regiones del ex virreinato.
Las disputas desplegadas en el escenario bonaerense entre los caudillos del
litoral, las tendencias centralistas representadas por los ex directoriales y
los grupos federalistas porteños dieron lugar a un conflicto sin precedentes,
en el que diversos grupos y facciones intentaron alzarse con el poder político
desaparecido. En el resto del territorio, la ambigua y grandilocuente expresión
de “Provincias Unidas de Sudamérica” —todavía utilizada en la Constitución de
1819- dejaba de tener sustento al desmoronarse el vínculo con el que se
pretendía sellar la unidad. Las provincias, que ya no se correspondían con las
amplias jurisdicciones asignadas en la Ordenanza de Intendentes, sino que
emergían como nuevos sujetos políticos con epicentro en sus cabildos cabeceras,
quedaron en una situación de autonomía de
hecho que pronto se tradujo en una autonomía de derecho. A diferencia de lo
ocurrido en los años precedentes, la autoridad central no podría recomponerse.
Bajo el rótulo de “anarquía del año 20” la historiografía tradicional
calificó la catarata de acontecimientos que derivó del literal vacío de poder.
Esta situación se inició cuando los vencedores de Cepeda exigieron que el cuerpo
capitular se encargara de formar un nuevo gobierno a través de algún mecanismo
que, además de conferirle legitimidad, les garantizara una negociación
favorable a sus intereses. A tal efecto, el Ayuntamiento convocó a un cabildo
abierto que, reunido el 16 de febrero de 1820, con la asistencia de menos de
dos centenares de vecinos, decidió la creación de la primera Sala de
Representantes de Buenos Aires, llamada también Junta de Representantes, cuyo
único mandato era designar gobernador de la provincia de Buenos Aires. Dado que
dicha Sala se conformó sólo con representantes de la ciudad, la designación de
Manuel de Sarratea como gobernador asumió un carácter provisorio, hasta tanto
se completara la representación con diputados elegidos por la campaña. Sarratea
quedó como responsable de establecer la paz con el litoral, concretada el 23 de
febrero al firmarse el Tratado del Pilar.
Dicho tratado estableció como principio la futura
organización federal para el país y estipuló la convocatoria a una pronta
reunión en San Lorenzo para discutirla. Buenos Aires debió aceptar la libre
navegación de los ríos y someter ajuicio ante un tribunal a los miembros de la
ya caída administración directorial. Por otro lado, López y Ramírez se
comprometían al retiro inmediato de sus tropas, pactando una amnistía general.
La firma del tratado no fue bien recibida por algunos grupos porteños, que la
vieron como una humillación al honor de la ex capital virreinal dada la
concesión de prerrogativas que, como el principio de organización federal,
representaban una rendición incondicional frente a los vencedores de Cepeda.
Como consecuencia de ese clima de oposición, se produjo la primera crisis de
gobierno. El ex directorial Juan Ramón Balcarce, capitalizando el descontento
existente, convocó a una asamblea popular el 6 de marzo, que depuso al
gobernador Sarratea. Nombrado gobernador por la “pueblada” -tal como la prensa
de la época denominó a aquella asamblea-, Balcarce no duró en el cargo más que
una semana, pues la reacción de Ramírez no se hizo esperar: presionó para
derribar a Balcarce y restituir a Sarratea en el
ejercido provisorio del poder ejecutivo provincial. Sin embargo, su
mandato no perduraría.
El 6 de abril, Sarratea convocó a elecciones para designar
nueva Sala de Representantes con doce diputados por la dudad y once por la
campaña. Lo que apuraba la convocatoria era la pronta reunión a realizarse en
San Lorenzo según establecía el Tratado del Pilar (reunión que finalmente nunca
llegó a concretarse), ya que dicha Sala debía designar al representante por
Buenos Aires para acudir a la convención. Las elecciones se realizaron el 27 de
abril y los diputados electos no tardaron en entrar en colisión con el poder
ejecutivo. Sarratea debió reconocer por escrito que la soberanía residía en la
junta recientemente elegida y que por lo tanto debía obedecer las resoluciones
que emanaran de ella. De esta manera, la Sala se iba transformando dejunta
electoral encargada de designar al gobernador en un cuerpo capaz de establecer
los principios que guiarían al nuevo gobierno.
Mientras tanto, la situación de la campaña
bonaerense se agravaba. A la presión ejercida por López y Ramírez se sumaba el
desorden provocado por tantos años de guerra revolucionaria. Las autoridades
radicadas en la ciudad no lograban extender su potestad al conjunto del
territorio bajo su tutela. En ese contexto, la Junta de Representantes
suspendió sus sesiones designando como nuevo gobernador, con facultades
extraordinarias, a Idelfonso Ramos Mexía. No obstante este gesto, la crisis de
gobernabilidad se mantenía incólume. Ramos Mexía debió renunciar el 19 de junio
asumiendo públicamente que su autoridad no era obedecida por nadie: al estado
de insubordinación de las tropas cívicas de la ciudad se añadía el de las
fuerzas acantonadas en la campaña. Por eso, el 20 de junio es conocido como el
“día de los tres gobernadores”: Ramos Mexía, que no había entregado aún su
bastón de mando, a pesar de haber presentado su renuncia el día anterior, el general
Soler, designado gobernador por grupos disidentes de la campaña, y el Cabildo
de Buenos Aires, que asumía el gobierno tal como lo había hecho en cada
oportunidad desde la Revolución de Mayo. De hecho, ninguno de ellos tenía el
control efectivo de la situación.
Luego de la autodisolución de la
Junta de Representantes electa durante la efímera gobernación de Sarratea, el
Cabildo convocó a la elección de una nueva junta que designara gobernador. Ésta
nombró a Manuel Dorrego para el ejercicio del poder ejecutivo. Mientras tanto,
la campaña se hallaba dividida: algunos grupos seguían sosteniendo en el cargo
al general Soler mientras que otros habían nombrado gobernador a Carlos María
de Alvear. En agosto se eligió una nueva Sala de Representantes, que resolvió
ratificar en el cargo a Dorrego. Éste decidió finalmente enfrentar con las
armas a Estanislao López, a quien venció en Pavón, el 2 de septiembre, aunque
pocos días después resultó derrotado por el caudillo santafecino en Gamonal.
Frente a este desastre militar, las milicias de campaña al mando del
general Martín Rodríguez y de Juan Manuel de Rosas decidieron intervenir. El 26
de septiembre, la Junta de Representantes nombró gobernador a Martín Rodríguez,
quien cuatro días después debió enfrentar un motín de los tercios cívicos
dependientes del Cabildo. Rodríguez, apoyado por las milicias de campaña al
mando de Rosas, derrotó la revuelta en la ciudad, y ambos comandantes
aparecieron entonces como los salvadores del orden en Buenos Aires, luego de
los conflictos que habían tenido en vilo a sus pobladores.
En esta situación de fortalecimiento militar,
Rodríguez inició las tra- tativas de paz con López, concretadas el 24 de
noviembre de 1820 con la firma del Tratado de Benegas. Allí se aseguraba la paz
entre Buenos Aires y Santa Fe, pero quedaba desplazado el caudillo entrerriano,
Francisco Ramírez, quien no había participado de los enfrentamientos bélicos de
septiembre por haber salido a disputar a Artigas el control de la Mesopotamia.
Se hacía evidente que la unión de los Pueblos Libres del litoral se había
quebrado por completo. Con la paz firmada en Benegas, Buenos Aires se
comprometió a concurrir al congreso de Córdoba citado por Bustos, no
estipulándose nada respecto a la forma futura de organizar el país, tal como lo
había hecho el resistido Pacto del Pilar.
Si bien la paz parecía asegurada, la crisis del año
‘20 dejaba una imagen amarga para todos los porteños. El síntoma más elocuente
de aquella crisis se expresó a través de la cantidad (y el origen diverso) de
autoridades nombradas en ese período. En menos de ocho meses se sucedieron
siete asambleas -algunas bajo la forma de cabildo abierto- que se arrogaron la
legitimidad para nombrar autoridades; bajo distintos mecanismos (cabildo
abierto, elecciones indirectas, elecciones directas) se eligieron cuatro Juntas
de Representantes; el Cabildo reasumió el poder de la provincia en varias
oportunidades; fueron nombrados más de nueve gobernadores, algunos de los cuales
no duraron en el cargo más que unos pocos días. Estos hechos parecían confirmar
la expresión acuñada en la prensa periódica por un testigo anónimo de la época:
“en aquellos días gobernó el que quiso”.
La primera intervención pública de Juan Manuel de Rosas tuvo lugar en
ocasión de la crisis de 1820. Rosas había pasado la mayor parte de su juventud
en la estancia que perteneciera a su abuelo materno, hasta que en 1813, luego
de su casamiento con Encarnación
Ezcurra, abandonó la estancia de sus padres para trabajar por su propia cuenta
en asuntos vinculados con la producción rural. Asociado a Juan Nepomuceno
Terrero y Luis Dorrego, creó una compañía de explotación de tierras. La empresa
creció durante la década revolucionaria y Rosas -luego de asociarse con sus
primos Anchorena para administrar una de sus estancias- se convirtió en un
importante hacendado de la provincia. Durante esos años su mayor preocupación
giró en torno a sus asuntos privados. Su intervención en la pacificación de ia
provincia ai mando de! 5o Regimiento de Campaña implicó el aporte de
hombres y recursos económicos en
defensa del poder recién estatuido en la provincia de Buenos Aires. En esos
días, Rosas le expresaba en una carta al gobernador sustituto, Marcos Balcarce,
su inexperiencia en lides militares: "La fuerza del quinto regimiento de
campaña ya está toda avanzada en sus marchas, y muy dispuesta a sacrificarse
por la salud de la provincia. Yo no puedo explicar a V. S. ¡cuánta es la
confianza que me manda tan loables disposiciones! El orden y ia subordinación
son ejemplares no menos que el entusiasmo. Mucho debe esperarse de esta
columna: y conozco que seria un dolor aventurarse su dirección a mis ningunos
conocimientos militares. El bien del pais es para mí antes que todo. Yo estoy
en estado de aprender, y no en el de enseñar. Una fuerza de más de quinientos hombres sólo puede
tenerme a su lado para sostener la opinión y confianza con que marchar a
escarmentar a! enemigo y conservar la subordinación y respeto a las
propiedades, que he sabido imprimirles. Mas para obrar militarmente debe de
precisión recibir un jefe a su cabeza que conozca lo que no entiendo y que
acabo de hacer, y por consiguiente la petición interesante que hago por un jefe
que sea capaz de lo que yo por
defecto de mis conocimientos militares no soy.” Carta de Juan Manuel de Rosas
al Gobernador sustituto Marcos Balcarce, Cañuelas, 23 de septiembre de 1820.
Extraído de Marcela Ternavasio, La
correspondencia de Juan Manuel de Rosas, Buenos Aires, Eudeba, 2005. JW .
A esa altura de los acontecimientos, era
imprescindible imponer un orden. Pero, ¿qué tipo de orden y a quién o a quiénes
estaría destinado? Para Buenos Aires, volver sobre sus más reducidas fronteras
y evitar cualquier tipo de proyección en el ámbito nacional fue un objetivo
prioritario apenas superada la crisis. Tanto la elite política que quedó a
cargo del gobierno provincial como los sectores económicamente dominantes
-grandes comerciantes y hacendados- coincidieron en que ese nuevo orden debía
concentrarse en dotar a la provincia de las condiciones necesarias para
alcanzar el progreso económico y social. Un progreso que se había visto
imposibilitado por las consecuencias de la guerra revolucionaria y de las
disputas suscitadas entre las diversas<re- giones del territorio. Luego de
diez años de intentar conquistar el virreinato y de ganar así el lugar de
capital del nuevo orden político, Buenos Aires descubría los costos, materiales
y simbólicos, que había pagado por aquella gesta y los beneficios que podía
obtener si se abstenía, al menos por un tiempo, de ser el epicentro de un nuevo
intento de unificación con territorios siempre díscolos y a su vez dependientes
económicamente de lo que a esa altura sólo podía proveer la Aduana del puerto
de ultramar. De la humillación por la derrota, la ex capital pasó a gozar del
provecho de la autonomía.
Un nuevo mapa para e! Río de
la Plata
Si Buenos Aires podía obtener beneficios de una autonomía que no buscó
ni celebró, ¿qué ocurrió con el resto de las provincias luego de 1820, después
de que muchas de ellas libraran una encarnizada lucha contra el poder central
en nombre de la autonomía ahora alcanzada, al menos en los hechos? ¿Hasta qué
punto querían todas ellas gozar de una autonomía absoluta respecto del poder
central? ¿En qué medida podían reclamar márgenes de autogobierno sin por ello
renunciar a restituir la unidad política? En el marco de estas alternativas se
desarrollaron las historias provinciales del período. Historias en plural que
se inscriben en una historia singular, en la medida en que la fragmentación
producida después de 1820 no dejó de exhibir intentos de conformar un orden
político supraprovincial. Más allá de que estos intentos asumieron diversas
configuraciones y requirieron distintas ingenierías institucionales, lo cierto
es que nunca desaparecieron del horizonte político del período, tan ambiguo
como cambiante y conflictivo.
El proceso de fragmentación político-territorial que
siguió a la disolución del Directorio estuvo precedido por otras fracturas de
igual importancia. De las gobernaciones intendencias creadas a fines del siglo
XVIII, sólo tres se mantuvieron dentro de
la égida del poder revolucionario liderado por Buenos Aires: la de Buenos
Aires, la de Salta y la de Córdoba. Las variables situaciones vividas en las
provincias ubicadas en el Alto Perú derivaron, luego de los fracasos sufridos
por el ejército del Norte en la década del 10, en la separación de toda esa
jurisdicción respecto del gobierno rioplatense. En 1825, luego de la victoria
de Ayacu- cho -que puso fin a la guerra de independencia en el continente
sudamericano- se creó allí un nuevo estado, cuya denominación, Bolivia, buscaba
expresar la gratitud hacia quien fue considerado su libertador, Simón Bolívar.
La provincia de Paraguay, aunque demoró unos años más, también conformó un
estado independiente. A partir de 1813, bajo el liderazgo del doctor Gaspar
Rodríguez de Francia, la revolución asunceña inició un camino autónomo, que
culminó con su separación definitiva. Por otro lado, la conflictiva Banda
Oriental había sufrido el lento y constante avance de los portugueses, que
culminó con su anexión en 1821 al Reino de Portugal, bajo el nombre de
Provincia Cispla- tina, y en 1822 al nuevo Imperio del Brasil, conformado
cuando el príncipe Pedro, hijo del rey Juan VI de Portugal, declaró su
independencia y se autoproclamó Emperador. Como se verá en las próximas
páginas, la provincia oriental se convirtió finalmente en un estado
independiente tanto de su antigua jurisdicción rioplatense como del Brasil.
Por varias razones, la independencia de Brasil presenta un caso
peculiar dentro del contexto latinoamericano. Luego del traslado de la corte
portuguesa a Río de Janeiro en 1808, se conformó
una suerte de monarquía dual con centro en el Nuevo Mundo. Sí bien en 1815 Brasil fue proclamado
“reino” con la misma jerarquía de Portugal, las tensiones entre ambas márgenes
del imperio se expresaron en distintos planos. Entre ellas cabe destacar la que
derivó del hecho de que ta presencia del rey en tierra americana implicó, por
un lado, un mayor control sobre territorios acostumbrados a gobernarse con un
monarca a la distancia, y por el otro, una mayor carga fiscal para solventar
los gastos de la corte. Tales tensiones, sin embargo, no derivaron en reclamos
de independencia frente a Portugal, a pesar de las demandas de reformas
políticas. Los hechos se precipitaron en 1820, cuando se produjo en Portugal una revolución liberal que postuló, al
igual que la ocurrida ese mismo año en España, el establecimiento de una
monarquía constitucional. En ese contexto, desde Portugal se exigió el
inmediato retorno dei rey Juan VI a Lisboa para que provisoriamente adoptara la
constitución española sancionada en Cádiz en 1812, hasta tanto se dictara una
nueva constitución portuguesa en el marco de convocatoria a Cortes Generales.
Pero éstas, una vez reunidas con mayoría de representantes portugueses,
adoptaron medidas que estuvieron lejos, de exhibir hacia sus antiguas colonias
americanas el espíritu liberal que supuestamente las guiaba. En Brasil, el
descontento no se hizo esperar.
El regreso del rey Juan VI a Portugal estuvo precedido por el
nombramiento de su hijo Pedro como regente de Brasil. Con el alejamiento del
monarca y la evidencia de que las Cortes no estaban , dispuestas a negociar las
reformas políticas reclamadas por los brasileños, se precipitaron los hechos.
Pedro decidió permanecer en Río de Janeiro y la Independencia de Brasil se
instauró de manera pacífica, sin pasar por las guerras que experimentó
Hispanoamérica, y dio lugar a ¡a formación de un imperio que bajo la forma de
monarquía constitucional reveló gran estabilidad. JtF
Además de las sucesivas fragmentaciones en los márgenes de lo que había
sido el Virreinato del Río de la Plata, durante la década de 1810 se
conformaron nuevas provincias. Algunas fueron creadas por el propio gobierno
central, mientras otras se autoerigieron autónomas respecto de aquel o de sus
jurisdicciones más inmediatas, según las jerarquías territoriales diseñadas por
la Ordenanza de Intendentes de 1782. En el litoral, en 1814 se crearon las
provincias de Entre Ríos y Corrientes desprendidas de la gobernación
intendencia de Buenos Aires, mientras que Santa Fe autoproclamó su autonomía
respecto de dicha gobernación en abril de 1815, gesto que inició la guerra
civil con las fuerzas directoriales. Hacia el oeste, Cuyo se conformó en 1814 en una nueva provincia,
separada de la gobernación intendencia de Córdoba. En el norte, Tucumán se
separó de la gobernación de Salta en 1815.
Ahora bien, este proceso de redefinición territorial
ocurrido en la década de 1810 se precipitó a fines de 1819. Tucumán se separó
del poder central y, bajo el liderazgo de Bernabé Aráoz, se creó la llamada
República del Tucumán, que incluía las jurisdicciones subalternas de Santiago
del Estero y de Catamarca. Córdoba, por otro lado, también se independizó luego
de la sublevación de Arequito y se erigió así en un nuevo foco de poder al
imponer una mayor presencia del interior frente a Buenos Aires y el litoral-
Siguiendo el ejemplo de Córdoba y de Tucumán, San Juan se declaró provincia
autónoma. Poco después lo hi-
deron Mendoza y San Luis, que crearon sus
propios ejércitos provinciales y se unieron en una liga de provincias cuyanas
dispuestas a apoyar el congreso convocado por el gobernador cordobés. En La
Rioja también se produjo la secesión y, poco más tarde, Santiago del Estero,
luego de protestar por su incorporación a Tucumán, se erigió en provincia
autónoma, mientras Catamarca terminó separándose de la república tu- cumana en
1821. En Salta concluía abruptamente el predominio de Martín Güemes: un avance
realista desde el Alto Perú dio muerte al caudillo que había defendido la
frontera durante esos años.
En el litoral, las tensiones entre los caudillos de Santa Fe, Entre
Ríos y la Banda Oriental se agravaron después del Pacto de Pilar. Allí, López y
Ramírez rompieron relaciones con Artigas, ya que el líder oriental desaprobó el
tratado por dejar las cosas libradas a un futuro congreso y, básicamente, por
no proveer a su provincia de la ayuda esperada contra
la invasión portuguesa. La ruptura culminó en lucha armada: Ramírez
enfrentó y venció a Artigas en Las Tunas en junio de 1820 y en Cambay en
septiembre. Pocos días después, Artigas se asiló en el Paraguay; así,
desaparecía para siempre de la escena política rioplatense. Acto seguido,
Ramírez pretendió heredar el monopolio del poder en el litoral, lo que lo
enfrentó a López, su anterior aliado. El Tratado de Benegas había desplazado al
líder entrerriano y sellado definitivamente la ruptura con el gobernador de
Santa Fe. Finalmente, Ramírez fue batido y muerto el 10 de julio de 1821,
consolidándose el liderazgo de López en la región.
Al calor de todos estos
conflictos, el mapa político cambió significativamente: Buenos Aires, Córdoba,
Tucumán, Salta, Santiago del Estero, Catamarca, La Rioja, San Luis, San Juan,
Mendoza, Corrientes, Santa Fe, Entre Ríos y bastante más tarde Jujuy ~al
separarse en 1834 de la jurisdicción salteña- constituyeron nuevos cuerpos
políticos. Aunque los contornos territoriales seguían en parte los trazos de
las subdivisiones establecidas en la Ordenanza de Intendentes, las provincias
surgidas de la crisis ya no se regirían por el decreto borbónico de 1782 -si
bien en algunos aspectos parte de esa normativa seguida vigente-, sino por
nuevos reglamentos, constituciones o leyes fundamentales dictadas,
respectivamente, por cada uno de los gobiernos provinciales nacidos de la
disolución del poder central.
Todas las provincias abrazaron paulatinamente la forma republicana de
gobierno en sus nuevas reglamentaciones. En ellas se establecieron regímenes
representativos de base electoral muy amplia (salvo algunas excepciones como
fueron los casos de Córdoba y Mendoza), ejecutivos unipersonales ejercidos por
gobernadores, legislaturas unicamerales, encargadas de la designación del
gobernador, autoridades administrativas y judiciales, y sistemas fiscales
independientes. A diferencia de la década revolucionaria, cuando las
comunidades políticas que demandaban el autogobierno tenían por base a las
ciudades con cabildo, las repúblicas provinciales formadas luego de la caída
del poder central se organizaron según los principios del moderno
constitucionalismo liberal.
La cuestión del caudillismo se encuentra planteada desde los orígenes
de la literatura política argentina. Distintas interpretaciones fueron
abonando, con diversos matices, la perspectiva de que caudillos , todopoderosos
dominaron con sus huestes la escena política posrevolucionaria. La imagen
negativa de ios caudillos, en especial durante el siglo XIX, comenzó a
atenuarse en las primeras décadas del XX. Desde la llamada Nueva Escuela
Histórica, algunos historiadores comenzaron a subrayar la contribución de los
caudillos a la defensa de la unidad nacional e insistieron en la actitud
antisegregacionista de estos nuevos líderes ¡ocales. La Historia de la Nación Argentina, que la
Academia Nacional de la Historia comenzó a publicar durante la década de 1930
bajo la dirección de Ricardo Levene, es, sin dudas, una de las expresiones más
acabadas de la Nueva Escuela. También en esta década, un nuevo movimiento
llamado “revisionismo histórico" comenzó a cuestionar la imagen negativa
de los caudillos legada por el siglo XIX para convertirlos en protagonistas
principales del proceso de construcción de la nación. Si bien el
'‘revisionismo” no constituyó una “escuela” historiográfica ni un movimiento
homogéneo -sino más bien una corriente que, en sintonía con la emergencia de
ideas nacionalistas, antiimperialistas y antíliberales durante los años
treinta, buscó influir en el campo cultural argentino-, lo cierto es que su intervención
fue exitosa en la medida en que sus exponentes lograron crear una suerte de
sentido común generalizado, que invertía el panteón de héroes de la
historiografía liberal heredada del siglo XIX.
De hecho, más allá de las perspectivas que, hada la década de 1960,
reubicaron la cuestión del caudillismo dentro de un registro social -donde el
caudillo pasó a ser en algunos casos un mero representante de la clase
terrateniente-, los presupuestos básicos asociados a que el surgimiento del
caudillismo se debía a una situación de vacío institucional o, Incluso, de
atraso Institucional dada la herencia hispánica, se mantuvieron vigentes hasta
poco tiempo atrás. Recién hacia ia década de 1980 comenzó a revisarse de manera
más sistemática el papel de estos personajes en cada una de las regiones en las
que actuaron e irradiaron su influencia, abriendo así la investigación a nuevos
interrogantes. JBP
Una muestra clara de las implicancias de esto es que en cada una de las
provincias, comenzando por la de Buenos Aires, se fueron suprimiendo los
cabildos, lo cual implicó una redefinición de los territorios y de las bases de
la gobernabilidad. AI eliminarse la institución más arraigada del régimen
colonial y adoptarse, al menos en la norma, el principio de división de
poderes, se redistribuyeron las funciones y atribuciones capitulares entre las
nuevas autoridades creadas y se redefinieron las bases de poder entre la ciudad
y el campo. Al predominio del espacio urbano colonial con base en los cabildos
le sucedió un nuevo equilibrio en el que el espacio rural cobraba nueva entidad
política.
Sin embargo, aunque semejantes en
lo formal, las tramas institucionales de las nuevas repúblicas provinciales
presentaban desigualdades en las atribuciones de los órganos de gobierno, en el
mayor o menor grado de sofisticación de la técnica jurídica expuesta y en el
tipo de prácticas a las que dio lugar. De hecho, desde el punto de vista
institucional, algunas experiencias resultaron ser más frágiles que otras. Con esta
afirmación no se pretende medir el grado de acercamiento o desviación de las
prácticas desarrolladas en cada provincia respecto de las normas y leyes
dictadas, sino subrayar que en ellas convivieron la legalidad institucional que
recogía los principios del constitucionalismo liberal con situaciones
conflictivas que la historiografía tradicional había reducido a la imagen
unívoca del caudillismo. Ésta buscaba explicar las disputas abiertas en 1820
como el resultado de enfrentamientos entre caudillos regionales que sustentaban
su autoridad, básicamente, en el poder personal y en su capacidad de reclutar y
sostener milicias rurales. Supuestamente unidos por vínculos de intercambio que
garantizaban relaciones de mando y obediencia extrainstitucionales, los caudillos
y sus huestes habrían sido prácticamente, de acuerdo con esta perspectiva, los
exclusivos protagonistas del proceso de fragmentación política ocurrido durante
esos años.
A la luz de los nuevos estudios sobre los casos provinciales, se
comprueba que aquellos caudillos -tan denostados o celebrados por ensayistas,
literatos e historiadores desde el siglo XIX- ejercieron su poder en el marco
de un creciente proceso de institucionalización política. En este sentido se
registran experiencias muy diversas según la región y la coyuntura. Así, por
ejemplo, se observan casos de mayor estabilidad institucional -como en Buenos
Aires, Salta, Mendoza o Corrientes durante la década de 1820- que contrastan
con otros donde las legislaturas pa-
recían ser meras juntas consultivas y electoras de segundo grado para
designar al gobernador -como en Santa Fe o Santiago del Estero, donde sus
gobernadores permanecieron en el poder durante casi dos décadas-, o con
experiencias en las que prevaleció la completa inestabilidad política -como la
entrerriana, donde se sucedieron más de veinte gobernadores en el término de
cinco años-.
No obstante, sobresale el hecho de que, si bien la
vocación de hegemonía y supremacía demostrada por algunos gobernadores o
caudillos regionales aparecía reñida con los principios plasmados en sus
entramados jurídicos, casi nadie podía eludir la invocación de algunos de tales
principios a la hora de legitimarse en el poder. Así, el sufragio coexistió con
revoluciones armadas o la amenaza del uso de la fuerza, y el principio de
división de poderes convivió con el empleo de instrumentos que parecían
negarlo, como la delegación de facultades extraordinarias en los ejecutivos, o
con situaciones de tal fragilidad institucional que volvían directamente
impensable su traducción en la dinámica de funcionamiento del sistema político
respectivo. Las guerras civiles y los conflictos armados entre caudillos u
hombres fuertes de distintas provincias que asolaron el territorio en esos años
no se dieron en un vacío institucional, sino en un espacio en el que muy
trabajosamente intentaban imponerse las reglas del nuevo arte de la política.
En ese laxo y común encuadre republicano, las
diversas provincias fueron dictando sus propias constituciones o reglamentos.
En Buenos Aires, La Rioja y Mendoza no se dictaron constituciones, pero sí un
conjunto de leyes fundamentales que rigieron, con modificaciones según el caso
y la coyuntura, su vida política autónoma durante esos años. Santa Fe dictó su
Estatuto Provisorio en 1819, Tucumán en 1820, Corrientes y Córdoba en 1821,
Entre Ríos en 1822, Catamarca, Salta y San Juan en 1823. Aunque con resultados
desparejos, hacia 1824 cada provincia tenía su propia ingeniería política o estaba
construyéndola. Santiago del Estero en 1830, San Luis en 1832 yjujuy en 1839
(cuando su jurisdicción se separó definitivamente de Salta) completaron esta
tendencia. El peso de la tradición político-administrativa prerrevoludonaria
fue más tenue en las provincias recientemente creadas que en las antiguas sedes
de intendencias. Casi todos los reglamentos se atribuyeron la organización de
la tropa provincial y el derecho de patronato (en este caso, algunas provincias
lo hicieron de manera explídta y otras en la práctica), incluyeron la
declaración de derechos fundamentales y organizaron sus aparatos fiscales.
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En este último aspecto, las provincias promulgaron leyes de aduana, de recaudación impositiva y de emisión monetaria. Las finanzas públi-
cas provinciales prácticamente no
gravaron la propiedad ni los ingresos, sino que acentuaron la tendencia,
iniciada con la revolución, de solventar los ingresos de sus erarios con los
recursos proporcionados por el comercio. Pero, al igual que en la década
precedente, los ingresos genuinos en la mayoría de las provincias no alcanzaban
para cubrir los gastos, en particular en la nueva situación creada con la
disolución del poder central. Buenos Aires, que alentó más que nunca un sistema
librecambista, era dueña ahora del principal recurso fiscal de la aduana de
ultramar, en tanto que las provincias vivían situaciones muy precarias, ya que
el volumen de sus comercios era insuficiente para recaudar impuestos capaces de
cubrir los déficit fiscales. Frente al relativo éxito de las políticas fiscales
de Buenos Aires y de Corrientes -que pese a las fluctuaciones mantuvo sus
finanzas públicas saneadas aplicando un sistema proteccionista basado en una
economía diversificada-, las finanzas de otras provincias, como Entre Ríos,
Córdoba o Santa Fe, muestran realidades más pobres, caracterizadas por el
constante endeudamiento, para no hablar de otros casos aún más clamorosos.
Entre los ejemplos de mayor estabilidad institucional en la década de
1820 -además del de Buenos Aires, que se desarrollará en las siguientes
páginas-, sobresale el de Corrientes. Una vez declarada su autonomía respecto
del fugaz experimento de Ramírez de crear la República de Entre Ríos,
Corrientes se dio un ordenamiento legal bastante eficaz. Los gobernadores
terminaron su mandato de tres años regularmente, abandonaron el poder sin
conflicto -la reelección fue prohibida por la constitución provincial-y
cedieron el cargo a personajes pertenecientes, a veces, a la facción política
opuesta. Se sucedieron así Juan José Fernández Blanco (1821-1824), Pedro Ferré
(182^1828), Pedro Cabral
(1828-1830) y, nuevamente, Pedro Ferré (1830-1833). La vida política correntina
se caracterizó por su estabilidad, bajo la hegemonía de un grupo dirigente
integrado por hombres de los principales sectores propietarios,
fundamentalmente mercaderes y hacendados, que supieron controlar a las fuerzas
militares y a los posibles conatos de revueltas e insubordinación. El civilismo
de estas autoridades se tradujo institucionalmente al vedarse al gobernador el
ejercicio del mando militar directo de tropa.
La experiencia correntina contrasta con sus vecinas
del litoral en diversos sentidos. Con Santa Fe, puesto que allí se desarrolló
un experimento político cuya estabilidad no dependió tanto de la sofisticación
de sus instituciones como de la capacidad del caudillo que la gobernó durante
veinte años usando a su favor los reglamentos y normas sancionados. Estanislao
López se hizo llamar “caudillo” en el reglamento provisorio dictado en 1819 y
supo convertir a la Sala de Representantes en un instrumento consultivo más que
legislativo o deliberativo. Con Entre Ríos, el contraste es clamoroso: si bien
el Estatuto Constitucional de 1822 otorgaba al gobernador plenas facultades en
el terreno militar, luego de la muerte de Ramírez no hubo en la provincia un
hombre fuerte, sino una pléyade de caudillos menores. En la década de 1820, se
sucedieron hombres solidarios con Buenos Aires: Lucio Mansilla, el gobernador
más destacado en esta década (1821-1824), sufrió revueltas de distintos
caudillos porque era considerado proclive a privilegiar intereses ajenos a la
provincia. En 1821,1825 y 1830 fue elegido gobernador por el Congreso de la
provincia Ricardo López Jordán; en las tres oportunidades, partidarios de Santa
Fe y Buenos Aires anularon la elección. Entre 1826 y 1831, período conocido
como la “anarquía entrerriana”, hubo 21 gobernadores.
En la provincia de Córdoba, las corporaciones
tradicionales -clero, universidad y consulado- mantuvieron un peso fundamental
mientras la mayoría de los miembros de la gestión política -ubicados en la Sala
de Representantes y en otros cargos de la administración provincial-
pertenecían a la elite urbana con intereses en el comercio. La constitución
otorgaba fuertes poderes al ejecutivo -entre otras atribuciones, el gobernador
era capitán general de las fuerzas militares-, pero la Legislatura no parecía
tener un papel decorativo, sino que gravitaba en la vida política provincial
como demuestra la creación de, entre otras cosas, una comisión permanente para
que funcionara durante los recesos del cuerpo. Durante la década de 1820, Juan
Bautista Bustos dominó la escena provincial y fue considerado un caudillo que
logró dominar las disputas facciosas desplegadas luego de 1810.
Mendoza dejó de ser capital de la intendencia de
Cuyo para erigirse en provincia autónoma, al separarse San Juan y San Luis en
1820. Gobernada por su elite de mercaderes y hacendados, organizó un régimen de
orden y progreso, muy celebrado en esos años por la prensa porteña. A
diferencia de otras provincias, los mendocinos no tuvieron un caudillo
predominante. Al promediar la década de 1820, comenzó un fuerte enfrentamiento
entre facciones locales luego de que Gutiérrez fuera electo gobernador y se
gestaran conflictos con la Sala de Representantes, puesto que éste pretendía
facultades extraordinarias. Tales conflictos no eran ajenos a los que tuvieron
lugar en otras provincias. El
entrelazamiento de los asuntos internos
de unas y otras fue un dato común a todas las experiencias provinciales, donde
la política intervenía a través de redes que cruzaban las nuevas fronteras.
Así, por ejemplo, San Juan, luego de su separación de la gobernación de Cuyo en
1820, tampoco tuvo un caudillo o personaje predominante, sino caudillos
externos a la provincia que influyeron en su política interna. No obstante, los
sanjuaninos vivieron un ensayo novedoso cuando, por iniciativa de su
gobernador, Salvador María del Carril, se dictó la Carta de Mayo de 1825. En
dicha carta, de corte liberal, la mayor innovación consistió en el
establecimiento de la libertad religiosa. Pero en un mundo que, como en la
época colonial, seguía concibiéndose como de unanimidad católica, la sanción de
la libertad de cultos provocó una gran reacción. Los disturbios llevaron a Del
Carril a refugiarse en Mendoza, hasta que una expedición comandada por el
coronel José Félix de Aldao acudió en su auxilio y lo restauró en el cargo.
La Carta de Mayo fue, más que una constitución, una declaración de
derechos. Ei proyecto fue presentado a la Legislatura sanjuanina en junio de
1825 y, si bien los primeros artículos fueran aprobados sin conflicto, el 23 de
junio el presidente de la Sala de Representantes informó que se hablan recibido
“peticiones del pueblo” en las que más de un millar de firmantes solicitaban la
aprobación de la Carta, mientras casi setecientos pedían la anulación de los
artículos 16 y 17, en los que se estipulaba la libertad de cultos. El artículo
16 establecía: “La religión santa, católica, apostólica, romana, en la
provincia, se adopta voluntaria, espontánea y gustosamente como su religión
dominante. La ley y el gobierno pagarán como hasta aquí o más ampliamente, como
en adelante se sancionare, a sus ministros y conservarán y multiplicarán
oportuna y convenientemente sus templos". En el artículo 17 se sancionaba:
“Ningún ciudadano o extranjero, asociación del país o extranjero, podrá ser
turbado en ei ejercicio público de la religión, cualquiera que profesare, con
tal que ios que la ejerciten paguen y costeen a sus propias expensas sus
cultos”. Las peticiones fueron giradas por la Sala al Archivo, mientras sus
diputados continuaban las deliberaciones. Aunque había diputados opositores al
proyecto con posiciones religiosas irreductibles, la Carta fue finalmente aprobada por mayoría en julio de 1825. No
obstante, su vigencia fue efímera. La
oposición pasó a la acción y la
revuelta armada se puso en marcha.
Los sublevados se expresaron en una proclama que decía lo siguiente:
“Los señores comandantes de la tropa defensora de la religión que abajo
suscriben, tienen el honor de hacer saber a toda la tierra el modo como cumplen
los mandatos de la Ley de Dios". Continuaban exigiendo que la Carta de
Mayo fuera quemada en acto público , “porque fue introducida entre nosotros por
la mano de! diablo para corrompernos y hacernos olvidar
nuestra religión católica, apostólica, romana”; que la Sala de Representantes
fuera suprimida y reemplazada por el Cabildo; que se cerraran el teatro y el café por ser
espacios donde se profanaba el nombre de Dios y se hablaba en contra de la
religión; que se sancionara como única religión la católica, apostólica,
romana; y que se implantara una bandera blanca con una cruz negra y la
siguiente leyenda: “Religión o Muerte”.
En Horacio Videia, Historia de San
Juan, tomo III, San Juan, Academia del Plata/Universidad Católica de
Cuyo, 1972. AF
Bernabé Araoz había creado la República de Tucumán y se había
instaurado como su presidente, incluyendo a Catamarca y a Santiago del Estero.
Sin embargo, ese experimento republicano se disolvió muy rápidamente. Aráoz
basó su poder en las fuerzas milicianas que le daban apoyo y en las redes que
había sabido tejer como gobernador intendente, luego del desgajamiento de
Tucumán de la intendencia de Salta en la década de 1810. Pero las rivalidades
que dividían a la elite tradicional tucumana -tanto facciosas como familiares-
terminaron con el fusilamiento de Aráoz en 1824 y con años subsiguientes de
profunda inestabilidad política. Santiago del Estero, en cambio, una vez
desgajada de la República de Tucumán, inició un camino de estabilidad, en gran
parte gracias al papel que desempeñó su principal caudillo, el comandante de
frontera Felipe Ibarra. El gobernador santiagueño se mantuvo en el poder
durante más de dos décadas, desplazando a las familias tradicionales de origen
virreinal y apoyándose tanto en milicias como en fuerzas armadas permanentes.
Al igual que en Santa Fe y en Mendoza, en estas regiones amenazadas por los
indios las fuerzas de frontera alcanzaron un gran predominio en el
realineamiento de fuerzas políticas internas. Catamarca se separó un poco más
tarde de Tucumán, a raíz de la intervención de las tropas santiagueñas y
salteñas, enemigas de Aráoz. Lo que dominó luego la escena catamarqueña fue el cruce de alianzas y hostilidades entre linajes de origen local y
externo a la provincia.
En Salta, luego de la muerte de Güemes, las familias
más poderosas retomaron el poder y ubicaron en dos oportunidades a José Ignacio
Gorriti como gobernador. Su historial como doctor de Chuquisaca y general de
los ejércitos revolucionarios -y a su vez hermano del canónigo y diputado Juan
Ignacio Gorriti- le permitió llevar adelante una gestión que gozó durante la
década de 1820 del beneplácito y admiración de los porteños. En La Rioja, el
comandante general Juan Facundo Quiroga comenzó a acrecentar su poder a partir
de 1823, coexistiendo con los poderes legales de la provincia que, aunque muy
rudimentarios, condicionaron los cursos de acción de quien se erigió en esa
década en uno de los caudillos con mayor influencia en toda la región.
Durante el período abierto en 1820, si bien las
provincias se constituyeron en cuerpos políticos autónomos, con sus propias
leyes y reglamentos, en ningún momento renunciaron a conformar un orden suprapro- vincial. Ese
interés se mantuvo vivo a través de la fluida vinculación entre las provincias,
merced al sistema de pactos y de ligas regionales ofensivo-defensivas, donde se
presentaba la fragmentación como algo provisorio y se señalaba un futuro
congreso que habría de alcanzar la unidad. El problema era, una vez más, el
acuerdo respecto de la forma de gobierno que debía establecerse y el grado de
autonomía de estas nuevas entidades políticas.
El intento de que ese congreso se celebrara en
Córdoba, según la iniciativa del gobernador Bustos, ratificada en el Tratado de
Benegas, fracasó, lo cual debe atribuirse a la reticencia por parte de la
provincia de Buenos Aires. Aunque ésta envió sus diputados a Córdoba, la sola
posibilidad de que Bustos acrecentara su poder y que el congreso se definiera
por la forma federal de organización llevó a los diputados bonaerenses a trabar
alianza con el gobernador de Santa Fe, Estanislao López, y a desalen tai' la
realización de la asamblea. Argumentaron, entre otras razones, que las
provincias no estaban aún preparadas para sellar una unión definitiva. Buenos
Aires consolidó su alianza con el litoral -excluyendo a Córdoba- al firmar el
Tratado del Cuadrilátero el 25 de enero de 1822. Este documento, refrendado por
Buenos Aires, Santa Fe, Entre Ríos y Corrientes, buscaba estrechar vínculos
entre las provincias firmantes y comprometerlas a no concurrir al congreso.
Además, Buenos Aires renunciaba a su supremacía y aceptaba la sumisión mutua frente
a problemas de guerra y la libre navegación de los ríos.
Esta última cláusula
exponía uno de los problemas derivados de la situación creada con la disolución
del poder central: la cuestión de los recursos procedentes de la Aduana de
Buenos Aires. El reclamo de las provincias por la libre navegación de los ríos
apuntaba a acceder libremente al comercio de ultramar y a lograr que la ex
capital no fuera la única beneficiada con la recaudación de tos suculentos
impuestos a la importación. Buenos Aires, en su nueva condición de autonomía,
se consideraba dueña de todos los lucros provenientes de sus costas y puertos
así como del comercio que hiciera con otros estados, cuestiones que
condicionaron la vida política de todo el período y las relaciones interprovinciales
de allí en más. '
El boicot perpetrado por el gobierno de Buenos Aires al congreso
convocado en Córdoba estaba vinculado con el hecho de que, a esa altura, había
descubierto que en el goce de su autonomía podía sacar más ventajas de las que
podía proveer una unidad nacional, al menos por el momento. Ya a fines de 1820,
podía percibirse esta sensación en muchos de los porteños. En un impreso
anónimo que circuló en agosto de ese año, se afirmaba que Buenos Aires se había
empobrecido y debilitado por atender a la defensa de todo el territorio,
mientras ‘las provincias quieren arruinar a Buenos Aires y un Congreso general
lo único que haría es llevar a cabo ese fin”. El mismo impreso afirmaba que
Buenos Aires debía “separarse absolutamente de los pueblos, dejarlos que sigan
sus extravagancias y caprichos, no mezclarse en sus disensiones y declararse
provincia soberana e independiente, darse una constitución permanente,
prescindir del sistema de federación y guardar con todas paz y buena
inteligencia”.
Luego de la pacificación de la provincia, el
gobierno abrazó entonces la convicción de que la reunión de un congreso era
prematura -ya que podía disparar los mismos conflictos de la década
revolucionaria- y que, si aseguraba su organización interna bajo un régimen
republicano capaz de dotar de legitimidad y estabilidad a sus autoridades,
sería posible expandir su ejemplo más allá de sus fronteras, en una suerte de
pedagogía política difundida a través de los hechos. El consenso que rodeó a la
gestión de Martín Rodríguez, gobernador hasta 1824, estuvo vinculado al deseo
de la población bonaerense de no volver a pasar por
el drama de la crisis del año 20, por un lado, y al objetivo de los
sectores económicamente más poderosos de replegarse en los nuevos límites de la
provincia para capitalizar al máximo los recursos que ya no deberían repartir
con el resto.
Ese consenso se expresó en el apoyo al Partido del
Orden durante los primeros años de la década. Éste estaba conformado por un
núcleo de personajes que, liderados por Bernardino Rivadavia, ministro de
gobierno de Martín Rodríguez, impulsaron un plan de reformas tendientes a
transformar la provincia en sus más diversos aspectos: político, cultural,
social, económico, urbano. Por esta razón, el Partido del Orden fue a veces
llamado “de la Reforma”, denominaciones que expresaban las dos caras de una
misma moneda: el orden -un objetivo prioritario luego del “desorden” vivido en
el año 20- sólo podría obtenerse, de acuerdo con la percepción de aquellos
hombres, si se emprendían reformas profundas. Entre los colaboradores más
cercanos a Rivadavia se destacaron Julián Segundo de Agüero, Valentín Gómez,
Ignacio Núñez, Santiago Rivadavia (hermano del ministro), Manuel José García
(ministro de Hacienda en el mismo período) y Vicente López y Planes.
Pertenecientes a la clases letradas, como muchos otros personajes que formaron
parte del círculo rivadaviano, los miembros de esta elite dirigente, que
ocuparon cargos en la Legislatura, el ejecutivo y la administración pública,
compartían un ideario común respecto a las iniciativas que debían emprenderse
para iniciar el camino del orden y del progreso en sus más diversos sentidos.
En esos primeros años, el proyecto, en su dimensión
económico-social, fue apoyado por los grupos más poderosos de la provincia. Los
grandes comerciantes que habían sobrevivido a las guerras de la década
precedente podían ahora retomar sus negocios y volcarse hacia nuevas
actividades productivas. Por cierto que la actividad ganadera se presentaba
como la más promisoria, en un escenario en el que abundaba la tierra y donde la
creciente demanda internacional de los derivados del ganado proporcionaba a
quienes dominaban los circuitos mercantiles la oportunidad de “corregir” el
desequilibrio heredado por la pérdida del Alto Perú. Contar, pues, con el
puerto de ultramar para exportar los productos -básicamente cueros, pero también
tasajo, sebo y otros derivados- y con un gobierno dispuesto a garantizar tanto
el orden y la paz política como la redistribución de los derechos de la Aduana
en beneficio de la recomposición de la economía fueron variables cruciales para
obtener el apoyo de los sectores económicamente dominantes. Esto se expresó
tanto en la participación de algunos de sus miembros en la Legislatura -que abandonaron de este modo la precedente reticencia a
colaborar directamente en la actividad política-, como en una más silenciosa
afinidad, materializada a través de múltiples redes y vínculos, tanto
personales como familiares o de negocios. Así, la mutua dependencia entre ambos
sectores de la elite, sujetos los políticos de profesión a la voluntad de los
grupos más poderosos para financiar la.indi- gencia estructural de la
administración heredada, y supeditados éstos al conocimiento que poseían los
primeros sobre el nuevo arte de la política, fue sin duda un hecho fundamental
para la puesta en marcha el plan de reformas en 1821.
Sin embargo, el experimento
político desplegado en Buenos Aires entre 1821 y 1824, conocido, según una
expresión de la época, como la "feliz experiencia”, no llegó a concretarse
en una constitución escrita. A pesar de que la Sala de Representantes se
declaró extraordinaria y constituyente el 3 de agosto de 1821, y se otorgó un
año de plazo para dictar una constitución, no fue sancionada carta orgánica
alguna en el ámbito provincial hasta 1854. En realidad, los diputados de la
Sala no manifestaron demasiado interés por discutir proyectos constitucionales
a nivel provincial, en gran parte porque dicho debate parecía depender de lo
que se resolviera en torno a la futura sanción de una constitución nacional. La
centralidad que asumía Buenos Aires en el escenario global del ex virreinato la
diferenciaba del resto de las provincias, para quienes dictar su propio
reglamento constitucional significaba consolidar sus instituciones frente a
cualquier intento de nacionalización del cuerpo político. Buenos Aires, en
cambio, se sentía heredera del poder central caído a la vez que protagonista de
cualquier emprendimiento constitucional a nivel nacional.
Las reformas que se fueron legislando y aplicando escalonadamente en la
provincia apuntaron a modernizar la estructura política y administrativa
heredada de la colonia. Para ello era necesario, en primer lugar, garantizar un
orden político estable y legítimo. La sanción de la ley electoral de 1821,
destinada a establecer las reglas para elegir diputados a la Sala de
Representantes de la provincia, encargada a su vez de designar al gobernador,
apuntó a ese doble objetivo. La ley de sufragio cristalizó un régimen
representativo muy novedoso para la época al estipular, entre otras cláusulas fundamentales,
un sistema de elección directa, de sufragio activo amplio. Estaban habilitados
para votar “todos los hombres libres” sin ninguna restricción de riqueza ni
educación (lo que no era así para los electos, que debían gozar de la condición
de propietarios) y quedaba incorporada definitivamente la campaña en el régimen
representativo. El gobierno buscaba así alcanzar una legitimidad indiscutible y
encauzar la actividad política por la vía del sufragio, de manera de erradicar
las asambleas populares -devenidas muchas veces en revueltas contra los
gobiernos- tan frecuentes en la década revolucionaria y muy especialmente en el
transcurso del año 20.
La ley de supresión de los dos cabildos existentes
en la provincia -el de Buenos Aires y el de Lujan-, sancionada en diciembre de
1821, cuatro meses después de la ley electoral, fue complementaria de ésta.
Ordenar la tumultuosa participación política activada con la revolución
implicaba cercenar el poder de los cabildos, en especial el de la ciudad de Buenos
Aires, escenario de asambleas, motines o asonadas. Receptáculo natural de todas
las vacancias del poder producidas en los años anteriores, el cabildo competía
siempre con las autoridades creadas después de la revolución. El modo de
resolver esa competencia fue drástico: frente a las propuestas discutidas en la
Sala para limitar el poder político de los cabildos transformándolos en
organismos municipales modernos, triunfó el proyecto del ejecutivo de
suprimirlos lisa y llanamente del espacio provincial. En consonancia con los
objetivos de racionalización administrativa, las viejas funciones capitulares
se redistribuyeron en nuevas autoridades dependientes ahora del gobierno de la
provincia. Las funciones de justicia fueron derivadas hacia un régimen mixto que
estableció una justicia de primera instancia, letrada y rentada, y una justicia
de paz, lega y gratuita, distribuidas ambas en ciudad y campaña. Las funciones
de policía quedaron a cargo de un jefe de policía con seis comisarios para la
ciudad y ocho para la campaña. El fracaso de esta reforma se manifestó
especialmente en el campo: la justicia letrada de campaña fue suprimida en
1825, como lo fueron también las comisarías de campaña. Los jueces de paz
comenzaron entonces a absorber en sus manos muy diversas funciones,
desvirtuando el objetivo originario de descentralizar atribuciones en
autoridades diferentes.
Con los mismos objetivos de racionalización se
crearon los órganos dependientes del poder ejecutivo, como los ministerios de
Gobierno, Hacienda y Guerra, y se dictó una ley de retiro para empleados
civiles. La Sala de Representantes, surgida durante la crisis del año 20,
devino en poder legislativo de la provincia. A pesar de no estar fijadas sus
atribuciones en ninguna ley orgánica ni constitución, la Sala se convirtió en
el centro del poder político provincial. Además de ser la encargada de nombrar
al gobernador cada tres años, debía votar el presupuesto de gastos anual,
aceptar la creación de todo tipo de impuesto, evaluar lo actuado por el ejecutivo
(a partir del mensaje que el gobernador comenzó a presentar anualmente), fijar
el período de sus sesiones y discutir y aprobar el plan de reformas propuesto
por los ministros.
Entre las reformas se destacan las que afectaron a
dos corporaciones fundamentales: el ejército y la iglesia. La ley de reforma
militar, aprobada por la Sala en noviembre de 1821, redujo drásticamente el
aparato militar heredado de la revolución. Con ella se perseguía un doble
propósito: reducir los gastos del fisco frente a un ejército que resultaba
oneroso mantener una vez concluida la guerra de independencia, y reorientar las
fuerzas militares hacia nuevos objetivos. Se pasó a retiró a un gran número de
oficiales de las fuerzas regulares; poco después le tocó el turno a las milicias,
reorganizadas por ley en 1823. Ambas fuerzas fueron reorientadas hada la
frontera para defender la campaña de los ataques indígenas, algo imprescindible
para poder consolidar derto crecimiento económico. Por otro lado, la reforma
eclesiástica se enmarcó también en el intento de control que el gobierno
provincial desplegó en las distintas áreas. La ley suprimió algunas órdenes
religiosas, pasó sus bienes al estado, prescribió normas rígidas para el
ingreso a la vida conventual, suprimió los diezmos -haciendo cargo del culto al
estado- y sometió a todo el personal eclesiástico a las leyes de la
magistratura civil.
Por cierto que tanto la reforma militar como la
eclesiástica generaron descontento entre los grupos directamente afectados.
Pero el gobierno intentó contrarrestar sus efectos a través de una campaña en
la prensa periódica, donde los publicistas cercanos al régimen rivadaviano
ponderaron sus beneficios. De hecho, un rasgo que caracterizó a todo este
período fue la expansión de la prensa periódica y la creación de nuevas
asociaciones que permitieron ampliar el debate público. La Ley de Prensa
dictada en 1821 otorgó un amplio margen de libertad al periodismo local (aunque
no pudo evitar algunos episodios de censura) y estimuló el surgimiento de
nuevos periódicos y papeles públicos. Además del impulso otorgado a la
Biblioteca Pública creada en los primeros años de la revolución, se crearon la
Academia de Medicina, la de Ciencias Físicas y Matemáticas y la de Música. Se
dio nuevo estímulo a la enseñanza del Derecho, al intensificar la acción de la
Academia de Jurisprudencia fundada en 1815, y con la creación del Departamento
de Jurisprudencia en 1821. Además, tuvo lugar la formación de la Sociedad
Literaria responsable de la publicación del periódico más importante de la época -El Argos de Buenos Aires- y de una revista literaria -La Abeja
Argentina- Se reorganizó la
Casa de Expósitos y se creó la Sociedad de Beneficencia,
encargada de la organización de hospitales,
asilos y otras obras de asistencia para los sectores más pobres, tarea asignada
a las mujeres de la alta sociedad porteña. Pero tal vez la acción cultural más
significativa desplegada durante la “feliz experiencia” riva- daviana fue la
fundación de la Universidad de Buenos Aires, en 1821.
El Argos
Muchos de los
periódicos aparecidos luego de 1820 tuvieron una vida efímera, pero otros se
destacaron por su mayor duración y su alto nivei en el tratamiento de los
diversos temas de interés general. E Argos
se encargaba, cada semana, de describir ei número y tipo de publicaciones que
circulaban en Buenos Aires. En su n° 50, del 10 de julio de 1822, por ejemplo,
anunciaba que los papeles públicos “van abundando en Buenos Aires, y en
términos que hacen un grande honor al país sirviéndole también de sumo
provecho”.

El plan de reformas apuntó también a
capitalizar todos los recursos disponibles para impulsar el crecimiento
económico. En esos años, el campo se estaba convirtiendo en el escenario de una
expansión ganadera que, aunque incipiente todavía, constituía el reaseguro de
un engranaje que culminaba con el engrosamiento de las arcas fiscales del
gobierno. Estimular la producción rural implicaba asegurar condiciones óptimas
para expandir las tierras disponibles y exportar el producto en el mercado
internacional. La exportación creciente podría corregir el desequilibrio de la
balanza comercial heredado de la década revolucionaria y acrecentar las
importaciones, cuyos derechos de entrada por el puerto constituían a esa altura
el principal recurso fiscal del gobierno. Aunque se creó un aparato impositivo
más complejo que incluyó la grabación del capital mueble e inmueble mediante la
contribución directa, sus efectos fueron muy limitados. Las tasas de importación
seguían siendo la fuente esencial de ingresos públicos.
Para mejorar la producción rural,
el gobierno apuntó en diversas direcciones: se creó el Departamento Topográfico
destinado a establecer con cierto rigor el catastro territorial de la
provincia, se dictó en 1822 la ley de enfiteusis y se elaboraron planes de
inmigración. La ley de enfi- teusis procuraba la instalación de colonos en
tierras públicas para su explotación. Estas se entregaban a cánones bajos
conservándose como garantía de la deuda del estado, al tiempo que se otorgaba a
los colonos derecho preferencial de compra. En verdad, dicha ley no modificó
sustancialmente la situación preexistente (excepto en algunos partidos de la
campaña), ya que las condiciones de ocupación no ofrecieron suficientes
incentivos a los pobladores, y los planes de inmigración tampoco resultaron
exitosos. Sin embargo, la expansión seguía su curso más allá de los limitados
resultados que estas leyes exhibían y los altibajos experimentados en las
distintas coyunturas, muy dependientes del mercado internacional.
En el campo financiero, una de
las primeras acciones dei gobierno fue la creación del Banco de Descuentos. Su
directorio estuvo conformado por representantes del sector económico-social
dominante de la provincia y por comerciantes ingleses residentes en Buenos
Aires. El banco estaba autorizado a emitir billetes y sus acciones pagaron, al
comienzo, buenos dividendos. Sin embargo, las necesidades del fisco llevaron al
banco a una creciente emisión, que a los pocos años lo condujo a una crisis
financiera insalvable.
Al promediar la década de 1820, Buenos Aires había
reemplazado la arruinada economía del litoral, transformándose en la principal
región ganadera del país. Esta expansión, que predominó en las tierras recién
conquistadas al indio cuando la frontera comenzó a avanzar hacia el sur del río
Salado, coexistió con otros ecosistemas. En la franja extendida a lo largo de
la costa -de vieja colonización colonial- había pequeños y medianos hacendados,
campesinos que practicaban la agricultura, explotaciones familiares de chacras
y quintas, una incipiente industria saladeril, pastores, chacareros,
domésticos, agregados, peones, esclavos... un universo mucho más heterogéneo
que el que nos pintó la literatura de la época al identificar el campo
bonaerense con el desierto y la gran estancia ganadera.
En el ámbito urbano, Buenos Aires
también exhibió cambios significativos. Los recursos invertidos en
construcciones públicas y privadas transformaron la fisonomía de la vieja
ciudad colonial. En pocos meses se construyó el edificio de la nueva Seda de
Representantes, se erigió el pórtico de la Catedral, se reestructuró la planta
urbana y se multiplicó la construcción de viviendas privadas.
Durante la década de 1820, las arquitecturas efímeras destinadas a
decorar las fiestas mayas en Buenos Ares mostraron un rasgo particular,
inexistente en la década precedente. Tal como ha demostrado Fernando Aliata, la
idea recurrente fue la construcción, dentro de la plaza mayor y medíante la
utilización de columnas de madera desmontables que cada año asumían variaciones
formales (de un círculo a un polígono), de un “recinto cívico” que otorgaba a
la plaza un rol diferenciado dentro de la estructura de ¡a ciudad. Esta
implantación de una suerte de “foro cívico”, heredero de las ágoras de las
ciudades griegas, era el modo en que Buenos Aires construía su propia imagen y
buscaba exaltarla.
La ciudad transitaba, pues, del modelo de la Roma republicana al
emblema de la “nueva Atenas”. Como “Atenas del Plata” -según solían llamarla
los publicistas en los periódicos de aquellos días- exaltaba su dominio de
ciudad-estado que hacía sentir su influencia sobre un vasto territorio que ya
no debía conquistar a través de las armas, sino mediante el ejemplo de sus
instituciones republicanas, su régimen representativo, las artes y las letras,
la paz conseguida y el progreso económico. JBF
Este ritmo de crecimiento pudo sostenerse especialmente en los primeros
años del gobierno de Martín Rodríguez, antes de que comenzaran a arreciar
mayores dificultades financieras, algunas de las cuales intentaron paliarse
solicitando un empréstito al exterior. En julio de 1824, se contrató un empréstito
con la firma Baring Brothers & Co., de Londres, cuyos fondos serían
utilizados para la construcción del puerto, las obras sanitarias de Buenos
Aires y el establecimiento de pueblos en la campaña. El estado confiaba en
liquidar fácilmente el servicio de la deuda contraída si se mantenía el volumen
del comercio marítimo y se reducía el presupuesto militar, tal como estaba
previsto por la reforma realizada en esos años. Con lo que no contó fue con el
desenlace de la guerra contra el Brasil, según se verá a continuación, que
disminuyó
notablemente el comercio exterior y obligó a invertir importantes
recursos en el sostenimiento del ejército. El empréstito de la Baring Brothers
se convirtió rápidamente en un negocio ruinoso tanto para los prestamistas como
para el estado.
En este contexto, es obvio que la predominancia de
la economía bonaerense sobre el resto de las regiones se basó en la posesión de
un puerto privilegiado que, a través del comercio marítimo, le permitió
absorber los recursos de su Aduana y capitalizar en su provecho los beneficios
obtenidos a través del librecambio. Por esta razón, la Aduana y la libre
navegación de los ríos fueron siempre los grandes temas que enfrentaron a
Buenos Aires con el resto de las provincias, especialmente las del litoral,
detalle no menor a la hora de discutir la organización política de un estado
futuro organizado sobre la base de una constitución.
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