viernes, 25 de septiembre de 2015

Cap 5 - Marcela Ternavasio - Historia Argentina 1806-1852

Las disputas suscitadas durante la década de 1810 entre los partidarios de un régimen político centralizado y los que pretendían crear una confederación pusieron fin a la existencia del gobierno central a comienzos de 1820. Esta situación dio lugar al surgimiento de nuevas entidades territoriales autónomas, las provincias, que, sin renunciar a unirse en un pacto constitucional, fueron organizando sus instituciones siguiendo el molde republicano. Las experiencias vividas en el interior de cada una fueron desiguales: mientras algunas exhibieron un mayor grado de institucionalización política, otras mostraron una gran inestabilidad o bien la preeminencia de poderosos caudillos locales.
En abril de 1819, pocos días después de que el Congreso sancionase la Constitución, Pueyrredón renunció a su cargo como director supremo y fue reemplazado por el brigadier general José Rondeau. El nuevo director debió asumir el poder en un contexto de insalvable crisis. En noviembre de ese mismo año estalló una revolución dirigida por Bernabé Aráoz que declaró a la provincia de Tucumán autónoma del poder central, al tiempo que se reanudaba el enfrentamiento armado entre el ya muy debilitado poder central y el litoral. En esas circunstancias, Rondeau decidió recurrir al ejército de los Andes y a lo que restaba del ejército del Norte para combatir a las fuerzas de Estanislao López. Pero San Martín decidió no acudir en auxilio del gobierno, y parte del ejército del Norte, liderado por el general cordobés Juan Bautista Bustos, se sublevó en la posta de Arequito y se negó a apoyar con las armas al director supremo. De regreso a su provincia natal, Bustos se hizo elegir gobernador y, con el objetivo de consolidar su capital político,


convocó a un congreso de todas las provincias, desafiando y desobedeciendo explícitamente al Directorio y al Congreso que había dictado la constitución de 1819.
En ese escenario, la autoridad del gobierno central era prácücamente nula. Estanislao López y Francisco Ramírez decidieron avanzar sobre Buenos Aires con sus fuerzas militares, y el general Rondeau salió a la campaña a enfrentarlos, delegando el mando, por decisión del propio Congreso, en el alcalde de primer voto del cabildo de Buenos Aires, Juan Pedro Aguirre. Las escasas fuerzas restantes del ejército nacional fueron derrotadas por los caudillos del litoral en Cepeda, sellándose con esta batalla la suerte definitiva del gobierno. Aunque Buenos Aires, humillada por la derrota, intentó armarse para defender la ciudad, fue imposible salvar las instituciones fundadas cinco años atrás. Rondeau debió delegar la firma de la paz en el Cabildo de Buenos Aires; pocos días después, delegó también su autoridad. Bajo la presión de los vencedores, el Cabildo asumió provisoriamente el poder, obligando al Directorio y al Congreso a autodisolverse. El Ayuntamiento capitalino venía a cumplir una vez más el papel que le fuera asignado desde el cabildo abierto del 22 de mayo: reasumir el gobierno en situación de acefalía, sólo que, en este caso, su autoridad ya no se extendía a todos los territorios rioplaten- ses, sino al más reducido perímetro de la ciudad de Buenos Aires y su entorno rural. Si en 1810 y en las crisis sucesivas, el Cabildo había podido invocar su condición de capital, asignada en 1776, para representar provisionalmente al resto de las jurisdicciones, en 1820 ya no podía hacerlo, por la sencilla razón de que había perdido tal calidad. El orden político del que Buenos Aires era la cabeza acababa de disolverse.
Con la acefalía se abrió una doble crisis: la que se desarrolló durante todo el año de 1820 en el interior mismo de Buenos Aires y la que afectó en el mediano plazo a las diferentes regiones del ex virreinato. Las disputas desplegadas en el escenario bonaerense entre los caudillos del litoral, las tendencias centralistas representadas por los ex directoriales y los grupos federalistas porteños dieron lugar a un conflicto sin precedentes, en el que diversos grupos y facciones intentaron alzarse con el poder político desaparecido. En el resto del territorio, la ambigua y grandilocuente expresión de “Provincias Unidas de Sudamérica” —todavía utilizada en la Constitución de 1819- dejaba de tener sustento al desmoronarse el vínculo con el que se pretendía sellar la unidad. Las provincias, que ya no se correspondían con las amplias jurisdicciones asignadas en la Ordenanza de Intendentes, sino que emergían como nuevos sujetos políticos con epicentro en sus cabildos cabeceras, quedaron en una situación de autonomía de hecho que pronto se tradujo en una autonomía de derecho. A diferencia de lo ocurrido en los años precedentes, la autoridad central no podría recomponerse.

Bajo el rótulo de “anarquía del año 20” la historiografía tradicional calificó la catarata de acontecimientos que derivó del literal vacío de poder. Esta situación se inició cuando los vencedores de Cepeda exigieron que el cuerpo capitular se encargara de formar un nuevo gobierno a través de algún mecanismo que, además de conferirle legitimidad, les garantizara una negociación favorable a sus intereses. A tal efecto, el Ayuntamiento convocó a un cabildo abierto que, reunido el 16 de febrero de 1820, con la asistencia de menos de dos centenares de vecinos, decidió la creación de la primera Sala de Representantes de Buenos Aires, llamada también Junta de Representantes, cuyo único mandato era designar gobernador de la provincia de Buenos Aires. Dado que dicha Sala se conformó sólo con representantes de la ciudad, la designación de Manuel de Sarratea como gobernador asumió un carácter provisorio, hasta tanto se completara la representación con diputados elegidos por la campaña. Sarratea quedó como responsable de establecer la paz con el litoral, concretada el 23 de febrero al firmarse el Tratado del Pilar.
Dicho tratado estableció como principio la futura organización federal para el país y estipuló la convocatoria a una pronta reunión en San Lorenzo para discutirla. Buenos Aires debió aceptar la libre navegación de los ríos y someter ajuicio ante un tribunal a los miembros de la ya caída administración directorial. Por otro lado, López y Ramírez se comprometían al retiro inmediato de sus tropas, pactando una amnistía general. La firma del tratado no fue bien recibida por algunos grupos porteños, que la vieron como una humillación al honor de la ex capital virreinal dada la concesión de prerrogativas que, como el principio de organización federal, representaban una rendición incondicional frente a los vencedores de Cepeda. Como consecuencia de ese clima de oposición, se produjo la primera crisis de gobierno. El ex directorial Juan Ramón Balcarce, capitalizando el descontento existente, convocó a una asamblea popular el 6 de marzo, que depuso al gobernador Sarratea. Nombrado gobernador por la “pueblada” -tal como la prensa de la época denominó a aquella asamblea-, Balcarce no duró en el cargo más que una semana, pues la reacción de Ramírez no se hizo esperar: presionó para derribar a Balcarce y restituir a Sarratea en el


ejercido provisorio del poder ejecutivo provincial. Sin embargo, su mandato no perduraría.
El 6 de abril, Sarratea convocó a elecciones para designar nueva Sala de Representantes con doce diputados por la dudad y once por la campaña. Lo que apuraba la convocatoria era la pronta reunión a realizarse en San Lorenzo según establecía el Tratado del Pilar (reunión que finalmente nunca llegó a concretarse), ya que dicha Sala debía designar al representante por Buenos Aires para acudir a la convención. Las elecciones se realizaron el 27 de abril y los diputados electos no tardaron en entrar en colisión con el poder ejecutivo. Sarratea debió reconocer por escrito que la soberanía residía en la junta recientemente elegida y que por lo tanto debía obedecer las resoluciones que emanaran de ella. De esta manera, la Sala se iba transformando dejunta electoral encargada de designar al gobernador en un cuerpo capaz de establecer los principios que guiarían al nuevo gobierno.
Mientras tanto, la situación de la campaña bonaerense se agravaba. A la presión ejercida por López y Ramírez se sumaba el desorden provocado por tantos años de guerra revolucionaria. Las autoridades radicadas en la ciudad no lograban extender su potestad al conjunto del territorio bajo su tutela. En ese contexto, la Junta de Representantes suspendió sus sesiones designando como nuevo gobernador, con facultades extraordinarias, a Idelfonso Ramos Mexía. No obstante este gesto, la crisis de gobernabilidad se mantenía incólume. Ramos Mexía debió renunciar el 19 de junio asumiendo públicamente que su autoridad no era obedecida por nadie: al estado de insubordinación de las tropas cívicas de la ciudad se añadía el de las fuerzas acantonadas en la campaña. Por eso, el 20 de junio es conocido como el “día de los tres gobernadores”: Ramos Mexía, que no había entregado aún su bastón de mando, a pesar de haber presentado su renuncia el día anterior, el general Soler, designado gobernador por grupos disidentes de la campaña, y el Cabildo de Buenos Aires, que asumía el gobierno tal como lo había hecho en cada oportunidad desde la Revolución de Mayo. De hecho, ninguno de ellos tenía el control efectivo de la situación.
Luego de la autodisolución de la Junta de Representantes electa durante la efímera gobernación de Sarratea, el Cabildo convocó a la elección de una nueva junta que designara gobernador. Ésta nombró a Manuel Dorrego para el ejercicio del poder ejecutivo. Mientras tanto, la campaña se hallaba dividida: algunos grupos seguían sosteniendo en el cargo al general Soler mientras que otros habían nombrado gobernador a Carlos María de Alvear. En agosto se eligió una nueva Sala de Representantes, que resolvió ratificar en el cargo a Dorrego. Éste decidió finalmente enfrentar con las armas a Estanislao López, a quien venció en Pavón, el 2 de septiembre, aunque pocos días después resultó derrotado por el caudillo santafecino en Gamonal.
Frente a este desastre militar, las milicias de campaña al mando del general Martín Rodríguez y de Juan Manuel de Rosas decidieron intervenir. El 26 de septiembre, la Junta de Representantes nombró gobernador a Martín Rodríguez, quien cuatro días después debió enfrentar un motín de los tercios cívicos dependientes del Cabildo. Rodríguez, apoyado por las milicias de campaña al mando de Rosas, derrotó la revuelta en la ciudad, y ambos comandantes aparecieron entonces como los salvadores del orden en Buenos Aires, luego de los conflictos que habían tenido en vilo a sus pobladores.
En esta situación de fortalecimiento militar, Rodríguez inició las tra- tativas de paz con López, concretadas el 24 de noviembre de 1820 con la firma del Tratado de Benegas. Allí se aseguraba la paz entre Buenos Aires y Santa Fe, pero quedaba desplazado el caudillo entrerriano, Francisco Ramírez, quien no había participado de los enfrentamientos bélicos de septiembre por haber salido a disputar a Artigas el control de la Mesopotamia. Se hacía evidente que la unión de los Pueblos Libres del litoral se había quebrado por completo. Con la paz firmada en Benegas, Buenos Aires se comprometió a concurrir al congreso de Córdoba citado por Bustos, no estipulándose nada respecto a la forma futura de organizar el país, tal como lo había hecho el resistido Pacto del Pilar.
Si bien la paz parecía asegurada, la crisis del año ‘20 dejaba una imagen amarga para todos los porteños. El síntoma más elocuente de aquella crisis se expresó a través de la cantidad (y el origen diverso) de autoridades nombradas en ese período. En menos de ocho meses se sucedieron siete asambleas -algunas bajo la forma de cabildo abierto- que se arrogaron la legitimidad para nombrar autoridades; bajo distintos mecanismos (cabildo abierto, elecciones indirectas, elecciones directas) se eligieron cuatro Juntas de Representantes; el Cabildo reasumió el poder de la provincia en varias oportunidades; fueron nombrados más de nueve gobernadores, algunos de los cuales no duraron en el cargo más que unos pocos días. Estos hechos parecían confirmar la expresión acuñada en la prensa periódica por un testigo anónimo de la época: “en aquellos días gobernó el que quiso”.


La primera intervención pública de Juan Manuel de Rosas tuvo lugar en ocasión de la crisis de 1820. Rosas había pasado la mayor parte de su juventud en la estancia que perteneciera a su abuelo materno, hasta que en 1813, luego de su casamiento con Encarnación Ezcurra, abandonó la estancia de sus padres para trabajar por su propia cuenta en asuntos vinculados con la producción rural. Asociado a Juan Nepomuceno Terrero y Luis Dorrego, creó una compañía de explotación de tierras. La empresa creció durante la década revolucionaria y Rosas -luego de asociarse con sus primos Anchorena para administrar una de sus estancias- se convirtió en un importante hacendado de la provincia. Durante esos años su mayor preocupación giró en torno a sus asuntos privados. Su intervención en la pacificación de ia provincia ai mando de! 5o Regimiento de Campaña implicó el aporte de hombres y recursos económicos en defensa del poder recién estatuido en la provincia de Buenos Aires. En esos días, Rosas le expresaba en una carta al gobernador sustituto, Marcos Balcarce, su inexperiencia en lides militares: "La fuerza del quinto regimiento de campaña ya está toda avanzada en sus marchas, y muy dispuesta a sacrificarse por la salud de la provincia. Yo no puedo explicar a V. S. ¡cuánta es la confianza que me manda tan loables disposiciones! El orden y ia subordinación son ejemplares no menos que el entusiasmo. Mucho debe esperarse de esta columna: y conozco que seria un dolor aventurarse su dirección a mis ningunos conocimientos militares. El bien del pais es para mí antes que todo. Yo estoy en estado de aprender, y no en el de enseñar. Una fuerza de más de quinientos hombres sólo puede tenerme a su lado para sostener la opinión y confianza con que marchar a escarmentar a! enemigo y conservar la subordinación y respeto a las propiedades, que he sabido imprimirles. Mas para obrar militarmente debe de precisión recibir un jefe a su cabeza que conozca lo que no entiendo y que acabo de hacer, y por consiguiente la petición interesante que hago por un jefe que sea capaz de lo que yo por defecto de mis conocimientos militares no soy.” Carta de Juan Manuel de Rosas al Gobernador sustituto Marcos Balcarce, Cañuelas, 23 de septiembre de 1820.
Extraído de Marcela Ternavasio, La correspondencia de Juan Manuel de Rosas, Buenos Aires, Eudeba, 2005. JW    .


A esa altura de los acontecimientos, era imprescindible imponer un orden. Pero, ¿qué tipo de orden y a quién o a quiénes estaría destinado? Para Buenos Aires, volver sobre sus más reducidas fronteras y evitar cualquier tipo de proyección en el ámbito nacional fue un objetivo prioritario apenas superada la crisis. Tanto la elite política que quedó a cargo del gobierno provincial como los sectores económicamente dominantes -grandes comerciantes y hacendados- coincidieron en que ese nuevo orden debía concentrarse en dotar a la provincia de las condiciones necesarias para alcanzar el progreso económico y social. Un progreso que se había visto imposibilitado por las consecuencias de la guerra revolucionaria y de las disputas suscitadas entre las diversas<re- giones del territorio. Luego de diez años de intentar conquistar el virreinato y de ganar así el lugar de capital del nuevo orden político, Buenos Aires descubría los costos, materiales y simbólicos, que había pagado por aquella gesta y los beneficios que podía obtener si se abstenía, al menos por un tiempo, de ser el epicentro de un nuevo intento de unificación con territorios siempre díscolos y a su vez dependientes económicamente de lo que a esa altura sólo podía proveer la Aduana del puerto de ultramar. De la humillación por la derrota, la ex capital pasó a gozar del provecho de la autonomía.
Un nuevo mapa para e! Río de la Plata
Si Buenos Aires podía obtener beneficios de una autonomía que no buscó ni celebró, ¿qué ocurrió con el resto de las provincias luego de 1820, después de que muchas de ellas libraran una encarnizada lucha contra el poder central en nombre de la autonomía ahora alcanzada, al menos en los hechos? ¿Hasta qué punto querían todas ellas gozar de una autonomía absoluta respecto del poder central? ¿En qué medida podían reclamar márgenes de autogobierno sin por ello renunciar a restituir la unidad política? En el marco de estas alternativas se desarrollaron las historias provinciales del período. Historias en plural que se inscriben en una historia singular, en la medida en que la fragmentación producida después de 1820 no dejó de exhibir intentos de conformar un orden político supraprovincial. Más allá de que estos intentos asumieron diversas configuraciones y requirieron distintas ingenierías institucionales, lo cierto es que nunca desaparecieron del horizonte político del período, tan ambiguo como cambiante y conflictivo.
El proceso de fragmentación político-territorial que siguió a la disolución del Directorio estuvo precedido por otras fracturas de igual importancia. De las gobernaciones intendencias creadas a fines del siglo
XVIII, sólo tres se mantuvieron dentro de la égida del poder revolucionario liderado por Buenos Aires: la de Buenos Aires, la de Salta y la de Córdoba. Las variables situaciones vividas en las provincias ubicadas en el Alto Perú derivaron, luego de los fracasos sufridos por el ejército del Norte en la década del 10, en la separación de toda esa jurisdicción respecto del gobierno rioplatense. En 1825, luego de la victoria de Ayacu- cho -que puso fin a la guerra de independencia en el continente sudamericano- se creó allí un nuevo estado, cuya denominación, Bolivia, buscaba expresar la gratitud hacia quien fue considerado su libertador, Simón Bolívar. La provincia de Paraguay, aunque demoró unos años más, también conformó un estado independiente. A partir de 1813, bajo el liderazgo del doctor Gaspar Rodríguez de Francia, la revolución asunceña inició un camino autónomo, que culminó con su separación definitiva. Por otro lado, la conflictiva Banda Oriental había sufrido el lento y constante avance de los portugueses, que culminó con su anexión en 1821 al Reino de Portugal, bajo el nombre de Provincia Cispla- tina, y en 1822 al nuevo Imperio del Brasil, conformado cuando el príncipe Pedro, hijo del rey Juan VI de Portugal, declaró su independencia y se autoproclamó Emperador. Como se verá en las próximas páginas, la provincia oriental se convirtió finalmente en un estado independiente tanto de su antigua jurisdicción rioplatense como del Brasil.
Por varias razones, la independencia de Brasil presenta un caso peculiar dentro del contexto latinoamericano. Luego del traslado de la corte portuguesa a Río de Janeiro en 1808, se conformó una suerte de monarquía dual con centro en el Nuevo Mundo. bien en 1815 Brasil fue proclamado “reino” con la misma jerarquía de Portugal, las tensiones entre ambas márgenes del imperio se expresaron en distintos planos. Entre ellas cabe destacar la que derivó del hecho de que ta presencia del rey en tierra americana implicó, por un lado, un mayor control sobre territorios acostumbrados a gobernarse con un monarca a la distancia, y por el otro, una mayor carga fiscal para solventar los gastos de la corte. Tales tensiones, sin embargo, no derivaron en reclamos de independencia frente a Portugal, a pesar de las demandas de reformas políticas. Los hechos se precipitaron en 1820, cuando se produjo en Portugal una revolución liberal que postuló, al igual que la ocurrida ese mismo año en España, el establecimiento de una monarquía constitucional. En ese contexto, desde Portugal se exigió el inmediato retorno dei rey Juan VI a Lisboa para que provisoriamente adoptara la constitución española sancionada en Cádiz en 1812, hasta tanto se dictara una nueva constitución portuguesa en el marco de convocatoria a Cortes Generales. Pero éstas, una vez reunidas con mayoría de representantes portugueses, adoptaron medidas que estuvieron lejos, de exhibir hacia sus antiguas colonias americanas el espíritu liberal que supuestamente las guiaba. En Brasil, el descontento no se hizo esperar.
El regreso del rey Juan VI a Portugal estuvo precedido por el nombramiento de su hijo Pedro como regente de Brasil. Con el alejamiento del monarca y la evidencia de que las Cortes no estaban , dispuestas a negociar las reformas políticas reclamadas por los brasileños, se precipitaron los hechos. Pedro decidió permanecer en Río de Janeiro y la Independencia de Brasil se instauró de manera pacífica, sin pasar por las guerras que experimentó Hispanoamérica, y dio lugar a ¡a formación de un imperio que bajo la forma de monarquía constitucional reveló gran estabilidad. JtF

Además de las sucesivas fragmentaciones en los márgenes de lo que había sido el Virreinato del Río de la Plata, durante la década de 1810 se conformaron nuevas provincias. Algunas fueron creadas por el propio gobierno central, mientras otras se autoerigieron autónomas respecto de aquel o de sus jurisdicciones más inmediatas, según las jerarquías territoriales diseñadas por la Ordenanza de Intendentes de 1782. En el litoral, en 1814 se crearon las provincias de Entre Ríos y Corrientes desprendidas de la gobernación intendencia de Buenos Aires, mientras que Santa Fe autoproclamó su autonomía respecto de dicha gobernación en abril de 1815, gesto que inició la guerra civil con las fuerzas directoriales. Hacia el oeste, Cuyo se conformó en 1814 en una nueva provincia, separada de la gobernación intendencia de Córdoba. En el norte, Tucumán se separó de la gobernación de Salta en 1815.
Ahora bien, este proceso de redefinición territorial ocurrido en la década de 1810 se precipitó a fines de 1819. Tucumán se separó del poder central y, bajo el liderazgo de Bernabé Aráoz, se creó la llamada República del Tucumán, que incluía las jurisdicciones subalternas de Santiago del Estero y de Catamarca. Córdoba, por otro lado, también se independizó luego de la sublevación de Arequito y se erigió así en un nuevo foco de poder al imponer una mayor presencia del interior frente a Buenos Aires y el litoral- Siguiendo el ejemplo de Córdoba y de Tucumán, San Juan se declaró provincia autónoma. Poco después lo hi-


deron Mendoza y San Luis, que crearon sus propios ejércitos provinciales y se unieron en una liga de provincias cuyanas dispuestas a apoyar el congreso convocado por el gobernador cordobés. En La Rioja también se produjo la secesión y, poco más tarde, Santiago del Estero, luego de protestar por su incorporación a Tucumán, se erigió en provincia autónoma, mientras Catamarca terminó separándose de la república tu- cumana en 1821. En Salta concluía abruptamente el predominio de Martín Güemes: un avance realista desde el Alto Perú dio muerte al caudillo que había defendido la frontera durante esos años.




En el litoral, las tensiones entre los caudillos de Santa Fe, Entre Ríos y la Banda Oriental se agravaron después del Pacto de Pilar. Allí, López y Ramírez rompieron relaciones con Artigas, ya que el líder oriental desaprobó el tratado por dejar las cosas libradas a un futuro congreso y, básicamente, por no proveer a su provincia de la ayuda esperada contra


la invasión portuguesa. La ruptura culminó en lucha armada: Ramírez enfrentó y venció a Artigas en Las Tunas en junio de 1820 y en Cambay en septiembre. Pocos días después, Artigas se asiló en el Paraguay; así, desaparecía para siempre de la escena política rioplatense. Acto seguido, Ramírez pretendió heredar el monopolio del poder en el litoral, lo que lo enfrentó a López, su anterior aliado. El Tratado de Benegas había desplazado al líder entrerriano y sellado definitivamente la ruptura con el gobernador de Santa Fe. Finalmente, Ramírez fue batido y muerto el 10 de julio de 1821, consolidándose el liderazgo de López en la región.
Al calor de todos estos conflictos, el mapa político cambió significativamente: Buenos Aires, Córdoba, Tucumán, Salta, Santiago del Estero, Catamarca, La Rioja, San Luis, San Juan, Mendoza, Corrientes, Santa Fe, Entre Ríos y bastante más tarde Jujuy ~al separarse en 1834 de la jurisdicción salteña- constituyeron nuevos cuerpos políticos. Aunque los contornos territoriales seguían en parte los trazos de las subdivisiones establecidas en la Ordenanza de Intendentes, las provincias surgidas de la crisis ya no se regirían por el decreto borbónico de 1782 -si bien en algunos aspectos parte de esa normativa seguida vigente-, sino por nuevos reglamentos, constituciones o leyes fundamentales dictadas, respectivamente, por cada uno de los gobiernos provinciales nacidos de la disolución del poder central.
Todas las provincias abrazaron paulatinamente la forma republicana de gobierno en sus nuevas reglamentaciones. En ellas se establecieron regímenes representativos de base electoral muy amplia (salvo algunas excepciones como fueron los casos de Córdoba y Mendoza), ejecutivos unipersonales ejercidos por gobernadores, legislaturas unicamerales, encargadas de la designación del gobernador, autoridades administrativas y judiciales, y sistemas fiscales independientes. A diferencia de la década revolucionaria, cuando las comunidades políticas que demandaban el autogobierno tenían por base a las ciudades con cabildo, las repúblicas provinciales formadas luego de la caída del poder central se organizaron según los principios del moderno constitucionalismo liberal.


La cuestión del caudillismo se encuentra planteada desde los orígenes de la literatura política argentina. Distintas interpretaciones fueron abonando, con diversos matices, la perspectiva de que caudillos , todopoderosos dominaron con sus huestes la escena política posrevolucionaria. La imagen negativa de ios caudillos, en especial durante el siglo XIX, comenzó a atenuarse en las primeras décadas del XX. Desde la llamada Nueva Escuela Histórica, algunos historiadores comenzaron a subrayar la contribución de los caudillos a la defensa de la unidad nacional e insistieron en la actitud antisegregacionista de estos nuevos líderes ¡ocales. La Historia de la Nación Argentina, que la Academia Nacional de la Historia comenzó a publicar durante la década de 1930 bajo la dirección de Ricardo Levene, es, sin dudas, una de las expresiones más acabadas de la Nueva Escuela. También en esta década, un nuevo movimiento llamado “revisionismo histórico" comenzó a cuestionar la imagen negativa de los caudillos legada por el siglo XIX para convertirlos en protagonistas principales del proceso de construcción de la nación. Si bien el '‘revisionismo” no constituyó una “escuela” historiográfica ni un movimiento homogéneo -sino más bien una corriente que, en sintonía con la emergencia de ideas nacionalistas, antiimperialistas y antíliberales durante los años treinta, buscó influir en el campo cultural argentino-, lo cierto es que su intervención fue exitosa en la medida en que sus exponentes lograron crear una suerte de sentido común generalizado, que invertía el panteón de héroes de la historiografía liberal heredada del siglo XIX.
De hecho, más allá de las perspectivas que, hada la década de 1960, reubicaron la cuestión del caudillismo dentro de un registro social -donde el caudillo pasó a ser en algunos casos un mero representante de la clase terrateniente-, los presupuestos básicos asociados a que el surgimiento del caudillismo se debía a una situación de vacío institucional o, Incluso, de atraso Institucional dada la herencia hispánica, se mantuvieron vigentes hasta poco tiempo atrás. Recién hacia ia década de 1980 comenzó a revisarse de manera más sistemática el papel de estos personajes en cada una de las regiones en las que actuaron e irradiaron su influencia, abriendo así la investigación a nuevos interrogantes. JBP


Una muestra clara de las implicancias de esto es que en cada una de las provincias, comenzando por la de Buenos Aires, se fueron suprimiendo los cabildos, lo cual implicó una redefinición de los territorios y de las bases de la gobernabilidad. AI eliminarse la institución más arraigada del régimen colonial y adoptarse, al menos en la norma, el principio de división de poderes, se redistribuyeron las funciones y atribuciones capitulares entre las nuevas autoridades creadas y se redefinieron las bases de poder entre la ciudad y el campo. Al predominio del espacio urbano colonial con base en los cabildos le sucedió un nuevo equilibrio en el que el espacio rural cobraba nueva entidad política.
Sin embargo, aunque semejantes en lo formal, las tramas institucionales de las nuevas repúblicas provinciales presentaban desigualdades en las atribuciones de los órganos de gobierno, en el mayor o menor grado de sofisticación de la técnica jurídica expuesta y en el tipo de prácticas a las que dio lugar. De hecho, desde el punto de vista institucional, algunas experiencias resultaron ser más frágiles que otras. Con esta afirmación no se pretende medir el grado de acercamiento o desviación de las prácticas desarrolladas en cada provincia respecto de las normas y leyes dictadas, sino subrayar que en ellas convivieron la legalidad institucional que recogía los principios del constitucionalismo liberal con situaciones conflictivas que la historiografía tradicional había reducido a la imagen unívoca del caudillismo. Ésta buscaba explicar las disputas abiertas en 1820 como el resultado de enfrentamientos entre caudillos regionales que sustentaban su autoridad, básicamente, en el poder personal y en su capacidad de reclutar y sostener milicias rurales. Supuestamente unidos por vínculos de intercambio que garantizaban relaciones de mando y obediencia extrainstitucionales, los caudillos y sus huestes habrían sido prácticamente, de acuerdo con esta perspectiva, los exclusivos protagonistas del proceso de fragmentación política ocurrido durante esos años.
A la luz de los nuevos estudios sobre los casos provinciales, se comprueba que aquellos caudillos -tan denostados o celebrados por ensayistas, literatos e historiadores desde el siglo XIX- ejercieron su poder en el marco de un creciente proceso de institucionalización política. En este sentido se registran experiencias muy diversas según la región y la coyuntura. Así, por ejemplo, se observan casos de mayor estabilidad institucional -como en Buenos Aires, Salta, Mendoza o Corrientes durante la década de 1820- que contrastan con otros donde las legislaturas pa-


recían ser meras juntas consultivas y electoras de segundo grado para designar al gobernador -como en Santa Fe o Santiago del Estero, donde sus gobernadores permanecieron en el poder durante casi dos décadas-, o con experiencias en las que prevaleció la completa inestabilidad política -como la entrerriana, donde se sucedieron más de veinte gobernadores en el término de cinco años-.
No obstante, sobresale el hecho de que, si bien la vocación de hegemonía y supremacía demostrada por algunos gobernadores o caudillos regionales aparecía reñida con los principios plasmados en sus entramados jurídicos, casi nadie podía eludir la invocación de algunos de tales principios a la hora de legitimarse en el poder. Así, el sufragio coexistió con revoluciones armadas o la amenaza del uso de la fuerza, y el principio de división de poderes convivió con el empleo de instrumentos que parecían negarlo, como la delegación de facultades extraordinarias en los ejecutivos, o con situaciones de tal fragilidad institucional que volvían directamente impensable su traducción en la dinámica de funcionamiento del sistema político respectivo. Las guerras civiles y los conflictos armados entre caudillos u hombres fuertes de distintas provincias que asolaron el territorio en esos años no se dieron en un vacío institucional, sino en un espacio en el que muy trabajosamente intentaban imponerse las reglas del nuevo arte de la política.
En ese laxo y común encuadre republicano, las diversas provincias fueron dictando sus propias constituciones o reglamentos. En Buenos Aires, La Rioja y Mendoza no se dictaron constituciones, pero sí un conjunto de leyes fundamentales que rigieron, con modificaciones según el caso y la coyuntura, su vida política autónoma durante esos años. Santa Fe dictó su Estatuto Provisorio en 1819, Tucumán en 1820, Corrientes y Córdoba en 1821, Entre Ríos en 1822, Catamarca, Salta y San Juan en 1823. Aunque con resultados desparejos, hacia 1824 cada provincia tenía su propia ingeniería política o estaba construyéndola. Santiago del Estero en 1830, San Luis en 1832 yjujuy en 1839 (cuando su jurisdicción se separó definitivamente de Salta) completaron esta tendencia. El peso de la tradición político-administrativa prerrevoludonaria fue más tenue en las provincias recientemente creadas que en las antiguas sedes de intendencias. Casi todos los reglamentos se atribuyeron la organización de la tropa provincial y el derecho de patronato (en este caso, algunas provincias lo hicieron de manera explídta y otras en la práctica), incluyeron la declaración de derechos fundamentales y organizaron sus aparatos fiscales.
Cuadro de texto: u

En este último aspecto, las provincias promulgaron leyes de aduana, de recaudación impositiva y de emisión monetaria. Las finanzas públi-


cas provinciales prácticamente no gravaron la propiedad ni los ingresos, sino que acentuaron la tendencia, iniciada con la revolución, de solventar los ingresos de sus erarios con los recursos proporcionados por el comercio. Pero, al igual que en la década precedente, los ingresos genuinos en la mayoría de las provincias no alcanzaban para cubrir los gastos, en particular en la nueva situación creada con la disolución del poder central. Buenos Aires, que alentó más que nunca un sistema librecambista, era dueña ahora del principal recurso fiscal de la aduana de ultramar, en tanto que las provincias vivían situaciones muy precarias, ya que el volumen de sus comercios era insuficiente para recaudar impuestos capaces de cubrir los déficit fiscales. Frente al relativo éxito de las políticas fiscales de Buenos Aires y de Corrientes -que pese a las fluctuaciones mantuvo sus finanzas públicas saneadas aplicando un sistema proteccionista basado en una economía diversificada-, las finanzas de otras provincias, como Entre Ríos, Córdoba o Santa Fe, muestran realidades más pobres, caracterizadas por el constante endeudamiento, para no hablar de otros casos aún más clamorosos.
Entre los ejemplos de mayor estabilidad institucional en la década de 1820 -además del de Buenos Aires, que se desarrollará en las siguientes páginas-, sobresale el de Corrientes. Una vez declarada su autonomía respecto del fugaz experimento de Ramírez de crear la República de Entre Ríos, Corrientes se dio un ordenamiento legal bastante eficaz. Los gobernadores terminaron su mandato de tres años regularmente, abandonaron el poder sin conflicto -la reelección fue prohibida por la constitución provincial-y cedieron el cargo a personajes pertenecientes, a veces, a la facción política opuesta. Se sucedieron así Juan José Fernández Blanco (1821-1824), Pedro Ferré (182^1828), Pedro Cabral (1828-1830) y, nuevamente, Pedro Ferré (1830-1833). La vida política correntina se caracterizó por su estabilidad, bajo la hegemonía de un grupo dirigente integrado por hombres de los principales sectores propietarios, fundamentalmente mercaderes y hacendados, que supieron controlar a las fuerzas militares y a los posibles conatos de revueltas e insubordinación. El civilismo de estas autoridades se tradujo institucionalmente al vedarse al gobernador el ejercicio del mando militar directo de tropa.
La experiencia correntina contrasta con sus vecinas del litoral en diversos sentidos. Con Santa Fe, puesto que allí se desarrolló un experimento político cuya estabilidad no dependió tanto de la sofisticación de sus instituciones como de la capacidad del caudillo que la gobernó durante veinte años usando a su favor los reglamentos y normas sancionados. Estanislao López se hizo llamar “caudillo” en el reglamento provisorio dictado en 1819 y supo convertir a la Sala de Representantes en un instrumento consultivo más que legislativo o deliberativo. Con Entre Ríos, el contraste es clamoroso: si bien el Estatuto Constitucional de 1822 otorgaba al gobernador plenas facultades en el terreno militar, luego de la muerte de Ramírez no hubo en la provincia un hombre fuerte, sino una pléyade de caudillos menores. En la década de 1820, se sucedieron hombres solidarios con Buenos Aires: Lucio Mansilla, el gobernador más destacado en esta década (1821-1824), sufrió revueltas de distintos caudillos porque era considerado proclive a privilegiar intereses ajenos a la provincia. En 1821,1825 y 1830 fue elegido gobernador por el Congreso de la provincia Ricardo López Jordán; en las tres oportunidades, partidarios de Santa Fe y Buenos Aires anularon la elección. Entre 1826 y 1831, período conocido como la “anarquía entrerriana”, hubo 21 gobernadores.
En la provincia de Córdoba, las corporaciones tradicionales -clero, universidad y consulado- mantuvieron un peso fundamental mientras la mayoría de los miembros de la gestión política -ubicados en la Sala de Representantes y en otros cargos de la administración provincial- pertenecían a la elite urbana con intereses en el comercio. La constitución otorgaba fuertes poderes al ejecutivo -entre otras atribuciones, el gobernador era capitán general de las fuerzas militares-, pero la Legislatura no parecía tener un papel decorativo, sino que gravitaba en la vida política provincial como demuestra la creación de, entre otras cosas, una comisión permanente para que funcionara durante los recesos del cuerpo. Durante la década de 1820, Juan Bautista Bustos dominó la escena provincial y fue considerado un caudillo que logró dominar las disputas facciosas desplegadas luego de 1810.
Mendoza dejó de ser capital de la intendencia de Cuyo para erigirse en provincia autónoma, al separarse San Juan y San Luis en 1820. Gobernada por su elite de mercaderes y hacendados, organizó un régimen de orden y progreso, muy celebrado en esos años por la prensa porteña. A diferencia de otras provincias, los mendocinos no tuvieron un caudillo predominante. Al promediar la década de 1820, comenzó un fuerte enfrentamiento entre facciones locales luego de que Gutiérrez fuera electo gobernador y se gestaran conflictos con la Sala de Representantes, puesto que éste pretendía facultades extraordinarias. Tales conflictos no eran ajenos a los que tuvieron lugar en otras provincias. El


entrelazamiento de los asuntos internos de unas y otras fue un dato común a todas las experiencias provinciales, donde la política intervenía a través de redes que cruzaban las nuevas fronteras. Así, por ejemplo, San Juan, luego de su separación de la gobernación de Cuyo en 1820, tampoco tuvo un caudillo o personaje predominante, sino caudillos externos a la provincia que influyeron en su política interna. No obstante, los sanjuaninos vivieron un ensayo novedoso cuando, por iniciativa de su gobernador, Salvador María del Carril, se dictó la Carta de Mayo de 1825. En dicha carta, de corte liberal, la mayor innovación consistió en el establecimiento de la libertad religiosa. Pero en un mundo que, como en la época colonial, seguía concibiéndose como de unanimidad católica, la sanción de la libertad de cultos provocó una gran reacción. Los disturbios llevaron a Del Carril a refugiarse en Mendoza, hasta que una expedición comandada por el coronel José Félix de Aldao acudió en su auxilio y lo restauró en el cargo.
La Carta de Mayo fue, más que una constitución, una declaración de derechos. Ei proyecto fue presentado a la Legislatura sanjuanina en junio de 1825 y, si bien los primeros artículos fueran aprobados sin conflicto, el 23 de junio el presidente de la Sala de Representantes informó que se hablan recibido “peticiones del pueblo” en las que más de un millar de firmantes solicitaban la aprobación de la Carta, mientras casi setecientos pedían la anulación de los artículos 16 y 17, en los que se estipulaba la libertad de cultos. El artículo 16 establecía: “La religión santa, católica, apostólica, romana, en la provincia, se adopta voluntaria, espontánea y gustosamente como su religión dominante. La ley y el gobierno pagarán como hasta aquí o más ampliamente, como en adelante se sancionare, a sus ministros y conservarán y multiplicarán oportuna y convenientemente sus templos". En el artículo 17 se sancionaba: “Ningún ciudadano o extranjero, asociación del país o extranjero, podrá ser turbado en ei ejercicio público de la religión, cualquiera que profesare, con tal que ios que la ejerciten paguen y costeen a sus propias expensas sus cultos”. Las peticiones fueron giradas por la Sala al Archivo, mientras sus diputados continuaban las deliberaciones. Aunque había diputados opositores al proyecto con posiciones religiosas irreductibles, la Carta fue finalmente aprobada por mayoría en julio de 1825. No obstante, su vigencia fue efímera. La


oposición pasó a la acción y la revuelta armada se puso en marcha.

Los sublevados se expresaron en una proclama que decía lo siguiente: “Los señores comandantes de la tropa defensora de la religión que abajo suscriben, tienen el honor de hacer saber a toda la tierra el modo como cumplen los mandatos de la Ley de Dios". Continuaban exigiendo que la Carta de Mayo fuera quemada en acto público , “porque fue introducida entre nosotros por la mano de! diablo para corrompernos y hacernos olvidar nuestra religión católica, apostólica, romana”; que la Sala de Representantes fuera suprimida y reemplazada por el Cabildo; que se cerraran el teatro y el café por ser espacios donde se profanaba el nombre de Dios y se hablaba en contra de la religión; que se sancionara como única religión la católica, apostólica, romana; y que se implantara una bandera blanca con una cruz negra y la siguiente leyenda: “Religión o Muerte”.
En Horacio Videia, Historia de San Juan, tomo III, San Juan, Academia del Plata/Universidad Católica de Cuyo, 1972. AF

Bernabé Araoz había creado la República de Tucumán y se había instaurado como su presidente, incluyendo a Catamarca y a Santiago del Estero. Sin embargo, ese experimento republicano se disolvió muy rápidamente. Aráoz basó su poder en las fuerzas milicianas que le daban apoyo y en las redes que había sabido tejer como gobernador intendente, luego del desgajamiento de Tucumán de la intendencia de Salta en la década de 1810. Pero las rivalidades que dividían a la elite tradicional tucumana -tanto facciosas como familiares- terminaron con el fusilamiento de Aráoz en 1824 y con años subsiguientes de profunda inestabilidad política. Santiago del Estero, en cambio, una vez desgajada de la República de Tucumán, inició un camino de estabilidad, en gran parte gracias al papel que desempeñó su principal caudillo, el comandante de frontera Felipe Ibarra. El gobernador santiagueño se mantuvo en el poder durante más de dos décadas, desplazando a las familias tradicionales de origen virreinal y apoyándose tanto en milicias como en fuerzas armadas permanentes. Al igual que en Santa Fe y en Mendoza, en estas regiones amenazadas por los indios las fuerzas de frontera alcanzaron un gran predominio en el realineamiento de fuerzas políticas internas. Catamarca se separó un poco más tarde de Tucumán, a raíz de la intervención de las tropas santiagueñas y salteñas, enemigas de Aráoz. Lo que dominó luego la escena catamarqueña fue el cruce de alianzas y hostilidades entre linajes de origen local y externo a la provincia.
En Salta, luego de la muerte de Güemes, las familias más poderosas retomaron el poder y ubicaron en dos oportunidades a José Ignacio Gorriti como gobernador. Su historial como doctor de Chuquisaca y general de los ejércitos revolucionarios -y a su vez hermano del canónigo y diputado Juan Ignacio Gorriti- le permitió llevar adelante una gestión que gozó durante la década de 1820 del beneplácito y admiración de los porteños. En La Rioja, el comandante general Juan Facundo Quiroga comenzó a acrecentar su poder a partir de 1823, coexistiendo con los poderes legales de la provincia que, aunque muy rudimentarios, condicionaron los cursos de acción de quien se erigió en esa década en uno de los caudillos con mayor influencia en toda la región.
Durante el período abierto en 1820, si bien las provincias se constituyeron en cuerpos políticos autónomos, con sus propias leyes y reglamentos, en ningún momento renunciaron a conformar un orden suprapro- vincial. Ese interés se mantuvo vivo a través de la fluida vinculación entre las provincias, merced al sistema de pactos y de ligas regionales ofensivo-defensivas, donde se presentaba la fragmentación como algo provisorio y se señalaba un futuro congreso que habría de alcanzar la unidad. El problema era, una vez más, el acuerdo respecto de la forma de gobierno que debía establecerse y el grado de autonomía de estas nuevas entidades políticas.
El intento de que ese congreso se celebrara en Córdoba, según la iniciativa del gobernador Bustos, ratificada en el Tratado de Benegas, fracasó, lo cual debe atribuirse a la reticencia por parte de la provincia de Buenos Aires. Aunque ésta envió sus diputados a Córdoba, la sola posibilidad de que Bustos acrecentara su poder y que el congreso se definiera por la forma federal de organización llevó a los diputados bonaerenses a trabar alianza con el gobernador de Santa Fe, Estanislao López, y a desalen tai' la realización de la asamblea. Argumentaron, entre otras razones, que las provincias no estaban aún preparadas para sellar una unión definitiva. Buenos Aires consolidó su alianza con el litoral -excluyendo a Córdoba- al firmar el Tratado del Cuadrilátero el 25 de enero de 1822. Este documento, refrendado por Buenos Aires, Santa Fe, Entre Ríos y Corrientes, buscaba estrechar vínculos entre las provincias firmantes y comprometerlas a no concurrir al congreso. Además, Buenos Aires renunciaba a su supremacía y aceptaba la sumisión mutua frente a problemas de guerra y la libre navegación de los ríos.


Esta última cláusula exponía uno de los problemas derivados de la situación creada con la disolución del poder central: la cuestión de los recursos procedentes de la Aduana de Buenos Aires. El reclamo de las provincias por la libre navegación de los ríos apuntaba a acceder libremente al comercio de ultramar y a lograr que la ex capital no fuera la única beneficiada con la recaudación de tos suculentos impuestos a la importación. Buenos Aires, en su nueva condición de autonomía, se consideraba dueña de todos los lucros provenientes de sus costas y puertos así como del comercio que hiciera con otros estados, cuestiones que condicionaron la vida política de todo el período y las relaciones interprovinciales de allí en más.                                  '
El boicot perpetrado por el gobierno de Buenos Aires al congreso convocado en Córdoba estaba vinculado con el hecho de que, a esa altura, había descubierto que en el goce de su autonomía podía sacar más ventajas de las que podía proveer una unidad nacional, al menos por el momento. Ya a fines de 1820, podía percibirse esta sensación en muchos de los porteños. En un impreso anónimo que circuló en agosto de ese año, se afirmaba que Buenos Aires se había empobrecido y debilitado por atender a la defensa de todo el territorio, mientras ‘las provincias quieren arruinar a Buenos Aires y un Congreso general lo único que haría es llevar a cabo ese fin”. El mismo impreso afirmaba que Buenos Aires debía “separarse absolutamente de los pueblos, dejarlos que sigan sus extravagancias y caprichos, no mezclarse en sus disensiones y declararse provincia soberana e independiente, darse una constitución permanente, prescindir del sistema de federación y guardar con todas paz y buena inteligencia”.
Luego de la pacificación de la provincia, el gobierno abrazó entonces la convicción de que la reunión de un congreso era prematura -ya que podía disparar los mismos conflictos de la década revolucionaria- y que, si aseguraba su organización interna bajo un régimen republicano capaz de dotar de legitimidad y estabilidad a sus autoridades, sería posible expandir su ejemplo más allá de sus fronteras, en una suerte de pedagogía política difundida a través de los hechos. El consenso que rodeó a la gestión de Martín Rodríguez, gobernador hasta 1824, estuvo vinculado al deseo de la población bonaerense de no volver a pasar por


el drama de la crisis del año 20, por un lado, y al objetivo de los sectores económicamente más poderosos de replegarse en los nuevos límites de la provincia para capitalizar al máximo los recursos que ya no deberían repartir con el resto.
Ese consenso se expresó en el apoyo al Partido del Orden durante los primeros años de la década. Éste estaba conformado por un núcleo de personajes que, liderados por Bernardino Rivadavia, ministro de gobierno de Martín Rodríguez, impulsaron un plan de reformas tendientes a transformar la provincia en sus más diversos aspectos: político, cultural, social, económico, urbano. Por esta razón, el Partido del Orden fue a veces llamado “de la Reforma”, denominaciones que expresaban las dos caras de una misma moneda: el orden -un objetivo prioritario luego del “desorden” vivido en el año 20- sólo podría obtenerse, de acuerdo con la percepción de aquellos hombres, si se emprendían reformas profundas. Entre los colaboradores más cercanos a Rivadavia se destacaron Julián Segundo de Agüero, Valentín Gómez, Ignacio Núñez, Santiago Rivadavia (hermano del ministro), Manuel José García (ministro de Hacienda en el mismo período) y Vicente López y Planes. Pertenecientes a la clases letradas, como muchos otros personajes que formaron parte del círculo rivadaviano, los miembros de esta elite dirigente, que ocuparon cargos en la Legislatura, el ejecutivo y la administración pública, compartían un ideario común respecto a las iniciativas que debían emprenderse para iniciar el camino del orden y del progreso en sus más diversos sentidos.
En esos primeros años, el proyecto, en su dimensión económico-social, fue apoyado por los grupos más poderosos de la provincia. Los grandes comerciantes que habían sobrevivido a las guerras de la década precedente podían ahora retomar sus negocios y volcarse hacia nuevas actividades productivas. Por cierto que la actividad ganadera se presentaba como la más promisoria, en un escenario en el que abundaba la tierra y donde la creciente demanda internacional de los derivados del ganado proporcionaba a quienes dominaban los circuitos mercantiles la oportunidad de “corregir” el desequilibrio heredado por la pérdida del Alto Perú. Contar, pues, con el puerto de ultramar para exportar los productos -básicamente cueros, pero también tasajo, sebo y otros derivados- y con un gobierno dispuesto a garantizar tanto el orden y la paz política como la redistribución de los derechos de la Aduana en beneficio de la recomposición de la economía fueron variables cruciales para obtener el apoyo de los sectores económicamente dominantes. Esto se expresó tanto en la participación de algunos de sus miembros en la Legislatura -que abandonaron de este modo la precedente reticencia a colaborar directamente en la actividad política-, como en una más silenciosa afinidad, materializada a través de múltiples redes y vínculos, tanto personales como familiares o de negocios. Así, la mutua dependencia entre ambos sectores de la elite, sujetos los políticos de profesión a la voluntad de los grupos más poderosos para financiar la.indi- gencia estructural de la administración heredada, y supeditados éstos al conocimiento que poseían los primeros sobre el nuevo arte de la política, fue sin duda un hecho fundamental para la puesta en marcha el plan de reformas en 1821.
Sin embargo, el experimento político desplegado en Buenos Aires entre 1821 y 1824, conocido, según una expresión de la época, como la "feliz experiencia”, no llegó a concretarse en una constitución escrita. A pesar de que la Sala de Representantes se declaró extraordinaria y constituyente el 3 de agosto de 1821, y se otorgó un año de plazo para dictar una constitución, no fue sancionada carta orgánica alguna en el ámbito provincial hasta 1854. En realidad, los diputados de la Sala no manifestaron demasiado interés por discutir proyectos constitucionales a nivel provincial, en gran parte porque dicho debate parecía depender de lo que se resolviera en torno a la futura sanción de una constitución nacional. La centralidad que asumía Buenos Aires en el escenario global del ex virreinato la diferenciaba del resto de las provincias, para quienes dictar su propio reglamento constitucional significaba consolidar sus instituciones frente a cualquier intento de nacionalización del cuerpo político. Buenos Aires, en cambio, se sentía heredera del poder central caído a la vez que protagonista de cualquier emprendimiento constitucional a nivel nacional.
Las reformas que se fueron legislando y aplicando escalonadamente en la provincia apuntaron a modernizar la estructura política y administrativa heredada de la colonia. Para ello era necesario, en primer lugar, garantizar un orden político estable y legítimo. La sanción de la ley electoral de 1821, destinada a establecer las reglas para elegir diputados a la Sala de Representantes de la provincia, encargada a su vez de designar al gobernador, apuntó a ese doble objetivo. La ley de sufragio cristalizó un régimen representativo muy novedoso para la época al estipular, entre otras cláusulas fundamentales, un sistema de elección directa, de sufragio activo amplio. Estaban habilitados para votar “todos los hombres libres” sin ninguna restricción de riqueza ni educación (lo que no era así para los electos, que debían gozar de la condición de propietarios) y quedaba incorporada definitivamente la campaña en el régimen representativo. El gobierno buscaba así alcanzar una legitimidad indiscutible y encauzar la actividad política por la vía del sufragio, de manera de erradicar las asambleas populares -devenidas muchas veces en revueltas contra los gobiernos- tan frecuentes en la década revolucionaria y muy especialmente en el transcurso del año 20.
La ley de supresión de los dos cabildos existentes en la provincia -el de Buenos Aires y el de Lujan-, sancionada en diciembre de 1821, cuatro meses después de la ley electoral, fue complementaria de ésta. Ordenar la tumultuosa participación política activada con la revolución implicaba cercenar el poder de los cabildos, en especial el de la ciudad de Buenos Aires, escenario de asambleas, motines o asonadas. Receptáculo natural de todas las vacancias del poder producidas en los años anteriores, el cabildo competía siempre con las autoridades creadas después de la revolución. El modo de resolver esa competencia fue drástico: frente a las propuestas discutidas en la Sala para limitar el poder político de los cabildos transformándolos en organismos municipales modernos, triunfó el proyecto del ejecutivo de suprimirlos lisa y llanamente del espacio provincial. En consonancia con los objetivos de racionalización administrativa, las viejas funciones capitulares se redistribuyeron en nuevas autoridades dependientes ahora del gobierno de la provincia. Las funciones de justicia fueron derivadas hacia un régimen mixto que estableció una justicia de primera instancia, letrada y rentada, y una justicia de paz, lega y gratuita, distribuidas ambas en ciudad y campaña. Las funciones de policía quedaron a cargo de un jefe de policía con seis comisarios para la ciudad y ocho para la campaña. El fracaso de esta reforma se manifestó especialmente en el campo: la justicia letrada de campaña fue suprimida en 1825, como lo fueron también las comisarías de campaña. Los jueces de paz comenzaron entonces a absorber en sus manos muy diversas funciones, desvirtuando el objetivo originario de descentralizar atribuciones en autoridades diferentes.
Con los mismos objetivos de racionalización se crearon los órganos dependientes del poder ejecutivo, como los ministerios de Gobierno, Hacienda y Guerra, y se dictó una ley de retiro para empleados civiles. La Sala de Representantes, surgida durante la crisis del año 20, devino en poder legislativo de la provincia. A pesar de no estar fijadas sus atribuciones en ninguna ley orgánica ni constitución, la Sala se convirtió en el centro del poder político provincial. Además de ser la encargada de nombrar al gobernador cada tres años, debía votar el presupuesto de gastos anual, aceptar la creación de todo tipo de impuesto, evaluar lo actuado por el ejecutivo (a partir del mensaje que el gobernador comenzó a presentar anualmente), fijar el período de sus sesiones y discutir y aprobar el plan de reformas propuesto por los ministros.
Entre las reformas se destacan las que afectaron a dos corporaciones fundamentales: el ejército y la iglesia. La ley de reforma militar, aprobada por la Sala en noviembre de 1821, redujo drásticamente el aparato militar heredado de la revolución. Con ella se perseguía un doble propósito: reducir los gastos del fisco frente a un ejército que resultaba oneroso mantener una vez concluida la guerra de independencia, y reorientar las fuerzas militares hacia nuevos objetivos. Se pasó a retiró a un gran número de oficiales de las fuerzas regulares; poco después le tocó el turno a las milicias, reorganizadas por ley en 1823. Ambas fuerzas fueron reorientadas hada la frontera para defender la campaña de los ataques indígenas, algo imprescindible para poder consolidar derto crecimiento económico. Por otro lado, la reforma eclesiástica se enmarcó también en el intento de control que el gobierno provincial desplegó en las distintas áreas. La ley suprimió algunas órdenes religiosas, pasó sus bienes al estado, prescribió normas rígidas para el ingreso a la vida conventual, suprimió los diezmos -haciendo cargo del culto al estado- y sometió a todo el personal eclesiástico a las leyes de la magistratura civil.
Por cierto que tanto la reforma militar como la eclesiástica generaron descontento entre los grupos directamente afectados. Pero el gobierno intentó contrarrestar sus efectos a través de una campaña en la prensa periódica, donde los publicistas cercanos al régimen rivadaviano ponderaron sus beneficios. De hecho, un rasgo que caracterizó a todo este período fue la expansión de la prensa periódica y la creación de nuevas asociaciones que permitieron ampliar el debate público. La Ley de Prensa dictada en 1821 otorgó un amplio margen de libertad al periodismo local (aunque no pudo evitar algunos episodios de censura) y estimuló el surgimiento de nuevos periódicos y papeles públicos. Además del impulso otorgado a la Biblioteca Pública creada en los primeros años de la revolución, se crearon la Academia de Medicina, la de Ciencias Físicas y Matemáticas y la de Música. Se dio nuevo estímulo a la enseñanza del Derecho, al intensificar la acción de la Academia de Jurisprudencia fundada en 1815, y con la creación del Departamento de Jurisprudencia en 1821. Además, tuvo lugar la formación de la Sociedad Literaria responsable de la publicación del periódico más importante de la época -El Argos de Buenos Aires- y de una revista literaria -La Abeja Argentina- Se reorganizó la Casa de Expósitos y se creó la Sociedad de Beneficencia, encargada de la organización de hospitales, asilos y otras obras de asistencia para los sectores más pobres, tarea asignada a las mujeres de la alta sociedad porteña. Pero tal vez la acción cultural más significativa desplegada durante la “feliz experiencia” riva- daviana fue la fundación de la Universidad de Buenos Aires, en 1821.
El Argos
Muchos de los periódicos aparecidos luego de 1820 tuvieron una vida efímera, pero otros se destacaron por su mayor duración y su alto nivei en el tratamiento de los diversos temas de interés general. E Argos se encargaba, cada semana, de describir ei número y tipo de publicaciones que circulaban en Buenos Aires. En su n° 50, del 10 de julio de 1822, por ejemplo, anunciaba que los papeles públicos “van abundando en Buenos Aires, y en términos que hacen un grande honor al país sirviéndole también de sumo provecho”.




El plan de reformas apuntó también a capitalizar todos los recursos disponibles para impulsar el crecimiento económico. En esos años, el campo se estaba convirtiendo en el escenario de una expansión ganadera que, aunque incipiente todavía, constituía el reaseguro de un engranaje que culminaba con el engrosamiento de las arcas fiscales del gobierno. Estimular la producción rural implicaba asegurar condiciones óptimas para expandir las tierras disponibles y exportar el producto en el mercado internacional. La exportación creciente podría corregir el desequilibrio de la balanza comercial heredado de la década revolucionaria y acrecentar las importaciones, cuyos derechos de entrada por el puerto constituían a esa altura el principal recurso fiscal del gobierno. Aunque se creó un aparato impositivo más complejo que incluyó la grabación del capital mueble e inmueble mediante la contribución directa, sus efectos fueron muy limitados. Las tasas de importación seguían siendo la fuente esencial de ingresos públicos.
Para mejorar la producción rural, el gobierno apuntó en diversas direcciones: se creó el Departamento Topográfico destinado a establecer con cierto rigor el catastro territorial de la provincia, se dictó en 1822 la ley de enfiteusis y se elaboraron planes de inmigración. La ley de enfi- teusis procuraba la instalación de colonos en tierras públicas para su explotación. Estas se entregaban a cánones bajos conservándose como garantía de la deuda del estado, al tiempo que se otorgaba a los colonos derecho preferencial de compra. En verdad, dicha ley no modificó sustancialmente la situación preexistente (excepto en algunos partidos de la campaña), ya que las condiciones de ocupación no ofrecieron suficientes incentivos a los pobladores, y los planes de inmigración tampoco resultaron exitosos. Sin embargo, la expansión seguía su curso más allá de los limitados resultados que estas leyes exhibían y los altibajos experimentados en las distintas coyunturas, muy dependientes del mercado internacional.
En el campo financiero, una de las primeras acciones dei gobierno fue la creación del Banco de Descuentos. Su directorio estuvo conformado por representantes del sector económico-social dominante de la provincia y por comerciantes ingleses residentes en Buenos Aires. El banco estaba autorizado a emitir billetes y sus acciones pagaron, al comienzo, buenos dividendos. Sin embargo, las necesidades del fisco llevaron al banco a una creciente emisión, que a los pocos años lo condujo a una crisis financiera insalvable.


Al promediar la década de 1820, Buenos Aires había reemplazado la arruinada economía del litoral, transformándose en la principal región ganadera del país. Esta expansión, que predominó en las tierras recién conquistadas al indio cuando la frontera comenzó a avanzar hacia el sur del río Salado, coexistió con otros ecosistemas. En la franja extendida a lo largo de la costa -de vieja colonización colonial- había pequeños y medianos hacendados, campesinos que practicaban la agricultura, explotaciones familiares de chacras y quintas, una incipiente industria saladeril, pastores, chacareros, domésticos, agregados, peones, esclavos... un universo mucho más heterogéneo que el que nos pintó la literatura de la época al identificar el campo bonaerense con el desierto y la gran estancia ganadera.
En el ámbito urbano, Buenos Aires también exhibió cambios significativos. Los recursos invertidos en construcciones públicas y privadas transformaron la fisonomía de la vieja ciudad colonial. En pocos meses se construyó el edificio de la nueva Seda de Representantes, se erigió el pórtico de la Catedral, se reestructuró la planta urbana y se multiplicó la construcción de viviendas privadas.
Durante la década de 1820, las arquitecturas efímeras destinadas a decorar las fiestas mayas en Buenos Ares mostraron un rasgo particular, inexistente en la década precedente. Tal como ha demostrado Fernando Aliata, la idea recurrente fue la construcción, dentro de la plaza mayor y medíante la utilización de columnas de madera desmontables que cada año asumían variaciones formales (de un círculo a un polígono), de un “recinto cívico” que otorgaba a la plaza un rol diferenciado dentro de la estructura de ¡a ciudad. Esta implantación de una suerte de “foro cívico”, heredero de las ágoras de las ciudades griegas, era el modo en que Buenos Aires construía su propia imagen y buscaba exaltarla.
La ciudad transitaba, pues, del modelo de la Roma republicana al emblema de la “nueva Atenas”. Como “Atenas del Plata” -según solían llamarla los publicistas en los periódicos de aquellos días- exaltaba su dominio de ciudad-estado que hacía sentir su influencia sobre un vasto territorio que ya no debía conquistar a través de las armas, sino mediante el ejemplo de sus instituciones republicanas, su régimen representativo, las artes y las letras, la paz conseguida y el progreso económico. JBF



Este ritmo de crecimiento pudo sostenerse especialmente en los primeros años del gobierno de Martín Rodríguez, antes de que comenzaran a arreciar mayores dificultades financieras, algunas de las cuales intentaron paliarse solicitando un empréstito al exterior. En julio de 1824, se contrató un empréstito con la firma Baring Brothers & Co., de Londres, cuyos fondos serían utilizados para la construcción del puerto, las obras sanitarias de Buenos Aires y el establecimiento de pueblos en la campaña. El estado confiaba en liquidar fácilmente el servicio de la deuda contraída si se mantenía el volumen del comercio marítimo y se reducía el presupuesto militar, tal como estaba previsto por la reforma realizada en esos años. Con lo que no contó fue con el desenlace de la guerra contra el Brasil, según se verá a continuación, que disminuyó


notablemente el comercio exterior y obligó a invertir importantes recursos en el sostenimiento del ejército. El empréstito de la Baring Brothers se convirtió rápidamente en un negocio ruinoso tanto para los prestamistas como para el estado.
En este contexto, es obvio que la predominancia de la economía bonaerense sobre el resto de las regiones se basó en la posesión de un puerto privilegiado que, a través del comercio marítimo, le permitió absorber los recursos de su Aduana y capitalizar en su provecho los beneficios obtenidos a través del librecambio. Por esta razón, la Aduana y la libre navegación de los ríos fueron siempre los grandes temas que enfrentaron a Buenos Aires con el resto de las provincias, especialmente las del litoral, detalle no menor a la hora de discutir la organización política de un estado futuro organizado sobre la base de una constitución.

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