i. la función del humanismo
La zona en que maduró lo
que comúnmente se llama la Reforma fue el área franco-germana y flamenca. Como
se ha señalado anteriormente (cfr. Cap. 3, VII), allí se había consolidado
desde el siglo XIV, contra la tendencia curial y monástica al monopolio de la
piedad contra la burocrática administración
de ella por parte del clero, una religiosidad más interior, un
misticismo –personal y la exigencia de una satisfacción más directa de la
necesidad de salvación, a través de la búsqueda de la «imitación» de Cristo.
A finales del siglo XV estas actitudes, y en
especial la última, encontraron un importante
aliado en el movimiento humanístico. Más exactamente hombres como Erasmo de Rotterdam y Lefèvre d'Etaples llegaron a una mayor inmediación humana en su experiencia religiosa
con el auxilio de la renovada cultura y valiéndose de los medios más refinados
que ésta ofrecía para dar cuerpo a sus ideales, en oposición a la tradicional
práctica cristiana, popular o teológica.
Mucho antes que en el Norte el humanismo había sido abrazado en Italia
por escritores píos y teólogos que habían hecho de él un instrumento de
celebración de las creencias. Sin embargo, a pesar de las composiciones de
Giovan Battista Spagnuoli, del poema de Sannazzaro De parlu virginis (1526)
y de muchas otras obras, la alianza de la forma antigua con el contenido
cristiano no había ido mucho más allá de un cambio estilístico-literario. Los Studia humanitatis no estimularon, en general, impulsos religiosos creadores en la clase
culta italiana; ésta demostró que no quería valerse de ellos para resolver
ningún problema importante de profunda y actual espiritualidad. Además, desde
Giovanni Dominici (m. 1419) a Savonarola (m. 1498), la parte más rígida del
clero de la península italiana pareció manifiestamente contraria a los efectos
que producía aquella conversión a los modos humanísticos, «Columnas que parecen
de pórfido y son de madera —afirmaba con indignación el fraile ferrarés—, tal
es la doctrina de los poetas, de los oradores, de los astrólogos y de los
filósofos. Con esas columnas se rige y gobierna la Iglesia. Vete a Roma y a toda
la cristiandad, en las casas de los grandes prelados y de los grandes maestros,
no se atiende más que a la poesía y a la [226] oratoria.
Sin embargo, vete y mira: tú les encontrarás con libros de humanidades en la
mano. Y se dedican a intentar saber regir las almas con Virgilio y Horacio y
Cicerón... Nuestros predicadores han abandonado también la escritura santa y se
han dado a la astrología y a la filosofía, y la predican en los púlpitos y
hacen de ella la reina, y la escritura sacra la utilizan como sierva, porque
ellos predican la filosofía para parecer doctos y no porque les sea útil para
exponer la escritura sagrada» (Predicaciones para el adviento de 1493, XXIII). El humanismo penetró ampliamente en las regiones nórdicas, cuando éstas se hallaban todavía mucho más
profundamente adheridas que Italia —por lo menos, que la Italia culta— a
los tradicionales y básicos valores cristianos. Estos, por otra parte, hacía ya
tiempo que tenían en aquellos países un peso, una fisonomía y un vigor muy
distintos a los que poseían en las regiones del Mediterráneo occidental. No
sólo a causa de las corrientes espirituales a que acabamos de hacer mención,
sino también, por ejemplo, a causa de la
renovada y muy difundida tendencia a establecer un contacto más inmediato
con la palabra revelada. Se ha hablado,
justamente respecto a la segunda mitad del siglo XV y comienzos del XVI,
de humanismo cristiano. Pero, en general, se ha insistido poco sobre la
variedad de aspectos que este fenómeno adopta en las distintas zonas culturales
europeas. Si se quiere puede hablarse también de él en lo que se refiere a
Italia, pero debe reconocerse que en este país ha ejercido, predominantemente,
una función en restringidos círculos cultos. Compárese con lo que ocurre en
España, donde el humanismo cristiano, muy lejos de agotarse en un fenómeno de
alta cultura y a menuda ornamental, se organiza casi inmediatamente en el plano
eclesiástico concreto, como bien se observa en la acción de Jiménez de
Cisneros. En el Norte adopta también una fisonomía muy distinta. Si se examinan
de cerca las filas de los humanistas septentrionales, se comprueba lo muy
densas que eran alrededor del 1500. La celebridad de muchos de sus componentes
se ha visto, sin duda, perjudicada por el hecho —que no les es imputable, en
absoluto— de que, en general, afrontaron problemas de contenido más que de
forma, exigiendo de la nueva clase de cultura mucho más una aportación a la
solución de concretas exigencias espirituales, que satisfacciones literarias o
estilísticas. En otra parte (cfr. cap. 4, IV) hemos señalado qué carga de energías colectivas ocultó también en
Italia la nueva cultura laica de los humanistas, pero es obligado reconocer que
su marcada autonomía de expresión y su inicial alejamiento de las tradicionales
linfas cristianas hicieron de ella un movimiento de élites, aristocrático,
que la crisis de la alta y media sociedad italiana del siglo XV [227] implicó finalmente en su caída. A las distintas suertes de las
corrientes humanísticas septentrionales contribuyó, sin duda, en gran medida la
fase general ascendente de las burguesías nórdicas. Pero no contribuyó menos la
mayor adhesión de los hombres cultos que salieron de sus filas a la coyuntura
ética concreta y a las necesidades de la sensibilidad colectiva. No es, en fin,
casual, sino un fenómeno de gran importancia, que ningún humanista francés,
alemán, flamenco o inglés haga suya la moral antigua y pagana, como habían
hecho un Valla o un Alberti, o elabore con ella otra nueva y laica, en una
medida aunque sólo fuese remotamente comparable con las de Maquiavelo y
Pomponazzi. Casi todos los hombres cultos del Norte se hallan preocupados por
las serias exigencias religiosas cristianas, y
una de sus inquietudes dominante, por no decir la principal, es la de
satisfacerlas por medio de su sabor renovado.
Ahora bien, este encuentro en profundidad entre el humanismo y la
cultura tradicional tuvo, durante dos siglos por lo menos, vastísimas y
decisivas resonancias en los países del Norte y de él surgió el nuevo equilibrio
espiritual de la cultura europea. Es necesario reconocer que la reforma
protestante, en parte interrumpió, en parte perturbó y en parte desvió tan
amplio proceso. Pero, por otro lado, hay que señalar que el movimiento
Humanístico septentrional dio a la «reforma» plumazón técnico y la
independencia mental suficiente para construir y estructurar la verdadera
rebelión religiosa. El inglés Juan Colet [m. 1519), el flamenco Desiderio
Erasmo (m. 1536), el francés del norte Jacobo Lefèvre (m. 1536), el suizo Ulrico
Zwinglio (m. 1531) —por no citar más que
algunos de los más importantes—, todos llevan sus experiencias de
hombres cultos al plano de las creencias y viven plenamente la exigencia moral
de la reforma. En otros términos su humanismo se traduce menos en un renovado
conocimiento del clasicismo que en un apasionado estudio de los antiguos textos
religiosos, patrísticos y, sobre todo, bíblicos. Interpretando una profunda
exigencia colectiva, ellos no buscan tanto el modelo de lo humano entre los
autores griegos y latinos, como exploran en sus originarias formulaciones
literarias el ideal del hombre cristiano. Es obvio que así como los humanistas
italianos no eran empujados hacia la antigüedad por un interés histórico o sólo
arqueológico, sino por concretas necesidades culturales presentes, así los
nórdicos intentaban responder a una problemática moral concreta. Sin embargo,
mientras los primeros construyeron su renovada cultura al lado de la
medieval, y su inicial superación ética fue el preludio de una serie de
compromisos y de sincretismos, los segundos avanzaron algunos asertos
preliminares y [228] menos independientes en
apariencia, pero que iban directamente contra muchos aspectos de la
espiritualidad medieval.
Este movimiento cultural puede llamarse, pues, con justísima razón,
humanismo cristiano. Lejos de ser panegirista o palinódico constituyó la
plataforma crítica de un amplio y duro combate, así como una premisa para la
ruptura de la construcción eclesiástico-devocional que el clero había edificado
en los siglos precedentes. El estudio cada vez más intenso de la escritura en
su texto griego y hebreo que no había sido emprendido casi por ningún humanista
italiano, fue uno de los grandes temas comunes a los hombres doctos no
italianos. Ahora bien, no se valieron de ese estudio tanto para corregir los
errores de traducción cometidos en la Vulgata, es decir, para restablecer una
mejor forma literaria o una más atendible base puramente filológica. La técnica
y el espíritu humanístico desempeñaron, sin duda, una función indispensable,
pero la empresa mayor consistió en aplicar la propia Biblia —al libro sagrado
por excelencia— los mismos procedimientos a que habían estado sometidas, hasta
entonces, las obras humanas de los autores antiguos. Aunque este trabajo no
suponía ni la menor dosis de irreverencia explícita, era la afirmación de una
capacidad de juicio que tendría enormes consecuencias. El deseo de leer la
Escritura en su más genuina forma era, sin duda, piadoso; considerada
depositaria de la revelación divina, parecía un deber cristiano el de
saborearla en su expresión más pura. Pero tras este deseo se ocultaba la
exigencia de encontrar la confirmación a una espiritualidad nueva, todavía no
estructurada, pero claramente opuesta a la tradicional, y, en especial, a la de
los últimos siglos de la Edad Medía. No es extraño, ciertamente, que la sanción
que se necesitaba fuese encontrada en seguida, proclamada progresivamente y de
un modo cada vez más decidido.
Esta segunda fase, más incisiva, del humanismo, aparecida en los
países nórdicos entre los siglos XV y XVI, alcanzaba, aunque indirectamente, a
un público enorme. En efecto, entre 1466 y 1478, habían salido las primeras
ediciones en alemán, holandés, italiano y francés de la Biblia; en 1470 había
visto la luz en Augsburgo la primera de las biblias ilustradas, más accesibles
aún por su complemento iconográfico. Ya antes de que Lutero se rebelase contra
Roma, las distintas ediciones de la Escritura no se contaban en Europa por
decenas, sino por centenares. Los comentarios de los doctos y sus
reivindicaciones éticas no caían en el vacío. El deseo de una espiritualidad
menos interferida eclesiásticamente y menos traducida en ritos y en prácticas
externas, aunque surgido ya desde hacía tiempo, no sólo no había disminuido,
sino que se había reforzado, y, por [229] parte
de la Iglesia, estaba muy lejos de haber sido satisfecho, Gracias a la imprenta
y al cuidado que humanistas y teólogos pusieron en estudiar y en glosar el
texto sagrado muchos fieles encontraron al fin,
poco a poco, una autoridad a la que acudir, distinta de la hasta
entonces única e indiscutida de la Iglesia. Como lo primitivo, lo autentico y
lo verdadero confluían en un todo único para el creyente, se abría una vía
mental a través de la cual, primero, las élites, pero después estratos cada
vez más amplios, podrían sustraerse a la obediencia
del clero y, en último análisis, a
la cerrada solidez de su propio
dogma. Aunque sólo implícita, no era, sin embargo, menos fuerte, ni
estaba menos difundida la necesidad de encontrar un nuevo camino para aceptar
los preceptos divinos, para ser cristianos: la prolongada intervención
eclesiástica, cada vez más intensa y frustratoria, lo había hecho
imprescindible. Ya Wyclif, siglo y medio antes, había formulado esta exigencia,
pero con un difícil lenguaje teológico y en una situación general inmatura.
Después de más de un siglo de revigorizado y polémico
anhelo de retorno al Evangelio, a los «orígenes», las deducciones y las
denuncias de los humanistas —que, en su mayoría, abandonaban deliberadamente el
viejo modo de expresarse propio de los teólogos— tenían muy otra resonancia.
Los creyentes —y los doctos lo eran— se atrevieron, pues, a remontarse
a la forma filológicamente más correcta de la Sagrada Escritura, porque estaban
animados por el deseo de alcanzar la más pura fuente de la verdad revelada, y
de oír, lo más directamente posible, la voz de Dios. La contraposición entre
los resultados de esta actitud y la realidad eclesiástica de la época era tan
inevitable como buscada. Desde luego, por sí sola no habría bastado para
provocar la rebelión protestante. Pero a ella se unía un elemento ulterior,
menos polémico y más profundo, al que el espíritu humanístico contribuyó de un
modo sutil, pero poderoso: la legitimidad y como la necesidad de la iniciativa individual y autónoma en la vida religiosa. Cuando Lefèvre d'Etaples afirma que, para entender la Escritura, el cristiano tiene necesidad de un maestro, es decir, del
Espíritu Santo, aclara en seguida que éste inspira, indefectiblemente, también
a los humildes fieles. Sin embargo, es, bien sabido que los máximos jefes de la
reforma protestante no dejaron a sus seguidores el cuidado de elegirse
personalmente un credo, pero la reforma estuvo muy lejos de agotarse por completo
en las nuevas iglesias. Un vastísimo círculo de personas se mantuvo al margen
de las más notables formaciones confesionales, y la levadura de esta amplia
gama de sectas fue, precisamente, la iniciativa religiosa individual: los jefes
fueron casi todos humanistas u hombres que habían experimentado más o [230] menos la influencia de ellos. Gracias a estos
jefes la reforma vivió una esencial y segunda vida, en la que el propósito
religioso y el humanismo se fundieron de un modo sustancial.
Mucho antes de Lutero, pues, y a escala bastante extensa, confluyeron
el uno en el otro, sobre todo en la Europa del noroeste, algunos de los más
poderosos elementos disolventes de la cristiandad medieval. Así la antigua
tendencia, especialmente viva en el Norte, de inducir a los fieles a negar a
sus propios pastores una obediencia muda y pasiva, a no escucharles si no
predicaban de acuerdo con todo lo que dice el Evangelio, se alió con otra más
reciente que les estimulaba a leer por sí mismos el texto auténtico o a confiarse
a los que acudían a él. El viejo criterio de que debían ser desterradas las
formas de vida o de piedad no sancionadas por la Escritura adquirió una nueva y
radical significación por la mucho más amplia atención a su texto originario y
por el carácter perentorio que el espíritu humanístico imprimía a aquella
sanción. Por otra parte, y precisamente porque para la sensibilidad colectiva
no se trataba de alejarse de sus creencias, sino de adherirse a ellas de un
modo éticamente más orgánico y autónomo, aquel retorno a la Escritura, aquella
reaproximación sin mediadores al mensaje divino no fortalecía la religiosidad
individual y suscitaba el compromiso personal respecto a la fe común. En esta
especie de nueva entrega al contacto directo —es decir, a la búsqueda del
contacto— entre el hombre y Dios, el prestigio perdido por las instituciones
tradicionales y el profundo descontento espiritual por ellas provocado,
empujaban a los creyentes a poner, por lo menos, entre paréntesis a la Iglesia
visible, y a intentar la realización de una renovada experiencia religiosa con
sólo las propias fuerzas. La fe que salva, o la justificación por la fe
predicada por Lutero, sería el decisivo catalizador de este proceso.
Así, antes de la rebelión germánica, es muy significativo registrar el
inmenso éxito de Erasmo, que une el apasionado trabajo filológico sobre los
textos sagrados a una crítica ya abierta y directa de las degeneraciones
eclesiásticas medievales, y que, precisamente al reivindicar muchos derechos
terrenales de la personalidad humana, sigue la filosofía de Cristo. Mientras el
humanista holandés hace del hombre-Dios el centro y el modelo de la vida
ético-religiosa, su contemporáneo Lefèvre d'Etaples
—algo mayor en años— se vale también de criterios exquisitamente humanísticos
para canalizar la espiritualidad de su tiempo dentro de un cauce más
vivificante que el tradicional. Ya casi no piensa —y está muy lejos de ser en
esto el único —en hacer una reforma contando con la jerarquía. Como creyente
aislado frente a Dios, el docto francés trata de alcanzar [231] la
inspiración necesaria a su vida ¡menor en la meditación filológicamente cuidada
de los textos sagrados. Como antes había hecho ya Colet, y como poco después
hará Lutero, centra gran parte de su atención en las Epístolas de San
Pablo. En ellas da más libre curso a su iniciativa espiritual y crítica,
poniendo frente a su texto latino una traducción realizada directamente sobre
un original griego. Convencido de que la versión de aquellas Epístolas en
la Vulgata no era de San Jerónimo, Lefèvre se comporta sin prejuicio alguno respecto al texto oficial. No sólo
las comenta, aunque no sea un teólogo, sino que lo hace de un modo muy distinto
del teológico habitual, tratando también de situar el documento en su contexto
histórico. Sin embargo, lo que más importa a este humanista, como también a
muchos de sus contemporáneos y a - los que están a punto de hacerse
«protestantes», no es saborear la palabra divina de un modo más refinado, sino
extraer de ella el fundamento de sus propias creencias y alimentar con ella la
raíz de su propia religiosidad. La concentración simultánea de tantas
meditaciones sobre las Epístolas de Pablo, por los años en torno a 1515,
no es casual: su enérgico mensaje es recogido por múltiples corrientes
espirituales que adivinan en ellas una posible vía de expresión y de coronación
de sus experiencias interiores. Así es como, antes que Lutero, Lefèvre formula
la idea de la justificación por la fe, es decir, de la prioridad de la fe para
la sensibilidad de los más fervorosos creyentes.
La posición
de Lefèvre, señalada también por las vicisitudes de su existencia, es la del
equilibrio inestable entre el humanismo y lo que estaba convirtiéndose en
«reforma» luterana. Lefèvre tiene una firme confianza en que basta iluminar las
almas de los fieles con la luz de la Escritura, para que éstos «reformen» su fe
y sus costumbres. No es diferente en lo sustancial, al menos en su primera
fase, la actitud del suizo Zwinglio, erasmiano convencido y, además de humanista,
diligente párroco reformador de su propia grey. Con Zwinglio, y naturalmente
con las dramáticas vicisitudes que pronto desembocan en el choque entre Erasmo
y Lutero, el humanismo cristiano vive su primera gran batalla y conoce la
primera derrota parcial. Erasmo se proponía reformar la Iglesia al margen 'de
la jerarquía, pero no contra ella, sino eventualmente gracias a ella.
Totalmente adscrito a la renovación de los estudios bíblicos y teológicos, así
como a la polémica contra los abusos y las desviaciones de la práctica
eclesiástica, tenía confianza en la coincidencia entre una religión sencilla y
sobria y una moral laica elevada, entre la sabiduría terrena y la cristiana.
Zwinglio conservó notables huellas de su formación humanística, inclusa cuando
entró decididamente en el campo «reformado». Pero este [232] paso le llevó a un terreno muy distinto, no ya sólo ético, sino
nuevamente teológico.
La personalidad del suizo es, sin duda, una de las menos dogmáticas
entre las de los grandes jefes protestantes, inclinada siempre a rechazar todo
lo que su inteligencia no comprende claramente. Menos clemente que un Lutero e
incluso que un Calvino con la tradición eclesiástica y con la doctrina por ella
elaborada, él no se limita a atacar a los que colocan las prescripciones
humanas en el mismo plano que las evangélicas, o tal vez en un plano más alto,
ni a reivindicar la libertad de los fieles contra los diversos preceptos
lentamente consagrados por la Iglesia. Además de la presunción o la idolatría
de los votos, como el de castidad, además del purgatorio y las indulgencias,
Zwinglio repudia el carácter sacramental de la confesión e incluso de la
eucaristía y de la misa. Como Dios sólo perdona los pecados por medio de
Jesucristo, y no por la vía del ministerio sacerdotal, así Cristo se ha
inmolado, de una vez para siempre, con el fin de expiar las culpas humanas. Por
lo tanto, la misa no es ya un sacrificio real, sino una conmemoración de él y
una prenda simbólica de su efecto. Por análogos motivos es simple ceremonia y
prenda el bautismo. Pero lo que mejor caracteriza la «reforma» zwingliana es el
concepto de la fe, íntimamente ligado al de la divinidad —ya no eclesiástico, y
celosamente ético—. Las acciones humanas, en efecto, -desde las buenas obras a
los ritos sacros, quedan siempre infinitamente por debajo de cualquier nivel
meritorio a los ojos de Dios. Este exige de los hombres, en verdadera forma de
culto, el esfuerzo por un grado cada vez más alto de justicia y de integridad
moral. La vida eterna sería inaccesible para ellos sin la fe en el Redentor que
la ha merecido con sus sufrimientos; gracias a él la ley divina, que nos es
revelada precisamente para hacernos conocer la imposibilidad de realizar el
bien y de vencer el pecado, no se traduce ya en condenación inevitable, sino en
gracia.
Esta concepción extremadamente sobria constituía el fruto de la
simbiosis entre las exigencias laicas de «reforma» representadas por el
humanismo «cristiano» (tal como se ha tratado de definirlo) y las
teológico-dogmáticas tradicionales. Con Zwinglio comenzaba a afirmarse la
preeminencia de las funciones morales y civiles sobre las eclesiásticas y
litúrgicas; se introducía en el contexto de la propia óptica cristiana la
escisión entre la práctica positiva y la religiosidad interior, pero universal,
y se configuraba una sensibilidad supraconfesional. A finales del año 1519, en
efecto, el reformador suizo escribía con evidente desenvoltura acerca del mito
de la Iglesia «indivisible» y a propósito de sus adversarios «romanos»: «Esta [233] turba vergonzosa de anticristos nos acusa también de imprudencia y de
impudicia; no nos inquietamos. Nosotros empezamos ahora a no ser ya heréticos,
aunque lo griten a grandes voces, como mentirosos que son. Ya no estamos solos.
En Zurich más de dos mil, entre los grandes y los pequeños, beben ya la leche
espiritual y pronto podrán asimilar un alimento más sólido, mientras la gente
allá muere de hambre» (carta a Miconio, de 31 diciembre 1519). En sus «tesis»
de 1523 el reformador precisaba categóricamente que, mientras la autoridad
civil era de institución divina, la eclesiástica no lo era, en absoluto, y por
ello todo lo que la segunda se arrogaba era de competencia de la primera.
II. LUTERO
Al contemplar en conjunto el mensaje de Lutero (1483-1546), reaparecen
todos los puntos que hemos tratado de señalar en las páginas precedentes. El
monje alemán es, ante todo, el portavoz de las exigencias de reforma de su
tiempo, y también el que ha vivido y elaborado la formulación teológica más adecuada para catalizar y galvanizar las fuerzas
morales de la nueva sensibilidad religiosa. Como la ortodoxia
tradicional era una construcción que se sostenía gracias a su propia
complejidad jerárquica y a su inextricable dominio sobre las estructuras
sociales, la rebelión luterana pudo llevarse a cabo sólo abandonando el
estrecho ámbito espiritual o ético, y afrontando sin vacilaciones los problemas
económicos y políticos. Nunca se insiste bastante en que el éxito del
protestantismo dependió menos de la acción de los propios reformadores que de
la ya madura predisposición de la sociedad laica y del apoyo de sus más altos
representantes.
En primer lugar, no es extraño que Lutero pueda ser escuchado cuando
se niega a acudir al concilio y cuando aclara que la sabiduría romana ha
logrado dominar mediante las gestiones directas con reyes y príncipes: «Así se
ha echado un cerrojo para impedir toda reforma, para mantener la protección y
la libertad para cualquier granujería» (De las buenas obras, V, 159). Como el Papa ha conseguido hacer
reconocer su absoluta autoridad sobre la Iglesia,
no queda más recurso que rebelarse contra él. La Iglesia no está en Roma, ni
está ligada a Roma: ¿Por qué no en Praga, por ejemplo? Además, no tiene
necesidad de semejante jefe sobre la tierra. Lutero afirma hábilmente que, por
medio de mil vejaciones, Roma tiene sometida a toda la cristiandad. «Allí los
hijos de las putas pueden hacerse legítimos; allí toda vergüenza y deshonor
puede ascender a dignidad..., [234] por lo que parece
que todo el derecho canónico no ha sido creado más que para convertirse en una
red destinada a recoger dinero» (A la nobleza cristiana de Alemania, P.,
159). Hay que apartarse de ella, sí se quiere ser buen cristiano. La tierra
alemana, calcula aproximadamente el reformador, envía a Roma trescientos mil
florines anuales: «No es justo —grita— que nosotros aliméntenlos a los criados
del papa, a su puebla e incluso a sus bribones y a sus mercaderes para la
perdición de nuestra alma»,
Lutero predica, pues, una auténtica cruzada contra el papado, que es
ya más funesto para la cristiandad que los propios turcos. Todo lo que el
pontífice dispone debe ser juzgado a la luz de la Escritura, sin dar oídos a
los que hacen de él su infalible intérprete para pasar como artículo de fe todo
lo que se les ocurre. De ahí la llamada a la nobleza y a los príncipes alemanes
para que ningún beneficio sea pedido ya a Roma, para que ningún prelado acuda
allí a hacerse confirmar en su dignidad. De ahí la exhortación: «Prohíbe y
desaconseja que se hagan frailes, sacerdotes, monjas. Y quien ya lo es, salga
de la orden sacerdotal y monástica. No gastes más dinero en los privilegios del
Papa, velas, campanas, tablillas votivas, iglesias, pero di que la vida
cristiana está en la fe y en la caridad. Y deja pasar dos años más, y verás lo
que queda del papa, del obispo, del cardenal, del fraile, de la monja, de las
campanas, de la torre, de la misa, de las vigilias, de las túnicas, de las
capas, de las tonsuras, de las reglas, de los estatutos y de todo el podrido
gobierno papal. Se desvanecerá como el humo» (Exhortación..., V., 294).
Las incitaciones de Lutero
fueron escuchadas, y sus previsiones, aunque optimistas, resultaron
sustancialmente justas. Se ha insistido mucho sobre la coyuntura europea como
elemento favorable a la difusión del
luteranismo, pero las coyunturas son profundamente favorables cuando lo
son también las estructuras. Ciertamente el bando del Emperador y de la Dieta,
publicado en Worms en 1521 contra el monje, así como la solemne
condena papal, fueron —cosa hasta entonces inusitada— letra muerta. Por las
dificultades encontradas por Carlos V, recién elegido y en plena
lucha contra su rival Francisco I; por el interesado apoyo
ulterior de este último al partido protestante, por la intolerancia de los
príncipes alemanes respecto a su soberano, pero también, desde luego, por los
motivos generales que se
han expuesto anteriormente (cfr. cap. 8, V), así
como por la especial hostilidad del imperio a las cargas impuestas por Roma, De
maneras muy diversas las grandes iglesias de
Occidente habían visto satisfechas sus exigencias nacionales, excepto la germánica, carente,
en su mayoría, de la protección [235] de un sólido poder
político. Además, acerca de la cuestión que hizo estallar la rebelión religiosa
—la de las indulgencias—, los alemanes se habían mostrado, desde hacía tiempo,
especialmente contrarios a las prácticas romanas: baste recordar los nombres
de. Matías Doering, de Schwarz, de
Wessel Gansfort. Estaba, pues, ya extendida toda una opinión dispuesta a
rechazar ciertos procedimientos. Y hay más: la sensibilidad colectiva había
llegado al punto de poder escuchar la proclamación de nuevas verdades, es
decir, de afirmaciones contrarias a las de la jerarquía eclesiástica.
A ella apela, y con gran éxito, Lutero, y ante ella sostiene que basta
hablar claro sobre el papado, hacerlo conocer y «desenmascararlo», para que
todo se derrumbe con gran confusión y ruina: «porque —aclara— ningún hombre es
tan loco para seguir en lugar de odiar la mentira y falsedad manifiestas» (Exhortación,..,
V., 286]. En las cuestiones dogmáticas el reformador recurrirá a la
escritura, como criterio dirimente; para las de la creencia más íntima, se
apoyará en la exigencia de una religiosidad personal; pero sobre los problemas
eclesiásticos le parece suficiente, y con razón, remitirse al general
discernimiento de los fieles. Bastará hablar, atacar con discursos y con
escritos al papado, «para que en todo el mundo sea descubierto, reconocido y
puesto en vergüenza; en efecto, ante todo hay que matarlo con palabras...
Cuando se le pone frente a la luz de la verdad, frente a Cristo y a su doctrina
y a su evangelio, se le hace caer, se le reduce a la nada, sin esfuerzo» (ibíd.,
V., 293), Hay, en suma, un consenso muy amplio para que Lutero pueda
afirmar; «Ha sido descubierto todo lo que hasta hoy le ha servido para hechizar
al mundo, para amedrentarlo, para extraviarlo. Se ve bien que sólo era una
impostura» (ibíd., V., 295). En la fuerza de este
consenso, en el sentido crítico que los seculares abusos y la cultura
humanística han hecho madurar, se funda, pues, el éxito polémico del
reformador. Más que al diablo o al anticristo, el cristiano está muy capacitado
ya para atribuir los males de la Iglesia a la interesada iniquidad de un grupo
social. La idea de llamar eclesiásticos a los papas y obispos, sacerdotes y
monjes; y laicos, en cambio, a los príncipes, a los comerciantes y a los
ciudadanos fue considerada finísima e hipócrita usanza. La obediencia de los
segundos a los primeros en cuestiones doctrinales, el poder y el derecho a
juzgar lo que sea cristiano o herético, resultar! presunciones ilegítimas. Los
preceptos papales son lazos arbitrarios para tener atados a los fieles y poder
desatarles luego por dinero. Las órdenes «sagradas» son una magnífica
maquinación para imponer a la mayoría una pretendida superioridad y una
detestable tiranía. El sacerdocio mismo está [236] considerado
como una provechosa salida para los parásitos de la sociedad, y el celibato de
los sacerdotes, como una antinatural e indebida cobertura del vicio. «Si uno se
ha acostado con seiscientas mujeres de mala vida, si ha violado matronas o
vírgenes, si ha mantenido rameras, no hay impedimento alguno para que llegue a
ser obispo, cardenal, papa —escribe Lutero—; si ha contraído matrimonio,
sí».
La autónoma capacidad de juicio del cristiano constituía, pues, una de
las mayores dimensiones en que se llevaba a cabo la reforma luterana: era la
plataforma mental adecuada para sostener la nueva estructura, al margen del
catolicismo tradicional, de la sensibilidad religiosa en Alemania, y, muy
pronto, en otros varios países de la Europa del noroeste. Lutero reivindica el
ejercicio de esta facultad como un derecho inalienable del fiel. En realidad
utiliza una fuerza cuya extensión había percibido y por la que él mismo estaba
apoyado. En efecto, por místico que pueda ser el concepto de comunidad —suprema
depositaría, precisamente, del discernimiento de lo verdadero—, no oculta la
realista convergencia en la rebelión del sentido crítico individual y de la fe
colectiva. Toda comunidad cristiana tiene el deber, según el reformador, de
apartarse de la autoridad espiritual, de sustraerse a ella, de destituirla,
cuando se comporte como el clero del siglo XVI. Es ya grave que el papa actúe
de un modo tan necio y loco, pero es realmente demasiado que se le tolere y se
le apruebe. ¿Cómo puede un corazón cristiano ver, por ejemplo, que el papa,
cuando quiere comulgar, está sentado como un noble caballero y se hace ofrecer el
sacramento en un cazo de oro, por un cardenal arrodillado? Por otra parte, es
muy cierto que quien quiera saber algo de Cristo no debe confiarse a sí mismo y
construir su propio puente hacia el cielo por medio de su razón privada, sino
acudir a la Iglesia, visitarla e interrogarla. Pero la Iglesia es la multitud
de los creyentes, y la doctrina que se predica debe serles sometida: lo que
enseñan, debe juzgarlo y censurarlo la comunidad. Además Lutero comprende que
los más vigilantes cristianos de su tiempo están dispuestos a intervenir, para
expresar en voz alta lo que ven en la Escritura. De ahí el reconocimiento del
derecho y del deber de cuantos sean capaces de ello, de enseñar la palabra de
Dios: «Nadie puede negar que todo cristiano posee la palabra de Dios, y que por
Dios está adoctrinado y ungido sacerdote» (Derecho a juzgar..., V., 428). El fiel tiene, incluso, la facultad de presentarse y enseñar en
medio de los otros, sin ser llamado, sí se descubre que falta quien pueda
hacerlo, siempre que todo se lleve a cabo con honestidad y disciplina. La
condición de un sacerdote en la iglesia no debería diferir de la de cualquier
magistrado: mientras [237] cumpla con su
ministerio, se halla en posición eminente, pero, en cuanto sea depuesto, do seta más
que un campesino o un ciudadano como los demás.
Es preciso situarse en esta óptica «laica» y potencialmente
igualitaria, para comprender la adhesión de numerosos humanistas al
luteranismo, además de la de muchos ex pertenecientes a distintas órdenes, al
clero secular y al laicado. Entre los «reformadores» y los seguidores
pontificios se entabla una extensa y durísima lucha. La predicación de Lutero y
de sus partidarios o competidores no alcanza sólo a las creencias, sino también
al otorgamiento y a la posesión de bienes eclesiásticos, a tas costumbres
litúrgicas, a la piedad popular —toda una inmensa realidad—. Pero no faltan los
nuevos pastares, desde Melanchton (m. 1560) a Martin Bucer, desde Ecolampadio a
Crotus Rubianus, desde Capito a Osiander, a Miconio y a Conrad Pelican, por no
citar más que a algunos de los primeros seguidores alemanes de Lutero. En
realidad, se trata de un gran número de predicadores y de hombres doctos que
abandonan toda vacilación y emprenden un debate duro, amplio y. directo con el
pueblo cristiano. El afán de discusión de aquellos hambres triunfa muy pronto,
allí donde la autoridad política o religiosa no interpone o no consigue
interponer obstáculos insalvables. No obstante, el luteranismo no tardará en
penetrar en los otros países europeos, a veces incluso en los más cerrados y
hostiles, gracias a la imprenta y a los contactos con los comerciantes y los
estudiantes alemanes con el exterior. La primera área «reformada» corresponde,
aproximadamente, a Sajonia y a Turingia (con Wittenberg, Zwickau, Magdeburgo y Weimar), a la Alemania
meridional (con Nuremberg y Augsburgo, Ulm y Nördlingen), pero también forman parte de ella las ciudades de Estrasburgo y
Bremen, Hamburgo y Amberes, Utrecht y Dordrecht, Breslau y Riga.
No hay que volver a describir aquí las vicisitudes iniciales del
luteranismo, ni recorrer de nuevo el inevitablemente complejo tejido de los
acontecimientos políticos, de los intereses económicos y de las polémicas
teológicas. Los príncipes católicos del Imperio se coaligaron a partir de 1525
en Dessau, suscitando la reacción de los príncipes «reformados», que al año
siguiente sellaron una alianza en Torgau. La Dieta de Spira de 1529 reconocía
ya el hecho consumado, es decir, el derecho de los luteranos a profesar su
doctrina públicamente donde se hubiera impuesto ya. Sin embargo, estos últimos,
no contentos con ello, protestaron inmediatamente —precisamente desde entonces
se les llamó «protestantes»—, y ya al año siguiente Melanchton redactó, con la
aprobación de Lutero, su primera confesión de fe común (Confessio augustana). La máxima difusión [238] del luteranismo se produjo, justamente, en los años sucesivos, gracias
al landgrave Felipe de Hesse, a los electores Federico y Juan Federico de
Sajonia, al duque Enrique y a su sobrino Mauricio, también de Sajonia, y a
Joaquín II
de Brandeburgo. Fueron ganados para la nueva fe los
episcopados de Mainz, de Münster, de Osnabrück y de Colonia, y se consolidó ampliamente en Brunswick y en el
Palatinado, en Pomerania y en el condado de Nassau, en el ducado de Cléves y en
Hannover, en Anhalt y en Prusia.
Si Lutero se hubiera limitado a lanzar a sus coterráneos a una cruzada
antipapal y antieclesiástica, su acción no habría alcanzado, sin duda, un radio
tan amplio y una resonancia tan profunda. En toda la Europa del Noroeste, en
efecto, su predicación suscitó progresivamente adhesiones y apoyos; casi toda
la cristiandad fue sacudida a fondo por ella, y salió desgarrada. La
suma de energías que el luteranismo aunó y estímulo fue tan grande porque el
reformador afrontó plenamente el problema religioso, es decir, simultáneamente
en el plano externo de la organización y en el interno de las creencias. Y no
podía ser de otro modo, pues las estructuras de la Iglesia medieval se habían
establecido orgánicamente en formas que recíprocamente se sostenían: combatir a
las unas sin atacar a las otras habría constituido una empresa parcial o
frustrada. Toda la máquina de los conventos y de las reliquias, de los
beneficios y de las indulgencias estaba amalgamada y alimentada por poderosas
formas de piedad y por creencias arraigadas. Contra éstas, sobre todo,
intentaron lanzarse los reformadores.
Lutero examinó el núcleo central del sistema católico en la concepción
y en la práctica de las llamadas obras buenas. Es verdaderamente poco útil
plantear la cuestión en el plano teológico y tratar de determinar si el
reformador tenía razón o no desde el punto de vista del dogma. Ciertamente,
Lutero quiso demostrar que la tenía y se preocupó mucho de orientar la Escritura
hacia el significado que él deseaba darle, es decir, se comportó como todos los
teólogos que le habían precedido. Desde luego, la fuerza de choque de sus
afirmaciones no procedió de la mayor o menor conformidad de éstas con los
textos bíblico-evangélicos, sino de la renovada conciencia ético-cristiana de
sus contemporáneos. Lutero vivió el drama interior de aquella conciencia y
trató de acrisolar sus términos dialécticos: su planteamiento correspondió al
estadio de la sensibilidad colectiva —sobre todo en la Europa del Noroeste—,
tendente a la personalización de la experiencia religiosa y, en un plano más
amplio, de la vida cultural, moral e intelectual.
Como Zwinglio, el monje alemán considera que las prescripciones [239] divinas enseñan lo que debe hacerse, pero no dan las fuerzas
necesarias para ello; por tanto, están ordenadas sólo para que el hombre
reconozca, gracias a ellas, su propia impotencia para el bien y, gracias a
ellas, aprenda a desesperar de sí mismo. En otros términos, la divinidad no se
concibe a la manera antropomórfica menos elevada, sino que se postula
humanamente inalcanzable, deber ser supremo. La relación con esta divinidad no
consiste, por ello, en la realización de sacrificios externos, sino en un
compromiso moral permanente de lucha contra
el mal. Así como no son necesarios mediadores eclesiásticos ni
organizaciones sedicentes piadosas, tampoco son verdaderamente cristianos los
ritos que se celebran de un modo pasivo o los actos más arbitrarios llevados a
cabo en «honor» de Dios.
Es difícil negar que, especialmente en los siglos XIV y XV, la
religión en Europa había desempeñado cada vez menos su función ética en la
sociedad y que, en primer lugar, se había convertido en un gran sistema
administrativo del culto, así como en el instrumenta de poder de un aguerrido
grupo humano. Es también difícil no reconocer que la práctica cristiana habla
sufrido directamente las repercusiones de esta evolución, dando realmente el
primer puesto en la piedad a votos y peregrinaciones, a oraciones más o menos
estereotipadas, a devociones vulgares, a auténticas supersticiones. La élite
humanística había levantado acta de tal estado de cosas y había reelaborado
una moral sobre bases puramente humanas, Aunque no habían podido prescindir
totalmente de los valores cristianos, los humanistas italianos habían rechazado
—en lo que de más nuevo y autónomo había en su concepción— un coloquio profundo
con las instancias religiosas y habían mirado con despectiva superioridad a los
modos de sentir de las multitudes. Admitían de buen grado que «en cualquier
hombre, por muy bueno y santísimo que sea, puesto que somos terrenos y casi
obligados, con mis estímulo, a seguir la voluntad y apetito que, con verdadero
juicio e integridad, a obedecer a la razón, sin embargo, siempre en nosotros se
halla alguna tacha y defecto» (L. B. Alberti, Della familia, IV). Pero para ellos, la religión no constituía ya un medio de elevación
ética, sino sólo una consecuencia implícita y como un atributo de la rectitud
moral. «Nunca sucederá que la religión no sea honestísima —afirmaba también
Alberti, precisamente después de una ferocísima invectiva contra los viciosos
sacerdote» de su tiempo—; ni fue nunca religioso quien en primer lugar no
amasara la honestidad, ni encontrarás honesto que no sea muy religioso» (ibid.).
Siguiendo la huella del humanismo cristiano nordeuropeo, en cambio, y aún
más en cuanto a su visión teológica, Lutero identifica [240] también totalmente moralidad y cristianismo. Pero en la base de su
rebelión, a pesar de su lenguaje bíblico evangélico, está el poderoso aliento
de la sensibilidad de orientación laica del siglo XVI.
Lutero afirma, pues, que si presumimos de agradar a Dios por medio de
las obras, todo eso no es más que engaño para honrar a Dios externamente, mientras
interiormente nos erigimos en ídolos a nosotros mismos. Nadie sirve a Dios,
excepto quien le deja ser su Dios y realizar sus obras en él. «Pero hoy
—prosigue— a la expresión 'servicio divino' se le ha dado un significado y un
uso tan extraño que quien la oye no piensa, de ningún modo, en tales obras,
sino en el sonido de las campanas, en el salmodiar en las iglesias, en el oro,
en la seda y en las piedras preciosas de los birretes de los coristas y de los
indumentos sacerdotales para la misa, en los cálices y custodias, en órganos e
imágenes, en procesiones, en el ir a la iglesia y, en todo caso, en recitar el
rosario y contar sus perlas» (Magnificat, V, 267-268). Las obras, en suma, no hacen piadoso a nadie, y el hombre debe hacerse piadoso antes de nada.
Ninguna obra, ningún mandamiento son necesarios al cristiano para su salvación;
no está sujeto a ningún mandamiento y todo lo que hace lo hace espontáneamente
y en absoluta libertad, sin buscar con las obras su propia utilidad o su
salvación.
Para salir de esta situación moralmente falsa, así como de la penosa
incertidumbre de los que no saben (también Erasmo era uno de éstos) hasta qué
punto están con Dios, Lutero proclama de cien maneras su descubrimiento
espiritual. En efecto, agrada a Dios todo lo que en la fe puede ser
hecho, dicho, pensado y, por tanto, también el ejercicio de la propia
actividad, el caminar y el detenerse, el comer y el beber, el dormir y toda
clase de acciones necesarias para la nutrición del cuerpo o para el beneficio
común. Las obras son gratas no por sí mismas, sino en razón de la fe que
unifica, y está indistintamente en todas las obras y en cada una de ellas y,
por numerosas y diversas que sean, vive en ellas y por medio de ellas hace
sentir su eficacia. Con ninguna otra obra se puede encontrar o perder a Dios,
sino con la fe o con la incredulidad, con la confianza o con la duda; ninguna
otra obra llega hasta él. La fe, así como basta para hacer piadoso al hombre,
también le hace realizar obras buenas. En cambio, el que presume de
tranquilizarse con su propia contrición y su propia penitencia no alcanzará
nunca la paz moral y acabará desesperando.
Más de un siglo antes de que Descartes, con el principio del Cogito,
diese al intelecto su propio fundamento en sí mismo y la prueba irrefutable
de su autonomía lógica, Lutero indicó [241] al
cristiano el punto de apoyo de la propia religiosidad personal y autónoma. Como
al pensador francés Dios le sirvió después para garantizar la absoluta validez
de las intuiciones claras y distintas, Dios sirve ahora a Lutero como
garantizador —o proyección ideal de la necesidad de garantía— de la fe
individual. En efecto, no se puede creer si no hay una promesa. Pero como Dios
no ha tratado nunca con el hombre más que por medio de promesas, nosotros no
podemos, por nuestra parte, acercarnos a él tampoco más que con la fe en ellas.
El tiene necesidad de ser considerado verídico en sus promesas, y quiere que
esperemos pacientemente que ellas se cumplan. Honrándole con la fe, con la
esperanza y con la caridad. Así manifiesta él en nosotros su gloria. En la
promesa de Dios está toda nuestra posibilidad de salvación; por medio del
bautismo Dios, que no miente, se ha comprometido a no culparnos de nuestros
pecados. El reformador no podría ser más explícito en este punto fundamental:
«Ningún pecado puede llevar al cristiano a la condenación excepto la
incredulidad. Si la fe vuelve o permanece sólida en la promesa divina hecha a
quien recibe el bautismo, todos los pecados quedan en un momento borrados por la
fe misma, así como por la veracidad de Dios, que no puede renegar de sí mismo,
si tú le reconoces y tienes firme confianza en su promesa» (De captivitate Babylonica, p., 279). Así, pues, si Dios ve que el alma le hace justicia y le honra
con su fe, también él, a su vez, la honrará y la considerará piadosa y
verdadera; y ella es, precisamente, hecha piadosa y verdadera por su fe, porque
el reconocer a Dios verdad y piedad es justo y veraz, y hace veraces y justos.
Mientras subsiste este compromiso con Dios, éste le concede en compensación la
gracia, se compromete con el alma a no considerar los pecados que también
después del bautismo están en su naturaleza y a no condenarla por ellos, sino
que se contenta y se complace con que esté en continuo ejercicio para matar
aquellos pecados y en el continuo deseo de liberarse de ellos después de la
muerte.
Este lenguaje, sustancialmente nuevo, fundaba el protestantismo sobre
un plano espiritual claramente distinto del catolicismo tradicional. Todas las
sectas o las nuevas Iglesias que se opusieron a la vieja Iglesia de Roma lo
hicieron a la luz de estas afirmaciones del reformador alemán, aunque se
separaron del luteranismo o acaso trataron de combatirlo por sus compromisos.
El pacto de cada creyente con Dios constituyó la clave de la renovada
experiencia cristiana de la Europa del Noroeste. Este compromiso era entendido
como predominantemente religioso, teniendo todavía por objeto una «revelación»,
y la promesa divina no sería mantenida en este mundo, sino en el más allá. [242] Sin embargo, al apoyar sobre este principio la fe cristiana, Lutero
la anclaba en la energía ética individual y hacía de cada creyente el
responsable autónomo y directo de su propia salvación. La fe, en efecto, al ver
la inmutable verdad de Dios, aterra y humilla a la conciencia, y después vuelve
a levantarla, la conforta y la salva cuando se haya arrepentido,- de modo que
la amenaza es causa de arrepentimiento y promesa de consuelo para quien tiene
fe en ella. Por la fe, el hombre merece la remisión de sus pecados. En esta
renovada perspectiva, que destruía la base de la piedad corriente, los fieles
podían abandonar, verdaderamente, sus prácticas exteriores, renunciar a los
votos y a las ceremonias superfluas, al culto de los santos y a las indulgencias,
al purgatorio. En efecto, en lugar de expresar las propias creencias, sobre
todo en actos externos o rituales, y de fosilizarías, en cierto modo, en
ellos, agostándose a sí mismo, el reformado volvía sobre sí la tensión de
aquéllas, dándoles una repercusión dinámica y sin pausa sobre su propia
conducta. El mismo pecado humano, en lugar de una mancha que había que quitar
como de un vestido, se convertía para cada uno en un azote para creer con mayor
intensidad, es decir, para querer repudiarlo y vencerlo con renovada fuerza.
Por mucho que los reformadores, después de los humanistas, hayan
querido creerlo, la nueva religiosidad no era en absoluto un retorno a la del
período evangélico. El mito de la Iglesia primitiva era, sobre todo, polémico e
instrumental. Los protestantes de la primera mitad del siglo XVI no hicieron
otra cosa —pero era una conquista esencial— que dar una mayor solidez a la
conciencia cristiana, proclamándola contra las instituciones y las aberraciones
de la Iglesia tardomedieval, repudiando abiertamente a las unas y a las otras,
y sentando las premisas, aunque sólo implícitamente, para una nueva moral
colectiva. Habían hecho salir de su minoría de edad al creyente, rompiendo la
tutela de la jerarquía romana y de su sistema devocional. Pero, en realidad,
rompieron también la clausura mental que la cristiandad se había construido en
tomo a ella. La Iglesia, hasta entonces, había sido una, su autoridad
indiscutible (como la de quienes se erigían en intérpretes de ella) y su
predominio cultural, incontestable. Tras su desaprobación clamorosa y bien
acogida, ¿qué otra Iglesia habría podido nunca aspirar a tener una autoridad
mayor o igual? Al romper el monopolio teológico, Lutero no liberaba sólo la fe,
sino todas las facultades espirituales del hombre. Esto sucedió, sin duda, a
pesar suyo, y la prueba es que con el pretexto de la «reforma» religiosa estaba
realizándose ya un más amplio reajuste cultural. Las vicisitudes que siguieron
durante [243] muchos decenios no hicieron mis que confirmarlo.
Era natural que, después de varios siglos de vida colectiva dominada por el
dogma que no admitía incertidumbres o discusiones, las fuerzas humanas de
raciocinio y de crítica —hasta entonces aherrojadas y oprimidas, pero también
dormidas y aletargadas— empezasen de nuevo a fluir, incontenibles, a través de
la brecha abierta en el dique de las creencias tradicionales.
III. REFORMA Y SOCIEDAD
El hecho de que la posición luterana de la relación cristiana entre
hombre y Dios constituyese el punto de partida de las diferentes tendencias
protestantes, prueba suficientemente su funcionalidad espiritual respecto a la
coyuntura ética europea de la primera mitad del siglo XVI. Pero la energía
religiosa, una vez liberada de la pesada armadura teológico-devocional, comenzó
de nuevo a vivir de un modo más orgánico, es decir, en formas más adecuadas al
carácter de los pueblos, a las aspira-dones de las clases y, en fin, a los
demás intereses humanos más importantes. Los estimuló todos, desde el económico
y político al intelectual y místico, pues representaba, necesariamente, la
dimensión mental todavía dominante de la cultura y del desarrollo ético
colectivo.
El éxito de la «reforma» protestante marca el comienzo del ocaso del
monopolio cristiano sobre la vida de Occidente. Esto no es válido para las dos
grandes penínsulas mediterráneas, España e Italia, donde, por el contrario, y
en parte por reacción frente a la rebelión nórdica, la catolicidad se refuerza
muy pronto y mantendrá todavía durante mucho tiempo su pesado dominio. En
apariencia, además, esto no es muy válido —al menos en el siglo siguiente a la
acción luterana— tampoco para los países de la Europa centro-septentrional,
donde, precisamente desde 1525 en adelante, se desencadena una serie de
desórdenes y de auténticas guerras, uno de cuyos principales factores es,
indiscutiblemente, la religión. A pesar de todo, hay que tener en cuenta el
deshielo espiritual obrado por el protestantismo, del que acabamos de hacer
mención. Las luchas entre las clases, entre facciones políticas o entre Estados
adoptaron, sin duda alguna, un color y también una motivación mental de las
recién producidas fracturas de las creencias. Como hasta entonces el sistema
eclesiástico y los políticos habían estado profundamente compenetrados, aunque
los reformadores hubieran querido hacer valer la exigencia de la distinción
radical entre vida religiosa y gobierno civil, no era posible llegar de un solo
golpe a la separación de las dos esferas. Durante [244] muchísimos decenios, pues, no es seriamente
considerada la independencia de las opiniones religiosas y,
menos aún, la libertad de conciencia. Aunque, realmente, la cristiandad se
había fraccionado, no por eso vino inmediatamente a menos la mentalidad dogmática. Los jefes de las mayores agrupaciones
confesionales serán los primeros en promover la lucha contra las otras
Iglesias; inevitablemente, su ferocidad teológica se une a las oposiciones y a
las rivalidades ya existentes. Como, por esta causa, no es posible separar en
estas últimas lo que es puramente religioso de lo que no lo es, así resulta
necesario ver, en estas renovadas formas de amalgama entre creencias e
intereses terrenos, una politización todavía más acentuada de las ya diferentes
Iglesias. Por otra parte, y precisamente desde este momento, por reacción, se
desarrolla y se afirma un sentido de la religiosidad como valor distinto de la
adhesión a una determinada confesión religiosa.
Lutero no sostiene durante mucho tiempo que ya no es posible impedir
la herejía con la violencia y que los herejes deben ser vencidos con la
Escritura y no con el fuego. Sobre todo al principio, la «reforma» no llevó la
tolerancia a la sociedad occidental.
Protestantes y católicos siguieron considerándose obstinadamente como
únicos dueños de la verdad y verdaderos representantes del auténtico
cristianismo. La fiebre dogmática y la rabia teológica contribuyeron a azuzar
aún más a los europeos unos contra otros; al choque de los intereses económicos y a las reivindicaciones patrimoniales de
las distintas monarquías se añadieron los furores de las pasiones
«religiosas».
Este fenómeno se inició cuando Lutero, al no ver cómo podría sostener
de otro modo su rebelión, apeló al poder laico de los príncipes y de la nobleza
alemana (cf. cap. 10, II). Pero inmediatamente se acentuó, complicándose
y repercutiendo hasta en el plano interno de las iglesias cristianas. Hasta
entonces, en efecto, el papado se había erigido en celoso custodio de la
autonomía eclesiástica frente al poder civil. Sobre todo en las monarquías
occidentales, y en el curso de los dos siglos precedentes, este último más bien
se había afirmado progresivamente, a expensas del clero, pero los pontífices
romanos trataban aún con él, por lo menos de igual a igual. El éxito de la
desaprobación protestante de la autoridad papal reforzó, necesariamente y en
gran medida, la soberanía laica, y esta razón tuvo importancia en la decisión
de muchos príncipes que favorecieron, o incluso impusieron, la reforma en sus
estados. En algunos de ellos los soberanos llegaron a establecer, bajo su
control, un sistema de vigilancia de la actividad religiosa, castigando con
dureza sus manifestaciones. [245]
Los contragolpes de la «reforma» en este campo se hicieron sentir
también por el renovado relieve público que adquirieron las escisiones
producidas en las creencias. La di versificación de la fe implicaba la
subversión de costumbres arraigadas y producía desórdenes de todas
ciases. Hubo, por tanto, una razón objetiva que justificó la más decidida, y a
menudo decisiva, intervención del soberano en las controversias dogmáticas. Por
otra parte, había ocurrido desde siempre que el llamado brazo secular
persiguiese a los herejes y asumiese la función de asegurar la unidad de los
súbditos en la ortodoxia. Cuando el protestantismo, en sus diversas formas,
hubo penetrado en un país y cuando el príncipe se decidió a tomar partido, por
él o contra él, lo hizo con la tradicional resolución. Sin que nadie lo
impusiese, y por la fuerza misma de las cosas, se afirmó así un principio, en
ciertos aspectos revolucionario: el de cuius
regio, eius et religio. Sobre tal base, los súbditos, en general, tenían que seguir la
religión de su soberano.
Mientras las luchas armadas, que el nuevo reajuste cristiano
incrementó en Europa, estallaron sobre todo en el período siguiente al aquí
tratado, pertenecen a éste, en cambio, los primeros choques que perturbaron
desde el comienzo las filas mismas de los que se habían rebelado contra la
autoridad romana. Los fundamentos de la doctrina luterana trastornaron, desde
luego, la organización jerárquica y la piedad usual, pero, además de una enorme
cantidad de asentimientos, suscitaron nuevas y ulteriores reflexiones que los
sobrepasaban. Lutero, apoyándose cuanto le era posible en la Escritura, se
decía inspirado por el Espíritu Santo, pero el propio dinamismo de su
interpretación espiritual suscitaba otras interpretaciones. Así, al lado de su
doctrina, y muy pronto contra ella, surgieron otras que la fecundaron y
aportaron una gran contribución al desarrollo del occidente europeo, pero
provocaron, al mismo tiempo, debates durísimos y enormes desórdenes.
Los primeros, y hasta mediados del siglo XVI, los mayores, fueron los
provocados por los anabaptistas. Según éstos, el principio luterano de la
justificación por la fe implicaba que los creyentes se hiciesen rebautizar,
puesto que no habían podido formular ningún acto de fe cuando, todavía en
pañales, habían recibido aquel sacramento. Esta radical deducción fue
elaborada, desde 1520 aproximadamente, por hombres doctos, como su propio
maestro Karlstadt, por predicadores como
Tomás Münzer y por laicos como Nicolás Storch. Estos, además, insistieron sobre la
inspiración directa que el Espíritu Santo concedía al fiel, acentuando
místicamente, por una parte, la hostilidad hacia las ceremonias y cualquier
forma de culto externo, y proclamando, por otra, la igualdad social y económica
[246] de todos los creyentes en el espíritu evangélico. Esta segunda parte
de su mensaje tuvo especial resonancia e inmediatas consecuencias. Los
desheredados, y sobre todo las masas campesinas
alemanas, en efervescencia desde hacía muchos años, vieron en la nueva
fe también un medio de redención social y la abrazaron con desesperado ardor.
Por eso siguieron no sólo a Karlstadt, que les exhortaba a destruir las imágenes e incluso las iglesias y
los libros, sino todavía más a Münzer,
que proclamaba la necesidad de abatir el inicuo poder político existente, para
sustituirlo con un reinado de Cristo en el que los bienes volverían a la
comunidad. Ante las profanaciones y los
excesos llevados a cabo por estos pobres fanáticos, reaccionaron, Lutero
con toda la violencia verbal de que era capaz y los nobles alemanes, con una
ferocidad militar aún mayor. El anabaptismo fue expulsado de la cristiandad y
obligado a ser profesado en secreto. Pero continuó ejerciendo una fuerte
influencia y una poderosa sugestión, constituyendo, durante mucho tiempo, una
de las más vivas levaduras de la sensibilidad reformada. Estas matanzas fueron,
sin duda, horribles, y más aún porque no tuvieron consecuencias positivas.
Sin embargo, desde el punto de vista dogmático, no fueron menores,
sino más amplias e inmensamente más beneficiosas, las ruinas doctrinales que
provocó el terremoto mental de la «reforma». Como a los pocos decenios de
predicación libre y local y del más variado debate religioso, siguió un largo
periodo de represión y de duro enfrenamiento recíproco entre las principales
ortodoxias, no es fácil calcular en qué medida real supervivieron las doctrinas
cristianas en Occidente. De todos modos, aunque más tarde, el restablecimiento
de una observancia externa casi obligatoria, detuvo el proceso de disolución de
las creencias, nunca se extinguieron los efectos de la colectiva experiencia
liberadora, que se prolongó, aproximadamente, desde 1520 a 1550. En este
período, en efecto, vivieron o crecieron la mayor parte de los que pusieron a
punto los medios intelectuales más eficaces
para acabar con las principales bases teológico-dogmáticas del cristianismo
medieval. Además, se difundieron actitudes y tendencias espirituales,
como el nicodemismo y el llamado libertinismo, que —si bien en forma parcial e
implícita— suponían una condena o un repudio moral de la religión tradicional,
así como la de los principios en que se fundaba.
Sobre todo después de la derrota del anabaptismo, nicodemitas y
libertinos se confirmaron en la convicción de que un cristiano, por su fe, es
libre de hacer cualquier obra y cualquier cosa; y que sólo mientras los otros
no son todavía capaces de creer como él, se les une para llevar sus cargas y
observa [247] las leyes que no estaría obligado a observar. A partir de 1530, en
suma, no sólo se produjo en Europa la ruptura religiosa entre católicos y no
católicos, sino que se hizo notar un amplio sector de cristianos que no se
alinearon ni con los unos ni con los otros, y un número aún mayor de personas
que aceptaron el culto como una costumbre y una convención, descubiertas, de
pronto, como externas. Al lado de los que se enfrentan abiertamente a favor o
en contra de los dogmas y las ceremonias hay una muchedumbre que no interviene,
pero que no se limita a asistir al combate sin reaccionar. Su actitud es tanto
menos pasiva cuanto que se separan conscientemente de los unos y de los otros,
reservándose la libertad de creer y de juzgar. Unos se concentran en una fe
totalmente interior, fuertemente impregnada de misticismo; otros adoptan
diversos grados de indiferencia; aquéllos reflexionan y desarrollan una
personal posición autónoma y critica, y, por último, no faltan quienes
comienzan a revolverse contra el propio cristianismo.
Los trastornos religiosos, que duraron decenios y alcanzaron a todas
las capas de la sociedad, condujeron, pues, a un reajuste no sólo litúrgico o
jerárquico, sino cultural y mental. El panorama que ofrece la sensibilidad
colectiva ya no es el de comienzos de
siglo. Si aparece aún dominado por la problemática teológica, vieja y
nueva, están bien claras ya las grietas de numerosos
hundimientos que lo modificarán radicalmente. ¿Qué poderosa fuerza de
erosión no tendrá, en efecto, la idea de la tolerancia, que empieza a
elaborarse en este período por los doctos laicos o ex eclesiásticos reformados,
pero aborrecidos por sus ideas personales? La reivindicación del derecho a la
libre discusión de los problemas concernientes a la relación del hombre con
Dios, dará pronto origen a la afirmación decisiva de que todas las religiones
son formas esencialmente humanas de culto, a las que no es lícito dar
significados trascendentes. ¿Qué profunda sacudida no provocaron las
reflexiones críticas sobre la Trinidad y, en especial, las múltiples
interpretaciones, todas heterodoxas, de la naturaleza y de la función de
Cristo? Una de las formas de seguir siendo cristiano es, en suma, precisamente
la de hacerse hereje respecto a todas las Iglesias principales, explorar el
sentido del mito de Cristo y atribuirle nuevos significados morales, más
directos y humanos.
Así puede explicarse también —y no sólo como trasposición de los
permanentes puntos de vista eclesiásticos— la feroz aversión de todas las
Iglesias, las viejas y las nuevas, respecto al libre despliegue y a la racional
expresión del pensamiento individual. Este último, hasta ahora, sólo desprende
chispas, pero sus resplandores aterran ya a cuantos piensan todavía [248] teológicamente. Una reflexión como la de Servet, que parte de la
negación de la doble naturaleza —divina y humana— en la persona de Cristo, ¿no
lleva a la negación del dogma fundamental de toda iglesia cristiana: la
redención? Por eso Calvino y la Inquisición española, en todas partes enemigos
acérrimos, unieron sus esfuerzos para quemar —como lo consiguió el primero, en
una hoguera ginebrina— al sustentador de tal audacia. Un largo período de
reacción cultural y social siguió al humanismo y a la «reforma», pero la
energía creada por aquellos dos movimientos estaba destinada a transformar,
aunque con lentitud, todo el Occidente.
IV. LOS DESARROLLOS DE LA
REFORMA
Se ha hecho ya costumbre señalar la lentitud y, sobre todo, lo
inadecuado de la reacción papal ante las primeras manifestaciones de la
Reforma. Implícitamente, se razona así: «¡Ah! Si el pontífice hubiera tomado
providencias e intervenido a tiempo, si sus representantes hubieran sido más
sagaces, la rebelión luterana habría podido ser sofocada y todas las que en
ella se originaron tampoco habrían tenido suerte». De todo lo dicho hasta aquí
deberla resultar claro que esta perspectiva es errónea. Ni los papas que se
sucedieron en la cátedra romana desde León X en
adelante fueron especialmente inhábiles ni sus ministros menos capaces que sus
predecesores de los siglos XIV y
XV. Sin embargo, si la primera posición no es válida, no podría serlo tampoco
la tesis opuesta que defendiese a la Iglesia romana de la primera mitad del
XVI. Abandonando la óptica procesal, fundamentalmente tendente a condenar o a
absolver, hay que remitirse a algunos puntos de referencia.
Ante todo, lo que puede parecer un malentendido, un choque de
susceptibilidades, entre reformadores y ministros pontificios, es algo más
amplio y profundo. Se ha visto qué camino había emprendido el papado después de
los grandes concilios del siglo XV, su alejamiento de los cuidados pastorales
y, sobre todo, su acentuado asentamiento en las estructuras
ético-político-religiosas de la Europa meridional. La progresiva diferencia
entre las Iglesias de la Europa Central y las latinas es un fenómeno que abarca
un largo período y que se remonta, por lo menos, al siglo XIV. Cuando Lutero y
el legado pontificio Aleandro se encuentran uno frente a otro en la Dieta de
Worms, de 1521, tienen tras sí dos mundos que se han diferenciado
suficientemente como para no alcanzar ya un entendimiento profundo. El
desarrollo mismo de los acontecimientos [249] demuestra
que entre ellos no puede haber diálogo, sino, ya desde el principio, oposición.
El monje alemán, ya excomulgado, comparece en la Dieta no como un hereje en
espera de ser confundido ante todos y enviado a la inevitable hoguera, sino
como el obstinado representante de una opinión y de un partido. Y no cederá. Y
unos años después incluso habrá triunfado.
Roma, pues, ya no es ahora lenta en reaccionar como lo había sido
anteriormente; recordemos los muchos años que, ya un siglo antes, le habían
sido necesarios para dar cuenta de Juan Huss, a la vieja manera, en este sector
europeo. Su reacción tampoco es menos amplia y poderosa. Al contrario, a la
difusión del protestantismo responderá con un vigor insospechado y con una
fuerza que el cristianismo no había manifestado nunca desde el tiempo de las
Cruzadas. Pero, precisamente su acción no hará más que sancionar el divorcio
entre la religiosidad germánica, en líneas generales, y la latina, que era ya
una realidad a la aparición de Lutero. Sin embargo, no se trata en absoluto de
una diferenciación espiritual o eclesiástica pura y simple. Instintivamente, el
joven Carlos de Borgoña, apenas coronado emperador de Aquisgrán por el propio
Alejandro, forma en las filas del papa en Worms. Pero el mundo que él pretende resucitar, el Sacro Imperio Romano, es
una etapa tan irremediablemente superada como la de la cristiandad medieval
(cfr. cap. 10, I). Es más que natural que, al principio, el
pontífice y el emperador se comportasen de acuerdo con todo un largo y
prestigioso pasado; es natural que no midiesen inmediatamente la diferencia
entre su visión del mundo y el nuevo reajuste de las cosas. El papado será, en
cierto modo, más rápido que el propio Carlos V en
darse cuenta, en sacar consecuencias y en organizarse para hacer frente a la
situación. En suma, la evolución de la Reforma está dominada por la existencia
de estructuras político-económicas que se han impuesto en Occidente entre el
siglo XIV y el XVI, aunque los contemporáneos no se dieran cuenta de ello más
que de un modo incierto y confuso. El peso específico de la Iglesia ha
disminuido enormemente respecto al de los distintos Estados. Hacia 1540,
Europa, por el aumento de su población, por el incremento de la riqueza de
muchas de sus zonas, por la organización administrativa y financiera de tantos
centros de poder político, es una realidad infinitamente más sólida y, sin
comparación, más importante que la de dos siglos o incluso que la de un siglo
antes. El sistema de poder eclesiástico no puede dominarla ya, no puede ya
desempeñar la función de victorioso contrapeso de la sociedad laica. Las
dimensiones y las articulaciones de Occidente ya no son tan débiles y fáciles
de manejar por parte de la clase clerical. Estructurándose en [250] áreas nacionales de magnitud media en el interior de la antigua zona imperial, los europeos van abandonando,
insensiblemente, también la vieja universalidad cristiana; al fundir, de
un modo más .intenso, sus creencias con las otras formas colectivas que dan
coherencia y apoyo a los nuevos sistemas político-sociales se encuentran
predispuestos a aceptar la diversificación de la fe y de los ritos.
Ya hemos señalado (cfr. cap. 3, II, y
cap. 8, I)
cómo, en el curso del siglo XV, la Iglesia —como
poder central romano y como clero de los principales países— se había adaptado
a aquella larga evolución. Durante el siglo siguiente se organiza de modo
totalmente funcional y adecuado al nuevo sistema de la vida europea. Al no
poder imponerse ya como clase principal
dirigente, los eclesiásticos adoptan posiciones de compromiso que constituirán
su fuerza durante varios siglos todavía. La vieja pretensión de la supremacía
de la esfera espiritual es sostenida aún por las distintas Iglesias, pero éstas
saben muy bien que no pueden defenderla mis que de un modo totalmente limitado.
La época de las luchas entre el poder político y el religioso está superada;
ahora se inicia la del acuerdo y de la alianza, que no será menos fructuosa
para el segundo. Al abrazar la causa de las diferentes razones de Estado, las
Iglesias se convierten en sostén del orden constituido aun con mayor intensidad
que antes. La unión del trono y del altar, en el sentido moderno de la
expresión, data de este momento. Frente a la abdicación, que no parece muy sensible, a la absoluta supremacía ética, se produce
una beneficiosa inserción del clero en la vida de las nuevas clases
dirigentes. Los poderes políticos y las sociedades europeas aún tenían necesidad de él. Las iglesias —católicas en los
países católicos, protestantes en los demás— ofrecían todas magníficos
instrumentos de gobierno: desde la beneficencia a la instrucción, desde la
predicación a la diplomacia. Así, no tarda en producirse una extraordinaria
coincidencia de intereses religiosos y políticos en el seno de determinadas
áreas, y un orgánico, amplísimo y reciproco intercambio de servicios, así como
un enorme entrelazamiento de funciones.
Cada país se inserta en este proceso según formas propias, pero no por
ello con una sincronía mecánica, sino más bien con una simultaneidad
fundamental que abarca más de un siglo. El primer Estado europeo en que esto se
revela claramente —ya lo hemos dicho— es España, país en que el problema
religioso se afronta juntamente con el étnico desde la segunda mitad del siglo
XV. Aunque el problema se orienta inmediatamente hacia una rápida e imperiosa
solución, sus secuelas se prolongarán hasta comienzos del siglo XVII. También por esta [251] anticipación sobre el resto de Occidente en unir
la política y las creencias, en España será menor la penetración de la reforma
protestante, de igual modo que está fuera de duda que su decisión de resolver
las propias cuestiones internas de esta índole la situará en primera fila en la
reorganización católica europea. Del imperio ya hemos hablado también. Este
representa el extremo opuesto, la zona del continente donde el proceso de
reajuste ha sido más laborioso y donde no llegará a una verdadera realización.
Baste añadir ahora que la lucha entre católicos y protestantes se desarrolla en
una amplísima escala y continúa después de mediados del siglo XVI. En la
primera mitad del siglo se asiste en la zona occidental a la difusión del
luteranismo, pero no a la imposición de un gran Estado protestante; cada
príncipe instaura el nuevo credo o restablece el viejo en su propia casa. Por
otra parte, la futura reacción católica de la Austria imperial de los Habsburgo
chocará contra la Alemania luterana y refluirá hacia los Balcanes. En cambio,
es mucho más claro el destino religioso de Francia. Decididamente caracterizado
por la afirmación en este país do la otra tendencia mayor del campo
protestante, el calvinismo, tal destino no se resolverá hasta el curso de la
segunda mitad del siglo XVI. Aunque de doble signo, desde el punto de vista
confesional en cuanto al resultado, el caso de los Países Bajos es totalmente
análogo al francés; además, los Países Bajos tienden a resolver, y en parte lo
consiguen, su problema nacional juntamente con el de su fe.
Por último, es característica la separación de Inglaterra de la
catolicidad y su ingreso en el campo reformado. Las exigencias de renovación y
de liberación eclesiástica se unen en esta isla, a las del poder centralizador
monárquico. La repudiación de Catalina de Aragón por parte de Enrique VIII fue la causa ocasional y el elemento catalizador del cambio
político-religioso. Hechos de naturaleza tan diversa como la rebelión
teológico-dogmática de Lutero y la sucesión dinástica de la familia real
inglesa resultan ligados entre sí, en la Europa de la primera mitad del siglo
XVI, por el conjunto de problemas que hemos tratado de esclarecer. Que el
incentivo proceda del drama de un monje o del de un rey, la necesidad de un
replanteamiento de las estructuras religiosas respecto a las políticas y
sociales es ya tal que da origen a que fenómenos aparentemente heterogéneos produzcan
efectos enteramente análogos. Por lo demás, el conflicto de las indulgencias
que encendió la lucha confesional en Alemania no difería tanto del creado en
Inglaterra por los preceptos canónicos sobre el matrimonio: los dos eran
ramificaciones de la fronda burocrático-espiritual con que el papado y el clero
habían cubierto a Occidente. Para asegurar la [252] continuidad
de su propia familia en el trono, y al ver que de otro modo no habría podido
vencer la obstinación romana, Enrique VIII, apenas
discutido por los prelados y por la nobleza de su país, se hizo proclamar jefe
supremo de la Iglesia de Inglaterra [febrero-mayo 1531) e hizo coronar reina a
su nueva esposa, Ana Bolena (1 junio 1533).
Al mismo tiempo, sin embargo, intervenía vigorosamente en la reforma del
clero, aboliendo las anualidades y suprimiendo los privilegios eclesiásticos en
el campo legislativo y en el jurisdiccional. El nombramiento de obispos pasaba
a ser una prerrogativa real, a la vez que se prohibía todo tributo financiero a
la Santa Sede y una parte de las rentas del clero pasaba a la corona. Las
órdenes religiosas no fueron suprimidas inmediatamente, pero todos sus
miembros, como cualquier sacerdote, fueron obligados a predicar públicamente la
supremacía del rey en materia de jurisdicción religiosa.
Así, hacia mediados del siglo XVI la geografía eclesiástica de la
Europa Occidental estaba ya profundamente transformada, al igual que la
política, respecto a un siglo antes. Sin duda, los historiadores han prestado a
estos cambios, muy espectaculares y a veces más institucionales que
inmediatamente efectivas, superior atención que a las continuidades o a las
variaciones que no llegaron a resultados claros y duraderos. Se conocen muy
bien las vicisitudes de las disputas teológicas, la aparición de las doctrinas
diferentes del dogma tradicional o contrarias a él, las actitudes de los
distintos poderes eclesiásticos y políticos. Pero no se conoce tan bien en qué
medida las elaboraciones teóricas, debidas en gran parte a miembros del clero antiguo
o nuevo, fruto de una mentalidad fuertemente marcada por el patrimonio
teológico, Corresponden a las reacciones de la sensibilidad colectiva, a los
repliegues de las creencias en la masa de los fieles, a las tendencias de su
piedad. Por otra parte, debe subrayarse el hecho de que ya es muy claramente
perceptible, hacia mediados del siglo XVI, una cultura laica que no se
encuentra ya en posición de inferioridad ante la visión tradicional del mundo,
sea religiosa o filosófica.
Si nos limitamos al sector de las creencias, tal como aparecen en sus
formas eclesiásticas, se observan también novedades de gran relieve. Ante todo
muestran un renuevo de vitalidad, tanto en el campo que sigue siendo católico
como en el que se ha hecho protestante. Ya hemos dicho cómo del protestantismo,
y casi simultáneamente con su primera aparición, se separan, muy pronto y en
gran número, movimientos de diferente amplitud y duración. Estos tuvieron un
éxito correlativo a la importancia de los estratos sociales en que se difundieron,
a la fuerza de los poderes políticos que los sostuvieron, a las [253] coyunturas económicas, a las persecuciones de que fueron objeto. La
suerte de cada Iglesia reformada estuvo influida por tales factores generales,
pero también los elementos que articulan la vida de los Estados occidentales
extrajeron a menudo de las nuevas formulaciones religiosas mayor vigor o
claridad. En otros términos, la dimensión genéricamente llamada religiosa es
todavía una de las estructuras básicas de la vida europea del siglo XVI, pues a
través de ella se manifiestan poderosas energías que forjan y moldean el
desarrollo histórico general. La religión, en suma, se manifiesta todavía en
este período como una fuerza (de inercia o dinámica, según las apreciaciones, y
a veces según las situaciones objetivas), pero, de todos modos, real y
determinante. Esto sucede no sólo en la forma arriba mencionada, como inserción
fuertemente acentuada del clero en la vida pública, sino también como
manifestación concreta de fe y afirmación activa de creencias. Inevitablemente,
estas energías espirituales pasan, en general, por el tamiz del clero y son
canalizadas lo más posible por los ministros del Culto; sin embargo, brotan
abundantes, obstinadas u obtusas, liberadoras o destructoras, según los casos.
Como este fenómeno se desarrolla, sobre todo, más allá del período
aquí considerado, bastará hacer alusión a sus dos aspectos típicos, uno en el
campo católico y otro en el protestante.
Es indispensable situar en el cuadro de las nuevas órdenes religiosas
del siglo XVI y en el conjunto de la reorganización eclesiástica romana la
función y el significado de la Compañía de Jesús. Pero, ¿cómo no subrayar que
ésta es, al mismo tiempo, un producto espontáneo de la temperatura religiosa y
un instrumento de la política eclesiástica que se impone a partir de la primera
mitad del siglo XVI en los países que han permanecido fieles a Roma? Se trata,
ante todo, de una compañía, es decir, de una agrupación de soldados. En
lenguaje actual, por tratarse de funciones no militares ni prácticas, se podría
traducir: de activistas. El español Ignacio de Loyola (1491-1556) la esboza en
París en 1534, la funda en Venecia en 1537 y obtiene la aprobación de Paulo III en 1540. En los mismos años, la comisión cardenalicia encargada por el
pontífice de estudiar los métodos más adecuados para una reforma del clero
había proyectado la extinción de todas las órdenes existentes —fuentes de
tantos escándalos— y la no creación de otras. Pero la Compañía se parecía muy
poco a las comunidades medievales. No se preocupaba de los oficios litúrgicos a
recitar en común en los diferentes momentos del día, y repudiaba el principio
ideal en que se habían inspirado las órdenes mendicantes: cada colegio y cada
noviciado jesuita debía tener [254] la propiedad de
bienes establecidos, suficientes para el sostenimiento de maestros y
discípulos. En cambio, enarbolaba un programa destinada a convertirla en uno de
los pilares de la nueva catolicidad: la obediencia absoluta al papa (consagrada
por un voto especial) y la conformidad mis estricta con la doctrina que la
Iglesia de Roma sancionase. Es decir, el jesuita se convertía no en un monje
mis o menos extraño, al menos teóricamente, a los negocios de este mundo, y
tampoco sólo en un sacerdote dedicado al cuidado de los fieles, sino en un
sacerdote político; un religioso, en suma, completamente entregado a la causa
pontificia y paladín de ella, tatito en el plano del dogma como en el de la
propaganda o en el de los asuntos más terrenales.
El éxito de la Compañía de Jesús, para la que la gloria de Dios se
identificaba con el triunfo de los intereses católicos tal como la monarquía
papal los definía y enseñaba, fue inmediato y fulgurante. Ella representaba el
cuerpo eclesiástico más funcional del mundo romano. Los ministros calvinistas
fueron, a su vez, los activistas más dinámicos de la reforma protestante.
Naturalmente, no pueden olvidarse, al margen de esta analogía, las profundas
diferencias entre los activistas de la catolicidad y los de la reforma, pero
éstas proceden, sobre todo, de las diferencias entre las estructuras culturales
y sociales a que están unidas. Ciertamente, el jesuita sólo quiere ser
soldado de Cristo con la bandera del papa y del propio general, mientras el
calvinista quiere vivir su propia fe a la luz directa de la Escritura. Pero si
el Dios de Calvino (1509-1564) es, sin duda, más elevado moralmente que el de
cualquier pontífice romano, la organización eclesiástica creada por el
reformador francés tiende a hacerse férrea y tiránica. En efecto, no hay dios
más pedagógico que el de Calvino, y sólo sus ministros pueden señalar
convenientemente sus designios. En el plano de la eficacia práctica, no hay
libro, en toda la literatura protestante, que haya consolidado tanto y prestado
dinamismo a la causa de la reforma como la Institution de la religión chrétienne (1536 y sucesivas revisiones). La excomunión
es considerada un honor, así como la lucha contra los «herejes», hasta su
supresión física. La Iglesia calvinista, en suma, se consagra pronto como la
más sólida y fuerte entre todas las que la rebelión luterana ha originado, gracias no sólo a las medidas disciplinarias, sino
también a la decidida afirmación de ciertos dogmas, como, sobre todo, el de la
predestinación. En efecto, este último canaliza la exigencia de salvación
individual, disciplinándola en el seno de
un organismo eclesiástico renovado. Las energías religiosas liberadas
por la reforma, durante un período casi sin otro control que el de sí mismas,
se reúnen ahora de nuevo [255] en torno a
instituciones eclesiásticas como el consistorio de los pastores y los sínodos.
A su vez, la reconstituida Iglesia calvinista se preocupa mucho más que la
medieval de la rectitud, al menos exterior, de sus fieles y de su morigeración.
Ella contribuirá a formar colectividades humanas de costumbres socialmente
vigiladas, compuestas de miembros éticamente más conscientes y civiles. Por
primera vez en la historia de Occidente la función moral del cristianismo será
ejercida, orgánicamente, atendiendo más a la vida terrenal que al destino
celestial del creyente. [256]
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