En 1810 se abrió una nueva
etapa tanto en la Península como en América. La formación de juntas en
diferentes ciudades americanas y ta convocatoria a cortes en España
redefinieron los términos de la crisis iniciada en 1808. Mientras las regiones
más densamente pobladas del imperio se mantuvieron leales a la metrópoli y
aplicaron la Constitución de Cádiz de 1812, otras se negaron a participar det
proceso constituyente gaditano y emprendieron el camino de la insurgencia. El
Río de la Plata estuvo entre las zonas rebeldes. Luego de la formación de la
Primera Junta de gobierno provisional, en mayo de 1810 en Buenos Aires, se
fueron sucediendo distintas autoridades que, en nombre de la retroversión de la
soberanía, asumieron el gobierno del ex Virreinato del Río de la Plata. La
autonomía política experimentada a partir de 1810 dio lugar, inmediatamente, a
una guerra entre ios defensores y detractores del nuevo orden, y transitó por
múltiples caminos hasta la declaración de ia independencia en 1816. Las
disputas que enfrentaron a los hombres que habitaban los territorios
rioplatenses fueron de diversa índole, entre ellas se destacan las que se
dirimieron en nombre de nuevos sujetos de imputación soberana. La fragmentación
de la anterior unidad virreinal fue una de las consecuencias de tales disputas.
1810: el primer gobierno autónomo Una semana agitada
En el cabildo abierto celebrado
el 22 de mayo de 1810, los asistentes votaron una decisión crucial: deponer al
virrey Cisneros de su cargo por haber caducado la autoridad que lo había
designado. A esa reunión fueron invitados por esquela cuatrocientos cincuenta
vecinos
de la dudad capital, aunque asistieron poco más de doscientos
cincuenta. Entre los presentes se encontraban funcionarios, magistrados,
sacerdotes, oficiales del ejército y milicias y vecinos distinguidos de la
ciudad. Por cierto que la votación no fue unánime: sesenta y nueve asistentes
fueron partidarios de la permanencia del virrey, mientras que la gran mayoría
apoyó la posición de poner fin a la autoridad virreinal.
Además de deponer al virrey, ese mismo
día se decidió que el Cabildo de la capital asumiera el mando como gobernador y
que, en tal calidad, se encargara inmediatamente de formar una junta de
gobierno para tutelar los derechos del rey Fernando VII. AI día siguiente, el
Cabildo hizo un último intento por integrar a Cisneros en esa Junta, pese a lo
acordado el 25 de mayo. Se trataba, no obstante, de una inclusión sui ge- neiisr. se lo hizo abdicar
previamente de su cargo para designarlo como presidente de la Junta, aunque sin
la calidad de virrey. Pero todo fue inútil. El 25 de mayo, la Plaza de la
Victoria se había convertido nuevamente en el escenario de la agitación
popular. Un movimiento liderado por el regimiento de Patricios elevó un
petitorio con la lista de los nombres que debían figurar en el nuevo gobierno.
La Junta quedó así constituida por nueve miembros: Cornelio Saavedra, a quien
se le confirió el supremo mando militar, la presidía; sus secretarios fueron
Mariano Moreno y Juan José Paso, y el resto de los vocales Manuel Belgrano,
Juan José Castelli, Miguel de Azcuénaga, Manuel Alberti, Domingo Matheu yjuan Larrea.
Terminaba así la efímera carrera
de Cisneros en el Río de la Plata. Luego de tres movimientos destinados a
deponer virreyes en menos de cuatro años —el primero, exitoso, y el segundo,
fracasado-, el tercero fue definitivo, aunque las circunstancias que rodearon a
este movimiento fueron diferentes a las experimentadas en el pasado inmediato.
En primer lugar, porque se trató de una reacción más generalizada a escala
imperial: entre abril y septiembre de 1810, se formaron juntas en Venezuela,
Nueva Granada, Río de la Plata y Chile. En todos los casos se invocó el
principio de retroversión de la soberanía para reasumirla provisionalmente
hasta tanto el rey regresara al trono, siguiendo el ejemplo de las juntas de
España. En segundo lugar, si bien no se puso en juego la legitimidad
monárquica, sí se cuestionó la de las autoridades metropolitanas que venían a reemplazarlo.
La formación de la Junta provisional implicó la creación de un gobierno
autónomo, que procuró erigirse en autoridad suprema de todo el Virreinato. La
autonomía significaba en aquel momento mantener el vínculo con el monarca y
ejercer el autogobierno sin reconocimiento del Consejo de Regencia peninsular.
Aunque la legitimidad de lajunta
emanaba del Cabildo que la había creado, muy rápidamente sus miembros se
mostraron reticentes a compartir el poder con el Ayuntamiento de la capital.
Para constituirse en autoridad suprema era necesario ampliar su representación,
integrar al resto de las ciudades del Virreinato y reducir el poder de las
instituciones coloniales, especialmente el que detentaba el Ayuntamiento
capitalino. Para cumplir con el primer cometido, lajunta provisional siguió los
mismos pasos que lajunta Central en 1809, cuando buscó ligar con lazos más
firmes a sus dominios americanos otorgándoles representación en su seno. Sólo
que en este caso se trató de un proceso eleccionario destinado a designar
representantes de las ciudades principales y
subalternas para un gobierno autónomo de
la metrópoli. Era la segunda vez que en el Río de la Plata se practicaba una
elección de representantes. El principio de retroversión de la soberanía a los
pueblos que estaba en la base del reclamo de autonomía obligaba a la Junta de
Buenos Aires a buscar la representación de esos pueblos. A tal efecto, envió
inmediatamente una circular a los cabildos dependientes para substanciar las
elecciones, que debían llevarse a cabo en cabildos abiertos.
En cuanto al proclamado objetivo del nuevo gobierno
de erigirse en el poder supremo, los problemas fueron mayores. En el acta
confeccionada por el Cabildo el 25 de mayo, la Junta asumió las atribuciones
correspondientes a un virrey -gobierno, hacienda y guerra-, pero quedó limitada
por la Real Audiencia, que absorbió la causa de justicia, y por el Cabildo de
la capital, que se reservó las atribuciones de vigilar a los miembros de la
Junta, pudiendo destituirlos por mal desempeño de sus funciones, y de dar
conformidad a la imposición de nuevas contribuciones y gravámenes. En este
contexto, signado por las incertidumbres jurídicas y los avatares de la guerra
en la Península, la Junta debía moverse con mucha cautela si pretendía erigirse
en autoridad superior sin violar la legalidad hispánica de la que por ahora se
proclamaba heredera. El modo de hacerlo fue remover a los miembros de las dos
instituciones destinadas a limitar su poder y colocar en ellas a personajes
leales al nuevo gobierno. Los oidores de la Audiencia fueron expulsados del
territorio rioplatense en el mes de junio y los capitulares reemplazados en
octubre. En ambos casos, la razón invocada fue la sospecha de connivencia con
el Consejo de Regencia de la Península. Si la legitimidad de la Junta Central
había sido frágil, la del Consejo de Regencia era prácticamente nula. Así, al
menos, lo entendieron los miembros de la Junta de Buenos Aires y muchas de las
juntas creadas en esos meses en el resto de la América del Sur. Con el relevo
de los magistrados se mantenía la legalidad, a la vez que se iniciaba un camino
que, por el momento, sólo los adversarios del nuevo orden se atrevían a
proclamar como revolucionario.
El hecho de que, en los últimos años,
gran parte de la historiografía haya revisado las visiones tradicionales que
sacralizaron a un conjunto de hombres prominentes como promotores de una
temprana independencia no significa negar la existencia de ciertos personajes
que, para 1810, se hallaban en plena deliberación acerca de las opciones que
abría la crisis. Por cierto que desde
1809 es posible observar un clima de agitación entre activos pobladores de la
capital a partir de los acontecimientos de 1808. Muchos de los personajes que
participaron de las reuniones clandestinas celebradas en la coyuntura en que
Cisneros asumió el cargo de virrey fueron quienes discutieron los pasos a
seguir durante la semana de mayo. La casa de la familia Rodríguez Peña y la
jabonería de Vieytes fueron, al parecer, los principales escenarios donde
deliberaron figuras destacadas como Saavedra, Belgrano, Castelli y Moreno,
entre otros. Ahora bien, la activa participación de estos hombres no implica
que estemos frente a un grupo homogéneo que encarna un plan deliberado de
independencia. De hecho, algunos de ellos propusieron rumbos de acción
diferentes. Por otro lado, el término “independencia” comenzaba a llenarse de
muy diversos contenidos, y no todos los que lo invocaban le otorgaban el mismo
significado. Si para algunos podía representar la alternativa más radical de
cortar todos los vínculos con España -una opción que todavía no se expresaba
públicamente-, para muchos implicaba la de formar un gobierno autónomo, aunque
no independiente de la metrópoli. Si bien el término “autonomía” no circulaba
en aquellos años, con él se alude a la posibilidad de buscar en la crisis la
oportunidad de crear el marco para el autogobierno de los asuntos locales y regionales,
sin que esto significara una ruptura con la monarquía.
La situación se presentaba muy
confusa para los propios actores de la época, atentos -entre muchas otras
variables- al devenir de los acontecimientos internacionales para fijar sus
cambiantes posiciones. Casi todos ellos parecían estar abiertos a las distintas
posibilidades que surgían con la crisis, incluso la que todavía alentaba el
carlotismo. En ese contexto, marcado más por las perplejidades que por las
certidumbres, sólo algunos datos parecen claros. En primer lugar, que fueron
las milicias urbanas las que volcaron el equilibrio a favor de la autonomía. En
segundo lugar, que el movimiento contó con apoyo popular, especialmente de la
plebe urbana de la capital. Finalmente, que los hechos de mayo tuvieron un
carácter netamente porteño, al menos en sus primeros tramos. Esa limitada
dimensión capitalina condujo a la Primera Junta a buscar apoyos en el amplio
territorio que pretendía dominar. Para ello, Buenos Aires se valió, más que
nunca, de su condición de capital de un virreinato que ahora comenzaba a
explorar en sus verdaderas dimensiones. La convocatoria a que las ciudades
eligieran un diputado para integrar esa Junta estuvo acompañada por
expediciones armadas, cuyo objeto fue dar a conocer la nueva situación y
persuadir a
las jurisdicciones, hasta ese momento dependientes del depuesto virrey,
de que debían garantizar su obediencia a la Junta recién creada.
Frente a la pregunta sobre si los hechos de la
semana de mayo fueron protagonizados por un grupo claramente definido al que
pueda asignársele, desde el comienzo, el título de “revolucionario”, la
historiografía ha dado diversas respuestas. Las perspectivas predominantes
desde el siglo XIX y durante gran parte del siglo XX interpretaron que los
acontecimientos de mayo fueron impulsados por personajes portadores de un plan
independentista largamente elaborado. Estas perspectivas, cuyo punto de partida
es la ¡dea de que hacia 1810 existía una suerte de maduración interna en
determinados grupos criollos que habrian estado dispuestos desde un comienzo a
romper sus lazos con la metrópoli, adoptaron distintas formas. La más exitosa
fue, sin dudas, la que explicó el proceso revolucionario como la expresión de
una conciencia nacional en ciernes. Esta imagen, construida en el marco del
proceso de formación del estado nacional argentino, que requería -como ocurrió
para la misma época en el resto de los países hispanoamericanos- de un mito de
origen de la nación, se consolidó y transmitió a través de diversos discursos
públicos, entre los cuales se destaca el difundido por la escuela. A esta
interpretación se le sumaron luego otras que, aunque desde claves de lectura
diferentes, contribuyeron a consolidar la idea de la existencia de un grupo
revolucionario portador, antes de 1810, de intereses maduros y claros. Así, por
ejemplo, hay quienes consideran que existía un sector opuesto al sistema
monopólico español, que propulsaba la Independencia y el librecambio con el
objeto de asegurar su expansión económica. Para cualquiera de estas miradas, la
crisis de la monarquía no es más que una causa ocasionalis que permitió
acelerar un proceso supuestamente en ciernes.
En los últimos años, una vasta historiografía
se ha encargado de criticar ios presupuestos ideológicos que, desde fines del
siglo XIX, dominaron las Interpretaciones sobre los procesos ¡ndependentistas
hispanoamericanos, al postular la hipótesis de que tales movimientos no fueron ni la manifestación de
sentimientos nacionales, ni nacieron de la impugnación de sectores
socioeconómicos con Intereses opuestos a la metrópoli, sino que surgieron como
respuesta al vacío de poder
provocado por la ocupación napoleónica. La
generalizada aceptación de este nuevo punto de partida, en el que las
emancipaciones son vistas como un proceso único a escala hispanoamericana, con
epicentro en la Península, no desmiente, sin embargo, la multiplicidad de
procesos que contiene, sino que los dota de un nuevo sentido. En primer lugar,
para demostrar que dichos movimientos no nacieron de planes anticoloniales
preconcebidos, sino de los efectos producidos por la crisis monárquica de 1808;
en segundo lugar, para descubrir las distintas alternativas que la crisis abrió
en términos de autonomías y autogobierno; finalmente, para potenciar el estudio
de los distintos planos de disputa en los que se libraron las revoluciones en
cada uno de los territorios pertenecientes a la monarquía.
Desde su sede en Buenos Aires, la nueva
Junta intentó transformar sus milicias en ejércitos destinados a garantizar la
fidelidad de los territorios dependientes. El primer foco de resistencia a la
Junta tuvo su epicentro en Córdoba, y fue duramente reprimido en agosto, cuando
se ordenó pasar por las armas a sus responsables, entre los que se encontraba
el gobernador intendente de la jurisdicción, Gutiérrez de la Concha, y el héroe
de la reconquista, Santiago de Liniers. Un escarmiento ejemplar que no fue
necesario repetir: la mayoría de las ciudades, luego de ciertos vaivenes y
cavilaciones, fueron sometiéndose voluntariamente.
En las ciudades dependientes de
la intendencia de Córdoba, los cabildos de San Luis y San Juan adhirieron al
nuevo gobierno, mientras que en Mendoza la adhesión sólo se consiguió con la
llegada de refuerzos de Buenos Aires, frente a la oposición que en un principio
exhibió el comandante de armas de la región. En la intendencia de Salta, el
Cabildo expresó inmediatamente su apoyo al nuevo orden, mientras que el
gobernador intendente, Nicolás Severo de Isasmendi, luego de reconocer a la
Junta, se pronunció contra los “enemigos de la causa del rey”. Nuevamente
fueron las fuerzas expedicionarias llegadas desde Buenos Aires las que volcaron
la suerte a favor de la Junta. Las ciudades dependientes de Salta fueron
adhiriendo en diversos momentos: mientras el Cabildo de Jujuy prestó su
obediencia luego de la derrota y reemplazo del gobernador intendente, los
cabildos de Tucumán y Santiago del Estero lo hicieron antes de dicho reemplazo,
y Catamarca prestó su adhesión sin reticencias. En el litoral, las ciudades
dependientes de Buenos Aires no tenían, como las otras, la autoridad intermedia
del goberna-
dor intendente, puesto que, poco después de creado el Virreinato, la
autoridad del virrey reunió en sus manos la de la gobernación intendencia. Así,
la situación se presentó menos problemática para Buenos Adres, ya que Santa Fe,
Corrientes y las Misiones manifestaron su inmediata lealtad, mientras que en
Entre Ríos hubo complicaciones por la intervención de la flota realista de
Montevideo.
Santiago de Uniers fue fusilado a dos leguas de
Cabeza de Tigre junto al gobernador de Córdoba y otros tres personajes que se
negaron a obedecer a la Junta de Buenos Aíres. A obispo de Córdoba, Oreliana,
que estaba con los acusados, le fue perdonada la vida, dada su investidura. Tal
vez lo que persuadió a la Junta de tomar una medida tan drástica fue que, dada
la popularidad de Uniers entre las tropas y la ■ plebe de Buenos Aires, se
corría el riesgo de una sublevación popular a su favor si se lo llevaba
prisionero a la capital.
Museo Colonial e Histórico “Enrique
Udaondo", Lujan.
|
En todos los casos, lo fundamental era
obtener el apoyo de los cabildos, en la medida en que el principio de
retroversión de la soberanía a los pueblos involucraba directamente a los
ayuntamientos como cuerpos representativos de esos pueblos. Los gobernadores
intendentes, en cambio, eran delegados directos del monarca, y en tal carácter
fácilmente reemplazables en caso de no mostrase leales a los mandatos de la
capital. Y, de hecho, así se hizo: Isasmendi fue reemplazado en Salta por
Chiclana, y en Córdoba, luego de la represión de los disidentes, fue designado
Pueyrredón. En las jurisdicciones dependientes de Salta y Córdoba, muchos de
los comandantes de armas fueron reemplazados por personajes leales al nuevo
orden, mientras que en Misiones, Co-' rrientes, Entre Ríos y Santa Fe se
nombraron gobernadores militares en relevo de los tenientes gobernadores.
Sin embargo, no en todas las jurisdicciones Buenos
Aires tuvo éxito. Fue precisamente en las intendencias más lejanas y menos
integradas al Virreinato del Río de la Plata, Paraguay y el Alto Perú, así como
en la más cercana aunque siempre conflictiva gobernación militar de la Banda
Oriental, donde se expresaron las mayores resistencias. En la provincia del
Paraguay, un cabildo abierto celebrado el 24 de julio en Asunción reconoció al
Consejo de Regencia. La expedición militar enviada allí al mando de Manuel
Belgrano fue derrotada, y la autonomía proclamada por Paraguay respecto de
Buenos Aires constituyó un punto de no retorno. En el Alto Perú, liberado del
dominio español por las fuerzas militares dirigidas desde Buenos Aires a fines
de 1810, el avance se revelaría efímero. YMontevídeo, tradicional competidora
comercial y política de Buenos Aires, donde estaban apostadas las fuerzas
navales españolas, constituyó durante varios años el foco realista más
preocupante para el gobierno asentado en Buenos Aires.
Mientras la Junta provisional esperaba la
llegada de los diputados electos en las ciudades del interior y enfrentaba los
primeros desafíos militares en las regiones rebeldes, se mantenía muy atenta a
los avatares políticos y bélicos de la Península. Entre los acontecimientos
políticos de mayor relevancia ocurridos al otro lado del Atlántico estaba la
convocatoria a Cortes Generales. El Consejo de Regencia, consciente de su
fragilidad e ilegitimidad, lanzó dicha convocatoria a través de un decreto
en el que se invitaba
a todos los territorios dependientes a elegir diputados. La iniciativa era de
suma importancia por varias razones. La primera residía en el hecho de que la
Península se vio compelida a resolver la acefalía de la Corona a través de un
instrumento legal que buscaba, a dos años de un trono vacante, salir de la
situación de provisiona- lidad bajo la cual se encontraban las autoridades. Las
Cortes, apenas reunidas en Cádiz en septiembre de 1810 y dominadas por los
grupos liberales, asumieron el carácter de Congreso Constituyente en nombre de
un nuevo sujeto político: la naáón española.
Su misión era, entonces, dictar una constitución y dotar a esa nación -en la
que se incluía a la Península y a todos sus dominios- de nuevas bases de
legitimidad y legalidad. .
La segunda razón de su
importancia residía en que el Congreso reunido en Cádiz otorgaba representación
tanto a los territorios peninsulares como a los americanos. De esta manera, se
cumplía con el cambio de estatus proclamado por la Junta Central en enero de
1809, al declarar que los territorios americanos no eran colonias, sino parte
esencial de la monarquía. El cumplimiento de esta Real Orden se produjo en sus
dos dimensiones más relevantes: se respetó la integración de América a la
representación en Cortes, pero a su vez se mantuvo la desigualdad de esa
representación al otorgarle mayoría de diputados a ¡a Península, sin seguir un
criterio que vinculase el número de habitantes con el de diputados. Esta
asimetría provocó serios descontentos en muchas regiones de América, a lo que
se sumó un segundo elemento de malestar: la representación “supletoria”
establecida en la Península que, en nombre de la urgencia de los
acontecimientos, llevó a designar diputados suplentes entre los residentes
americanos establecidos en Cádiz hasta tanto fueran elegidos y enviados desde
América los representantes definitivos. Se trataba, sin duda, de un momento crucial, puesto que debía
discutirse la redefmición del imperio y la forma de gobierno que habría de
darse la monarquía a través de un texto constitucional. La elaboración de una
constitución escrita por parte de un órgano elegido y representante de la
nación era por cierto una experiencia inédita para la monarquía española, y muy
reciente también en el mundo atlántico. El primer experimento constituyente
había sido el de los Estados Unidos de Norteamérica en 1787, seguido por ios
más tormentosos vividos en Francia luego de su revolución en 1789.
El Río de la Plata se opuso a
participar de las Cortes de Cádiz invocando como principal argumento la
desigualdad representativa. La misma actitud tomaron otras regiones del imperio,
como parte de Nueva
Granada y de Venezuela, mientras que las zonas centrales y más pobladas
de América aceptaron ser parte de la experiencia constituyente y enviaron sus
diputados al Congreso. Las jurisdicciones que se negaron a participar fueron consideradas
rebeldes por las autoridades de la Península, ahora conformadas por un nuevo
Consejo de Regencia a cargo del poder ejecutivo y por las Cortes, erigidas no
sólo en poder constituyente, sino también legislativo. América comenzaba a
dividirse en dos grandes bloques: leales e insurgentes. El Río de la Plata
formó parte del segundo.
¿Junta
de ciudades o Congreso?
En diciembre de 1810, cuando los
diputados elegidos en el interior del Virreinato arribaron a Buenos Aires, se
desató un conflicto abierto dentro del gobierno en el que se exhibieron las
diferencias respecto a los rumbos que debía adoptar el curso de acción
emprendido en mayo. Tales diferencias se expresaron en términos jurídicos: o
los diputados electos en las ciudades se incorporaban en calidad de miembros de
la Junta o con ellos se formaba un Congreso Constituyente. Las circulares
enviadas en mayo de 1810, por las cuales se convocaba a elegir diputados en las
ciudades, eran lo suficientemente ambiguas para dar lugar a este debate. La confusión
era producto de la incertidumbre jurídica de la coyuntura y de la escasa -o
casi nula- experiencia de los nuevos líderes políticos en asuntos de esta
naturaleza. Lo cierto es que tal ambigüedad fue utilizada como instrumento de
disputa política entre dos grupos que, dentro de la Junta, ya habían comenzado
a distinguirse.
El secretario Mariano Moreno
lideró uno de esos grupos, con la posición de que los diputados debían formar
un congreso destinado a dictar una constitución y a establecer una forma de
gobierno. Por su parte, el presidente, Cornelio Saavedra, junto a los nueve
representantes del interior, apoyaron la moción de formar una junta ampliada.
La primera posición planteaba una estrategia más radicalizada, en la medida en
que un congreso con función constituyente implicaba abandonar el simple
depósito de la soberanía para transformar el orden vigente y abrir, en
consecuencia, el camino a la emancipación definitiva. La segunda era más
conservadora, porque formar una junta de ciudades implicaba mantenerse dentro
del orden jurídico hispánico, pero también dentro de la autonomía lograda en
mayo de 1810, asumiendo el depósito de la soberanía del monarca, ahora en manos
de un cuerpo que representaba tanto a la capital como al conjunto de ciudades
que habían
aceptado esta alternativa. De manera que,
en este caso, el término “conservador” no significaba someterse a la metrópoli,
sino mantener un rumbo político prudente, muy atento a los acontecimientos de
la Península, pero a la vez renuente a participar del experimento
constitucional que se llevaba a cabo en Cádiz.
Finalmente, triunfó la posición saavedrista y se
instituyó una junta de ciudades. El 18 de diciembre de 1810 quedó conformada la
Junta Grande. Moreno fue destinado a una misión en Inglaterra -donde encontró
la muerte antes de tocar la costa de las islas británicas-, y el poder
colegiado, ahora ampliado, fue el encargado de enfrentar los nuevos desafíos
abiertos en mayo.
Las diferencias entre “morenistas” y
“saavedristas" ya se habían exhibido poco antes de la controversia
jurídica expresada en la discusión sobre cómo integrar a los diputados electos
en las ciudades. En ocasión de ios festejos de la victoria obtenida en noviembre
por el ejército patriota en Suipacha (Alto Perú) se ofreció un brindis en honor
a Saavedra, a quien se le entregó una corona de laureles. Este gesto promovió
la versión de que el presidente de la Junta intentaba coronarse como nuevo
monarca de América y culminó con el decreto del 8 de diciembre de “supresión de
honores”, impulsado por su secretario, Mariano Moreno. Allí se exhibían las
reglas de virtud republicana que debían guiar las acciones de los funcionarios
públicos, se hacía especial hincapié en la absoluta igualdad de todos los
miembros de la Junta, tanto en lo relativo a sus atribuciones como en lo
concerniente al protocolo que debía seguirse en sus celebraciones públicas, y
se traspasaba el comando supremo militar, confiado a Saavedra por el Cabildo en
el acta de erección de la Junta Provisional, a la Junta en pleno. Este último
punto era especialmente importante porque privaba al presidente de la Junta de
una de las atribuciones fundamentales heredadas del depuesto virrey: la
comandancia general de las tropas. Una degradación que ya había sufrido
Sobremonte antes de su deposición definitiva, cuando en el cabildo abierto de
1806 se decidió delegar el mando militar en Liniers. Ahora bien, si Sobremonte
había sido degradado por no haber defendido adecuadamente la capital de su
virreinato frente ál ataque inglés, Saavedra sufría similar devaluación de su
autoridad, pero por el enorme poder que implicaba
comandar las
tropas de un ejército que ahora pretendía conquistar para el nuevo orden todas
las jurisdicciones del Virreinato creado en 1776. Desde esta perspectiva,
Saavedra, si bien era el presidente de un poder colegiado declarado autónomo de
la metrópoli, había asumido legaimente -por delegación del propio Cabildo- las
principales atribuciones de un verdadero virrey. La reacción desatada con la ,
simbólica entrega de la corona de laurel al prestigioso comandante de los
Patricios puso en evidencia, pues, el temor de muchos a un tipo de despotismo
unipersonal y la desconfianza hacia un personaje que, en varios sentidos,
evocaba la imagen de la autoridad depuesta en mayo de 1810.
Una de las tareas más urgentes de lajunta
Grande fue generar y mantener adhesiones al nuevo orden en regiones
absolutamente alejadas del centro de poder radicado en Buenos Aires. La guerra
contra los focos disidentes imponía la creciente necesidad de reclutar hombres
y recursos materiales para sostenerla, tanto en Buenos Aires como en el
interior del dilatado territorio sobre el cual aquella pretendía ejercer su
autoridad. Para llevar adelante este cometido no alcanzaba con reemplazar a
gobernadores, comandantes y tenientes; era imprescindible, además, contar con
fuertes apoyos entre las elites locales. Los cabildos eran, sin duda, una pieza
fundamental, pero, aunque en su mayoría habían declarado adhesión a lajunta,
podían convertirse muy rápidamente en focos de resistencia al nuevo orden. Así
lo habían demostrado en el Alto Perú, Paraguay y Montevideo.
El decreto dictado por lajunta
Grande el 10 de febrero de 1811, por medio del cual se crearon juntas
provinciales y subalternas, fue un intento de respuesta política a este
problema. Se buscaba así ganar adhesión en las ciudades del interior,
neutralizar a los cabildos como únicos vehículos del consenso, y organizar
gobiernos territoriales bajo el control de lajunta, manteniendo las jerarquías
establecidas por la Ordenanza de Intendentes de 1782. El decreto ordenaba la
creación de juntas provinciales electivas de cuatro miembros en las capitales
de provincia y juntas subalternas de dos miembros en aquellas ciudades
subordinadas o villas con derecho a tener su diputado en la Junta de Buenos
Aires. El carácter electivo de sus miembros -que por primera vez eran elegidos
por comicios y no por cabildos abiertos- no alcanzaba, sin embargo, a quienes
debían presidirlas: los gobernadores intendentes quedaban como presidentes de
las juntas provinciales y los
comandantes de armas como presidentes de
las subordinadas, todos designados por la Junta Grande.
Las atribuciones conferidas a estos cuerpos
colegiados fueron muy limitadas. Las juntas estaban básicamente destinadas a
garantizar el orden interno en cada jurisdicción y a reclutar tropas para
servir al ejército patriota. No obstante estas limitaciones, la nueva
disposición fue recibida con entusiasmo en la mayoría de las ciudades, según
los testimonios de las actas de elección remitidas a lajunta. Pero de éstas se
deducen también los conflictos desatados en algunas regiones. Los reclamos de
autonomía de algunas jurisdicciones subalternas respecto de sus capitales de
intendencia (tales los casos de Santa Cruz de la Sierra y dejujuy), las
disputas nacidas entre grupos locales al substanciar los procesos electorales
(como en Tucumán y Santiago del Estero) o las competencias entrejuntas y
cabildos muestran las dificultades de garantizar la gobernabilidad a partir del
nuevo centro de poder. La ausencia del rey y su reemplazo por una autoridad que
invocaba la retroversión de la soberanía en los pueblos parecían, poco a poco,
convertirse en una especie de caja de Pandora. Tanto fue así, que el decreto de
febrero se reveló efímero: al promediar el año 1811 ya no tendría vigencia, en
un contexto, por otro lado, de creciente tensión dentro de la Junta Grande
misma.
Los picos de esa tensión se manifestaron
en las jornadas del 5 y 6 de abril de 1811 y en los hechos vividos luego, entre
septiembre y octubre del mismo año. Mientras en abril las disputas se desataron
entre el grupo heredero de Moreno, reagrupado luego de su muerte en el “club
morenista”, y el “saavedrista” que dominaba lajunta, los acontecimientos de
septiembre y octubre pusieron enjuego la relación de fuerzas entre los
representantes de Buenos Aires y los de las ciudades del interior en el seno
del gobierno. En las jornadas de abril, una movilización -cuyo componente
popular es destacado por todos los documentos- se agolpó en la Plaza de la
Victoria y elevó un petitorio a las autoridades, por conducto del Cabildo. En
apoyo del presidente de lajunta y su grupo más cercano, las peticiones exigían,
entre otros puntos, la expulsión de los vocales vinculados al club morenista,
su destierro de la ciudad de Buenos Aires, y la restitución a Saavedra de los
poderes militares sustraídos con el decreto de supresión de honores. El
gobierno cumplió con las peticiones. En los meses siguientes, mientras la
guerra seguía su curso con resultados poco alentadores -al fracaso de Belgrano
en su expedición al Paraguay se sumaba el
frente de Montevideo ocupado por las fuerzas navales españolas y la derrota de
Huaqui en el Alto Perú-, el gobierno instalado en Buenos Aires parecía quedar
cada vez más aislado. El triunfo del
grupo saavedrista en abril no logró acallar las oposiciones dentro de la
capital.
Cuando el presidente de la Junta
se dirigió al frente del ejército del Norte con el objeto de reorganizarlo,
luego de la derrota de Desaguadero, sus opositores aprovecharon la ocasión para
convocar al cabildo abierto que debía elegir a los dos diputados por Buenos
Aires aún no designados, según lo estipulaban las circulares de mayo de 1810.
Si bien dichos diputados debían completar la representación de la Junta Grande,
la elección realizada el 19 de septiembre de 1811, en un clima de gran
agitación, no estuvo destinada a su cometido inicial, sino a crear una
autoridad nueva, también colegiada, de tan sólo tres miembros. Tres días
después de la elección se produjo la “concentración del poder” -según los
términos utilizados por los contemporáneos a los hechos- al constituirse el
Triunvirato con los dos diputados elegidos en el cabildo abierto, Feliciano
Chiclana y Juan José Paso, y con el más votado de los apoderados del pueblo,
Manuel de Sarratea.
Tal concentración generó un
rápido conflicto con la Junta Grande -ahora llamada Junta Conservadora- en la
que permanecieron los diputados del interior. ¿Con qué atribuciones quedaba esa
Junta, representante de los pueblos, frente a un poder que había sido designado
en un cabildo abierto de la ciudad de Buenos Aires y que se arrogaba la
representación de todo el territorio? La Junta no tardó en asumir el desafío
jurídico y elaboró el Reglamento de División de Poderes, dado a conocer el 22
de octubre de 1811 y atribuido a la pluma del deán Gregorio Funes, diputado por
Córdoba y principal sostén del grupo saavedrista. De acuerdo con la nueva
normativa, el Triunvirato quedaba a cargo del poder ejecutivo y debía
subordinar su gestión a la Junta, convertida ahora en poder legislativo. Aunque
ésta no tenía atribuciones para erigirse en congreso constituyente, actuaba
como si las tuviera, trastocando el orden y la legalidad vigente, en función de
ser el único cuerpo que, según declaraba, “conserva a las ciudades en la
persona de sus diputados”. Como poder legislativo se reservaba las facultades
de declarar la guerra y la paz, establecer impuestos, crear tribunales o
empleos desconocidos y nombrar a los miembros del ejecutivo.
La sanción del reglamento fue
devastadora para la propia Junta por cuanto terminó con su disolución, por
orden del ejecutivo, en noviembre de 1811. En diciembre, el gobierno acusó a
muchos de los diputados que habían formado la Junta Conservadora de organizar una
conspiración y decretó que fueran expulsados a sus respectivas provincias.
Finalizaba, además, la carrera política de Saavedra, quien luego de estos
hechos fue sometido también a confinamiento y procesos judiciales. El
Triunvirato elegido en la capital se erigió en autoridad suprema, mientras que
las provincias quedaron directamente sin voz en ella. La relación entre la
capital y el resto de las jurisdicciones se volvía cada vez más conflictiva. El
poder ejercido desde Buenos Aires no ocultaba su voluntad centralizadora,
mientras las ciudades reclamaban representación.
Juan Ignacio Gorriti, diputado de la Junta
Grande en representación de Jujuy, dejó en su autobiografía un relato de los
episodios ocurridos en las jornadas del 5 y 6 de abril y la formación del
Triunvirato en septiembre de 1811. Opositor a la facción saavedrista, destacaba
los excesos cometidos por el Comité de Vigilancia creado luego de ias jomadas
de abril en los siguientes términos:
“Se creó un tribunal que se llamó de vigilancia
para promover el espionaje y delaciones; se multiplicaron los procesos
inquisitoriales. El secretario Campana jamás asistía a los acuerdos como debía
y cuando entraba durante ellos era a acusar revoluciones y acusar personas, las
más respetables de Buenos Aires. Cada delación ocupaba dos o tres días de
sesiones enteras; por la mañana desde las 9 hasta las 3 de la tarde y desde las
7 hasta las 11 o 12 de la noche, sin perjuicio de las actuaciones del tribunal
de vigilancia. [...] Era preciso destruir este monumento de oprobio. La oportunidad
no se hizo esperar”.
Luego de relatar un episodio en el que dos
personas fueron apresadas en una pulpería, enjuiciadas y condenadas por el
tribunal de vigilancia acusándolas de hablar mal contra el gobierno, prosigue:
“No obstante el tribunal falló contra los acusados condenándolos a algunos años
de presidio, pérdida de sus bienes confiscados y satisfacción de costas
procesales; envió el expediente a la Junta para confirmación de la sentencia.
La Junta había repartido sus trabajos, para expedirse mejor, en tres secciones;
en una se despachaba ¡o concerniente a la administración de hacienda; en otra
ios expedientes que giraban por escribanía contra el fisco y en otra los demás
asuntos de gobierno y policía. Los negocios de alto gobierno se trataban en
reunión de toda
la Junta. Yo estaba en la mesa donde debía
verse el expediente obrado por la vigilancia. Se puso en despacho; sus vidas
eran tan resaltantes que escandalizó a todos los vocales; el crimen no
resultaba probado. Cuando lo hubiera estado era de tal naturaleza que no
merecía ser traducido a juicio, o tan pequeño, siendo de todo punto cierto que
la pena de estar encerrados en unos calabozos Inmundos más de tres meses,
cargados de prisiones, era más que suficiente pena para purgarlo. Los reos no
habían sido oídos para hacer sus defensas; por consiguiente, no podía
pronunciarse sentencia contra ellos; y a pesar de tantos vicios, pronunciada
una sentencia poco menos que de muerte. La resolución, pues, se miró con
escándalo por ios vocales; no sóio la reputamos injusta en todas sus partes,
sino nula, por defecto de forma.
Yo aproveché la bella disposición en que estaban lo
vocales para dirigir mis golpes contra ese odioso tribunal: presté con los
colores más vivos la inmoralidad de la sentencia, analicé sus vicios forenses y
las terribles consecuencias políticas de unos procederes que destruían todas
las garantías sociales, que ponían en compleja inseguridad a todos los
ciudadanos que al acostarse en sus camas por la noche, todos tendrían justos
motivos de temer amanecer en un calabozo, luchando contra infames delaciones
que harían ellas solas plena prueba para imponer penas arbitrarias. [...] Últimamente
dije que este era paso necesario en el designio de entablar un régimen de
terror con que bien pronto el tribunal de vigilancia se sobrepondría a todas
las autoridades, se haría absoluto árbitro de vidas y haciendas. Así, luego,
dictamen diciendo que ia Junta debía so pena de perjuicio, oponerse con
firmeza; quitar de la nación este objeto de escándalo y afrenta, echando por
tierra la obra y ei autor, es decir, que ei auto de la sentencia se debía
revocar en todas sus partes, absolver de todo cargo a los reos, restituirles
íntegramente sus bienes, ponerlos en libertad en la hora y sacar el tribunal de
vigilancia. Mis colegas se conformaron; redacté en este sentido el decreto, se
firmó y tuvo plenísimo efecto con aprobación general de todas las gentes de
bien”.
Juan
Ignacio Gorriti, Autobiografía política,
1812 fue un año decisivo en el rumbo de la revolución. Varios factores
colaboraron en ello. En primer lugar la situación de la Península: en marzo de
ese año, mientras Fernando VII permanecía cautivo, se sancionó en España la
Constitución de Cádiz, que dotó a la nación española -constituida por todos los
españoles de ambos hemisferios- de un régimen de monarquía constitucional
centralizada. El rey quedaba a cargo del poder ejecutivo -que durante su
ausencia sería ejercido por un Consejo de Regencia- en el marco de un régimen
con división de poderes. El carácter centralista de la nueva carta quedaba en
evidencia en la organización territorial que afectaba también a América. Cádiz
creó dos tipos de cuerpos representativos a nivel territorial -los ayuntamientos
constitucionales y las diputaciones provinciales de carácter electivo-, pero
limitados por la figura de un jefe político nombrado por el monarca. Dicha
sanción vino a consolidar los dos bloques ya perfilados en América. Las
regiones leales -Nueva España, Perú, parte de Nueva Granada, algunas provincias
de Venezuela, Cuba, Yucatán y Guatemala- aplicaron en sus jurisdicciones la
Constitución de 1812, mientras que las llamadas insurgentes -el Río de la
Plata, el resto de Venezuela y de Nueva Granada- no lo hicieron. El hecho de
que las Cortes se negaran a negociar con América un régimen de autogobierno
para el manejo de sus asuntos locales invalidó cualquier alternativa de tipo
autonomista dentro del marco de la monarquía. Para las regiones que, como el
Río de la Plata, se habían mantenido ajenas a la experiencia constituyente de
la Península, las opciones se reducían a aceptar ser parte de la nueva nación
española o a ser declaradas rebeldes por la metrópoli.
La Constitución de 1812 fue recibida y
celebrada con gran boato en ¡as regiones americanas en las que se aplicó. Fue
la primera en ser llamada “liberal" y recibió, además, el sobrenombre de
“La Pepa”, porque fue promulgada el 19 de marzo, día de San José. Aún hoy en
España se discute si el origen de la popular exclamación “¡Viva la Pepa!” procede de la
demostración de euforia por parte de la población frente a la proclamación de
nuevos derechos y libertades en ei texto constitucional.
En ese contexto, la alternativa de mantener un rumbo
prudente para el movimiento desatado en 1810 no tenía demasiado sustento. Si
todos acordaban no regresar a la sumisión, más que nunca habría que sostener la
rebeldía a través de las armas. La situación jurídica ambigua mantenida hasta
ese momento por parte de un gobierno que había asumido sólo el depósito de la
soberanía fue duramente criticada por los grupos opositores. Las divisiones
facciosas en la capital se habían profundizado con la creación en enero de 1812
de la Sociedad Patriótica, asociación que núcleo a los sectores morenistas
ahora liderados por Bernardo de Monteagudo, y de la Logia Lautaro, organización
secreta que buscaba influir en el gobierno local para favorecer la suerte
militar de la causa revolucionaria en América y que estuvo liderada por José de
San Martín y Carlos de Alvear, recién desembarcados en el puerto de Buenos
Aires. Ambos grupos confluyeron para oponerse a lo que consideraban una
política moderada por parte del Triunvirato. Las severas medidas tomadas contra
los españoles europeos y la fuerte represión hacia los implicados en la
conjuración realista, liderada por Martín de Alzaga en julio de 1812 (en la
cual se pasó por las armas al segundo héroe de la defensa frente a los ingleses,
así como a la mayoría de los rebeldes), no le alcanzó al gobierno para
contrarrestar la acusación de encarnar una política demasiado tímida. La opción
de declarar la independencia de la metrópoli dejaba de ser una alternativa que
sólo podía ser discutida a media voz para pasar a ser debatida en el espacio
público. La prensa periódica se hizo eco de este reclamo, estimulada por el
decreto de libertad de imprenta de 1811. Por otro lado, recrudecía la inquietud
por reunir a un órgano representativo de todos los pueblos, luego de casi un
año de ejercicio del gobierno provisorio por parte de un cuerpo que había sido
elegido en la ciudad de Buenos Aires. La única vía jurídica -legal y a la vez
legítima- de salir de esa provisionalidad era convocar a un congreso constituyente
-tal como lo había hecho la Península con las Cortes de Cádiz- que,
representando a todos los pueblos del ex virreinato, decidiera el nuevo rumbo
político de la región.
El congreso fue finalmente convocado,
luego de los convulsionados episodios de octubre de 1812. Un movimiento
revolucionario liderado por los miembros de la Sociedad Patriótica y la Logia
Lautaro dio por tierra con el primer Triunvirato y formó un nuevo gobierno. El
segundo Triunvirato, dominado por tendencias más radicales que proclamaban la
necesidad de declarar formalmente la independencia, fue el encargado de
convocar al primer Congreso Constituyente que se reunió en el Río de la Plata
en enero de 1813.
En sus primeros tramos, la Asamblea del
año XIII representó el momento más radical de la revolución. No sólo por haber
sancionado la libertad de prensa, la libertad de vientre, la extinción del
tributo, la mita y el yanaconazgo, y la supresión de títulos de nobleza, sino
también por haber excluido la fórmula de juramento de fidelidad al rey Fernando
VII. La nueva fórmula de juramento fue novedosa y a la vez conflictiva, Los
diputados electos en las ciudades llegaron a Buenos Aires con instrucciones de
representar a sus respectivos pueblos, pero una vez abiertas las sesiones del
Congreso, el diputado Alvear propuso que todos juraran en nombre de la nación.
Con esta nueva fórmula, los diputados, dejaban de representar a su ciudad y
provincia para pasar a representar a una nación que nadie sabía muy bien cómo
definir. Lo cierto es que esta novedad -que seguía la ruta de juramento de la
asamblea revolucionaria francesa y de las Cortes de Cádiz- fue fuente de
conflictos, ya que muchas ciudades la percibieron como un avasallamiento a sus
derechos de representación particular y a sus reclamos de autonomía.
A esa altura, las tensiones entre
la capital, sede del gobierno central, y el resto de las jurisdicciones
asumieron nuevas aristas, en la medida en que comenzaron a definirse más
claramente dos tendencias, lo cual se vinculaba con el hecho de estar reunidos
en una asamblea constituyente que, se suponía, debía discutir la organización
del nuevo orden político. Por un lado, estaban quienes defendían una forma de
gobierno indivisible y centralizada; por otro, quienes propugnaban una forma de
gobierno con amplias autonomías para las ciudades, a la que se le dio el nombre
de “tendencia federal”. Para los primeros, la soberanía era única e indivisible
-representada en el concepto de nación impulsado por el diputado Alvear- y el
ordenamiento político resultante debía ser de unidad para las provincias del ex
Virreinato. Esto presuponía la preponderancia de Buenos Aires por su condición
de antigua capital del Virreinato y porque era, además, cabeza de la revolución
iniciada en 1810. Para los segundos, la soberanía podía estar segmentada y
colocaban en pie de igualdad a todas las ciudades como sujetos de derechos
soberanos. Sin embargo, bajo la denominación “federal” se acogían distintas
alternativas, que exhibían el cruce y las confusiones producto de las novedades
que traían consigo los diferentes lenguajes políticos introducidos en el
contexto revolucionario. Según ha demostrado José Carlos Chiaramonte, el
término “federal” podía referir a un modelo organizativo confederal, similar a
la experiencia de las trece colonias norteamericanas que, luego de su
independencia en 1776, adoptaron durante unos años un régimen de este tipo, en el que los nuevos
estados quedaron unidos bajo un laxo gobierno central con escasas atribuciones
referidas, en especial, al manejo de las relaciones exteriores, Pero también
podía remitir al tipo de vínculo creado por la Constitución de 1787, a partir
del cual el gobierno federal asumía mayores atribuciones, aunque manteniendo
cierto grado de autonomía para los estados miembros de la unión. De hecho, por
lo general, los términos “federal”, “federación” y “confederación” fueron
utilizados de manera indistinta en todo este período.
Ahora bien, el Congreso rioplatense -a
cargo del poder legislativo y constituyente- estuvo dominado por los grupos
porteños de posición centralista, que controlaron las designaciones del poder
ejecutivo, primero en manos del Triunvirato y, a partir de 1814, de un Director
Supremo, mientras que la posición federal tuvo su epicentro en la Banda
Oriental, bajo el liderazgo de José Gervasio Artigas. La situación de la
provincia oriental era compleja porque, a los conflictos exhibidos desde 1808,
se sumó el hecho de que, en 1810, el Cabildo de Montevideo de-
claró su lealtad al Consejo de Regencia,
a la vez que el díscolo gobernador Elío recibía por parte de las autoridades
peninsulares el título de virrey del Río de la Plata. No sólo el gobierno de
Buenos Aires desconoció tal designación, sino que en las zonas rurales de la
Banda Oriental se organizó la resistencia a las autoridades españolas bajo la
jefatura de Artigas. Sin embargo, la concordia inicial entre el movimiento
árti- guista y el gobierno de Buenos Aires se resintió. En 1813, en el Congreso
de Tres Cruces, Artigas reconoció a la Asamblea General Constituyente, pero con
ciertas condiciones: elevar la representación de los orientales a seis
diputados y respetar en la futura Constitución una forma de gobierno de tipo
confederal, en la que cada provincia pudiera mantener el goce de su soberanía
particular, delegando sólo algunas atribuciones en el poder central. La
Asamblea rechazó los poderes de los diputados orientales, que quedaron entonces
sin representación. En 1814, Artigas rompió definitivamente con Buenos Aires y
comenzó a expandir su poder e influencia sobre Santa Fe, Misiones, Corrientes,
Entre Ríos y Córdoba.
En ese contexto, el Congreso fue
perdiendo cada vez más impulso y, a fines de 1814, quedó prácticamente aislado.
El nuevo director supremo, Alvear, no
colaboró para pacificar los ánimos; en abril de 1815, su caída, producto de una
revolución armada, terminó también con la primera experiencia constituyente.
Así, pues, la Asamblea del año XIII no cumplió con sus principales cometidos,
declarar la independencia y dictar una constitución, y dejó al desnudo los
problemas heredados de • la crisis de la monarquía. Por un lado, la
independencia no fue declarada debido al cambio radical de la situación en la
Península. El repliegue creciente de las fuerzas napoleónicas culminó a
comienzos de 1814, con la restauración de Fernando VII en el trono y la
propagación de un clima político mucho más conservador en toda Europa. Por otro
lado, las guerras libradas en territorio americano no permitían alimentar mayor
optimismo. El ejército del Norte sufrió dos derrotas en 1813, en Vilcapugio y
Ayohúma, mientras que, en el frente oriental, si bien las fuerzas patriotas
habían logrado vencer finalmente a los realistas, se exacerbaban las disputas
con Artigas.
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En 1815, la situación para los rioplatenses era casi desesperante. El avance de las fuerzas realistas en buena parte de la América hispana insurgente parecía aplastante. Fernando Vil volvía al trono con la férrea voluntad de recuperar sus dominios y de castigar tanto a las colonias rebeldes como a los protagonistas de las Cortes liberales que habían sancionado la Constitución de 1812. Por otro lado, el ejército del Norte
prácticamente se autogobernaba con el apoyo de las provincias del
Noroeste, el Alto Perú estaba definitivamente perdido y el Norte quedaba bajo
la defensa de Martín de Güemes. En medio de esta crisis, la acefalía del
gobierno central con la caída del director supremo parecía amenazar el orden
revolucionario nacido en 1810.
La acefalía fue cubierta, al igual que en
mayo de 1810, por el Cabildo de Buenos Aires. Si bien el Ayuntamiento de la
capital había visto eclipsado su poder mientras la Asamblea Constituyente
estuvo reunida, en medio de la crisis resurgió, y fue el encargado de formar un
gobierno provisorio, que quedó en manos de Alvarez Thomas como director supremo
y de una Junta de Observación de cinco miembros. Esta debía dictar un Estatuto
Provisorio para reglar la conducta y facultades de las nuevas autoridades. El
Estatuto estuvo listo a comienzos de mayo; allí se asumía el compromiso de
convocar a un nuevo congreso constituyente, a realizarse en la ciudad de
Tucumán bajo el principio de ajustar el número de diputados al de habitantes de
cada jurisdicción territorial. Mientras se esperaba esta reunión, el Estatuto
aplicó de manera provisoria el principio de división de poderes. La Junta de
Observación hacía las veces de legisladvo, el poder judicial no sufría
modificaciones y el ejecutivo quedaba muy restringido en sus atribuciones y
bajo el control de la Junta y el Ayuntamiento capitalino. Por otro lado, se
convertía en electivas a muchas de las autoridades existentes: tanto el
director del estado, como los diputados al Congreso general, los cabildos seculares
de las ciudades y villas, los gobernadores de provincias y los miembros de la
Junta de Observación debían ser nombrados por elecciones populares. Luego del
efímero y frustrado ensayo de juntas provinciales electivas de 1811, no se
había implementado ningún mecanismo representativo para nombrar autoridades en
las diversas jurisdicciones territoriales. La única oportunidad que tuvieron
los pueblos de verse representados fue en la Junta Grande y luego en la
Asamblea de 1813.
Sin embargo, la primera fue
disuelta apenas intentó erigirse en poder legislativo bajo el nombre de
“conservadora”, y en la segunda, sus representantes, recién llegados a la
capital, perdieron la condición de diputados de sus pueblos para pasar a ser
diputados de la nación. Además, estas formas de representación de los pueblos
implicaban la participación de sus diputados o bien en una junta de ciudades o
bien en un poder constituyente, sin modificar la administración interna de sus
gobiernos territoriales que seguían, en gran parte, bajo las pautas
establecidas por la Ordenanza de Intendentes de 1782. Si bien el Estatuto de
1815 sólo contemplaba el carácter electivo de algunas autoridades, el cambio no
dejaba de ser significativo. En 1815 parecían concretarse, entonces, varias de las
demandas emergentes en esos años: autoridades electivas para los gobiernos
provinciales, representación popular para los cabildos, representación
proporcional para los diputados a congreso.
Cuando el Estatuto fue comunicado a las provincias
para su jura, pese a que allí la revolución de abril había sido acogida con
júbilo y a que el reglamento procuraba atender a algunas de sus demandas, no
suscitó un apoyo unánime. Fue reconocido en Salta y Tucumán. En Salta, Martín
de Güemes, comandante del ejército patriota, acababa de, convertirse en
flamante gobernador y líder de un movimiento que, entre otras cosas, se erigió
en el muro de defensa contra las incursiones realistas procedentes del Norte,
mientras que en Tucumán la figura más influyente era la del militar del
ejército patriota, Bernabé Aráoz. En Cuyo, el general San Martín había sido
designado gobernador intendente en 1814. En esta provincia, recién segregada de
la intendencia de Córdoba, se aceptó al nuevo director nombrado en abril pero
se rechazó la jura del Estatuto provisorio por considerar que éste dejaba al
poder ejecutivo en una extrema debilidad. Tanto en el acta del Cabildo cuyano
como en la expedida por la Junta de Guerra presidida por San Martín se aludía a
la difícil situación vivida en esos días, dada la proximidad de una expedición
española para reprimir las insurgencias, dirigida finalmente a Venezuela.
Artigas, si bien comenzó reconociendo a Alvarez Thomas, terminó rechazando al
director y al flamante Estatuto dada la negativa del primero a admitir la
segregación de Santa Fe como provincia autónoma producida con la revolución
federal de 1815. La Banda Oriental, Corrientes, Entre Ríos y Córdoba se unieron
a la política de Artigas.
Para el nuevo gobierno, la situación era
acuciante. Si en 1812, con la sanción de la Constitución de Cádiz, las
alternativas del proceso revolucionario se habían reducido, con la restauración
monárquica las opciones eran aún más escasas: o se regresaba a una sumisión a
la metrópoli en los términos absolutistas planteados por Fernando VII o se
salía de la ambigüedad jurídica imperante y se declaraba formalmente la
independencia.
El gobierno convocó a un nuevo
Congreso Constituyente que, reunido en Tucumán, el 9 de julio de 1816 declaró
la independencia de las
Provincias Unidas de Sudamérica de la dominación española y de toda
otra dominación extranjera. El vocablo “Sudamérica” expresaba la indefinición
del momento respecto a cuáles serían las provincias que realmente quedarían
bajo la nueva condición jurídica: ni la Banda Oriental ni las provincias del
litoral -en conflicto con el Directorio- formaron parte del Congreso. Así,
pues, mientras la guerra seguía su curso bajo la constante amenaza del envío de
tropas desde la metrópoli -ahora disponibles luego de la derrota napoleónica-,
a comienzos de 1817 el Congreso se trasladó a la ciudad de Buenos Aires para
cumplir con su segundo cometido: dictar una constitución. Pero para ello era
necesario definir previamente cuál sería la forma de gobierno a adoptar. Un
problema difícil de resolver dadas las condiciones internacionales e internas
vigentes. En el plano internacional, el clima conservador impuesto en Europa
después de la derrota napoleónica hacía difícil pensar en el reconocimiento,
por parte de las principales potencias, de una forma de gobierno republicana.
Sin esto, las Provincias Unidas tenían escasas posibilidades de consolidarse
como entidad política independiente. No obstante, ninguno de los proyectos
monárquicos constitucionales pudo ser implementado en el Río de la Plata, pese
a la propuesta inicial de Belgrano de coronar algún descendiente de los Incas y
de las misiones diplomáticas enviadas a las cortes europeas para buscar algún
príncipe dispuesto a ser coronado rey en estas tierras. Más allá del sesgo
conservador de los diputados del Congreso -que acuñaron el lema “fin a la
revolución, principio al orden”-, la opinión pública no estaba dispuesta a
aceptar una forma monárquica de gobierno; por otra parte, ningún príncipe
europeo se mostró tentado de acceder a la proposición de los enviados
diplomáticos.
Más que nunca, la prensa periódica se hizo eco
de las discusiones sobre las formas de gobierno. El periódico El Censor, por ejemplo,
asumió una posición favorable a la monarquía constitucional mientras que La Crónica
Argentina se expidió contra los proyectos monárquicos y encarnó
la defensa de la forma republicana de gobierno. Esta última cuestionó el
proyecto de instaurar una monarquía inca en el sur del continente americano.
“En el año séptimo de la libertad de estos
Pueblos ha habido quien nos hable como los españoles el primero: ‘seria una
injusticia el no acordarse
de los incas; a ellos, y a los Indios por
consiguiente que fueron su familia les pertenece este terreno que pisamos’. Tal
es ei derecho público que profesa el autor de la carta impugnada. ¿Y es posible
que esta máxima robada de la boca de los peninsulares haya pasado a los labios
de un Americano? ¿Tanto influjo conservan los tiranos sobre nuestro modo de
pensar que nos trasmiten sin conocerlo sus estudiadas opiniones? ¡ah! No quiera
el Cielo que alcanzado este triunfo importante por los sangrientos españoles;
no quiera el Cielo que hecha familiar la idea de una monarquía visionaria, cuya
conveniencia se quiere apoyar en la costumbre, retrogrademos a la antigua, que
es lo que querían los españoles con aquel astuto consejo; y en cuyo favor está
también la costumbre verdadera, si es que ésta existe, y si es que ha de ser '
consultada en la ‘nueva constitución’, obra de la reforma. [...]
Los que dicen que otra clase de constitución no
conviene con nuestras costumbres, nos hacen la injuria más horrenda, porque
vienen a decir en sustancia: 'Los pueblos del Río de la Plata son viciosos,
corrompidos, inmorales. Sus moradores jamás serán frugales, ni buenos
ciudadanos. Sus habitudes anteriores lo prohíben, pues que en verdad antes de
la revolución aunque no faltaban algunas almas superiores, tenían todos los
vicios de españoles y de colonos’. Pueblos que prodigáis la sangre más preciosa
por adquirir la libertad: ¿sentís bien esta grave ofensa?
Pero estas costumbres de que habla con tanta
ostentación cuando se toca la materia de forma de gobierno, o son anteriores a
la revolución, o posteriores. Si lo primero, nuestros principios, nuestros
usos, nuestras costumbres han sido ‘monárquico españolas', que vale tanto como
si nos dijesen que somos, por educación y por principios, ambiciosos, ociosos, bajos,
orgullosos, enemigos de la verdad, adulones, pérfidos, abandonados, que no
conocemos la virtud, y perseguimos a quien la tiene, o quiere tenería, y claro
está que estos dotes nos volverían a la dominación de Fernando. Si lo segundo:
las costumbres son republicanas según lo ha sido nuestro estado, y todos los
gobiernos de la revolución hasta el presente. Ellas no pueden pues formar un
argumento para llevarnos a la monarquía que se indica.”
El punto más conflictivo del debate aparecía cuando, ya fuera en
formato monárquico-constitucional o republicano, se discutía la distribución del poder a nivel territorial. Tanto en las páginas de la prensa
periódica como en las deliberaciones del Congreso se pusieron en evidencia los
distintos posicionamientos respecto a las combinaciones que podían adoptar las
formas republicanas o monárquico-constitucionales frente a las centralistas o
de unidad y las federales o confederales. Esta disputa, ya expresada en la
Asamblea del año XIII, se volvió más virulenta. Por un lado, porque el
artiguismo continuaba jaqueando al poder central, en manos de Juan Martín de
Pueyrredón, director supremo desde 1816; por el otro, porque los reclamos de
formar una confederación provenían tanto de algunas provincias como de ciertos
sectores de Buenos Aires. Aunque en el interior las reivindicaciones localistas
y autonómicas eran más modestas que las expresadas por el líder oriental, no
dejaban de ser potencialmente perturbadoras para un orden político muy frágil
que a esa altura había despertado entre las provincias sentimientos de irritación
hacia el gobierno. La identificación entre Buenos Aires-capital y poder central
condujo a muchos a percibir que desde allí se ejercía un poder despótico que
desconocía los reclamos del conjunto de los pueblos.
En el marco de estos dilemas, el Congreso
constituyente, que había iniciado sus sesiones con enorme cautela y prudencia
respecto de ¡as demandas de los pueblos, fue deslizándose hacia posiciones cada
vez más centralistas. La Constitución sancionada en 1819 no sólo se abstuvo de
definir la forma de gobierno, sino que tampoco se expidió respecto de la
organización interna de las provincias. Si bien adoptaba los dispositivos
modernos de organización política -como el régimen representativo de base
electoral y la división de poderes—, no ocultaba su espíritu corporativo al
crear un Senado en el que quedaban representados algunos de los grupos más
poderosos de la sociedad -clero, universidades, militares y el director del
estado saliente- como tampoco su vocación centralizadora al dejar en manos del
poder ejecutivo nacional la decisión final sobre el nombramiento de los
gobernadores de provincia. Aunque la nueva carta comenzó a aplicarse
parcialmente al ser elegidos algunos senadores, estaba condenada al fracaso. La
disidencia del litoral terminó por socavar las frágiles bases del poder central
y las posibilidades de continuar bajo un orden político constitucionalizado.
Unificado bajo la Liga de los Pueblos Libres con
Artigas como Protector, los enfrentamientos del litoral con las fuerzas
porteñas habían sido constantes desde 1815. En Entre Ríos se había impuesto
desde 1817 la figura de Francisco Ramírez, jefe aliado a Artigas. Santa Fe,
foco de conflicto incesante desde su primer movimiento autonomista en 1815, era una provincia sobre la que Buenos Aires no se resignaba a perder
dominio. En 1818 Estanislao López, jefe de blandengues, reemplazó en el
gobierno santafecino a Mariano Vera y enfrentó a las fuerzas enviadas por el
Directorio. A fines de 1819, las fuerzas entrerrianas al mando de Ramírez y las
santafecinas bajo la jefatura de López estaban listas para avanzar sobre Buenos
Aires.
este texto me lo van a tomar y voy a desaprobar por esta mierda :/
ResponderEliminardale pa, vos podes
EliminarSi ponés un poco de empeño y concentración vas a aprobar.
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