viernes, 25 de septiembre de 2015

Cap 3 - Marcela Ternavasio - Historia Argentina 1806-1852

En 1810 se abrió una nueva etapa tanto en la Península como en América. La formación de juntas en diferentes ciudades americanas y ta convocatoria a cortes en España redefinieron los términos de la crisis iniciada en 1808. Mientras las regiones más densamente pobladas del imperio se mantuvieron leales a la metrópoli y aplicaron la Constitución de Cádiz de 1812, otras se negaron a participar det proceso constituyente gaditano y emprendieron el camino de la insurgencia. El Río de la Plata estuvo entre las zonas rebeldes. Luego de la formación de la Primera Junta de gobierno provisional, en mayo de 1810 en Buenos Aires, se fueron sucediendo distintas autoridades que, en nombre de la retroversión de la soberanía, asumieron el gobierno del ex Virreinato del Río de la Plata. La autonomía política experimentada a partir de 1810 dio lugar, inmediatamente, a una guerra entre ios defensores y detractores del nuevo orden, y transitó por múltiples caminos hasta la declaración de ia independencia en 1816. Las disputas que enfrentaron a los hombres que habitaban los territorios rioplatenses fueron de diversa índole, entre ellas se destacan las que se dirimieron en nombre de nuevos sujetos de imputación soberana. La fragmentación de la anterior unidad virreinal fue una de las consecuencias de tales disputas.
1810: el primer gobierno autónomo Una semana agitada
En el cabildo abierto celebrado el 22 de mayo de 1810, los asistentes votaron una decisión crucial: deponer al virrey Cisneros de su cargo por haber caducado la autoridad que lo había designado. A esa reunión fueron invitados por esquela cuatrocientos cincuenta vecinos


de la dudad capital, aunque asistieron poco más de doscientos cincuenta. Entre los presentes se encontraban funcionarios, magistrados, sacerdotes, oficiales del ejército y milicias y vecinos distinguidos de la ciudad. Por cierto que la votación no fue unánime: sesenta y nueve asistentes fueron partidarios de la permanencia del virrey, mientras que la gran mayoría apoyó la posición de poner fin a la autoridad virreinal.


Además de deponer al virrey, ese mismo día se decidió que el Cabildo de la capital asumiera el mando como gobernador y que, en tal calidad, se encargara inmediatamente de formar una junta de gobierno para tutelar los derechos del rey Fernando VII. AI día siguiente, el Cabildo hizo un último intento por integrar a Cisneros en esa Junta, pese a lo acordado el 25 de mayo. Se trataba, no obstante, de una inclusión sui ge- neiisr. se lo hizo abdicar previamente de su cargo para designarlo como presidente de la Junta, aunque sin la calidad de virrey. Pero todo fue inútil. El 25 de mayo, la Plaza de la Victoria se había convertido nuevamente en el escenario de la agitación popular. Un movimiento liderado por el regimiento de Patricios elevó un petitorio con la lista de los nombres que debían figurar en el nuevo gobierno. La Junta quedó así constituida por nueve miembros: Cornelio Saavedra, a quien se le confirió el supremo mando militar, la presidía; sus secretarios fueron Mariano Moreno y Juan José Paso, y el resto de los vocales Manuel Belgrano, Juan José Castelli, Miguel de Azcuénaga, Manuel Alberti, Domingo Matheu yjuan Larrea.
Terminaba así la efímera carrera de Cisneros en el Río de la Plata. Luego de tres movimientos destinados a deponer virreyes en menos de cuatro años —el primero, exitoso, y el segundo, fracasado-, el tercero fue definitivo, aunque las circunstancias que rodearon a este movimiento fueron diferentes a las experimentadas en el pasado inmediato. En primer lugar, porque se trató de una reacción más generalizada a escala imperial: entre abril y septiembre de 1810, se formaron juntas en Venezuela, Nueva Granada, Río de la Plata y Chile. En todos los casos se invocó el principio de retroversión de la soberanía para reasumirla provisionalmente hasta tanto el rey regresara al trono, siguiendo el ejemplo de las juntas de España. En segundo lugar, si bien no se puso en juego la legitimidad monárquica, sí se cuestionó la de las autoridades metropolitanas que venían a reemplazarlo. La formación de la Junta provisional implicó la creación de un gobierno autónomo, que procuró erigirse en autoridad suprema de todo el Virreinato. La autonomía significaba en aquel momento mantener el vínculo con el monarca y ejercer el autogobierno sin reconocimiento del Consejo de Regencia peninsular.
Aunque la legitimidad de lajunta emanaba del Cabildo que la había creado, muy rápidamente sus miembros se mostraron reticentes a compartir el poder con el Ayuntamiento de la capital. Para constituirse en autoridad suprema era necesario ampliar su representación, integrar al resto de las ciudades del Virreinato y reducir el poder de las instituciones coloniales, especialmente el que detentaba el Ayuntamiento capitalino. Para cumplir con el primer cometido, lajunta provisional siguió los mismos pasos que lajunta Central en 1809, cuando buscó ligar con lazos más firmes a sus dominios americanos otorgándoles representación en su seno. Sólo que en este caso se trató de un proceso eleccionario destinado a designar representantes de las ciudades principales y


subalternas para un gobierno autónomo de la metrópoli. Era la segunda vez que en el Río de la Plata se practicaba una elección de representantes. El principio de retroversión de la soberanía a los pueblos que estaba en la base del reclamo de autonomía obligaba a la Junta de Buenos Aires a buscar la representación de esos pueblos. A tal efecto, envió inmediatamente una circular a los cabildos dependientes para substanciar las elecciones, que debían llevarse a cabo en cabildos abiertos.
En cuanto al proclamado objetivo del nuevo gobierno de erigirse en el poder supremo, los problemas fueron mayores. En el acta confeccionada por el Cabildo el 25 de mayo, la Junta asumió las atribuciones correspondientes a un virrey -gobierno, hacienda y guerra-, pero quedó limitada por la Real Audiencia, que absorbió la causa de justicia, y por el Cabildo de la capital, que se reservó las atribuciones de vigilar a los miembros de la Junta, pudiendo destituirlos por mal desempeño de sus funciones, y de dar conformidad a la imposición de nuevas contribuciones y gravámenes. En este contexto, signado por las incertidumbres jurídicas y los avatares de la guerra en la Península, la Junta debía moverse con mucha cautela si pretendía erigirse en autoridad superior sin violar la legalidad hispánica de la que por ahora se proclamaba heredera. El modo de hacerlo fue remover a los miembros de las dos instituciones destinadas a limitar su poder y colocar en ellas a personajes leales al nuevo gobierno. Los oidores de la Audiencia fueron expulsados del territorio rioplatense en el mes de junio y los capitulares reemplazados en octubre. En ambos casos, la razón invocada fue la sospecha de connivencia con el Consejo de Regencia de la Península. Si la legitimidad de la Junta Central había sido frágil, la del Consejo de Regencia era prácticamente nula. Así, al menos, lo entendieron los miembros de la Junta de Buenos Aires y muchas de las juntas creadas en esos meses en el resto de la América del Sur. Con el relevo de los magistrados se mantenía la legalidad, a la vez que se iniciaba un camino que, por el momento, sólo los adversarios del nuevo orden se atrevían a proclamar como revolucionario.

El hecho de que, en los últimos años, gran parte de la historiografía haya revisado las visiones tradicionales que sacralizaron a un conjunto de hombres prominentes como promotores de una temprana independencia no significa negar la existencia de ciertos personajes que, para 1810, se hallaban en plena deliberación acerca de las opciones que


abría la crisis. Por cierto que desde 1809 es posible observar un clima de agitación entre activos pobladores de la capital a partir de los acontecimientos de 1808. Muchos de los personajes que participaron de las reuniones clandestinas celebradas en la coyuntura en que Cisneros asumió el cargo de virrey fueron quienes discutieron los pasos a seguir durante la semana de mayo. La casa de la familia Rodríguez Peña y la jabonería de Vieytes fueron, al parecer, los principales escenarios donde deliberaron figuras destacadas como Saavedra, Belgrano, Castelli y Moreno, entre otros. Ahora bien, la activa participación de estos hombres no implica que estemos frente a un grupo homogéneo que encarna un plan deliberado de independencia. De hecho, algunos de ellos propusieron rumbos de acción diferentes. Por otro lado, el término “independencia” comenzaba a llenarse de muy diversos contenidos, y no todos los que lo invocaban le otorgaban el mismo significado. Si para algunos podía representar la alternativa más radical de cortar todos los vínculos con España -una opción que todavía no se expresaba públicamente-, para muchos implicaba la de formar un gobierno autónomo, aunque no independiente de la metrópoli. Si bien el término “autonomía” no circulaba en aquellos años, con él se alude a la posibilidad de buscar en la crisis la oportunidad de crear el marco para el autogobierno de los asuntos locales y regionales, sin que esto significara una ruptura con la monarquía.
La situación se presentaba muy confusa para los propios actores de la época, atentos -entre muchas otras variables- al devenir de los acontecimientos internacionales para fijar sus cambiantes posiciones. Casi todos ellos parecían estar abiertos a las distintas posibilidades que surgían con la crisis, incluso la que todavía alentaba el carlotismo. En ese contexto, marcado más por las perplejidades que por las certidumbres, sólo algunos datos parecen claros. En primer lugar, que fueron las milicias urbanas las que volcaron el equilibrio a favor de la autonomía. En segundo lugar, que el movimiento contó con apoyo popular, especialmente de la plebe urbana de la capital. Finalmente, que los hechos de mayo tuvieron un carácter netamente porteño, al menos en sus primeros tramos. Esa limitada dimensión capitalina condujo a la Primera Junta a buscar apoyos en el amplio territorio que pretendía dominar. Para ello, Buenos Aires se valió, más que nunca, de su condición de capital de un virreinato que ahora comenzaba a explorar en sus verdaderas dimensiones. La convocatoria a que las ciudades eligieran un diputado para integrar esa Junta estuvo acompañada por expediciones armadas, cuyo objeto fue dar a conocer la nueva situación y persuadir a
las jurisdicciones, hasta ese momento dependientes del depuesto virrey, de que debían garantizar su obediencia a la Junta recién creada.

Frente a la pregunta sobre si los hechos de la semana de mayo fueron protagonizados por un grupo claramente definido al que pueda asignársele, desde el comienzo, el título de “revolucionario”, la historiografía ha dado diversas respuestas. Las perspectivas predominantes desde el siglo XIX y durante gran parte del siglo XX interpretaron que los acontecimientos de mayo fueron impulsados por personajes portadores de un plan independentista largamente elaborado. Estas perspectivas, cuyo punto de partida es la ¡dea de que hacia 1810 existía una suerte de maduración interna en determinados grupos criollos que habrian estado dispuestos desde un comienzo a romper sus lazos con la metrópoli, adoptaron distintas formas. La más exitosa fue, sin dudas, la que explicó el proceso revolucionario como la expresión de una conciencia nacional en ciernes. Esta imagen, construida en el marco del proceso de formación del estado nacional argentino, que requería -como ocurrió para la misma época en el resto de los países hispanoamericanos- de un mito de origen de la nación, se consolidó y transmitió a través de diversos discursos públicos, entre los cuales se destaca el difundido por la escuela. A esta interpretación se le sumaron luego otras que, aunque desde claves de lectura diferentes, contribuyeron a consolidar la idea de la existencia de un grupo revolucionario portador, antes de 1810, de intereses maduros y claros. Así, por ejemplo, hay quienes consideran que existía un sector opuesto al sistema monopólico español, que propulsaba la Independencia y el librecambio con el objeto de asegurar su expansión económica. Para cualquiera de estas miradas, la crisis de la monarquía no es más que una causa ocasionalis que permitió acelerar un proceso supuestamente en ciernes.
En los últimos años, una vasta historiografía se ha encargado de criticar ios presupuestos ideológicos que, desde fines del siglo XIX, dominaron las Interpretaciones sobre los procesos ¡ndependentistas hispanoamericanos, al postular la hipótesis de que tales movimientos no fueron ni la manifestación de sentimientos nacionales, ni nacieron de la impugnación de sectores socioeconómicos con Intereses opuestos a la metrópoli, sino que surgieron como respuesta al vacío de poder
provocado por la ocupación napoleónica. La generalizada aceptación de este nuevo punto de partida, en el que las emancipaciones son vistas como un proceso único a escala hispanoamericana, con epicentro en la Península, no desmiente, sin embargo, la multiplicidad de procesos que contiene, sino que los dota de un nuevo sentido. En primer lugar, para demostrar que dichos movimientos no nacieron de planes anticoloniales preconcebidos, sino de los efectos producidos por la crisis monárquica de 1808; en segundo lugar, para descubrir las distintas alternativas que la crisis abrió en términos de autonomías y autogobierno; finalmente, para potenciar el estudio de los distintos planos de disputa en los que se libraron las revoluciones en cada uno de los territorios pertenecientes a la monarquía.

Desde su sede en Buenos Aires, la nueva Junta intentó transformar sus milicias en ejércitos destinados a garantizar la fidelidad de los territorios dependientes. El primer foco de resistencia a la Junta tuvo su epicentro en Córdoba, y fue duramente reprimido en agosto, cuando se ordenó pasar por las armas a sus responsables, entre los que se encontraba el gobernador intendente de la jurisdicción, Gutiérrez de la Concha, y el héroe de la reconquista, Santiago de Liniers. Un escarmiento ejemplar que no fue necesario repetir: la mayoría de las ciudades, luego de ciertos vaivenes y cavilaciones, fueron sometiéndose voluntariamente.
En las ciudades dependientes de la intendencia de Córdoba, los cabildos de San Luis y San Juan adhirieron al nuevo gobierno, mientras que en Mendoza la adhesión sólo se consiguió con la llegada de refuerzos de Buenos Aires, frente a la oposición que en un principio exhibió el comandante de armas de la región. En la intendencia de Salta, el Cabildo expresó inmediatamente su apoyo al nuevo orden, mientras que el gobernador intendente, Nicolás Severo de Isasmendi, luego de reconocer a la Junta, se pronunció contra los “enemigos de la causa del rey”. Nuevamente fueron las fuerzas expedicionarias llegadas desde Buenos Aires las que volcaron la suerte a favor de la Junta. Las ciudades dependientes de Salta fueron adhiriendo en diversos momentos: mientras el Cabildo de Jujuy prestó su obediencia luego de la derrota y reemplazo del gobernador intendente, los cabildos de Tucumán y Santiago del Estero lo hicieron antes de dicho reemplazo, y Catamarca prestó su adhesión sin reticencias. En el litoral, las ciudades dependientes de Buenos Aires no tenían, como las otras, la autoridad intermedia del goberna-
dor intendente, puesto que, poco después de creado el Virreinato, la autoridad del virrey reunió en sus manos la de la gobernación intendencia. Así, la situación se presentó menos problemática para Buenos Adres, ya que Santa Fe, Corrientes y las Misiones manifestaron su inmediata lealtad, mientras que en Entre Ríos hubo complicaciones por la intervención de la flota realista de Montevideo.

Santiago de Uniers fue fusilado a dos leguas de Cabeza de Tigre junto al gobernador de Córdoba y otros tres personajes que se negaron a obedecer a la Junta de Buenos Aíres. A obispo de Córdoba, Oreliana, que estaba con los acusados, le fue perdonada la vida, dada su investidura. Tal vez lo que persuadió a la Junta de tomar una medida tan drástica fue que, dada la popularidad de Uniers entre las tropas y la ■ plebe de Buenos Aires, se corría el riesgo de una sublevación popular a su favor si se lo llevaba prisionero a la capital.
Museo Colonial e Histórico “Enrique Udaondo", Lujan.





En todos los casos, lo fundamental era obtener el apoyo de los cabildos, en la medida en que el principio de retroversión de la soberanía a los pueblos involucraba directamente a los ayuntamientos como cuerpos representativos de esos pueblos. Los gobernadores intendentes, en cambio, eran delegados directos del monarca, y en tal carácter fácilmente reemplazables en caso de no mostrase leales a los mandatos de la capital. Y, de hecho, así se hizo: Isasmendi fue reemplazado en Salta por Chiclana, y en Córdoba, luego de la represión de los disidentes, fue designado Pueyrredón. En las jurisdicciones dependientes de Salta y Córdoba, muchos de los comandantes de armas fueron reemplazados por personajes leales al nuevo orden, mientras que en Misiones, Co-' rrientes, Entre Ríos y Santa Fe se nombraron gobernadores militares en relevo de los tenientes gobernadores.
Sin embargo, no en todas las jurisdicciones Buenos Aires tuvo éxito. Fue precisamente en las intendencias más lejanas y menos integradas al Virreinato del Río de la Plata, Paraguay y el Alto Perú, así como en la más cercana aunque siempre conflictiva gobernación militar de la Banda Oriental, donde se expresaron las mayores resistencias. En la provincia del Paraguay, un cabildo abierto celebrado el 24 de julio en Asunción reconoció al Consejo de Regencia. La expedición militar enviada allí al mando de Manuel Belgrano fue derrotada, y la autonomía proclamada por Paraguay respecto de Buenos Aires constituyó un punto de no retorno. En el Alto Perú, liberado del dominio español por las fuerzas militares dirigidas desde Buenos Aires a fines de 1810, el avance se revelaría efímero. YMontevídeo, tradicional competidora comercial y política de Buenos Aires, donde estaban apostadas las fuerzas navales españolas, constituyó durante varios años el foco realista más preocupante para el gobierno asentado en Buenos Aires.

Mientras la Junta provisional esperaba la llegada de los diputados electos en las ciudades del interior y enfrentaba los primeros desafíos militares en las regiones rebeldes, se mantenía muy atenta a los avatares políticos y bélicos de la Península. Entre los acontecimientos políticos de mayor relevancia ocurridos al otro lado del Atlántico estaba la convocatoria a Cortes Generales. El Consejo de Regencia, consciente de su fragilidad e ilegitimidad, lanzó dicha convocatoria a través de un decreto
en el que se invitaba a todos los territorios dependientes a elegir diputados. La iniciativa era de suma importancia por varias razones. La primera residía en el hecho de que la Península se vio compelida a resolver la acefalía de la Corona a través de un instrumento legal que buscaba, a dos años de un trono vacante, salir de la situación de provisiona- lidad bajo la cual se encontraban las autoridades. Las Cortes, apenas reunidas en Cádiz en septiembre de 1810 y dominadas por los grupos liberales, asumieron el carácter de Congreso Constituyente en nombre de un nuevo sujeto político: la naáón española. Su misión era, entonces, dictar una constitución y dotar a esa nación -en la que se incluía a la Península y a todos sus dominios- de nuevas bases de legitimidad y legalidad.                       .
La segunda razón de su importancia residía en que el Congreso reunido en Cádiz otorgaba representación tanto a los territorios peninsulares como a los americanos. De esta manera, se cumplía con el cambio de estatus proclamado por la Junta Central en enero de 1809, al declarar que los territorios americanos no eran colonias, sino parte esencial de la monarquía. El cumplimiento de esta Real Orden se produjo en sus dos dimensiones más relevantes: se respetó la integración de América a la representación en Cortes, pero a su vez se mantuvo la desigualdad de esa representación al otorgarle mayoría de diputados a ¡a Península, sin seguir un criterio que vinculase el número de habitantes con el de diputados. Esta asimetría provocó serios descontentos en muchas regiones de América, a lo que se sumó un segundo elemento de malestar: la representación “supletoria” establecida en la Península que, en nombre de la urgencia de los acontecimientos, llevó a designar diputados suplentes entre los residentes americanos establecidos en Cádiz hasta tanto fueran elegidos y enviados desde América los representantes definitivos. Se trataba, sin duda, de un momento crucial, puesto que debía discutirse la redefmición del imperio y la forma de gobierno que habría de darse la monarquía a través de un texto constitucional. La elaboración de una constitución escrita por parte de un órgano elegido y representante de la nación era por cierto una experiencia inédita para la monarquía española, y muy reciente también en el mundo atlántico. El primer experimento constituyente había sido el de los Estados Unidos de Norteamérica en 1787, seguido por ios más tormentosos vividos en Francia luego de su revolución en 1789.
El Río de la Plata se opuso a participar de las Cortes de Cádiz invocando como principal argumento la desigualdad representativa. La misma actitud tomaron otras regiones del imperio, como parte de Nueva


Granada y de Venezuela, mientras que las zonas centrales y más pobladas de América aceptaron ser parte de la experiencia constituyente y enviaron sus diputados al Congreso. Las jurisdicciones que se negaron a participar fueron consideradas rebeldes por las autoridades de la Península, ahora conformadas por un nuevo Consejo de Regencia a cargo del poder ejecutivo y por las Cortes, erigidas no sólo en poder constituyente, sino también legislativo. América comenzaba a dividirse en dos grandes bloques: leales e insurgentes. El Río de la Plata formó parte del segundo.

¿Junta de ciudades o Congreso?
En diciembre de 1810, cuando los diputados elegidos en el interior del Virreinato arribaron a Buenos Aires, se desató un conflicto abierto dentro del gobierno en el que se exhibieron las diferencias respecto a los rumbos que debía adoptar el curso de acción emprendido en mayo. Tales diferencias se expresaron en términos jurídicos: o los diputados electos en las ciudades se incorporaban en calidad de miembros de la Junta o con ellos se formaba un Congreso Constituyente. Las circulares enviadas en mayo de 1810, por las cuales se convocaba a elegir diputados en las ciudades, eran lo suficientemente ambiguas para dar lugar a este debate. La confusión era producto de la incertidumbre jurídica de la coyuntura y de la escasa -o casi nula- experiencia de los nuevos líderes políticos en asuntos de esta naturaleza. Lo cierto es que tal ambigüedad fue utilizada como instrumento de disputa política entre dos grupos que, dentro de la Junta, ya habían comenzado a distinguirse.
El secretario Mariano Moreno lideró uno de esos grupos, con la posición de que los diputados debían formar un congreso destinado a dictar una constitución y a establecer una forma de gobierno. Por su parte, el presidente, Cornelio Saavedra, junto a los nueve representantes del interior, apoyaron la moción de formar una junta ampliada. La primera posición planteaba una estrategia más radicalizada, en la medida en que un congreso con función constituyente implicaba abandonar el simple depósito de la soberanía para transformar el orden vigente y abrir, en consecuencia, el camino a la emancipación definitiva. La segunda era más conservadora, porque formar una junta de ciudades implicaba mantenerse dentro del orden jurídico hispánico, pero también dentro de la autonomía lograda en mayo de 1810, asumiendo el depósito de la soberanía del monarca, ahora en manos de un cuerpo que representaba tanto a la capital como al conjunto de ciudades que habían


aceptado esta alternativa. De manera que, en este caso, el término “conservador” no significaba someterse a la metrópoli, sino mantener un rumbo político prudente, muy atento a los acontecimientos de la Península, pero a la vez renuente a participar del experimento constitucional que se llevaba a cabo en Cádiz.
Finalmente, triunfó la posición saavedrista y se instituyó una junta de ciudades. El 18 de diciembre de 1810 quedó conformada la Junta Grande. Moreno fue destinado a una misión en Inglaterra -donde encontró la muerte antes de tocar la costa de las islas británicas-, y el poder colegiado, ahora ampliado, fue el encargado de enfrentar los nuevos desafíos abiertos en mayo.

Las diferencias entre “morenistas” y “saavedristas" ya se habían exhibido poco antes de la controversia jurídica expresada en la discusión sobre cómo integrar a los diputados electos en las ciudades. En ocasión de ios festejos de la victoria obtenida en noviembre por el ejército patriota en Suipacha (Alto Perú) se ofreció un brindis en honor a Saavedra, a quien se le entregó una corona de laureles. Este gesto promovió la versión de que el presidente de la Junta intentaba coronarse como nuevo monarca de América y culminó con el decreto del 8 de diciembre de “supresión de honores”, impulsado por su secretario, Mariano Moreno. Allí se exhibían las reglas de virtud republicana que debían guiar las acciones de los funcionarios públicos, se hacía especial hincapié en la absoluta igualdad de todos los miembros de la Junta, tanto en lo relativo a sus atribuciones como en lo concerniente al protocolo que debía seguirse en sus celebraciones públicas, y se traspasaba el comando supremo militar, confiado a Saavedra por el Cabildo en el acta de erección de la Junta Provisional, a la Junta en pleno. Este último punto era especialmente importante porque privaba al presidente de la Junta de una de las atribuciones fundamentales heredadas del depuesto virrey: la comandancia general de las tropas. Una degradación que ya había sufrido Sobremonte antes de su deposición definitiva, cuando en el cabildo abierto de 1806 se decidió delegar el mando militar en Liniers. Ahora bien, si Sobremonte había sido degradado por no haber defendido adecuadamente la capital de su virreinato frente ál ataque inglés, Saavedra sufría similar devaluación de su autoridad, pero por el enorme poder que implicaba


comandar las tropas de un ejército que ahora pretendía conquistar para el nuevo orden todas las jurisdicciones del Virreinato creado en 1776. Desde esta perspectiva, Saavedra, si bien era el presidente de un poder colegiado declarado autónomo de la metrópoli, había asumido legaimente -por delegación del propio Cabildo- las principales atribuciones de un verdadero virrey. La reacción desatada con la , simbólica entrega de la corona de laurel al prestigioso comandante de los Patricios puso en evidencia, pues, el temor de muchos a un tipo de despotismo unipersonal y la desconfianza hacia un personaje que, en varios sentidos, evocaba la imagen de la autoridad depuesta en mayo de 1810.

Una de las tareas más urgentes de lajunta Grande fue generar y mantener adhesiones al nuevo orden en regiones absolutamente alejadas del centro de poder radicado en Buenos Aires. La guerra contra los focos disidentes imponía la creciente necesidad de reclutar hombres y recursos materiales para sostenerla, tanto en Buenos Aires como en el interior del dilatado territorio sobre el cual aquella pretendía ejercer su autoridad. Para llevar adelante este cometido no alcanzaba con reemplazar a gobernadores, comandantes y tenientes; era imprescindible, además, contar con fuertes apoyos entre las elites locales. Los cabildos eran, sin duda, una pieza fundamental, pero, aunque en su mayoría habían declarado adhesión a lajunta, podían convertirse muy rápidamente en focos de resistencia al nuevo orden. Así lo habían demostrado en el Alto Perú, Paraguay y Montevideo.
El decreto dictado por lajunta Grande el 10 de febrero de 1811, por medio del cual se crearon juntas provinciales y subalternas, fue un intento de respuesta política a este problema. Se buscaba así ganar adhesión en las ciudades del interior, neutralizar a los cabildos como únicos vehículos del consenso, y organizar gobiernos territoriales bajo el control de lajunta, manteniendo las jerarquías establecidas por la Ordenanza de Intendentes de 1782. El decreto ordenaba la creación de juntas provinciales electivas de cuatro miembros en las capitales de provincia y juntas subalternas de dos miembros en aquellas ciudades subordinadas o villas con derecho a tener su diputado en la Junta de Buenos Aires. El carácter electivo de sus miembros -que por primera vez eran elegidos por comicios y no por cabildos abiertos- no alcanzaba, sin embargo, a quienes debían presidirlas: los gobernadores intendentes quedaban como presidentes de las juntas provinciales y los


comandantes de armas como presidentes de las subordinadas, todos designados por la Junta Grande.
Las atribuciones conferidas a estos cuerpos colegiados fueron muy limitadas. Las juntas estaban básicamente destinadas a garantizar el orden interno en cada jurisdicción y a reclutar tropas para servir al ejército patriota. No obstante estas limitaciones, la nueva disposición fue recibida con entusiasmo en la mayoría de las ciudades, según los testimonios de las actas de elección remitidas a lajunta. Pero de éstas se deducen también los conflictos desatados en algunas regiones. Los reclamos de autonomía de algunas jurisdicciones subalternas respecto de sus capitales de intendencia (tales los casos de Santa Cruz de la Sierra y dejujuy), las disputas nacidas entre grupos locales al substanciar los procesos electorales (como en Tucumán y Santiago del Estero) o las competencias entrejuntas y cabildos muestran las dificultades de garantizar la gobernabilidad a partir del nuevo centro de poder. La ausencia del rey y su reemplazo por una autoridad que invocaba la retroversión de la soberanía en los pueblos parecían, poco a poco, convertirse en una especie de caja de Pandora. Tanto fue así, que el decreto de febrero se reveló efímero: al promediar el año 1811 ya no tendría vigencia, en un contexto, por otro lado, de creciente tensión dentro de la Junta Grande misma.

Los picos de esa tensión se manifestaron en las jornadas del 5 y 6 de abril de 1811 y en los hechos vividos luego, entre septiembre y octubre del mismo año. Mientras en abril las disputas se desataron entre el grupo heredero de Moreno, reagrupado luego de su muerte en el “club morenista”, y el “saavedrista” que dominaba lajunta, los acontecimientos de septiembre y octubre pusieron enjuego la relación de fuerzas entre los representantes de Buenos Aires y los de las ciudades del interior en el seno del gobierno. En las jornadas de abril, una movilización -cuyo componente popular es destacado por todos los documentos- se agolpó en la Plaza de la Victoria y elevó un petitorio a las autoridades, por conducto del Cabildo. En apoyo del presidente de lajunta y su grupo más cercano, las peticiones exigían, entre otros puntos, la expulsión de los vocales vinculados al club morenista, su destierro de la ciudad de Buenos Aires, y la restitución a Saavedra de los poderes militares sustraídos con el decreto de supresión de honores. El gobierno cumplió con las peticiones. En los meses siguientes, mientras la guerra seguía su curso con resultados poco alentadores -al fracaso de Belgrano


en su expedición al Paraguay se sumaba el frente de Montevideo ocupado por las fuerzas navales españolas y la derrota de Huaqui en el Alto Perú-, el gobierno instalado en Buenos Aires parecía quedar cada vez más aislado. El triunfo del grupo saavedrista en abril no logró acallar las oposiciones dentro de la capital.
Cuando el presidente de la Junta se dirigió al frente del ejército del Norte con el objeto de reorganizarlo, luego de la derrota de Desaguadero, sus opositores aprovecharon la ocasión para convocar al cabildo abierto que debía elegir a los dos diputados por Buenos Aires aún no designados, según lo estipulaban las circulares de mayo de 1810. Si bien dichos diputados debían completar la representación de la Junta Grande, la elección realizada el 19 de septiembre de 1811, en un clima de gran agitación, no estuvo destinada a su cometido inicial, sino a crear una autoridad nueva, también colegiada, de tan sólo tres miembros. Tres días después de la elección se produjo la “concentración del poder” -según los términos utilizados por los contemporáneos a los hechos- al constituirse el Triunvirato con los dos diputados elegidos en el cabildo abierto, Feliciano Chiclana y Juan José Paso, y con el más votado de los apoderados del pueblo, Manuel de Sarratea.
Tal concentración generó un rápido conflicto con la Junta Grande -ahora llamada Junta Conservadora- en la que permanecieron los diputados del interior. ¿Con qué atribuciones quedaba esa Junta, representante de los pueblos, frente a un poder que había sido designado en un cabildo abierto de la ciudad de Buenos Aires y que se arrogaba la representación de todo el territorio? La Junta no tardó en asumir el desafío jurídico y elaboró el Reglamento de División de Poderes, dado a conocer el 22 de octubre de 1811 y atribuido a la pluma del deán Gregorio Funes, diputado por Córdoba y principal sostén del grupo saavedrista. De acuerdo con la nueva normativa, el Triunvirato quedaba a cargo del poder ejecutivo y debía subordinar su gestión a la Junta, convertida ahora en poder legislativo. Aunque ésta no tenía atribuciones para erigirse en congreso constituyente, actuaba como si las tuviera, trastocando el orden y la legalidad vigente, en función de ser el único cuerpo que, según declaraba, “conserva a las ciudades en la persona de sus diputados”. Como poder legislativo se reservaba las facultades de declarar la guerra y la paz, establecer impuestos, crear tribunales o empleos desconocidos y nombrar a los miembros del ejecutivo.
La sanción del reglamento fue devastadora para la propia Junta por cuanto terminó con su disolución, por orden del ejecutivo, en noviembre de 1811. En diciembre, el gobierno acusó a muchos de los diputados que habían formado la Junta Conservadora de organizar una conspiración y decretó que fueran expulsados a sus respectivas provincias. Finalizaba, además, la carrera política de Saavedra, quien luego de estos hechos fue sometido también a confinamiento y procesos judiciales. El Triunvirato elegido en la capital se erigió en autoridad suprema, mientras que las provincias quedaron directamente sin voz en ella. La relación entre la capital y el resto de las jurisdicciones se volvía cada vez más conflictiva. El poder ejercido desde Buenos Aires no ocultaba su voluntad centralizadora, mientras las ciudades reclamaban representación.

Juan Ignacio Gorriti, diputado de la Junta Grande en representación de Jujuy, dejó en su autobiografía un relato de los episodios ocurridos en las jornadas del 5 y 6 de abril y la formación del Triunvirato en septiembre de 1811. Opositor a la facción saavedrista, destacaba los excesos cometidos por el Comité de Vigilancia creado luego de ias jomadas de abril en los siguientes términos:
“Se creó un tribunal que se llamó de vigilancia para promover el espionaje y delaciones; se multiplicaron los procesos inquisitoriales. El secretario Campana jamás asistía a los acuerdos como debía y cuando entraba durante ellos era a acusar revoluciones y acusar personas, las más respetables de Buenos Aires. Cada delación ocupaba dos o tres días de sesiones enteras; por la mañana desde las 9 hasta las 3 de la tarde y desde las 7 hasta las 11 o 12 de la noche, sin perjuicio de las actuaciones del tribunal de vigilancia. [...] Era preciso destruir este monumento de oprobio. La oportunidad no se hizo esperar”.
Luego de relatar un episodio en el que dos personas fueron apresadas en una pulpería, enjuiciadas y condenadas por el tribunal de vigilancia acusándolas de hablar mal contra el gobierno, prosigue: “No obstante el tribunal falló contra los acusados condenándolos a algunos años de presidio, pérdida de sus bienes confiscados y satisfacción de costas procesales; envió el expediente a la Junta para confirmación de la sentencia. La Junta había repartido sus trabajos, para expedirse mejor, en tres secciones; en una se despachaba ¡o concerniente a la administración de hacienda; en otra ios expedientes que giraban por escribanía contra el fisco y en otra los demás asuntos de gobierno y policía. Los negocios de alto gobierno se trataban en reunión de toda


la Junta. Yo estaba en la mesa donde debía verse el expediente obrado por la vigilancia. Se puso en despacho; sus vidas eran tan resaltantes que escandalizó a todos los vocales; el crimen no resultaba probado. Cuando lo hubiera estado era de tal naturaleza que no merecía ser traducido a juicio, o tan pequeño, siendo de todo punto cierto que la pena de estar encerrados en unos calabozos Inmundos más de tres meses, cargados de prisiones, era más que suficiente pena para purgarlo. Los reos no habían sido oídos para hacer sus defensas; por consiguiente, no podía pronunciarse sentencia contra ellos; y a pesar de tantos vicios, pronunciada una sentencia poco menos que de muerte. La resolución, pues, se miró con escándalo por ios vocales; no sóio la reputamos injusta en todas sus partes, sino nula, por defecto de forma.
Yo aproveché la bella disposición en que estaban lo vocales para dirigir mis golpes contra ese odioso tribunal: presté con los colores más vivos la inmoralidad de la sentencia, analicé sus vicios forenses y las terribles consecuencias políticas de unos procederes que destruían todas las garantías sociales, que ponían en compleja inseguridad a todos los ciudadanos que al acostarse en sus camas por la noche, todos tendrían justos motivos de temer amanecer en un calabozo, luchando contra infames delaciones que harían ellas solas plena prueba para imponer penas arbitrarias. [...] Últimamente dije que este era paso necesario en el designio de entablar un régimen de terror con que bien pronto el tribunal de vigilancia se sobrepondría a todas las autoridades, se haría absoluto árbitro de vidas y haciendas. Así, luego, dictamen diciendo que ia Junta debía so pena de perjuicio, oponerse con firmeza; quitar de la nación este objeto de escándalo y afrenta, echando por tierra la obra y ei autor, es decir, que ei auto de la sentencia se debía revocar en todas sus partes, absolver de todo cargo a los reos, restituirles íntegramente sus bienes, ponerlos en libertad en la hora y sacar el tribunal de vigilancia. Mis colegas se conformaron; redacté en este sentido el decreto, se firmó y tuvo plenísimo efecto con aprobación general de todas las gentes de bien”.
Juan Ignacio Gorriti, Autobiografía política, 


1812 fue un año decisivo en el rumbo de la revolución. Varios factores colaboraron en ello. En primer lugar la situación de la Península: en marzo de ese año, mientras Fernando VII permanecía cautivo, se sancionó en España la Constitución de Cádiz, que dotó a la nación española -constituida por todos los españoles de ambos hemisferios- de un régimen de monarquía constitucional centralizada. El rey quedaba a cargo del poder ejecutivo -que durante su ausencia sería ejercido por un Consejo de Regencia- en el marco de un régimen con división de poderes. El carácter centralista de la nueva carta quedaba en evidencia en la organización territorial que afectaba también a América. Cádiz creó dos tipos de cuerpos representativos a nivel territorial -los ayuntamientos constitucionales y las diputaciones provinciales de carácter electivo-, pero limitados por la figura de un jefe político nombrado por el monarca. Dicha sanción vino a consolidar los dos bloques ya perfilados en América. Las regiones leales -Nueva España, Perú, parte de Nueva Granada, algunas provincias de Venezuela, Cuba, Yucatán y Guatemala- aplicaron en sus jurisdicciones la Constitución de 1812, mientras que las llamadas insurgentes -el Río de la Plata, el resto de Venezuela y de Nueva Granada- no lo hicieron. El hecho de que las Cortes se negaran a negociar con América un régimen de autogobierno para el manejo de sus asuntos locales invalidó cualquier alternativa de tipo autonomista dentro del marco de la monarquía. Para las regiones que, como el Río de la Plata, se habían mantenido ajenas a la experiencia constituyente de la Península, las opciones se reducían a aceptar ser parte de la nueva nación española o a ser declaradas rebeldes por la metrópoli.

La Constitución de 1812 fue recibida y celebrada con gran boato en ¡as regiones americanas en las que se aplicó. Fue la primera en ser llamada “liberal" y recibió, además, el sobrenombre de “La Pepa”, porque fue promulgada el 19 de marzo, día de San José. Aún hoy en España se discute si el origen de la popular exclamación “¡Viva la Pepa!” procede de la demostración de euforia por parte de la población frente a la proclamación de nuevos derechos y libertades en ei texto constitucional.



En ese contexto, la alternativa de mantener un rumbo prudente para el movimiento desatado en 1810 no tenía demasiado sustento. Si todos acordaban no regresar a la sumisión, más que nunca habría que sostener la rebeldía a través de las armas. La situación jurídica ambigua mantenida hasta ese momento por parte de un gobierno que había asumido sólo el depósito de la soberanía fue duramente criticada por los grupos opositores. Las divisiones facciosas en la capital se habían profundizado con la creación en enero de 1812 de la Sociedad Patriótica, asociación que núcleo a los sectores morenistas ahora liderados por Bernardo de Monteagudo, y de la Logia Lautaro, organización secreta que buscaba influir en el gobierno local para favorecer la suerte militar de la causa revolucionaria en América y que estuvo liderada por José de San Martín y Carlos de Alvear, recién desembarcados en el puerto de Buenos Aires. Ambos grupos confluyeron para oponerse a lo que consideraban una política moderada por parte del Triunvirato. Las severas medidas tomadas contra los españoles europeos y la fuerte represión hacia los implicados en la conjuración realista, liderada por Martín de Alzaga en julio de 1812 (en la cual se pasó por las armas al segundo héroe de la defensa frente a los ingleses, así como a la mayoría de los rebeldes), no le alcanzó al gobierno para contrarrestar la acusación de encarnar una política demasiado tímida. La opción de declarar la independencia de la metrópoli dejaba de ser una alternativa que sólo podía ser discutida a media voz para pasar a ser debatida en el espacio público. La prensa periódica se hizo eco de este reclamo, estimulada por el decreto de libertad de imprenta de 1811. Por otro lado, recrudecía la inquietud por reunir a un órgano representativo de todos los pueblos, luego de casi un año de ejercicio del gobierno provisorio por parte de un cuerpo que había sido elegido en la ciudad de Buenos Aires. La única vía jurídica -legal y a la vez legítima- de salir de esa provisionalidad era convocar a un congreso constituyente -tal como lo había hecho la Península con las Cortes de Cádiz- que, representando a todos los pueblos del ex virreinato, decidiera el nuevo rumbo político de la región.
El congreso fue finalmente convocado, luego de los convulsionados episodios de octubre de 1812. Un movimiento revolucionario liderado por los miembros de la Sociedad Patriótica y la Logia Lautaro dio por tierra con el primer Triunvirato y formó un nuevo gobierno. El segundo Triunvirato, dominado por tendencias más radicales que proclamaban la necesidad de declarar formalmente la independencia, fue el encargado de convocar al primer Congreso Constituyente que se reunió en el Río de la Plata en enero de 1813.


En sus primeros tramos, la Asamblea del año XIII representó el momento más radical de la revolución. No sólo por haber sancionado la libertad de prensa, la libertad de vientre, la extinción del tributo, la mita y el yanaconazgo, y la supresión de títulos de nobleza, sino también por haber excluido la fórmula de juramento de fidelidad al rey Fernando VII. La nueva fórmula de juramento fue novedosa y a la vez conflictiva, Los diputados electos en las ciudades llegaron a Buenos Aires con instrucciones de representar a sus respectivos pueblos, pero una vez abiertas las sesiones del Congreso, el diputado Alvear propuso que todos juraran en nombre de la nación. Con esta nueva fórmula, los diputados, dejaban de representar a su ciudad y provincia para pasar a representar a una nación que nadie sabía muy bien cómo definir. Lo cierto es que esta novedad -que seguía la ruta de juramento de la asamblea revolucionaria francesa y de las Cortes de Cádiz- fue fuente de conflictos, ya que muchas ciudades la percibieron como un avasallamiento a sus derechos de representación particular y a sus reclamos de autonomía.
A esa altura, las tensiones entre la capital, sede del gobierno central, y el resto de las jurisdicciones asumieron nuevas aristas, en la medida en que comenzaron a definirse más claramente dos tendencias, lo cual se vinculaba con el hecho de estar reunidos en una asamblea constituyente que, se suponía, debía discutir la organización del nuevo orden político. Por un lado, estaban quienes defendían una forma de gobierno indivisible y centralizada; por otro, quienes propugnaban una forma de gobierno con amplias autonomías para las ciudades, a la que se le dio el nombre de “tendencia federal”. Para los primeros, la soberanía era única e indivisible -representada en el concepto de nación impulsado por el diputado Alvear- y el ordenamiento político resultante debía ser de unidad para las provincias del ex Virreinato. Esto presuponía la preponderancia de Buenos Aires por su condición de antigua capital del Virreinato y porque era, además, cabeza de la revolución iniciada en 1810. Para los segundos, la soberanía podía estar segmentada y colocaban en pie de igualdad a todas las ciudades como sujetos de derechos soberanos. Sin embargo, bajo la denominación “federal” se acogían distintas alternativas, que exhibían el cruce y las confusiones producto de las novedades que traían consigo los diferentes lenguajes políticos introducidos en el contexto revolucionario. Según ha demostrado José Carlos Chiaramonte, el término “federal” podía referir a un modelo organizativo confederal, similar a la experiencia de las trece colonias norteamericanas que, luego de su independencia en 1776, adoptaron durante unos años un régimen de este tipo, en el que los nuevos estados quedaron unidos bajo un laxo gobierno central con escasas atribuciones referidas, en especial, al manejo de las relaciones exteriores, Pero también podía remitir al tipo de vínculo creado por la Constitución de 1787, a partir del cual el gobierno federal asumía mayores atribuciones, aunque manteniendo cierto grado de autonomía para los estados miembros de la unión. De hecho, por lo general, los términos “federal”, “federación” y “confederación” fueron utilizados de manera indistinta en todo este período.




Ahora bien, el Congreso rioplatense -a cargo del poder legislativo y constituyente- estuvo dominado por los grupos porteños de posición centralista, que controlaron las designaciones del poder ejecutivo, primero en manos del Triunvirato y, a partir de 1814, de un Director Supremo, mientras que la posición federal tuvo su epicentro en la Banda Oriental, bajo el liderazgo de José Gervasio Artigas. La situación de la provincia oriental era compleja porque, a los conflictos exhibidos desde 1808, se sumó el hecho de que, en 1810, el Cabildo de Montevideo de-


claró su lealtad al Consejo de Regencia, a la vez que el díscolo gobernador Elío recibía por parte de las autoridades peninsulares el título de virrey del Río de la Plata. No sólo el gobierno de Buenos Aires desconoció tal designación, sino que en las zonas rurales de la Banda Oriental se organizó la resistencia a las autoridades españolas bajo la jefatura de Artigas. Sin embargo, la concordia inicial entre el movimiento árti- guista y el gobierno de Buenos Aires se resintió. En 1813, en el Congreso de Tres Cruces, Artigas reconoció a la Asamblea General Constituyente, pero con ciertas condiciones: elevar la representación de los orientales a seis diputados y respetar en la futura Constitución una forma de gobierno de tipo confederal, en la que cada provincia pudiera mantener el goce de su soberanía particular, delegando sólo algunas atribuciones en el poder central. La Asamblea rechazó los poderes de los diputados orientales, que quedaron entonces sin representación. En 1814, Artigas rompió definitivamente con Buenos Aires y comenzó a expandir su poder e influencia sobre Santa Fe, Misiones, Corrientes, Entre Ríos y Córdoba.
En ese contexto, el Congreso fue perdiendo cada vez más impulso y, a fines de 1814, quedó prácticamente aislado. El nuevo director supremo, Alvear, no colaboró para pacificar los ánimos; en abril de 1815, su caída, producto de una revolución armada, terminó también con la primera experiencia constituyente. Así, pues, la Asamblea del año XIII no cumplió con sus principales cometidos, declarar la independencia y dictar una constitución, y dejó al desnudo los problemas heredados de • la crisis de la monarquía. Por un lado, la independencia no fue declarada debido al cambio radical de la situación en la Península. El repliegue creciente de las fuerzas napoleónicas culminó a comienzos de 1814, con la restauración de Fernando VII en el trono y la propagación de un clima político mucho más conservador en toda Europa. Por otro lado, las guerras libradas en territorio americano no permitían alimentar mayor optimismo. El ejército del Norte sufrió dos derrotas en 1813, en Vilcapugio y Ayohúma, mientras que, en el frente oriental, si bien las fuerzas patriotas habían logrado vencer finalmente a los realistas, se exacerbaban las disputas con Artigas.
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En 1815, la situación para los rioplatenses era casi desesperante. El avance de las fuerzas realistas en buena parte de la América hispana insurgente parecía aplastante. Fernando Vil volvía al trono con la férrea voluntad de recuperar sus dominios y de castigar tanto a las colonias rebeldes como a los protagonistas de las Cortes liberales que habían sancionado la Constitución de 1812. Por otro lado, el ejército del Norte
prácticamente se autogobernaba con el apoyo de las provincias del Noroeste, el Alto Perú estaba definitivamente perdido y el Norte quedaba bajo la defensa de Martín de Güemes. En medio de esta crisis, la acefalía del gobierno central con la caída del director supremo parecía amenazar el orden revolucionario nacido en 1810.

La acefalía fue cubierta, al igual que en mayo de 1810, por el Cabildo de Buenos Aires. Si bien el Ayuntamiento de la capital había visto eclipsado su poder mientras la Asamblea Constituyente estuvo reunida, en medio de la crisis resurgió, y fue el encargado de formar un gobierno provisorio, que quedó en manos de Alvarez Thomas como director supremo y de una Junta de Observación de cinco miembros. Esta debía dictar un Estatuto Provisorio para reglar la conducta y facultades de las nuevas autoridades. El Estatuto estuvo listo a comienzos de mayo; allí se asumía el compromiso de convocar a un nuevo congreso constituyente, a realizarse en la ciudad de Tucumán bajo el principio de ajustar el número de diputados al de habitantes de cada jurisdicción territorial. Mientras se esperaba esta reunión, el Estatuto aplicó de manera provisoria el principio de división de poderes. La Junta de Observación hacía las veces de legisladvo, el poder judicial no sufría modificaciones y el ejecutivo quedaba muy restringido en sus atribuciones y bajo el control de la Junta y el Ayuntamiento capitalino. Por otro lado, se convertía en electivas a muchas de las autoridades existentes: tanto el director del estado, como los diputados al Congreso general, los cabildos seculares de las ciudades y villas, los gobernadores de provincias y los miembros de la Junta de Observación debían ser nombrados por elecciones populares. Luego del efímero y frustrado ensayo de juntas provinciales electivas de 1811, no se había implementado ningún mecanismo representativo para nombrar autoridades en las diversas jurisdicciones territoriales. La única oportunidad que tuvieron los pueblos de verse representados fue en la Junta Grande y luego en la Asamblea de 1813.
Sin embargo, la primera fue disuelta apenas intentó erigirse en poder legislativo bajo el nombre de “conservadora”, y en la segunda, sus representantes, recién llegados a la capital, perdieron la condición de diputados de sus pueblos para pasar a ser diputados de la nación. Además, estas formas de representación de los pueblos implicaban la participación de sus diputados o bien en una junta de ciudades o bien en un poder constituyente, sin modificar la administración interna de sus gobiernos territoriales que seguían, en gran parte, bajo las pautas establecidas por la Ordenanza de Intendentes de 1782. Si bien el Estatuto de 1815 sólo contemplaba el carácter electivo de algunas autoridades, el cambio no dejaba de ser significativo. En 1815 parecían concretarse, entonces, varias de las demandas emergentes en esos años: autoridades electivas para los gobiernos provinciales, representación popular para los cabildos, representación proporcional para los diputados a congreso.
Cuando el Estatuto fue comunicado a las provincias para su jura, pese a que allí la revolución de abril había sido acogida con júbilo y a que el reglamento procuraba atender a algunas de sus demandas, no suscitó un apoyo unánime. Fue reconocido en Salta y Tucumán. En Salta, Martín de Güemes, comandante del ejército patriota, acababa de, convertirse en flamante gobernador y líder de un movimiento que, entre otras cosas, se erigió en el muro de defensa contra las incursiones realistas procedentes del Norte, mientras que en Tucumán la figura más influyente era la del militar del ejército patriota, Bernabé Aráoz. En Cuyo, el general San Martín había sido designado gobernador intendente en 1814. En esta provincia, recién segregada de la intendencia de Córdoba, se aceptó al nuevo director nombrado en abril pero se rechazó la jura del Estatuto provisorio por considerar que éste dejaba al poder ejecutivo en una extrema debilidad. Tanto en el acta del Cabildo cuyano como en la expedida por la Junta de Guerra presidida por San Martín se aludía a la difícil situación vivida en esos días, dada la proximidad de una expedición española para reprimir las insurgencias, dirigida finalmente a Venezuela. Artigas, si bien comenzó reconociendo a Alvarez Thomas, terminó rechazando al director y al flamante Estatuto dada la negativa del primero a admitir la segregación de Santa Fe como provincia autónoma producida con la revolución federal de 1815. La Banda Oriental, Corrientes, Entre Ríos y Córdoba se unieron a la política de Artigas.

Para el nuevo gobierno, la situación era acuciante. Si en 1812, con la sanción de la Constitución de Cádiz, las alternativas del proceso revolucionario se habían reducido, con la restauración monárquica las opciones eran aún más escasas: o se regresaba a una sumisión a la metrópoli en los términos absolutistas planteados por Fernando VII o se salía de la ambigüedad jurídica imperante y se declaraba formalmente la independencia.
El gobierno convocó a un nuevo Congreso Constituyente que, reunido en Tucumán, el 9 de julio de 1816 declaró la independencia de las


Provincias Unidas de Sudamérica de la dominación española y de toda otra dominación extranjera. El vocablo “Sudamérica” expresaba la indefinición del momento respecto a cuáles serían las provincias que realmente quedarían bajo la nueva condición jurídica: ni la Banda Oriental ni las provincias del litoral -en conflicto con el Directorio- formaron parte del Congreso. Así, pues, mientras la guerra seguía su curso bajo la constante amenaza del envío de tropas desde la metrópoli -ahora disponibles luego de la derrota napoleónica-, a comienzos de 1817 el Congreso se trasladó a la ciudad de Buenos Aires para cumplir con su segundo cometido: dictar una constitución. Pero para ello era necesario definir previamente cuál sería la forma de gobierno a adoptar. Un problema difícil de resolver dadas las condiciones internacionales e internas vigentes. En el plano internacional, el clima conservador impuesto en Europa después de la derrota napoleónica hacía difícil pensar en el reconocimiento, por parte de las principales potencias, de una forma de gobierno republicana. Sin esto, las Provincias Unidas tenían escasas posibilidades de consolidarse como entidad política independiente. No obstante, ninguno de los proyectos monárquicos constitucionales pudo ser implementado en el Río de la Plata, pese a la propuesta inicial de Belgrano de coronar algún descendiente de los Incas y de las misiones diplomáticas enviadas a las cortes europeas para buscar algún príncipe dispuesto a ser coronado rey en estas tierras. Más allá del sesgo conservador de los diputados del Congreso -que acuñaron el lema “fin a la revolución, principio al orden”-, la opinión pública no estaba dispuesta a aceptar una forma monárquica de gobierno; por otra parte, ningún príncipe europeo se mostró tentado de acceder a la proposición de los enviados diplomáticos.

Más que nunca, la prensa periódica se hizo eco de las discusiones sobre las formas de gobierno. El periódico El Censor, por ejemplo, asumió una posición favorable a la monarquía constitucional mientras que La Crónica Argentina se expidió contra los proyectos monárquicos y encarnó la defensa de la forma republicana de gobierno. Esta última cuestionó el proyecto de instaurar una monarquía inca en el sur del continente americano.
“En el año séptimo de la libertad de estos Pueblos ha habido quien nos hable como los españoles el primero: ‘seria una injusticia el no acordarse


de los incas; a ellos, y a los Indios por consiguiente que fueron su familia les pertenece este terreno que pisamos’. Tal es ei derecho público que profesa el autor de la carta impugnada. ¿Y es posible que esta máxima robada de la boca de los peninsulares haya pasado a los labios de un Americano? ¿Tanto influjo conservan los tiranos sobre nuestro modo de pensar que nos trasmiten sin conocerlo sus estudiadas opiniones? ¡ah! No quiera el Cielo que alcanzado este triunfo importante por los sangrientos españoles; no quiera el Cielo que hecha familiar la idea de una monarquía visionaria, cuya conveniencia se quiere apoyar en la costumbre, retrogrademos a la antigua, que es lo que querían los españoles con aquel astuto consejo; y en cuyo favor está también la costumbre verdadera, si es que ésta existe, y si es que ha de ser ' consultada en la ‘nueva constitución’, obra de la reforma. [...]
Los que dicen que otra clase de constitución no conviene con nuestras costumbres, nos hacen la injuria más horrenda, porque vienen a decir en sustancia: 'Los pueblos del Río de la Plata son viciosos, corrompidos, inmorales. Sus moradores jamás serán frugales, ni buenos ciudadanos. Sus habitudes anteriores lo prohíben, pues que en verdad antes de la revolución aunque no faltaban algunas almas superiores, tenían todos los vicios de españoles y de colonos’. Pueblos que prodigáis la sangre más preciosa por adquirir la libertad: ¿sentís bien esta grave ofensa?
Pero estas costumbres de que habla con tanta ostentación cuando se toca la materia de forma de gobierno, o son anteriores a la revolución, o posteriores. Si lo primero, nuestros principios, nuestros usos, nuestras costumbres han sido ‘monárquico españolas', que vale tanto como si nos dijesen que somos, por educación y por principios, ambiciosos, ociosos, bajos, orgullosos, enemigos de la verdad, adulones, pérfidos, abandonados, que no conocemos la virtud, y perseguimos a quien la tiene, o quiere tenería, y claro está que estos dotes nos volverían a la dominación de Fernando. Si lo segundo: las costumbres son republicanas según lo ha sido nuestro estado, y todos los gobiernos de la revolución hasta el presente. Ellas no pueden pues formar un argumento para llevarnos a la monarquía que se indica.”

El punto más conflictivo del debate aparecía cuando, ya fuera en formato monárquico-constitucional o republicano, se discutía la distribución del poder a nivel territorial. Tanto en las páginas de la prensa periódica como en las deliberaciones del Congreso se pusieron en evidencia los distintos posicionamientos respecto a las combinaciones que podían adoptar las formas republicanas o monárquico-constitucionales frente a las centralistas o de unidad y las federales o confederales. Esta disputa, ya expresada en la Asamblea del año XIII, se volvió más virulenta. Por un lado, porque el artiguismo continuaba jaqueando al poder central, en manos de Juan Martín de Pueyrredón, director supremo desde 1816; por el otro, porque los reclamos de formar una confederación provenían tanto de algunas provincias como de ciertos sectores de Buenos Aires. Aunque en el interior las reivindicaciones localistas y autonómicas eran más modestas que las expresadas por el líder oriental, no dejaban de ser potencialmente perturbadoras para un orden político muy frágil que a esa altura había despertado entre las provincias sentimientos de irritación hacia el gobierno. La identificación entre Buenos Aires-capital y poder central condujo a muchos a percibir que desde allí se ejercía un poder despótico que desconocía los reclamos del conjunto de los pueblos.
En el marco de estos dilemas, el Congreso constituyente, que había iniciado sus sesiones con enorme cautela y prudencia respecto de ¡as demandas de los pueblos, fue deslizándose hacia posiciones cada vez más centralistas. La Constitución sancionada en 1819 no sólo se abstuvo de definir la forma de gobierno, sino que tampoco se expidió respecto de la organización interna de las provincias. Si bien adoptaba los dispositivos modernos de organización política -como el régimen representativo de base electoral y la división de poderes—, no ocultaba su espíritu corporativo al crear un Senado en el que quedaban representados algunos de los grupos más poderosos de la sociedad -clero, universidades, militares y el director del estado saliente- como tampoco su vocación centralizadora al dejar en manos del poder ejecutivo nacional la decisión final sobre el nombramiento de los gobernadores de provincia. Aunque la nueva carta comenzó a aplicarse parcialmente al ser elegidos algunos senadores, estaba condenada al fracaso. La disidencia del litoral terminó por socavar las frágiles bases del poder central y las posibilidades de continuar bajo un orden político constitucionalizado.
Unificado bajo la Liga de los Pueblos Libres con Artigas como Protector, los enfrentamientos del litoral con las fuerzas porteñas habían sido constantes desde 1815. En Entre Ríos se había impuesto desde 1817 la figura de Francisco Ramírez, jefe aliado a Artigas. Santa Fe, foco de conflicto incesante desde su primer movimiento autonomista en 1815, era una provincia sobre la que Buenos Aires no se resignaba a perder dominio. En 1818 Estanislao López, jefe de blandengues, reemplazó en el gobierno santafecino a Mariano Vera y enfrentó a las fuerzas enviadas por el Directorio. A fines de 1819, las fuerzas entrerrianas al mando de Ramírez y las santafecinas bajo la jefatura de López estaban listas para avanzar sobre Buenos Aires.

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