2.
Una monarquía sin monarca
En 1808, los ejércitos
franceses ai mando de Napoleón Bonaparte
invadieron España, lo cual dio lugar a una crisis sin pre- ' cedentes: la
Corona española quedó acéfala y fue ocupada por José Bonaparte, hermano del
emperador francés. En la Península, al tiempo que se iniciaba una guerra de
independencia contra los ejércitos napoleónicos, tuvo lugar un movimiento
juntista que, en nombre del rey “cautivo”, reasumió la tutela de la soberanía.
La crisis de ia monarquía repercutió inmediatamente en sus posesiones
americanas. A partir de ese momento se redefinieron las alianzas
internacionales y se abrieron diversas alternativas para las colonias
hispánicas. En el Virreinato del Río de la Plata, estas vicisitudes se sumaron
a la conflictiva situación que habían dejado como herencia las invasiones
inglesas, lo que agravó las disputas entre los diferentes cuerpos y autoridades
coloniales.
Las
consecuencias de un trono vacío
Napoleón
ocupa ia Península Ibérica
A comienzos de 1808, tanto las
autoridades virreinales como la población porteña en general vieron agudizados
sus temores frente a la posibilidad de una nueva invasión británica,
especialmente luego de recibir noticias acerca de la presencia de la corte
portuguesa en Brasil bajo la protección de Inglaterra. Napoleón Bonaparte había
conquistado Lisboa con el apoyo de España, y el rey Juan VI de Portugal, con
todo su séquito, huyó hacia sus colonias americanas para radicarse en Río de
Janeiro, al menos mientras durara la ocupación francesa. Dicho traslado
despertó en Buenos Aires una inmediata inquietud. En un acuerdo del Cabildo de
Buenos Aires del 15 de marzo de 1808, los regidores se hacían eco de una
noticia difundida “en el pueblo”, según la cual los portugueses aliados a los ingleses tenían proyectado invadir
una vez más la capital virreinal.
■ Estos hechos se producían cuando la expansión
napoleónica en Europa encontraba una barrera aparentemente infranqueable: el
dominio marítimo inglés. Hasta ese momento, España había sostenido su
tradicional alianza con Francia. Para Napoleón, la única manera de avanzar
sobre Gran Bretaña era ocupar Portugal, restándole así a la potencia que
dominaba los mares su anclaje más seguro en el continente europeo; por eso,
avanzó sobre España con el pretexto de ocupar Portugal. En ese avance, España
pasó de país aliado a país ocupado por las fuerzas napoleónicas.
Cuando Bonaparte mostró sus apetencias sobre España,
el rey Carlos IV y su corte no tomaron el mismo rumbo transatlántico de sus
pares portugueses. El reinado de Carlos IV se encontraba desprestigiado, sobre
todo por la mala reputación de su ministro favorito, Godoy, y las disputas
dentro de la familia real se volvían cada vez más evidentes. En medio de estas
querellas, en marzo de 1808 se produjo el Motín de Aranjuez, en el que se
destituyó a Godoy y Carlos IV abdicó a favor de su hijo Fernando. Napoleón supo
aprovechar muy bien los conflictos dinásticos de los Borbones españoles: dos
meses después del motín, el emperador reunió en Bayona —una ciudad de la
frontera francesa- a la familia real. Allí tuvieron lugar los acontecimientos
conocidos como los “sucesos de Bayona”, donde se sucedieron tres abdicaciones,
casi simultáneas: la de Fernando, que devolvió la Corona a su padre, la de
Carlos IV a favor de Napoleón y la de éste a favor de su hermano José
Bonaparte. Estos hechos no tenían antecedentes en la tradición monárquica
europea, según la cual un rey no podía renunciar voluntariamente a la corona
sin el consentimiento del reino. Aunque parte de la opinión pública española
intentó ocultar la inédita actitud de la familia real, presentando las
abdicaciones como forzadas antes que como un acto de traición y deslealtad, lo
cierto es que los Borbones españoles dejaron el trono -y las tierras que
estaban bajo su dominio- en manos de un rey y de una fuerza de ocupación extranjeros.
Entre tanto, Fernando VII permaneció en Bayona, custodiado por las fuerzas
napoleónicas.
Con los_sucesos de Bayona se conmovieron las bases
mismas del imperio. El principio de unidad del inmenso territorio bajo dominio
español residía en la autoridad del rey. Con el legítimo monarca cautivo en
manos de Napoleón, restaban dos opciones: o se juraba fidelidad al nuevo rey
francés o se desconocía su autoridad. De hecho, muchas autoridades de la Península y parte de la
opinión pública española optaron por la primera alternativa. La rápida
ocupación francesa no hubiese sido posible sin la complicidad y apoyo de muchos
españoles afrancesados. Pero,
mientras las fuerzas francesas lograron conquistar varias ciudades de la
Península, en muchas otras sus pobladores se resistieron a aceptar al nuevo
monarca. La España insurgente inició, pues, una guerra de independencia contra
el invasor, y encontró una aliada en su tradicional archienemiga: Gran Bretaña.
Ahora bien, entre los muchos problemas que debieron enfrentar los
españoles en ese momento, se destacaba uno, fundamental: ¿en quién o en quiénes
residiría ahora el gobierno y, por lo tanto, el comando de una guerra contra el
extranjero, si la cabeza legítima de todo ese imperio, el rey, estaba cautivo?
En el marco de aquella monarquía, nadie tenía la potestad de reemplazar al rey.
Menos aún cuando no estaba muerto ni carecía de descendencia, sino que residía
en un país vecino, bajo la tutela del enemigo. La forma de resolver
provisoriamente el dilema jurídico del trono vacante fue constituir juntas de
vecinos en las ciudades no ocupadas por el invasor para que, en nombre de la
tutela de la soberanía del rey Fernando VII, asumieran en depósito e
interinamente algunas atribuciones y funciones de gobierno. Sí bien su
formación estaba prevista en las leyes antiguas de la monarquía y había
ejemplos de juntas y comités colegiados de gobierno territorial en la
Península, el juntismo -entendido como gobiernos autónomos de los territorios-
fue un hecho insólito en el marco de la vacatio
regis, al menos en los términos en que se produjo en 1808. Los
principales propósitos de estas juntas locales eran expulsar a los ocupantes
ilegítimos y restaurar al monarca Borbón en el trono.
La formación de las juntas en España estuvo
precedida, en la mayoría de los casos, por movimientos populares de rechazo
contra el invasor francés y de protesta por la situación de crisis. Se formaron
dieciocho juntas supremas provinciales, todas de manera espontánea, algunas por
elección de los vecinos más notables y otras en asambleas tumultuosas. Su
composición fue muy heterogénea y el número de vocales, muy variado. En ellas
participaron, en mayor o menor medida, según la región
y la coyuntura, autoridades provinciales o regidores locales, militares de
diversa graduación, eclesiásticos, burgueses y miembros de las principales
corporaciones. La Junta de Sevilla se instituyó como Junta Suprema de España e
Indias en mayo de 1808 y se adjudicó numerosas prerrogativas, hasta la
formación de la Junta Central en Aranjuez, con treinta y cinco miembros. JS?
El problema residía en que las juntas locales carecían de un organismo
capaz de centralizar ciertas decisiones, en especial las referidas al comando
de la guerra contra Francia. Por esta razón, en septiembre de 1808 se formó la
Junta Central Gubernativa del Reino, constituida por representantes de las
juntas de ciudades. Ésta debió lidiar con la resistencia de muchas juntas
locales, renuentes a delegar parte del poder que habían reasumido
provisoriamente en ausencia del rey, en medio de una crisis sin precedentes,
sin recursos económicos suficientes para solventar la guerra y sin una base segura de legitimidad’ para
ejercer el gobierno. Sus miembros se vieron jaqueados por innumerables
dificultades; entre ellas, sobresalía una cuestión primordial: cómo manejarse
frente a los territorios americanos dependientes de España.
Para gran
parte de la opinión pública española, el nuevo rey Fernando Vil, ausente y a la
vez retenido por Napoleón, se convirtió en una suerte de mito popular.
Convertido en héroe, frente al "villano Godoy” aliado de Napoleón,
Fernando VI! pasó a ser considerado el “Deseado”. La rápida propagación de esta
imagen en todos los pueblos y ciudades de la Península contribuyó a consolidar
el movimiento juntista.
Mientras en España se desmoronaba todo el sistema institucional con la
abolición de cuerpos fundamentales del reino como el Consejo de Castilla, las
capitanías o las audiencias, en América el sistema institucional permaneció, en
principio, intacto. Ningún virrey ni audiencia americana reconoció a la nueva
dinastía de origen francés, a diferencia de lo que había ocurrido con muchas
autoridades de la Península. Sin embargo, poco más tarde, la crisis de 1808 se trasladó irremediablemente
a este continente. Comprometido el primer eslabón del sistema monárquico, y
puesto que los reinos americanos pertenecían directamente a la Corona, la
ruptura de la cadena de obediencia afectaba a todos los territorios del
imperio. La formación de juntas en la Península tuvo su réplica en América,
aunque en este caso los primeros movimientos jun- tistas surgidos entre 1808 y
1809 no tuvieron la extensión de los peninsulares ni gozaron del apoyo de las
autoridades españolas.
En el extenso mapa de las posesiones españolas en
América, hubo regiones que reaccionaron de manera más inmediata que otras, y en
todas se expresó una profunda fidelidad al monarca cautivo. México fue la
ciudad que exhibió la primera reacción frente a la novedad de las abdicaciones.
Si bien el intento de convocar a una junta de ciudades, liderado por el
ayuntamiento de México y apoyado por el virrey Iturriga- ray, fue reprimido por
la Audiencia y el Consulado, los hechos allí ocurridos en el verano de 1808
fueron acordes a la idiosincrasia de la Nueva España. En primer lugar, por
haber respondido muy rápidamente desde el punto de vista jurídico al declarar
ilegales las abdicaciones; en segundo lugar, porque la propuesta de crear allí
una junta de ciudades da cuenta de la reacción de un auténtico reino, que apeló
inmediatamente a sus cuerpos constitutivos; en tercer lugar, porque el
Ayuntamiento de México se movió como verdadera cabeza de ese reino,
reivindicando su papel de capital, en sintonía con la tradición ju-
rídico-política hispana.
Sin embargo, no todas las reacciones y juntas
formadas -o que se intentó formar- entre 1808 y 1809 en América reunieron estas
características, tan propias de la capital del virreinato más importante del
imperio. Como se verá luego, los primeros movimientos juntistas en Sudamérica
fueron los de Montevideo, en septiembre de 1808, y el abortado movimiento de
Buenos Aires, el l2 de enero de 1809. En ambos casos, las juntas no
reivindicaron el depósito y autotutela de la soberanía, sino que se declararon
subalternas de la Junta de Sevilla, en eí primer caso, y de la junta Central,
en el segundo. Entre tanto, en Caracas -capital de la Capitanía General de
Venezuela-, en noviembre de 1808, el intento de crear una junta por parte de un
grupo de distinguidos personajes de la ciudad -conocida como la “Conjura de los
Mantuanos”— reinvindicó el derecho a ejercer la autoridad suprema en esa
ciudad, si bien “con subordinación a la Soberana del estado”, en referencia a
la Junta Central recién constituida. Este intento se vio rápidamente frustrado
por las autoridades, aunque cabe destacar que, ya en julio de 1808, el capitán general.de Venezuela y el ayuntamiento capitalino
habían promovido la formación de una junta, sin obtener el apoyo de la
Audiencia, que recomendó el reconocimiento de la Junta de Sevilla, tal como se
hizo en agosto de ese año.
Es importante destacar que los reclamos de autonomía
de algunas de las juntas sudamericanas formadas entre 1808 y 1809 se referían
más a su dependencia virreinal que a las autoridades sustitutas del rey en la
Península o se inscribían en el zócalo de descontentos generados por las
reformas borbónicas, como podía ser el caso de Quito -perteneciente al
Virreinato de Nueva Granada, cuya capital era Santa Fe de Bogotá-, donde la
Junta conservaba la fidelidad a Fernando VII, pero lanzaba una fuerte diatriba
contra los peninsulares, que -según el testimonio de dicha Junta- tenían “todos
los empleos en sus manos” y “habían siempre mirado con desprecio a los
americanos”. Por otro lado, estas juntas surgieron en ciudades con distintas
jerarquías territoriales: tanto en cabezas de gobernación militar (Montevideo),
como en cabezas de intendencia (La Paz) y cabezas de audiencia (Charcas y
Quito). En las nuevas capitales creadas por las reformas borbónicas no llegó a
concretarse ninguna de las propuestas juntistas surgidas antes de 1810: a los
intentos frustrados de Caracas y Buenos Aires se sumó la solicitud de los
miembros del Cabildo de Santa Fe de Bogotá de crear una junta presidida por el
Virrey de Nueva Granada, aunque subordinada a la Junta Central, para hacer
frente a la Junta quiteña formada en septiembre de 1809. El argumento de los
capitulares era que el gobierno virreinal estaba desacreditado ante los ojos de
los quiteños, mientras que la Audiencia aconsejó al Virrey no aceptar tal
propuesta. Estas diversas calidades territoriales implicaron también reclamos y
comportamientos diferentes por parte de los actores locales, como el
manifestado en las dos ciudades cabezas de audiencia, Charcas y Quito, donde se
formaron juntas en ese bienio inicial, que buscaron el apoyo de sus ciudades
directamente dependientes, comportándose de este modo como verdaderos reinos.
No obstante, existe un dato común a todas, incluida la experiencia novohispana:
los movimientos de reacción frente a la crisis dinástica se expresaron a través
de los tradicionales conflictos jurisdiccionales entre los cuerpos coloniales
existentes.
En cambio, en el Virreinato del Perú, no sólo no se
registró reacción autonomista alguna, sino que el virrey Abascal, además de
patrocinar una enfática y eficaz propaganda antinapoleónica, se comportó como
una suerte de “súper virrey” de toda la América del Sur, cuando en ocasión de
los movimientos juntistas de Charcas y La Paz en el Sur, y de Quito en el Norte, abandonó su estrategia
militar defensiva para adoptar la iniciativa de una ofensiva militar, pues
consideró que los virreyes de las dos criaturas borbónicas -Nueva Granada y Río
de la Plata- estaban incapacitados para actuar en la pacificación de estas
provincias.
Durante mucho tiempo, las historiografías
nacionales de los países hispanoamericanos interpretaron la formación de las
primeras juntas americanas entre 1808 y 1809 como manifestaciones
índependentistaS fracasadas o como antecedentes de las emancipaciones
posteriores. La apuesta consistía en crear mitos de origen de las gestas
revolucionarias ocurridas después de 1810. En ios últimos años, la renovación
de la historia política hispanoamericana ha revisado y cuestionado aquellas
interpretaciones ai destacar, en primer lugar, que aquel movimiento se
caracterizó por una profunda fidelidad al monarca español y que no exhibió
intenciones de romper lazos con la metrópoli. En segundo lugar, que tampoco se
trató de una confrontación entre españoles y criollos o entre peninsulares y
americanos, sino que fue la respuesta a la crisis peninsular y al temor que
despertó la posibilidad de pasar a depender de Francia. Y en tercer lugar, que
el hecho de que los sectores crioiios e ¡nciuso las propias autoridades
coloniales aprovecharan la coyuntura para negociar con la metrópoli un mayor
margen de autonomía en el manejo de sus asuntos locales no implica que esta
demanda pueda ser leída en clave de vocación independentista.
La Junta Central gubernativa de la Península advirtió con rapidez el
riesgo potencial que implicaba no integrar en su seno la representación de los
territorios americanos. Si bien las reacciones de las posesiones ultramarinas
no dejaron de exhibir fidelidad al rey cautivo, el hecho de que pudieran
reclamar los mismos derechos que las juntas peninsulares era una deriva que las
autoridades sustituías del monarca no estaban dispuestas a tolerar. Si aquella
Junta pretendía representar a todos los reinos y ser el organismo legítimo que
reemplazaba provisionalmente al rey, debía pergeñar un sistema que pudiera
también incluir a América. A ello se abocó, y en enero de 1809 decretó que los
territorios americanos ya no eran “colonias” sino “parte esencial e integrante de la monarquía española” y que, en tal calidad, debían elegir representantes a la
Junta Central.
Era la primera vez que América tendría una
representación en el gobierno de la metrópoli, aunque mucho menor a la otorgada
a los reinos peninsulares. La Junta Central estipuló para estos territorios la
elección de un diputado por cada virreinato, capitanía general o provincia,
mientras que para España asignó dos diputados por provincia, excepto Canarias,
que contó sólo con uno. El mecanismo electoral consistía en que cada
ayuntamiento de cada capital de gobernación elegía una terna, de la que salía
sorteado un candidato. Luego, el virrey y la Audiencia elegían a su vez una
terna entre los candidatos de las distintas ciudades para después sortear, en
Real Acuerdo presidido por el virrey, al diputado del virreinato destinado a
representar su jurisdicción en la Junta Central.
La Real Orden de enero de 1809
despertó distintas reacciones en América: desde el descontento o la
indiferencia hasta la exhibición de un entusiasmo sin retáceos. En algunos
casos, el descontento canalizaba demandas pendientes. En Perú, por ejemplo, en
las instrucciones otorgadas al diputado electo, se proponía una reforma general
del virreinato y se cuestionaban muchas de las reformas borbónicas aplicadas.
En otros casos, se solicitó la ampliación de la participación electoral a todos
los cabildos -y no solamente a los de las capitales que estaban habilitados- o
se cuestionó la desigualdad representativa otorgada a América, como denunció
Camilo Torres en Nueva Granada.
El neogranadíno Camilo Torres redactó para el
Cabildo de Santa Fe de Bogotá una “Representación a la Suprema Junta Central de
España", que finalmente el Cabildo decidió no elevar. En dicha
representación, conocida como el “Memoria! de agravios", Torres denunciaba
lo siguiente: “El Cabildo recibió, .pues, en esta real determinación de V. M. una prenda del
verdadero espíritu que hoy anima a las Españas, y deseo sincero de caminar de
acuerdo al bien común. Si el gobierno de Inglaterra hubiese dado este paso
importante, tal vez no lloraría hoy la separación de sus colonias; pero un tono
de orgullo y un espíritu de engreimiento y de superioridad le hizo perder
aquellas ricas posesiones, que no entendían cómo era que, siendo vasallos de un
mismo soberano, partes integrantes de una misma monarquía, y enviando todas las
demás
provincias de Inglaterra sus representantes al
cuerpo legislativo de la nación, quisiese éste dictarles leyes e imponerles
contribuciones que no habían sancionado con su aprobación.
Más justa, más equitativa, la Suprema Junta
Central ha llamado a las Amóricas y ha conocido esta verdad: que entre iguales,
el tono de superioridad y de dominio sólo puede servir para irritar los ánimos,
para disgustarlos y para inducir una funesta separación.
Pero en medio del justo placer que ha causado esta Real
Orden, el Ayuntamiento de la capital del Nuevo Reino de Granada no ha podido
ver sin un profundo dolor que, cuando en las provincias de España, aun las de
menos consideración, se han enviado dos vocales a la Suprema Junta Central,
para los vastos, ricos y populosos dominios de América sólo se pida un diputado
de cada uno de los reinos y capitanías generales, de modo que resultó una tan
notable diferencia, como la que va de nueve a treinta y seis”.
Camilo Torres,
"Memoria! de agravios” (1809), en José Luis Romero y Luis Alberto Romero, Pensamiento
político de la emancipación, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1985. JBP
Si bien las elecciones de diputados americanos comenzaron a realizarse
durante el año 1809, la dilación del proceso -debido a la lentitud en las
comunicaciones y a lo complicado del sistema electoral estipulado por la Junta-
llevó a que, finalmente, ningún diputado americano pudiera integrarse a ella.
En realidad, cuando algunos ya estaban prontos a realizar el viaje al Viejo
Mundo para asumir su representación, la Junta Central dejó de existir, debido a
los avatares de la guerra en la Península. A comienzos de 1810, las tropas
napoleónicas habían avanzado hacia el Sur hasta ocupar toda Andalucía. La
Junta, trasladada de Sevilla a Cádiz, se autodisolvió y decidió nombrar un
Consejo de Regencia de sólo cinco miembros.
Ahora bien, aunque durante los casi dos años
transcurridos entre 1808 y 1810 una ola de lealtad dinástica mantuvo la
obediencia a la Junta Central en toda América, las alternativas que puso
enjuego la crisis de la monarquía abrieron, al menos de manera potencial,
diferentes opciones para las colonias americanas. En primer lugar, se podía
aceptar el dominio de José Bonaparte, como había ocurrido en parte de la
Península. Una segunda opción era jurar obediencia a las autoridades
provisionales creadas en España, encarnadas primero por la Junta Central y
luego por el Consejo de Regencia. La tercera era establecer juntas locales que, siguiendo el ejemplo metropolitano, gobernaran
transitoriamente en nombre del rey cautivo. Una cuarta alternativa estaba
asociada con la crisis que vivía simultáneamente Portugal.
La comitiva real
portuguesa se trasladó desde Lisboa a Brasil en treinta y ■ cinco navios. La
instalación de la familia real y de la corte en Río de Janeiro tuvo un impacto
muy grande en la ciudad. Las dificultades para acomodar a toda la comitiva, la
necesidad de mejoras urbanísticas, la urgencia en ei envío de víveres y de todo
tipo de abastecimiento fueron algunos de los problemas que enfrentó la nueva
sede real.
Acuarela
anónima, Fundación Biblioteca Nacionai, Río de Janeiro.
Como se mencionó antes, la corte portuguesa se había trasladado en 1808
a Río de Janeiro para huir de la ocupación napoleónica. En ese viaje
transatlántico se encontraba la esposa del rey de Portugal, la infanta Carlota
Joaquina, hermana de Femando Vil de Borbón. La infanta reclamó derechos sobre
los territorios americanos en función de su li- ' naje: puesto que el rey de
España se hallaba cautivo y ninguno de los descendientes masculinos estaba en
condiciones de asumir el trono, Carlota Joaquina solicitó ser la Regente de los dominios pertenecientes
a la Corona. Otra posibilidad era que, en ocasión de la crisis, los grupos
criollos buscaran negociar con la metrópoli mecanismos de integración a la
monarquía que dieran a los pueblos americanos un mayor margen de autonomía y
autogobierno y atenuaran de este modo los efectos más perniciosos de las
reformas borbónicas aplicadas desde fines del siglo XVIII. Finalmente, existía
una última alternativa: separarse totalmente de España declarando la
independencia.
La última opción fue la que contó
con menos adhesiones en los primeros años de la crisis. Por otro lado, antes de
1810, las pocas juntas formadas en América -siempre leales a la Corona
española- fracasaron, mientras que la alternativa “carlotista” parecía viable
sólo en el Río de la Plata. Tampoco las adhesiones a Francia y a Napoleón
contaron con suficiente fuerza, ni siquiera en el Virreinato del Río de la
Plata, donde el nuevo virrey interino surgido de la crisis provocada por las
invasiones inglesas, Santiago de Liniers, era de origen francés.
A fines de julio de 1808, llegó a Buenos Aires la Real Cédula en la que
se ordenaba reconocer como rey de España a Fernando Vil, luego de la abdicación
de Carlos IV, en ocasión del motín de Aranjuez de marzo de 1808. No hace falta
redundar en el dato, muy obvio, de las demoras con que llegaban las noticias de
Europa a América ni en los desfases producidos entre la vorágine de
acontecimientos ocurridos en España en esos meses y su difusión del otro lado
del Adántico. Pero sí es fundamental reconstruir ciertas cronologías en ambos
escenarios para comprender las lógicas de acción de los actores. Así, pues, la
ceremonia de juramento al rey Fernando VII estaba prevista para el 12 de
agosto, pero el Virrey ordenó suspenderla, en acuerdo unánime con la Audiencia
y el Cabildo, luego de tomar conocimiento el 30 de julio de impresos llegados
desde Cádiz en los que se anunciaba la protesta de Carlos IV a su abdicación y
su regreso al trono.
A su vez, el 13 de agosto arribó al Río de la Plata
el marqués de Sassenay, enviado de Napoleón
Bonaparte. El objetivo de su misión era dar a conocer el estado de España y el
cambio de dinastía, y observar las reacciones de los rioplatenses frente a esta
noticia. En esos días, había circulado en Buenos Aires la proclama del Supremo
Consejo de Castilla -que había aceptado las abdicaciones como un acto legítimo y
promovido el reconocimiento de la nueva dinastía-, en la que condenaba como
anárquicos los sucesos de Madrid del 2 de mayo, cuando se produjo un
levantamiento popular contra las tropas francesas, y amenazaba con castigar
severamente a quienes intentasen romper la alianza entre España y Francia. El
desconcierto explica, en gran parte, que la noticia del arribo del emisario
napoleónico alimentara cierta inquietud. Liniers recibió a Sassenay junto al
Cabildo y la Audiencia; allí examinaron los papeles en los que se daba cuenta
de las abdicaciones, la elección del rey José Bonaparte y la convocatoria a un
congreso en Bayona. Para mayor confusión, muchos de esos papeles estaban
avalados con la firma de autoridades españolas.
Aunque las autoridades locales
comprendieron rápidamente cuán peligroso era difundir tales novedades, el
intento de mantenerlas en secreto fue vano. El rumor de la presencia de
Sassenay en Buenos Aires había trascendido, y despertó todo tipo de
infidencias. Para aquietar los ánimos, el 15 de agosto el Virrey lanzó una
proclama a los habitantes de Buenos Aires en la que se manifestaban las
cavilaciones del momento. Las expresiones allí vertidas estaban lejos de
condenar a Napoleón, aunque se ratificaba la fidelidad del pueblo de Buenos
Aires a su legítimo soberano. Si bien se presume que la proclama fue redactada
por uno de los oidores y contó con el acuerdo de la Audiencia y del Cabildo,
fue utilizada luego por los adversarios de Liniers para argumentar su postura
indecisa respecto de Napoleón.
En
aquellos años, las noticias se propagaban a través de rumores difundidos en
distintos espacios, privados y públicos. Las tertulias, los cafés, las
pulperías, los reñideros, los mercados y la calle eran escenarios de
conversación e intercambio de novedades y opiniones. El clima de incertidumbre
experimentado en los convulsionados meses de 1808 y la vocación de las
autoridades por ocultar las novedades de España quedaron expuestos -entre otros
testimonios- en la declaración de un testigo durante el proceso iniciado a
algunos personajes acusados de conspiración a fines de 1808 por haber puesto en
duda el juramento de fidelidad a Fernando Vil. Ignacio José Warnes declaró
frente al tribunal:
"El
dfa que se publicó el bando en esta capital sobre la exaltación al trono del
señor don Fernando Vil, entrando en el café de don Juan
Antonio Pereira, el declarante y e! citado Peña
[Nicolás], le preguntó el exponente a don Domingo Basavilvaso, que allí se
hallaba, a qué se reducía el citado bando, y le contestó éste que a la
exaltación al trono de nuestro soberano el señor don Femando Vil, con cuyo
motivo dijo Peña que estaba muy bueno que se coronase al señor don Fernando
Vil, pero que no comprendía cómo era eso, pues según una papeleta impresa que
le había venido a Don Juan Antonio Lezica, había vuelto a ocupar el trono de
España don Carlos IV, a lo que repuso Basavilvaso que a ésta no había que darle
crédito, sino a la real cédula que se había publicado por bando, en cuyo estado
se retiró el que declara".
t
En ese clima, el 21 de agosto, se procedió a celebrar el juramento de
fidelidad al rey Fernando VII, y recién el 2 de septiembre se publicó por bando
en Buenos Aires la declaración de guerra a Francia y la firma de un armisticio
de paz con Inglaterra. El anuncio del cambio de alianzas no tranquilizó a nadie
en el Río de la Plata. El gobierno británico era consciente de esta
desconfianza; por ello, envió emisarios a Buenos Aires para convencer a las
autoridades locales de la nueva situación. La inquietud y la desconfianza que
exhibía el rincón más austral del imperio hacia Inglaterra y Portugal eran sin
dudas comprensibles y se expresaban en el temor de que cualquiera de las dos
potencias estimulara una independencia bajo su protectorado. La experiencia de
las invasiones inglesas no colaboraba para mejorar la imagen de Gran Bretaña,
como tampoco ayudaron las intrincadas tramas urdidas por la infanta Carlota
Joaquina para mejorar la de Portugal. Aunque el reclamo de la hija de Carlos IV
de ejercer una regencia en América tenía un fundamento legal, el contexto
político en el que se presentó dejó a la propuesta con escasas posibilidades de
éxito. Cabe destacar que las ambiciones de la princesa no tuvieron acogida
alguna entre los españoles que resistían la ocupación francesa en la Península,
que existían diferencias dentro mismo de la corte portuguesa respecto a la
estrategia de Carlota, y que las redes que tendió en el Río de la Plata -la
jurisdicción más cercana y con la que podía tener contactos más fluidos-
apuntaron a un riesgoso doble juego que le restó capacidad de maniobra. La
Infanta buscó adhesiones tanto entre las autoridades coloniales como entre
ciertos personajes que, frente a la agitación vivida
luego de las invasiones inglesas, podían ver su regencia como una oportunidad
de redefinir los vínculos imperiales. Lo cierto es que sus tratativas, además
de despertar gran temor y desconfianza entre las autoridades por la amenaza que
representaban Portugal e Inglaterra, desataron sospechas sobre los vínculos de
la princesa con personajes locales, a los que se comenzó a imputar una vocación
revolucionaria y republicana.
El redamo de Carlota Joaquina de ejercer la regencia en América se
fundaba, entre otros argumentos jurídicos, en la derogación de la Ley Sálica en
1789, vigente en España desde 1713. De acuerdo con esa ley, las mujeres sólo
podían heredar el trono de no haber herederos varones en la línea principal
(hijos) o lateral (hermanos y sobrinos). Cuando el rey Carlos IV sólo era padre
de Carlota y buscaba asegurarse ia sucesión en caso de no tener descendencia
masculina, procedió a derogar la ley. -
Las noticias de estos vertiginosos cambios y secretas tratativas
llegaron a la capital virreinal en medio de las disputas de poder antes
descriptas.
Liniers se encontraba cada vez más
enfrentado al Cabildo de Buenos Aires, puesto que -entre otras rivalidades-
ambos intentaban tener el control sobre las milicias. Lo peculiar del caso
rioplatense era la superposición de dos crisis de autoridad: a la crisis local
desencadenada por las invasiones inglesas se sumaba ahora la que se desataba en
la Península por el trono vacante. En ese contexto, Liniers fue sin duda una
víctima de las opciones que se abrían. En primer lugar, porque los contactos
iniciados por la infanta Carlota llevaron a que el Cabildo lo acusara de
connivencia con portugueses e ingleses en pos de declarar la independencia
respecto de la metrópoli española. En segundo lugar porque, en esa particular
coyuntura, su condición de francés de nacimiento lo colocaba en una situación complicada. Un dato por
cierto banal hasta poco tiempo antes, pero que ahora arrojaba sobre Liniers un
manto de sospecha de connivencia con las fuerzas napoleónicas que ocupaban la
Península. De hecho, el argumento fue uülizado por sus enemigos locales,
especialmente después de la llegada a Buenos Aires del marqués de Sassenay.
El personaje que con mayor ahínco acusó de pro
francés a Liniers fue el gobernador de Montevideo. Luego de la evacuación de
los ingleses de la Banda Oriental, el Virrey había nombrado como gobernador interino de aquella plaza a Francisco
Javier de Elío. Un personaje de “genio
fogoso y precipitado” -según el retrato que de él se hacía en un informe de la Audiencia- y proclive a la “arbitrariedad, despótico manejo”
y “ambición de gloria”. Aunque, desde su nombramiento, Liniers intentó frenar algunos excesos de autoridad exhibidos por Elío, éste manifestó
siempre cierta insubordinación respecto de la autoridad virreinal, reavivando viejas rivalidades entre
Montevideo y Buenos Aires. El conflicto abierto entre ambos tuvo lugar en el
marco de la visita del j marqués de
Sassenay a Buenos Aires. En septiembre de 1808, Elío acusó a
Liniers de conducta “sospechosa” e “infidencia” a través de un pliego firmado
por el propio gobernador y cuatro miembros del Cabildo de Montevideo, y dirigido a la Audiencia y Cabildo de
Buenos Aires. En ese pliego,
los firmantes solicitaban que Liniers fuera separado del mando. El Virrey reaccionó
enviando al capitán de navio, Juan Angel Michelena,
para relevar del cargo a Elío. Sin embargo, una vez arribado a
Montevideo, no pudo cumplir su cometido, puesto que este último se resistió
a acatar la orden.
En
ese clima, Montevideo repetía la escena que poco tiempo antes había experimentado Buenos Aires al celebrar un cabildo abierto que en
este caso, resolvió “establecer una junta subalterna de la de Sevilla a imitación de las de España”. De esta
manera, la Banda Oriental lograba lo que en el marco de la legalidad colonial
no habría sido posible: la autonomía absoluta respecto de Buenos Aires. Una
autonomía que, al recuperar el ejemplo juntista español y la declaración de
fidelidad al rey Fernando VII, procuraba dotarse de una nueva legitimidad. En
este punto, es importante subrayar que no existía en dicha junta un reclamo de
derecho al autogobierno frente a las autoridades sustituías del rey en la
metrópoli -por el contrario, buscaba reforzar ese lazo, que en ese momento era
con la Junta de Sevilla-, sino un reclamo de autonomía respecto -o en contra-
de su antigua rival Buenos Aires.
Sin embargo, como ocurrió en la mayoría de las
regiones del imperio, la formación de juntas provocó el inmediato rechazo por parte
de las autoridades coloniales residentes en la capital, muy especialmente de la
Audiencia. Los oidores, frente a la incómoda situación de tener que acatar el
movimiento juntista español y condenar cualquier réplica en América,
argumentaron que el establecimiento de la Junta de Montevideo era opuesto a las
leyes porque, a diferencia de las juntas peninsulares, formadas para resistir
la ocupación de las tropas francesas, en América no había ejército invasor que
justificara seguir el ejemplo de la metrópoli. El alto tribunal calificó el
procedimiento de Elío como revolucionario, escandaloso y ejemplo de
insubordinación a la autoridad. Liniers y la Audiencia exigieron a Elío la
disolución de la Junta, pero éste argumentó que era imposible debido a la resistencia
del “pueblo”. Se intentó resolver la situación evitando el uso de la fuerza, a
la espera del nuevo gobernador propietario designado en la Península. Lo cierto
es que, en un escenario tan conflictivo, las muestras de absoluta lealtad hacia
el rey Fernando VII y hacia la Junta Central no alcanzaron para desalentar las
sospechas cruzadas sobre Liniers.
Las disputas llegaron a su clímax el le
de enero de 1809, en ocasión de las elecciones capitulares, cuando el Cabildo
de Buenos Aires -liderado por su alcalde de primer voto, Martín de Alzaga-
intentó formar una junta similar a la de Montevideo. Durante esa jornada, la
Plaza Mayor -llamada ahora Plaza de la Victoria, en homenaje a los triunfos
sobre los ingleses- se convirtió en una especie de inminente campo de batalla.
Las fuerzas milicianas con que contaba el Cabildo no alcanzaban, según los
informes, a más de trescientos o cuatrocientos hombres, mientras que el Virrey
contaba con el apoyo de la mayor parte de
las tropas. En ese clima de agitación, y
pese a que Liniers confirmó las elecciones capitulares, el Ayuntamiento convocó
a un cabildo abierto en que se resolvió constituir una junta bajo el lema
“¡Viva el rey Fernando VII, la Patria y la Junta Suprema!”. Siguiendo el
ejemplo de Montevideo, el intento de los capitulares porteños no se expresó en
un reclamo de autotutela del depósito de la soberanía frente a la autoridad de
la metrópoli, sino que más bien se manifestó como un golpe contra el Virrey.
Liniers se reunió con los oidores
y propuso dimitir de su cargo, pero éstos advirtieron que, si renunciaba, se
sucedería luego el golpe a las demás autoridades. La Audiencia velaba
nuevamente por una legalidad cuyo garante fue el resto de las tropas -que no
apoyaba el movimiento del Cabildo-. La presencia de varios batallones ocupando
la Plaza Mayor -entre ellos, el de Patricios, cuyo comandante era Cornelio Saavedra- alcanzó para poner en evidencia el fracaso del movimiento liderado por
Alzaga. El conflicto culminó con la inmediata detención, destierro y
procesamiento de los responsables del motín, y con un acto cargado de
simbolismo: Liniers ordenó bajar el badajo de la campana del cabildo y llevarlo
al Fuerte. Con este gesto se le sustraía al Ayuntamiento el instrumento
utilizado para convocar al pueblo, emblema de su poder durante los últimos
años.
Poco tiempo después del frustrado
intento juntista del cabildo capitalino, Liniers recibió la Real Orden del 22 de
enero de 1809 de la Junta Central, en la que se invitaba al Virreinato a elegir
un diputado que lo representara en su seno. Envió entonces a los cabildos
capitales de intendencia la nueva reglamentación para su cumplimiento, a través
de una circular fechada el 27 de mayo de 1809. El oficio del Virrey fue girado
directamente a los cabildos cabeceras, prescindiendo de la vía jerárquica
establecida con las reformas borbónicas, que imponía en la cabeza de cada
jurisdicción a los gobernadores intendentes, según estipulaba la Real Orden de
la Junta. Los cabildos hicieron lo propio al tramitar toda duda o resolución
del proceso electoral directamente con el Virrey. Una vez en marcha el
cumplimiento de la ordenanza, en algunos cabildos surgieron dudas o dificultades
vinculadas básicamente con los requisitos de los candidatos y con las ciudades
que gozaban del privilegio de elección. Elevados los casos a la Junta Central,
ésta respondió con una orden complementaria del 6 de octubre de 1809 que
modificaba en parte la anterior al disponer que todos los cabildos,
pertenecieran o no a ciudades cabeceras, debían intervenir en la elección. Para
el momento en que se disolvía la Junta Central, ya habían sido electos re-
presentantes por Córdoba, La Rioja,
Salta, San Juan, San Luis, Mendoza, Potosí, Cochabamba, Mizque, Corrientes,
Asunción, Montevideo, Santa Fe y La Plata.
En algunas jurisdicciones, como fue el caso de
Córdoba, la aplicación de la Real Orden desató numerosos conflictos entre
algunos grupos de la elite previamente enfrentados, además de disputas
jurisdiccionales con el gobernador intendente. Éstas retrasaron notablemente el
trámite de la elección de la terna y el sorteo, anulándose lo actuado en varias
oportunidades y elevando consultas al Virrey y a la Junta Central. En Buenos
Aires, en cambio, la elección no se verificó, en gran parte por el contexto
conflictivo en que se encontraba la ciudad al momento de recibir la orden de la
Junta Central. Si bien el movimiento del Ia de enero había sido
sofocado, las relaciones entre el Virrey y el Cabildo capitalino no habían
mejorado desde entonces, y no habrían de hacerlo hasta el final del mandato de
Liniers.
Una muestra elocuente de los acelerados cambios
ocurridos luego de la crisis monárquica y de los efectos que produjeron en los
realineamíentos de fuerzas internas es ei proceso abierto a Juan Martin de
Pueyrredón a fines de 1808, acusado de revolucionario y sedicioso. Pueyrredón
era uno de los héroes de la reconquista de 1806 frente a las fuerzas británicas.
En tal carácter, el cabildo abierto celebrado e! 14 de agosto de ese año le
encomendó una misión a España, cuyo objetivo era dar cuenta al Rey de los
méritos de ia capital virreinal en su lucha contra ios ingleses. De hecho, ei
enviado cumplió en sus primeros tramos con ei cometido, pero, en marzo de 1808,
cuando estaba a punto de regresar, se produjo el Motín de Aranjuez. Según
expuso en una comunicación escrita en 1809, luego de ser acusado y arrestado,
"este feliz acontecimiento debía detenerme para tributar a mi nuevo
soberano los primeros homenajes del vasallaje”, y muy especialmente después de
que Su Majestad, “antes de emprender su desgraciado viaje”, le mandara “en
pública corte” a decir que “esperase su vuelta pues quena que volviese yo contento
y que contentase a mis paisanos”. En esa situación esperó el regreso del Rey,
“hasta que viéndolo conducido engañosamente a Bayona y convencido de todo el
horror de ¡a intriga francesa, salí
precipitadamente de Madrid el día 1o de mayo, víspera de las
primeras desgracias de aquella capital”. De Madrid pasó a Cádiz con el objeto de proseguir
hacia Inglaterra y de allí a Buenos Aires. Pero en Cádiz las cosas comenzaron a
complicarse para el enviado porteño. Por tal motivo, regresó a Madrid en los
primeros días de junio, y poco después salió, en fuga, hacia Sevilla, donde se
presentó a la Junta de esa ciudad (aún no se había formado la Junta Central),
que, luego de aprobar su conducta, le negó el permiso para regresar hasta tanto
no recibieran “noticias de oficio de haber reconocido el virreinato del Río de
la Plata por suprema de gobierno de España e Indias a aquella Junta”. Fue en
ese preciso momento, el 10 de septiembre de 1808, pocos días antes de la
formación de la Junta Central, cuando Pueyrredón escribió desde Cádiz, la carta
que le valió la acusación de sedicioso, dirigida al Cabildo de Buenos Aires. En
ella describía lo que ocurría en la Península a la vez que exhibía una clara
percepción de los problemas derivados de la vacatio
regís: “El reino dividido en tantos gobiernos cuantas son sus
provincias: las locas
pretensiones de cada una de ellas a la soberanía, e! desorden que en todas se
observa y las ruinas que les prepara el ejército francés... me impiden
permanecer por más tiempo en el desempeño de una comisión que hoy veo sin
objeto. En consecuencia me he retirado a la Junta de Sevilla por no haber en
ella más facultades que en las demás para entender en los asuntos de mi
cargo". El 27 de septiembre, Pueyrredón le dirigía una nueva carta al Cabildo,
en la que subrayaba el “desorden y anarquía en que se halla la Península”
puesto que “todos pretenden la herencia de este rico territorio y en tal
actuación creo que una prudente detención es el partido que la razón
ofrece". Ese mismo día le escribía una carta a Justo José Núñez, en la que
con más soltura se explayaba sobre el futuro de España: “La ruina de este reino
va a seguirse inmediatamente, y no crea usted otra cosa, aunque algunos
escriban ocultando las divisiones en que están las provincias, y los males que
las amenazan bajo la esperanza de una Junta central y suprema. Ésta no tendrá
efecto y cuando se verificase la reunión monstruosa que se prepara solo en las
cabezas de los que aman el orden, solo serviría para aumentar el desorden”. En
una imagen por cierto muy ajustada a la realidad, continuaba advirtlendo que
“las provincias quieren sostener cada una su soberanía y ser absoluta en su
departamento; en efecto lo son y desgraciado del que no obedece en sus territorios". Mientras el autor de estas
misivas se embarcaba, finalmente, rumbo a Buenos Aires, el Cabildo ¡as recibía
y reaccionaba a través de un oficio enviado ai gobernador de Montevideo el 10
de diciembre de 1808, en el que expresaba “horror” por las “proposiciones tan escandalosas” y por el "audaz y
depravado idioma” con que el diputado se expresaba “contra el honor de la
nación”. Los capitulares sostenían que los dichos de Pueyrredón contrastaban
con los papeles públicos que les llegaban sobre el estado de España, y que por
lo tanto había que evitar su desembarco, confiscarle todos sus papeles apenas
arribara al puerto de Montevideo, y enviar inmediatamente en un buque “a disposición de
la Junta Central ya establecida” a quien había sido condecorado con la Orden de
Carlos lil apenas había arribado a España como héroe de la reconquista.
Pueyrredón llegó al puerto de Montevideo e! 4 de enero de 1809, donde fue
detenido e incomunicado. Allí lo embarcaron rumbo a España el 18 de febrero,
pero una tormenta hizo arribar ia nave a un puerto de Brasil, donde logró
fugarse; finalmente, desembarcó en Buenos Aires el 5 de julio de 1809. Una vez
allí, se puso a “disposición del gobierno superior”, quien afirmó no haber
dudado nunca de su lealtad. Sin embagro, poco después llegaba la noticia del relevo
de Linlers por el nuevo virrey Cisneros, y la orden de arresto para Pueyrredón.
Logró fugarse y trasladarse a la corte de Brasil a fines de 1809.
Textos tomados de la "Fiel Exposición que hace don
Juan Martín de Pueyrredón de su conducía pública desde el año 1806 hasta el
presente de 1809 en vindicación de la nota en que lo deben haber puesto los
insultos hechos a su persona por la Junta de Gobierno de Montevideo”, Colección
de obras y documentos para la historia argentina, Biblioteca de
Mayo, tomo XI: Sumarios y Expedientes, Buenos Aires, Senado de ia Nación,
1961.^"
El 11 de febrero de 1809, la Juma Central
gubernativa designó a Baltasar Hidalgo de Cisneros como virrey propietario del
Río de la Plata. Se trataba del primer virrey cuyo nombramiento no emanaba
directamente de la autoridad real, dato no menor en el contexto en el que le
tocó asumir su cargo. Sus instrucciones eran pacificar las discordias que
habían asolado a la capital del Virreinato y, a la vez, vigilar y castigar
cualquier tipo de sedición o plan revolucionario. Su misión de reinstalar el
prestigio de la autoridad virreinal en una ciudad expuesta a “una revolución de
virrey” -como afirmaba en esos días el memorialista Beruti- rápidamente se
reveló imposible. La recomendación sugerida por la Audiencia a la Junta Central
de que el nuevo virrey propietario llegara auxiliado de oficiales y tropa
veterana no fue atendida. Aún cuando se había proyectado el embarque de
quinientos hombres de marina para asegurar la autoridad de Cisneros, a último
momento éste fue suspendido.
,
Cisneros arribó a la Banda
Oriental en julio de 1809, pero recién en agosto fue reconocido como nuevo
virrey del Río de la Plata. De hecho, los regimientos de milicias expresaron
ciertas resistencias y los comandantes de tropas celebraron previamente varias
reuniones e impusieron algunos condicionamientos a Cisneros. Entre ellos, cabe
destacar la exi-, gencia de no innovar el “método de gobierno” de Liniers, no cumplir
con la orden de que este último regresara a España y no tocar la estructura de
las milicias.
En ese clima de agitación interna
e incertidumbre sobre el futuro de la Península, Cisneros intentó timonear la
situación. Una de sus primeras medidas fue pacificar los ánimos suspendiendo el
juicio iniciado a los amotinados del l9 de enero de 1809 y
restituyendo las armas y banderas a los batallones disueltos de vizcaínos,
catalanes y gallegos. Poco después, creó un comité de vigilancia contra
“propagandas y manejos subversivos”. La reciente formación de juntas en el
extremo norte del Virreinato había acrecentado el clima conspirativo. Su
creación -en Chuquisaca y La Paz en mayo y julio de 1809 respectivamente-
manifestó el carácter tan frágil del ensamblado de ese novel Virreinato. Los
altoperuanos vieron en las abdicaciones de Bayona una ocasión para reafirmar
autonomías regionales y locales y adquirir así una centralidad gubernamental
que les permitiera resolver lo que llamaron una “inmerecida dependencia” del
Virreinato del Río de la Plata. Ambas juntas invocaron, además, el argumento de
que se oponían no sólo a la ocupación francesa de la Península -algo común a
todas las expresiones juntistas en esta etapa-, sino también a la potencial
injerencia del carlo- tismo y de un supuesto protectorado portugués en el Río
de la Plata. La Audiencia de Charcas rechazó las proposiciones lusitanas,
negando a la corte portuguesa todo derecho de enviar pliegos a las autoridades
legítimas del reino español, y acusó al virrey Liniers -todavía en funciones-
de actuar en connivencia con esa alternativa. En mayo, el alto tribunal depuso
a su presidente, formó una junta que asumió todos los poderes en nombre del rey
Fernando VII, desconoció la autoridad del Virrey y envió delegados a varias
ciudades de su dependencia para buscar apoyo. Estajunta, al igual que la de
Montevideo, se declaró autónoma respecto de Buenos Aires, pero a
diferencia de la surgida en la Banda Oriental, no reconoció oficialmente a la
Junta de Sevilla -por considerarla sospechosa de alentar el intervencionismo
portugués en América- ni tuvo por protagonistas a un gobernador militar y al
Cabildo, sino a una de las Audiencias más antiguas del sur del continente
(creada en 1564 y de la que dependían para los asuntos de justicia las
intendencias de Chuquisaca, La Paz, Potosí y Cochabamba). La Audiencia asumió,
pues, el depósito de la soberanía, producto en gran parte de sus sueños
virreinales, con independencia tanto de Lima como de Buenos Aires. Estos sueños
eran compartidos por los quiteños y se habían visto frustrados, como en
Charcas, con las reformas borbónicas. En ambos casos, las juntas formadas en
tales audiencias se comportaron como verdaderas capitales de reinos, al buscar
adhesión entre las ciudades de su jurisdicción.
Por otra parte, la Junta Tuitiva de La Paz, surgida
de un cabildo abierto, expresó también la demanda de autogobierno, que
vinculaba al reclamo de dejar de subsidiar económicamente al Virreinato del Río
de la Plata. Fue sin dudas la negativa a seguir enviando más numerario a Buenos
Aires la que colaboró para que el nuevo virrey Cisneros destinara tropas a
cooperar en el sofocamiento de este movimiento. Éstas estaban a cargo de
Goyeneche, enviado por el virrey Abascal, del Perú, quien ajustició a los
líderes del movimiento juntista paceño. La interrupción del flujo de metálico
enviado desde el Alto Perú hacia la capital, principal recurso fiscal del
Virreinato, obligó a Cisneros a autorizar el comercio con los ingleses a través
de un reglamento dictado en noviembre de 1809, en el que procuraba atenuar sus
efectos más disruptivos al mantener el monopolio del comercio interno y la
venta al menudeo en manos de los comerciantes locales, tanto peninsulares como
criollos.
En ese contexto tan cambiante, el intento
de controlar y vigilar a las poblaciones de las colonias no obedecía sólo al
temor de una potencial rebelión contra el orden colonial, sino también a la
certeza de que la libre circulación de noticias sobre los hechos que ocurrían
en la Península podía ser muy perturbadora. No se equivocaron las autoridades
españolas cuando así lo pensaron. De hecho, si bien Cisneros procuró evitar que
se propagara la noticia acerca del avance francés sobre Andalucía y la
disolución de la Junta Central, sus esfuerzos fueron inútiles. La novedad,
arribada a Buenos Ares el 18 de mayo, provocó una nueva crisis, impulsada ahora
por la fuerte sensación de que la Península se perdía en manos francesas. Los pasos a seguir se
discutieron en distintas reuniones realizadas en las casas de Nicolás Rodríguez
Peña e Hipólito Vieytes, a las que asistieron personajes inquietos por la
situación, entre ellos Juan José Castelli, Manuel Belgrano, Juan José Paso, Antonio
Luis Berutti. En permanente comunicación con el jefe del Regimiento de
Patricios, Corneíio Saavedra, este grupo
decidió entrevistarse con Cisneros para presionarlo a convocar a un cabido abierto. A pesar de las
dilaciones del Virrey para evitar tal convocatoria, la presión ejercida pollos
jefes de las milicias terminó de convencerlo de acatar la petición. A dos años
de un trono vacante y a cuatro de vivir en un clima de crisis de autoridad
permanente, algunos activos pobladores de Buenos Aires ' consideraron
impostergable la deliberación a nivel local. Así lo hicieron los vecinos que
fueron convocados al cabildo abierto realizado el 22 de mayo de 1810.
A partir de esa fecha, Buenos
Aires comenzó a protagonizar hechos que cambiarían la vida toda de los
habitantes del Virreinato. Desde 1806, la capital había sido escenario de
acontecimientos de “naturaleza extraordinaria” -según expresaba un informe de
la Audiencia- y caja de resonancia de todos los conflictos que tales hechos
habían desatado. Pero todo parecía reducirse al perímetro de la ciudad y su
entorno, incluida la otra margen del Río de la Plata. Tanto durante las
invasiones inglesas como en los sucesos que acompañaron a la crisis dinástica,
Buenos Aires pareció comportarse más como epicentro de una gobernación que como
capital de un enorme virreinato. Las autoridades residentes en Buenos Aires
estaban más preocupadas por sus disputas internas que por gobernar el amplísimo
territorio que tenían bajo su tutela. Un hecho por cierto comprensible si se
tiene en cuenta que el Virreinato sólo tenía tres décadas de existencia, y que
su creación había unido jurisdicciones muy diversas, acostumbradas a manejarse
con gran autonomía, tanto respecto de su antigua sede virreinal en Lima como de
la misma metrópoli. El intento de traducir políticamente el mapa de los
circuitos mercantiles configurado a lo largo de dos siglos no parecía haber
cuajado en el plano institucional. Tal vez por esta razón, Buenos Aires pudo
descubrir la verdadera naturaleza de su condición de capital después de mayo de
1810, cuando encabezó el proceso revolucionario y se lanzó a la conquista de
sus jurisdicciones dependientes para encontrar en ellas un apoyo que nunca
antes había demandado en medio de la crisis iniciada en 1806.
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