jueves, 24 de septiembre de 2015

Cap 2 - Marcela Ternavasio - Historia Argentina 1806-1852

En 1808, los ejércitos franceses ai mando de Napoleón Bonaparte invadieron España, lo cual dio lugar a una crisis sin pre- ' cedentes: la Corona española quedó acéfala y fue ocupada por José Bonaparte, hermano del emperador francés. En la Península, al tiempo que se iniciaba una guerra de independencia contra los ejércitos napoleónicos, tuvo lugar un movimiento juntista que, en nombre del rey “cautivo”, reasumió la tutela de la soberanía. La crisis de ia monarquía repercutió inmediatamente en sus posesiones americanas. A partir de ese momento se redefinieron las alianzas internacionales y se abrieron diversas alternativas para las colonias hispánicas. En el Virreinato del Río de la Plata, estas vicisitudes se sumaron a la conflictiva situación que habían dejado como herencia las invasiones inglesas, lo que agravó las disputas entre los diferentes cuerpos y autoridades coloniales.
Las consecuencias de un trono vacío
Napoleón ocupa ia Península Ibérica
A comienzos de 1808, tanto las autoridades virreinales como la población porteña en general vieron agudizados sus temores frente a la posibilidad de una nueva invasión británica, especialmente luego de recibir noticias acerca de la presencia de la corte portuguesa en Brasil bajo la protección de Inglaterra. Napoleón Bonaparte había conquistado Lisboa con el apoyo de España, y el rey Juan VI de Portugal, con todo su séquito, huyó hacia sus colonias americanas para radicarse en Río de Janeiro, al menos mientras durara la ocupación francesa. Dicho traslado despertó en Buenos Aires una inmediata inquietud. En un acuerdo del Cabildo de Buenos Aires del 15 de marzo de 1808, los regidores se hacían eco de una noticia difundida “en el pueblo”, según la cual los portugueses aliados a los ingleses tenían proyectado invadir una vez más la capital virreinal.
■ Estos hechos se producían cuando la expansión napoleónica en Europa encontraba una barrera aparentemente infranqueable: el dominio marítimo inglés. Hasta ese momento, España había sostenido su tradicional alianza con Francia. Para Napoleón, la única manera de avanzar sobre Gran Bretaña era ocupar Portugal, restándole así a la potencia que dominaba los mares su anclaje más seguro en el continente europeo; por eso, avanzó sobre España con el pretexto de ocupar Portugal. En ese avance, España pasó de país aliado a país ocupado por las fuerzas napoleónicas.
Cuando Bonaparte mostró sus apetencias sobre España, el rey Carlos IV y su corte no tomaron el mismo rumbo transatlántico de sus pares portugueses. El reinado de Carlos IV se encontraba desprestigiado, sobre todo por la mala reputación de su ministro favorito, Godoy, y las disputas dentro de la familia real se volvían cada vez más evidentes. En medio de estas querellas, en marzo de 1808 se produjo el Motín de Aranjuez, en el que se destituyó a Godoy y Carlos IV abdicó a favor de su hijo Fernando. Napoleón supo aprovechar muy bien los conflictos dinásticos de los Borbones españoles: dos meses después del motín, el emperador reunió en Bayona —una ciudad de la frontera francesa- a la familia real. Allí tuvieron lugar los acontecimientos conocidos como los “sucesos de Bayona”, donde se sucedieron tres abdicaciones, casi simultáneas: la de Fernando, que devolvió la Corona a su padre, la de Carlos IV a favor de Napoleón y la de éste a favor de su hermano José Bonaparte. Estos hechos no tenían antecedentes en la tradición monárquica europea, según la cual un rey no podía renunciar voluntariamente a la corona sin el consentimiento del reino. Aunque parte de la opinión pública española intentó ocultar la inédita actitud de la familia real, presentando las abdicaciones como forzadas antes que como un acto de traición y deslealtad, lo cierto es que los Borbones españoles dejaron el trono -y las tierras que estaban bajo su dominio- en manos de un rey y de una fuerza de ocupación extranjeros. Entre tanto, Fernando VII permaneció en Bayona, custodiado por las fuerzas napoleónicas.
Con los_sucesos de Bayona se conmovieron las bases mismas del imperio. El principio de unidad del inmenso territorio bajo dominio español residía en la autoridad del rey. Con el legítimo monarca cautivo en manos de Napoleón, restaban dos opciones: o se juraba fidelidad al nuevo rey francés o se desconocía su autoridad. De hecho, muchas autoridades de la Península y parte de la opinión pública española optaron por la primera alternativa. La rápida ocupación francesa no hubiese sido posible sin la complicidad y apoyo de muchos españoles afrancesados. Pero, mientras las fuerzas francesas lograron conquistar varias ciudades de la Península, en muchas otras sus pobladores se resistieron a aceptar al nuevo monarca. La España insurgente inició, pues, una guerra de independencia contra el invasor, y encontró una aliada en su tradicional archienemiga: Gran Bretaña.








Ahora bien, entre los muchos problemas que debieron enfrentar los españoles en ese momento, se destacaba uno, fundamental: ¿en quién o en quiénes residiría ahora el gobierno y, por lo tanto, el comando de una guerra contra el extranjero, si la cabeza legítima de todo ese imperio, el rey, estaba cautivo? En el marco de aquella monarquía, nadie tenía la potestad de reemplazar al rey. Menos aún cuando no estaba muerto ni carecía de descendencia, sino que residía en un país vecino, bajo la tutela del enemigo. La forma de resolver provisoriamente el dilema jurídico del trono vacante fue constituir juntas de vecinos en las ciudades no ocupadas por el invasor para que, en nombre de la tutela de la soberanía del rey Fernando VII, asumieran en depósito e interinamente algunas atribuciones y funciones de gobierno. Sí bien su formación estaba prevista en las leyes antiguas de la monarquía y había ejemplos de juntas y comités colegiados de gobierno territorial en la Península, el juntismo -entendido como gobiernos autónomos de los territorios- fue un hecho insólito en el marco de la vacatio regis, al menos en los términos en que se produjo en 1808. Los principales propósitos de estas juntas locales eran expulsar a los ocupantes ilegítimos y restaurar al monarca Borbón en el trono.
La formación de las juntas en España estuvo precedida, en la mayoría de los casos, por movimientos populares de rechazo contra el invasor francés y de protesta por la situación de crisis. Se formaron dieciocho juntas supremas provinciales, todas de manera espontánea, algunas por elección de los vecinos más notables y otras en asambleas tumultuosas. Su composición fue muy heterogénea y el número de vocales, muy variado. En ellas participaron, en mayor o menor medida, según la región y la coyuntura, autoridades provinciales o regidores locales, militares de diversa graduación, eclesiásticos, burgueses y miembros de las principales corporaciones. La Junta de Sevilla se instituyó como Junta Suprema de España e Indias en mayo de 1808 y se adjudicó numerosas prerrogativas, hasta la formación de la Junta Central en Aranjuez, con treinta y cinco miembros. JS?







El problema residía en que las juntas locales carecían de un organismo capaz de centralizar ciertas decisiones, en especial las referidas al comando de la guerra contra Francia. Por esta razón, en septiembre de 1808 se formó la Junta Central Gubernativa del Reino, constituida por representantes de las juntas de ciudades. Ésta debió lidiar con la resistencia de muchas juntas locales, renuentes a delegar parte del poder que habían reasumido provisoriamente en ausencia del rey, en medio de una crisis sin precedentes, sin recursos económicos suficientes para solventar la guerra y sin una base segura de legitimidad’ para ejercer el gobierno. Sus miembros se vieron jaqueados por innumerables dificultades; entre ellas, sobresalía una cuestión primordial: cómo manejarse frente a los territorios americanos dependientes de España.








Para gran parte de la opinión pública española, el nuevo rey Fernando Vil, ausente y a la vez retenido por Napoleón, se convirtió en una suerte de mito popular. Convertido en héroe, frente al "villano Godoy” aliado de Napoleón, Fernando VI! pasó a ser considerado el “Deseado”. La rápida propagación de esta imagen en todos los pueblos y ciudades de la Península contribuyó a consolidar el movimiento juntista.

Mientras en España se desmoronaba todo el sistema institucional con la abolición de cuerpos fundamentales del reino como el Consejo de Castilla, las capitanías o las audiencias, en América el sistema institucional permaneció, en principio, intacto. Ningún virrey ni audiencia americana reconoció a la nueva dinastía de origen francés, a diferencia de lo que había ocurrido con muchas autoridades de la Península. Sin embargo, poco más tarde, la crisis de 1808 se trasladó irremediablemente a este continente. Comprometido el primer eslabón del sistema monárquico, y puesto que los reinos americanos pertenecían directamente a la Corona, la ruptura de la cadena de obediencia afectaba a todos los territorios del imperio. La formación de juntas en la Península tuvo su réplica en América, aunque en este caso los primeros movimientos jun- tistas surgidos entre 1808 y 1809 no tuvieron la extensión de los peninsulares ni gozaron del apoyo de las autoridades españolas.
En el extenso mapa de las posesiones españolas en América, hubo regiones que reaccionaron de manera más inmediata que otras, y en todas se expresó una profunda fidelidad al monarca cautivo. México fue la ciudad que exhibió la primera reacción frente a la novedad de las abdicaciones. Si bien el intento de convocar a una junta de ciudades, liderado por el ayuntamiento de México y apoyado por el virrey Iturriga- ray, fue reprimido por la Audiencia y el Consulado, los hechos allí ocurridos en el verano de 1808 fueron acordes a la idiosincrasia de la Nueva España. En primer lugar, por haber respondido muy rápidamente desde el punto de vista jurídico al declarar ilegales las abdicaciones; en segundo lugar, porque la propuesta de crear allí una junta de ciudades da cuenta de la reacción de un auténtico reino, que apeló inmediatamente a sus cuerpos constitutivos; en tercer lugar, porque el Ayuntamiento de México se movió como verdadera cabeza de ese reino, reivindicando su papel de capital, en sintonía con la tradición ju- rídico-política hispana.
Sin embargo, no todas las reacciones y juntas formadas -o que se intentó formar- entre 1808 y 1809 en América reunieron estas características, tan propias de la capital del virreinato más importante del imperio. Como se verá luego, los primeros movimientos juntistas en Sudamérica fueron los de Montevideo, en septiembre de 1808, y el abortado movimiento de Buenos Aires, el l2 de enero de 1809. En ambos casos, las juntas no reivindicaron el depósito y autotutela de la soberanía, sino que se declararon subalternas de la Junta de Sevilla, en eí primer caso, y de la junta Central, en el segundo. Entre tanto, en Caracas -capital de la Capitanía General de Venezuela-, en noviembre de 1808, el intento de crear una junta por parte de un grupo de distinguidos personajes de la ciudad -conocida como la “Conjura de los Mantuanos”— reinvindicó el derecho a ejercer la autoridad suprema en esa ciudad, si bien “con subordinación a la Soberana del estado”, en referencia a la Junta Central recién constituida. Este intento se vio rápidamente frustrado por las autoridades, aunque cabe destacar que, ya en julio de 1808, el capitán general.de Venezuela y el ayuntamiento capitalino habían promovido la formación de una junta, sin obtener el apoyo de la Audiencia, que recomendó el reconocimiento de la Junta de Sevilla, tal como se hizo en agosto de ese año.
Es importante destacar que los reclamos de autonomía de algunas de las juntas sudamericanas formadas entre 1808 y 1809 se referían más a su dependencia virreinal que a las autoridades sustitutas del rey en la Península o se inscribían en el zócalo de descontentos generados por las reformas borbónicas, como podía ser el caso de Quito -perteneciente al Virreinato de Nueva Granada, cuya capital era Santa Fe de Bogotá-, donde la Junta conservaba la fidelidad a Fernando VII, pero lanzaba una fuerte diatriba contra los peninsulares, que -según el testimonio de dicha Junta- tenían “todos los empleos en sus manos” y “habían siempre mirado con desprecio a los americanos”. Por otro lado, estas juntas surgieron en ciudades con distintas jerarquías territoriales: tanto en cabezas de gobernación militar (Montevideo), como en cabezas de intendencia (La Paz) y cabezas de audiencia (Charcas y Quito). En las nuevas capitales creadas por las reformas borbónicas no llegó a concretarse ninguna de las propuestas juntistas surgidas antes de 1810: a los intentos frustrados de Caracas y Buenos Aires se sumó la solicitud de los miembros del Cabildo de Santa Fe de Bogotá de crear una junta presidida por el Virrey de Nueva Granada, aunque subordinada a la Junta Central, para hacer frente a la Junta quiteña formada en septiembre de 1809. El argumento de los capitulares era que el gobierno virreinal estaba desacreditado ante los ojos de los quiteños, mientras que la Audiencia aconsejó al Virrey no aceptar tal propuesta. Estas diversas calidades territoriales implicaron también reclamos y comportamientos diferentes por parte de los actores locales, como el manifestado en las dos ciudades cabezas de audiencia, Charcas y Quito, donde se formaron juntas en ese bienio inicial, que buscaron el apoyo de sus ciudades directamente dependientes, comportándose de este modo como verdaderos reinos. No obstante, existe un dato común a todas, incluida la experiencia novohispana: los movimientos de reacción frente a la crisis dinástica se expresaron a través de los tradicionales conflictos jurisdiccionales entre los cuerpos coloniales existentes.
En cambio, en el Virreinato del Perú, no sólo no se registró reacción autonomista alguna, sino que el virrey Abascal, además de patrocinar una enfática y eficaz propaganda antinapoleónica, se comportó como una suerte de “súper virrey” de toda la América del Sur, cuando en ocasión de los movimientos juntistas de Charcas y La Paz en el Sur, y de Quito en el Norte, abandonó su estrategia militar defensiva para adoptar la iniciativa de una ofensiva militar, pues consideró que los virreyes de las dos criaturas borbónicas -Nueva Granada y Río de la Plata- estaban incapacitados para actuar en la pacificación de estas provincias.

Durante mucho tiempo, las historiografías nacionales de los países hispanoamericanos interpretaron la formación de las primeras juntas americanas entre 1808 y 1809 como manifestaciones índependentistaS fracasadas o como antecedentes de las emancipaciones posteriores. La apuesta consistía en crear mitos de origen de las gestas revolucionarias ocurridas después de 1810. En ios últimos años, la renovación de la historia política hispanoamericana ha revisado y cuestionado aquellas interpretaciones ai destacar, en primer lugar, que aquel movimiento se caracterizó por una profunda fidelidad al monarca español y que no exhibió intenciones de romper lazos con la metrópoli. En segundo lugar, que tampoco se trató de una confrontación entre españoles y criollos o entre peninsulares y americanos, sino que fue la respuesta a la crisis peninsular y al temor que despertó la posibilidad de pasar a depender de Francia. Y en tercer lugar, que el hecho de que los sectores crioiios e ¡nciuso las propias autoridades coloniales aprovecharan la coyuntura para negociar con la metrópoli un mayor margen de autonomía en el manejo de sus asuntos locales no implica que esta demanda pueda ser leída en clave de vocación independentista.

La Junta Central gubernativa de la Península advirtió con rapidez el riesgo potencial que implicaba no integrar en su seno la representación de los territorios americanos. Si bien las reacciones de las posesiones ultramarinas no dejaron de exhibir fidelidad al rey cautivo, el hecho de que pudieran reclamar los mismos derechos que las juntas peninsulares era una deriva que las autoridades sustituías del monarca no estaban dispuestas a tolerar. Si aquella Junta pretendía representar a todos los reinos y ser el organismo legítimo que reemplazaba provisionalmente al rey, debía pergeñar un sistema que pudiera también incluir a América. A ello se abocó, y en enero de 1809 decretó que los territorios americanos ya no eran “colonias” sino “parte esencial e integrante de la monarquía española” y que, en tal calidad, debían elegir representantes a la Junta Central.
Era la primera vez que América tendría una representación en el gobierno de la metrópoli, aunque mucho menor a la otorgada a los reinos peninsulares. La Junta Central estipuló para estos territorios la elección de un diputado por cada virreinato, capitanía general o provincia, mientras que para España asignó dos diputados por provincia, excepto Canarias, que contó sólo con uno. El mecanismo electoral consistía en que cada ayuntamiento de cada capital de gobernación elegía una terna, de la que salía sorteado un candidato. Luego, el virrey y la Audiencia elegían a su vez una terna entre los candidatos de las distintas ciudades para después sortear, en Real Acuerdo presidido por el virrey, al diputado del virreinato destinado a representar su jurisdicción en la Junta Central.
La Real Orden de enero de 1809 despertó distintas reacciones en América: desde el descontento o la indiferencia hasta la exhibición de un entusiasmo sin retáceos. En algunos casos, el descontento canalizaba demandas pendientes. En Perú, por ejemplo, en las instrucciones otorgadas al diputado electo, se proponía una reforma general del virreinato y se cuestionaban muchas de las reformas borbónicas aplicadas. En otros casos, se solicitó la ampliación de la participación electoral a todos los cabildos -y no solamente a los de las capitales que estaban habilitados- o se cuestionó la desigualdad representativa otorgada a América, como denunció Camilo Torres en Nueva Granada.
El neogranadíno Camilo Torres redactó para el Cabildo de Santa Fe de Bogotá una “Representación a la Suprema Junta Central de España", que finalmente el Cabildo decidió no elevar. En dicha representación, conocida como el “Memoria! de agravios", Torres denunciaba lo siguiente: “El Cabildo recibió, .pues, en esta real determinación de V. M. una prenda del verdadero espíritu que hoy anima a las Españas, y deseo sincero de caminar de acuerdo al bien común. Si el gobierno de Inglaterra hubiese dado este paso importante, tal vez no lloraría hoy la separación de sus colonias; pero un tono de orgullo y un espíritu de engreimiento y de superioridad le hizo perder aquellas ricas posesiones, que no entendían cómo era que, siendo vasallos de un mismo soberano, partes integrantes de una misma monarquía, y enviando todas las demás

provincias de Inglaterra sus representantes al cuerpo legislativo de la nación, quisiese éste dictarles leyes e imponerles contribuciones que no habían sancionado con su aprobación.
Más justa, más equitativa, la Suprema Junta Central ha llamado a las Amóricas y ha conocido esta verdad: que entre iguales, el tono de superioridad y de dominio sólo puede servir para irritar los ánimos, para disgustarlos y para inducir una funesta separación.
Pero en medio del justo placer que ha causado esta Real Orden, el Ayuntamiento de la capital del Nuevo Reino de Granada no ha podido ver sin un profundo dolor que, cuando en las provincias de España, aun las de menos consideración, se han enviado dos vocales a la Suprema Junta Central, para los vastos, ricos y populosos dominios de América sólo se pida un diputado de cada uno de los reinos y capitanías generales, de modo que resultó una tan notable diferencia, como la que va de nueve a treinta y seis”.
Camilo Torres, "Memoria! de agravios” (1809), en José Luis Romero y Luis Alberto Romero, Pensamiento político de la emancipación, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1985. JBP
Si bien las elecciones de diputados americanos comenzaron a realizarse durante el año 1809, la dilación del proceso -debido a la lentitud en las comunicaciones y a lo complicado del sistema electoral estipulado por la Junta- llevó a que, finalmente, ningún diputado americano pudiera integrarse a ella. En realidad, cuando algunos ya estaban prontos a realizar el viaje al Viejo Mundo para asumir su representación, la Junta Central dejó de existir, debido a los avatares de la guerra en la Península. A comienzos de 1810, las tropas napoleónicas habían avanzado hacia el Sur hasta ocupar toda Andalucía. La Junta, trasladada de Sevilla a Cádiz, se autodisolvió y decidió nombrar un Consejo de Regencia de sólo cinco miembros.
Ahora bien, aunque durante los casi dos años transcurridos entre 1808 y 1810 una ola de lealtad dinástica mantuvo la obediencia a la Junta Central en toda América, las alternativas que puso enjuego la crisis de la monarquía abrieron, al menos de manera potencial, diferentes opciones para las colonias americanas. En primer lugar, se podía aceptar el dominio de José Bonaparte, como había ocurrido en parte de la Península. Una segunda opción era jurar obediencia a las autoridades provisionales creadas en España, encarnadas primero por la Junta Central y luego por el Consejo de Regencia. La tercera era establecer juntas locales que, siguiendo el ejemplo metropolitano, gobernaran transitoriamente en nombre del rey cautivo. Una cuarta alternativa estaba asociada con la crisis que vivía simultáneamente Portugal.

La comitiva real portuguesa se trasladó desde Lisboa a Brasil en treinta y ■ cinco navios. La instalación de la familia real y de la corte en Río de Janeiro tuvo un impacto muy grande en la ciudad. Las dificultades para acomodar a toda la comitiva, la necesidad de mejoras urbanísticas, la urgencia en ei envío de víveres y de todo tipo de abastecimiento fueron algunos de los problemas que enfrentó la nueva sede real.





Acuarela anónima, Fundación Biblioteca Nacionai, Río de Janeiro.
Como se mencionó antes, la corte portuguesa se había trasladado en 1808 a Río de Janeiro para huir de la ocupación napoleónica. En ese viaje transatlántico se encontraba la esposa del rey de Portugal, la infanta Carlota Joaquina, hermana de Femando Vil de Borbón. La infanta reclamó derechos sobre los territorios americanos en función de su li- ' naje: puesto que el rey de España se hallaba cautivo y ninguno de los descendientes masculinos estaba en condiciones de asumir el trono, Carlota Joaquina solicitó ser la Regente de los dominios pertenecientes a la Corona. Otra posibilidad era que, en ocasión de la crisis, los grupos criollos buscaran negociar con la metrópoli mecanismos de integración a la monarquía que dieran a los pueblos americanos un mayor margen de autonomía y autogobierno y atenuaran de este modo los efectos más perniciosos de las reformas borbónicas aplicadas desde fines del siglo XVIII. Finalmente, existía una última alternativa: separarse totalmente de España declarando la independencia.
La última opción fue la que contó con menos adhesiones en los primeros años de la crisis. Por otro lado, antes de 1810, las pocas juntas formadas en América -siempre leales a la Corona española- fracasaron, mientras que la alternativa “carlotista” parecía viable sólo en el Río de la Plata. Tampoco las adhesiones a Francia y a Napoleón contaron con suficiente fuerza, ni siquiera en el Virreinato del Río de la Plata, donde el nuevo virrey interino surgido de la crisis provocada por las invasiones inglesas, Santiago de Liniers, era de origen francés.
A fines de julio de 1808, llegó a Buenos Aires la Real Cédula en la que se ordenaba reconocer como rey de España a Fernando Vil, luego de la abdicación de Carlos IV, en ocasión del motín de Aranjuez de marzo de 1808. No hace falta redundar en el dato, muy obvio, de las demoras con que llegaban las noticias de Europa a América ni en los desfases producidos entre la vorágine de acontecimientos ocurridos en España en esos meses y su difusión del otro lado del Adántico. Pero sí es fundamental reconstruir ciertas cronologías en ambos escenarios para comprender las lógicas de acción de los actores. Así, pues, la ceremonia de juramento al rey Fernando VII estaba prevista para el 12 de agosto, pero el Virrey ordenó suspenderla, en acuerdo unánime con la Audiencia y el Cabildo, luego de tomar conocimiento el 30 de julio de impresos llegados desde Cádiz en los que se anunciaba la protesta de Carlos IV a su abdicación y su regreso al trono.
A su vez, el 13 de agosto arribó al Río de la Plata el marqués de Sassenay, enviado de Napoleón Bonaparte. El objetivo de su misión era dar a conocer el estado de España y el cambio de dinastía, y observar las reacciones de los rioplatenses frente a esta noticia. En esos días, había circulado en Buenos Aires la proclama del Supremo Consejo de Castilla -que había aceptado las abdicaciones como un acto legítimo y promovido el reconocimiento de la nueva dinastía-, en la que condenaba como anárquicos los sucesos de Madrid del 2 de mayo, cuando se produjo un levantamiento popular contra las tropas francesas, y amenazaba con castigar severamente a quienes intentasen romper la alianza entre España y Francia. El desconcierto explica, en gran parte, que la noticia del arribo del emisario napoleónico alimentara cierta inquietud. Liniers recibió a Sassenay junto al Cabildo y la Audiencia; allí examinaron los papeles en los que se daba cuenta de las abdicaciones, la elección del rey José Bonaparte y la convocatoria a un congreso en Bayona. Para mayor confusión, muchos de esos papeles estaban avalados con la firma de autoridades españolas.
Aunque las autoridades locales comprendieron rápidamente cuán peligroso era difundir tales novedades, el intento de mantenerlas en secreto fue vano. El rumor de la presencia de Sassenay en Buenos Aires había trascendido, y despertó todo tipo de infidencias. Para aquietar los ánimos, el 15 de agosto el Virrey lanzó una proclama a los habitantes de Buenos Aires en la que se manifestaban las cavilaciones del momento. Las expresiones allí vertidas estaban lejos de condenar a Napoleón, aunque se ratificaba la fidelidad del pueblo de Buenos Aires a su legítimo soberano. Si bien se presume que la proclama fue redactada por uno de los oidores y contó con el acuerdo de la Audiencia y del Cabildo, fue utilizada luego por los adversarios de Liniers para argumentar su postura indecisa respecto de Napoleón.
En aquellos años, las noticias se propagaban a través de rumores difundidos en distintos espacios, privados y públicos. Las tertulias, los cafés, las pulperías, los reñideros, los mercados y la calle eran escenarios de conversación e intercambio de novedades y opiniones. El clima de incertidumbre experimentado en los convulsionados meses de 1808 y la vocación de las autoridades por ocultar las novedades de España quedaron expuestos -entre otros testimonios- en la declaración de un testigo durante el proceso iniciado a algunos personajes acusados de conspiración a fines de 1808 por haber puesto en duda el juramento de fidelidad a Fernando Vil. Ignacio José Warnes declaró frente al tribunal:
"El dfa que se publicó el bando en esta capital sobre la exaltación al trono del señor don Fernando Vil, entrando en el café de don Juan

Antonio Pereira, el declarante y e! citado Peña [Nicolás], le preguntó el exponente a don Domingo Basavilvaso, que allí se hallaba, a qué se reducía el citado bando, y le contestó éste que a la exaltación al trono de nuestro soberano el señor don Femando Vil, con cuyo motivo dijo Peña que estaba muy bueno que se coronase al señor don Fernando Vil, pero que no comprendía cómo era eso, pues según una papeleta impresa que le había venido a Don Juan Antonio Lezica, había vuelto a ocupar el trono de España don Carlos IV, a lo que repuso Basavilvaso que a ésta no había que darle crédito, sino a la real cédula que se había publicado por bando, en cuyo estado se retiró el que declara".
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En ese clima, el 21 de agosto, se procedió a celebrar el juramento de fidelidad al rey Fernando VII, y recién el 2 de septiembre se publicó por bando en Buenos Aires la declaración de guerra a Francia y la firma de un armisticio de paz con Inglaterra. El anuncio del cambio de alianzas no tranquilizó a nadie en el Río de la Plata. El gobierno británico era consciente de esta desconfianza; por ello, envió emisarios a Buenos Aires para convencer a las autoridades locales de la nueva situación. La inquietud y la desconfianza que exhibía el rincón más austral del imperio hacia Inglaterra y Portugal eran sin dudas comprensibles y se expresaban en el temor de que cualquiera de las dos potencias estimulara una independencia bajo su protectorado. La experiencia de las invasiones inglesas no colaboraba para mejorar la imagen de Gran Bretaña, como tampoco ayudaron las intrincadas tramas urdidas por la infanta Carlota Joaquina para mejorar la de Portugal. Aunque el reclamo de la hija de Carlos IV de ejercer una regencia en América tenía un fundamento legal, el contexto político en el que se presentó dejó a la propuesta con escasas posibilidades de éxito. Cabe destacar que las ambiciones de la princesa no tuvieron acogida alguna entre los españoles que resistían la ocupación francesa en la Península, que existían diferencias dentro mismo de la corte portuguesa respecto a la estrategia de Carlota, y que las redes que tendió en el Río de la Plata -la jurisdicción más cercana y con la que podía tener contactos más fluidos- apuntaron a un riesgoso doble juego que le restó capacidad de maniobra. La Infanta buscó adhesiones tanto entre las autoridades coloniales como entre ciertos personajes que, frente a la agitación vivida luego de las invasiones inglesas, podían ver su regencia como una oportunidad de redefinir los vínculos imperiales. Lo cierto es que sus tratativas, además de despertar gran temor y desconfianza entre las autoridades por la amenaza que representaban Portugal e Inglaterra, desataron sospechas sobre los vínculos de la princesa con personajes locales, a los que se comenzó a imputar una vocación revolucionaria y republicana.

El redamo de Carlota Joaquina de ejercer la regencia en América se fundaba, entre otros argumentos jurídicos, en la derogación de la Ley Sálica en 1789, vigente en España desde 1713. De acuerdo con esa ley, las mujeres sólo podían heredar el trono de no haber herederos varones en la línea principal (hijos) o lateral (hermanos y sobrinos). Cuando el rey Carlos IV sólo era padre de Carlota y buscaba asegurarse ia sucesión en caso de no tener descendencia masculina, procedió a derogar la ley. -





Las noticias de estos vertiginosos cambios y secretas tratativas llegaron a la capital virreinal en medio de las disputas de poder antes descriptas.

Liniers se encontraba cada vez más enfrentado al Cabildo de Buenos Aires, puesto que -entre otras rivalidades- ambos intentaban tener el control sobre las milicias. Lo peculiar del caso rioplatense era la superposición de dos crisis de autoridad: a la crisis local desencadenada por las invasiones inglesas se sumaba ahora la que se desataba en la Península por el trono vacante. En ese contexto, Liniers fue sin duda una víctima de las opciones que se abrían. En primer lugar, porque los contactos iniciados por la infanta Carlota llevaron a que el Cabildo lo acusara de connivencia con portugueses e ingleses en pos de declarar la independencia respecto de la metrópoli española. En segundo lugar porque, en esa particular coyuntura, su condición de francés de nacimiento lo colocaba en una situación complicada. Un dato por cierto banal hasta poco tiempo antes, pero que ahora arrojaba sobre Liniers un manto de sospecha de connivencia con las fuerzas napoleónicas que ocupaban la Península. De hecho, el argumento fue uülizado por sus enemigos locales, especialmente después de la llegada a Buenos Aires del marqués de Sassenay.
El personaje que con mayor ahínco acusó de pro francés a Liniers fue el gobernador de Montevideo. Luego de la evacuación de los ingleses de la Banda Oriental, el Virrey había nombrado como gobernador interino de aquella plaza a Francisco Javier de Elío. Un personaje de “genio fogoso y precipitado” -según el retrato que de él se hacía en un informe de la Audiencia- y proclive a la “arbitrariedad, despótico manejo” y “ambición de gloria”. Aunque, desde su nombramiento, Liniers intentó frenar algunos excesos de autoridad exhibidos por Elío, éste manifestó siempre cierta insubordinación respecto de la autoridad virreinal, reavivando viejas rivalidades entre Montevideo y Buenos Aires. El conflicto abierto entre ambos tuvo lugar en el marco de la visita del j   marqués de Sassenay a Buenos Aires. En septiembre de 1808, Elío acusó a Liniers de conducta “sospechosa” e “infidencia” a través de un pliego firmado por el propio gobernador y cuatro miembros del Cabildo de Montevideo, y dirigido a la Audiencia y Cabildo de Buenos Aires. En ese pliego, los firmantes solicitaban que Liniers fuera separado del mando. El Virrey reaccionó enviando al capitán de navio, Juan Angel Michelena, para relevar del cargo a Elío. Sin embargo, una vez arribado a Montevideo, no pudo cumplir su cometido, puesto que este último se resistió a acatar la orden.
En ese clima, Montevideo repetía la escena que poco tiempo antes había experimentado Buenos Aires al celebrar un cabildo abierto que en este caso, resolvió “establecer una junta subalterna de la de Sevilla a imitación de las de España”. De esta manera, la Banda Oriental lograba lo que en el marco de la legalidad colonial no habría sido posible: la autonomía absoluta respecto de Buenos Aires. Una autonomía que, al recuperar el ejemplo juntista español y la declaración de fidelidad al rey Fernando VII, procuraba dotarse de una nueva legitimidad. En este punto, es importante subrayar que no existía en dicha junta un reclamo de derecho al autogobierno frente a las autoridades sustituías del rey en la metrópoli -por el contrario, buscaba reforzar ese lazo, que en ese momento era con la Junta de Sevilla-, sino un reclamo de autonomía respecto -o en contra- de su antigua rival Buenos Aires.
Sin embargo, como ocurrió en la mayoría de las regiones del imperio, la formación de juntas provocó el inmediato rechazo por parte de las autoridades coloniales residentes en la capital, muy especialmente de la Audiencia. Los oidores, frente a la incómoda situación de tener que acatar el movimiento juntista español y condenar cualquier réplica en América, argumentaron que el establecimiento de la Junta de Montevideo era opuesto a las leyes porque, a diferencia de las juntas peninsulares, formadas para resistir la ocupación de las tropas francesas, en América no había ejército invasor que justificara seguir el ejemplo de la metrópoli. El alto tribunal calificó el procedimiento de Elío como revolucionario, escandaloso y ejemplo de insubordinación a la autoridad. Liniers y la Audiencia exigieron a Elío la disolución de la Junta, pero éste argumentó que era imposible debido a la resistencia del “pueblo”. Se intentó resolver la situación evitando el uso de la fuerza, a la espera del nuevo gobernador propietario designado en la Península. Lo cierto es que, en un escenario tan conflictivo, las muestras de absoluta lealtad hacia el rey Fernando VII y hacia la Junta Central no alcanzaron para desalentar las sospechas cruzadas sobre Liniers.
Las disputas llegaron a su clímax el le de enero de 1809, en ocasión de las elecciones capitulares, cuando el Cabildo de Buenos Aires -liderado por su alcalde de primer voto, Martín de Alzaga- intentó formar una junta similar a la de Montevideo. Durante esa jornada, la Plaza Mayor -llamada ahora Plaza de la Victoria, en homenaje a los triunfos sobre los ingleses- se convirtió en una especie de inminente campo de batalla. Las fuerzas milicianas con que contaba el Cabildo no alcanzaban, según los informes, a más de trescientos o cuatrocientos hombres, mientras que el Virrey contaba con el apoyo de la mayor parte de

las tropas. En ese clima de agitación, y pese a que Liniers confirmó las elecciones capitulares, el Ayuntamiento convocó a un cabildo abierto en que se resolvió constituir una junta bajo el lema “¡Viva el rey Fernando VII, la Patria y la Junta Suprema!”. Siguiendo el ejemplo de Montevideo, el intento de los capitulares porteños no se expresó en un reclamo de autotutela del depósito de la soberanía frente a la autoridad de la metrópoli, sino que más bien se manifestó como un golpe contra el Virrey.
Liniers se reunió con los oidores y propuso dimitir de su cargo, pero éstos advirtieron que, si renunciaba, se sucedería luego el golpe a las demás autoridades. La Audiencia velaba nuevamente por una legalidad cuyo garante fue el resto de las tropas -que no apoyaba el movimiento del Cabildo-. La presencia de varios batallones ocupando la Plaza Mayor -entre ellos, el de Patricios, cuyo comandante era Cornelio Saavedra- alcanzó para poner en evidencia el fracaso del movimiento liderado por Alzaga. El conflicto culminó con la inmediata detención, destierro y procesamiento de los responsables del motín, y con un acto cargado de simbolismo: Liniers ordenó bajar el badajo de la campana del cabildo y llevarlo al Fuerte. Con este gesto se le sustraía al Ayuntamiento el instrumento utilizado para convocar al pueblo, emblema de su poder durante los últimos años.
Poco tiempo después del frustrado intento juntista del cabildo capitalino, Liniers recibió la Real Orden del 22 de enero de 1809 de la Junta Central, en la que se invitaba al Virreinato a elegir un diputado que lo representara en su seno. Envió entonces a los cabildos capitales de intendencia la nueva reglamentación para su cumplimiento, a través de una circular fechada el 27 de mayo de 1809. El oficio del Virrey fue girado directamente a los cabildos cabeceras, prescindiendo de la vía jerárquica establecida con las reformas borbónicas, que imponía en la cabeza de cada jurisdicción a los gobernadores intendentes, según estipulaba la Real Orden de la Junta. Los cabildos hicieron lo propio al tramitar toda duda o resolución del proceso electoral directamente con el Virrey. Una vez en marcha el cumplimiento de la ordenanza, en algunos cabildos surgieron dudas o dificultades vinculadas básicamente con los requisitos de los candidatos y con las ciudades que gozaban del privilegio de elección. Elevados los casos a la Junta Central, ésta respondió con una orden complementaria del 6 de octubre de 1809 que modificaba en parte la anterior al disponer que todos los cabildos, pertenecieran o no a ciudades cabeceras, debían intervenir en la elección. Para el momento en que se disolvía la Junta Central, ya habían sido electos re-

presentantes por Córdoba, La Rioja, Salta, San Juan, San Luis, Mendoza, Potosí, Cochabamba, Mizque, Corrientes, Asunción, Montevideo, Santa Fe y La Plata.
En algunas jurisdicciones, como fue el caso de Córdoba, la aplicación de la Real Orden desató numerosos conflictos entre algunos grupos de la elite previamente enfrentados, además de disputas jurisdiccionales con el gobernador intendente. Éstas retrasaron notablemente el trámite de la elección de la terna y el sorteo, anulándose lo actuado en varias oportunidades y elevando consultas al Virrey y a la Junta Central. En Buenos Aires, en cambio, la elección no se verificó, en gran parte por el contexto conflictivo en que se encontraba la ciudad al momento de recibir la orden de la Junta Central. Si bien el movimiento del Ia de enero había sido sofocado, las relaciones entre el Virrey y el Cabildo capitalino no habían mejorado desde entonces, y no habrían de hacerlo hasta el final del mandato de Liniers.
Una muestra elocuente de los acelerados cambios ocurridos luego de la crisis monárquica y de los efectos que produjeron en los realineamíentos de fuerzas internas es ei proceso abierto a Juan Martin de Pueyrredón a fines de 1808, acusado de revolucionario y sedicioso. Pueyrredón era uno de los héroes de la reconquista de 1806 frente a las fuerzas británicas. En tal carácter, el cabildo abierto celebrado e! 14 de agosto de ese año le encomendó una misión a España, cuyo objetivo era dar cuenta al Rey de los méritos de ia capital virreinal en su lucha contra ios ingleses. De hecho, ei enviado cumplió en sus primeros tramos con ei cometido, pero, en marzo de 1808, cuando estaba a punto de regresar, se produjo el Motín de Aranjuez. Según expuso en una comunicación escrita en 1809, luego de ser acusado y arrestado, "este feliz acontecimiento debía detenerme para tributar a mi nuevo soberano los primeros homenajes del vasallaje”, y muy especialmente después de que Su Majestad, “antes de emprender su desgraciado viaje”, le mandara “en pública corte” a decir que “esperase su vuelta pues quena que volviese yo contento y que contentase a mis paisanos”. En esa situación esperó el regreso del Rey, “hasta que viéndolo conducido engañosamente a Bayona y convencido de todo el horror de ¡a intriga francesa, salí precipitadamente de Madrid el día 1o de mayo, víspera de las primeras desgracias de aquella capital”. De Madrid pasó a Cádiz con el objeto de proseguir hacia Inglaterra y de allí a Buenos Aires. Pero en Cádiz las cosas comenzaron a complicarse para el enviado porteño. Por tal motivo, regresó a Madrid en los primeros días de junio, y poco después salió, en fuga, hacia Sevilla, donde se presentó a la Junta de esa ciudad (aún no se había formado la Junta Central), que, luego de aprobar su conducta, le negó el permiso para regresar hasta tanto no recibieran “noticias de oficio de haber reconocido el virreinato del Río de la Plata por suprema de gobierno de España e Indias a aquella Junta”. Fue en ese preciso momento, el 10 de septiembre de 1808, pocos días antes de la formación de la Junta Central, cuando Pueyrredón escribió desde Cádiz, la carta que le valió la acusación de sedicioso, dirigida al Cabildo de Buenos Aires. En ella describía lo que ocurría en la Península a la vez que exhibía una clara percepción de los problemas derivados de la vacatio regís: “El reino dividido en tantos gobiernos cuantas son sus provincias: las locas pretensiones de cada una de ellas a la soberanía, e! desorden que en todas se observa y las ruinas que les prepara el ejército francés... me impiden permanecer por más tiempo en el desempeño de una comisión que hoy veo sin objeto. En consecuencia me he retirado a la Junta de Sevilla por no haber en ella más facultades que en las demás para entender en los asuntos de mi cargo". El 27 de septiembre, Pueyrredón le dirigía una nueva carta al Cabildo, en la que subrayaba el “desorden y anarquía en que se halla la Península” puesto que “todos pretenden la herencia de este rico territorio y en tal actuación creo que una prudente detención es el partido que la razón ofrece". Ese mismo día le escribía una carta a Justo José Núñez, en la que con más soltura se explayaba sobre el futuro de España: “La ruina de este reino va a seguirse inmediatamente, y no crea usted otra cosa, aunque algunos escriban ocultando las divisiones en que están las provincias, y los males que las amenazan bajo la esperanza de una Junta central y suprema. Ésta no tendrá efecto y cuando se verificase la reunión monstruosa que se prepara solo en las cabezas de los que aman el orden, solo serviría para aumentar el desorden”. En una imagen por cierto muy ajustada a la realidad, continuaba advirtlendo que “las provincias quieren sostener cada una su soberanía y ser absoluta en su departamento; en efecto lo son y desgraciado del que no obedece en sus territorios". Mientras el autor de estas misivas se embarcaba, finalmente, rumbo a Buenos Aires, el Cabildo ¡as recibía y reaccionaba a través de un oficio enviado ai gobernador de Montevideo el 10 de diciembre de 1808, en el que expresaba “horror” por las “proposiciones tan escandalosas” y por el "audaz y depravado idioma” con que el diputado se expresaba “contra el honor de la nación”. Los capitulares sostenían que los dichos de Pueyrredón contrastaban con los papeles públicos que les llegaban sobre el estado de España, y que por lo tanto había que evitar su desembarco, confiscarle todos sus papeles apenas arribara al puerto de Montevideo, y enviar inmediatamente en un buque “a disposición de la Junta Central ya establecida” a quien había sido condecorado con la Orden de Carlos lil apenas había arribado a España como héroe de la reconquista. Pueyrredón llegó al puerto de Montevideo e! 4 de enero de 1809, donde fue detenido e incomunicado. Allí lo embarcaron rumbo a España el 18 de febrero, pero una tormenta hizo arribar ia nave a un puerto de Brasil, donde logró fugarse; finalmente, desembarcó en Buenos Aires el 5 de julio de 1809. Una vez allí, se puso a “disposición del gobierno superior”, quien afirmó no haber dudado nunca de su lealtad. Sin embagro, poco después llegaba la noticia del relevo de Linlers por el nuevo virrey Cisneros, y la orden de arresto para Pueyrredón. Logró fugarse y trasladarse a la corte de Brasil a fines de 1809.

Textos tomados de la "Fiel Exposición que hace don Juan Martín de Pueyrredón de su conducía pública desde el año 1806 hasta el presente de 1809 en vindicación de la nota en que lo deben haber puesto los insultos hechos a su persona por la Junta de Gobierno de Montevideo”, Colección de obras y documentos para la historia argentina, Biblioteca de Mayo, tomo XI: Sumarios y Expedientes, Buenos Aires, Senado de ia Nación, 1961.^"
El 11 de febrero de 1809, la Juma Central gubernativa designó a Baltasar Hidalgo de Cisneros como virrey propietario del Río de la Plata. Se trataba del primer virrey cuyo nombramiento no emanaba directamente de la autoridad real, dato no menor en el contexto en el que le tocó asumir su cargo. Sus instrucciones eran pacificar las discordias que habían asolado a la capital del Virreinato y, a la vez, vigilar y castigar cualquier tipo de sedición o plan revolucionario. Su misión de reinstalar el prestigio de la autoridad virreinal en una ciudad expuesta a “una revolución de virrey” -como afirmaba en esos días el memorialista Beruti- rápidamente se reveló imposible. La recomendación sugerida por la Audiencia a la Junta Central de que el nuevo virrey propietario llegara auxiliado de oficiales y tropa veterana no fue atendida. Aún cuando se había proyectado el embarque de quinientos hombres de marina para asegurar la autoridad de Cisneros, a último momento éste fue suspendido.   
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Cisneros arribó a la Banda Oriental en julio de 1809, pero recién en agosto fue reconocido como nuevo virrey del Río de la Plata. De hecho, los regimientos de milicias expresaron ciertas resistencias y los comandantes de tropas celebraron previamente varias reuniones e impusieron algunos condicionamientos a Cisneros. Entre ellos, cabe destacar la exi-, gencia de no innovar el “método de gobierno” de Liniers, no cumplir con la orden de que este último regresara a España y no tocar la estructura de las milicias.
En ese clima de agitación interna e incertidumbre sobre el futuro de la Península, Cisneros intentó timonear la situación. Una de sus primeras medidas fue pacificar los ánimos suspendiendo el juicio iniciado a los amotinados del l9 de enero de 1809 y restituyendo las armas y banderas a los batallones disueltos de vizcaínos, catalanes y gallegos. Poco después, creó un comité de vigilancia contra “propagandas y manejos subversivos”. La reciente formación de juntas en el extremo norte del Virreinato había acrecentado el clima conspirativo. Su creación -en Chuquisaca y La Paz en mayo y julio de 1809 respectivamente- manifestó el carácter tan frágil del ensamblado de ese novel Virreinato. Los altoperuanos vieron en las abdicaciones de Bayona una ocasión para reafirmar autonomías regionales y locales y adquirir así una centralidad gubernamental que les permitiera resolver lo que llamaron una “inmerecida dependencia” del Virreinato del Río de la Plata. Ambas juntas invocaron, además, el argumento de que se oponían no sólo a la ocupación francesa de la Península -algo común a todas las expresiones juntistas en esta etapa-, sino también a la potencial injerencia del carlo- tismo y de un supuesto protectorado portugués en el Río de la Plata. La Audiencia de Charcas rechazó las proposiciones lusitanas, negando a la corte portuguesa todo derecho de enviar pliegos a las autoridades legítimas del reino español, y acusó al virrey Liniers -todavía en funciones- de actuar en connivencia con esa alternativa. En mayo, el alto tribunal depuso a su presidente, formó una junta que asumió todos los poderes en nombre del rey Fernando VII, desconoció la autoridad del Virrey y envió delegados a varias ciudades de su dependencia para buscar apoyo. Estajunta, al igual que la de Montevideo, se declaró autónoma respecto de Buenos Aires, pero a diferencia de la surgida en la Banda Oriental, no reconoció oficialmente a la Junta de Sevilla -por considerarla sospechosa de alentar el intervencionismo portugués en América- ni tuvo por protagonistas a un gobernador militar y al Cabildo, sino a una de las Audiencias más antiguas del sur del continente (creada en 1564 y de la que dependían para los asuntos de justicia las intendencias de Chuquisaca, La Paz, Potosí y Cochabamba). La Audiencia asumió, pues, el depósito de la soberanía, producto en gran parte de sus sueños virreinales, con independencia tanto de Lima como de Buenos Aires. Estos sueños eran compartidos por los quiteños y se habían visto frustrados, como en Charcas, con las reformas borbónicas. En ambos casos, las juntas formadas en tales audiencias se comportaron como verdaderas capitales de reinos, al buscar adhesión entre las ciudades de su jurisdicción.

Por otra parte, la Junta Tuitiva de La Paz, surgida de un cabildo abierto, expresó también la demanda de autogobierno, que vinculaba al reclamo de dejar de subsidiar económicamente al Virreinato del Río de la Plata. Fue sin dudas la negativa a seguir enviando más numerario a Buenos Aires la que colaboró para que el nuevo virrey Cisneros destinara tropas a cooperar en el sofocamiento de este movimiento. Éstas estaban a cargo de Goyeneche, enviado por el virrey Abascal, del Perú, quien ajustició a los líderes del movimiento juntista paceño. La interrupción del flujo de metálico enviado desde el Alto Perú hacia la capital, principal recurso fiscal del Virreinato, obligó a Cisneros a autorizar el comercio con los ingleses a través de un reglamento dictado en noviembre de 1809, en el que procuraba atenuar sus efectos más disruptivos al mantener el monopolio del comercio interno y la venta al menudeo en manos de los comerciantes locales, tanto peninsulares como criollos.
En ese contexto tan cambiante, el intento de controlar y vigilar a las poblaciones de las colonias no obedecía sólo al temor de una potencial rebelión contra el orden colonial, sino también a la certeza de que la libre circulación de noticias sobre los hechos que ocurrían en la Península podía ser muy perturbadora. No se equivocaron las autoridades españolas cuando así lo pensaron. De hecho, si bien Cisneros procuró evitar que se propagara la noticia acerca del avance francés sobre Andalucía y la disolución de la Junta Central, sus esfuerzos fueron inútiles. La novedad, arribada a Buenos Ares el 18 de mayo, provocó una nueva crisis, impulsada ahora por la fuerte sensación de que la Península se perdía en manos francesas. Los pasos a seguir se discutieron en distintas reuniones realizadas en las casas de Nicolás Rodríguez Peña e Hipólito Vieytes, a las que asistieron personajes inquietos por la situación, entre ellos Juan José Castelli, Manuel Belgrano, Juan José Paso, Antonio Luis Berutti. En permanente comunicación con el jefe del Regimiento de Patricios, Corneíio Saavedra, este grupo decidió entrevistarse con Cisneros para presionarlo a convocar a un cabido abierto. A pesar de las dilaciones del Virrey para evitar tal convocatoria, la presión ejercida pollos jefes de las milicias terminó de convencerlo de acatar la petición. A dos años de un trono vacante y a cuatro de vivir en un clima de crisis de autoridad permanente, algunos activos pobladores de Buenos Aires ' consideraron impostergable la deliberación a nivel local. Así lo hicieron los vecinos que fueron convocados al cabildo abierto realizado el 22 de mayo de 1810.

A partir de esa fecha, Buenos Aires comenzó a protagonizar hechos que cambiarían la vida toda de los habitantes del Virreinato. Desde 1806, la capital había sido escenario de acontecimientos de “naturaleza extraordinaria” -según expresaba un informe de la Audiencia- y caja de resonancia de todos los conflictos que tales hechos habían desatado. Pero todo parecía reducirse al perímetro de la ciudad y su entorno, incluida la otra margen del Río de la Plata. Tanto durante las invasiones inglesas como en los sucesos que acompañaron a la crisis dinástica, Buenos Aires pareció comportarse más como epicentro de una gobernación que como capital de un enorme virreinato. Las autoridades residentes en Buenos Aires estaban más preocupadas por sus disputas internas que por gobernar el amplísimo territorio que tenían bajo su tutela. Un hecho por cierto comprensible si se tiene en cuenta que el Virreinato sólo tenía tres décadas de existencia, y que su creación había unido jurisdicciones muy diversas, acostumbradas a manejarse con gran autonomía, tanto respecto de su antigua sede virreinal en Lima como de la misma metrópoli. El intento de traducir políticamente el mapa de los circuitos mercantiles configurado a lo largo de dos siglos no parecía haber cuajado en el plano institucional. Tal vez por esta razón, Buenos Aires pudo descubrir la verdadera naturaleza de su condición de capital después de mayo de 1810, cuando encabezó el proceso revolucionario y se lanzó a la conquista de sus jurisdicciones dependientes para encontrar en ellas un apoyo que nunca antes había demandado en medio de la crisis iniciada en 1806.

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