En 1852, Juan Bautista Alberdi, uno de los más
conspicuos representantes de la Generación del 37, publicó en Valparaíso Bases y puntos de partida para la organización
política de la República Argentina. En esta obra, inspiradora de la
Constitución sancionada en 1853, afirmaba que ya no había lugar para una
discusión sobre la forma de gobierno, puesto que el republicanismo se había
impuesto en los hechos, y presentaba la disyuntiva entre “federación” y régimen
de “unidad” como una herencia del pasado que era preciso conciliar a través de
mecanismos de ingeniería constitucional. En el plano del régimen político y su
distribución territorial, Alberdi postulaba que “la federación no será una
simple alianza entre provincias independientes”, sino que “la República
Argentina será y no podrá ser menos de un estado federativo, una república
nacional, compuesta de varias provincias, a la vez independientes y subordinadas
al gobierno general creado por ellas”.
Si bien la indeterminación de los términos
“federación”, “confederación” y “sistema federal” parecía conservar aún cierta
vigencia -puesto que tanto el proyecto de constitución presentado por Alberdi
en 1852 como la Constitución sancionada en.1853 mantuvieron el nombre de
Confederación Argentina utilizado durante el régimen rosista-, no cabía duda de
que, en ambos casos, se imponía un régimen federal de gobierno, a semejanza del
modelo de la Constitución Federal de los Estados Unidos de 1787. El margen de
autonomía de las provincias quedaba atenuado por una serie de atribuciones
delegadas al gobierno central mientras que el fuerte presidencialismo era
controlado en un aspecto fundamental: la Constitución de 1853, en su artículo
29, prohibió la delegación de facultades extraordinarias y la suma del poder
público, tanto por parte del Congreso al ejecutivo nacional como de las
legislaturas provinciales a los gobernadores.
Tal exclusión ponía de manifiesto la particular
aversión dejada como herencia por el pasado inmediato y el dilema de asegurar
que el gobierno central -y, en especial, el presidente de la república- se
convirtiera en garante de la unidad político-territorial, sin repetir la
fórmula rosista que había hecho de los poderes extraordinarios una herramienta
fundamental en la imposición del orden. ¿Cómo establecer un orden estable y
evitar al mismo tiempo el despotismo? El reto consistía en pensar una república
unificada que respetara tanto las atribuciones de las provincias como los
derechos individuales, conculcados de manera sistemática durante el régimen
rosista. Precisamente, lo que la delegación de poderes extraordinarios
involucraba era la suspensión -primero temporaria y luego por tiempo indeterminado-
de las garantías individuales.
En este punto se evidencia, pues, un deslizamiento
hacia nuevos problemas y desafíos. De hecho, durante la década de 1850, aunque
en el plano político-territorial la relación entre Buenos Aires y el resto de
la Confederación se mantuvo como principal foco de conflicto para alcanzar la
unidad política, en el plano social se plantearon profundas transformaciones.
Si en la dimensión territorial, la autorrepresentación que Buenos Aires fue
construyendo para vincularse con el resto de las jurisdicciones rioplatenses se
desplazó de la imagen de la Roma republicana, dominante en la década de 1810, a
la de la Atenas del Plata luego de 1820 y a la de centro de la Santa Federación
a partir de 1835, luego de 1852 debió buscar nuevos mecanismos de negociación
política para mantener su condición de centro, sin renunciar a sus privilegios.
Esta disputa sólo quedará resuelta en 1880, cuando Buenos Aires sea derrotada y
declarada capital de la república.
En el marco de estos desplazamientos, se fueron
produciendo otros cambios, menos perceptibles al principio y más evidentes
luego de 1852. La gobernabilidad ya no dependía sólo de la resolución de la
disputa en torno a la definición del sujeto de imputación de la soberanía -los
pueblos, las provincias, la nación-, sino también de la forma bajo la cual
debía ejercerse el control sobre los habitantes de las nuevas fronteras de la
república. El lema alberdiano “gobernar es poblar”, que se tradujo muy
rápidamente en una deliberada política inmigratoria que cambió la fisonomía del
país, implicaba nuevos desafíos. La invitación realizada en el preámbulo de la
Constitución de 1853 a gozar de la libertad, defensa y bienestar general “a
todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino” obligaba
a evaluar, más que nunca, quiénes gozarían de los derechos civiles y políticos
y qué barreras distinguirían a los simples habitantes de los ciudadanos.
Gobernar suponía ahora tanto cartografiar los territorios sobre los cuales se
pretendía ejercer la autoridad como censar a quienes los habitaban.
Ahora bien, este cambio, evidente en la segunda
mitad del siglo XIX, comenzó a gestarse, aunque de manera más silenciosa, en el
período que analiza este libro. En primer lugar, porque con la revolución
comenzaron a difundirse nuevos lenguajes que colocaron a la noción de
“individuo” en el centro de una constelación que buscaba transformar el viejo
orden heredado de la colonia, basado en jerarquías corporativas, naturales e
inmutables, en el que los territorios, entre otros estamentos, eran concebidos
como cuerpos con sus propios derechos y privilegios y en el que la noción misma
de libertad individual resultaba inimaginable. En segundo lugar, porque si bien
la transformación fue más lenta de lo que los grupos reformistas esperaban, no
por ello dejó, de hacerse evidente que el viejo orden jerárquico y comunitario
había sido profundamente erosionado.
Aun cuando la introducción de la noción de “libertad
individual” en los lenguajes difundidos luego de la revolución tuvo serias
limitaciones para traducirse en derechos jurídicos, es en su flagrante
privación durante el orden rosista donde es posible advertir la gradual y
silenciosa mutación enunciada. Tal mutación se expresa, por un lado, en el
hecho de que en el mismo contexto en el que se produjo el más brutal
desconocimiento y negación de derechos y libertades individuales, se inventaron
nuevos mecanismos de gobernabilidad tendientes a individualizar el consenso y
la obediencia. Con Rosas, el dominio debía ejercerse sobre los territorios,
pero también sobre cada uno de sus pobladores. Para eso, se pusieron en marcha
los instrumentos ya descriptos: la unanimidad y el plebiscito, basados en una
concepción del gobierno como control de individuos.
Por otro lado, tales nociones se convirtieron
progresivamente en instrumentos de disputa política: Algunos miembros de la
joven generación romántica, que no se identificaron en sus primeros tramos con
el ideario liberal, comenzaron a hacer suya la defensa de las libertades
individuales en un escenario que visiblemente las cercenaba; a su vez, frente a
las acusaciones de sus opositores, la prensa oficial del rosismo negaba el
antiliberalismo del régimen. Aunque este rechazo fuera sólo retórico y
utilizado de manera circunstancial en la disputa argumentativa, ponía de
relieve la peculiar situación creada por un sistema republicano y unani- mista
que obligaba a unos y a otros a discutir, más que nunca, sobre las libertades
individuales y la noción de gobierno limitado.
La adhesión a las teorías liberales por parte de la
mayoría de los grupos protagonistas de la construcción del estado nacional
contó con esta experiencia en el punto de partida. Si la noción de individuo
libre y autónomo propuesta por los teóricos del liberalismo parecía, a esa
altura, tanto una abstracción como un principio irrenundable, la de gobernar
sobre territorios e individuos sujetos a la autoridad no dejaba de constituir
una aspiración concreta, a la que la nueva elite dirigente no estaba dispuesta a
renunciar.
La República Argentina nacía, pues, como proyecto de
futuro y como producto de una negociación con el pasado. Esta negociación era
necesaria para que el parto, largamente anunciado, pudiera abrir el futuro
promisorio que todos anunciaban. La confianza en el éxito de un proyecto que se
suponía avanzaba en el sentido de la historia no pudo eludir, sin embargo, las
dificultades que habría de enfrentar. Dar forma efectiva a la nación fue el
gran desafío de las décadas siguientes, y construir el estado, la tarea más
intensa que emprendieron las elites dirigentes de la segunda mitad del siglo
XIX.
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