Producción y
circulación en un mosaico de regiones
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Al
estudiar los siglos XVI-XVIII, no es posible hablar de “la Argentina” tal como
la concebimos en la actualidad. El mapa futuro de la Argentina aún no estaba
en los planes ni en la imaginación de nadie. Por eso, cuando hablamos del Río
de la Plata, nos referimos a un área mucho más extensa que la abarcada por la
gobernación encabezada por Buenos Aires. El área rioplatense englobaba
entonces aproximadamente lo que sería a partir de 1776 el Virreinato del Río
de la Plata. Toda el área norte de ese inmenso espacio regional giraba en
torno a la minería potosina. Desde el siglo XVI, las provincias sureñas del Alto
Perú (Potosí, Charcas, Chichas, Lipes) e incluso otras un poco más alejadas,
como Cochabamba y La Paz, habían tejido estrechas
relaciones con las provincias abajeñas, es decir, las villas del Tucumán que
se desgranaban hacia el sur, más allá de la Quebrada de Humahuaca.
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Las
economías regionales del área tucumana y los renovados nexos con el Alto Perú
A partir
de la década de 1740, la actividad minera potosina volvió a atravesar un momento
positivo de crecimiento, que se aceleraría a partir de 1760, si bien nunca
más volvería a tener el peso que había tenido hasta 1620, pues en el siglo XVIII
la minería novohispana ocuparía el lugar central como primera productora
mundial de plata. Este renovado período de crecimiento de la producción
argentífera potosina condujo a una nueva etapa en las relaciones mercantiles y
en los flujos económicos en dirección a la región minera.
Jujuy, la
ciudad más próxima al Alto Perú de todo el Tucumán, mantuvo vínculos muy estrechos
con el sur altoperuano ya desde los inicios de la colonización. El estudio de
Daniel Santamaría muestra en forma
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muy
documentada la compleja red de relaciones entre Jujuy y el Alto Perú. Algunos
de los encomenderos más destacados habían poseído encomiendas, tierras e
intereses tanto en el área sur altoperuana como en Jujuy. En este período,
los bienes y la extensión territorial de las posesiones del marqués del Valle
de Tojo son un ejemplo palmario: en 1694, los indios de Casavindo se quejaron
de que el marqués los tenía durante dos meses y medio en matanzas de ganado
vacuno (para hacer charqui) y éste respondió que antes lo había hecho con los
indios de “los Chichas, Talinas, Santiago, Calcha y Sococha”, en el sur
altope- ruano. La estructura de la población confirmaba este parentesco:
Jujuy era la jurisdicción que durante el XVIII poseía el mayor porcentaje de
indígenas de toda el área del Río de la Plata que se extendía más al sur de
Humahuaca (en 1779, los indígenas constituían el 57 por ciento del total de
la población de la jurisdicción). Esa población mantenía -tal el caso de los
pueblos indígenas de la Puna- estrechas y muy viejas relaciones con los
valles del sur altoperuano, así como con el extenso territorio de la Puna de
Atacama. Las migraciones desde el Alto Perú no harían más que acentuar esa
característicajujeña. En 1801, lajurisdicción tenía alrededor de 14 000
habitantes, cifra comparable a la de Salta o Catamarca, y la ciudad, unos
4500 habitantes, la mitad de cuya población urbana era blanca o mestiza.
En Jujuy,
mercaderes y viajeros debían abandonar definitivamente las carretas para
seguir camino hacia el Perú en arrias de muías o a caballo. El traslado de la
aduana de Córdoba a esta ciudad a fines del siglo XVII había consolidado la presencia
de los mercaderes y de un fuerte sector peninsular en la población local. Las
migraciones del norte de España (País Vasco, Santander) reforzaron ese grupo,
desplazando en parte a muchos de los antiguos vecinos feudatarios: las viejas
familias de encomenderos. La lista de los alcaldes ordinarios en la década de
1750 confirma la presencia abrumadora de vascos y montañeses: Pedro de He-
reña, Juan de Iturbe, Agustín de Leyba, Agustín de Salaverri, Domingo
González, Miguel de Indaburu,Juan del Portal, Pedro de Hereña (hijo), Joseph
Antonio de Goyechea, Joseph Antonio de Samallor, Pedro López, Antonio de
Lazarte. Esta elite jujeña compuesta de una serie de redes familiares
estrechamente ligadas entre sí -como sucedía con la mayor parte de las villas
del mundo ibérico a ambos lados del océano- vivía en forma casi permanente en
la ciudad, aunque mantenía sus chacras, estancias y haciendas en el área
rural. A fines del siglo XVIII, el sector social y económicamente más fuerte
dentro de la elite se componía de unas 40 familias, casi todas emparentadas,
entre las que se destacan ape-
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llidos
como Goyechea, Sánchez de Bustamante, Campero (el marqués del Valle de Tojo)
o Martínez de Iriarte. Los Goyechea ocuparon un lugar dominante en la segunda
parte del siglo, convirtiéndose en una especie de núcleo duro dentro de la
elite. A mediados del siglo XVIII, uno de sus miembros más relevantes, el
general José Antonio de Goyechea, no sólo era un miembro destacado del
cabildo jujeño, alcalde ordinario en varias ocasiones, sino también un sólido
mercader que enviaba regularmente a Potosí grandes partidas de yerba, muías y
vacas.
No era
raro que los clanes familiares actuaran de ese modo en nuestras ciudades
coloniales (como en el resto de la América Ibérica), pues tenemos los
ejemplos similares de los Villafañe, Molina y Aráoz en San Miguel de Tucumán,
los López de Velazco en Santiago del Estero, al igual que los Cabrera o los
Allende en la Córdoba de los siglos XVII y XVIII respectivamente, o los Videla
en Mendoza en esos años. Se trataba de situaciones en las cuales una extensa
red familiar había conseguido colocarse en el centro de gravedad de la elite
local. Ese centro no sólo presuponía el poder económico, tenía asimismo un
rol predominante en las relaciones de poder local.
Las
mercancías que pasaban por Jujuy y Salta hacia las provincias de arriba
tenían orígenes muy variados: las muías y vacas venían en gran parte del
Litoral (las campañas de Santa Fe y Buenos Aires eran los puntos más
relevantes) y, en menor medida, de San Miguel de Tucumán o Córdoba; en el
caso de las muías, también de los valles calcha- quíes. En efecto, los
criadores y estancieros salteños, riojanos y catamar- queños, aunque no
podían compararse con sus homólogos de las provincias del Litoral, enviaban
regularmente sus cortas partidas de muías por el camino de los valles.
Incluso algunos hacendados excepcionalmente ricos para la media regional de
los valles (como era el caso a mediados de siglo del general Luis José Díaz,
vecino de Catamarca, titular de varias encomiendas, lugarteniente del
gobernador en Cata- marca y Sart Miguel de Tucumán) podían ocupar un papel
destacado en estos tráficos de ganado; una de sus haciendas catamarqueñas
tenía en 1764 unas 2000 cabezas de ganado. Por supuesto, la mayor parte del
aguardiente que pasaba al Alto Perú era generalmente riojano y cata-
marqueño, aun cuando era posible advertir de vez en cuando la presencia de
algunos viñateros y fleteros sanjuaninos. El mercado para el aguardiente de
la Rioja y Catamarca abarcaba también las restantes ciudades del Tucumán. En
el caso específico de San Miguel del Tucumán, los datos de la sisa de
mediados de siglo confirman claramente esta presencia. Las partidas de yerba
venían del Paraguay; en este período,
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Santa Fe
todavía ocupaba un lugar en este tráfico, como lo atestigua la presencia de
envíos directos a Potosí realizados por importantes comerciantes
santafesinos. Pero la mayor parte de la yerba venía desde Buenos Aires,
incluso aquella que se dirigía al Alto Perú; no debemos olvidar que la coca,
la yerba y al aguardiente eran las mercancías de mayor peso en el mercado
potosino de aquellos años.
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Según datos del
Archivo Histórico Nacional de Madrid, entre los años 1749 y 1754, Jujuy
dominaba el tráfico de vacas, yerba y jabón, mientras que Salta controlaba el
de muías y aguardiente. Los promedios anuales en este período eran de unas 20
000 muías, 2500 vacas, 1600 tercios de yerba de palos y 280 cargas de
aguardiente (aproximadamente 2500 arrobas), lo que puede darnos una ¡dea del
peso del tráfico a mediados de este siglo. Aunque las cifras son más modestas
que las evaluaciones de fines del siglo XVII, no hay forma de saber si esto
es el resultado de un descenso en los intercambios durante las primeras
décadas del siglo XVIII o si sólo significa que aquellas evaluaciones eran
demasiado optimistas; en todo caso, las cifras de los años 1735 a 1738
referidas a las muías son similares a las de mediados de siglo. El radio de
acción de estos tráficos no se detiene sólo en la región minera de Alto Perú,
sino que, en el caso de las muías y la yerba, suele llegar hasta áreas tan
lejanas como La Paz, Huamanga o Jauja, entre otras. En las décadas
siguientes, Salta llegaría a exportar unas 30 000 muías hasta el inicio de
las rebeliones tupamaristas de los años ochenta, mientras que Jujuy no
sobrepasaría las 6000, pero, en cambio, ocuparia el primer lugar en las
exportaciones de vacas, con algunos picos de casi 10 000 cabezas a finales de
siglo. Si un rodeo de 1000 muías exigía aproximadamente el trabajo de 30
peones, sumados al capataz y su segundo, es sencillo imaginar cuánta gente se
movía alrededor del tráfico de unos 50 000 animales anuales -entre muías y
vacas- a finales del siglo XVIII.
También
entraban desde las provincias arribeñas a Jujuy y Salta una serie de
mercancías de particular importancia en los mercados de abajo. Las
principales eran la ropa de la tierra peruana, producto de los obrajes que abundaban
en la región desde Quito hasta Cuzco, los tucuyos llegados desde Cochabamba
(géneros de algodón que dominarían en forma casi total el mercado rioplatense
de este tipo de textiles hasta las
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guerras
de independencia), el azúcar enviado desde Arequipa, la coca llegada de las
yungas, destinada en especial al consumo indígena, la lana de vicuña y otras
mercancías de menor relevancia. Por supuesto, la mercancía más importante era
la plata, pero no hay registros de su paso por Jujuy y Salta, sólo conocemos
los montos embarcados legalmente en Buenos Aires hacia España.
La
producción agrícolajujeña estaba centrada en maíz, trigo, quinua y papas
(hallaremos más tarde el azúcar del oriente, en especial una vez estabilizada
la frontera bélica con el Chaco en las últimas décadas del siglo XVIII). La
jurisdicción poseía, además, algunas minas de oro y plata, como las de
Rinconada, Santa Catalina, San Francisco y Cochi- noca, que también tuvieron
un lugar relativamente destacado en la economía local. A las relaciones entre
esta zona y el sur altoperuano debemos agregar el intercambio de ciertos
productos en el que participaban activamente los indígenas, como coca, ají y
textiles provenientes del Perú por vacas, lanares, sal, charqui, entre otros.
A mediados
del siglo XVIII, la ciudad de Salta era la segunda en importancia de todo el
Tucumán; cabeza de la futura Intendencia de Salta del Tucumán (lo que muestra
claramente su peso en el contexto regional), era también asiento de un fuerte
grupo mercantil que asociaba el comercio de los llamados “efectos de
Castilla” (las mercaderías europeas) al tráfico e invernada de muías. Una
ciudad donde la mayoría de la población estaba compuesta por castas, al igual
que las restantes villas tucumanas, pero en la cual la presencia de los
españoles era también relevante. Su hinterland rural
estaba dominado por castas e indígenas casi en igual proporción. La mayor
parte de las tierras destinadas a la invernada de muías (y, secundariamente,
a la cría de vacas) se hallaba en el valle de Lerma y, una vez que la
frontera con el Chaco estuvo en condiciones de mayor seguridad, también en el
oriente se instalaron invernadores y criadores. En el valle Calchaquí, viñas,
agricultura triguera y cría de ganado fueron las actividades fundamentales.
En la ciudad de Salta, un grupo de vecinos (no pocos de ellos propietarios de
las tierras en las que se invernarían las muías) y de comerciantes llegados
desde el Perú y de algunas ciudades de abajo, en especial Córdoba, dominaban el
tráfico de muías.
San
Miguel del Tucumán había sido fundada en el siglo XVI, en un lugar que
resultó después excéntrico con respecto al eje caminero del Perú; en 1685, se
la traslada a La Toma del río Salí. Los diezmos de finales del siglo XVII la
señalan como una de las jurisdicciones agrícolas importantes del área tucumana,
lugar que se vería confirmado a lo largo
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de todo
el siglo XVIII. San Miguel era la cabecera de una jurisdicción muy rica en
bosques. La madera fue uno de los pilares de la riqueza local, ya que
permitía la exportación de carretas y de materias primas para la industria
minera altoperuana. A finales del siglo XVIII era una de las jurisdicciones
de mayor densidad de población de todo el Tucu- mán, pues tenía más de 23 000
habitantes en un territorio reducido. Otra característica peculiar de San
Miguel es su temprana inclinación a funcionar como área receptora de
migrantes internos, llegados sobre todo de Catamarca y Santiago del Estero.
Como en el resto de los núcleos urbanos regionales, la presencia de migrantes
llegados del norte de la Península es notable desde mediados del XVIII. La
mayor parte de la población rural -a diferencia de Jujuy o Santiago- es
española y mestiza (categoría que engloba a los mulatos) y, si bien siguen
existiendo algunos pueblos de indios, la composición de su población es en su
mayoría étnicamente mezclada ya al finalizar el siglo, con la excepción de
Amaicha.
Como en
todo el camino tucumano del Perú, la exportación de vacas, muías y caballos
ocupaba un lugar preponderante en la economía local. A fines de siglo,
conformaba alrededor del 50 por ciento de sus exportaciones. La mayoría de
los animales que más tarde pasan por Salta y Jujuy son originarios de las
provincias de abajo pero han sido invernados en San Miguel o en aquellas dos
ciudades. El resto de las entradas por exportaciones consiste en cueros,
suelas curtidas y pellones enviados al puerto de Buenos Aires. Uno de los
aspectos más relevantes de las ciudades desde San Miguel hacia abajo es esta
doble orientación de los flujos mercantiles. También se agregan los fletes de
las centenas de carretas que los fleteros tucumanos ponían a disposición de
la carrera del interior, entre el puerto del litoral y Salta o Jujuy. Las
suelas y los pellones son el resultado del trabajo de las familias campesinas
mestizas que, endeudadas por mercancías futuras, curten las suelas y tejen
los pellones para un grupo de mercaderes acopiadores que recorre la campaña
trocando esos productos por efectos de Castilla.
En el
siglo XVIII, Santiago del Estero conservaba una estructura de pueblos de
indios bastante consolidada, la cual no sólo sobrevive a la Independencia,
sino que es la única región de la futura Argentina -nuevamente, junto con la
puna jujeña- donde el quechua sigue siendo hoy una lengua usual en el área
rural. Sabemos también que algunos de estos pueblos -tal el caso de Matará-
han sido fundaciones muy posteriores al momento de la conquista, en las
cuales grupos étnicos de extracción chaqueña fueron reducidos e integrados a
la domi-
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nación
hispana y aculturados en la llamada “lengua general del Perú”. Santiago, que
había sido madre de ciudades y centro de irradiación de todo el Tucumán,
vivía ya en el siglo XVIII en una posición claramente secundaria en el marco
de la región. Una polvorienta aldea que en 1778 no llegaba a los 2000
habitantes, pero con una campaña poblada por unos 14 000 habitantes, de los cuales
la mitad era indígena. A finales de ese siglo, la población campesina había crecido
hasta alcanzar los 30 000 habitantes.
Este
crecimiento demográfico, con una economía agrícola siempre al borde de la
catástrofe (las mejores tierras santiagueñas eran las de la pequeña
mesopotamia irrigable entre los ríos Dulce y Salado; el resto de los recursos
alimenticios seguían dependiendo de la recolección en los montes chaqueños,
como en la época prehispánica), explica uno de los rasgos centrales que
caracterizarían a los santiagueños hasta nuestros días: las migraciones,
tanto temporales como definitivas. Los destinos principales son el cercano
Tucumán rural y las campañas litorales de Santa Fe y Buenos Aires. Así, año a
año, y en especial cuando llega el momento de la cosecha del trigo o de las
grandes tareas pecuarias, como la yerra del ganado vacuno, los santiagueños
toman el camino del norte, hacia San Miguel, o del sur, hacia las pampas
litorales. Desde mediados del siglo XVIII, las mujeres campesinas tienen una
ocupación fundamental: hilar y tejer la lana de sus pequeños rebaños de
ovejas. Del mismo modo que Córdoba y parte de San Luis de la Punta, la
campaña santiagueña abunda en tejedoras de ponchos.
Durante
el siglo XVIII, Córdoba era la región del interior rioplatense más densamente
poblada y más rica en cuanto a su producción agropecuaria. Los datos de los
diezmos son claros: a finales del siglo XVIII, más del 40 por ciento de la
producción agraria del obispado que llegaba hasta Jujuy corresponde a la
jurisdicción cordobesa y el crecimiento de los diezmos cordobeses es uno de
los más notables de todo el espacio rioplatense. En ese momento, Córdoba
contaba con poco más de 50 000 habitantes, superando así a Santiago del
Estero, la segunda jurisdicción más poblada del interior. La diferencia
fundamental entre una y otra población campesina era el porcentaje de
indígenas, que en Córdoba no superaba el 10 por ciento, cifra por cierto
irrelevante (contra un 25 por ciento aproximadamente en Santiago); la
población mestiza, tenida generalmente por blanca, era la gran mayoría. La
ciudad de Córdoba también ocupaba el primer lugar entre los núcleos urbanos
de toda la región con más de 11 000 habitantes, y sólo era superada por Buenos
Aires a finales del siglo XVIII. Ella sería sede de obispado, cabe-
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cera de
Intendencia desde 1783 -la Intendencia de Córdoba del Tucu- mán- y la única
ciudad universitaria en toda el área, además de Charcas. Una ciudad que
contaba con una vida social y cultural bastante intensa en relación con los
parámetros regionales.
Poseía
además un sector mercantil urbano consolidado, que controlaba una parte
relevante del tráfico comercial hacia Buenos Aires (adonde se enviaban los
ponchos u otros tejidos, los cueros vacunos, la lana) y hacia el Alto Perú
(adonde partían muías, vacas y ponchos), así como también hacia Cuyo (adonde
se enviaban tejidos y también sebo o grasa con destino a Chile y al
Pacífico). Esta posición central en la geografía de los intercambios
interiores le otorgó a Córdoba un papel destacado en el tráfico mercantil
rioplatense. A fines del período colonial, cerca de la mitad del volumen del
tráfico de mercaderías desde y hacia el interior pasaba por Córdoba. Esta
contaba con una ventaja adicional: la posibilidad de enviar hacia el puerto
algunos productos como el cuero y, más tarde, en el siglo XIX, la lana, que
serían embarcados hacia el Atlántico. Córdoba participaría, al menos
parcialmente, de la orientación hacia Europa que tendría la economía
rioplatense dirigida por Buenos Aires.
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Si bien
en todos los pueblos indígenas del extenso territorio platense había
artesanías textiles, podemos distinguir dos grandes áreas. La primera es el
territorio de las misiones jesuíticas -con la dominación de los lienzos de
algodón-, los pueblos del Tucumán y, en menor medida, Cuyo, donde se alternan
el algodón y la lana tanto de los camélidos andinos como de cabras y ovejas
introducidas por los europeos. Lo que caracterizaba a la mayor parte de estas
artesanías textiles en el siglo XVII era una división sexual del trabajo muy
peculiar, en la cual las mujeres hilaban y los hombres tejían; los telares
eran el resultado mestizado de técnicas indígenas y europeas. Durante el
siglo XVIII, la mercancía textil más importante en todo el espacio
rioplatense fue el poncho.
Desde
mediados del siglo XVIII, además de los ponchos pampa, surgen otros dos tipos
de ponchos en la región tucumana y rioplatense. Los ponchillos y frezadas del
área que se extiende desde las sierras de San Luis hasta el sur cordobés, en
el valle de Calamuchita y Río Cuarto: ponchos bastante simples lisos o
listados, muchas veces llamados “ponchos llanos”, realizados por las mujeres
campesinas con telares de ma-
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dera, herederos de los telares europeos de los obrajes
que existieron en la región, aunque entonces eran los hombres quienes tejían.
La trama solía ajustarse con un rústico peine. También en la misma región se
tejían diversas piezas textiles que se vendían en cortes como la bayeta, el
picote y el cordellate. La segunda región textil de ponchos es Santiago del
Estero. En este caso, se trata de productos mucho más elaborados, realizados
por las mujeres campesinas en el mismo tipo de telar de madera; la trama se
ajustaba “a pala”. Las calidades y tipos variaban mucho y los ponchos tenían
distintos nombres: balandranes, calamacos, labrados, mestizos (es decir, de
lana y algodón).
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La palabra
“poncho” es de origen mapuche. En las culturas andinas prehispánicas existían
piezas muy parecidas, aunque desconocemos sus nombres originales. Cualquier
recorrido por los museos puede mostrarnos piezas textiles andinas similares,
pero el nombre de “poncho” {ponthro, en realidad)
para este artefacto de lana cuadrangular con una abertura en el medio es
originario de la cultura mapuche -aun cuando ese elemento se llame en
realidad “makuñ", ya que “ponthro" es el nombre
reservado para las frazadas-; la diferencia entre ambas piezas textiles
consiste en el orificio para pasar la cabeza. Los primeros ponchos que se
conocen son los mapuches, llamados en la región ponchos “pampas”; éstos eran
confeccionados por las mujeres en las rucas con telares
fácilmente transportables. La materia prima se obtenía de los rebaños de
ovejas que mantenían las familias; solía utilizarse también la lana de los
camélidos americanos. De dibujos geométricos, sus tinturas eran casi
exclusivamente locales, aun cuando el añil (materia tintórea originaria de
América Central que da el color azul) era muy apreciado: los ponchos azules,
llamados más tarde “patrios” por los rioplatenses, constituían unos de los
preferidos por indios y paisanos. Estos ponchos pampas se volvieron célebres
por su trama cerrada, que impedía casi totalmente el paso del agua, y se
convirtieron en una prenda muy preciada en la vida cotidiana del hombre de la
llanura. Hasta finales del siglo XIX, su presencia era habitual en las áreas
fronterizas y en el interior de la región pampeana.
;Cómo eran producidas estas piezas textiles de San Luis,
Córdoba y
Santiago del Estero? En este proceso, el rol de las
familias campesinas
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era
central. Desde mediados del siglo XVII, en toda la América hispana (más allá
de las variantes propias de las diversas realidades demográficas, productivas
y ecológicas), es perceptible el lento surgimiento de un campesinado
mestizado jurídicamente libre. Durante el siglo XVIII, éste constituirá, en
muchas áreas, la realidad productiva dominante. En numerosos sitios, su
surgimiento y su expansión se vieron acompañados por una difusión importante de
las artesanías domésticas textiles. Son dos las áreas en las que este
campesinado es demográficamente más denso a fines de siglo: Córdoba y San
Miguel del Tucumán; le siguen Catamarca y Santiago del Estero, en ese orden.
En las cuatro jurisdicciones se destacan además actividades artesanales cuyo
producto ocasionalmente está destinado al mercado (en especial, al de Buenos
Aires). En el caso de Córdoba, Santiago y Catamarca se trata de textiles y,
en el de San Miguel, de artesanías que giran alrededor del laboreo de las
suelas y los cueros curtidos.
Estos
campesinos mestizos del Tucumán surgieron, por un lado, de familias indígenas
que han ido abandonando los pueblos de indios, ya fuera por efecto de la
presión de los encomenderos o por propia decisión como reacción ante ese
embate. Este proceso de abandono de los pueblos y de adscripción de los
indígenas a las chacras y estancias de españoles, encomenderos o no, se
produjo desde muy temprano. En segundo lugar, nos encontramos con los blancos
empobrecidos cuyo único medio de subsistencia era el laboreo de una pequeña
parcela y el trabajo de los miembros de la familia en las más diversas
ocupaciones. El tercer elemento que constituye este campesinado son los
mulatos y pardos libres, es decir, los ex esclavos africanos que han
adquirido o heredado su libertad.
A estos
tres grupos numéricamente más importantes, que pueden ser considerados el
verdadero crisol del campesinado tucumano, se agregarán individuos venidos de
horizontes un poco más insólitos: indios forasteros altoperuanos o
paraguayos, indios del Chaco y los pampas capturados en la frontera o que,
por efecto de la vida fronteriza, terminaron estableciendo contactos con los
pobladores. Entre los diferentes grupos se tejieron estrechas relaciones que
dieron como resultado las mezclas más variadas y las fusiones culturales más
diversas.
Veamos
entonces cuáles son los orígenes mestizados de la artesanía textil tucumana y
cómo funciona la unidad productiva campesina en el marco de esta economía
colonial. El textil tenía una importancia central en la vida social y
económica de los diversos grupos indígenas ligados con la tradición cultural
andina. Con enorme rapidez se difundie-
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ron
algunos de estos rasgos culturales entre otros grupos indígenas e incluso
entre los españoles. Por ejemplo, en ocasión de la visita de Luján de Vargas,
un encomendero se refiere a una india “de nación Mocobí” (es decir,
originaria del Chaco) que, habiendo sido hecha prisionera desde muy pequeña,
hila y teje como las restantes indígenas de su encomienda. Otro ejemplo, en
un contexto completamente distinto: en 1752, una india cordobesa teje ponchos
en una reducción de indios pampas de la frontera bonaerense. Estas escenas
evidencian que el textil brinda la ocasión para fructíferos y complejos
intercambios culturales en uno y otro sentido, pues se trata de una fecha muy
temprana en la historia del poncho en la que vemos en contacto a indios
pampas e indígenas de Córdoba, confeccionando una clase de poncho que sería más
tarde un producto típico de esa última región. También es detaca- ble el rol
que las cautivas de ambos lados de la frontera deben haber jugado en la
difusión del poncho: mujeres indígenas maloqueadas por los blancos, por un
lado, y mujeres blancas viviendo como cautivas entre los indios, por otro.
Si
atendemos a la función del tejido entre las españolas, a finales del siglo
XVII, en ocasión de la visita de Luján de Vargas, un encomendero, ante las
reiteradas quejas de sus indias sobre las tareas textiles, no duda en afirmar
que “es lo mismo que comúnmente hacemos y enseñamos los padres con nuestros
propios hijos e hijas”. Si bien esto aparece como argumento para mostrar la
inocencia del acusado, no es fácil saber en esta ocasión quién está enseñando
a quién... La difusión del tejido indígena entre los españoles, que también
debe adquirir contornos culturales considerablemente mestizados, conduce a
algo que resulta evidente a la luz de las fuentes de la época: las españolas
empobrecidas también hilan y tejen. En 1699, el maestre de campo don Antonio
Qui- jano se lamenta de “que hoy con la suma pobreza a que a llegado la
tierra se ven precisados a industriales y ponerlas [a las mujeres españolas]
en hilaciones y tejidos de cosas de la tierra”.
¿Cómo
funciona en realidad esta artesanía textil en el marco de la vida económica
de la familia campesina del Tucumán colonial del siglo XVIII? Ya sea que
hablemos de la zona del poncho que va desde San Luis de la Punta hasta
Santiago del Estero, como que nos refiramos a los lienzos de algodón
catamarqueños, se trata siempre de una artesanía producida enteramente por
manos femeninas: son las mujeres las que hilan, tiñen y tejen. Documentación
más temprana muestra en forma bastante clara algunas de las razones de esta
división del trabajo en el seno de la familia: los hombres, frecuentemente
ausentes en
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arreos de
muías y vacas al Alto Perú, recorriendo los bosques como “mieleros” u
ocupados como peones carreteros, han delegado muchas veces en la mujer el
laboreo de la parcela y el sostenimiento familiar. Un poco más tarde, los
hombres se irían también como trabajadores al Litoral, donde la cosecha del
trigo era causa fundamental de un proceso intenso de migraciones, temporarias
o definitivas.
Un documento
suscripto por un indio salteño en 1728 resulta incluso más claro: al quejarse
de las exigencias de un diezmero y hablando de los bienes familiares, afirma
“nuestros ganados que son tres o cuatro ovejas de mi mujer y una manadita de
yeguas”. Las ovejas son el fundamento de la artesanía textil femenina; la
manadita de yeguas está destinada a la cría de muías y el indio parece tener
bien clara la diferencia en cuanto a la propiedad de estos medios de
producción. Otro ejemplo típico, tomado de la visita de Luján de Vargas, es
la declaración de un indio de la encomienda del capitán Lorenzo Alfonso,
quien, ante la pregunta del visitador acerca de la forma en que se mantenía,
sostuvo “que por tener cuatro yeguas y teniendo las mulitas y juntamente con
el trabajo de su mujer se suele vestir”.
En el
caso de los campesinos mestizos, a todas esas tareas que alejan al hombre
durante meses de su familia (y en cada área del Tucumán, la marcada
especialización regional del trabajo abarca tanto a los que mantienen su
condición de indios como a los que ya podemos considerar campesinos mestizos)
hay que agregar los meses que cada año debe entregar al servicio de armas en
la frontera, un verdadero castigo que se abate sobre los hombres de campo
tucumanos desde las décadas finales del siglo XVII, cuando la presión de la
frontera chaqueña y más tarde, pampeana, se hace sentir duramente. Todo ello,
sobredeterminado además por la herencia cultural indígena, explica en gran
parte ese gran vacío masculino y la omnipresencia de la mujer en la vida
económica de la familia campesina en la región. De ahí la enorme importancia
que tendría la jefatura femenina en los hogares campesinos, papel que llega
hasta nuestros días.
La
comercialización de estos productos textiles descansaba en un grupo de
mercachifles -como en el caso de San Miguel del Tucumán y sus suelas- que
recorría las campañas y los valles cambiando efectos de Castilla por futuras
piezas tejidas que las endeudadas campesinas elaboraban incansablemente. Este
tipo de relación entre el capital comercial y los pequeños productores
campesinos se encuentra en toda América hispana, desde los poquiteros del añil salvadoreño hasta las tejedoras de ponchos,
pasando por los criadores de muías del Litoral o los curtido-
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res de
suelas tucumanos. Esos mercaderes, endeudados a su vez con grandes
comerciantes de Córdoba o Buenos Aires, envían sus ponchos para su posterior
redistribución en todo el espacio rioplatense. Si bien también se realizan
envíos directos desde Córdoba y Santiago hacia otros mercados (el Alto Perú,
Cuyo), el dominio de los mercaderes porteños en el comercio de ponchos, como
en el caso de la yerba paraguaya, ya es aplastante en la segunda mitad del
siglo XVIII.
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Para darnos una
idea de la importancia relativa de los diversos tipos de ponchos en los
mercados litorales a finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, contamos
con algunos datos precisos. Entre los años 1802 y 1811, Córdoba envía a
Buenos Aires unas 55 000 piezas anuales y Santiago del Estero unas 6000, pero
dado que los precios de éstos eran muy superiores, la participación en valor
en el mismo período es del 75 por ciento para Córdoba y del 25 por ciento
para Santiago. En cuanto a los ponchos y jergas pampas, no tenemos datos de
entrada a Buenos Aires (los productos llegados desde la frontera no pagan
alcabala), pero sí poseemos los datos de salida desde Buenos Aires hacia el
Paraguay y Montevideo; en este caso, durante el período que va de 1809 a
1821, un promedio de superior a las 7000 piezas textiles pampas es enviado
desde la ciudad porteña a esos dos destinos. Si contáramos con los datos de
entrada a Buenos Aires, la presencia de las piezas textiles pampas sería
bastante superior a la de Santiago del Estero, teniendo en cuenta que sus
precios unitarios eran también altos. Ello demuestra la importancia que había
adquirido el comercio fronterizo entre los grupos araucanizados y los
mercaderes blancos: un tráfico mercantil de este volumen presupone contactos
muy intensos y regulares entre las dos sociedades fronterizas. Los ponchos
-en todos sus tipos y calidades- resistieron con éxito la penetración de los
textiles europeos hasta bien avanzado el siglo XIX. ^
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La región
cuyana estuvo estrechamente ligada a sus fundadores llegados desde Chile.
Desde muy temprano, una parte de su actividad productiva se plasmó en varias
mercancías agrarias (vino, aguardiente, fru-
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tas
secas, trigo) cuyos mercados principales, dado que la economía agraria
chilena también las producía, no podían estar sino en el Litoral y, en
segundo término, en el interior rioplatense y el Alto Perú. La región cuyana
era el paso casi obligado hacia Chile y el Pacífico, puesto que el viaje
marítimo por el cabo de Hornos era una aventura muy riesgosa. El comercio
entre Buenos Aires y el Pacífico, vía Cuyo y Santiago de Chile, creció en
forma evidente entre 1730 y 1780, multiplicándose por cinco en ese lapso. A
partir de esa fecha, el crecimiento sería ya un poco menor pero continuaría
hasta los inicios del proceso de independencia, en 1810. Yerba del Paraguay,
plata potosina, sebo, esclavos, ganado engordado y efectos europeos -no pocas
veces resultado del tráfico ilegal con Colonia do Sacramento- constituyen el
grueso de la corriente hacia Santiago de Chile. Desde allí, el oro y el cobre
chileno, más algunos productos llegados desde diferentes puertos del Pacífico
(como la cascarilla, la ropa y el azúcar peruanos, el cacao de Guayaquil, los
sombreros de Jipa-Japa, el añil salvadoreño), forman parte del flujo hacia el
Río de la Plata. El oro chileno representará además una parte relevante de
las exportaciones desde Buenos Aires hacia el Atlántico.
En cuanto
a la producción agraria cuyana, mientras en Mendoza dominaba la producción de
vino, San Juan se especializó en el aguardiente (una forma inteligente de no
competir en el mismo renglón del mercado, pese a contar con una estructura de
producción muy similar). San Luis, que era productiva y hasta ecológicamente
un área de transición entre la región de las viñas y las frutas secas de los
oasis cuyanos y la de los valles cordobeses, es decir, mucho más pobre que
sus hermanas cordilleranas, exportaba al mercado porteño frutas secas y
ponchos. Los datos decimales de las últimas décadas del siglo XVIII aportan
una información cuantitativa. San Juan domina muy claramente, seguida por
Mendoza; San Luis se encuentra bastante atrás. En efecto, sobre el total de
los diezmos rematados entre 1786 y 1808 -período en que contamos con datos
para las tres cabeceras decimales-, San Juan tiene el 46 por ciento, Mendoza,
el 33 por ciento, y San Luis el 21 por ciento. En cambio, si tomamos sólo San
Juan y Mendoza, desde 1779 hasta 1808, la primera alcanza al 57 por ciento
del total frente al 43 por ciento de la segunda. Es decir, al menos desde el
año 1779, San Juan domina en forma evidente en la recaudación decimal cuyana.
Esto se explica a partir de la demanda (el mercado del aguardiente no es
idéntico al del vino), sin descartar la posibilidad de que también hayan
existido problemas derivados del ciclo climático para ambas áreas.
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Para que el
lector tenga una idea de la compleja estructura de producción agraria de los
oasis irrigados cuyanos, veamos cómo se presenta la propiedad de un viñatero
en Mendoza durante las últimas décadas del siglo XVIII. Hemos elegido un
inventario de un valor un poco superior a la media, pero cuya riqueza en
detalles e información nos permite apreciar la complejidad de la estructura
de producción del vino y de los otros productos que Mendoza envía a los
mercados litorales. Se trata de las estructuras agrarias más diversificadas
de todo el espacio altope- ruano rioplatense.
Tierras,
viñas y esclavos constituyen los rubros más destacados del patrimonio
productivo, lo cual representa muy bien la media de las unidades productivas
mendocinas de la época. En este caso en particular se encuentra bastante más
trabajo incorporado que tierras, lo que explica el alto valor de este
patrimonio que tiene apenas 16,2 cuadras de tierras (aproximadamente 27
hectáreas). El sitio central, con una extensión de un poco más de una cuadra,
está valuado en 1800 pesos. Se entiende, pues esta ubicado casi en plena
ciudad. La casa es muy buena: la esquina es también una tienda; tiene varias
piezas, sala, recámaras, corredores, ramadas. El valor de la casa, los
muebles, la ropa y la plata labrada muestran el nivel social de los
propietarios y su posición social por encima de la media.
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Las
tierras en producción también son notables, en especial la huerta contigua a
la casa y en el mismo terreno. Su variedad está bien expresada en el cuadro,
donde se apuntan quince especies arbóreas distintas y se establece en 5,7 el
porcentaje del valor productivo de los árboles. La huerta está rodeada de un
bracero de moscatel con sus cepas, las uvas destinadas a ser convertidas en
pasas. Un corralito en los fondos
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también
tiene árboles frutales. La viña está en otro sitio, que también tiene una
casa; posee otra huerta más con varios frutales, varias parras de moscatel y
sus correspondientes cepas de uvas frutales. Los instrumentos que aparecen en
el inventario son los típicos para la vinificación; además, tiene vino
almacenado. Para trabajar las viñas y el resto de las huertas, la propiedad
posee siete esclavos, de los cuales sólo dos son ancianos. Tiene también
bueyes aradores, muías y caballos y cuenta con varios instrumentos que
muestran una actividad agrícola orientada al trigo: arado con reja, echunas [hoces], bueyes aradores, trigo almacenado. En síntesis,
es un patrimonio agrícola medio alto.
Este cuadro es el habitual en los inventarios mendocinos:
la diferencia entre mediados del siglo XVIII y la primera década del siglo
XIX es la pérdida progresiva del valor de la viñas -tanto en valor absoluto
como en su posición relativa respecto del resto de los bienes productivos- y
el incremento del rubro tierras y alfalfares, destinados a los potreros de
engorde de ganado.
Si bien
el inicio de la llamada “vocación atlántica” de Cuyo se remonta a las últimas
décadas del siglo XVI, pocos son los datos cuantitativos para los dos
primeros siglos coloniales. Los primeros datos seriados se inician a mediados
del siglo XVII. En 1664, una carta del presidente de la primera audiencia
porteña, Alonso Martínez de Salazar, informa que cada año llegan a Buenos
Aires y a Santa Fe de 3500 a 4000 arrobas de vino. Debe recordarse que, en
ese entonces, La Rioja todavía compite con Cuyo en el mercado de vino en el
Litoral -aunque, ya en 1681, un mercader riojano calcula que “no es ni la
octava parte de la que se trae de Cuyo” la que llega de La Rioja-. Es decir
que la calidad de la producción riojana de vinos era ya en esos años bastante
inferior a la cuyana. Pero los aguardientes riojanos se encaminan sobre todo
hacia el Alto Perú y las villas intermedias. Entonces, la mayor parte de la
producción de yerba paraguaya se comercializaba desde Santa Fe y no desde
Buenos Aires, y los productos clave que se enviaban a Asunción a cambio eran
el vino y el aguardiente. Dado que la yerba mate tenía ya en Chile y el
Pacífico un amplio mercado, los mismos comerciantes que enviaban desde Cuyo
la producción local de vino y aguardiente se ocupaban de hacer pasar por la
cordillera en dirección al Pacífico los tercios de yerba comprados (o
intercambiados por vino y aguardiente) previamente en Santa Fe. Para
carreteros y arrieros era un negocio redondo pues les permitía ganar sobre
los fletes a la ida y a la vuelta de Mendoza.
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El
consumo porteño acompañó el incremento constante de la población, tanto en la
ciudad como en la campaña. Así, los volúmenes físicos de vino y aguardiente
que entraban a Buenos Aires han pasado de 20 000 arrobas en los años
cincuenta (en esos mismos años, unas 2500 arrobas de aguardiente, de origen
riojano en especial, toman desde Salta el camino del Perú), a unas 36 000
arrobas en la década siguiente y a 62 000 arrobas en los inicios de los
ochenta. Esto se relaciona también con el creciente dominio de los mercaderes
de Buenos Aires sobre gran parte de la trama de comercialización regional,
pues no pocos de los odres y botijas cuyanos tomarán el camino de Montevideo,
Santa Fe o Asunción del Paraguay. El papel del comercio porteño como
redistribuidor hacia el resto de los mercados regionales explica la fuerza de
atracción de Buenos Aires sobre la producción originada en las distintas
áreas productivas de las regiones que integran el espacio económico
rioplatense. Con frecuencia, los ponchos cordobeses se intercambian en Buenos
Aires por el vino mendocino; después, ambas mercancías -las pipas de vino a
Córdoba y los fardos de ponchos hacia Mendoza- regresan desde la ciudad
porteña.
Desde
1783, una vez que ha vuelto la paz al Atlántico, los volúmenes cuyanos caen
en forma evidente, en especial el vino. En cambio, San Juan envía parte de
sus aguardientes hacia las provincias de arriba y el Alto Perú. La
elasticidad mercantil sanjuanina se debe sobre todo al hecho de que su
producción se mueve en arrias de muías y no en carretas
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y por lo
tanto puede dirigirse hacia los mercados de las provincias de arriba y del
Alto Perú, recorrido vedado para las pesadas carretas men- docinas. Además,
esos mercados consumen más aguardiente que vino. De todos modos, las cosas
tampoco fueron fáciles para los sanjuaninos, como lo muestran las cartas de
algunos de sus comerciantes en Buenos Aires: Diego de Oro le escribe a
Jacinto de Castro en julio de 1787 que “los aguardientes y vinos no dan para
polvos de la peluca”. En cambio, Mendoza no puede competir con sus vinos con
los valles cercanos a Potosí, como Cinti, ni tampoco con la enorme capacidad
de producción de los valles arequipeños. Los vinos mendocinos, entonces, no
resultan competitivos en el Alto Perú. En cualquier caso, Mendoza se las
arregla acudiendo al trigo, los higos, las nueces, las frutas en conserva
(pasas de uva, membrillo, peras, orejones) para paliar un poco la caída del
mercado del vino, al cual está mucho menos atada, a diferencia de San Juan en
relación con la monoproducción de aguardiente.
La
reorientación del comercio de aguardiente sanjuanino dura relativamente poco
y ya en la década de 1790 pierde mucha de su anterior relevancia, para
desaparecer casi por completo poco después. Asimismo, después de la crisis
inicial causada por el Libre Comercio y que verá su peor momento en los
primeros años de la década del noventa, los efectos de las guerras
napoleónicas al interrumpir el tráfico mercantil con el Atlántico dan un
descanso a los productores cu- yanos que viven un nuevo momento de esplendor.
Pero quizás éste fuera en verdad un canto de cisne. Las primeras dos décadas
postrevolucionarias verán caer el comercio de Cuyo con Buenos Aires a cifras
mínimas, bastante inferiores incluso a las de mediados del siglo XVIII. Uno
de los resultados de la crisis del Libre Comercio fue que el proceso
-iniciado bastante antes- de conversión de una parte de las tierras de viñas
en potreros de alfalfa se acelera y se acentúa; de este modo, los mendocinos
se transformarán cada vez más en invernadores de los ganados llegados desde
otras regiones para ser enviados posteriormente a Chile, lo que constituye
una nueva vuelta de tuerca en sus relaciones con Chile y el Pacífico.
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En un
proceso iniciado en el siglo XVII, pero que se acentuaría en el XVIII, Buenos
Aires encabeza un movimiento de reorientación de una parte de las economías
regionales hacia los mercados litorales. Hasta la
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ruptura y
el reacomodamiento posterior ocasionados por las guerras in- dependentistas,
la atracción de los mercados mineros continuó siendo relevante para estas
economías. El papel creciente de la ciudad, sea como mercado, en función de
su peso demográfico y económico, sea como puerta hacia el Atlántico, en un
período en que la Corona refuerza el rol de este puerto en su política
colonial en América del Sur, está indicando ya de qué modo bascularán, en un
proceso que llevaría más de siglo y medio, algunas de las economías
regionales hacia el litoral pletòrico en tierras fértiles. Fueron tierras en las que los
migrantes se convirtieron en campesinos labradores o pastores, abriendo así
nuevos espacios a la colonización de una frontera difícil, en la cual, a
medida que avanza el siglo, los ataques de los indios pampas araucanizados -y
en el caso santafesino, también de los indios chaqueños- mantendrán en jaque
a estos campesinos durante toda la primera mitad del siglo XVIII. Las
migraciones desde las zonas de expulsión de migrantes (Catamarca, Santiago
del Estero, Cuyo, el Paraguay y las misiones jesuíticas) convergen hacia
áreas de recepción como las extensas campañas litorales. Tanto individuales
como familiares, las migraciones dieron nacimiento en el área pampeana
litoral a una sociedad campesina que fue consolidándose con el paso del
tiempo.
Por otro
lado, el siglo se abre con una crisis para la economía de gran parte de este
espacio regional. Los precios de los principales productos de las economías
regionales han venido cayendo desde los años 16601670,
y en las primeras décadas del siglo XVIII ese movimiento no hace más que
acentuarse. Una de las características típicas de estas producciones agrarias
regionales era la tendencia a la caída de los precios, y el remedio propuesto
generalmente, el aumento de las cantidades producidas, aceleraba la caída.
Además, razones estructurales, ligadas en forma compleja a la crisis
potosina, acentuaban aún más el descenso de los precios en la primera mitad del XVIII. En
la segunda mitad del siglo el estancamiento se prolonga, al menos en los
precios de los productos rurales.
Esto no
quiere decir que, pese al estancamiento de los precios, la producción se haya
detenido, pues los indicadores (en especial, los diezmos eclesiásticos)
muestran lo contrario. Con diferencias regionales obvias, tiene lugar un
proceso de crecimiento de la producción agraria, mucho más acentuado
precisamente en Córdoba, el Litoral y la campaña de Buenos Aires, donde el
crecimiento agrario es una realidad indudable durante todo el siglo. En el caso
porteño, el incremento de la producción de alimentos está relacionado con el
desarrollo del mercado urbano de una ciudad que pasaría de los 6000 o 7000
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habitantes
a finales del siglo XVII a casi 40 000 habitantes en el siglo XVIII. La
campaña también presenta un incremento sensible, multiplicando por diez su
población en el curso de esa centuria. Este movimiento positivo fue en gran
parte resultado de las migraciones. Así, en el curso de un siglo, la cantidad
de habitantes aumenta de unos 10 000 a casi 70 000, sumando ciudad y campaña.
Uno de los pilares del crecimiento porteño, aunque no el
único, fue su creciente capacidad para captar el flujo semilegal (y más tarde,
legal) del comercio con el Alto Perú. Poco a poco, Buenos Aires se
convertiría -en lucha a brazo partido contra los comerciantes de Lima- de
“puerta trasera” de Potosí en su “vía regia”. Este hecho se acentuaría desde
la década de 1740, justo en el momento en que la minería altoperuana inicia
una lenta etapa de recuperación que sería aprovechada ampliamente por Buenos
Aires, es decir, por los sectores mercantiles de la ciudad porteña, que
constituyen el núcleo duro de los grupos económicamente dominantes. Por
supuesto, las economías regionales seguían teniendo un rol muy importante en
la trama de intercambios internos de este espacio progresivamente volcado
hacia el Litoral.
Estamos
en 1718; se extingue en Santa Fe la vida de un traficante y mercader nacido
en España pero afincado en ella desde mediados del siglo XVI. Don Miguel Diez
de Andino había llegado desde España como criado de su tío, donjuán Diez de
Andino, gobernador del Paraguay y hombre de larga y exitosa carrera como
funcionario y mercader. Don Juan había muerto en 1688, soltero pero con un
hijo natural habido con una india paraguaya, y dejó casi todos sus bienes a
su sobrino Miguel, que muere varias décadas más tarde, en 1718.
Si bien
Diez de Andino es un mercader excepcional para Santa Fe en cuanto al monto de
su giro, no lo es con respecto a la estructura de sus negocios, que muestra
bien el papel de la villa santafesina en el comercio con el Paraguay y el
camino potosino. Conservaría este lugar hasta mediados del siglo XVIII,
cuando el peso de la ciudad porteña vuelca la balanza en su favor y comienza
a ocupar el lugar de puerta obligada entre la economía paraguaya y el resto
del espacio regional. De todos modos, la función de Santa Fe como proveedora
de muías para el Alto Perú seguiría en pie hasta la gran crisis del tráfico
mular, durante los años siguientes a los levantamientos tupamaristas de la
década de 1780.
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Dejando de lado
su casa en la villa, que carece de tierras de estancia, el rubro más
importante (casi un 35 por ciento del total) está compuesto por ganados, en
especial por varias tropas de vacas y muías en camino hacia Potosí. Todos
estos animales han sido comprados a sus criadores en diversos lugares de la
campaña santafesina, bonaerense y cordobesa. El rubro siguiente son los
créditos otorgados a diversas personas por las ventas de mercaderías
Importadas y americanas; el área de influencia de estos créditos es inmensa:
abarca desde Santa Fe hasta el Paraguay, por un lado, y hasta Potosí, por
otro, pasando por casi todas las villas del camino del Perú (Santiago del
Estero, Tucumán, Salta, Jujuy) y llegando hasta Cuyo y Santiago de Chile. A
continuación siguen las mercaderías. Un 50 por ciento son importadas:
hallamos hasta 500 pares de medias de seda de Milán; el resto está compuesto
por mercancías y productos regionales (lienzos de las misiones de los
jesuítas, cordobanes, ropa de la tierra chilena y peruana, sebo, cueros y,
por supuesto, yerba del Paraguay). Por último, tres rubros menos importantes
en valor, pero no por ello menos interesantes: el oro y la plata atesorados
-que llegan a una cifra nada despreciable de un 15 por ciento del total-, una
decena de esclavos africanos y once carretas con sus respectivos bueyes. ^
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