jueves, 3 de septiembre de 2015

la argentina colonial cap3

Producción y circulación en un mosaico de regiones

Al estudiar los siglos XVI-XVIII, no es posible hablar de “la Argentina” tal como la concebimos en la actualidad. El mapa futuro de la Argentina aún no estaba en los planes ni en la imaginación de nadie. Por eso, cuando hablamos del Río de la Plata, nos referimos a un área mucho más extensa que la abarcada por la gobernación encabezada por Buenos Aires. El área rioplatense englobaba entonces aproximadamente lo que sería a partir de 1776 el Virreinato del Río de la Plata. Toda el área norte de ese inmenso espacio regional giraba en torno a la minería potosina. Desde el siglo XVI, las provincias sureñas del Alto Perú (Potosí, Charcas, Chichas, Lipes) e incluso otras un poco más alejadas, como Cochabamba y La Paz, habían tejido estrechas relaciones con las provincias abajeñas, es decir, las villas del Tucumán que se desgranaban hacia el sur, más allá de la Quebrada de Humahuaca.

Las economías regionales del área tucumana y los renovados nexos con el Alto Perú
A partir de la década de 1740, la actividad minera potosina volvió a atravesar un momento positivo de crecimiento, que se aceleraría a partir de 1760, si bien nunca más volvería a tener el peso que había tenido hasta 1620, pues en el siglo XVIII la minería novohispana ocuparía el lugar central como primera productora mundial de plata. Este renovado período de crecimiento de la producción argentífera potosina condujo a una nueva etapa en las relaciones mercantiles y en los flujos económicos en dirección a la región minera.
Jujuy, la ciudad más próxima al Alto Perú de todo el Tucumán, mantuvo vínculos muy estrechos con el sur altoperuano ya desde los inicios de la colonización. El estudio de Daniel Santamaría muestra en forma



muy documentada la compleja red de relaciones entre Jujuy y el Alto Perú. Algunos de los encomenderos más destacados habían poseído encomiendas, tierras e intereses tanto en el área sur altoperuana como en Jujuy. En este período, los bienes y la extensión territorial de las posesiones del marqués del Valle de Tojo son un ejemplo palmario: en 1694, los indios de Casavindo se quejaron de que el marqués los tenía durante dos meses y medio en matanzas de ganado vacuno (para hacer charqui) y éste respondió que antes lo había hecho con los indios de “los Chichas, Talinas, Santiago, Calcha y Sococha”, en el sur altope- ruano. La estructura de la población confirmaba este parentesco: Jujuy era la jurisdicción que durante el XVIII poseía el mayor porcentaje de indígenas de toda el área del Río de la Plata que se extendía más al sur de Humahuaca (en 1779, los indígenas constituían el 57 por ciento del total de la población de la jurisdicción). Esa población mantenía -tal el caso de los pueblos indígenas de la Puna- estrechas y muy viejas relaciones con los valles del sur altoperuano, así como con el extenso territorio de la Puna de Atacama. Las migraciones desde el Alto Perú no harían más que acentuar esa característicajujeña. En 1801, lajurisdicción tenía alrededor de 14 000 habitantes, cifra comparable a la de Salta o Catamarca, y la ciudad, unos 4500 habitantes, la mitad de cuya población urbana era blanca o mestiza.
En Jujuy, mercaderes y viajeros debían abandonar definitivamente las carretas para seguir camino hacia el Perú en arrias de muías o a caballo. El traslado de la aduana de Córdoba a esta ciudad a fines del siglo XVII había consolidado la presencia de los mercaderes y de un fuerte sector peninsular en la población local. Las migraciones del norte de España (País Vasco, Santander) reforzaron ese grupo, desplazando en parte a muchos de los antiguos vecinos feudatarios: las viejas familias de encomenderos. La lista de los alcaldes ordinarios en la década de 1750 confirma la presencia abrumadora de vascos y montañeses: Pedro de He- reña, Juan de Iturbe, Agustín de Leyba, Agustín de Salaverri, Domingo González, Miguel de Indaburu,Juan del Portal, Pedro de Hereña (hijo), Joseph Antonio de Goyechea, Joseph Antonio de Samallor, Pedro López, Antonio de Lazarte. Esta elite jujeña compuesta de una serie de redes familiares estrechamente ligadas entre sí -como sucedía con la mayor parte de las villas del mundo ibérico a ambos lados del océano- vivía en forma casi permanente en la ciudad, aunque mantenía sus chacras, estancias y haciendas en el área rural. A fines del siglo XVIII, el sector social y económicamente más fuerte dentro de la elite se componía de unas 40 familias, casi todas emparentadas, entre las que se destacan ape-



llidos como Goyechea, Sánchez de Bustamante, Campero (el marqués del Valle de Tojo) o Martínez de Iriarte. Los Goyechea ocuparon un lugar dominante en la segunda parte del siglo, convirtiéndose en una especie de núcleo duro dentro de la elite. A mediados del siglo XVIII, uno de sus miembros más relevantes, el general José Antonio de Goyechea, no sólo era un miembro destacado del cabildo jujeño, alcalde ordinario en varias ocasiones, sino también un sólido mercader que enviaba regularmente a Potosí grandes partidas de yerba, muías y vacas.
No era raro que los clanes familiares actuaran de ese modo en nuestras ciudades coloniales (como en el resto de la América Ibérica), pues tenemos los ejemplos similares de los Villafañe, Molina y Aráoz en San Miguel de Tucumán, los López de Velazco en Santiago del Estero, al igual que los Cabrera o los Allende en la Córdoba de los siglos XVII y XVIII respectivamente, o los Videla en Mendoza en esos años. Se trataba de situaciones en las cuales una extensa red familiar había conseguido colocarse en el centro de gravedad de la elite local. Ese centro no sólo presuponía el poder económico, tenía asimismo un rol predominante en las relaciones de poder local.
Las mercancías que pasaban por Jujuy y Salta hacia las provincias de arriba tenían orígenes muy variados: las muías y vacas venían en gran parte del Litoral (las campañas de Santa Fe y Buenos Aires eran los puntos más relevantes) y, en menor medida, de San Miguel de Tucumán o Córdoba; en el caso de las muías, también de los valles calcha- quíes. En efecto, los criadores y estancieros salteños, riojanos y catamar- queños, aunque no podían compararse con sus homólogos de las provincias del Litoral, enviaban regularmente sus cortas partidas de muías por el camino de los valles. Incluso algunos hacendados excepcionalmente ricos para la media regional de los valles (como era el caso a mediados de siglo del general Luis José Díaz, vecino de Catamarca, titular de varias encomiendas, lugarteniente del gobernador en Cata- marca y Sart Miguel de Tucumán) podían ocupar un papel destacado en estos tráficos de ganado; una de sus haciendas catamarqueñas tenía en 1764 unas 2000 cabezas de ganado. Por supuesto, la mayor parte del aguardiente que pasaba al Alto Perú era generalmente riojano y cata- marqueño, aun cuando era posible advertir de vez en cuando la presencia de algunos viñateros y fleteros sanjuaninos. El mercado para el aguardiente de la Rioja y Catamarca abarcaba también las restantes ciudades del Tucumán. En el caso específico de San Miguel del Tucumán, los datos de la sisa de mediados de siglo confirman claramente esta presencia. Las partidas de yerba venían del Paraguay; en este período,



Santa Fe todavía ocupaba un lugar en este tráfico, como lo atestigua la presencia de envíos directos a Potosí realizados por importantes comerciantes santafesinos. Pero la mayor parte de la yerba venía desde Buenos Aires, incluso aquella que se dirigía al Alto Perú; no debemos olvidar que la coca, la yerba y al aguardiente eran las mercancías de mayor peso en el mercado potosino de aquellos años.

Según datos del Archivo Histórico Nacional de Madrid, entre los años 1749 y 1754, Jujuy dominaba el tráfico de vacas, yerba y jabón, mientras que Salta controlaba el de muías y aguardiente. Los promedios anuales en este período eran de unas 20 000 muías, 2500 vacas, 1600 tercios de yerba de palos y 280 cargas de aguardiente (aproximadamente 2500 arrobas), lo que puede darnos una ¡dea del peso del tráfico a mediados de este siglo. Aunque las cifras son más modestas que las evaluaciones de fines del siglo XVII, no hay forma de saber si esto es el resultado de un descenso en los intercambios durante las primeras décadas del siglo XVIII o si sólo significa que aquellas evaluaciones eran demasiado optimistas; en todo caso, las cifras de los años 1735 a 1738 referidas a las muías son similares a las de mediados de siglo. El radio de acción de estos tráficos no se detiene sólo en la región minera de Alto Perú, sino que, en el caso de las muías y la yerba, suele llegar hasta áreas tan lejanas como La Paz, Huamanga o Jauja, entre otras. En las décadas siguientes, Salta llegaría a exportar unas 30 000 muías hasta el inicio de las rebeliones tupamaristas de los años ochenta, mientras que Jujuy no sobrepasaría las 6000, pero, en cambio, ocuparia el primer lugar en las exportaciones de vacas, con algunos picos de casi 10 000 cabezas a finales de siglo. Si un rodeo de 1000 muías exigía aproximadamente el trabajo de 30 peones, sumados al capataz y su segundo, es sencillo imaginar cuánta gente se movía alrededor del tráfico de unos 50 000 animales anuales -entre muías y vacas- a finales del siglo XVIII.
También entraban desde las provincias arribeñas a Jujuy y Salta una serie de mercancías de particular importancia en los mercados de abajo. Las principales eran la ropa de la tierra peruana, producto de los obrajes que abundaban en la región desde Quito hasta Cuzco, los tucuyos llegados desde Cochabamba (géneros de algodón que dominarían en forma casi total el mercado rioplatense de este tipo de textiles hasta las



guerras de independencia), el azúcar enviado desde Arequipa, la coca llegada de las yungas, destinada en especial al consumo indígena, la lana de vicuña y otras mercancías de menor relevancia. Por supuesto, la mercancía más importante era la plata, pero no hay registros de su paso por Jujuy y Salta, sólo conocemos los montos embarcados legalmente en Buenos Aires hacia España.
La producción agrícolajujeña estaba centrada en maíz, trigo, quinua y papas (hallaremos más tarde el azúcar del oriente, en especial una vez estabilizada la frontera bélica con el Chaco en las últimas décadas del siglo XVIII). La jurisdicción poseía, además, algunas minas de oro y plata, como las de Rinconada, Santa Catalina, San Francisco y Cochi- noca, que también tuvieron un lugar relativamente destacado en la economía local. A las relaciones entre esta zona y el sur altoperuano debemos agregar el intercambio de ciertos productos en el que participaban activamente los indígenas, como coca, ají y textiles provenientes del Perú por vacas, lanares, sal, charqui, entre otros.
A mediados del siglo XVIII, la ciudad de Salta era la segunda en importancia de todo el Tucumán; cabeza de la futura Intendencia de Salta del Tucumán (lo que muestra claramente su peso en el contexto regional), era también asiento de un fuerte grupo mercantil que asociaba el comercio de los llamados “efectos de Castilla” (las mercaderías europeas) al tráfico e invernada de muías. Una ciudad donde la mayoría de la población estaba compuesta por castas, al igual que las restantes villas tucumanas, pero en la cual la presencia de los españoles era también relevante. Su hinterland rural estaba dominado por castas e indígenas casi en igual proporción. La mayor parte de las tierras destinadas a la invernada de muías (y, secundariamente, a la cría de vacas) se hallaba en el valle de Lerma y, una vez que la frontera con el Chaco estuvo en condiciones de mayor seguridad, también en el oriente se instalaron invernadores y criadores. En el valle Calchaquí, viñas, agricultura triguera y cría de ganado fueron las actividades fundamentales. En la ciudad de Salta, un grupo de vecinos (no pocos de ellos propietarios de las tierras en las que se invernarían las muías) y de comerciantes llegados desde el Perú y de algunas ciudades de abajo, en especial Córdoba, dominaban el tráfico de muías.
San Miguel del Tucumán había sido fundada en el siglo XVI, en un lugar que resultó después excéntrico con respecto al eje caminero del Perú; en 1685, se la traslada a La Toma del río Salí. Los diezmos de finales del siglo XVII la señalan como una de las jurisdicciones agrícolas importantes del área tucumana, lugar que se vería confirmado a lo largo



de todo el siglo XVIII. San Miguel era la cabecera de una jurisdicción muy rica en bosques. La madera fue uno de los pilares de la riqueza local, ya que permitía la exportación de carretas y de materias primas para la industria minera altoperuana. A finales del siglo XVIII era una de las jurisdicciones de mayor densidad de población de todo el Tucu- mán, pues tenía más de 23 000 habitantes en un territorio reducido. Otra característica peculiar de San Miguel es su temprana inclinación a funcionar como área receptora de migrantes internos, llegados sobre todo de Catamarca y Santiago del Estero. Como en el resto de los núcleos urbanos regionales, la presencia de migrantes llegados del norte de la Península es notable desde mediados del XVIII. La mayor parte de la población rural -a diferencia de Jujuy o Santiago- es española y mestiza (categoría que engloba a los mulatos) y, si bien siguen existiendo algunos pueblos de indios, la composición de su población es en su mayoría étnicamente mezclada ya al finalizar el siglo, con la excepción de Amaicha.
Como en todo el camino tucumano del Perú, la exportación de vacas, muías y caballos ocupaba un lugar preponderante en la economía local. A fines de siglo, conformaba alrededor del 50 por ciento de sus exportaciones. La mayoría de los animales que más tarde pasan por Salta y Jujuy son originarios de las provincias de abajo pero han sido invernados en San Miguel o en aquellas dos ciudades. El resto de las entradas por exportaciones consiste en cueros, suelas curtidas y pellones enviados al puerto de Buenos Aires. Uno de los aspectos más relevantes de las ciudades desde San Miguel hacia abajo es esta doble orientación de los flujos mercantiles. También se agregan los fletes de las centenas de carretas que los fleteros tucumanos ponían a disposición de la carrera del interior, entre el puerto del litoral y Salta o Jujuy. Las suelas y los pellones son el resultado del trabajo de las familias campesinas mestizas que, endeudadas por mercancías futuras, curten las suelas y tejen los pellones para un grupo de mercaderes acopiadores que recorre la campaña trocando esos productos por efectos de Castilla.
En el siglo XVIII, Santiago del Estero conservaba una estructura de pueblos de indios bastante consolidada, la cual no sólo sobrevive a la Independencia, sino que es la única región de la futura Argentina -nuevamente, junto con la puna jujeña- donde el quechua sigue siendo hoy una lengua usual en el área rural. Sabemos también que algunos de estos pueblos -tal el caso de Matará- han sido fundaciones muy posteriores al momento de la conquista, en las cuales grupos étnicos de extracción chaqueña fueron reducidos e integrados a la domi-



nación hispana y aculturados en la llamada “lengua general del Perú”. Santiago, que había sido madre de ciudades y centro de irradiación de todo el Tucumán, vivía ya en el siglo XVIII en una posición claramente secundaria en el marco de la región. Una polvorienta aldea que en 1778 no llegaba a los 2000 habitantes, pero con una campaña poblada por unos 14 000 habitantes, de los cuales la mitad era indígena. A finales de ese siglo, la población campesina había crecido hasta alcanzar los 30 000 habitantes.
Este crecimiento demográfico, con una economía agrícola siempre al borde de la catástrofe (las mejores tierras santiagueñas eran las de la pequeña mesopotamia irrigable entre los ríos Dulce y Salado; el resto de los recursos alimenticios seguían dependiendo de la recolección en los montes chaqueños, como en la época prehispánica), explica uno de los rasgos centrales que caracterizarían a los santiagueños hasta nuestros días: las migraciones, tanto temporales como definitivas. Los destinos principales son el cercano Tucumán rural y las campañas litorales de Santa Fe y Buenos Aires. Así, año a año, y en especial cuando llega el momento de la cosecha del trigo o de las grandes tareas pecuarias, como la yerra del ganado vacuno, los santiagueños toman el camino del norte, hacia San Miguel, o del sur, hacia las pampas litorales. Desde mediados del siglo XVIII, las mujeres campesinas tienen una ocupación fundamental: hilar y tejer la lana de sus pequeños rebaños de ovejas. Del mismo modo que Córdoba y parte de San Luis de la Punta, la campaña santiagueña abunda en tejedoras de ponchos.
Durante el siglo XVIII, Córdoba era la región del interior rioplatense más densamente poblada y más rica en cuanto a su producción agropecuaria. Los datos de los diezmos son claros: a finales del siglo XVIII, más del 40 por ciento de la producción agraria del obispado que llegaba hasta Jujuy corresponde a la jurisdicción cordobesa y el crecimiento de los diezmos cordobeses es uno de los más notables de todo el espacio rioplatense. En ese momento, Córdoba contaba con poco más de 50 000 habitantes, superando así a Santiago del Estero, la segunda jurisdicción más poblada del interior. La diferencia fundamental entre una y otra población campesina era el porcentaje de indígenas, que en Córdoba no superaba el 10 por ciento, cifra por cierto irrelevante (contra un 25 por ciento aproximadamente en Santiago); la población mestiza, tenida generalmente por blanca, era la gran mayoría. La ciudad de Córdoba también ocupaba el primer lugar entre los núcleos urbanos de toda la región con más de 11 000 habitantes, y sólo era superada por Buenos Aires a finales del siglo XVIII. Ella sería sede de obispado, cabe-



cera de Intendencia desde 1783 -la Intendencia de Córdoba del Tucu- mán- y la única ciudad universitaria en toda el área, además de Charcas. Una ciudad que contaba con una vida social y cultural bastante intensa en relación con los parámetros regionales.
Poseía además un sector mercantil urbano consolidado, que controlaba una parte relevante del tráfico comercial hacia Buenos Aires (adonde se enviaban los ponchos u otros tejidos, los cueros vacunos, la lana) y hacia el Alto Perú (adonde partían muías, vacas y ponchos), así como también hacia Cuyo (adonde se enviaban tejidos y también sebo o grasa con destino a Chile y al Pacífico). Esta posición central en la geografía de los intercambios interiores le otorgó a Córdoba un papel destacado en el tráfico mercantil rioplatense. A fines del período colonial, cerca de la mitad del volumen del tráfico de mercaderías desde y hacia el interior pasaba por Córdoba. Esta contaba con una ventaja adicional: la posibilidad de enviar hacia el puerto algunos productos como el cuero y, más tarde, en el siglo XIX, la lana, que serían embarcados hacia el Atlántico. Córdoba participaría, al menos parcialmente, de la orientación hacia Europa que tendría la economía rioplatense dirigida por Buenos Aires.

Si bien en todos los pueblos indígenas del extenso territorio platense había artesanías textiles, podemos distinguir dos grandes áreas. La primera es el territorio de las misiones jesuíticas -con la dominación de los lienzos de algodón-, los pueblos del Tucumán y, en menor medida, Cuyo, donde se alternan el algodón y la lana tanto de los camélidos andinos como de cabras y ovejas introducidas por los europeos. Lo que caracterizaba a la mayor parte de estas artesanías textiles en el siglo XVII era una división sexual del trabajo muy peculiar, en la cual las mujeres hilaban y los hombres tejían; los telares eran el resultado mestizado de técnicas indígenas y europeas. Durante el siglo XVIII, la mercancía textil más importante en todo el espacio rioplatense fue el poncho.
Desde mediados del siglo XVIII, además de los ponchos pampa, surgen otros dos tipos de ponchos en la región tucumana y rioplatense. Los ponchillos y frezadas del área que se extiende desde las sierras de San Luis hasta el sur cordobés, en el valle de Calamuchita y Río Cuarto: ponchos bastante simples lisos o listados, muchas veces llamados “ponchos llanos”, realizados por las mujeres campesinas con telares de ma-



dera, herederos de los telares europeos de los obrajes que existieron en la región, aunque entonces eran los hombres quienes tejían. La trama solía ajustarse con un rústico peine. También en la misma región se tejían diversas piezas textiles que se vendían en cortes como la bayeta, el picote y el cordellate. La segunda región textil de ponchos es Santiago del Estero. En este caso, se trata de productos mucho más elaborados, realizados por las mujeres campesinas en el mismo tipo de telar de madera; la trama se ajustaba “a pala”. Las calidades y tipos variaban mucho y los ponchos tenían distintos nombres: balandranes, calamacos, labrados, mestizos (es decir, de lana y algodón).

La palabra “poncho” es de origen mapuche. En las culturas andinas prehispánicas existían piezas muy parecidas, aunque desconocemos sus nombres originales. Cualquier recorrido por los museos puede mostrarnos piezas textiles andinas similares, pero el nombre de “poncho” {ponthro, en realidad) para este artefacto de lana cuadrangular con una abertura en el medio es originario de la cultura mapuche -aun cuando ese elemento se llame en realidad “makuñ", ya que “ponthro" es el nombre reservado para las frazadas-; la diferencia entre ambas piezas textiles consiste en el orificio para pasar la cabeza. Los primeros ponchos que se conocen son los mapuches, llamados en la región ponchos “pampas”; éstos eran confeccionados por las mujeres en las rucas con telares fácilmente transportables. La materia prima se obtenía de los rebaños de ovejas que mantenían las familias; solía utilizarse también la lana de los camélidos americanos. De dibujos geométricos, sus tinturas eran casi exclusivamente locales, aun cuando el añil (materia tintórea originaria de América Central que da el color azul) era muy apreciado: los ponchos azules, llamados más tarde “patrios” por los rioplatenses, constituían unos de los preferidos por indios y paisanos. Estos ponchos pampas se volvieron célebres por su trama cerrada, que impedía casi totalmente el paso del agua, y se convirtieron en una prenda muy preciada en la vida cotidiana del hombre de la llanura. Hasta finales del siglo XIX, su presencia era habitual en las áreas fronterizas y en el interior de la región pampeana.
;Cómo eran producidas estas piezas textiles de San Luis, Córdoba y
Santiago del Estero? En este proceso, el rol de las familias campesinas



era central. Desde mediados del siglo XVII, en toda la América hispana (más allá de las variantes propias de las diversas realidades demográficas, productivas y ecológicas), es perceptible el lento surgimiento de un campesinado mestizado jurídicamente libre. Durante el siglo XVIII, éste constituirá, en muchas áreas, la realidad productiva dominante. En numerosos sitios, su surgimiento y su expansión se vieron acompañados por una difusión importante de las artesanías domésticas textiles. Son dos las áreas en las que este campesinado es demográficamente más denso a fines de siglo: Córdoba y San Miguel del Tucumán; le siguen Catamarca y Santiago del Estero, en ese orden. En las cuatro jurisdicciones se destacan además actividades artesanales cuyo producto ocasionalmente está destinado al mercado (en especial, al de Buenos Aires). En el caso de Córdoba, Santiago y Catamarca se trata de textiles y, en el de San Miguel, de artesanías que giran alrededor del laboreo de las suelas y los cueros curtidos.
Estos campesinos mestizos del Tucumán surgieron, por un lado, de familias indígenas que han ido abandonando los pueblos de indios, ya fuera por efecto de la presión de los encomenderos o por propia decisión como reacción ante ese embate. Este proceso de abandono de los pueblos y de adscripción de los indígenas a las chacras y estancias de españoles, encomenderos o no, se produjo desde muy temprano. En segundo lugar, nos encontramos con los blancos empobrecidos cuyo único medio de subsistencia era el laboreo de una pequeña parcela y el trabajo de los miembros de la familia en las más diversas ocupaciones. El tercer elemento que constituye este campesinado son los mulatos y pardos libres, es decir, los ex esclavos africanos que han adquirido o heredado su libertad.
A estos tres grupos numéricamente más importantes, que pueden ser considerados el verdadero crisol del campesinado tucumano, se agregarán individuos venidos de horizontes un poco más insólitos: indios forasteros altoperuanos o paraguayos, indios del Chaco y los pampas capturados en la frontera o que, por efecto de la vida fronteriza, terminaron estableciendo contactos con los pobladores. Entre los diferentes grupos se tejieron estrechas relaciones que dieron como resultado las mezclas más variadas y las fusiones culturales más diversas.
Veamos entonces cuáles son los orígenes mestizados de la artesanía textil tucumana y cómo funciona la unidad productiva campesina en el marco de esta economía colonial. El textil tenía una importancia central en la vida social y económica de los diversos grupos indígenas ligados con la tradición cultural andina. Con enorme rapidez se difundie-



ron algunos de estos rasgos culturales entre otros grupos indígenas e incluso entre los españoles. Por ejemplo, en ocasión de la visita de Luján de Vargas, un encomendero se refiere a una india “de nación Mocobí” (es decir, originaria del Chaco) que, habiendo sido hecha prisionera desde muy pequeña, hila y teje como las restantes indígenas de su encomienda. Otro ejemplo, en un contexto completamente distinto: en 1752, una india cordobesa teje ponchos en una reducción de indios pampas de la frontera bonaerense. Estas escenas evidencian que el textil brinda la ocasión para fructíferos y complejos intercambios culturales en uno y otro sentido, pues se trata de una fecha muy temprana en la historia del poncho en la que vemos en contacto a indios pampas e indígenas de Córdoba, confeccionando una clase de poncho que sería más tarde un producto típico de esa última región. También es detaca- ble el rol que las cautivas de ambos lados de la frontera deben haber jugado en la difusión del poncho: mujeres indígenas maloqueadas por los blancos, por un lado, y mujeres blancas viviendo como cautivas entre los indios, por otro.
Si atendemos a la función del tejido entre las españolas, a finales del siglo XVII, en ocasión de la visita de Luján de Vargas, un encomendero, ante las reiteradas quejas de sus indias sobre las tareas textiles, no duda en afirmar que “es lo mismo que comúnmente hacemos y enseñamos los padres con nuestros propios hijos e hijas”. Si bien esto aparece como argumento para mostrar la inocencia del acusado, no es fácil saber en esta ocasión quién está enseñando a quién... La difusión del tejido indígena entre los españoles, que también debe adquirir contornos culturales considerablemente mestizados, conduce a algo que resulta evidente a la luz de las fuentes de la época: las españolas empobrecidas también hilan y tejen. En 1699, el maestre de campo don Antonio Qui- jano se lamenta de “que hoy con la suma pobreza a que a llegado la tierra se ven precisados a industriales y ponerlas [a las mujeres españolas] en hilaciones y tejidos de cosas de la tierra”.
¿Cómo funciona en realidad esta artesanía textil en el marco de la vida económica de la familia campesina del Tucumán colonial del siglo XVIII? Ya sea que hablemos de la zona del poncho que va desde San Luis de la Punta hasta Santiago del Estero, como que nos refiramos a los lienzos de algodón catamarqueños, se trata siempre de una artesanía producida enteramente por manos femeninas: son las mujeres las que hilan, tiñen y tejen. Documentación más temprana muestra en forma bastante clara algunas de las razones de esta división del trabajo en el seno de la familia: los hombres, frecuentemente ausentes en



arreos de muías y vacas al Alto Perú, recorriendo los bosques como “mieleros” u ocupados como peones carreteros, han delegado muchas veces en la mujer el laboreo de la parcela y el sostenimiento familiar. Un poco más tarde, los hombres se irían también como trabajadores al Litoral, donde la cosecha del trigo era causa fundamental de un proceso intenso de migraciones, temporarias o definitivas.
Un documento suscripto por un indio salteño en 1728 resulta incluso más claro: al quejarse de las exigencias de un diezmero y hablando de los bienes familiares, afirma “nuestros ganados que son tres o cuatro ovejas de mi mujer y una manadita de yeguas”. Las ovejas son el fundamento de la artesanía textil femenina; la manadita de yeguas está destinada a la cría de muías y el indio parece tener bien clara la diferencia en cuanto a la propiedad de estos medios de producción. Otro ejemplo típico, tomado de la visita de Luján de Vargas, es la declaración de un indio de la encomienda del capitán Lorenzo Alfonso, quien, ante la pregunta del visitador acerca de la forma en que se mantenía, sostuvo “que por tener cuatro yeguas y teniendo las mulitas y juntamente con el trabajo de su mujer se suele vestir”.
En el caso de los campesinos mestizos, a todas esas tareas que alejan al hombre durante meses de su familia (y en cada área del Tucumán, la marcada especialización regional del trabajo abarca tanto a los que mantienen su condición de indios como a los que ya podemos considerar campesinos mestizos) hay que agregar los meses que cada año debe entregar al servicio de armas en la frontera, un verdadero castigo que se abate sobre los hombres de campo tucumanos desde las décadas finales del siglo XVII, cuando la presión de la frontera chaqueña y más tarde, pampeana, se hace sentir duramente. Todo ello, sobredeterminado además por la herencia cultural indígena, explica en gran parte ese gran vacío masculino y la omnipresencia de la mujer en la vida económica de la familia campesina en la región. De ahí la enorme importancia que tendría la jefatura femenina en los hogares campesinos, papel que llega hasta nuestros días.
La comercialización de estos productos textiles descansaba en un grupo de mercachifles -como en el caso de San Miguel del Tucumán y sus suelas- que recorría las campañas y los valles cambiando efectos de Castilla por futuras piezas tejidas que las endeudadas campesinas elaboraban incansablemente. Este tipo de relación entre el capital comercial y los pequeños productores campesinos se encuentra en toda América hispana, desde los poquiteros del añil salvadoreño hasta las tejedoras de ponchos, pasando por los criadores de muías del Litoral o los curtido-



res de suelas tucumanos. Esos mercaderes, endeudados a su vez con grandes comerciantes de Córdoba o Buenos Aires, envían sus ponchos para su posterior redistribución en todo el espacio rioplatense. Si bien también se realizan envíos directos desde Córdoba y Santiago hacia otros mercados (el Alto Perú, Cuyo), el dominio de los mercaderes porteños en el comercio de ponchos, como en el caso de la yerba paraguaya, ya es aplastante en la segunda mitad del siglo XVIII.

Para darnos una idea de la importancia relativa de los diversos tipos de ponchos en los mercados litorales a finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, contamos con algunos datos precisos. Entre los años 1802 y 1811, Córdoba envía a Buenos Aires unas 55 000 piezas anuales y Santiago del Estero unas 6000, pero dado que los precios de éstos eran muy superiores, la participación en valor en el mismo período es del 75 por ciento para Córdoba y del 25 por ciento para Santiago. En cuanto a los ponchos y jergas pampas, no tenemos datos de entrada a Buenos Aires (los productos llegados desde la frontera no pagan alcabala), pero sí poseemos los datos de salida desde Buenos Aires hacia el Paraguay y Montevideo; en este caso, durante el período que va de 1809 a 1821, un promedio de superior a las 7000 piezas textiles pampas es enviado desde la ciudad porteña a esos dos destinos. Si contáramos con los datos de entrada a Buenos Aires, la presencia de las piezas textiles pampas sería bastante superior a la de Santiago del Estero, teniendo en cuenta que sus precios unitarios eran también altos. Ello demuestra la importancia que había adquirido el comercio fronterizo entre los grupos araucanizados y los mercaderes blancos: un tráfico mercantil de este volumen presupone contactos muy intensos y regulares entre las dos sociedades fronterizas. Los ponchos -en todos sus tipos y calidades- resistieron con éxito la penetración de los textiles europeos hasta bien avanzado el siglo XIX. ^

La región cuyana estuvo estrechamente ligada a sus fundadores llegados desde Chile. Desde muy temprano, una parte de su actividad productiva se plasmó en varias mercancías agrarias (vino, aguardiente, fru-



tas secas, trigo) cuyos mercados principales, dado que la economía agraria chilena también las producía, no podían estar sino en el Litoral y, en segundo término, en el interior rioplatense y el Alto Perú. La región cuyana era el paso casi obligado hacia Chile y el Pacífico, puesto que el viaje marítimo por el cabo de Hornos era una aventura muy riesgosa. El comercio entre Buenos Aires y el Pacífico, vía Cuyo y Santiago de Chile, creció en forma evidente entre 1730 y 1780, multiplicándose por cinco en ese lapso. A partir de esa fecha, el crecimiento sería ya un poco menor pero continuaría hasta los inicios del proceso de independencia, en 1810. Yerba del Paraguay, plata potosina, sebo, esclavos, ganado engordado y efectos europeos -no pocas veces resultado del tráfico ilegal con Colonia do Sacramento- constituyen el grueso de la corriente hacia Santiago de Chile. Desde allí, el oro y el cobre chileno, más algunos productos llegados desde diferentes puertos del Pacífico (como la cascarilla, la ropa y el azúcar peruanos, el cacao de Guayaquil, los sombreros de Jipa-Japa, el añil salvadoreño), forman parte del flujo hacia el Río de la Plata. El oro chileno representará además una parte relevante de las exportaciones desde Buenos Aires hacia el Atlántico.
En cuanto a la producción agraria cuyana, mientras en Mendoza dominaba la producción de vino, San Juan se especializó en el aguardiente (una forma inteligente de no competir en el mismo renglón del mercado, pese a contar con una estructura de producción muy similar). San Luis, que era productiva y hasta ecológicamente un área de transición entre la región de las viñas y las frutas secas de los oasis cuyanos y la de los valles cordobeses, es decir, mucho más pobre que sus hermanas cordilleranas, exportaba al mercado porteño frutas secas y ponchos. Los datos decimales de las últimas décadas del siglo XVIII aportan una información cuantitativa. San Juan domina muy claramente, seguida por Mendoza; San Luis se encuentra bastante atrás. En efecto, sobre el total de los diezmos rematados entre 1786 y 1808 -período en que contamos con datos para las tres cabeceras decimales-, San Juan tiene el 46 por ciento, Mendoza, el 33 por ciento, y San Luis el 21 por ciento. En cambio, si tomamos sólo San Juan y Mendoza, desde 1779 hasta 1808, la primera alcanza al 57 por ciento del total frente al 43 por ciento de la segunda. Es decir, al menos desde el año 1779, San Juan domina en forma evidente en la recaudación decimal cuyana. Esto se explica a partir de la demanda (el mercado del aguardiente no es idéntico al del vino), sin descartar la posibilidad de que también hayan existido problemas derivados del ciclo climático para ambas áreas.





Para que el lector tenga una idea de la compleja estructura de producción agraria de los oasis irrigados cuyanos, veamos cómo se presenta la propiedad de un viñatero en Mendoza durante las últimas décadas del siglo XVIII. Hemos elegido un inventario de un valor un poco superior a la media, pero cuya riqueza en detalles e información nos permite apreciar la complejidad de la estructura de producción del vino y de los otros productos que Mendoza envía a los mercados litorales. Se trata de las estructuras agrarias más diversificadas de todo el espacio altope- ruano rioplatense.
Tierras, viñas y esclavos constituyen los rubros más destacados del patrimonio productivo, lo cual representa muy bien la media de las unidades productivas mendocinas de la época. En este caso en particular se encuentra bastante más trabajo incorporado que tierras, lo que explica el alto valor de este patrimonio que tiene apenas 16,2 cuadras de tierras (aproximadamente 27 hectáreas). El sitio central, con una extensión de un poco más de una cuadra, está valuado en 1800 pesos. Se entiende, pues esta ubicado casi en plena ciudad. La casa es muy buena: la esquina es también una tienda; tiene varias piezas, sala, recámaras, corredores, ramadas. El valor de la casa, los muebles, la ropa y la plata labrada muestran el nivel social de los propietarios y su posición social por encima de la media.


Las tierras en producción también son notables, en especial la huerta contigua a la casa y en el mismo terreno. Su variedad está bien expresada en el cuadro, donde se apuntan quince especies arbóreas distintas y se establece en 5,7 el porcentaje del valor productivo de los árboles. La huerta está rodeada de un bracero de moscatel con sus cepas, las uvas destinadas a ser convertidas en pasas. Un corralito en los fondos



también tiene árboles frutales. La viña está en otro sitio, que también tiene una casa; posee otra huerta más con varios frutales, varias parras de moscatel y sus correspondientes cepas de uvas frutales. Los instrumentos que aparecen en el inventario son los típicos para la vinificación; además, tiene vino almacenado. Para trabajar las viñas y el resto de las huertas, la propiedad posee siete esclavos, de los cuales sólo dos son ancianos. Tiene también bueyes aradores, muías y caballos y cuenta con varios instrumentos que muestran una actividad agrícola orientada al trigo: arado con reja, echunas [hoces], bueyes aradores, trigo almacenado. En síntesis, es un patrimonio agrícola medio alto.
Este cuadro es el habitual en los inventarios mendocinos: la diferencia entre mediados del siglo XVIII y la primera década del siglo XIX es la pérdida progresiva del valor de la viñas -tanto en valor absoluto como en su posición relativa respecto del resto de los bienes productivos- y el incremento del rubro tierras y alfalfares, destinados a los potreros de engorde de ganado.
Si bien el inicio de la llamada “vocación atlántica” de Cuyo se remonta a las últimas décadas del siglo XVI, pocos son los datos cuantitativos para los dos primeros siglos coloniales. Los primeros datos seriados se inician a mediados del siglo XVII. En 1664, una carta del presidente de la primera audiencia porteña, Alonso Martínez de Salazar, informa que cada año llegan a Buenos Aires y a Santa Fe de 3500 a 4000 arrobas de vino. Debe recordarse que, en ese entonces, La Rioja todavía compite con Cuyo en el mercado de vino en el Litoral -aunque, ya en 1681, un mercader riojano calcula que “no es ni la octava parte de la que se trae de Cuyo” la que llega de La Rioja-. Es decir que la calidad de la producción riojana de vinos era ya en esos años bastante inferior a la cuyana. Pero los aguardientes riojanos se encaminan sobre todo hacia el Alto Perú y las villas intermedias. Entonces, la mayor parte de la producción de yerba paraguaya se comercializaba desde Santa Fe y no desde Buenos Aires, y los productos clave que se enviaban a Asunción a cambio eran el vino y el aguardiente. Dado que la yerba mate tenía ya en Chile y el Pacífico un amplio mercado, los mismos comerciantes que enviaban desde Cuyo la producción local de vino y aguardiente se ocupaban de hacer pasar por la cordillera en dirección al Pacífico los tercios de yerba comprados (o intercambiados por vino y aguardiente) previamente en Santa Fe. Para carreteros y arrieros era un negocio redondo pues les permitía ganar sobre los fletes a la ida y a la vuelta de Mendoza.



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El consumo porteño acompañó el incremento constante de la población, tanto en la ciudad como en la campaña. Así, los volúmenes físicos de vino y aguardiente que entraban a Buenos Aires han pasado de 20 000 arrobas en los años cincuenta (en esos mismos años, unas 2500 arrobas de aguardiente, de origen riojano en especial, toman desde Salta el camino del Perú), a unas 36 000 arrobas en la década siguiente y a 62 000 arrobas en los inicios de los ochenta. Esto se relaciona también con el creciente dominio de los mercaderes de Buenos Aires sobre gran parte de la trama de comercialización regional, pues no pocos de los odres y botijas cuyanos tomarán el camino de Montevideo, Santa Fe o Asunción del Paraguay. El papel del comercio porteño como redistribuidor hacia el resto de los mercados regionales explica la fuerza de atracción de Buenos Aires sobre la producción originada en las distintas áreas productivas de las regiones que integran el espacio económico rioplatense. Con frecuencia, los ponchos cordobeses se intercambian en Buenos Aires por el vino mendocino; después, ambas mercancías -las pipas de vino a Córdoba y los fardos de ponchos hacia Mendoza- regresan desde la ciudad porteña.
Desde 1783, una vez que ha vuelto la paz al Atlántico, los volúmenes cuyanos caen en forma evidente, en especial el vino. En cambio, San Juan envía parte de sus aguardientes hacia las provincias de arriba y el Alto Perú. La elasticidad mercantil sanjuanina se debe sobre todo al hecho de que su producción se mueve en arrias de muías y no en carretas



y por lo tanto puede dirigirse hacia los mercados de las provincias de arriba y del Alto Perú, recorrido vedado para las pesadas carretas men- docinas. Además, esos mercados consumen más aguardiente que vino. De todos modos, las cosas tampoco fueron fáciles para los sanjuaninos, como lo muestran las cartas de algunos de sus comerciantes en Buenos Aires: Diego de Oro le escribe a Jacinto de Castro en julio de 1787 que “los aguardientes y vinos no dan para polvos de la peluca”. En cambio, Mendoza no puede competir con sus vinos con los valles cercanos a Potosí, como Cinti, ni tampoco con la enorme capacidad de producción de los valles arequipeños. Los vinos mendocinos, entonces, no resultan competitivos en el Alto Perú. En cualquier caso, Mendoza se las arregla acudiendo al trigo, los higos, las nueces, las frutas en conserva (pasas de uva, membrillo, peras, orejones) para paliar un poco la caída del mercado del vino, al cual está mucho menos atada, a diferencia de San Juan en relación con la monoproducción de aguardiente.
La reorientación del comercio de aguardiente sanjuanino dura relativamente poco y ya en la década de 1790 pierde mucha de su anterior relevancia, para desaparecer casi por completo poco después. Asimismo, después de la crisis inicial causada por el Libre Comercio y que verá su peor momento en los primeros años de la década del noventa, los efectos de las guerras napoleónicas al interrumpir el tráfico mercantil con el Atlántico dan un descanso a los productores cu- yanos que viven un nuevo momento de esplendor. Pero quizás éste fuera en verdad un canto de cisne. Las primeras dos décadas postrevolucionarias verán caer el comercio de Cuyo con Buenos Aires a cifras mínimas, bastante inferiores incluso a las de mediados del siglo XVIII. Uno de los resultados de la crisis del Libre Comercio fue que el proceso -iniciado bastante antes- de conversión de una parte de las tierras de viñas en potreros de alfalfa se acelera y se acentúa; de este modo, los mendocinos se transformarán cada vez más en invernadores de los ganados llegados desde otras regiones para ser enviados posteriormente a Chile, lo que constituye una nueva vuelta de tuerca en sus relaciones con Chile y el Pacífico.

En un proceso iniciado en el siglo XVII, pero que se acentuaría en el XVIII, Buenos Aires encabeza un movimiento de reorientación de una parte de las economías regionales hacia los mercados litorales. Hasta la



ruptura y el reacomodamiento posterior ocasionados por las guerras in- dependentistas, la atracción de los mercados mineros continuó siendo relevante para estas economías. El papel creciente de la ciudad, sea como mercado, en función de su peso demográfico y económico, sea como puerta hacia el Atlántico, en un período en que la Corona refuerza el rol de este puerto en su política colonial en América del Sur, está indicando ya de qué modo bascularán, en un proceso que llevaría más de siglo y medio, algunas de las economías regionales hacia el litoral pletòrico en tierras fértiles. Fueron tierras en las que los migrantes se convirtieron en campesinos labradores o pastores, abriendo así nuevos espacios a la colonización de una frontera difícil, en la cual, a medida que avanza el siglo, los ataques de los indios pampas araucanizados -y en el caso santafesino, también de los indios chaqueños- mantendrán en jaque a estos campesinos durante toda la primera mitad del siglo XVIII. Las migraciones desde las zonas de expulsión de migrantes (Catamarca, Santiago del Estero, Cuyo, el Paraguay y las misiones jesuíticas) convergen hacia áreas de recepción como las extensas campañas litorales. Tanto individuales como familiares, las migraciones dieron nacimiento en el área pampeana litoral a una sociedad campesina que fue consolidándose con el paso del tiempo.
Por otro lado, el siglo se abre con una crisis para la economía de gran parte de este espacio regional. Los precios de los principales productos de las economías regionales han venido cayendo desde los años 16601670, y en las primeras décadas del siglo XVIII ese movimiento no hace más que acentuarse. Una de las características típicas de estas producciones agrarias regionales era la tendencia a la caída de los precios, y el remedio propuesto generalmente, el aumento de las cantidades producidas, aceleraba la caída. Además, razones estructurales, ligadas en forma compleja a la crisis potosina, acentuaban aún más el descenso de los precios en la primera mitad del XVIII. En la segunda mitad del siglo el estancamiento se prolonga, al menos en los precios de los productos rurales.
Esto no quiere decir que, pese al estancamiento de los precios, la producción se haya detenido, pues los indicadores (en especial, los diezmos eclesiásticos) muestran lo contrario. Con diferencias regionales obvias, tiene lugar un proceso de crecimiento de la producción agraria, mucho más acentuado precisamente en Córdoba, el Litoral y la campaña de Buenos Aires, donde el crecimiento agrario es una realidad indudable durante todo el siglo. En el caso porteño, el incremento de la producción de alimentos está relacionado con el desarrollo del mercado urbano de una ciudad que pasaría de los 6000 o 7000



habitantes a finales del siglo XVII a casi 40 000 habitantes en el siglo XVIII. La campaña también presenta un incremento sensible, multiplicando por diez su población en el curso de esa centuria. Este movimiento positivo fue en gran parte resultado de las migraciones. Así, en el curso de un siglo, la cantidad de habitantes aumenta de unos 10 000 a casi 70 000, sumando ciudad y campaña.
Uno de los pilares del crecimiento porteño, aunque no el único, fue su creciente capacidad para captar el flujo semilegal (y más tarde, legal) del comercio con el Alto Perú. Poco a poco, Buenos Aires se convertiría -en lucha a brazo partido contra los comerciantes de Lima- de “puerta trasera” de Potosí en su “vía regia”. Este hecho se acentuaría desde la década de 1740, justo en el momento en que la minería altoperuana inicia una lenta etapa de recuperación que sería aprovechada ampliamente por Buenos Aires, es decir, por los sectores mercantiles de la ciudad porteña, que constituyen el núcleo duro de los grupos económicamente dominantes. Por supuesto, las economías regionales seguían teniendo un rol muy importante en la trama de intercambios internos de este espacio progresivamente volcado hacia el Litoral.
Estamos en 1718; se extingue en Santa Fe la vida de un traficante y mercader nacido en España pero afincado en ella desde mediados del siglo XVI. Don Miguel Diez de Andino había llegado desde España como criado de su tío, donjuán Diez de Andino, gobernador del Paraguay y hombre de larga y exitosa carrera como funcionario y mercader. Don Juan había muerto en 1688, soltero pero con un hijo natural habido con una india paraguaya, y dejó casi todos sus bienes a su sobrino Miguel, que muere varias décadas más tarde, en 1718.
Si bien Diez de Andino es un mercader excepcional para Santa Fe en cuanto al monto de su giro, no lo es con respecto a la estructura de sus negocios, que muestra bien el papel de la villa santafesina en el comercio con el Paraguay y el camino potosino. Conservaría este lugar hasta mediados del siglo XVIII, cuando el peso de la ciudad porteña vuelca la balanza en su favor y comienza a ocupar el lugar de puerta obligada entre la economía paraguaya y el resto del espacio regional. De todos modos, la función de Santa Fe como proveedora de muías para el Alto Perú seguiría en pie hasta la gran crisis del tráfico mular, durante los años siguientes a los levantamientos tupamaristas de la década de 1780.



Dejando de lado su casa en la villa, que carece de tierras de estancia, el rubro más importante (casi un 35 por ciento del total) está compuesto por ganados, en especial por varias tropas de vacas y muías en camino hacia Potosí. Todos estos animales han sido comprados a sus criadores en diversos lugares de la campaña santafesina, bonaerense y cordobesa. El rubro siguiente son los créditos otorgados a diversas personas por las ventas de mercaderías Importadas y americanas; el área de influencia de estos créditos es inmensa: abarca desde Santa Fe hasta el Paraguay, por un lado, y hasta Potosí, por otro, pasando por casi todas las villas del camino del Perú (Santiago del Estero, Tucumán, Salta, Jujuy) y llegando hasta Cuyo y Santiago de Chile. A continuación siguen las mercaderías. Un 50 por ciento son importadas: hallamos hasta 500 pares de medias de seda de Milán; el resto está compuesto por mercancías y productos regionales (lienzos de las misiones de los jesuítas, cordobanes, ropa de la tierra chilena y peruana, sebo, cueros y, por supuesto, yerba del Paraguay). Por último, tres rubros menos importantes en valor, pero no por ello menos interesantes: el oro y la plata atesorados -que llegan a una cifra nada despreciable de un 15 por ciento del total-, una decena de esclavos africanos y once carretas con sus respectivos bueyes. ^


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