Romano, Ruggiero y Tenenti,
Alberto: Los
fundamentos del mundo moderno. Edad Media tardía, Reforma,
Renacimiento.Siglo
XXI, Madrid, 1989
. El Humanismo
I. HUMANISMO Y RENACIMIENTO
En la misma
Florencia, ciudad de elección de las nuevas tendencias culturales y
crisol de las corrientes que iban a revolucionar el arte, las unas y
las otras no se impusieron mucho antes de mediados del siglo XV. Un
siglo después habían triunfado en casi todo el Occidente. La
relativa rapidez y la amplitud de tal proceso, su real importancia,
así como la altísima calidad de sus manifestaciones han
impresionado, desde hace poco más de un siglo, a los estudiosos de
aquella época y les han inducido a darle un apelativo particular:
Renacimiento.
Hay
que observar, ante todo, que este término no ha dejado de tener,
desde mediados del siglo XIX en adelante, un éxito creciente. Sin
embargo, al margen de los fenómenos históricos que pretende
designar, hay que reconocer que traduce y comporta, sobre todo, un
fenómeno cultural contemporáneo. Renacimiento, en efecto, es un
vocablo que ha expresado un modo, de concebir ciertos aspectos de la
cultura occidental en torno al 1500 como momento inicial de la
historia moderna de Europa; por extensión de su significado y como
por derivación ha indicado un período. Bien considerado, dicho
término no es en absoluto utilizable críticamente en un plano
histórico. Es evidente que el núcleo del concepto que con él se
relaciona está cargado de un apriorístico juicio de valor. Quien lo
emplee —y a menos que no ocurra, por reacción, exactamente lo
contrario— parece estimar que el Renacimiento no ha podido ser más
que positivo. Y esto no en virtud de un pretendido progreso o
general
desarrollo, y, por lo tanto, en sentido relativo y dialéctico, sino
en sentido absoluto. El Renacimiento aparece como momento
privilegiado de la humanidad occidental, como una especie de anuncio
de una revelación laica, el largo instante de concepción del mundo
moderno. A diferencia de los otros estudiosos, los que investigan sus
problemas se ven envueltos en esa sensación arcana que genera el
espectáculo del nacimiento de los seres vivos.
No se
pretende negar aquí ni la función que ha desempeñado y que
desempeña en la cultura contemporánea semejante concepto ni su
extensión o su fuerza. Aun sin examinar sus raíces y su
significado, parece que una mitificación historiográfica tan
prolongada refleja, precisamente, la crisis de los valores [128]
que
se idealizan. Como es innegable que en el concepto de Renacimiento
hay, por lo menos, una parte de mito, no deberá extrañar que
después de estas alusiones abandonemos el uso de este término. Por
la misma razón, ni siquiera se formula la pregunta de si el
Renacimiento ha existido o no, y menos aún si ha comenzado antes o
después. Sencillamente, queremos evitar un término que ya en
principio es comprometido y equívoco, fuente inevitable de
confusión. Cualquier definición histórica es imperfecta, pero, se
mantiene y se usa como instrumento. Aun cuando se dé a otros
términos históricos significado tendencioso
o ideal, en general es posible distinguir el contenido que
se les atribuye, de la forma o de la palabra que les sirve de sostén.
Pero el término Renacimiento postula ya en su etimología
y en su estructura un núcleo de afirmaciones y de interpretaciones;
incluso ha sido acuñado con ese fin, y a su genial acierto
lingüístico debe no pequeña parte de su fortuna.
De este fundamental vicio de
origen derivan múltiples y graves inconvenientes. Los valores del
Renacimiento serían, ante todo, espirituales: artísticos, éticos y
literarios en particular. Cuando se extiende tal apelativo a la época
en que ellos están localizados, se cae en la incongruencia de
transferir una caracterización ideal a contenidos heterogéneos. Se
llega a hablar, en general, del hombre y de los hombres del
Renacimiento. Si se midiese el área en que se manifiestan los
fenómenos «renacentistas», se comprobarla que éstos se hallan muy
lejos de predominar en Occidente. Un resultado más negativo aún se
obtendría examinando su difusión o su alcance en el plano
colectivo. Parece, pues, que no puede menos de ser beneficioso el no
dar curso —y mucho menos validez— a un concepto que implica una
supremacía arbitrariamente postulada de un cierto arte o de una
cierta literatura en la vida europea de los siglos XV y XVI.
Además, ya
se ha impugnado claramente el doble empleo que durante
mucho tiempo se ha hecho, y aún se hace, de vocablos distintos
—Humanismo y Renacimiento— para indicar fenómenos idénticos o
análogos. Para titular las páginas dedicadas a muchas de las más
altas creaciones culturales aparecidas en Occidente
entre medidos del siglo XV y mediados del XVI se ha
preferido, desde luego, el primer término. Este, en realidad, como
toda definición de la realidad histórica, tiene necesidad de ser
precisado en cada caso, según los períodos, los países, los
ambientes a los que se aplica. No es, en absoluto, una complicación
para nuestro tema el que se pueda hablar de humanistas no sólo antes
de 1450, sino también antes de 1350; ni siquiera lo es que el
humanismo se encuentre en el siglo XVII y en el XVIII, o incluso
después. En rigor, no es preciso tampoco [129]
que
las características esenciales de este movimiento cultural mantengan
siempre entre sí las mismas relaciones: basta con que, en su
dinámica transformación, conserven una suficiente veta de
continuidad y un núcleo bastante claro y orgánico.
Hemos de
hacer, por lo tanto, algunas precisiones. La primera se refiere al
hecho de que, en los límites de lo posible, se ha tratado de no
hablar de humanismo en Europa respecto al período anterior a 1440.
En Italia sólo se asiste, desde la segunda mitad del siglo XIV, a la
formación de un grupo bastante nutrido y socialmente activo de
hombres de letras de esa tendencia. La segunda precisión puede
parecer menos obvia. Sin embargo, a pesar de la gran diferencia
cualitativa que, en general, separa las manifestaciones artísticas y
literarias inspiradas en el humanismo de las que permanecen ancladas
en las corrientes tradicionales, o que se desarrollan a partir de
ellas en
otras direcciones, no parece posible definir, sin más, como
humanístico
el sistema cultural europeo entre 1450 y 1550. Y también porque
nuestros conocimientos sobre los humanistas superan notablemente, y
de un modo tan inorgánico como excesivo, los estudios sobre los
otros aspectos de la cultura entre los siglos XV y XVI (con una
parcial excepción respecto a la Reforma). El que casi hasta hoy se
haya preferido no tener en cuenta la presencia masiva, antes y
después de 1500, de innumerables instrumentos de saber y de
enseñanza que tienen poco o nada que ver con el humanismo, no hace
más fácil la comprensión histórica de las vicisitudes generales
de este período. En especial, no puede menos de sorprender el hecho
de que el humanismo pase de cultura en apariencia dominante en el
medio siglo que va desde 1470 a 1520 a cultura, en gran parte, de
ornamentación en los cincuenta años siguientes, para entrar luego
en una fase crítica y rica, desde luego, pero subordinada respecto a
las otras corrientes espirituales del mundo europeo. No parece dudoso
que se pueda hablar, como de una reforma religiosa frustrada en los
siglos XIV y XV, aunque de un modo no enteramente análogo, de una
inacabada revolución intelectual en los siglos XV y XVI. A esto hay
que añadir, por último, que el humanismo franco-holandés entre
mediados del siglo XVI y el final del XVII —desde Montaigne
y desde Grocio en adelante— ha sido desconocido en su función y en
su importancia, ciertamente no inferiores a las del período italiano
precedente.
Se tratará,
pues, de definir cuál fue la contribución prestada por los
humanistas, en gran parte italianos, al patrimonio cultural de
Occidente, entre 1440 y 1530, aproximadamente. Lo fundamental y más
precioso de este fenómeno fue su tendencia a la universalidad y su
capacidad de expresar valores adecuados [130]
a un tipo de sociedad en desarrollo dinámico. El
humanismo italiano en el siglo XV aparece esencialmente ligado a la
ideología de una burguesía mercantil, ciudadana y precapitalista.
No obstante, al trasplantarse a otros países donde la burguesía no
era la misma ni estaba socialmente configurada de un modo semejante,
se mostró vital e igualmente fructuoso. Esto significa que, al
margen de sus particulares formas éticas, artísticas o
literarias iniciales, tal movimiento acertó a ser históricamente
funcional
y, sin duda alguna, su grandeza y su fecundidad derivaron del hecho
de que quiso claramente serlo. El humanismo pretende sustituir el
sistema mental jerárquico de la sociedad medieval con una
perspectiva que, si bien es individualista, tiende a una unión
fraterna y sin desigualdades sustanciales entre todos los hombres. Su
reivindicación de la dignidad del individuo se refiere y
corresponde, en efecto, a la afirmación del valor universal de la
humanidad y de la naturaleza en que está asentado. El humanismo es
una cultura abierta, libre y dinámica, es decir, una cultura
consciente de que es puramente humana y de que, como tal, no puede
imponer al hombre opresiones o alienaciones fundamentales. Aun
manteniendo la idea clásica y cristiana de que el verdadero
conocimiento es el que comporta la aprehensión y la práctica del
deber ser, exige también que el saber libere en el hombre todas sus
posibilidades y no sólo algunas —como, por ejemplo, la de ser
feliz en otro mundo y la de sufrir en éste, o la de someter su
propio cuerpo y su propia inteligencia al arbitrio social y al dogma
religioso—. Contra el peso de la tradición cristiana y de la
mentalidad
escolástica, los humanistas evocaron la Antigüedad y
buscaron su mayor autenticidad filológica, para convertirla en su
mejor sostén en la lucha, que era la misma de la parte más
comprometida de la sociedad europea. El innegable fracaso práctico
de la ideología humanista en la primera fase de su florecimiento no
impidió, gracias a la funcionalidad de su visión, su progresiva
adecuación a nuevas situaciones sociales en Occidente.
Es cierto
que el humanismo sólo en parte fue una cultura funcional y concreta.
Quiso responder a necesidades terrenas y socialmente precisas. Sin
embargo, a causa de su referencia a los antiguos o por las fuertes
sugestiones trascendentales ejercidas por la tradición cristiana,
los humanistas se entregaron a reivindicar principalmente valores
ahistóricos y válidos para el «hombre en sí». La que fue su
mayor fuera —y también la de los artistas que como ellos sintieron
y concibieron—, es decir, la idealización de lo humano, fue
también su principal debilidad. En su visión del mundo, que ellos
persiguieron mucho menos en el plano práctico que en el teórico,
[131]
precisamente
su tendencia a lo perfecto y a lo excelente, en general,
no pudo traducirse, socialmente, más que a dimensiones
aristocráticas
y nobiliarias. También por esto su cultura no representó una
verdadera revolución mental, y el humanismo fue tan laico como
cristiano, tan conservador como de vanguardia. Esto nos lleva a
afirmar, por último, que este gran movimiento —por reflejo de su
desigual aceptación en la sociedad, sin duda— llegó a resultados
muy valiosos, pero frecuentemente inorgánicos, tanto entre una forma
y otra de la cultura, como en el seno de cada una de ellas.
El arte
constituyó el campo en que la visión humanística alcanzó sus
realizaciones más coherentes y continuas, así como más originales
y fecundas. En el estado actual de la especialización cultural, el
historiador no se ve muy favorecido en su exigencia de comprender las
obras de arte. Predomina la valoración estética o formal de éstas,
con grave daño para una comprensión adecuada de los diversos
momentos de la cultura de que se trate. Sin embargo, no es necesario
demostrar la necesidad de remitir el nuevo arte «quattrocentesco» a
los motivos, a las fuerzas y a los propósitos que animaron el
humanismo. En el vasto ámbito de este movimiento cultural, la
expresión artística y la filosófico-literaria caminan paralelas
sólo de un modo parcialmente exterior. La tradición pesa mucho más
sobre la segunda que sobre la primera, a lo largo del siglo XV. El
vigor crítico y la capacidad de abstracción a que llegará
Maquiavelo en los albores del siglo XVI
tiene
ya su igual, casi un siglo antes, entre sus coterráneos, el
arquitecto Brunelleschi, el escultor Donatello, el pintor Masaccio,
el teórico Alberti. Este desajuste es real y no sólo aparente,
porque es debido, sobre todo, a las diferentes dificultades que
encuentran los distintos órdenes de expresión espiritual. Por otra
parte, el período que va de 1440 a 1530 se caracteriza por
desajustes más o menos profundos es todos los campos, y esto
constituye incluso una de sus principales características. Al
sistema cultural del pasado, todavía relativamente compacto, y, en
todo caso, unitario y fuertemente organizado, sucede una cultura que
quiere ser abierta, que es, por la fuerza de las cosas, centrífuga y
está interiormente escindida, a pesar del deseo de compromiso de sus
defensores e intérpretes. El humanismo es una tendencia común, una
general exigencia de un saber y de una expresión más directos,
terrenos y humanos. Pero no puede olvidarse que el proceso por el que
se diferencian entre sí las diversas entidades históricas de Europa
está muy avanzado ya y repercute necesariamente en sus formas y en
sus desarrollos culturales. Además, dentro de la península
italiana, y precisamente en el seno de [132]
las
mismas ciudades donde más se consolida, el humanismo —como ya se
ha dicho— no se manifiesta de un modo orgánico y sistemático: es
la ideología de un organismo social maduro, pero de tendencia
estática, minado por una profunda crisis, y que se dirige hacia su
ocaso sin tener conciencia de ello.
II. EL ARTE DEL
«QUATTROCENTO» EN ITALIA
Anteriormente
(cfr. cap. 4, IV),
se
ha tratado de demostrar la simultaneidad de la aparición de nuevas
formas pictóricas en Toscana y en Flandes. Pero el momento de
intensa analogía expresiva en que estos países confluían fue de
breve duración y cada uno siguió su ruta, por vías claramente
divergentes. Mientras los flamencos continuaron desarrollando su
representación de la realidad —divina, humana y natural, a un
tiempo—, los toscanos, y más especialmente los florentinos,
perfeccionaron un sistema completo de representación artística no
subordinado ya a los valores religiosos cristianos.
Hay que subrayar, sin embargo,
que la nueva fase pictórica flamenca, que se abre con Campin (m.
1444) y con Jan Van Eyck (m. 1441), no puede, genéricamente,
definirse como gótica, y menos aún si a este término se le da el
significado de medieval. Los artistas flamencos no continúan
sustancialmente una tradición, aunque estilísticamente mantienen
algunos caracteres del arte anterior. Expresan, en cambio, una
religiosidad nueva, con una coherencia y con una intensidad que
tienen pocos precedentes. El hecho de que en sus obras no penetren el
clasicismo y el paganismo, y ni siquiera una rigurosa visión de
perspectiva, no quiere decir, en absoluto que recalquen fórmulas
estereotípicas o gastadas. Por otra parte, estos artistas no
desdeñan la búsqueda de medios expresivos innovadores, y sus
grandes conquistas técnicas sus citarán siempre interés y
admiración en sus mismos contemporáneos italianos. Pero su primera
preocupación es la de traducir una original intuición de la
relación entre lo humano y lo divino: a ella subordinan su habilidad
y sacrifican todo personalismo. De este modo, los flamencos del siglo
XV llegan a expresar sentimientos religiosos reales, que por sus
características pueden llamarse modernos. La forma exterior, la
imagen —aunque extremadamente minuciosas y concretas— son
perseguidas y profundizadas por ellas precisamente para revelar sus
significados internos, sus relaciones espirituales, toda una vida
autónoma de la fe de las regiones nórdicas.
Por otra
parte, no puede negarse que, si bien esta élite
[133]
flamenca
aparece enteramente orientada a la representación de lo sagrado, sus
santos y sus vírgenes tienen todo el aspecto de seres vivos; incluso
los cuerpos de los resucitados y de los condenados, en las escenas
del juicio universal —valga por todas la de Roger Van der Weyden
(m. 1464) en Beaune— no son ya anónimos, sino personalísimos.
Podrá decirse, a propósito de este gran pintor, que no se sirve de
la luz para construir el espacio, aun sabiéndola tratar muy
sutilmente, o que el rico y grato paisaje de sus cuadros no se funde
con la escena ni tiene vida autónoma, sino subordinada, como simple
fondo de los personajes. Pero aparte el hecho de que, en todo caso —y
aunque adaptados a sus fines por el artista—, luz, espacio y
perspectiva nunca están ausentes de sus creaciones, no tiene sentido
concreto decir que su obra es profundamente medieval. Su dramática
expresividad traduce, desde luego, un sentimiento religioso, pero el
de su colectividad, que ahora humaniza lo divino en su concepción
patética. E incluso los misterios, como el de la Anunciación, se
ambientan en interiores realistas, en episodios de profunda
intimidad.
Dierick
Bouts (m. 1475) ha expresado otro aspecto de la religiosidad flamenca
del siglo XV, de un modo tan recoleto y contenido, que puede llamarse
místico. Al tormento de Van der Weyden, parece como si él hubiera
querido contraponer una visión espiritual aparentemente humilde,
reservada y totalmente interior. Emplea las exigencias de la
perspectiva geométrica, desde luego, pero sometidas a una sobria
concentración en el misterio, como en el tríptico de la Eucaristía,
de Bruselas. De sus telas, brota un sentido de intensa y austera
devoción. Es una forma de piedad que corresponde a la de la Devotio
moderna, apartada
de todo signo vistoso de santidad, de todo preciosismo decorativo,
perfectamente concentrada y silente. Lo que Bouts realiza es una
nueva meditación, una oración nueva, y una nueva y severa forma
individual y personal de la fe. Que algunos teólogos le hayan
asistido, a menudo, en la concepción y en la composición de sus
cuadros no les resta significado, sino que, más bien, subraya su
alcance colectivo.
Hasta
finales del siglo XV la escuela flamenca desarrolla estas tendencias,
aunque sus soluciones iconográficas se agotan al repetirse y el
aliento interior se empaña a veces. Como muchos de sus coterráneos,
Van der Goes (m. 1482) —cuya sensibilidad religiosa tiene algo de
obsesivo— continúa dando realce
a las dimensiones simbólicas de sus personajes más que obedeciendo
a las leyes de la perspectiva. En compensación, la representación
de lo sacro se hace ya con él totalmente [134]
naturalista,
casi verista. En el tríptico Portinari de los Uffizi,
parece que el artista, como para hacer más actual y sugestiva la
adoración de los Magos y más inmediato el ensimismamiento
espiritual de los fieles, eligió adrede modelos humildes y no
agraciados: incluso la Virgen es aquí una campesina de miembros
toscos. Superando las tentativas de Bouts, Van der Goes utiliza ya
mejor los recursos de la luz y se muestra con una personalidad
ansiosa de no repetir esquemas. Y si comparado con sus predecesores
un Memling (m. 1494) parecerá menos original, y si hacia finales del
siglo XV esta gran fase de la pintura nórdica se apaga poco a poco,
no por eso deja de representar un momento vital de la evolución
artística y de la sensibilidad colectiva de Flandes, que ella acertó
a interpretar creadoramente. Una verdadera confluencia de
circunstancias europeas, es decir, el malestar religioso cada vez más
profundo que expresará el Bosco, la aparición de una fuerte y
heterogénea influencia italiana, y, por último, la reacción
ético-política traducida por Brueghel, impedirán que esta escuela
alcance desarrollos orgánicos y auténtica continuidad. Pero los
Países Bajos no tardarán en encontrar en la religiosidad calvinista
la que sus artistas del siglo XV habían comenzado a representar ya.
En el curso
del siglo XV los pintores flamencos persiguieron una solución nueva
para el problema de representar lo sacro. Los sentimientos religiosos
y su contenido, su objeto místico o dramático, la fe en suma,
ocupaban todavía el centro de su arte. Aunque ambientando lo divino
ante la naturaleza recobrada, aunque bañándolo de luz terrena y
reorganizándolo dentro de formas realistas, ellos no pensaron nunca
—precisamente porque no lo deseaban— en subordinar ese mundo al
más allá, en hacer de sus obras algo autónomo e independiente de
su concepción cristiana de la vida. Sólo en este sentido
podrían los flamencos ser definidos todavía como «medievales».
En realidad, ellos fundieron, de un modo único, los valores
luminosos, especiales y coloristas, desconocidos en el período
precedente, con un contenido aparentemente tradicional, pero la
capacidad de creación espiritual que esta fusión implica no es
propia más que de su ambiente cultural. Para los flamencos, todo el
mundo de aquí abajo participa en la relación interior, íntima y
enteramente vital entre naturaleza, hombre y Dios: lo sacro y lo
terreno no divergen, sino que se encuentran, compenetrándose en un
sentido ético más orgánicamente humano y, al mismo tiempo, más
personal y severo.
El arte
italiano del Quattrocento
exige
pocas consideraciones análogas, y muchas diferentes. Es innegable
que tampoco [135]
en
Italia se quiso apartar al hombre, o al mundo, de Dios, pero la
búsqueda artística emprendió un camino radicalmente distinto, que
llevó la sensibilidad a una dimensión nueva, en gran parte
insospechada. Los artistas florentinos de la primera mitad del siglo
XV no previeron los desarrollos que su manera de representar la
realidad sensible iba a originar muy pronto. Ni siquiera puede
decirse que para ellos el mundo se redujese a lo que percibían con
sus sentidos. En efecto, su arte es, sobre todo, una creación
intelectual, y el sentido fundamental que emplean es el de la vista.
La solución que ponen en práctica durante algunos decenios es, sin
embargo, tan sólida y constructiva, que no puede reducirse
ciertamente a un cambio de técnica o a la conquista de nuevos
conocimientos instrumentales. Tal solución es inversamente simétrica
a la de los flamencos, pues los toscanos, en lugar de humanizar y de
profundizar psicológicamente en lo divino, quieren idealizar y
expresar de un modo arquetípico lo humano.
Sobre todo
en un primer momento no se trató de una inversión deliberada.
Ciertamente, los toscanos comienzan a referirse con toda claridad a
unas coordenadas espirituales —la armonía, la belleza, la
variedad— que no tienen ningún sabor cristiano. La familiaridad
cada vez mayor con la antigüedad, que en Italia se investiga
orgánicamente, prueba que la adhesión
colectiva a los valores ético-religiosos tradicionales está
debilitándose
ya. No se trata tanto de un conflicto con el sistema cultural del
pasado, como de una disociación general de él. Es un nuevo modo de
actuar y de pensar, que todavía no pone en duda lo viejo. La base de
aquella disociación era la conciencia ya secular de la capacidad
individual y social de crear y de construir, o, como podría decirse
de otro modo, la conciencia adquirida de la propia autonomía humana.
Tras haber
alcanzado una total autosuficiencia económica y política, tras
haberla reconocido y sufrido durante mucho tiempo, se buscó, de un
modo efectivo, una cultura y un arte no anclados ya en una visión
que contradecía las conquistas terrenales de las sociedades urbanas.
Esta prolongada experiencia humana pudo hacer así que surgiesen
individuos capaces de traducir al plano mental las profundas
modificaciones que se habían operado en el conjunto de la realidad.
Sin duda, otros elementos, peculiares del ambiente florentino,
hicieron también que Florencia pudiese nutrir las primeras
generaciones de artistas que dieron forma a una nueva visión
representativa. Pero su rápida propagación, primero en Italia y
luego en Europa, la correspondencia que encontró y, sobre [136]
todo,
los desenvolvimientos creadores que siguieron en otras varias
ciudades y regiones demuestran que la situación general —desde
luego, a un cierto nivel— estaba bastante madura y que las fórmulas
propuestas por los florentinos la interpretaban en lo fundamental.
A la solución artística que
se consolidó en Florencia en torno a 1450 puede atribuírsele un
doble carácter. En efecto, ofrece dos aspectos principales: el ideal
y contemplativo, casi deseoso de un indistinto inmovilismo, y el real
y funcional, capaz de un dinamismo autónomo. Por una parte, se
tiende a identificar lo bello con lo divino, la perspectiva con lo
perfecto, la visión geométrica y la contemplación. Por otra, se
tiende a tratar este tipo de visión como válida en sí misma y se
persigue la representación de la vida en toda su riqueza, variedad y
movimiento.
Mientras,
como se verá, en el plano filosófico no existe, en general, una
separación mental o metodológica muy clara entre el sistema
cultural cristiano y el de finales del siglo XV, existe en otros
planos. En el de la historia, ya apuntado, donde precisamente la
narración de los hechos humanos se reanuda prescindiendo totalmente
de la anterior óptica teoteleológica no menos que del croniquismo,
y, al mismo tiempo, en el del arte. En efecto, el fenómeno que se
produce en la esfera de la producción artística es completamente
análogo. León Battista
Alberti y Piero della
Francesca están dominados por el entusiasmo ante el nuevo modo de
construir, de esculpir y de pintar, inaugurado por Brunelleschi, por
Donatello y por Masaccio, y se comprometen a teorizarlo, a traducirlo
a un sistema riguroso y funcional de conocimiento. ¿Pero en qué
elementos se apoyan sus doctrinas perspectivas y geométricas? En la
recobrada alegría de poder crear, con los propios medios, algo
verdaderamente valioso, casi divino, inmortal, digno, en el más alto
grado, de la grandeza del hombre. El nuevo arte vivirá, sin duda,
gracias a la elaboración de la nueva técnica, pero ésta es
alcanzada y se impone porque sirve exactamente para expresar los
valores humanos que hasta entonces no había sido posible realizar en
forma autónoma.
Los hombres
de letras tenían la antigüedad como punto de referencia y buscaban
en sus vestigios un apoyo moral para su modo de escribir y de pensar.
Los artistas añadieron la autoridad de la naturaleza y de la ciencia
a la de los Antiguos. El saber perspectivo y la observación
experimental son considerados ahora como los fundamentos de la
arquitectura, de la escultura, de la pintura. Mirada detenidamente,
la anhelada naturaleza no parece ser muy original; es sobre todo una
muestra. Pero en ese sentido, como referencia ideal y [137]
como
fundamento ético, tiene un inestimable valor. En efecto, legitima y
sanciona, por primera vez después de muchos siglos, el valor
autónomo de la obra de arte. En la referencia sin ambages a la
«naturaleza», es decir, en la consideración de las coordenadas
llamadas «naturales» como arquetipo suficiente y como dimensión
orgánica, radica la gran innovación vivida y realizada por los
artistas florentinos. Supera notablemente incluso el alcance de la
visión histórica a que habían llegado los humanistas de la primera
mitad del siglo XV. Estos habían tenido, desde luego, la audacia de
situar en el centro de la historiografía los intereses políticos y
morales de la sociedad laica, sin preocuparse de sus aspectos
religiosos. Pero aunque habían devuelto de ese modo una función
puramente terrena a la historia, en realidad habían forjado para
ella un instrumento parcial y no dirigido, en absoluto, a la
comprensión orgánica de todos los mayores problemas humanos e
históricos. La «naturaleza», en cambio, a la que se remiten los
artistas, es verdaderamente toda la tierra, toda la vida de aquí
abajo, desde la forma de los cuerpos a sus pasiones, desde el
espectáculo de los campos al de las ciudades, desde los colores a
las sensaciones, desde las luces a los símbolos. La naturaleza, para
ellos, es la realidad más allá de la cual no tienen ya que ir, es
el todo, fuera del cual no deben preocuparse ya de nada. La
revolución mental que se opera consiste, pues, en el carácter total
de la sanción que de este compromiso se deriva para toda la
actividad artística.
La
conciencia de esta conquista espiritual se expresa en el método
perspectivo y geométrico que los florentinos establecen en el curso
del siglo XV. La naturaleza, es decir, el mundo de las cosas y de los
hombres, concebido ya como un ambiente completo es el campo del que
el artista debe adueñarse como constructor o intérprete. Los
florentinos se adhieren a este nuevo «ambiente» mental y
psicológico de tal manera, que se proponen incluso dominarlo,
midiéndolo matemáticamente. Sirve de base a tal actitud la profunda
convicción de que el arte puede convertirse en autentica actividad
creadora. «Pero advertí —escribe Alberti en su Trattato
della Pittura—
que en nuestra industria y diligencia, no menos que en el provecho de
la naturaleza y de los tiempos, radica el poder conquistar cualquier
alabanza en cualquier virtud.» La alegría del renovado contacto con
el mundo es, al mismo tiempo, orgullo de modelarlo y de reproducirlo;
es el placer viril de gozarlo y, simultáneamente, el poderoso e
íntimo sentimiento de saber construirlo, de encontrar «artes y
ciencias no oídas y nunca vistas». La geometría y la [138]
perspectiva
se reconocen, pues, como indispensables, pero son definidas también
en su función de instrumentos del artista, que sabe que estos medios
de su actividad no pueden dominarle: sus obras deben contar con la
geometría y la perspectiva, pero sin dejarse ahogar por ellas.
Alberti ha querido precisar con gran claridad el nuevo sentido de la
sedicente «imitación» de la naturaleza. El pintor —y a él se
refiere en especial— debe sacar de la naturaleza todo aquello que
quiere pintar, tomarla como canon de su poder representativo, es
decir, hacerse maestro en modo de plasmar la vida con su cargada,
rica y varia naturaleza; cuando haya alcanzado esta maestría,
«cualquier cosa que haga parecerá sacada del natural».
La
conquista de un arte completamente terreno se hacía así total,
realizada no sólo desde el punto de vista del contenido, sino
también desde el de la forma y del dominio técnico. Sin embargo,
este resultado cultural pleno permaneció como circunscrito a su
esfera, no trascendió a otras expresiones ético-espirituales e
influyó en ellas de un modo limitado. Los ecos que de él se
encontrarán en otros sectores —literatura, filosofía, política—
serán, más o menos, episodios, no fases de un fuerte y armónico
desarrollo. El arte, en cambio, después de Brunelleschi, de
Donatello y de Masaccio, mantendrá casi intacta su vitalidad
específica hasta casi el final del siglo XVI. De ello se le
derivará, en general, un tono desencantado, a menudo tenso y a veces
trágico, como en una forma de vida que no está acompañada y
sostenida orgánicamente por un ímpetu colectivo. Y valga el gran
testimonio de la pintura que, desde el comienzo, por así decirlo, se
adaptó a los valores del ambiente circunstante. Convencido del mito
humanístico de la gloria como tipo de supervivencia, Alberti le
añade una nota claramente heroica para el artífice, cuyas obras
serán adoradas por los hombres: «y se sentirá casi considerado
como otro dios». Tal vez más que el hombre de letras, el artista
del Quattrocento
ha
alcanzado el pleno sentido de su función autónoma e indispensable
en la comunidad humana. Impulsados por el teórico florentino, la
mayor parte de los pintores italianos del siglo XV se entregaron a un
tratamiento menos audaz del contenido. Casi único creador en una
sociedad más bien estática y dentro de una cultura en muchos
aspectos retórica, el artista, inevitablemente, se conforma cada vez
más con sus formas, con el bello ideal que él sabe retratar con
maneras maravillosas y siempre nuevas. El malestar con que se
expresan los sentimientos religiosos tradicionales es, ciertamente,
profundo y cada vez más evidente. Sin embargo, es raro que un pintor
se comprometa a ir más allá de lo que conviene a sus [139]
contemporáneos;
más bien continúa traduciendo sus anhelos y su sensibilidad,
satisfaciendo sus gustos, sus intereses o su ambición. Por eso una
de sus categorías es la conveniencia, que frecuentemente adquiere el
significado de bienestar, es decir, la reconocida exigencia de
representar una escena, un personaje, como conviene al estado de las
ideas y de los sentimientos establecidos. Todo espectáculo debe ser
«digno», y Alberti aconseja al pintor que frecuente a los literatos
—convertidos así en sucesores de los teólogos— para inspirarse
y componer adecuadamente sus cuadros.
El artista
del Quattrocento
italiano
es, pues, muy sensible a los valores éticos, tanto en el plano
formal como en el del contenido. Un Botticelli infringe
deliberadamente las leyes de la perspectiva para mejor subrayar el
significado de una escena religiosa (La
Adoración de los Magos). Por
el contrario, Ghirlandaio
(1449-1494) no duda en halagar a su comitente y conciudadano
Tornabuoni, representando varios episodios sacros con el fin
primordial de realzar a los miembros de su familia y el lujo de su
morada. Es ésta una costumbre de Ghirlandaio,
que en la Capilla Sassetti de la iglesia florentina de la Santa
Trinidad se comporta de un modo totalmente análogo al observado en
el coro de Santa María Novella. Lo mismo cabe decir de su
contemporáneo Benozzo Gozzoli (1420-1497) celebrador de los Médici.
Por otra parte, si los temas cristianos constituyen todavía una
porción notable de las composiciones pictóricas, la vaga y difusa
religiosidad que sus autores tratan de trasfundir, es difícilmente
relacionable con una sensibilidad colectiva real. A título de
ejemplo recordemos a Luca Signorelli
(m. 1523), y especialmente los frescos que realizó en la catedral de
Orvieto hacia
1500. La espiritualidad cristiana que debería imperar en aquellas
escenas (El
fin del mundo, el
Paraíso,
el
Infierno,
las
Historias
del Anticristo, etc.)
no se corresponde con las perfectas y vigorosas anatomías. En éstas
vive más bien un fulgor del drama psicológico que en aquellos años
se cierne sobre los espíritus ya estremecidos de la península
italiana.
La
tendencia ideal a realizar representaciones de pura belleza, ya
acusada en el Angélico, notabilísima en la obra de Filippo Lippi
(m. 1469) y de Luca della
Robbia
(m. 1482), no es más que un componente, aunque constante, del arte
florentino del Quattrocento.
Ciertamente,
la belleza es un atributo divino, y su perfecta visión, gracias al
saber perspectivo, es el más alto fin del artífice. Pero el dominio
del espacio y de los valores plásticos —que precisamente resulta
de la conciencia de las dimensiones autónomas del «ambiente»
natural como conjunto autosuficiente e indispensable— no tarda en
hacer extremadamente rica la producción artística italiana. En
efecto, [140]
eran
demasiado grandes las posibilidades implícitas en la funcional y
creadora visión nueva para que distintas y fuertes personalidades no
sacasen partido de ellas. Mientras hombres como Michelozzo
(m. 1472). Andrea del Verrocchio (m. 1488) y Antonio Pollaiuolo
(m.
1498)
dan gloria en Florencia a la arquitectura, a la escultura y al
grabado, son todavía más numerosos los pintores que prosiguen y
desarrollan el movimiento que se había iniciado en aquella ciudad.
Mientras la sólida unidad espacial de los edificios, la armonía de
las proporciones, la
airosa fuerza de las formas estructurales caracterizan las obras
arquitectónicas,
un cierto estatismo domina las composiciones pictóricas. Sin
embargo, el valor de la luz —que también raramente llega al
claroscuro— es un elemento fundamental en la disposición de las
masas y de los colores desde los comienzos del arte quattrocentesco
florentino.
«Yo casi nunca estimaré mediano pintor —exclama lapidariamente
Alberti— al que no comprenda bien qué fuerza tiene cada luz y cada
sombra en cualquier superficie.»
La luz, que
en los flamencos había seguido siendo un tanto convencional, casi
siempre uniforme e irreal, es, al fin, dominada en sus efectos.
Maestro incomparable y máximo exponente en este período es Piero
della
Francesca (m. 1492) que, tras los vigorosos escorzos y la capacidad
de expresión dramática alcanzados por Andrea del Castagno
(m. 1457), llega a identificar la luz con el volumen de los cuerpos y
a construir, gracias a ella, una sólida y transparente unidad
atmosférica. De la generación siguiente podemos decir que se le
iguala el, sin embargo, tan distinto Sandro Botticelli (m. 1510),
heredero y original intérprete de casi todas las tendencias
florentinas del siglo XV. Idílico y atormentado, de líneas netas,
incisivas y también en dulce y gracioso movimiento, traduce ya con
su arte multiforme la fase crítica en que el mundo interior de la
Florencia quattrocentesca
se
descompone y se desintegra. Sus imágenes
son prodigiosas, pero, más allá de la excelente factura individual,
no se percibe ninguna homogénea y
fuerte
visión colectiva; en los pocos decenios de su actividad se alternan
alegría de vivir y melancolía, tensión religiosa y profundo
desconsuelo.
Pero ya en
las otras regiones italianas -—además de en la propia Florencia,
con Leonardo y con Miguel Ángel— se alcanzaban originales y más
audaces resultados, tanto en el plano del empleo de la luz y del
color (así en Antonello
da Messina. Giovanni Bellini y en Vitore
Carpaccio)
como en el modo de tratar los volúmenes y el espacio. En esto
sobresalen Melozzo (m. 1494), nacido en Forli, maestro del
movimiento, como bien se advierte en la Ascensión
del
Palacio del Quirinal, y el paduano [141]
Andrea
Mantegna (m. 1506). Recogiendo por su cuenta la visión perspectiva
de los florentinos, Mantegna consigue en sus obras una especialidad
al mismo tiempo más orgánica y más dinámica. Es suyo el
descubrimiento del sottinsù,
que
introduce en la visual geométrica, con la posición no ya sólo
frontal del punto de vista, un dinamismo nuevo y una variedad de
efectos que pasan los límites del campo de la ilusión óptica. Un
insigne ejemplo de ello es la Cámara
de los esposos, en
el Palacio Ducal de Mantua (realizada hacia 1474), donde pintura y
arquitectura se desposan ellas también, consiguiendo dilatar
genialmente, por primera vez, el ambiente espacial.
III. LA
visión humanística del mundo
El
mundo del arte y el de la cultura literaria no sólo no vivieron
separados en el siglo XV en Italia, sino que se integraron en una
visión mental única. En la base del uno y del otro había, pues,
también una filosofía común. Pero el pensamiento del Humanismo no
debe buscarse en amplias y, mucho menos, sistemáticas formulaciones
metafísicas, en ordenadas estructuras lógicas, ni siquiera en una
auténtica metodología del conocimiento. La filosofía, en su
ordinaria acepción, la teorética, no está totalmente silenciosa en
esta época que ve ya en sus comienzos, a la gran figura de Nicolás
de Cusa (m. 1464). Pero entre los períodos que no pusieron todas sus
mejores facultades al servicio de la especulación, figura
precisamente éste que va desde mediados del siglo XV a mediados del
XVI. Las corrientes culturales más vivas, que son precisamente las
humanistas, aspiran, sin duda, a una visión unitaria del saber, pero
no se proponen conseguirla mediante una subversión del patrimonio
especulativo del pasado —entendido en el más lato sentido: pagano
y cristiano al mismo tiempo—; aspiran a una concordia universal, a
un atesoramiento de la verdad en todas sus formas, en un plano de
generosa y amplísima comprensión humana.
El hecho de estar casi
desprovisto de sistemas filosóficos no hace del Humanismo una
cultura carente de intuición global, y el hecho de que ésta se
exprese y encame en formas bastante insólitas no disminuye en
absoluto su importancia. Al contrario, así como es cierto que del
Humanismo parte el camino que conduce al saber laico y a la reflexión
crítica de los siglos siguientes, lo es también que el modo de
pensar propio de aquel movimiento fue de capital importancia.
En las
páginas precedentes se ha tratado de determinar el significado de
las nuevas realizaciones artísticas que se elaboraron [142]
en
Italia. No es imaginable, en modo alguno, que hubieran surgido y se
hubieran afirmado sin una concepción básica, distinta de la
medieval. Ya se ha señalado también la función vital que
desempeñaban los conocimientos geométricos en el nuevo arte y lo
que significaba el retorno igualmente vital a la «naturaleza».
Ahora hay que advertir que mientras la experiencia artística no dejó
de tener una relación, e incluso una influencia, sobre las metas que
tendía a proponerse el saber científico (recuérdese, por ejemplo,
a Leonardo da Vinci), apenas ocurrió nada semejante con la
experiencia ético-filosófico-literaria de los humanistas. La razón
de ello debe buscarse, sobre todo, en el hecho de que esta última
tuvo por modelo la de los antiguos.
No se
quiere decir con esto —y ya se ha aclarado— que la nueva cultura
del Quattrocento se proponga reproducir servilmente los esquemas
clásicos, que se deleite sólo en la absorción de un patrimonio
espiritual de quince o veinte siglos antes y, mucho menos, que lo
admire sólo para contraponerlo al cristiano. Las cosas no son así
en absoluto, aunque con el paso del tiempo ganó terreno una especie
de nueva escolástica, si bien de tipo muy distinto de la anterior.
Es, en cambio, incontrovertible que así como los artistas al volver
a la naturaleza se hicieron de ella una proyección ideal mediante
una verdadera actividad autónoma y creadora, los hombres de letras
quisieron llegar al mismo resultado gracias a la Antigüedad, cuyo
honor y
vigencia
estaban proclamando. Es innegable que sólo para poder cantar de
nuevo las bellezas de lo creado, para reivindicar la parte activa del
hombre sobre la tierra, para hacer de la cultura un órgano
socialmente funcional, hicieron resurgir los humanistas, _con tanto
prestigio y con tanta fuerza, las obras de los griegos y de los
latinos. Pero, al mismo tiempo, tampoco puede negarse que, respecto
al elástico paradigma de la naturaleza, respecto a la libertad
representativa que los artífices habían sacado de sus conocimientos
matemáticos, la misión de los moralistas, de los pensadores y de
los literatos —totalmente vueltos a los textos antiguos— se
encontró singularmente entorpecida y complicada.
Lo que
caracteriza la cultura humanística es precisamente su afirmación a
través de
las realidades intermedias, a modo de espejos o de modelos; es el
hacer valer exigencias históricas y concretas mediante modelos
remotos o entendidos como universales. Los humanistas no se dieron
cuenta de lo importante que era el giro espiritual que habían
decidido emprender. Sobre todo creyeron que se trataba de cambiar la
forma y, en medida mucho menor, la sustancia. No querían ya oír
hablar de un modo «bárbaro», ni representar de un modo
estereotipado, ni [143]
construir
en formas hirsutas e inarmónicas. Pero la cuestión iba mucho más
allá del estilo o de los colores y de las estructuras
arquitectónicas; más exactamente, todas estas nuevas
manifestaciones anunciaban e implicaban una completa mutación de la
civilización occidental. Los humanistas no lo presintieron, como lo
demuestra el hecho de que no se encontraron casi nunca, hasta la
primera mitad del siglo XVI, en posiciones avanzadas en el campo
político, social, económico o religioso. Ellos expresaron la
profunda intolerancia de las nuevas generaciones
laicas ante el ordenamiento mental cerrado, dogmático, jerárquico
y trascendente de la cultura eclesiástica. Pero antes del siglo XVI
creyeron que no atacaban la visión cristiana con su exaltación de
lo terreno, estimaron que no debían modificar seriamente la
estructura de la sociedad, aunque no guardase mucha correspondencia
con sus ideales y, en general, consideraron que era su deber el de
servir fielmente a los poderes de todos modos establecidos. Así
ocurrió que mientras el arte llegó a iniciar un camino ya
perfectamente adecuado al cambio presente y futuro de la vida
europea, las otras; formas culturales —desde
la literatura a la ciencia, desde la filosofía a la moral
desarrollaron
sus actividades, todavía durante un largo período, a través del
contacto rico y profundo, con la Antigüedad.
En
realidad, aquel mundo orgánicamente humano reflejado en los
vestigios antiguos era vasto y fecundísimo como un nuevo continente.
Los hombres de letras se entregaron al placer de gustar sus frutos
más que al de producir otros. Sin duda, porque les pareció que los
versos, la prosa, los discursos de los clásicos decían precisamente
lo que a ellos les interesaba entender. Por otra parte, los
humanistas no deseaban en absoluto renunciar a sus creencias de
cristianos, o a lo que les parecía el núcleo esencial de la
religión: la existencia de Dios, la inmortalidad del alma y la fe en
la virtud moral. A primera vista, ¿no era, en sustancia, lo que
propugnaba también la más alta cultura pagana, aunque de diferentes
modos? Debía haber una forma de entender rectamente y de aprovechar
incluso el pensamiento y la ética de un Epicuro. Sólo hacia finales
del siglo XV se volvió a considerar a Epicuro como impío e inmoral,
es decir, que hubo de pasar mucho tiempo para que de los productos
del antiguo patrimonio redescubierto se rechazasen algunos y se los
considerase venenosos. De todas maneras, la convicción de una
concordancia metafísica fundamental entre antiguos y cristianos se
resolvió en una amplia renuncia a construir sistemas filosóficos
nuevos. Si en aquel tiempo hay uno, es el sistema, ciertamente
vigoroso y original, de Nicolás de Cusa, que, sin embargo, no
participó nunca a fondo de la sensibilidad humanística. Es preciso
señalar también que la [144]
nueva
cultura laica no estaba aún bastante madura, o segura y consciente
de sí misma, para contraponer una elaboración especulativa propia a
las tradicionales. Ni siquiera había, en la clase sin fronteras de
los hombres de letras, la urgencia de un concreto y gran problema a
resolver, la exigencia de luchar contra algún enemigo determinado.
Tras las primeras décadas del siglo XVI, cuando algunos grupos de
humanistas comenzaron a hacerse más agresivos, su movimiento dejaba
ya atrás la primera gran crisis interna y estaba entrando en otra
fase.
Sin
embargo, a partir de la segunda mitad del siglo XIV hubo lucha cada
vez más amplía y decisiva, a medida que las posiciones culturales
laicas se hacían más fuertes y encontraban apoyo en el seno de la
sociedad. De igual modo que los partidarios de los studia
humanitatis
no
se mostraron hostiles al sistema de las creencias cristianas, así la
Iglesia y sus representantes no vieron en ellos, en general, á
enemigos temibles o muy peligrosos. A pesar de ello, el renovado
conocimiento filológico de Aristóteles, de Platón y de los
neoplatónicos, así como el de algunos otros pensadores antiguos, y
las cada vez más frecuentes traducciones latinas de las obras
griegas, crearon un clima intelectual extremadamente distinto del de
la época precedente. En el período medieval no faltaba una gran
libertad de pensamiento, pero todo el patrimonio especulativo estaba
subordinado a la Revelación, y los contendientes en cada debate
filosófico variaban esencialmente, según el modo en que se
pretendía fundar o interpretar la fe y el dogma. La especulación no
tenía valor por sí misma, porque estaba ya aceptada la convicción
de poseer una verdad superior y divina. Los humanistas, ya está
dicho, no se sintieron capaces de exhibir sistemas propios por la
sola lectura directa de los antiguos. No obstante, aunque sin llegar
siquiera a criticarles radicalmente ni a juzgar totalmente equivocado
a ninguno de ellos (Pierre de la Ramée
es uno de los primeros en pronunciar afirmaciones tan terminantes
como: quaecunque
ab Aristotele dicta sint, commenticia esse
—«todas
las afirmaciones de Aristóteles son patrañas»—, pero esto ocurre
ya en 1536), tuvieron suficiente empuje intelectual para captar su
fuerza autónoma y negar progresivamente las distorsiones que de
ellos se habían hecho. Este es uno de los grandes resultados
positivos de la nueva actitud filosófica, la cual, en realidad,
sentaba las bases y la condición mental para una futura y auténtica
reanudación especulativa. En cuanto se mostraban capaces de apreciar
plenamente el vigor teorético de Platón o de Aristóteles, y en
cuanto sabían orientarlo hacia sentidos o perspectivas no
tradicionales, los humanistas se revelaban, al menos, como válidos
interlocutores [145]
de
los antiguos. En otros términos, demostraban haber encontrado la
medida interior para determinar la validez autónoma del pensamiento
humano, más cercano que la verdad revelada. Esto representaba un
verdadero deshielo intelectual, e incluso la liberación de aquellas
fuerzas especulativas y de aquellas capacidades racionales que hasta
entonces el dogma había logrado someter y domesticar.
En la justa
perspectiva se sitúa también el otro resultado fundamental de la
filosofía humanística, es decir, la posición central reivindicada
por ella para el hombre o, si se quiere, el nuevo significado que se
le da al concepto de microcosmos. Ante todo es preciso no dejarse
seducir demasiado por las múltiples tentaciones que esto podría
suscitar en el plano cosmológico. Sin duda existen analogías entre
las audaces especulaciones sobre el infinito de Nicolás de Cusa y
algunos presupuestos mentales de los descubrimientos oceánicos,
entre las tesis de Cusa, de Ficino (m. 1499), de Pico (m. 1494) y de
otros más sobre la posición privilegiada del ser racional en lo
creado y la incipiente afirmación del europeo sobre todos los
pueblos del globo, pero tales analogías no van muy lejos. Al
centrismo del hombre aún va unido en la mente de la mayoría,
incluidos los menos tradicionalistas, la de la Tierra respecto al
universo, tan lejana del mayor logro científico de la primera mitad
del siglo XVI, alcanzado por Copérnico (en su De
revolutionibus
orbium coelestium
de
1543). Este centrismo, además, implica claramente una jerarquía
ontológica, no sustancialmente distinta de la medieval, así como
una perspectiva todavía en vigente predominio ético, como era
precisamente la cristiana. El concepto de microcosmos no vale, pues,
ni por su formulación teorética o su encuadramiento metafísico, ni
por la original funcionalidad que asume. Es una expresión
ideológicamente perfecta del ideal cultural laico de esta época.
Los artistas se habían referido, desde luego, a la belleza divina de
lo creado, pero para exaltar la de las obras de la más digna de las
criaturas. El altísimo valor que los hombres de letras habían
querido atribuir a las obras maestras de los antiguos no era para
ellos sino el modo intelectualmente más idóneo para sublimar las
capacidades de los modernos, tanto de los hombres que aún ignoraban
la Revelación como de los contemporáneos no dispuestos a aceptarlo
todo de las creencias religiosas.
Por eso
ellos entendieron el concepto de microcosmos en el sentido que les
era más entrañable, como expresión de su fe en las innumerables
posibilidades de la criatura. Es cierto, desde luego, que la escala
medieval de los seres no sufría grandes trastornos por tal concepto
y que, en alguna medida, éste [146]
representaba
la transposición laica del concepto cristiano del hombre, capaz de
pecar y de condenarse, pero también de ser elegido y de salvarse.
Sin embargo, los nuevos filósofos proponían ahora un nuevo
horizonte claramente terrestre al individuo, y éste era proclamado
faber
fortunae
de
un modo prácticamente independiente de la acción divina. Es un
nuevo Dios, es decir, la más alta conciencia de la propia época, la
que por medio de Pico habla así a Adán, en la De
hominis
dignitate oratio;
«Te
he puesto en el centro del mundo para que puedas mirar más
fácilmente a tu alrededor y veas todo lo que contiene. No te he
creado ni celestial ni ser terreno, ni mortal ni inmortal, para que
seas libre educador y señor de ti mismo y te des, por ti mismo, tu
propia forma. Tú puedes degenerar hasta el bruto o, en libre
elección, regenerarte hasta lo divino... Sólo tú tienes un
desarrollo que depende de tu voluntad y encierras en ti los gérmenes
de toda vida».
6. La estructura científica y
técnica
No hay duda de que uno de los
saltos cualitativos más importantes en la historia de la ciencia se
produjo entre mediados del siglo XV y mediados del siguiente: salto
cualitativo no sólo y no tanto en el plano teórico, sino más
especialmente como planteamiento práctico y concreto de los
problemas.
[…..]
IV. CARACTERES
DEL NUEVO SABER
El hecho es
que la relación entre ciencia y técnica extrae gran parte de su
novedad, de la renovada función de la experiencia. Los hombres
nuevos, es decir, los que construyen el presente y preparan el
porvenir, no ven ya con buenos ojos el apego a la sabiduría del
pasado, en buena parte caracterizada por preocupaciones
ético-religiosas y muy infecunda respecto a las necesidades
cotidianas. La época que ha tomado el nombre de «moderna» se
distingue, sin duda alguna, por una progresiva
aceleración del saber, por una especie de creciente incremento
de la funcionalidad práctica de la inteligencia. Como para algunos
otros sectores, también para este de las conquistas científicas
y técnicas parece que la nueva fase no comienza hasta mediados
del siglo XVI, o aún después. Lo que está fuera de dudas es que
los grandes descubrimientos y las instituciones prácticas de las
personalidades de que se ha hecho mención
—Copérnico, Vesalio y Fracastori— marcan, precisamente alrededor
de 1540-1550, un giro en el enfoque mental europeo. Sin embargo, es
obligado señalar también que aquellas conquistas intelectuales
coronan todo un proceso de aproximación a un nuevo tipo de
conocimiento, que prefiere partir de la observación, en lugar de
hacerlo de los postulados tradicionales, y, sobre todo, tiende a
hacerse funcional, es decir, a resolver problemas prácticos, a
responder a exigencias concretas y a necesidades precisas de la parte
más activa de la sociedad.
Durante
casi todo el período examinado en este volumen, desde mediados del
siglo XIV a comienzos del siglo XVI, se puede afirmar, desde luego,
que los pasos dados no están a la par con los de la época
siguiente; que no se alcanzan, por ejemplo, resultados teóricos
comparables con los de un Kepler, un Galileo o un Descartes. En
realidad, es muy difícil establecer una comparación entre el saber
de una era mental aún cerrada [170]
y el
de una sociedad ya acostumbrada a pensar de otro modo, a dedicar sus
propios recursos de investigación a exigencias hasta entonces no
dominantes. Tal vez no sea menos válido, por consiguiente, sopesar
la función dinámica, la capacidad de exploración y el sentido
constructivo del conocimiento técnico-científico de cada período
histórico. Entre finales del siglo XIV
y el
comienzo del XVI, no se inscriben en la historia de la ciencia
descubrimientos fundamentales, ni nacen obras que puedan conservar
legítimamente su puesto en el saber de hoy. Sin embargo, esta forma
de considerar el problema deja mucho que desear. En efecto, sabemos
que, poco a poco, sectores enteros de conocimiento pierden eficacia y
tienen que dejar paso a métodos nuevos y aplicaciones diferentes.
Sabemos que numerosas zonas de lo cognoscible que aparecían sólidas
e incluso innegables en el siglo XVII, en el XVIII
y
también en el XIX, tuvieron que ser abandonadas en el presente
siglo, como antes había ocurrido con las que se hallaban en auge en
los siglos XIV y XV.
Por
otra parte, aunque sin duda tenga su profunda razón de ser, la
perspectiva de la ciencia como edificio teórico que progresivamente
se acerca a su coronamiento y perfección no satisface algunas
imprescindibles exigencias del conocimiento histórico. El saber
técnico y científico tiene, por una parte, su peso específico en
cada sociedad determinada; por otra, su orientación y su finalidad.
Ahora bien, estos últimos factores son los que asumieron un
notabilísimo significado en la vida de Europa entre mediados del
siglo XIV y
el comienzo del XVI.
En efecto,
si se considera el progreso técnico de este período, se nos ofrece
ya vasto y consistente respecto no sólo al de los dos siglos
precedentes, sino también en comparación con los sucesivos. Nuevas
técnicas para Occidente son, por ejemplo, la imprenta y la
artillería. Sin embargo, hasta los comienzos del siglo XVI, la
influencia real de estas dos invenciones en la vida de los individuos
y de los Estados es aún muy exigua. Observaciones semejantes pueden
hacerse a propósito de otros procedimientos adoptados en tal
período. Su peso específico objetivo no es grande, por la aparente
lentitud de su puesta a punto inicial, que limita su eficacia y frena
la propia convicción de su importancia. La conciencia clara del
valor humano y civil de los nuevos descubrimientos encuentra
dificultades para consolidarse. Lo esencial, sin embargo, es no
dejarse impresionar por estos aspectos y observar otros mucho más
positivos. Si el mito del progreso es tardío, ello no se debe tanto
al hecho de que los resultados efectivamente alcanzados gracias a las
nuevas técnicas no son aún notables hasta la primera mitad del
siglo XVI, como a la dificultad mental de abrirse [171]
a
perspectivas colectivas de bienestar y de prosperidad terrena. Antes
de fijarse en torno al mito de un futuro terrenal cada vez más feliz
para la humanidad, la sensibilidad europea ha recorrido, incierta,
etapas intermedias, siendo siempre su punto de partida espiritual el
de un lugar muy determinado, pero trascendente, de delicias y
bienaventuranzas. Es más que evidente que la fuerza de atracción
del mito cristiano del paraíso se debilita progresivamente. Pero es
igualmente claro que la idea de progreso no precede, sino que
acompaña de forma esporádica, y, sobre todo, sigue a la
constitución efectiva de la primera fase de la ciencia moderna.
Entre el siglo XV y el XVII, se recurre a numerosos mitos de recambio
inadecuados, y que reproducen a
escala
menor, aunque menos trascendente, el del paraíso cristiano. Se trata
del jardín de las delicias, del país de Jauja, del Eldorado o del
buen salvaje, por no citar más que algunas de sus formas.
¿Cuáles
son, en cambio, los caracteres decisivos de los descubrimientos
técnicos y de las orientaciones científicas propias del período
aquí examinado? Ante todo, su funcionalidad y su dinamismo orgánico,
como aparece en algunos de los principales descubrimientos. La medida
del tiempo por medio de relojes, que en principio se instalan en las
torres de los palacios civiles o en los campanarios, comienza a
aparecer en la primera mitad del siglo XIV y se difunde ampliamente,
coronándose en el siglo XVI con la construcción de los primeros
relojes portátiles. Lo fundamental es, precisamente, la necesidad de
medir, de fraccionar el lábil curso de los días como para hacer de
ellos la trama consistente y preciosa de la actividad humana. Junto a
los de las campanas que invitan a la oración o llaman a las
ceremonias del culto, se imponen otros toques racionalmente regulares
que marcan un ritmo a la vida terrena. Después, la medida del
espacio. Aunque las primeras cartas geográficas modernamente
concebidas son posteriores a los grandes descubrimientos iniciales,
estos últimos son el fruto conjunto de estudios cosmográficos y de
sucesivas experiencias de navegantes. El portulano medieval, con sus
triangulaciones, es implícitamente superado, mucho antes de ser
efectivamente sustituido por las nuevas cartas basadas en longitudes
y latitudes. Así, de la medida del cielo y de la tierra conocida
mediante las referencias celestes, se pasa a la geografía autónoma
de la tierra entera. La puesta a punto de la medida del dinero es
contemporánea. En el curso del siglo XV
se
divulgan nuevos sistemas contables y se introducen usos de previsión
racional, como el seguro marítimo. Los títulos de las obras
dedicadas a las nuevas técnicas suelen empezar con una palabra
significativa; [172]
se
pueden contar muchas «Prácticas del comercio» o «Prácticas de
navegar».
Sin duda
alguna, se trata de técnicas al servicio de clases determinadas,
pero no es, ciertamente, casual que sean precisamente las que están
desplazando la sociedad medieval y luchando por superar las
dificultades aparecidas en su camino. Lo que caracteriza el tipo de
saber de tales clases (que constituyen la burguesía de este período,
y no la burguesía en general) es su adhesión a las necesidades y a
los objetivos de los hombres que las componen y, sobre todo, su
carácter instrumental. Ingenieros y navegantes y
artistas
e inventores de todas clases buscan cada vez menos la ciencia en sí,
la verdad eterna e inmutable que la filosofía contempla o que la
religión asegura revelar. Empiezan a proyectar aparatos que «sirvan»
para algo concreto. En otros términos supeditan, deliberada y
colectivamente, su actividad intelectual a exigencias prácticas. De
este modo, tales investigadores invierten el secular destino de la
actividad
mental, que era el de atender a la esencia de las cosas e identificar
la norma de la conducta ética. Ciertamente, mucho antes de estas
generaciones, había habido en Occidente hombres preocupados por
superar ciertas dificultades con su ingenio, y, en los siglos
precedentes, se habían descubierto, de modo aislado, procedimientos
válidos, es decir, útiles para todos. Pero, ¿acaso no es altamente
significativo que los nombres de estos artífices, a veces geniales,
hayan permanecido en general ignorados? La sociedad no les honra, y,
en
cierto modo, no los busca: los valores de que son portadores quedan
fuera de la escala mental que mide la visión medieval del mundo.
Ahora, en cambio, las cosas son ya totalmente distintas. La
personalidad de los artistas, de los ingeniaros, de los científicos
empieza a ser apreciada, en virtud de su función específica, por el
estrato social que tiene necesidad de ellos y que, por eso, los
estimula y, en cierto modo, los crea. Las exigencias
económico-políticas de esta burguesía europea del XIV y del XV
avanzan según el ritmo nuevo que asume la investigación técnica y
teórica. Y no parece qué sea posible la duda: las primeras mandan y
hacen orgánico al segundo, porque le dan una sólida coherencia de
objetivos y dinamismo a sus necesidades.
Así es
como surge el auténtico saber terreno. Tardará, o, en todo caso lo
hará lentamente, en asumir plena conciencia de sí mismo, pero no ha
nacido de la conciencia refleja de la propia función y de los
propios objetivos, sino de la vital tendencia de un grupo social cada
vez más amplio a la construcción de fortunas terrenas no
provisionales, no inmediatamente perecederas. El burgués codifica
las normas que le parecen asegurar mejor la conservación o el
aumento de su [173]
propia
riqueza, el mantenimiento y el desarrollo de sus propios negocios,
investiga los mecanismos aptos para incrementar la explotación del
tiempo y del espacio. El burgués comprende ahora que el registrar su
propia experiencia puede constituir un patrimonio rentable e incluso
imprescindible. Por eso la exalta y la opone también al saber
tradicional, inmóvil y siempre verdadero, trascendente e inútil. De
este inventario de nociones, de esta acumulación de preceptos
prácticos nació una mentalidad nueva que, al fin, conducirá a la
exigencia de registrar
no sólo los caracteres comunes y análogos de los hechos, sino
también
a la de dominar su mecanismo y sus leyes. Sin embargo, este proceso
ha madurado, sobre todo, gracias a la intuición del dinamismo
indispensable de todo éxito y creación humana, es decir, gracias a
la tensión constante hacia el ascenso económico-social, que ha
plegado a
la
mente hasta hacerse instrumento de ella, en lugar de mantenerse como
una entidad soberana y extraña contempladora.
El historiador encuentra hoy
muchas dificultades para reconstruir el camino colectivo recorrido
por la técnica y por la ciencia entre el siglo XIV y el XVI. Pero el
problema que tal evolución plantea no es tanto el de localizar a los
diferentes inventores o sus variadas anticipaciones, sino el de
reducir a unidad concreta y orgánica sus actividades y sus
descubrimientos. Así, no es fácil responder a la pregunta de en qué
medida el desarrollo de la artillería fue provocado por las
exigencias de poder de las monarquías o de las ciudades-estado. Sin
embargo, existió una relación profunda. Lo mismo, o algo análogo,
puede decirse de la imprenta. Así como la fuerza militar de la
nobleza recibió un golpe de muerte a causa del progresivo triunfo de
las armas de fuego, también el predominio espiritual del clero
resultó sacudido hasta sus cimientos por el libro. No son problemas
que se resuelvan solos, pero deben, por lo menos, ser planteados. Lo
que importa afirmar es la interdependencia original que en este
período, por primera vez en Occidente, se establece entre las
distintas exigencias prácticas, políticas o económicas y la
actividad del espíritu. Este es el verdadero principio del fin de la
trascendencia en la mentalidad y en la sociedad europeas. Las
afirmaciones inmanentistas de algunos filósofos están muy lejos de
ser decisivas en este plano, y las humanísticas acerca de la
dignidad del hombre son, sobre todo, el reflejo y la sanción de una
realidad que no es, en absoluto, sólo cultural. Una sociedad nueva
se implanta y se estructura lentamente, y, con ella, un saber
profundamente distinto del teológico, filosófico y ético.
Es preciso,
por último, volver a la función esencial de la experiencia para
intentar circunscribir mejor sus caracteres. Es [174]
concebida,
sin duda, como fuente de conocimiento efectivo, y esto constituye una
conquista consciente desde el siglo XIV. Experiencia quiere decir,
ante todo, en este período, recuerdo de acontecimientos susceptible
de orientar la acción futura, y el afinamiento consiguiente de las
facultades individuales, activas y productoras. Significa también
progreso colectivo en el tiempo de un determinado tipo de
conocimiento o de una técnica determinada. Biringuccio,
por ejemplo, opone fácilmente la práctica balística y la puesta a
punto de la artillería de su tiempo y la de doscientos o cierto
cincuenta años antes, hasta el punto de definirse a sí mismo y a
sus contemporáneos como modernos, y a sus predecesores de los siglos
XIV y XV como antiguos. La experiencia es, en fin, la base de la
adquisición, de la renovación dinámica o de la verificación
concreta del nuevo saber. «Yo me he ingeniado, durante toda la vida,
en conocer las cosas más por mi experiencia que por los dichos de
los otros —hace decir programáticamente Alberti, al principal
interlocutor del tercer libro Della
famiglia—,
y lo que yo entiendo, antes lo comprendí por la verdad que por la
argumentación de otros. Y como uno de éstos, que leen todo el día,
me dijese; 'así es', yo no le creo, a no ser que lo vea con razón
abierta, la cual más pronto me demuestre ser así, de modo que
convenga en confesarlo. Y si otro no letrado me aduce la misma razón,
así le creeré a él sin alegar autoridad, como al que me da el
testimonio de un libro, porque considero que el que escribió fue,
como yo, hombre.» Instintivamente, el burgués, de la ciudad
prefiere ya la prueba de los hechos a la de los textos; como ha
perdido el temor reverencial inculcado por la tradición hacia, estos
últimos, antepone el práctico al letrado. Pero no lo hace en
homenaje a facultades puramente manuales o a la virtuosidad de un
individuo, sino por el postulado de que el ingenio puede descubrir,
en el gran libro de las cosas, verdades reales que todavía no han
sido escritas nunca. «Parece que la naturaleza misma —asegura
también Alberti hacia 1435, en el primer libro de la obra citada—,
desde el primer día en que cualquier cosa sale a luz, le haya
impuesto e intercalado ciertas notas y signos patentísimos y
manifiestos, con los que se ofrece, de tal modo que los hombres
puedan conocerla todo lo necesario para saber usarla en aquellas
utilidades para las que haya sido creada.»
Si la
concepción utilitaria y funcional del nuevo saber es su principal
inspiración y su resorte dinámico, es también su
mayor
limitación. También según Alberti, el hombre es puesto en la vida
para usar las cosas, y, por lo tanto, debe conocerlas. Gracias a ello
podrá ser virtuoso y llegar a ser feliz. Esta franca perspectiva de
un bienestar social y terreno —por otra parte, [175]
no
mejor especificado por el pensador florentino— figura como una
de las posiciones más avanzadas del pensamiento de aquella época.
En todo caso, se preocupa también de encuadrarse, al menos
formalmente, en una perspectiva religiosa para eliminar la
posibilidad de todo conflicto con la visión ético-cristiana.
También
en esta audaz posición del problema, el empleo inteligente de los
bienes terrenales se presenta como grato a Dios, que los ha hecho
para sus criaturas racionales. La visión verdaderamente autónoma de
una prosperidad humana ni siquiera es vislumbrada, y, análogamente,
tampoco se piensa en hacer de la ciencia o de la técnica una
construcción teórica válida por sí misma. La experiencia de esta
época no es, en absoluto, la verdadera experiencia, aunque plantea
sus lejanas-premisas. El ingeniero y el inventor, como el artista
—que, a menudo, está muy próximo a ellos— o el técnico, han
conquistado ya un puesto importante en la sociedad, pero precisamente
por sus servicios y a título individual. Su saber no está todavía
estructurado, en el sentido de que sus investigaciones, aunque
lleguen a intercambiarse y a comunicarse de un país a otro,
permanecen circunscritas, cada una en su propio sector, sin llegar a
constituir un auténtico cuerpo de noción». Desde este punto de
vista, pues, la ciencia no existe aún entre 1350 y 1550. Pero su
gestación en este período no es menos decisiva que los desarrollos
ulteriores. En efecto, como tipo de saber ha alcanzado ya pleno
derecho de ciudadanía, se ha afirmado sólidamente en algunas ramas
y atrae cada vez más a la parte activa de la clase culta, que no
tardará en convertirse a ella y en imponerla también en el plano
teórico. [176]
EXCELENTE. MUY COMPLETA LA CARACTERIZACIÓN DE ESTE MOVIMIENTO.
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