domingo, 13 de septiembre de 2015

Romano, Ruggiero y Tenenti, Alberto: Los fundamentos del mundo moderno. I. HUMANISMO Y RENACIMIENTO

Romano, Ruggiero y Tenenti, Alberto: Los fundamentos del mundo moderno. Edad Media tardía, Reforma, Renaci­miento.Siglo XXI, Madrid, 1989
. El Humanismo

I. HUMANISMO Y RENACIMIENTO
En la misma Florencia, ciudad de elección de las nuevas tendencias culturales y crisol de las corrientes que iban a revolucionar el arte, las unas y las otras no se impusieron mucho antes de mediados del siglo XV. Un siglo después habían triunfado en casi todo el Occidente. La relativa rapidez y la amplitud de tal proceso, su real importancia, así como la altísima calidad de sus manifestaciones han impresionado, desde hace poco más de un siglo, a los estudiosos de aquella época y les han inducido a darle un apelativo particular: Renacimiento. Hay que observar, ante todo, que este término no ha dejado de tener, desde mediados del siglo XIX en adelante, un éxito creciente. Sin embargo, al margen de los fenómenos históricos que pretende designar, hay que reconocer que traduce y comporta, sobre todo, un fenómeno cultural contemporáneo. Renacimiento, en efecto, es un vocablo que ha expresado un modo, de concebir ciertos aspectos de la cultura occidental en torno al 1500 como momento inicial de la historia moderna de Europa; por extensión de su significado y como por derivación ha indicado un período. Bien considerado, dicho término no es en absoluto utilizable críticamente en un plano histórico. Es evidente que el núcleo del concepto que con él se relaciona está cargado de un apriorístico juicio de valor. Quien lo emplee —y a menos que no ocurra, por reacción, exactamente lo contrario— parece estimar que el Renacimiento no ha podido ser más que positivo. Y esto no en virtud de un pretendido progreso o general desarrollo, y, por lo tanto, en sentido relativo y dialéctico, sino en sentido absoluto. El Renacimiento aparece como momento privilegiado de la humanidad occidental, como una especie de anuncio de una revelación laica, el largo instante de concepción del mundo moderno. A diferencia de los otros estudiosos, los que investigan sus problemas se ven envueltos en esa sensación arcana que genera el espectáculo del nacimiento de los seres vivos.
No se pretende negar aquí ni la función que ha desempeñado y que desempeña en la cultura contemporánea semejante concepto ni su extensión o su fuerza. Aun sin examinar sus raíces y su significado, parece que una mitificación historiográfica tan prolongada refleja, precisamente, la crisis de los valores [128] que se idealizan. Como es innegable que en el concepto de Renacimiento hay, por lo menos, una parte de mito, no deberá extrañar que después de estas alusiones abandonemos el uso de este término. Por la misma razón, ni siquiera se formula la pregunta de si el Renacimiento ha existido o no, y menos aún si ha comenzado antes o después. Sencillamente, queremos evitar un término que ya en principio es comprometido y equívoco, fuente inevitable de confusión. Cualquier definición histórica es imperfecta, pero, se mantiene y se usa como instrumento. Aun cuando se dé a otros términos históricos significado tendencioso o ideal, en general es posible distinguir el contenido que se les atribuye, de la forma o de la palabra que les sirve de sostén. Pero el término Renacimiento postula ya en su etimología y en su estructura un núcleo de afirmaciones y de interpretaciones; incluso ha sido acuñado con ese fin, y a su genial acierto lingüístico debe no pequeña parte de su fortuna.
De este fundamental vicio de origen derivan múltiples y graves inconvenientes. Los valores del Renacimiento serían, ante todo, espirituales: artísticos, éticos y literarios en particular. Cuando se extiende tal apelativo a la época en que ellos están localizados, se cae en la incongruencia de transferir una caracterización ideal a contenidos heterogéneos. Se llega a hablar, en general, del hombre y de los hombres del Renacimiento. Si se midiese el área en que se manifiestan los fenómenos «renacentistas», se comprobarla que éstos se hallan muy lejos de predominar en Occidente. Un resultado más negativo aún se obtendría examinando su difusión o su alcance en el plano colectivo. Parece, pues, que no puede menos de ser beneficioso el no dar curso —y mucho menos validez— a un concepto que implica una supremacía arbitrariamente postulada de un cierto arte o de una cierta literatura en la vida europea de los siglos XV y XVI.
Además, ya se ha impugnado claramente el doble empleo que durante mucho tiempo se ha hecho, y aún se hace, de vocablos distintos —Humanismo y Renacimiento— para indicar fenómenos idénticos o análogos. Para titular las páginas dedicadas a muchas de las más altas creaciones culturales aparecidas en Occidente entre medidos del siglo XV y mediados del XVI se ha preferido, desde luego, el primer término. Este, en realidad, como toda definición de la realidad histórica, tiene necesidad de ser precisado en cada caso, según los períodos, los países, los ambientes a los que se aplica. No es, en absoluto, una complicación para nuestro tema el que se pueda hablar de humanistas no sólo antes de 1450, sino también antes de 1350; ni siquiera lo es que el humanismo se encuentre en el siglo XVII y en el XVIII, o incluso después. En rigor, no es preciso tampoco [129] que las características esenciales de este movimiento cultural mantengan siempre entre sí las mismas relaciones: basta con que, en su dinámica transformación, conserven una suficiente veta de continuidad y un núcleo bastante claro y orgánico.
Hemos de hacer, por lo tanto, algunas precisiones. La primera se refiere al hecho de que, en los límites de lo posible, se ha tratado de no hablar de humanismo en Europa respecto al período anterior a 1440. En Italia sólo se asiste, desde la segunda mitad del siglo XIV, a la formación de un grupo bastante nutrido y socialmente activo de hombres de letras de esa tendencia. La segunda precisión puede parecer menos obvia. Sin embargo, a pesar de la gran diferencia cualitativa que, en general, separa las manifestaciones artísticas y literarias inspiradas en el humanismo de las que permanecen ancladas en las corrientes tradicionales, o que se desarrollan a partir de ellas en otras direcciones, no parece posible definir, sin más, como humanístico el sistema cultural europeo entre 1450 y 1550. Y también porque nuestros conocimientos sobre los humanistas superan notablemente, y de un modo tan inorgánico como excesivo, los estudios sobre los otros aspectos de la cultura entre los siglos XV y XVI (con una parcial excepción respecto a la Reforma). El que casi hasta hoy se haya preferido no tener en cuenta la presencia masiva, antes y después de 1500, de innumerables instrumentos de saber y de enseñanza que tienen poco o nada que ver con el humanismo, no hace más fácil la comprensión histórica de las vicisitudes generales de este período. En especial, no puede menos de sorprender el hecho de que el humanismo pase de cultura en apariencia dominante en el medio siglo que va desde 1470 a 1520 a cultura, en gran parte, de ornamentación en los cincuenta años siguientes, para entrar luego en una fase crítica y rica, desde luego, pero subordinada respecto a las otras corrientes espirituales del mundo europeo. No parece dudoso que se pueda hablar, como de una reforma religiosa frustrada en los siglos XIV y XV, aunque de un modo no enteramente análogo, de una inacabada revolución intelectual en los siglos XV y XVI. A esto hay que añadir, por último, que el humanismo franco-holandés entre mediados del siglo XVI y el final del XVII —desde Montaigne y desde Grocio en adelante— ha sido desconocido en su función y en su importancia, ciertamente no inferiores a las del período italiano precedente.
Se tratará, pues, de definir cuál fue la contribución prestada por los humanistas, en gran parte italianos, al patrimonio cultural de Occidente, entre 1440 y 1530, aproximadamente. Lo fundamental y más precioso de este fenómeno fue su tendencia a la universalidad y su capacidad de expresar valores adecuados [130] a un tipo de sociedad en desarrollo dinámico. El humanismo italiano en el siglo XV aparece esencialmente ligado a la ideología de una burguesía mercantil, ciudadana y precapitalista. No obstante, al trasplantarse a otros países donde la burguesía no era la misma ni estaba socialmente configurada de un modo semejante, se mostró vital e igualmente fructuoso. Esto significa que, al margen de sus particulares formas éticas, artísticas o literarias iniciales, tal movimiento acertó a ser históricamente funcional y, sin duda alguna, su grandeza y su fecundidad derivaron del hecho de que quiso claramente serlo. El humanismo pretende sustituir el sistema mental jerárquico de la sociedad medieval con una perspectiva que, si bien es individualista, tiende a una unión fraterna y sin desigualdades sustanciales entre todos los hombres. Su reivindicación de la dignidad del individuo se refiere y corresponde, en efecto, a la afirmación del valor universal de la humanidad y de la naturaleza en que está asentado. El humanismo es una cultura abierta, libre y dinámica, es decir, una cultura consciente de que es puramente humana y de que, como tal, no puede imponer al hombre opresiones o alienaciones fundamentales. Aun manteniendo la idea clásica y cristiana de que el verdadero conocimiento es el que comporta la aprehensión y la práctica del deber ser, exige también que el saber libere en el hombre todas sus posibilidades y no sólo algunas —como, por ejemplo, la de ser feliz en otro mundo y la de sufrir en éste, o la de someter su propio cuerpo y su propia inteligencia al arbitrio social y al dogma religioso—. Contra el peso de la tradición cristiana y de la mentalidad escolástica, los humanistas evocaron la Antigüedad y buscaron su mayor autenticidad filológica, para convertirla en su mejor sostén en la lucha, que era la misma de la parte más comprometida de la sociedad europea. El innegable fracaso práctico de la ideología humanista en la primera fase de su florecimiento no impidió, gracias a la funcionalidad de su visión, su progresiva adecuación a nuevas situaciones sociales en Occidente.
Es cierto que el humanismo sólo en parte fue una cultura funcional y concreta. Quiso responder a necesidades terrenas y socialmente precisas. Sin embargo, a causa de su referencia a los antiguos o por las fuertes sugestiones trascendentales ejercidas por la tradición cristiana, los humanistas se entregaron a reivindicar principalmente valores ahistóricos y válidos para el «hombre en sí». La que fue su mayor fuera —y también la de los artistas que como ellos sintieron y concibieron—, es decir, la idealización de lo humano, fue también su principal debilidad. En su visión del mundo, que ellos persiguieron mucho menos en el plano práctico que en el teórico, [131] precisamente su tendencia a lo perfecto y a lo excelente, en general, no pudo traducirse, socialmente, más que a dimensiones aristocráticas y nobiliarias. También por esto su cultura no representó una verdadera revolución mental, y el humanismo fue tan laico como cristiano, tan conservador como de vanguardia. Esto nos lleva a afirmar, por último, que este gran movimiento —por reflejo de su desigual aceptación en la sociedad, sin duda— llegó a resultados muy valiosos, pero frecuentemente inorgánicos, tanto entre una forma y otra de la cultura, como en el seno de cada una de ellas.
El arte constituyó el campo en que la visión humanística alcanzó sus realizaciones más coherentes y continuas, así como más originales y fecundas. En el estado actual de la especialización cultural, el historiador no se ve muy favorecido en su exigencia de comprender las obras de arte. Predomina la valoración estética o formal de éstas, con grave daño para una comprensión adecuada de los diversos momentos de la cultura de que se trate. Sin embargo, no es necesario demostrar la necesidad de remitir el nuevo arte «quattrocentesco» a los motivos, a las fuerzas y a los propósitos que animaron el humanismo. En el vasto ámbito de este movimiento cultural, la expresión artística y la filosófico-literaria caminan paralelas sólo de un modo parcialmente exterior. La tradición pesa mucho más sobre la segunda que sobre la primera, a lo largo del siglo XV. El vigor crítico y la capacidad de abstracción a que llegará Maquiavelo en los albores del siglo XVI tiene ya su igual, casi un siglo antes, entre sus coterráneos, el arquitecto Brunelleschi, el escultor Donatello, el pintor Masaccio, el teórico Alberti. Este desajuste es real y no sólo aparente, porque es debido, sobre todo, a las diferentes dificultades que encuentran los distintos órdenes de expresión espiritual. Por otra parte, el período que va de 1440 a 1530 se caracteriza por desajustes más o menos profundos es todos los campos, y esto constituye incluso una de sus principales características. Al sistema cultural del pasado, todavía relativamente compacto, y, en todo caso, unitario y fuertemente organizado, sucede una cultura que quiere ser abierta, que es, por la fuerza de las cosas, centrífuga y está interiormente escindida, a pesar del deseo de compromiso de sus defensores e intérpretes. El humanismo es una tendencia común, una general exigencia de un saber y de una expresión más directos, terrenos y humanos. Pero no puede olvidarse que el proceso por el que se diferencian entre sí las diversas entidades históricas de Europa está muy avanzado ya y repercute necesariamente en sus formas y en sus desarrollos culturales. Además, dentro de la península italiana, y precisamente en el seno de [132] las mismas ciudades donde más se consolida, el humanismo —como ya se ha dicho— no se manifiesta de un modo orgánico y sistemático: es la ideología de un organismo social maduro, pero de tendencia estática, minado por una profunda crisis, y que se dirige hacia su ocaso sin tener conciencia de ello.
II. EL ARTE DEL «QUATTROCENTO» EN ITALIA
Anteriormente (cfr. cap. 4, IV), se ha tratado de demostrar la simultaneidad de la aparición de nuevas formas pictóricas en Toscana y en Flandes. Pero el momento de intensa analogía expresiva en que estos países confluían fue de breve duración y cada uno siguió su ruta, por vías claramente divergentes. Mientras los flamencos continuaron desarrollando su representación de la realidad —divina, humana y natural, a un tiempo—, los toscanos, y más especialmente los florentinos, perfeccionaron un sistema completo de representación artística no subordinado ya a los valores religiosos cristianos.
Hay que subrayar, sin embargo, que la nueva fase pictórica flamenca, que se abre con Campin (m. 1444) y con Jan Van Eyck (m. 1441), no puede, genéricamente, definirse como gótica, y menos aún si a este término se le da el significado de medieval. Los artistas flamencos no continúan sustancialmente una tradición, aunque estilísticamente mantienen algunos caracteres del arte anterior. Expresan, en cambio, una religiosidad nueva, con una coherencia y con una intensidad que tienen pocos precedentes. El hecho de que en sus obras no penetren el clasicismo y el paganismo, y ni siquiera una rigurosa visión de perspectiva, no quiere decir, en absoluto que recalquen fórmulas estereotípicas o gastadas. Por otra parte, estos artistas no desdeñan la búsqueda de medios expresivos innovadores, y sus grandes conquistas técnicas sus citarán siempre interés y admiración en sus mismos contemporáneos italianos. Pero su primera preocupación es la de traducir una original intuición de la relación entre lo humano y lo divino: a ella subordinan su habilidad y sacrifican todo personalismo. De este modo, los flamencos del siglo XV llegan a expresar sentimientos religiosos reales, que por sus características pueden llamarse modernos. La forma exterior, la imagen —aunque extremadamente minuciosas y concretas— son perseguidas y profundizadas por ellas precisamente para revelar sus significados internos, sus relaciones espirituales, toda una vida autónoma de la fe de las regiones nórdicas.
Por otra parte, no puede negarse que, si bien esta élite [133] flamenca aparece enteramente orientada a la representación de lo sagrado, sus santos y sus vírgenes tienen todo el aspecto de seres vivos; incluso los cuerpos de los resucitados y de los condenados, en las escenas del juicio universal —valga por todas la de Roger Van der Weyden (m. 1464) en Beaune— no son ya anónimos, sino personalísimos. Podrá decirse, a propósito de este gran pintor, que no se sirve de la luz para construir el espacio, aun sabiéndola tratar muy sutilmente, o que el rico y grato paisaje de sus cuadros no se funde con la escena ni tiene vida autónoma, sino subordinada, como simple fondo de los personajes. Pero aparte el hecho de que, en todo caso —y aunque adaptados a sus fines por el artista—, luz, espacio y perspectiva nunca están ausentes de sus creaciones, no tiene sentido concreto decir que su obra es profundamente medieval. Su dramática expresividad traduce, desde luego, un sentimiento religioso, pero el de su colectividad, que ahora humaniza lo divino en su concepción patética. E incluso los misterios, como el de la Anunciación, se ambientan en interiores realistas, en episodios de profunda intimidad.
Dierick Bouts (m. 1475) ha expresado otro aspecto de la religiosidad flamenca del siglo XV, de un modo tan recoleto y contenido, que puede llamarse místico. Al tormento de Van der Weyden, parece como si él hubiera querido contraponer una visión espiritual aparentemente humilde, reservada y totalmente interior. Emplea las exigencias de la perspectiva geométrica, desde luego, pero sometidas a una sobria concentración en el misterio, como en el tríptico de la Eucaristía, de Bruselas. De sus telas, brota un sentido de intensa y austera devoción. Es una forma de piedad que corresponde a la de la Devotio moderna, apartada de todo signo vistoso de santidad, de todo preciosismo decorativo, perfectamente concentrada y silente. Lo que Bouts realiza es una nueva meditación, una oración nueva, y una nueva y severa forma individual y personal de la fe. Que algunos teólogos le hayan asistido, a menudo, en la concepción y en la composición de sus cuadros no les resta significado, sino que, más bien, subraya su alcance colectivo.
Hasta finales del siglo XV la escuela flamenca desarrolla estas tendencias, aunque sus soluciones iconográficas se agotan al repetirse y el aliento interior se empaña a veces. Como muchos de sus coterráneos, Van der Goes (m. 1482) —cuya sensibilidad religiosa tiene algo de obsesivo— continúa dando realce a las dimensiones simbólicas de sus personajes más que obedeciendo a las leyes de la perspectiva. En compensación, la representación de lo sacro se hace ya con él totalmente [134] naturalista, casi verista. En el tríptico Portinari de los Uffizi, parece que el artista, como para hacer más actual y sugestiva la adoración de los Magos y más inmediato el ensimismamiento espiritual de los fieles, eligió adrede modelos humildes y no agraciados: incluso la Virgen es aquí una campesina de miembros toscos. Superando las tentativas de Bouts, Van der Goes utiliza ya mejor los recursos de la luz y se muestra con una personalidad ansiosa de no repetir esquemas. Y si comparado con sus predecesores un Memling (m. 1494) parecerá menos original, y si hacia finales del siglo XV esta gran fase de la pintura nórdica se apaga poco a poco, no por eso deja de representar un momento vital de la evolución artística y de la sensibilidad colectiva de Flandes, que ella acertó a interpretar creadoramente. Una verdadera confluencia de circunstancias europeas, es decir, el malestar religioso cada vez más profundo que expresará el Bosco, la aparición de una fuerte y heterogénea influencia italiana, y, por último, la reacción ético-política traducida por Brueghel, impedirán que esta escuela alcance desarrollos orgánicos y auténtica continuidad. Pero los Países Bajos no tardarán en encontrar en la religiosidad calvinista la que sus artistas del siglo XV habían comenzado a representar ya.
En el curso del siglo XV los pintores flamencos persiguieron una solución nueva para el problema de representar lo sacro. Los sentimientos religiosos y su contenido, su objeto místico o dramático, la fe en suma, ocupaban todavía el centro de su arte. Aunque ambientando lo divino ante la naturaleza recobrada, aunque bañándolo de luz terrena y reorganizándolo dentro de formas realistas, ellos no pensaron nunca —precisamente porque no lo deseaban— en subordinar ese mundo al más allá, en hacer de sus obras algo autónomo e independiente de su concepción cristiana de la vida. Sólo en este sentido podrían los flamencos ser definidos todavía como «medievales». En realidad, ellos fundieron, de un modo único, los valores luminosos, especiales y coloristas, desconocidos en el período precedente, con un contenido aparentemente tradicional, pero la capacidad de creación espiritual que esta fusión implica no es propia más que de su ambiente cultural. Para los flamencos, todo el mundo de aquí abajo participa en la relación interior, íntima y enteramente vital entre naturaleza, hombre y Dios: lo sacro y lo terreno no divergen, sino que se encuentran, compenetrándose en un sentido ético más orgánicamente humano y, al mismo tiempo, más personal y severo.
El arte italiano del Quattrocento exige pocas consideraciones análogas, y muchas diferentes. Es innegable que tampoco [135] en Italia se quiso apartar al hombre, o al mundo, de Dios, pero la búsqueda artística emprendió un camino radicalmente distinto, que llevó la sensibilidad a una dimensión nueva, en gran parte insospechada. Los artistas florentinos de la primera mitad del siglo XV no previeron los desarrollos que su manera de representar la realidad sensible iba a originar muy pronto. Ni siquiera puede decirse que para ellos el mundo se redujese a lo que percibían con sus sentidos. En efecto, su arte es, sobre todo, una creación intelectual, y el sentido fundamental que emplean es el de la vista. La solución que ponen en práctica durante algunos decenios es, sin embargo, tan sólida y constructiva, que no puede reducirse ciertamente a un cambio de técnica o a la conquista de nuevos conocimientos instrumentales. Tal solución es inversamente simétrica a la de los flamencos, pues los toscanos, en lugar de humanizar y de profundizar psicológicamente en lo divino, quieren idealizar y expresar de un modo arquetípico lo humano.
Sobre todo en un primer momento no se trató de una inversión deliberada. Ciertamente, los toscanos comienzan a referirse con toda claridad a unas coordenadas espirituales —la armonía, la belleza, la variedad— que no tienen ningún sabor cristiano. La familiaridad cada vez mayor con la antigüedad, que en Italia se investiga orgánicamente, prueba que la adhesión colectiva a los valores ético-religiosos tradicionales está debilitándose ya. No se trata tanto de un conflicto con el sistema cultural del pasado, como de una disociación general de él. Es un nuevo modo de actuar y de pensar, que todavía no pone en duda lo viejo. La base de aquella disociación era la conciencia ya secular de la capacidad individual y social de crear y de construir, o, como podría decirse de otro modo, la conciencia adquirida de la propia autonomía humana.
Tras haber alcanzado una total autosuficiencia económica y política, tras haberla reconocido y sufrido durante mucho tiempo, se buscó, de un modo efectivo, una cultura y un arte no anclados ya en una visión que contradecía las conquistas terrenales de las sociedades urbanas. Esta prolongada experiencia humana pudo hacer así que surgiesen individuos capaces de traducir al plano mental las profundas modificaciones que se habían operado en el conjunto de la realidad. Sin duda, otros elementos, peculiares del ambiente florentino, hicieron también que Florencia pudiese nutrir las primeras generaciones de artistas que dieron forma a una nueva visión representativa. Pero su rápida propagación, primero en Italia y luego en Europa, la correspondencia que encontró y, sobre [136] todo, los desenvolvimientos creadores que siguieron en otras varias ciudades y regiones demuestran que la situación general —desde luego, a un cierto nivel— estaba bastante madura y que las fórmulas propuestas por los florentinos la interpretaban en lo fundamental.
A la solución artística que se consolidó en Florencia en torno a 1450 puede atribuírsele un doble carácter. En efecto, ofrece dos aspectos principales: el ideal y contemplativo, casi deseoso de un indistinto inmovilismo, y el real y funcional, capaz de un dinamismo autónomo. Por una parte, se tiende a identificar lo bello con lo divino, la perspectiva con lo perfecto, la visión geométrica y la contemplación. Por otra, se tiende a tratar este tipo de visión como válida en sí misma y se persigue la representación de la vida en toda su riqueza, variedad y movimiento.
Mientras, como se verá, en el plano filosófico no existe, en general, una separación mental o metodológica muy clara entre el sistema cultural cristiano y el de finales del siglo XV, existe en otros planos. En el de la historia, ya apuntado, donde precisamente la narración de los hechos humanos se reanuda prescindiendo totalmente de la anterior óptica teoteleológica no menos que del croniquismo, y, al mismo tiempo, en el del arte. En efecto, el fenómeno que se produce en la esfera de la producción artística es completamente análogo. León Battista Alberti y Piero della Francesca están dominados por el entusiasmo ante el nuevo modo de construir, de esculpir y de pintar, inaugurado por Brunelleschi, por Donatello y por Masaccio, y se comprometen a teorizarlo, a traducirlo a un sistema riguroso y funcional de conocimiento. ¿Pero en qué elementos se apoyan sus doctrinas perspectivas y geométricas? En la recobrada alegría de poder crear, con los propios medios, algo verdaderamente valioso, casi divino, inmortal, digno, en el más alto grado, de la grandeza del hombre. El nuevo arte vivirá, sin duda, gracias a la elaboración de la nueva técnica, pero ésta es alcanzada y se impone porque sirve exactamente para expresar los valores humanos que hasta entonces no había sido posible realizar en forma autónoma.
Los hombres de letras tenían la antigüedad como punto de referencia y buscaban en sus vestigios un apoyo moral para su modo de escribir y de pensar. Los artistas añadieron la autoridad de la naturaleza y de la ciencia a la de los Antiguos. El saber perspectivo y la observación experimental son considerados ahora como los fundamentos de la arquitectura, de la escultura, de la pintura. Mirada detenidamente, la anhelada naturaleza no parece ser muy original; es sobre todo una muestra. Pero en ese sentido, como referencia ideal y [137] como fundamento ético, tiene un inestimable valor. En efecto, legitima y sanciona, por primera vez después de muchos siglos, el valor autónomo de la obra de arte. En la referencia sin ambages a la «naturaleza», es decir, en la consideración de las coordenadas llamadas «naturales» como arquetipo suficiente y como dimensión orgánica, radica la gran innovación vivida y realizada por los artistas florentinos. Supera notablemente incluso el alcance de la visión histórica a que habían llegado los humanistas de la primera mitad del siglo XV. Estos habían tenido, desde luego, la audacia de situar en el centro de la historiografía los intereses políticos y morales de la sociedad laica, sin preocuparse de sus aspectos religiosos. Pero aunque habían devuelto de ese modo una función puramente terrena a la historia, en realidad habían forjado para ella un instrumento parcial y no dirigido, en absoluto, a la comprensión orgánica de todos los mayores problemas humanos e históricos. La «naturaleza», en cambio, a la que se remiten los artistas, es verdaderamente toda la tierra, toda la vida de aquí abajo, desde la forma de los cuerpos a sus pasiones, desde el espectáculo de los campos al de las ciudades, desde los colores a las sensaciones, desde las luces a los símbolos. La naturaleza, para ellos, es la realidad más allá de la cual no tienen ya que ir, es el todo, fuera del cual no deben preocuparse ya de nada. La revolución mental que se opera consiste, pues, en el carácter total de la sanción que de este compromiso se deriva para toda la actividad artística.
La conciencia de esta conquista espiritual se expresa en el método perspectivo y geométrico que los florentinos establecen en el curso del siglo XV. La naturaleza, es decir, el mundo de las cosas y de los hombres, concebido ya como un ambiente completo es el campo del que el artista debe adueñarse como constructor o intérprete. Los florentinos se adhieren a este nuevo «ambiente» mental y psicológico de tal manera, que se proponen incluso dominarlo, midiéndolo matemáticamente. Sirve de base a tal actitud la profunda convicción de que el arte puede convertirse en autentica actividad creadora. «Pero advertí —escribe Alberti en su Trattato della Pittura— que en nuestra industria y diligencia, no menos que en el provecho de la naturaleza y de los tiempos, radica el poder conquistar cualquier alabanza en cualquier virtud.» La alegría del renovado contacto con el mundo es, al mismo tiempo, orgullo de modelarlo y de reproducirlo; es el placer viril de gozarlo y, simultáneamente, el poderoso e íntimo sentimiento de saber construirlo, de encontrar «artes y ciencias no oídas y nunca vistas». La geometría y la [138] perspectiva se reconocen, pues, como indispensables, pero son definidas también en su función de instrumentos del artista, que sabe que estos medios de su actividad no pueden dominarle: sus obras deben contar con la geometría y la perspectiva, pero sin dejarse ahogar por ellas. Alberti ha querido precisar con gran claridad el nuevo sentido de la sedicente «imitación» de la naturaleza. El pintor —y a él se refiere en especial— debe sacar de la naturaleza todo aquello que quiere pintar, tomarla como canon de su poder representativo, es decir, hacerse maestro en modo de plasmar la vida con su cargada, rica y varia naturaleza; cuando haya alcanzado esta maestría, «cualquier cosa que haga parecerá sacada del natural».
La conquista de un arte completamente terreno se hacía así total, realizada no sólo desde el punto de vista del contenido, sino también desde el de la forma y del dominio técnico. Sin embargo, este resultado cultural pleno permaneció como circunscrito a su esfera, no trascendió a otras expresiones ético-espirituales e influyó en ellas de un modo limitado. Los ecos que de él se encontrarán en otros sectores —literatura, filosofía, política— serán, más o menos, episodios, no fases de un fuerte y armónico desarrollo. El arte, en cambio, después de Brunelleschi, de Donatello y de Masaccio, mantendrá casi intacta su vitalidad específica hasta casi el final del siglo XVI. De ello se le derivará, en general, un tono desencantado, a menudo tenso y a veces trágico, como en una forma de vida que no está acompañada y sostenida orgánicamente por un ímpetu colectivo. Y valga el gran testimonio de la pintura que, desde el comienzo, por así decirlo, se adaptó a los valores del ambiente circunstante. Convencido del mito humanístico de la gloria como tipo de supervivencia, Alberti le añade una nota claramente heroica para el artífice, cuyas obras serán adoradas por los hombres: «y se sentirá casi considerado como otro dios». Tal vez más que el hombre de letras, el artista del Quattrocento ha alcanzado el pleno sentido de su función autónoma e indispensable en la comunidad humana. Impulsados por el teórico florentino, la mayor parte de los pintores italianos del siglo XV se entregaron a un tratamiento menos audaz del contenido. Casi único creador en una sociedad más bien estática y dentro de una cultura en muchos aspectos retórica, el artista, inevitablemente, se conforma cada vez más con sus formas, con el bello ideal que él sabe retratar con maneras maravillosas y siempre nuevas. El malestar con que se expresan los sentimientos religiosos tradicionales es, ciertamente, profundo y cada vez más evidente. Sin embargo, es raro que un pintor se comprometa a ir más allá de lo que conviene a sus [139] contemporáneos; más bien continúa traduciendo sus anhelos y su sensibilidad, satisfaciendo sus gustos, sus intereses o su ambición. Por eso una de sus categorías es la conveniencia, que frecuentemente adquiere el significado de bienestar, es decir, la reconocida exigencia de representar una escena, un personaje, como conviene al estado de las ideas y de los sentimientos establecidos. Todo espectáculo debe ser «digno», y Alberti aconseja al pintor que frecuente a los literatos —convertidos así en sucesores de los teólogos— para inspirarse y componer adecuadamente sus cuadros.
El artista del Quattrocento italiano es, pues, muy sensible a los valores éticos, tanto en el plano formal como en el del contenido. Un Botticelli infringe deliberadamente las leyes de la perspectiva para mejor subrayar el significado de una escena religiosa (La Adoración de los Magos). Por el contrario, Ghirlandaio (1449-1494) no duda en halagar a su comitente y conciudadano Tornabuoni, representando varios episodios sacros con el fin primordial de realzar a los miembros de su familia y el lujo de su morada. Es ésta una costumbre de Ghirlandaio, que en la Capilla Sassetti de la iglesia florentina de la Santa Trinidad se comporta de un modo totalmente análogo al observado en el coro de Santa María Novella. Lo mismo cabe decir de su contemporáneo Benozzo Gozzoli (1420-1497) celebrador de los Médici. Por otra parte, si los temas cristianos constituyen todavía una porción notable de las composiciones pictóricas, la vaga y difusa religiosidad que sus autores tratan de trasfundir, es difícilmente relacionable con una sensibilidad colectiva real. A título de ejemplo recordemos a Luca Signorelli (m. 1523), y especialmente los frescos que realizó en la catedral de Orvieto hacia 1500. La espiritualidad cristiana que debería imperar en aquellas escenas (El fin del mundo, el Paraíso, el Infierno, las Historias del Anticristo, etc.) no se corresponde con las perfectas y vigorosas anatomías. En éstas vive más bien un fulgor del drama psicológico que en aquellos años se cierne sobre los espíritus ya estremecidos de la península italiana.
La tendencia ideal a realizar representaciones de pura belleza, ya acusada en el Angélico, notabilísima en la obra de Filippo Lippi (m. 1469) y de Luca della Robbia (m. 1482), no es más que un componente, aunque constante, del arte florentino del Quattrocento. Ciertamente, la belleza es un atributo divino, y su perfecta visión, gracias al saber perspectivo, es el más alto fin del artífice. Pero el dominio del espacio y de los valores plásticos —que precisamente resulta de la conciencia de las dimensiones autónomas del «ambiente» natural como conjunto autosuficiente e indispensable— no tarda en hacer extremadamente rica la producción artística italiana. En efecto, [140] eran demasiado grandes las posibilidades implícitas en la funcional y creadora visión nueva para que distintas y fuertes personalidades no sacasen partido de ellas. Mientras hombres como Michelozzo (m. 1472). Andrea del Verrocchio (m. 1488) y Antonio Pollaiuolo (m. 1498) dan gloria en Florencia a la arquitectura, a la escultura y al grabado, son todavía más numerosos los pintores que prosiguen y desarrollan el movimiento que se había iniciado en aquella ciudad. Mientras la sólida unidad espacial de los edificios, la armonía de las proporciones, la airosa fuerza de las formas estructurales caracterizan las obras arquitectónicas, un cierto estatismo domina las composiciones pictóricas. Sin embargo, el valor de la luz —que también raramente llega al claroscuro— es un elemento fundamental en la disposición de las masas y de los colores desde los comienzos del arte quattrocentesco florentino. «Yo casi nunca estimaré mediano pintor —exclama lapidariamente Alberti— al que no comprenda bien qué fuerza tiene cada luz y cada sombra en cualquier superficie.»
La luz, que en los flamencos había seguido siendo un tanto convencional, casi siempre uniforme e irreal, es, al fin, dominada en sus efectos. Maestro incomparable y máximo exponente en este período es Piero della Francesca (m. 1492) que, tras los vigorosos escorzos y la capacidad de expresión dramática alcanzados por Andrea del Castagno (m. 1457), llega a identificar la luz con el volumen de los cuerpos y a construir, gracias a ella, una sólida y transparente unidad atmosférica. De la generación siguiente podemos decir que se le iguala el, sin embargo, tan distinto Sandro Botticelli (m. 1510), heredero y original intérprete de casi todas las tendencias florentinas del siglo XV. Idílico y atormentado, de líneas netas, incisivas y también en dulce y gracioso movimiento, traduce ya con su arte multiforme la fase crítica en que el mundo interior de la Florencia quattrocentesca se descompone y se desintegra. Sus imágenes son prodigiosas, pero, más allá de la excelente factura individual, no se percibe ninguna homogénea y fuerte visión colectiva; en los pocos decenios de su actividad se alternan alegría de vivir y melancolía, tensión religiosa y profundo desconsuelo.
Pero ya en las otras regiones italianas -—además de en la propia Florencia, con Leonardo y con Miguel Ángel— se alcanzaban originales y más audaces resultados, tanto en el plano del empleo de la luz y del color (así en Antonello da Messina. Giovanni Bellini y en Vitore Carpaccio) como en el modo de tratar los volúmenes y el espacio. En esto sobresalen Melozzo (m. 1494), nacido en Forli, maestro del movimiento, como bien se advierte en la Ascensión del Palacio del Quirinal, y el paduano [141] Andrea Mantegna (m. 1506). Recogiendo por su cuenta la visión perspectiva de los florentinos, Mantegna consigue en sus obras una especialidad al mismo tiempo más orgánica y más dinámica. Es suyo el descubrimiento del sottinsù, que introduce en la visual geométrica, con la posición no ya sólo frontal del punto de vista, un dinamismo nuevo y una variedad de efectos que pasan los límites del campo de la ilusión óptica. Un insigne ejemplo de ello es la Cámara de los esposos, en el Palacio Ducal de Mantua (realizada hacia 1474), donde pintura y arquitectura se desposan ellas también, consiguiendo dilatar genialmente, por primera vez, el ambiente espacial.
III. LA visión humanística del mundo

El mundo del arte y el de la cultura literaria no sólo no vivieron separados en el siglo XV en Italia, sino que se integraron en una visión mental única. En la base del uno y del otro había, pues, también una filosofía común. Pero el pensamiento del Humanismo no debe buscarse en amplias y, mucho menos, sistemáticas formulaciones metafísicas, en ordenadas estructuras lógicas, ni siquiera en una auténtica metodología del conocimiento. La filosofía, en su ordinaria acepción, la teorética, no está totalmente silenciosa en esta época que ve ya en sus comienzos, a la gran figura de Nicolás de Cusa (m. 1464). Pero entre los períodos que no pusieron todas sus mejores facultades al servicio de la especulación, figura precisamente éste que va desde mediados del siglo XV a mediados del XVI. Las corrientes culturales más vivas, que son precisamente las humanistas, aspiran, sin duda, a una visión unitaria del saber, pero no se proponen conseguirla mediante una subversión del patrimonio especulativo del pasado —entendido en el más lato sentido: pagano y cristiano al mismo tiempo—; aspiran a una concordia universal, a un atesoramiento de la verdad en todas sus formas, en un plano de generosa y amplísima comprensión humana.
El hecho de estar casi desprovisto de sistemas filosóficos no hace del Humanismo una cultura carente de intuición global, y el hecho de que ésta se exprese y encame en formas bastante insólitas no disminuye en absoluto su importancia. Al contrario, así como es cierto que del Humanismo parte el camino que conduce al saber laico y a la reflexión crítica de los siglos siguientes, lo es también que el modo de pensar propio de aquel movimiento fue de capital importancia.
En las páginas precedentes se ha tratado de determinar el significado de las nuevas realizaciones artísticas que se elaboraron [142] en Italia. No es imaginable, en modo alguno, que hubieran surgido y se hubieran afirmado sin una concepción básica, distinta de la medieval. Ya se ha señalado también la función vital que desempeñaban los conocimientos geométricos en el nuevo arte y lo que significaba el retorno igualmente vital a la «naturaleza». Ahora hay que advertir que mientras la experiencia artística no dejó de tener una relación, e incluso una influencia, sobre las metas que tendía a proponerse el saber científico (recuérdese, por ejemplo, a Leonardo da Vinci), apenas ocurrió nada semejante con la experiencia ético-filosófico-literaria de los humanistas. La razón de ello debe buscarse, sobre todo, en el hecho de que esta última tuvo por modelo la de los antiguos.
No se quiere decir con esto —y ya se ha aclarado— que la nueva cultura del Quattrocento se proponga reproducir servilmente los esquemas clásicos, que se deleite sólo en la absorción de un patrimonio espiritual de quince o veinte siglos antes y, mucho menos, que lo admire sólo para contraponerlo al cristiano. Las cosas no son así en absoluto, aunque con el paso del tiempo ganó terreno una especie de nueva escolástica, si bien de tipo muy distinto de la anterior. Es, en cambio, incontrovertible que así como los artistas al volver a la naturaleza se hicieron de ella una proyección ideal mediante una verdadera actividad autónoma y creadora, los hombres de letras quisieron llegar al mismo resultado gracias a la Antigüedad, cuyo honor y vigencia estaban proclamando. Es innegable que sólo para poder cantar de nuevo las bellezas de lo creado, para reivindicar la parte activa del hombre sobre la tierra, para hacer de la cultura un órgano socialmente funcional, hicieron resurgir los humanistas, _con tanto prestigio y con tanta fuerza, las obras de los griegos y de los latinos. Pero, al mismo tiempo, tampoco puede negarse que, respecto al elástico paradigma de la naturaleza, respecto a la libertad representativa que los artífices habían sacado de sus conocimientos matemáticos, la misión de los moralistas, de los pensadores y de los literatos —totalmente vueltos a los textos antiguos— se encontró singularmente entorpecida y complicada.
Lo que caracteriza la cultura humanística es precisamente su afirmación a través de las realidades intermedias, a modo de espejos o de modelos; es el hacer valer exigencias históricas y concretas mediante modelos remotos o entendidos como universales. Los humanistas no se dieron cuenta de lo importante que era el giro espiritual que habían decidido emprender. Sobre todo creyeron que se trataba de cambiar la forma y, en medida mucho menor, la sustancia. No querían ya oír hablar de un modo «bárbaro», ni representar de un modo estereotipado, ni [143] construir en formas hirsutas e inarmónicas. Pero la cuestión iba mucho más allá del estilo o de los colores y de las estructuras arquitectónicas; más exactamente, todas estas nuevas manifestaciones anunciaban e implicaban una completa mutación de la civilización occidental. Los humanistas no lo presintieron, como lo demuestra el hecho de que no se encontraron casi nunca, hasta la primera mitad del siglo XVI, en posiciones avanzadas en el campo político, social, económico o religioso. Ellos expresaron la profunda intolerancia de las nuevas generaciones laicas ante el ordenamiento mental cerrado, dogmático, jerárquico y trascendente de la cultura eclesiástica. Pero antes del siglo XVI creyeron que no atacaban la visión cristiana con su exaltación de lo terreno, estimaron que no debían modificar seriamente la estructura de la sociedad, aunque no guardase mucha correspondencia con sus ideales y, en general, consideraron que era su deber el de servir fielmente a los poderes de todos modos establecidos. Así ocurrió que mientras el arte llegó a iniciar un camino ya perfectamente adecuado al cambio presente y futuro de la vida europea, las otras; formas culturales —desde la literatura a la ciencia, desde la filosofía a la moral desarrollaron sus actividades, todavía durante un largo período, a través del contacto rico y profundo, con la Antigüedad.
En realidad, aquel mundo orgánicamente humano reflejado en los vestigios antiguos era vasto y fecundísimo como un nuevo continente. Los hombres de letras se entregaron al placer de gustar sus frutos más que al de producir otros. Sin duda, porque les pareció que los versos, la prosa, los discursos de los clásicos decían precisamente lo que a ellos les interesaba entender. Por otra parte, los humanistas no deseaban en absoluto renunciar a sus creencias de cristianos, o a lo que les parecía el núcleo esencial de la religión: la existencia de Dios, la inmortalidad del alma y la fe en la virtud moral. A primera vista, ¿no era, en sustancia, lo que propugnaba también la más alta cultura pagana, aunque de diferentes modos? Debía haber una forma de entender rectamente y de aprovechar incluso el pensamiento y la ética de un Epicuro. Sólo hacia finales del siglo XV se volvió a considerar a Epicuro como impío e inmoral, es decir, que hubo de pasar mucho tiempo para que de los productos del antiguo patrimonio redescubierto se rechazasen algunos y se los considerase venenosos. De todas maneras, la convicción de una concordancia metafísica fundamental entre antiguos y cristianos se resolvió en una amplia renuncia a construir sistemas filosóficos nuevos. Si en aquel tiempo hay uno, es el sistema, ciertamente vigoroso y original, de Nicolás de Cusa, que, sin embargo, no participó nunca a fondo de la sensibilidad humanística. Es preciso señalar también que la [144] nueva cultura laica no estaba aún bastante madura, o segura y consciente de sí misma, para contraponer una elaboración especulativa propia a las tradicionales. Ni siquiera había, en la clase sin fronteras de los hombres de letras, la urgencia de un concreto y gran problema a resolver, la exigencia de luchar contra algún enemigo determinado. Tras las primeras décadas del siglo XVI, cuando algunos grupos de humanistas comenzaron a hacerse más agresivos, su movimiento dejaba ya atrás la primera gran crisis interna y estaba entrando en otra fase.
Sin embargo, a partir de la segunda mitad del siglo XIV hubo lucha cada vez más amplía y decisiva, a medida que las posiciones culturales laicas se hacían más fuertes y encontraban apoyo en el seno de la sociedad. De igual modo que los partidarios de los studia humanitatis no se mostraron hostiles al sistema de las creencias cristianas, así la Iglesia y sus representantes no vieron en ellos, en general, á enemigos temibles o muy peligrosos. A pesar de ello, el renovado conocimiento filológico de Aristóteles, de Platón y de los neoplatónicos, así como el de algunos otros pensadores antiguos, y las cada vez más frecuentes traducciones latinas de las obras griegas, crearon un clima intelectual extremadamente distinto del de la época precedente. En el período medieval no faltaba una gran libertad de pensamiento, pero todo el patrimonio especulativo estaba subordinado a la Revelación, y los contendientes en cada debate filosófico variaban esencialmente, según el modo en que se pretendía fundar o interpretar la fe y el dogma. La especulación no tenía valor por sí misma, porque estaba ya aceptada la convicción de poseer una verdad superior y divina. Los humanistas, ya está dicho, no se sintieron capaces de exhibir sistemas propios por la sola lectura directa de los antiguos. No obstante, aunque sin llegar siquiera a criticarles radicalmente ni a juzgar totalmente equivocado a ninguno de ellos (Pierre de la Ramée es uno de los primeros en pronunciar afirmaciones tan terminantes como: quaecunque ab Aristotele dicta sint, commenticia esse —«todas las afirmaciones de Aristóteles son patrañas»—, pero esto ocurre ya en 1536), tuvieron suficiente empuje intelectual para captar su fuerza autónoma y negar progresivamente las distorsiones que de ellos se habían hecho. Este es uno de los grandes resultados positivos de la nueva actitud filosófica, la cual, en realidad, sentaba las bases y la condición mental para una futura y auténtica reanudación especulativa. En cuanto se mostraban capaces de apreciar plenamente el vigor teorético de Platón o de Aristóteles, y en cuanto sabían orientarlo hacia sentidos o perspectivas no tradicionales, los humanistas se revelaban, al menos, como válidos interlocutores [145] de los antiguos. En otros términos, demostraban haber encontrado la medida interior para determinar la validez autónoma del pensamiento humano, más cercano que la verdad revelada. Esto representaba un verdadero deshielo intelectual, e incluso la liberación de aquellas fuerzas especulativas y de aquellas capacidades racionales que hasta entonces el dogma había logrado someter y domesticar.
En la justa perspectiva se sitúa también el otro resultado fundamental de la filosofía humanística, es decir, la posición central reivindicada por ella para el hombre o, si se quiere, el nuevo significado que se le da al concepto de microcosmos. Ante todo es preciso no dejarse seducir demasiado por las múltiples tentaciones que esto podría suscitar en el plano cosmológico. Sin duda existen analogías entre las audaces especulaciones sobre el infinito de Nicolás de Cusa y algunos presupuestos mentales de los descubrimientos oceánicos, entre las tesis de Cusa, de Ficino (m. 1499), de Pico (m. 1494) y de otros más sobre la posición privilegiada del ser racional en lo creado y la incipiente afirmación del europeo sobre todos los pueblos del globo, pero tales analogías no van muy lejos. Al centrismo del hombre aún va unido en la mente de la mayoría, incluidos los menos tradicionalistas, la de la Tierra respecto al universo, tan lejana del mayor logro científico de la primera mitad del siglo XVI, alcanzado por Copérnico (en su De revolutionibus orbium coelestium de 1543). Este centrismo, además, implica claramente una jerarquía ontológica, no sustancialmente distinta de la medieval, así como una perspectiva todavía en vigente predominio ético, como era precisamente la cristiana. El concepto de microcosmos no vale, pues, ni por su formulación teorética o su encuadramiento metafísico, ni por la original funcionalidad que asume. Es una expresión ideológicamente perfecta del ideal cultural laico de esta época. Los artistas se habían referido, desde luego, a la belleza divina de lo creado, pero para exaltar la de las obras de la más digna de las criaturas. El altísimo valor que los hombres de letras habían querido atribuir a las obras maestras de los antiguos no era para ellos sino el modo intelectualmente más idóneo para sublimar las capacidades de los modernos, tanto de los hombres que aún ignoraban la Revelación como de los contemporáneos no dispuestos a aceptarlo todo de las creencias religiosas.
Por eso ellos entendieron el concepto de microcosmos en el sentido que les era más entrañable, como expresión de su fe en las innumerables posibilidades de la criatura. Es cierto, desde luego, que la escala medieval de los seres no sufría grandes trastornos por tal concepto y que, en alguna medida, éste [146] representaba la transposición laica del concepto cristiano del hombre, capaz de pecar y de condenarse, pero también de ser elegido y de salvarse. Sin embargo, los nuevos filósofos proponían ahora un nuevo horizonte claramente terrestre al individuo, y éste era proclamado faber fortunae de un modo prácticamente independiente de la acción divina. Es un nuevo Dios, es decir, la más alta conciencia de la propia época, la que por medio de Pico habla así a Adán, en la De hominis dignitate oratio; «Te he puesto en el centro del mundo para que puedas mirar más fácilmente a tu alrededor y veas todo lo que contiene. No te he creado ni celestial ni ser terreno, ni mortal ni inmortal, para que seas libre educador y señor de ti mismo y te des, por ti mismo, tu propia forma. Tú puedes degenerar hasta el bruto o, en libre elección, regenerarte hasta lo divino... Sólo tú tienes un desarrollo que depende de tu voluntad y encierras en ti los gérmenes de toda vida».
6. La estructura científica y técnica
No hay duda de que uno de los saltos cualitativos más importantes en la historia de la ciencia se produjo entre mediados del siglo XV y mediados del siguiente: salto cualitativo no sólo y no tanto en el plano teórico, sino más especialmente como planteamiento práctico y concreto de los problemas.
[…..]
IV. CARACTERES DEL NUEVO SABER
El hecho es que la relación entre ciencia y técnica extrae gran parte de su novedad, de la renovada función de la experiencia. Los hombres nuevos, es decir, los que construyen el presente y preparan el porvenir, no ven ya con buenos ojos el apego a la sabiduría del pasado, en buena parte caracterizada por preocupaciones ético-religiosas y muy infecunda respecto a las necesidades cotidianas. La época que ha tomado el nombre de «moderna» se distingue, sin duda alguna, por una progresiva aceleración del saber, por una especie de creciente incremento de la funcionalidad práctica de la inteligencia. Como para algunos otros sectores, también para este de las conquistas científicas y técnicas parece que la nueva fase no comienza hasta mediados del siglo XVI, o aún después. Lo que está fuera de dudas es que los grandes descubrimientos y las instituciones prácticas de las personalidades de que se ha hecho mención —Copérnico, Vesalio y Fracastori— marcan, precisamente alrededor de 1540-1550, un giro en el enfoque mental europeo. Sin embargo, es obligado señalar también que aquellas conquistas intelectuales coronan todo un proceso de aproximación a un nuevo tipo de conocimiento, que prefiere partir de la observación, en lugar de hacerlo de los postulados tradicionales, y, sobre todo, tiende a hacerse funcional, es decir, a resolver problemas prácticos, a responder a exigencias concretas y a necesidades precisas de la parte más activa de la sociedad.
Durante casi todo el período examinado en este volumen, desde mediados del siglo XIV a comienzos del siglo XVI, se puede afirmar, desde luego, que los pasos dados no están a la par con los de la época siguiente; que no se alcanzan, por ejemplo, resultados teóricos comparables con los de un Kepler, un Galileo o un Descartes. En realidad, es muy difícil establecer una comparación entre el saber de una era mental aún cerrada [170] y el de una sociedad ya acostumbrada a pensar de otro modo, a dedicar sus propios recursos de investigación a exigencias hasta entonces no dominantes. Tal vez no sea menos válido, por consiguiente, sopesar la función dinámica, la capacidad de exploración y el sentido constructivo del conocimiento técnico-científico de cada período histórico. Entre finales del siglo XIV y el comienzo del XVI, no se inscriben en la historia de la ciencia descubrimientos fundamentales, ni nacen obras que puedan conservar legítimamente su puesto en el saber de hoy. Sin embargo, esta forma de considerar el problema deja mucho que desear. En efecto, sabemos que, poco a poco, sectores enteros de conocimiento pierden eficacia y tienen que dejar paso a métodos nuevos y aplicaciones diferentes. Sabemos que numerosas zonas de lo cognoscible que aparecían sólidas e incluso innegables en el siglo XVII, en el XVIII y también en el XIX, tuvieron que ser abandonadas en el presente siglo, como antes había ocurrido con las que se hallaban en auge en los siglos XIV y XV. Por otra parte, aunque sin duda tenga su profunda razón de ser, la perspectiva de la ciencia como edificio teórico que progresivamente se acerca a su coronamiento y perfección no satisface algunas imprescindibles exigencias del conocimiento histórico. El saber técnico y científico tiene, por una parte, su peso específico en cada sociedad determinada; por otra, su orientación y su finalidad. Ahora bien, estos últimos factores son los que asumieron un notabilísimo significado en la vida de Europa entre mediados del siglo XIV y el comienzo del XVI.
En efecto, si se considera el progreso técnico de este período, se nos ofrece ya vasto y consistente respecto no sólo al de los dos siglos precedentes, sino también en comparación con los sucesivos. Nuevas técnicas para Occidente son, por ejemplo, la imprenta y la artillería. Sin embargo, hasta los comienzos del siglo XVI, la influencia real de estas dos invenciones en la vida de los individuos y de los Estados es aún muy exigua. Observaciones semejantes pueden hacerse a propósito de otros procedimientos adoptados en tal período. Su peso específico objetivo no es grande, por la aparente lentitud de su puesta a punto inicial, que limita su eficacia y frena la propia convicción de su importancia. La conciencia clara del valor humano y civil de los nuevos descubrimientos encuentra dificultades para consolidarse. Lo esencial, sin embargo, es no dejarse impresionar por estos aspectos y observar otros mucho más positivos. Si el mito del progreso es tardío, ello no se debe tanto al hecho de que los resultados efectivamente alcanzados gracias a las nuevas técnicas no son aún notables hasta la primera mitad del siglo XVI, como a la dificultad mental de abrirse [171] a perspectivas colectivas de bienestar y de prosperidad terrena. Antes de fijarse en torno al mito de un futuro terrenal cada vez más feliz para la humanidad, la sensibilidad europea ha recorrido, incierta, etapas intermedias, siendo siempre su punto de partida espiritual el de un lugar muy determinado, pero trascendente, de delicias y bienaventuranzas. Es más que evidente que la fuerza de atracción del mito cristiano del paraíso se debilita progresivamente. Pero es igualmente claro que la idea de progreso no precede, sino que acompaña de forma esporádica, y, sobre todo, sigue a la constitución efectiva de la primera fase de la ciencia moderna. Entre el siglo XV y el XVII, se recurre a numerosos mitos de recambio inadecuados, y que reproducen a escala menor, aunque menos trascendente, el del paraíso cristiano. Se trata del jardín de las delicias, del país de Jauja, del Eldorado o del buen salvaje, por no citar más que algunas de sus formas.
¿Cuáles son, en cambio, los caracteres decisivos de los descubrimientos técnicos y de las orientaciones científicas propias del período aquí examinado? Ante todo, su funcionalidad y su dinamismo orgánico, como aparece en algunos de los principales descubrimientos. La medida del tiempo por medio de relojes, que en principio se instalan en las torres de los palacios civiles o en los campanarios, comienza a aparecer en la primera mitad del siglo XIV y se difunde ampliamente, coronándose en el siglo XVI con la construcción de los primeros relojes portátiles. Lo fundamental es, precisamente, la necesidad de medir, de fraccionar el lábil curso de los días como para hacer de ellos la trama consistente y preciosa de la actividad humana. Junto a los de las campanas que invitan a la oración o llaman a las ceremonias del culto, se imponen otros toques racionalmente regulares que marcan un ritmo a la vida terrena. Después, la medida del espacio. Aunque las primeras cartas geográficas modernamente concebidas son posteriores a los grandes descubrimientos iniciales, estos últimos son el fruto conjunto de estudios cosmográficos y de sucesivas experiencias de navegantes. El portulano medieval, con sus triangulaciones, es implícitamente superado, mucho antes de ser efectivamente sustituido por las nuevas cartas basadas en longitudes y latitudes. Así, de la medida del cielo y de la tierra conocida mediante las referencias celestes, se pasa a la geografía autónoma de la tierra entera. La puesta a punto de la medida del dinero es contemporánea. En el curso del siglo XV se divulgan nuevos sistemas contables y se introducen usos de previsión racional, como el seguro marítimo. Los títulos de las obras dedicadas a las nuevas técnicas suelen empezar con una palabra significativa; [172] se pueden contar muchas «Prácticas del comercio» o «Prácticas de navegar».
Sin duda alguna, se trata de técnicas al servicio de clases determinadas, pero no es, ciertamente, casual que sean precisamente las que están desplazando la sociedad medieval y luchando por superar las dificultades aparecidas en su camino. Lo que caracteriza el tipo de saber de tales clases (que constituyen la burguesía de este período, y no la burguesía en general) es su adhesión a las necesidades y a los objetivos de los hombres que las componen y, sobre todo, su carácter instrumental. Ingenieros y navegantes y artistas e inventores de todas clases buscan cada vez menos la ciencia en sí, la verdad eterna e inmutable que la filosofía contempla o que la religión asegura revelar. Empiezan a proyectar aparatos que «sirvan» para algo concreto. En otros términos supeditan, deliberada y colectivamente, su actividad intelectual a exigencias prácticas. De este modo, tales investigadores invierten el secular destino de la actividad mental, que era el de atender a la esencia de las cosas e identificar la norma de la conducta ética. Ciertamente, mucho antes de estas generaciones, había habido en Occidente hombres preocupados por superar ciertas dificultades con su ingenio, y, en los siglos precedentes, se habían descubierto, de modo aislado, procedimientos válidos, es decir, útiles para todos. Pero, ¿acaso no es altamente significativo que los nombres de estos artífices, a veces geniales, hayan permanecido en general ignorados? La sociedad no les honra, y, en cierto modo, no los busca: los valores de que son portadores quedan fuera de la escala mental que mide la visión medieval del mundo. Ahora, en cambio, las cosas son ya totalmente distintas. La personalidad de los artistas, de los ingeniaros, de los científicos empieza a ser apreciada, en virtud de su función específica, por el estrato social que tiene necesidad de ellos y que, por eso, los estimula y, en cierto modo, los crea. Las exigencias económico-políticas de esta burguesía europea del XIV y del XV avanzan según el ritmo nuevo que asume la investigación técnica y teórica. Y no parece qué sea posible la duda: las primeras mandan y hacen orgánico al segundo, porque le dan una sólida coherencia de objetivos y dinamismo a sus necesidades.
Así es como surge el auténtico saber terreno. Tardará, o, en todo caso lo hará lentamente, en asumir plena conciencia de sí mismo, pero no ha nacido de la conciencia refleja de la propia función y de los propios objetivos, sino de la vital tendencia de un grupo social cada vez más amplio a la construcción de fortunas terrenas no provisionales, no inmediatamente perecederas. El burgués codifica las normas que le parecen asegurar mejor la conservación o el aumento de su [173] propia riqueza, el mantenimiento y el desarrollo de sus propios negocios, investiga los mecanismos aptos para incrementar la explotación del tiempo y del espacio. El burgués comprende ahora que el registrar su propia experiencia puede constituir un patrimonio rentable e incluso imprescindible. Por eso la exalta y la opone también al saber tradicional, inmóvil y siempre verdadero, trascendente e inútil. De este inventario de nociones, de esta acumulación de preceptos prácticos nació una mentalidad nueva que, al fin, conducirá a la exigencia de registrar no sólo los caracteres comunes y análogos de los hechos, sino también a la de dominar su mecanismo y sus leyes. Sin embargo, este proceso ha madurado, sobre todo, gracias a la intuición del dinamismo indispensable de todo éxito y creación humana, es decir, gracias a la tensión constante hacia el ascenso económico-social, que ha plegado a la mente hasta hacerse instrumento de ella, en lugar de mantenerse como una entidad soberana y extraña contempladora.
El historiador encuentra hoy muchas dificultades para reconstruir el camino colectivo recorrido por la técnica y por la ciencia entre el siglo XIV y el XVI. Pero el problema que tal evolución plantea no es tanto el de localizar a los diferentes inventores o sus variadas anticipaciones, sino el de reducir a unidad concreta y orgánica sus actividades y sus descubrimientos. Así, no es fácil responder a la pregunta de en qué medida el desarrollo de la artillería fue provocado por las exigencias de poder de las monarquías o de las ciudades-estado. Sin embargo, existió una relación profunda. Lo mismo, o algo análogo, puede decirse de la imprenta. Así como la fuerza militar de la nobleza recibió un golpe de muerte a causa del progresivo triunfo de las armas de fuego, también el predominio espiritual del clero resultó sacudido hasta sus cimientos por el libro. No son problemas que se resuelvan solos, pero deben, por lo menos, ser planteados. Lo que importa afirmar es la interdependencia original que en este período, por primera vez en Occidente, se establece entre las distintas exigencias prácticas, políticas o económicas y la actividad del espíritu. Este es el verdadero principio del fin de la trascendencia en la mentalidad y en la sociedad europeas. Las afirmaciones inmanentistas de algunos filósofos están muy lejos de ser decisivas en este plano, y las humanísticas acerca de la dignidad del hombre son, sobre todo, el reflejo y la sanción de una realidad que no es, en absoluto, sólo cultural. Una sociedad nueva se implanta y se estructura lentamente, y, con ella, un saber profundamente distinto del teológico, filosófico y ético.
Es preciso, por último, volver a la función esencial de la experiencia para intentar circunscribir mejor sus caracteres. Es [174] concebida, sin duda, como fuente de conocimiento efectivo, y esto constituye una conquista consciente desde el siglo XIV. Experiencia quiere decir, ante todo, en este período, recuerdo de acontecimientos susceptible de orientar la acción futura, y el afinamiento consiguiente de las facultades individuales, activas y productoras. Significa también progreso colectivo en el tiempo de un determinado tipo de conocimiento o de una técnica determinada. Biringuccio, por ejemplo, opone fácilmente la práctica balística y la puesta a punto de la artillería de su tiempo y la de doscientos o cierto cincuenta años antes, hasta el punto de definirse a sí mismo y a sus contemporáneos como modernos, y a sus predecesores de los siglos XIV y XV como antiguos. La experiencia es, en fin, la base de la adquisición, de la renovación dinámica o de la verificación concreta del nuevo saber. «Yo me he ingeniado, durante toda la vida, en conocer las cosas más por mi experiencia que por los dichos de los otros —hace decir programáticamente Alberti, al principal interlocutor del tercer libro Della famiglia—, y lo que yo entiendo, antes lo comprendí por la verdad que por la argumentación de otros. Y como uno de éstos, que leen todo el día, me dijese; 'así es', yo no le creo, a no ser que lo vea con razón abierta, la cual más pronto me demuestre ser así, de modo que convenga en confesarlo. Y si otro no letrado me aduce la misma razón, así le creeré a él sin alegar autoridad, como al que me da el testimonio de un libro, porque considero que el que escribió fue, como yo, hombre.» Instintivamente, el burgués, de la ciudad prefiere ya la prueba de los hechos a la de los textos; como ha perdido el temor reverencial inculcado por la tradición hacia, estos últimos, antepone el práctico al letrado. Pero no lo hace en homenaje a facultades puramente manuales o a la virtuosidad de un individuo, sino por el postulado de que el ingenio puede descubrir, en el gran libro de las cosas, verdades reales que todavía no han sido escritas nunca. «Parece que la naturaleza misma —asegura también Alberti hacia 1435, en el primer libro de la obra citada—, desde el primer día en que cualquier cosa sale a luz, le haya impuesto e intercalado ciertas notas y signos patentísimos y manifiestos, con los que se ofrece, de tal modo que los hombres puedan conocerla todo lo necesario para saber usarla en aquellas utilidades para las que haya sido creada.»
Si la concepción utilitaria y funcional del nuevo saber es su principal inspiración y su resorte dinámico, es también su mayor limitación. También según Alberti, el hombre es puesto en la vida para usar las cosas, y, por lo tanto, debe conocerlas. Gracias a ello podrá ser virtuoso y llegar a ser feliz. Esta franca perspectiva de un bienestar social y terreno —por otra parte, [175] no mejor especificado por el pensador florentino— figura como una de las posiciones más avanzadas del pensamiento de aquella época. En todo caso, se preocupa también de encuadrarse, al menos formalmente, en una perspectiva religiosa para eliminar la posibilidad de todo conflicto con la visión ético-cristiana. También en esta audaz posición del problema, el empleo inteligente de los bienes terrenales se presenta como grato a Dios, que los ha hecho para sus criaturas racionales. La visión verdaderamente autónoma de una prosperidad humana ni siquiera es vislumbrada, y, análogamente, tampoco se piensa en hacer de la ciencia o de la técnica una construcción teórica válida por sí misma. La experiencia de esta época no es, en absoluto, la verdadera experiencia, aunque plantea sus lejanas-premisas. El ingeniero y el inventor, como el artista —que, a menudo, está muy próximo a ellos— o el técnico, han conquistado ya un puesto importante en la sociedad, pero precisamente por sus servicios y a título individual. Su saber no está todavía estructurado, en el sentido de que sus investigaciones, aunque lleguen a intercambiarse y a comunicarse de un país a otro, permanecen circunscritas, cada una en su propio sector, sin llegar a constituir un auténtico cuerpo de noción». Desde este punto de vista, pues, la ciencia no existe aún entre 1350 y 1550. Pero su gestación en este período no es menos decisiva que los desarrollos ulteriores. En efecto, como tipo de saber ha alcanzado ya pleno derecho de ciudadanía, se ha afirmado sólidamente en algunas ramas y atrae cada vez más a la parte activa de la clase culta, que no tardará en convertirse a ella y en imponerla también en el plano teórico. [176]



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