EL CLASICISMO DEL "CINQUECENTO"
Cuando Rafael llegó a Florencia en 1504, hacía ya más de un decenio que Lorenzo de Médici había muerto y que sus sucesores habían sido expulsados y el gonfaloniero Pietro Soderini había introducido de nuevo en la república un régimen burgués. Pero la transformación del estilo artístico en cortesano, protocolario y estrictamente formal ya estaba iniciada, las líneas fundamentales del nuevo gusto convencional ya estaban fijadas y reconocidas por todos y la evolución podía continuar por el camino iniciado sin recibir de fuera nuevos estímulos. Rafael no tenía más que seguir esta dirección, que ya se señalaba en las obras de Perugino y Leonardo, y, en cuanto artista creador, no podía hacer otra cosa que sumarse a esta tendencia, que era intrínsecamente conservadora por basarse en un canon formal intemporal y abstracto, pero que en aquel momento de la historia de los estilos resultaba progresista. Por lo demás, no faltaban estímulos externos que le impulsaran a mantenerse en esta dirección, aunque ya el movimiento no partía de la misma Florencia. Pero, fuera de Florencia, casi por todas partes gobernaban en Italia familias con pretensiones dinásticas y aires principescos, y ante todo, se formó en Roma, alrededor del Papa, una verdadera corte, en la que estaban en vigor los mismos ideales sociales que en las demás cortes que juzgaban el arte y la cultura como elementos de prestigio.
Los Estados de la Iglesia habían atraído hacia sí en la dividida Italia la dirección política. Los Papas se sentían los herederos de los Césares, y en parte consiguieron poner al servicio de su afán de poder las fantasías que en el país florecían por todas partes tendentes a renovar la antigua grandeza romana. Sus ambiciones políticas quedaron, ciertamente, insatisfechas, [427] pero Roma se convirtió en el centro de la cultura occidental y logró ejercer un influjo intelectual que todavía se hizo más intenso durante la Contrarreforma y siguió actuando hasta muy entrada la época barroca. Desde el regreso de los Papas de Avignon, la Urbe no sólo se había convertido en un punto de cita diplomático, adonde acudían embajadores y legados de todas las partes del mundo cristiano, sino también en un importante mercado de dinero, donde, para la medida de entonces, entraban y salían sumas fantásticas. La Curia pontificia superaba como poder económico a todos los príncipes, tiranos, banqueros y comerciantes de la alta Italia; podía invertir sumas mayores que éstos en fines culturales, y en el terreno del arte tomó la dirección que hasta entonces había poseído Florencia. Cuando los Papas regresaron de Francia, Roma estaba todavía casi en ruinas, después de los ataques de los bárbaros y de las destrucciones ocasionadas por las seculares luchas de las grandes familias romanas. Los romanos eran pobres, y tampoco los grandes dignatarios eclesiásticos disponían de riquezas tales como para hacer posible un progreso en las artes en competencia con Florencia.
Durante el Quattrocento la corte pontificia no dispuso de ningún artista indígena; los Papas tenían que servirse de elementos extraños. Desde luego llamaron a Roma a maestros famosos de la época, entre otros a Masaccio, Gentile da Fabriano, Donatello, Fra Angélico, Benozzo Gozzoli, Melozzo da Forli, Pinturícchio, Mantegna; pero éstos, después de ejecutar los encargos, abandonaban la ciudad, sin dejar la menor huella fuera de sus obras. Ni siquiera bajo Sixto IV (1471-84), que con los encargos para adornar su capilla hizo de Roma durante una época un centro de producción artística, llegó a crearse una escuela o tendencia que tuviera carácter local romano. Tal orientación sólo se pudo observar bajo Julio II (1503-13), cuando Bramante, Miguel Ángel y, finalmente, Rafael, se establecieron en Roma y pusieron sus talentos al servicio del Papa. Sólo entonces comienza la excepcional actividad artística cuyo fruto es la Roma monumental tal cual [428] se muestra ante nuestros ojos no sólo como el mayor monumento del pleno Renacimiento, sino como el más representativo que pudo sólo surgir entonces en las condiciones que se daban en la corte pontificia.
Frente al arte del Quattrocento, de inspiración predominantemente mundana, nos encontramos aquí con los comienzos de un nuevo arte eclesiástico en el que el acento no está puesto en la interioridad y el misticismo, sino en la solemnidad, majestad, fuerza y señorío. La intimidad y desvío del sentimiento cristiano frente al mundo ceden el paso a la frialdad distante y a la expresión de una superioridad tanto física como espiritual. Con cada iglesia, cada capilla, cada imagen y cada pila bautismal parecen los Papas haber querido, ante todo, erigirse un monumento a sí mismos y haber pensado antes en su propia gloria que en la de Dios. Bajo León X (1513-21) alcanza la vida de la corte romana su punto culminante. La Curia papal se parece entonces a la Corte de un emperador; las casas de los cardenales semejan pequeñas Cortes principescas, y las de los otros señores eclesiásticos, hogares aristocráticos que buscan superarse unos a otros en esplendor. La mayoría de estos príncipes y dignatarios de la Iglesia son aficionados al arte; dan trabajo a los artistas para inmortalizar su propio nombre, sea con la fundación de obras de arte eclesiástica, sea con la construcción y decoración de sus palacios. Los ricos banqueros de la Urbe, con Agostino Chigi, el amigo y protector de Rafael, a la cabeza, intentan imitarlos como mecenas; mas aunque acrecen la importancia del mercado artístico de Roma, no le añaden ninguna nota nueva.
A diferencia de la clase señorial de las otras ciudades italianas, en primer lugar Florencia, que es en su conjunto unitaria, la aristocracia de Roma se compone de tres grupos perfectamente diferenciados. El más importante está formado por la corte pontificia con los parientes del Papa, el clero más alto, los diplomáticos del país y [429]extranjeros y las infinitas personalidades que participan de la magnificencia pontificia. Los miembros de este grupo son los más ambiciosos y los mejor dotados económicamente para favorecer el arte. Un segundo grupo abarca los grandes banqueros y ricos comerciantes, que en la disipada Roma de entonces, centro de la administración financiera pontificia, que se extendía a todo el mundo, tenían la mejor coyuntura imaginable. El banquero Altoviti es uno de los más magníficos amigos del arte de la época, y para Agostino Chigi trabajan, con la excepción del enemigo de Rafael, Miguel Angel, todos los artistas famosos de la época; él da trabajo —-aparte de a Rafael a Sodoma, Baldassare Peruzzi, Sebastiano del Piombo, Giulio Romano, Francesco Penni, Giovanni da Udine y muchos otros maestros más. El tercer grupo está formado por los miembros de las antiguas familias romanas, ya empobrecidas, que puede decirse que no tienen parte alguna en la vida artística, y mantienen sus nombres con lustre gracias a que casan a sus hijos e hijas con los vástagos de burgueses ricos y con ello dan lugar a una fusión de clases semejante, aunque más reducida, a la que ya antes se había producido en Florencia y otras ciudades a consecuencia de la participación de la antigua nobleza en los negocios de la burguesía.
Al comienzo del pontificado de Julio II se pueden contar en total de ocho a diez pintores establecidos en Roma; veinticinco años más tarde pertenecen ya a la Hermandad de San Lucas ciento veinticuatro pintores, de los cuales, ciertamente, la mayoría son artesanos ordinarios, que acuden a Roma desde todas partes de Italia, atraídos por la demanda artística de la corte pontificia y de la burguesía rica. Por grande que fuera la participación de los prelados y los banqueros como mecenas de la producción artística, tiene extremada significación para el arte del pleno Renacimiento, y es decisivo para la formación del estilo, el que trabajaran en el Vaticano [430] Miguel Ángel, casi exclusivamente, y Rafael, en su mayor parte. Sólo allí, al servicio del Papa, se podía desarrollar aquella maniera grande junto a la cual las orientaciones artísticas de las otras escuelas locales tienen un carácter más o menos provinciano. En ningún otro lugar hallamos este estilo sublime, exclusivo, tan profundamente penetrado de elementos culturales y tan incansablemente limitado a problemas formales sublimados. El arte del primer Renacimiento podía ser al menos medio comprendido por las capas sociales más amplias; también los pobres y los incultos podían hallar conexiones con él, aunque estuvieran en la periferia del efecto estético; pero con el nuevo arte ya no tienen las masas ninguna relación. ¡Qué hubiera podido decirles la Escuela de Atenas de Rafael y las Sibilas de Miguel Angel, aun en el caso de que hubieran podido llegar a contemplarlas.
Pero precisamente en tales obras se realizó el arte clásico del Renacimiento, cuya validez general suele ensalzarse tanto, pero que en realidad sólo se dirigía a un público más reducido que jamás se dirigió arte alguno. Su influencia en el público era de todas maneras aún más limitada que la del clasicismo griego, con el cual, sin embargo, tenía en común el hecho de que representaba, a pesar de su tendencia a la estilización, no un abandono, sino, por el contrario, un realce y perfeccionamiento de los logros naturalistas del período precedente. Lo mismo que las esculturas del Partenón están "mejor" conformadas, concuerdan más con la expresión empírica, que los frontones del templo de Zeus en Olimpia, así también los distintos motivos de las creaciones de Rafael y Miguel Angel están tratados de modo más fresco, obvio y natural que en las obras de los maestros del Quattrocento, No hay en toda la pintura italiana anterior a Leonardo ninguna figura humana que, comparada con las figuras de Rafael, Fra Bartolomeo, Andrea del Sarto, Tiziano y Miguel Angel, no tenga todavía algo de esquinado y rígido. Por ricas que sean en pormenores bien observados, las figuras del primer Renacimiento nunca están seguras sobre sus piernas, sus movimientos [431] son limitados y forzados, sus miembros crujen y rechinan en las coyunturas, su relación con el espacio es a menudo contradictoria; su modelado, inexistente; su luz, artificiosa. Los afanes naturalistas del siglo XV sólo se completan en el XVI. La unidad estilística del Renacimiento, empero se expresa no sólo en el hecho de que el naturalismo del xv halla su continuación directa y su remate en el Cinquecento, sino también en el hecho de que el proceso de estabilización que lleva al arte clásico del pleno Renacimiento se inicia ya en el Quattrocento.
Uno de los más importantes conceptos del clasicismo, la determinación de la belleza como armonía de todas las partes, encuentra ya en Alberti su formulación. Alberti piensa que la obra de arte es de tal naturaleza, que de sus elementos no se puede ni quitar ni añadir nada sin dañar la belleza del conjunto. Este pensamiento, que Alberti halló en Vitruvio, y que propiamente se remonta a Aristóteles es uno de los postulados fundamentales de la teoría clásica del arte. Pero ¿cómo se concilia esta relativa uniformidad en la concepción artística renacentista —el comienzo del clasicismo en el Quattrocento y la pervivencia del naturalismo en el Cinquecento— con los cambios sociales del Renacimiento? El pleno Renacimiento conserva el sentido del naturalismo, mantiene los criterios experimentales de verdad artística e incluso los perfila, evidentemente porque, lo mismo que el período clásico de los griegos, en medio de su conservadurismo, es todavía una época esencialmente dinámica, en la que el proceso del ascenso social no está aún terminado, y en la que todavía no se habían podido desarrollar convenciones y tradiciones definitivas. Sin embargo, el esfuerzo por dar por terminado el proceso de nivelación y por impedir toda nueva ascensión está en marcha desde la llegada a la burguesía y su enlace con la nobleza. A esta tendencia corresponden los comienzos de la concepción clásica del arte en el Quattrocento. [432]
La circunstancia de que el paso del naturalismo al clasicismo no se realice inmediatamente, sino que sea preparado tan de antemano, puede fácilmente conducir a no "entender todo el proceso histórico de la transformación del estilo. Pues si uno se fija en los preludios del cambio y parte de fenómenos de transición tales como el arte de Perugino y Leonardo, tiene la impresión de que el cambio estilístico se desarrolla sin cesura, sin salto, casi con una lógica necesidad, y que el arte del pleno Renacimiento no es sino la pura síntesis de los logros del Quattrocento. En una palabra, uno se siente arrastrado a aceptar la conclusión de que se trata de un desarrollo endógamo.
El cambio del arte antiguo al cristiano o del románico al gótico trae consigo tantas cosas fundamentalmente nuevas, que el nuevo estilo apenas puede ser explicado de modo inmanente, esto es, como pura síntesis o antítesis dialéctica de los anteriores esfuerzos artísticos, y desde el primer momento exige una explicación basada en motivos extraartísticos, que infringen la coherencia histórica de los estilos. En el caso del tránsito del Quattrocento alCínquecento, sin embargo, las cosas están situadas de otra manera. El cambio estilístico ocurre casi sin solución de continuidad, de perfecto acuerdo con la evolución social, que es continua. Por ello mismo se perfecciona de un modo que no es nada automático, es decir, como una función lógica con coeficientes perfectamente conocidos. Si la situación social a fines del siglo xv se hubiera desarrollado de otro modo, por cualquier circunstancia que nosotros no podemos imaginarnos bien, y se hubiera pasado, por ejemplo, a una revolución económica, política o religiosa, en lugar de a una confirmación de la tendencia conservadora ya antes iniciada, entonces, desde luego, el arte, de acuerdo con esta revolución, se hubiera desarrollado en dirección distinta, y el estilo así resultante hubiera traído a la realidad otra consecuencia "lógica" del Renacimiento distinta de la que se concentró en el clasicismo. Pues si se quiere aplicar de todas maneras el principio de la lógica a la evolución [433] histórica, se habrá de conceder por lo menos que una constelación histórica puede tener varias consecuencias "lógicas" divergentes entre sí.
Los Tapices de Rafael han sido llamados las esculturas del Partenón del arte moderno; puede dejarse en vigor esta analogía si, por encima de la semejanza, no se olvida la diametral diferencia que existe entre el clasicismo antiguo y el moderno. Al arte clásico de la modernidad le falta, en comparación con el de los griegos, el calor y la inmediatez; tiene un carácter derivado, retrospectivo, más o menos clasicista, ya en el Renacimiento. Es el reflujo de una sociedad que, llena de reminiscencias del heroísmo romano y de la caballería medieval, quiere, persiguiendo un sistema de virtudes y un ritual social creados artificialmente, aparecer como algo que propiamente no es, y estiliza sus formas de vida conforme a esta ficción. El pleno Renacimiento describe esta sociedad tal cual ella se ve a sí misma y quiere ser vista. Apenas hay un rasgo en su arte del que, fijándose más, no pueda demostrarse que es como la traducción de su ideal de vida aristocrático, conservador, dirigido a la continuidad y a lo permanente. Todo el formalismo artístico del Cinquecento corresponde en cierto aspecto sólo al formalismo de los conceptos morales y de las reglas del decoro que se ha señalado la aristocracia de la época. Lo mismo que la aristocracia y los círculos de ideas aristocráticas ponen la vida bajo la disciplina de un canon formal, para guardarla de la anarquía del sentimiento, someten también la expresión de los sentimientos en el arte a la censura de formas fijas, abstractas, impersonales. Para esta sociedad el supremo mandamiento es, tanto en la vida como en el arte, el dominio de sí mismo, la represión de los afectos, la sujeción de la espontaneidad, de la inspiración, del éxtasis. El despliegue de los sentimientos, las lágrimas y los gestos del dolor, el desmayarse en la impotencia, los lamentos y el retorcerse las manos; en resumen, toda aquella emotividad burguesa del gótico tardío que quedaba todavía en el Quattrocentodesaparece [434] del arte del Renacimiento pleno. Cristo ya no es un mártir que sufre, sino otra vez el Rey celestial que se levanta sobre las debilidades humanas. La Virgen contempla a su hijo muerto sin lágrimas ni gestos, e incluso frente al Niño reprime toda ternura plebeya. La mesura es la consigna de la época para todo. Las reglas de vida del dominio y del orden encuentran su más cercana analogía en los principios de sobriedad y contención que el arte se impone.
L. B. Alberti se anticipó al pleno Renacimiento también en la idea de esta economía artística. "Quien en su obra busca dignidad —dice— se circunscribirá a un reducido número de figuras; pues, al igual que los príncipes ensalzan su majestad con la escasez de sus palabras, así se aumenta el valor de una obra con la reducción de las figuras" En lugar de la pura coordinación como fórmula de composición, aparece por todas partes el principio de la concentración y de la subordinación. Pero no hay que imaginarse el funcionamiento de la causalidad social como si la autoridad que domina en la sociedad a los individuos se aplicara en el campo del arte inmediatamente al predominio de un plan de conjunto sobre las diversas partes de una composición, o, por decirlo así, que la democracia de los elementos artísticos se transformara en una monarquía del pensamiento fundamental en la composición. La simple comparación entre el principio de autoridad en la vida social y la idea de subordinación en el arte resultaría un puro equivoco. Una sociedad orientada sobre las ideas de autoridad y sumisión habrá de favorecer, naturalmente, también en el arte la expresión voluntariosa, la manifestación de la disciplina y del orden, la victoria sobre la realidad, en lugar de la sumisión a ella.
Tal sociedad habrá querido prestar a la obra de arte el carácter de normatividad y necesidad. Habrá expresado con ello una "sublime necesidad" y procurado [435] demostrar mediante el arte que existen criterios y normas de validez general, inconmovibles e intangibles, que en el mundo domina un sentido absoluto e invariable, y que este sentido se baila en posesión del hombre, si bien no de un hombre cualquiera. Las formas del arte habrán de ser, de acuerdo con las ideas de esta sociedad, paradigmáticas, habrán de operar de manera definitiva y perfecta, lo mismo que el orden que enseñorea la época. La clase dominante buscará en el arte, ante todo, la imagen del sosiego y la estabilidad que persigue en la vida. El pleno Renacimiento desarrolla la composición artística en forma de simetrías y correspondencias de las partes componentes, y reduce forzosamente la realidad al esquema de un triángulo o un círculo; pero ello no significa sólo la solución de un problema formal, sino también la expresión de un sentido estático de la vida y el deseo de perpetuar la situación que corresponde a tal sentido. Este arte coloca la norma por encima de la libertad personal, y considera que la obediencia a ella, aquí como en la vida, es el más seguro camino de perfección.
A esta perfección corresponde en el arte, ante todo, la totalidad de la imagen del mundo, que se consigue por adición, y nunca por la perfecta integración de las partes en un todo. El Quattrocento ha representado el mundo como un infinito fluir y oleaje, un devenir que no puede ser ni forzado ni concluido. El individuo se ha sentido pequeño e impotente en este mundo, se ha entregado a él de buena gana y con agradecimiento. El Cinquecento, en cambio, vive el mundo como una totalidad limitada; el mundo es ni más ni menos que lo que el hombre abarca de él; pero cada obra de arte terminada expresa a su modo toda la realidad abarcable.
El arte del pleno Renacimiento está orientado por completo hacia este mundo. Su estilo ideal, incluso en las representaciones religiosas, lo logra no poniendo en contraste la realidad natural con otra sobrenatural, sino creando una distancia entre las cosas de la propia realidad natural, distancia que en el mundo de la experiencia óptica crea diferenciaciones de valor semejantes a las [436] que existen entre la aristocracia de la sociedad y el vulgo. Su armonía es la imagen utópica de un mundo del que toda lucha ha sido eliminada, y precisamente no a consecuencia del predominio de un principio democrático, sino autocrático. Sus creaciones representan una realidad sublimada, ennoblecida, exceptuada de ser perecedera y cotidiana. Su más importante principio estilístico es la limitación de lo representado a lo esencial. Y ¿qué es realmente esto "esencial"? Es lo típico, lo solemne y extraordinario, cuyo valor expresivo consiste ante todo en su alejamiento de la mera actualidad y oportunidad. Por el contrario, para este arte no es esencial lo concreto e inmediato, lo contingente y momentáneo, lo particular e individual, en una palabra, justamente lo que para el arte del Quattrocento aparecía como lo más interesante y sustancial en la realidad. La élite de la época del pleno Renacimiento crea la ficción de un arte "de humanidad eterna", intemporalmente válido, porque quiere juzgarse a sí misma como intemporal, imperecedera, inalterable.
En realidad su arte está tan ligado al tiempo, con sus patrones de valor y criterios de belleza tan limitados y perecederos, como el arte de cualquier otro período estilístico. Pues también la idea de la intemporalidad es un producto del tiempo, y la validez del absolutismo es tan relativa como la del relativismo.
De todos los factores del arte del pleno Renacimiento el más ligado al tiempo y el más sujeto a las condiciones sociales es el ideal de la xccA.oxti-j'íiOia, En ningún otro de los elementos de aquel arte se expresa de manera tan marcada la dependencia de su concepto de belleza respecto del ideal humano de la aristocracia. Lo nuevo no es el hecho de que la corporeidad alcance su derecho, ni es tampoco éste un signo especial de sensibilidad aristocrática —pues ya el siglo xv, en contraposición al espiritualismo de la Edad Media, había tenido ojos amorosos para la apariencia corporal—; lo nuevo es que la belleza física y la fuerza se convierten en la plena expresión de la belleza y de la fuerza espiritual. [437] La Edad Media sentía una oposición inconciliable entre el ser espiritual y sin sensualidad y el ser corporal sin espíritu. Esta oposición se acentuaba ora más ora menos, pero estaba continuamente presente en el mundo intelectual del hombre. Para la época cuatrocentista pierde su sentido la medieval inconciliabilidad entre lo espiritual y lo corporal; la significación espiritual no está todavía ligada de modo incondicionado a la belleza corporal, si bien no la excluye. La tensión que existe todavía entre las propiedades espirituales y las corporales desaparece por completo en el arte del pleno Renacimiento. Partiendo de los supuestos de este arte, parece, por ejemplo, inimaginable representar a los Apóstoles como labradores ordinarios o toscos obreros, como el siglo xv ha hecho con tanta frecuencia y agrado. Los profetas, apóstoles, mártires y santos son para el arte del Cinquecento figuras ideales, libres y grandiosas, llenas de poder y de dignidad, graves y patéticas, una raza de héroes de belleza floreciente, madura, sensual. En Leonardo hay todavía, junto a estas figuras, otras realistas y tipos de género; pero progresivamente ya no parece digno de representación lo que no es grandioso. La aguadora, en el Incendio del Borgo, de Rafael, pertenece a la misma raza que las madonas y sibilas de Miguel Angel, que forman una humanidad de gigantes, de enérgica garra, con conciencia de sí y que se mueve con seguridad. Las dimensiones de estas figuras son tan enormes, que, a pesar de la antigua aversión de las clases nobiliarias por la representación del desnudo, pueden aparecer sin vestidos; nada pierden con ello de su grandeza. La noble conformación de sus miembros, la sonoridad retórica de sus gestos, la mantenida dignidad de su continente expresan la misma distinción que él traje, ora pesado y de profundos pliegues y grandes vuelos, ora contenido con gusto y rebuscado con refinamiento, que en otro caso llevan.
El ideal humano que el escritor Castiglione presenta en su Cortesano como alcanzable, y aun como alcanzado, se toma por modelo en el arte, y aun realzado en ese grado que todo arte clásico añade a las dimensiones de [438] sus modelos. El ideal cortesano contiene en lo esencial todos los motivos capitales de la representación humana de la plenitud del Renacimiento. Lo que Castiglione desea en primer lugar del perfecto hombre de mundo es que sea polifacético, que tenga la misma educación de las aptitudes corporales y de las espirituales, que sea hábil tanto en el manejo de las armas como en las artes de la sociedad refinada, diestro en la poesía y en la música, familiarizado con la pintura y las ciencias. No se puede negar que en los pensamientos de Castiglione da el toque decisivo la repugnancia de toda aristocracia frente a toda especialización y todo profesionalismo. Las figuras heroicas del arte del pleno Renacimiento son, en su xaítoxáaÜía, simplemente la traducción a lo visual de este idealismo humano y social. Pero no es sólo esta falta de tensión entre las cualidades espirituales y corporales, ni sólo la equiparación de belleza física y fuerza de alma, sino ante todo la libertad con que se mueven, la soltura y abandono, la misma indolencia del continente, lo que importa. Castiglione ve la quintaesencia de la elegancia en conservar la calma y mesura en todas las circunstancias, evitando toda ostentación y exageración, en aparecer abandonado y natural, en portarse en sociedad con inafectado descuido y no forzada dignidad. En las figuras del arte del Cinquecentohallamos no sólo esta tranquilidad de los gestos, este continente descuidado, esta libertad de movimientos, sino que el cambio respecto del período estilístico precedente se extiende también a lo puramente formal. La forma gótica esbelta y exangüe, la línea cuatrocentista de corto aliento logran un trazado seguro, un eco sonoro, una hinchazón retórica, y con tal perfección como desde la Antigüedad no había poseído ningún arte.
Los artistas del pleno Renacimiento ya no hallan ningún placer en los movimientos breves, esquinados, rápidos, en la elegancia espaciada y ostentosa, en la belleza agria, juvenil, inmadura, de las figuras del Quattrocento; celebran, por el contrario, la plenitud de la fuerza, la madurez de la edad y de la belleza, describen el ser, no [439] el devenir, trabajan para una sociedad de triunfadores, y piensan, como éstos, de manera conservadora, Castiglione pide que el noble procure evitar, en su conducta como en su vestido, lo sorprendente, ruidoso y colorista, y recomienda que se vista, como el español, de negro, o al menos de oscuro El cambio de gusto que aquí se manifiesta es tan profundo, que también el arte evita la policromía y luminosidad del Quattrocento. Con ello se muestra ya la preferencia por lo monocromo, es decir, el blanco y negro, que domina el gusto moderno. Los colores desaparecen ante todo de la arquitectura y la escultura, y a partir de este momento la gente siente una evidente dificultad en imaginarse polícromas las obras de la arquitectura y escultura griegas. El clasicismo lleva ya en sí el germen del neoclasicismo.
El Renacimiento pleno fue de corta duración; no floreció más de veinte años. Después de la muerte de Rafael apenas se puede ya hablar de un arte clásico como dirección estilística colectiva. La brevedad de su vida es sumamente característica del destino de los períodos de estilo clásico en la época moderna; las épocas de estabilidad son, desde fines del feudalismo, nada más que episodios.
El rigorismo formal del Renacimiento en su esplendor ha continuado siendo ciertamente para las generaciones posteriores una continua seducción; pero aparte de movimientos breves, en general sin espontaneidad y puramente culturales, nunca ha vuelto a predominar otra vez. Con todo, se ha demostrado que es la más importante vena subterránea del arte moderno, pues si es verdad que el ideal estilístico puramente formalista y orientado hacia lo típico y normativo no pudo sostenerse frente al naturalismo fundamental de los tiempos modernos, ya no fue posible después del Renacimiento un regreso a la forma medieval, no unitaria, hecha a base de edición y coordinación. Desde el Renacimiento comprendemos bajo el [440] nombre de obra pictórica o plástica, una imagen concentrada de la realidad, tomada desde un punto de vista único y unitario, imagen formal que surge de la tensión entre el amplio mundo y el sujeto que se enfrenta a él como unidad. Es verdad que esta polaridad de arte y mundo se ha debilitado de cuando en cuando, pero nunca ha desaparecido del todo. En ella consiste la verdadera herencia del Renacimiento.
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