Durante
el siglo XVIII, la monarquía hispana introdujo modificaciones en sus dominios
coloniales tratando de acrecentar su capacidad de control, asegurar su
defensa y fomentar un crecimiento económico que permitiera aumentar
sustanclalmente la recaudación fiscal. Estas políticas son conocidas como las
“reformas borbónicas”, dado que fueron efectuadas por una nueva dinastía que
pasó a gobernar el imperio a principios de siglo, los Borbones. Su
¡mplementaclón tuvo efectos muy diferentes en cada región, pero en todas puso
en tensión las relaciones de las autoridades con los distintos grupos
sociales, así como las relaciones entre ellos.
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Las
evaluaciones de los historiadores acerca de estas reformas han sido muy
diversas. Algunos postularon que fueron una verdadera “revolución desde el
gobierno” y hasta una auténtica reconquista burocrática de América luego de
un largo siglo de relajamiento de la intensidad de las relaciones coloniales.
Otros las vieron como un intento fallido de reforzar la dominación colonial.
Con todo, existe consenso acerca de que era la mayor reorganización del
imperio colonial desde el siglo XVI. No se trataba de un fenómeno
exclusivamente español, pues los demás imperios también introdujeron reformas
como resultado de la intensa competencia entre las principales potencias
europeas. Por otra parte, las innovaciones no fueron parte de un plan
previamente elaborado sino que se fueron definiendo a través de iniciativas
que tuvieron ritmos desiguales y muy disímil capacidad de ejecución. El
período más álgido de reformas coincidió con el reinado de Carlos III
(1763-1788) y con la presencia del ministro José de Gál- vez en la Secretaría
de Indias (1775-1787). El impulso reformista de-
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cayó
durante el reinado de Carlos IV (1789-1808), dado que la implicación de
España en el ciclo de guerras que abrió la Revolución Francesa fue
erosionando la capacidad imperial. En consecuencia, el esfuerzo reformista
terminó desembocando en la desintegración del imperio, aunque los
historiadores difieren acerca de su incidencia en el proceso de disolución.
Para
mediados del siglo XVIII, las autoridades compartían un diagnóstico: los
dominios coloniales debían funcionar efectivamente como colonias. Para ello
necesitaban modificar el modo en que se gobernaban y transformar el laxo
régimen de consensos y negociaciones que había sostenido hasta entonces la
fidelidad de las elites coloniales. Era preciso dotar al imperio de una
burocracia más profesional desembarazada de compromisos con los grupos
dominantes coloniales. Un objetivo de estas dimensiones implicaba un desafío
que se demostraría desmesurado.
Las
reformas estaban orientadas a la búsqueda de una mayor centralización
política. La Guerra de los Siete Años (1756-1763) demostró la imperiosa
necesidad de apurarlas, pues los británicos habían logrado apoderarse de La
Habana y de Manila. Por eso, no es casual que la primera intendencia
americana fuera instalada en Cuba en 1764. Se delineó una estrategia
destinada a pasar de un sistema de defensa de algunos puntos estratégicos a
uno de defensa total. Se trataba de un dispositivo que consistía en la
fortificación de algunos emplazamientos, la dotación de regimientos regulares
(los llamados “fijos”) y la reorganización del sistema de milicias. A su vez,
para la designación de los principales funcionarios (virreyes e intendentes)
fueron preferidos los oficiales de máxima graduación de los Reales Ejércitos
y la Real Armada, sin duda el núcleo burocrático más sólido del imperio.
Esta
estrategia derivó en un notable incremento del gasto militar y en una
transferencia de recursos desde México hacia Cuba, Puerto Rico, Florida y
Filipinas, desde Bogotá hacia Cartagena de Indias y desde Potosí hacia Buenos
Aires y Montevideo. Esta situación no haría más que acrecentarse; a fines del
siglo XVIII, el situado potosino representaba un 70 por ciento de los
ingresos fiscales de la Caja Real de Buenos Aires.
Si bien
la experiencia reformista se inició en Cuba, el gran laboratorio fue el
Virreinato de la Nueva España, el principal dominio colonial español del
siglo XVIII. Mientras tanto, el Río de la Plata cobraba una importancia
inusitada para la política imperial, y la expedición militar que la Corona
envió al mando de Pedro Cevallos en 1776 se transformó en la decisión de
organizar un nuevo Virreinato.
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La política
borbónica tendió a desplegar un sistema de fuertes y fortines fronterizos en
las áreas que lindaban con otras potencias, como al norte de la Banda
Oriental, o con parcialidades indígenas que no habían sido sometidas, como al
norte de la Nueva España y la frontera sur que iba desde Chile hasta Buenos
Aires.
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La
política reformista no podía sino afectar los intereses eclesiásticos en la
medida en que la centralización política se expresó también a través de un
creciente regalismo, cuyo momento culminante fue la expulsión de la Compañía
de Jesús de todos los territorios imperiales en 1767. Detrás de esta decisión
se movieron múltiples factores, entre ellos, la expulsión barría con el mayor
grupo de oposición a la política regalista. Hasta entonces, la Compañía había
sido una firme aliada de la monarquía hispana y su prédica había servido para
construir el edificio ideológico y simbólico de una monarquía que se veía a
sí misma como “católica”. Pero a mediados del siglo XVIII entraban en abierta
contradicción con las pretensiones regalistas de la Corona: para algunos
reformadores, como José Moniño, conde de Floridablanca, o Pedro Rodríguez,
conde de Campomanes, el poder monárquico ema-
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naba
directamente de Dios y el rey era una suerte de vicario sin necesidad de
subordinación alguna al Papado; otros, como Joaquín de Ri- vadeneira,
llegaron a sostener que el derecho de patronato real en las Indias no
provenía de una concesión papal sino que emanaba de la misma soberanía
temporal de la monarquía. Concepciones de este tipo modificaban la visión
oficial acerca de los eclesiásticos, que empezaron a ser vistos como un
instrumento de la autoridad real y prácticamente como funcionarios del
estado.
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El regalismo
borbónico entraba en conflicto con componentes clave del profetismo jesuíta;
erradicarlos se convirtió en un objetivo central a partir de la expulsión.
Tres cuestiones resultaban fundamentales. En primer término, se trataba de
buscar una obediencia completa del clero al Rey, y algunos catecismos cívicos
de finales del XVIII son ejempllficadores en este sentido. En segundo lugar,
resultaba preciso desterrar la teoría que justificaba el tiranicidio. En
tercer término, debía afirmarse un nuevo concepto del derecho que tendiera a
ratificar la voluntad real frente a la centralidad de que gozaban las costumbres
locales. Los fundamentos de la nueva legitimidad, por tanto, no podían
provenir sino de algunas de las ideas de la Ilustración. No de todas, por
cierto, sino de una versión selectiva y católica que contribuyó a dar forma a
un estilo de gobierno que se denominó “despotismo ¡lustrado”.
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En el
nuevo imaginario político, la monarquía no buscaba su legitimación en su
misión trascendente sino que encontraba argumentos en fines más terrenales,
pragmáticos y utilitarios. La prosperidad del reino acompañaba sin desplazar
a la meta del bien común, y la utilidad de sus habitantes se postulaba como
un valor tan importante como su religiosidad. La Corona obtuvo la
colaboración tanto del clero ilustrado como de integrantes de otras órdenes
que, aunque no fueran entusiastas partícipes de la nueva sensibilidad, veían
en la expulsión de los jesuítas una ocasión inmejorable para acrecentar su
influencia y patrimonio. Con todo, el eje de la política eclesiástica oficial
no se orientó tanto a fortalecer el papel del clero regular adicto (aunque no
dejó de recompensarlo), sino que propició fundamentalmente la reforma del
clero secular; a este fin contribuyeron los concilios que se realizaron en
México, Lima y Charcas en los años inmediatos a la expulsión.
En el
mundo rioplatense, las relaciones entre jesuítas, elites y autoridades habían
tenido una importancia fundamental, pues no sólo habían sido decisivos para
asegurar las fronteras sino también para someter a los vecinos díscolos de
Asunción, en 1736. Por otra parte, el peso de la Compañía en la corte era
notable. Probablemente el momento culminante de esta influencia cortesana
haya sido la Real Cédula de 1743, que consagró los privilegios tributarios y
organizativos de las misiones guaraníes.
Sin
embargo, la guerra guaranítica desarrollada entre 1753 y 1756 acrecentó las
prevenciones contra la Compañía. Los tratados entre las coronas portuguesas y
españolas de 1750 y 1751 buscaban rediseñar los límites imperiales e
implicaban el traslado de siete pueblos misioneros, pero la resistencia
indígena adoptó la forma de un levantamiento encabezado por el cacique
Nicolás Neenguirú, quien enfrentó a los destacamentos militares de ambos
imperios. Aunque la instigación jesuíta nunca fue fehacientemente probada, y
a pesar de que las evidencias sugieren que los misioneros intentaron contener
el levantamiento, su virulencia era prueba para muchos del fracaso del
experimento jesuíta y mostraba que la Compañía era una suerte de estado
autónomo dentro del imperio, con indios más leales a ella que a la Corona. A
afirmar esta impresión contribuía la masiva presencia de misioneros extranjeros
que, a fines de la década de 1750, representaban un tercio del total. Así, el
primer paso fue prohibir esta práctica en 1760. El siguiente fue la decisión
tomada el 2 de abril de 1767, cuando una Pragmática Sanción dispuso la
expulsión de la Compañía de todos los dominios españoles.
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La expulsión no
fue una iniciativa exclusivamente española: la decisión de Carlos III fue
precedida por Portugal en 1759 y por Francia en 1764. Pero fueron los
conflictos internos de la metrópoli los que la desencadenaron: en la Semana
Santa de 1766 estalló una virulenta revuelta del “populacho” de Madrid, que
exigía desde la rebaja de los precios de los artículos de primera necesidad
hasta la destitución del marqués de Esquilache y la derogación de varias de
sus impopulares decisiones. En un contexto de aguda crisis económica y
fuertes disputas cortesanas, el levantamiento, conocido como el motín de
Esquilache, se transformó en una impugnación abierta del mal gobierno,
encarnado en el repudiado ministro. Una vez reprimida la sublevación, la
investigación oficial llegó a una conclusión taxativa: detrás del motín
estaba la instigación jesuíta.
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La orden
real llegó secretamente al Río de la Plata en junio; un mes después, estaba
ejecutada. Los miembros de la Orden fueron apresados y embarcados
inmediatamente hacia España y los bienes de la Compañía confiscados y puestos
bajo la administración estatal en las llamadas Juntas de Temporalidades. La
expulsión, sin embargo, encontró resistencias aunque no fueron articuladas ni
generalizadas.
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La historia
completa de las resistencias a la expulsión aún está por indagarse, pero
pueden señalarse algunas evidencias. Por ejemplo,
Carlos Birocco
ha revelado que los esclavos de la estancia jesuita de San Antonio de Areco
se amotinaron el 30 de septiembre de 1767 gritando que “no eran esclavos del
rey, sino de los padres" y acompañados por sus mujeres se lanzaron a la
fuga; al parecer 26 nunca pudieron ser hallados. Entre los esclavos de las
estancias jesuítas de Córdoba se produjeron rebeldías y fugas colectivas.
Actitudes resistentes también se manifestaron entre las decenas de
arrendatarios que vivían en las tierras jesuítas de Buenos Aires; cobrarles
los arriendos fue extremadamente difícil para los nuevos administradores, pues
durante décadas muchos de estos campesinos se resistieron apelando a los acuerdos
que habían mantenido con los jesuítas. En el Paraguay, no hay evidencias de
rebeldías abiertas, pero la fuga y la emigración desde los pueblos misioneros
fue desde entonces una constante.
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En esas
resistencias convergían varios conflictos. Los casos de Salta y Ju- juy
resultan ilustrativos. Como ha mostrado Gustavo Paz, las relaciones entre el
Cabildo de Jujuy y el gobernador del Tucumán eran muy tensas desde 1764, dado
que se había apoderado de los fondos capitulares para destinarlos a la
defensa de la frontera chaqueña. Cuando el gobernador hizo efectiva la orden
de expulsión, los vecinos de Jujuy y Salta, con la colaboración de los
tenientes de gobernación de ambas ciudades, se levantaron para repudiarlo. En
Jujuy, una multitud de más de 300 hombres armados apresó al gobernador y lo
expulsó de la ciudad; poco después, una situación similar se produjo en
Salta, donde su casa fue asaltada y saqueada. La afrenta no pasó
desapercibida y el Virrey de Lima envió una fuerza armada para apresar a los
rebeldes, aunque sus jefes terminaron absueltos.
Estos
episodios evidencian las estrechas relaciones que la Compañía había tejido
con las elites locales a través de la educación y de su inserción en la
economía local, especialmente por sus actividades financieras. A su vez,
atestiguan hasta qué punto ese entramado local era capaz de absorber a los
funcionarios reales -como los tenientes del gobernador que habían terminado
encabezando la revuelta- y, de no ser posible, ofrecerles franca resistencia.
Las reformas, y particularmente la instalación de intendencias, apuntaban a
restringir este margen de autonomía local.
Franciscanos,
dominicos, mercedarios y voraces administradores se hicieron cargo de las
misiones. En Córdoba fueron los franciscanos quienes pasaron a controlar la
Universidad y se reforzó la orientación regalista de las doctrinas enseñadas.
En forma semejante, los bienes del Colegio jesuita de Buenos Aires sirvieron
para organizar el Real Colegio de San Carlos. La educación superior se ponía
al servicio de la reforma.
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La decisión
imperial de 1776 de separar importantes jurisdicciones del viejo Virreinato
del Perú y constituir uno nuevo con cabecera en Buenos Aires no fue la
primera de este tipo que adoptaron los Borbones. En 1739, ya habían
conformado el Virreinato de Nueva Granada con capital en Bogotá. Ahora, le
mutilaban al dilatado Virreinato de Lima casi todas sus jurisdicciones del
sur. Le quedaba, con todo, Chile, aunque su transformación en Capitanía
General dotaba a los territorios que dependían de Santiago de un poder político
muy centralizado y un amplio margen de autonomía. La decisión terminaría
arrojando resul-
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tados paradójicos: el nuevo Virreinato viviría una fase
de intenso crecimiento y se transformaría al estallar la crisis imperial en
uno de los bastiones más firmes del movimiento revolucionario.
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La decisión de
organizar el Virreinato fue tomada en el contexto de una aguda confrontación
con la corona portuguesa por el control de los territorios de la cuenca del
Plata. Con ella, la pequeña aldea -para emplear la feliz expresión de
González Lebrero- consolidaba instituclonalmente un proceso de crecimiento
mercantil que se había iniciado décadas antes y que se sustentaba en su
creciente capacidad para concentrar los circuitos de intercambio legales,
ilegales o paralegales y, en especial, el flujo de buena parte de la
circulación de la plata producida en los distritos mineros del Alto Perú.
Este crecimiento se apoyaba tanto en la recuperación de la minería andina,
evidente desde la década de 1730, como en la creciente importancia del
comercio con el Pacífico sur, que había habilitado la legalización de la ruta
por el Cabo de Hornos en la década de 1740.
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Los
distritos mineros altoperuanos sostenían el financiamiento de la estructura
virreinal, pues suministraban la mayor parte de los recursos fiscales y
testimoniaban el triunfo de los comerciantes del puerto del Río de la Plata
frente a sus competidores limeños. No por casualidad, el primer virrey de
Buenos Aires prohibió la circulación de plata potosina hacia el Perú. A su
vez, la inclusión dentro de la jurisdicción del nuevo Virreinato del
corregimiento de Cuyo separaba administrativamente por primera vez a esta
región de su cabecera en Santiago de Chile. El espacio económico peruano,
cuya configuración en el siglo XVI describió Assadourian, estaba dando lugar
a la constitución de un espacio económico rioplatense.
La
designación de un virrey era tan sólo el primer paso; la estructura de
gobierno virreinal se completó en los años siguientes. La habilitación completa
del puerto de Buenos Aires al comercio intercolonial con el Reglamento de
Libre Comercio entre España e Indias de 1778 trajo consigo la legalización de
prácticas anteriormente toleradas, un notable incremento del tráfico y la
constitución de un dispositivo administrativo con la instalación de la Real
Aduana en Buenos Aires y en Montevideo. En 1781 se organizó el Estanco de
Tabacos, una repartición estatal destinada a regular la actividad de los
cultivadores y a monopolizar la elaboración y comercialización.
En 1782,
tras la derrota de los movimientos insurreccionales indígenas que sacudieron
el dominio colonial en los Andes, el territorio virreinal fue dividido en
ocho intendencias o provincias, término que en la época designaba estas
grandes unidades administrativas y que aún no tenía el sentido que adquirió
en la era postrevolucionaria. Esta decisión modificaba el esquema del poder
político colonial porque venía a colocar una camada de hombres nuevos en la
cúspide del poder de cada región, un grupo de burócratas a sueldo y de
carrera, reclutados mayoritariamente en la Península, aunque también había
algunos seleccionados entre ciertas distinguidas familias criollas. Los
intendentes concentraron atribuciones de los ramos de guerra, hacienda,
justicia y policía (en particular, los dos primeros), con el propósito de
subordinar a los cabildos, aunque los resultados fueron más complejos de lo
previsto.
Hacia
1785, Buenos Aires volvía a contar con un máximo tribunal de justicia, una
Audiencia que habría de restringir las incumbencias que desde el siglo XVI
había tenido la que funcionaba en Charcas. Era parte de un conjunto de
iniciativas orientadas a mejorar la administración de justicia y hacerla más
afín a los propósitos de la Corona. En este
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sentido,
las nuevas Audiencias (en Buenos Aires, Cuzco y Caracas) no eran sino un
aspecto de una política que trataba de impedir la venta de cargos de oidores
que oficialmente había comenzado a fines del siglo XVII, y que había sido uno
de los caminos a través de los cuales buena parte del personal judicial
especializado había terminado por reclutarse entre las elites locales. Para
decirlo en los términos acuñados por Burkholder y Chandler, se intentaba
propiciar el pasaje de la “era de la impotencia” a la “era de la autoridad”.
En 1794
hubo otro avance en esta dirección: las gestiones que durante varias décadas
habían llevado adelante los comerciantes porteños para desembarazarse de la
regulación comercial ejercida desde Lima se vieron recompensadas con la
organización del Consulado de Buenos Aires y sus diputaciones provinciales.
La nueva institución era al mismo tiempo el órgano de representación del
gremio mercantil, el tribunal que entendía en las disputas comerciales y una
junta encargada de proponer medidas y políticas de fomento de la economía. En
su seno, se entablaron las principales disputas entre las concepciones y
prácticas mercantiles de antiguo cuño y las renovadoras orientaciones que
impulsaban nuevos grupos.
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Un nuevo
estamento burocrático se estaba conformando. En 1767 había en Buenos Aires
sólo cuatro reparticiones oficiales con 14 empleados; dos décadas después las
primeras ascendían a 10 y los segundos a 125. El 64 por ciento de estos individuos
era de origen peninsular, el 29 por ciento, de Buenos Aires (aunque
concentrados en los escalones más bajos de la administración), y el 7 por
ciento restante provenía de otras regiones americanas. Cabe agregar un dato
no menos significativo: el 71 por ciento de las esposas de estos burócratas
había nacido en Buenos Aires. En otros términos, la conformación de una
burocracia profesional desligada de compromisos locales pareciera haber
quedado a mitad de camino. Este estamento no era demasiado amplio y su
autoridad efectiva siguió dependiendo (a pesar de las pretensiones oficiales)
de los lazos que pudiera entablar con la elite local. La intrincada trama que
anudaba intereses privados y posiciones oficiales, y que hacía posible el
ejercicio de la autoridad y la acumulación mercantil, no había sido deshecha
por las reformas sino que había adoptado nuevas modalidades e incluido a
nuevos protagonistas. ^
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Hacia
1780, la subsistencia del orden colonial fue amenazada en los Andes por una
serie de movimientos insurreccionales, cada uno con su propia dinámica y
características. El 4 de noviembre de 1780, el corregidor Antonio de Amaga
fue ahorcado públicamente en la plaza de Tungasuca, en un movimiento dirigido
por el jefe indígenajosé Gabriel Condorcanqui. Unos días después, tras el
asalto del pueblo de Sanga- rará, la movilización se expandió por toda el
área cuzqueña y adoptó la forma de una insurrección general. Condorcanqui,
que pertenecía a un linaje noble indígena y se consideraba descendiente de
los incas, había realizado previamente innumerables gestiones legales y
judiciales para obtener su reconocimiento. Ahora, a la cabeza de la
insurrección, adoptó el nombre de Túpac Amara II, se proclamó Inga-Rey y fue reconocido
por buena parte de las comunidades quechuas del sur andino que vieron en la
insurrección la ocasión para restaurar el Tawantisuyu.
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La alarma
cundió entre las autoridades, desde Jujuy hasta Córdoba y desde Asunción hasta
Mendoza. A veces provenía de la aparición de pasquines favorables a los
rebeldes, como sucedió en Santiago del Estero en abril de 1782. En esta
ocasión, las autoridades se apuraron a destruirlos para evitar que la plebe
se enterara de su contenido. Otra era ocasionada por denuncias de
conspiraciones que se habrían estado preparando para el momento en que
llegaran las fuerzas tupamaristas: así aconteció en Mendoza, donde circuló la
noticia de que los conspiradores buscaban adquirir un retrato de Carlos III para quemarlo
en la plaza de la ciudad. También, en ocasiones, se acentuaba la desconfianza
de las autoridades hacia las milicias que debían ser movilizadas para
colaborar con la represión, como sucedió en Córdoba, Tucumán, Salta y Jujuy.
Pero fue en La Rioja donde se puso de manifiesto que la alarma podía deberse
a gran variedad de motivaciones: en abril de 1781, el comandante de armas
había tenido serias dificultades para movilizar a las milicias, que no sólo
exigían negociar quiénes iban a comandarlas sino que además protagonizaron un
estruendoso tumulto en la plaza de la ciudad, saquearon los almacenes del
estanco de tabaco y exigieron que se les vendiera “con una considerable
rebaja”. Sin embargo, las mayores preocupaciones
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surgieron en
Jujuy, donde se identificaron varios focos rebeldes. Uno, en la puna, donde
las autoridades temían la influencia de la insurrección del corregimiento
altoperuano de Chicas, donde había sido muerto el corregidor debido a
directivas de los tupamaristas, y en cuyos pueblos circulaban edictos
rebeldes; otro, en los valles calchaquíes, donde parece haber habido conatos
de rebelión en algunas encomiendas; un tercero estaba en la frontera oriental
salto-jujeña, donde desde febrero de 1781 corría la voz entre los indios de
"que los pobres quieren defenderse de la tiranía del español y que
muriendo estos todos, sin reserva de criaturas de pecho, solo gobernarán los
indios por disposición de su Rey Inca”. Estos rumores aterraron a los vecinos
de San Salvador, que no podían dejar de tener en cuenta “la mucha gente
plebeya de que se compone esta ciudad” y temían un asalto combinado de indios
tobas “que se hallan ya fuera de su reducción” con otros afincados en las
inmediaciones de la ciudad. Por cierto, el liderazgo identificado del núcleo
rebelde era heterogéneo. El principal parece haber sido José Quiroga, un
mestizo que se había desempeñado como intérprete en la reducción de indios
tobas de San Ignacio; otros eran Antonio Umacata (un indio que era “muy ladino
en el hablar Castellano”), Gregorio Juárez (un criollo santiagueño) y Basilio
Rezazo (un “mestizo amulatado” oriundo de Chichas). La represión fue muy
violenta, y el gobernador Andrés Mestre pasó por las armas a unos 90 matacos,
entre hombres, mujeres y niños. La alarma también sonó en Asunción, donde se
había ordenado movilizar 1000 milicianos para colaborar con la represión: las
autoridades habían detectado que circulaban “estampas” del “traidor tupamaro”
y hasta algunos “cholos” que, se presumía, eran sus emisarios. Los milicianos
paraguayos debían dirigirse primero a Buenos Aires, pero rápidamente se hizo
evidente el aumento de las deserciones en los contingentes que se dispersaron
entre Corrientes y la Banda Oriental. Incluso en los años noventa, encontramos
en la campaña de Buenos Aires un indio cuyo gentilicio es “tupamaro”. ^
Al poco
tiempo, Túpac Amaru II había obtenido la adhesión de un amplio territorio
indígena que llegaba hasta Azángararo, en la costa del lago Titicaca, y
abarcaba prácticamente todo el sur del Virreinato del Perú. Sin embargo, la
proclamación fue rechazada por otros jefes y curacas andinos que se alinearon
activamente con el orden colonial. Esta colaboración resultó decisiva para
que, en enero de 1781, los españoles lograran impedir que los rebeldes se
apoderaran de Cuzco. En abril, las fuerzas de Túpac Amaru II fueron
derrotadas, y el 18 de mayo de 1781,
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éste fue
juzgado, muerto y descuartizado en el Cuzco junto a su mujer, Micaela
Bastidas, y varios familiares que ocupaban rangos decisivos en el movimiento
insurreccional. Con todo, la rebelión de los tupamaristas o tupamaros no
había sido vencida, y la jefatura rebelde pasó a su primo, Diego Cristóbal.
Mientras tanto, la rebelión se había hecho fuerte en la región de Puno, donde
también la ciudad fue sitiada por los rebeldes.
La
rebelión había estallado también en el Alto Perú. El 10 de febrero, otro
importante foco rebelde apareció en Oruro: tras un motín popular encabezado
por los hermanos Rodríguez y articulado a través de la sublevación de las
milicias de la ciudad, se estructuró un heterogéneo movimiento rebelde en el
que convergían criollos, mestizos e indios, una alianza que no duró mucho
tiempo. Poco después la rebelión alcanzaba el altiplano de La Paz, era
protagonizada por pueblos aymara y estaba dirigida por Julián Apaza, un
campesino de Ayo Ayo que había sido mitayo y sacristán y que tomó el nombre
de Túpac Katari. El movimiento rebelde que encabezó se caracterizó por su
radicalismo étnico y por establecer un sitio de la ciudad de La Paz
prácticamente continuo entre marzo y octubre. El enfrentamiento fue tan
violento que provocó más de 6000 muertos en una ciudad que no excedía los 20
000 habitantes. Las dos alas principales de la insurrección, la quechua,
encabezada por los Amaru, y la aymara, dirigida por Katari, no llegaron a
obtener una eficaz coordinación y terminaron derrotadas: el 14 de noviembre
de 1781, Katari corría la misma suerte que Túpac Amaru II. Al año siguiente
fueron condenados a muerte su mujer, Bartolina Sisa, que también había
ejercido el mando de las fuerzas insurgentes, y sus principales oficiales.
También
al norte de Potosí había habido otro foco rebelde. En agosto de 1780
comenzaba un movimiento dirigido inicialmente contra el corregidor, que
exigía la liberación de su cacique, Tomás Katari. Así, cuando Túpac Amaru II
iniciaba su insurrección en Tinta, en Chayanta hacía ya dos meses que los
aymaras habían quebrado el sistema de dominación y ejercían el poder
regional. Tomás Katari fue el líder de la rebelión hasta su muerte el 7 de
enero de 1781, cuando el liderazgo pasó a sus hermanos Dámaso y Nicolás. El
movimiento se radicalizó a tal punto que en febrero de 1781 los rebeldes
sitiaron la ciudad de La Plata y amenazaron con acabar con toda la población
hispana. Para marzo, el movimiento rebelde de Chayanta había empezado a
desgranarse hasta que fue definitivamente derrotado.
La
magnitud de la “Gran Rebelión” no puede explicarse sólo como una respuesta a
las reformas borbónicas, sino que debe integrarse a las
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dinámicas
de resistencia y movilización que los pueblos andinos venían desplegando
desde mucho antes. Sin embargo, es indudable que las reformas tuvieron
incidencia en la simultaneidad de los movimientos insurgentes. La
legalización del reparto forzoso de mercancías a través de los corregidores
en la década de 1750 es sin dudas uno de los motivos que concitaron
inicialmente el odio rebelde. A su vez, las decisiones de la década de 1770
acrecentaron los descontentos: la duplicación de las tasas de la alcabala, la
multiplicación de las aduanas recaudadoras y los intentos oficiales de
impedir el tráfico de plata potosina al Perú eran medidas que afectaban
seriamente los circuitos mercantiles indígenas. Además, las reformas
alteraron los criterios que regían el cobro del tributo, y el afán recaudador
había extendido la condición de tributarios a pobladores de los pueblos de
indios sin tierras asignadas e incluso a las castas que vivían en ellos. Con
todo, los resultados fueron extremadamente variables. Como ha indicado Silvia
Palomeque, en la puna el número de tributarios se duplicó y allí, como en la
Quebrada de Huma- huaca y en el valle de Salta, la totalidad de los indios
empadronados se convirtió en tributario. En Santiago del Estero, en cambio,
sólo los originarios quedaron como tributarios mientras que el resto, aunque
fue reconocido como indio, conmutó la obligación a cambio de un servicio de
milicia. En Córdoba, tan sólo el 37 por ciento de los indios pasó a ser
tributario, y en Tucumán, el 25 por ciento.
Tras la
represión violenta y sangrienta, las reformas se profundizaron. El sistema de
repartos fue prohibido (aunque estuvo lejos de desaparecer) y los
corregidores desplazados: fueron los intendentes y sus subdelegados los
nuevos responsables de la recaudación del tributo. Con los corregidores, las
autoridades también buscaron desplazar a los caciques sospechosos de haber
adherido o simpatizado con la rebelión.
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El
sistema político que había imperado durante más de dos siglos se basaba, en
buena medida, en el consenso que el imperio tenía entre los grupos de elite
coloniales. En cierto modo, funcionaba como un delicado e inestable
equilibrio entre los requerimientos metropolitanos, los intereses de las
elites locales y las formas de resistencia de los grupos sociales
subalternos. Era una situación de negociación y renegociación permanente, en
la cual la autoridad política, dotada de una raquítica estructura burocrática,
debía lidiar y arbitrar entre las redes que com-
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ponían
las facciones que dividían las elites, lo cual hacía que el ejercicio
efectivo de la autoridad dependiera del consenso que tuviera en el entramado
social local.
Las
reformas estaban orientadas a romper este equilibrio, en particular la
instauración de intendencias. Pero introdujeron una nueva jerarquía entre las
ciudades que alteraba las situaciones vigentes: en un primer nivel quedaba la
capital virreinal, que a la vez fungía de capital de su propia intendencia;
en un segundo nivel se situaban las cabeceras de intendencias; por último,
quedaban las ciudades subordinadas. En forma complementaria, algunos
territorios fronterizos -como Montevideo, Misiones, Moxos y Chiquitos- adquirieron
el estatuto de gobierno militar y dependían directamente de la autoridad
virreinal.
Dada esta
nueva situación, los cabildos se veían limitados en su autonomía por la
presencia de intendentes y subdelegados, al tiempo que esas mismas
autoridades esperaban que ejercieran un control más efectivo de la población
y los territorios. De esa ambigüedad emerge el mosaico de situaciones que
ofrecen los cabildos durante las reformas y que expresan las diferentes
capacidades de las elites para afrontarlas.
En la
Intendencia de Salta, el gobernador extrajo de la órbita de los cabildos la
recaudación de la sisa -el impuesto a la circulación mercantil destinado a
sostener la guerra de fronteras- y lo depositó en manos de la Real Hacienda.
Con ello modificaba hábitos y beneficios arraigados; además, trasladó la
oficina recaudadora de Jujuy a Salta. No fue la única pérdida que sufrió la
elite jujeña: poco más tarde, la puna quedó bajo una delegación dependiente
del gobernador intendente y fue sacada de la jurisdicción del Cabildo de San
Salvador. Sin embargo, se trataba de un proceso de subordinación incompleto,
pues la elite capitular logró que los subdelegados volvieran a ser reclutados
entre sus miembros. Otra ciudad subordinada era Tucumán. Aquí los estudios de
Tío Vallejo muestran una imagen distinta, pues la elite capitular parece
haber fortalecido su autoridad en el mundo rural a través de la
multiplicación de jueces pedáneos reclutados entre personas influyentes de la
campaña muy relacionadas con ella, al punto que logró disputarle a la
Intendencia la atribución de designarlos.
En la
capital, Salta, la elite tuvo bastante éxito en limitar el poder del
intendente, pese a la intensa lucha de facciones que la dividía y que
expresaba los conflictos entre los grupos abroquelados en el Cabildo y los
que apostaban a servir de apoyatura al intendente. Era un patrón típico de la
lucha política colonial, que tendía realizarse entre “bandos”, “partidos” o
“pandillas” (para recuperar los términos con
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que eran
denostados) estructurados en torno a lazos sociales previos y amparados por
alguna autoridad. Por estas razones, el enfrentamiento adoptaba la forma de
conflictos entre instituciones por derechos, privilegios, jurisdicciones y
cuestiones ceremoniales. Incluso un destacado miembro de esta elite, Nicolás
de Isasmendi, llegó a ser designado gobernador intendente.
En
Córdoba, los lazos entre la elite y el primer gobernador intendente, el
marqués de Sobremonte, fueron muy intensos. Según Ana Inés Punta, esta
situación estaría mostrando un modo de construcción de una política de
consenso en plena reforma. Si bien el Cabildo cordobés vio reducidas sus
atribuciones, el grupo de poder predominante en la ciudad desde la década de
1760 -el linaje de los Allende y sus aliados y allegados, entre los que
estaban los franciscanos- habría mantenido su posición de primacía mediante
esta alianza. Así, si bien la Intendencia asumía atribuciones del Cabildo,
también le abría nuevas oportunidades, como la multiplicación de los jueces
pedáneos que pasaron de 18 en 1775 a 84 en 1806, o los alcaldes de barrio,
que pasaron de 2 a 13 en 1794.
¿Cómo fue
la dinámica política en la capital del Virreinato? En Buenos Aires, hasta
1776, el Cabildo había compartido el poder de la ciudad con un entramado
burocrático que prácticamente se reducía al gobernador, el comandante del
presidio y el obispo. Celoso de sus atribuciones, se había enfrentado con el
Cabildo de Santa Fe para afirmar su jurisdicción, y en la misma campaña
bonaerense había tratado de limitar la jurisdicción del otro Cabildo que
existía allí desde 1756, el de la Villa de Luján. Con la transformación de la
ciudad en capital virreinal, las cosas cambiarían radicalmente para los
capitulares porteños, acostumbrados a un amplio margen de autonomía. Entre
1776 y 1810, tuvieron conflictos con todas las nuevas autoridades y forzaron
a los funcionarios virreinales a sucesivas negociaciones. Esta fortaleza, que
parecía limitada durante las reformas, volvió a ponerse en completa evidencia
a partir de 1806.
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Con las
reformas no sólo arribaba un contingente de burócratas y militares sino que
se acentuó la inmigración peninsular, cuyos efectos se hicieron notar en el
conjunto social y particularmente en la elite.
La
organización del Virreinato y la habilitación del puerto de Buenos Aires al
tráfico directo con los puertos españoles no fueron las únicas
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medidas
que facilitaron la emergencia de nuevos grupos mercantiles en los que tenían
un papel decisivo los mercaderes, que arribaban desde diferentes regiones de
la Península. El azogue era el insumo básico de la minería, y su provisión y
precio determinaba el ritmo y la rentabilidad de la producción. Dado que la
producción en las minas de Huan- cavelica resultaba insuficiente, la Corona
comenzó a subsidiar la provisión de azogue desde las minas de Almadén en
Andalucía y logró reducir casi a la mitad su precio de venta. En 1778,
dispuso que los barcos pudieran desembarcar ese cargamento en Buenos Aires.
La legalización de este tráfico permitió la instalación de asentistas de
azogue, comerciantes que obtenían la concesión monopólica del abastecimiento
de este vital producto y, con ello, el acceso a una parte sustantiva de la
plata potosina. A su vez, las remesas del situado militar desde Potosí
contribuían a dinamizar el mercado porteño: en la década de 1750 rondaban un
promedio anual de 130 000 pesos; dos décadas después, superaban los 600 000,
y para la década de 1790, estaban en el rango del millón y medio. Dado que se
gastaban en su totalidad en Buenos Aires o Montevideo, estas partidas
aumentaban el volumen de aquellos mercados y convertían a los comerciantes
encargados de su transporte en personajes clave del comercio y el crédito
rioplatense.
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Estudiada por
Jorge Gelman, esta trayectoria muestra con claridad las nuevas situaciones.
El padre del futuro procer había inmigrado a Cádiz en 1750 desde la Liguria
italiana y poco después se afincó en Buenos Aires, donde se casó con María
Josefa González Casero, natural de Santiago del Estero. Naturalizado español
y avecindado en la ciudad, inició una fulgurante carrera hasta convertirse en
uno de los más importantes comerciantes de la capital. Su llegada e inclusión
en la elite mercantil fue previa a las reformas, pero la magnitud de sus
operaciones comerciales fue impulsada por la formación del Virreinato. El
radio geográfico de sus operaciones comerciales era extremadamente amplio y
terminó abarcando desde Cádiz y La Coruña hasta Francia e Inglaterra. En
América, sus actividades lo vinculaban a Brasil (desde donde se dedicó a la
importación de esclavos), Lima, Santiago de Chile y, por supuesto, Córdoba,
Corrientes, las Misiones, Asunción y Potosí. Inicialmente sus actividades
mercantiles abarcaban Buenos Aires, las ciudades del litoral y algunas del
interior, como Jujuy
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y Mendoza; en
una segunda fase, hacia 1778, se ampliaron hacia Chile y la Península y, al
final de su trayectoria, adquirieron la amplitud y diversidad señaladas. Si Belgrano
Perl no se especializó en un determinado ámbito geográfico, tampoco lo hizo
en un rubro determinado. Sus operaciones de importación y exportación
abarcaron "efectos de Castilla”, esclavos, "frutos del país”
(yerba, ponchos, harinas, cueros, maderas, etc.), oro y plata. La
diversiflcación de las inversiones incluía, además, las propiedades urbanas
(muy útiles para destinarlas al alquiler o para hipotecarlas en busca de
créditos), el crédito y la explotación rural. Por último, Gelman deja muy en
claro otra dimensión de la trayectoria de Belgrano: su inserción en el
sistema político colonial. En este sentido, conviene registrar su acceso a
cargos honoríficos como la oficialidad de las milicias o el de regidor del
Cabildo porteño, junto con otros que eran honoríficos y rentables a la vez,
como ser el primer contador de la Real Aduana de Buenos Aires en 1778 o el
tesorero de la Hermandad de la Santa Caridad. Sus hijos fueron parte
importante de sus relaciones con el comercio y con la administración: una de
sus hijas se casó con Julián Gregorio Espinosa, un importante comerciante y
hacendado de la Banda Oriental, y otra con uno de los administradores de las
misiones. Manuel fue enviado a estudiar a Salamanca y regresó como secretario
del Consulado, prueba de las estrechas relaciones de su padre con la
administración imperial. Este tipo de relaciones se anudaba de diverso modo,
desde el establecimiento de lazos parentales hasta el crédito y las fianzas a
los nuevos funcionarios. Es evidente que ninguna trayectoria individual puede
ilustrar la totalidad de las estrategias e itinerarios desplegados en la
renovación de las elltes coloniales, pero un ejemplo como éste ayuda a
comprender algunos de sus mecanismos. Las reformas, por tanto, modificaban
las modalidades de relación entre burócratas y elites locales, más que
desplazarlas efectivamente.
Otro
rubro decisivo de las importaciones eran los esclavos provenientes de Africa
o Brasil. Desde comienzos de siglo, sucesivas concesiones a ingleses y
franceses habían permitido la instalación de asientos negreros en Buenos
Aires; en general, los comerciantes porteños realizaban este tráfico en forma
pasiva, comprando esclavos en el puerto y revendiéndolos en los mercados
interiores. Desde la década de 1780, emergieron nuevos protagonistas, y la
liberalización de la trata negrera impulsó a algunos comerciantes de Buenos
Aires y Montevideo a obtener licencias de importación para realizar un
comercio activo
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fletando
los buques negreros. A cambio, obtenían permisos para la exportación de
frutos del país, por lo cual el tráfico de esclavos empujaba las ventas de
cueros y carnes saladas. Algunos de estos mercaderes instalaron los primeros
saladeros en la Banda Oriental y hasta se convirtieron en abastecedores de la
Armada Real. De esta forma, los comerciantes innovadores estaban modificando
el tradicional distan- ciamiento de la elite mercantil porteña respecto de la
producción rural. Por un momento, hacia mediados de la década de 1790,
parecía que en Buenos Aires se estaba conformando un núcleo mercantil
innovador y bastante autónomo, dispuesto a aprovechar las oportunidades que
la renovación imperial brindaba y que las dificultades metropolitanas
acrecentaban. Estos datos ayudan a comprender algunos rasgos de la
transformación de las elites mercantiles y los alcances limitados que
tuvieron los propósitos de las reformas.
Puede
decirse que el mundo de la elite vivió un proceso de ampliación y renovación
que precedió y acompañó a las reformas. Después tendió a manifestar signos de
creciente fragmentación, si bien nunca era definitiva y siempre había
posibilidades de recomposición. Otra dimensión a considerar son las
fricciones que introducían en su interior tanto las reformas como la difusión
de nuevas ideas, nociones y valores. Ahora bien, estas nuevas doctrinas
provenían en buena medida de la misma burocracia imperial y su divulgación se
vio facilitada por el vacío que dejó la expulsión de la Compañía de Jesús,
que había tenido un rol privilegiado en la cohesión cultural de los grupos
dominantes y su fidelidad a la Corona. Los funcionarios reales deben de haber
llevado algunas de estas ideas más allá de las ciudades capitales, como pudo
haber sido el caso de Rocamora o Azara, cuando cumplieron sus misiones en tierras
de frontera. Seguramente también un ámbito de difusión fue la reducida corte
virreinal y los nuevos espacios de sociabilidad, como las tertulias, los
teatros y los cafés que comenzaban a emerger. Hubo otros canales, como las
nuevas cátedras académicas en Charcas, Córdoba o Buenos Aires. Y otros
medios, como las gacetas y periódicos que venían de la Península o de otras
zonas de América, dado que en Buenos Aires los primeros y balbuceantes
intentos recién se produjeron al despuntar el siglo XIX. También funcionaron
posiblemente como vehículo de transmisión aquellos individuos que habían ido
a estudiar a Europa.
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El 10
de abril de 1801 comenzó a publicarse en Buenos Aires el Telégrafo
Mercantil, Rural, Político, Económico e Historíográfico, que fue el
primer periódico del Río de la Plata y uno de los canales de difusión de las
nuevas ideas. Como lo ha demostrado José Carlos Chiaramonte, la recepción de
las ideas económicas de la Ilustración (y, en especial, del neomercantilismo
italiano) ya se había producido entre algunos grupos porteños, así como
también circulaban desde la capital hasta Córdoba y Charcas entre individuos
del clero. Estas evidencias ameritan una conclusión provisoria: la
diseminación y apropiación de este conglomerado de ideas y valores debe haber
alcanzado sólo a una parte muy reducida de las elites e introducido fracturas
culturales e ideológicas nuevas. Pero también generan un inmenso
interrogante: ¿qué difusión y recepción tuvieron fuera del mundo de las
elites?
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Los
ideólogos de las reformas compartían la convicción de que la sociedad podía
ser moldeada desde el estado y pensaban a la autoridad como una arquitectura
política que debía fijar reglas racionales de comportamiento y formalizar
relaciones y ordenarlas. Para ello, debían cambiar las formas habituales de
la piedad barroca y civilizar a unos vasallos-feligreses que eran vistos
ahora como dominados por ideas mágicas y supersticiosas. En estas
condiciones, una nueva sensibilidad, más “civilizada” y más “urbana”,
comenzaba a diseminarse entre algunos segmentos de las elites del vasto
imperio, entre quienes los jesuitas habían sentado tan firmemente su
influencia.
Como sea
que haya sido, parecería que siguen siendo válidas las descripciones que
hiciera Halperin Donghi: las reformas habían renovado menos a esta sociedad
que lo que habían transformado su economía y, sobre todo, su cultura y su
estilo de vida. Al comenzar el siglo XIX, las elites coloniales tenían una
imagen muy rígida de la sociedad en que vivían, que seguía siendo
sustancialmente barroca. Hasta las nuevas instituciones y autoridades de la
monarquía reformadora parecen haberse impregnado de las concepciones
jerárquicas que seguían imperando en la vida social. La efectiva y masiva
difusión de las nuevas ideas y la nueva sensibilidad parecen ser más un
efecto de la crisis del orden colonial que una de sus causas.
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