jueves, 3 de septiembre de 2015

argentina colonial cap8


Durante el siglo XVIII, la monarquía hispana introdujo modificaciones en sus dominios coloniales tratando de acrecentar su capacidad de control, asegurar su defensa y fomentar un crecimiento económico que permitiera aumentar sustanclalmente la recaudación fiscal. Estas políticas son conocidas como las “reformas borbónicas”, dado que fueron efectuadas por una nueva dinastía que pasó a gobernar el imperio a principios de siglo, los Borbones. Su ¡mplementaclón tuvo efectos muy diferentes en cada región, pero en todas puso en tensión las relaciones de las autoridades con los distintos grupos sociales, así como las relaciones entre ellos.

Las evaluaciones de los historiadores acerca de estas reformas han sido muy diversas. Algunos postularon que fueron una verdadera “revolución desde el gobierno” y hasta una auténtica reconquista burocrática de América luego de un largo siglo de relajamiento de la intensidad de las relaciones coloniales. Otros las vieron como un intento fallido de reforzar la dominación colonial. Con todo, existe consenso acerca de que era la mayor reorganización del imperio colonial desde el siglo XVI. No se trataba de un fenómeno exclusivamente español, pues los demás imperios también introdujeron reformas como resultado de la intensa competencia entre las principales potencias europeas. Por otra parte, las innovaciones no fueron parte de un plan previamente elaborado sino que se fueron definiendo a través de iniciativas que tuvieron ritmos desiguales y muy disímil capacidad de ejecución. El período más álgido de reformas coincidió con el reinado de Carlos III (1763-1788) y con la presencia del ministro José de Gál- vez en la Secretaría de Indias (1775-1787). El impulso reformista de-



cayó durante el reinado de Carlos IV (1789-1808), dado que la implicación de España en el ciclo de guerras que abrió la Revolución Francesa fue erosionando la capacidad imperial. En consecuencia, el esfuerzo reformista terminó desembocando en la desintegración del imperio, aunque los historiadores difieren acerca de su incidencia en el proceso de disolución.
Para mediados del siglo XVIII, las autoridades compartían un diagnóstico: los dominios coloniales debían funcionar efectivamente como colonias. Para ello necesitaban modificar el modo en que se gobernaban y transformar el laxo régimen de consensos y negociaciones que había sostenido hasta entonces la fidelidad de las elites coloniales. Era preciso dotar al imperio de una burocracia más profesional desembarazada de compromisos con los grupos dominantes coloniales. Un objetivo de estas dimensiones implicaba un desafío que se demostraría desmesurado.
Las reformas estaban orientadas a la búsqueda de una mayor centralización política. La Guerra de los Siete Años (1756-1763) demostró la imperiosa necesidad de apurarlas, pues los británicos habían logrado apoderarse de La Habana y de Manila. Por eso, no es casual que la primera intendencia americana fuera instalada en Cuba en 1764. Se delineó una estrategia destinada a pasar de un sistema de defensa de algunos puntos estratégicos a uno de defensa total. Se trataba de un dispositivo que consistía en la fortificación de algunos emplazamientos, la dotación de regimientos regulares (los llamados “fijos”) y la reorganización del sistema de milicias. A su vez, para la designación de los principales funcionarios (virreyes e intendentes) fueron preferidos los oficiales de máxima graduación de los Reales Ejércitos y la Real Armada, sin duda el núcleo burocrático más sólido del imperio.
Esta estrategia derivó en un notable incremento del gasto militar y en una transferencia de recursos desde México hacia Cuba, Puerto Rico, Florida y Filipinas, desde Bogotá hacia Cartagena de Indias y desde Potosí hacia Buenos Aires y Montevideo. Esta situación no haría más que acrecentarse; a fines del siglo XVIII, el situado potosino representaba un 70 por ciento de los ingresos fiscales de la Caja Real de Buenos Aires.
Si bien la experiencia reformista se inició en Cuba, el gran laboratorio fue el Virreinato de la Nueva España, el principal dominio colonial español del siglo XVIII. Mientras tanto, el Río de la Plata cobraba una importancia inusitada para la política imperial, y la expedición militar que la Corona envió al mando de Pedro Cevallos en 1776 se transformó en la decisión de organizar un nuevo Virreinato.



La política borbónica tendió a desplegar un sistema de fuertes y fortines fronterizos en las áreas que lindaban con otras potencias, como al norte de la Banda Oriental, o con parcialidades indígenas que no habían sido sometidas, como al norte de la Nueva España y la frontera sur que iba desde Chile hasta Buenos Aires.




La política reformista no podía sino afectar los intereses eclesiásticos en la medida en que la centralización política se expresó también a través de un creciente regalismo, cuyo momento culminante fue la expulsión de la Compañía de Jesús de todos los territorios imperiales en 1767. Detrás de esta decisión se movieron múltiples factores, entre ellos, la expulsión barría con el mayor grupo de oposición a la política regalista. Hasta entonces, la Compañía había sido una firme aliada de la monarquía hispana y su prédica había servido para construir el edificio ideológico y simbólico de una monarquía que se veía a sí misma como “católica”. Pero a mediados del siglo XVIII entraban en abierta contradicción con las pretensiones regalistas de la Corona: para algunos reformadores, como José Moniño, conde de Floridablanca, o Pedro Rodríguez, conde de Campomanes, el poder monárquico ema-



naba directamente de Dios y el rey era una suerte de vicario sin necesidad de subordinación alguna al Papado; otros, como Joaquín de Ri- vadeneira, llegaron a sostener que el derecho de patronato real en las Indias no provenía de una concesión papal sino que emanaba de la misma soberanía temporal de la monarquía. Concepciones de este tipo modificaban la visión oficial acerca de los eclesiásticos, que empezaron a ser vistos como un instrumento de la autoridad real y prácticamente como funcionarios del estado.

El regalismo borbónico entraba en conflicto con componentes clave del profetismo jesuíta; erradicarlos se convirtió en un objetivo central a partir de la expulsión. Tres cuestiones resultaban fundamentales. En primer término, se trataba de buscar una obediencia completa del clero al Rey, y algunos catecismos cívicos de finales del XVIII son ejempllficadores en este sentido. En segundo lugar, resultaba preciso desterrar la teoría que justificaba el tiranicidio. En tercer término, debía afirmarse un nuevo concepto del derecho que tendiera a ratificar la voluntad real frente a la centralidad de que gozaban las costumbres locales. Los fundamentos de la nueva legitimidad, por tanto, no podían provenir sino de algunas de las ideas de la Ilustración. No de todas, por cierto, sino de una versión selectiva y católica que contribuyó a dar forma a un estilo de gobierno que se denominó “despotismo ¡lustrado”.





En el nuevo imaginario político, la monarquía no buscaba su legitimación en su misión trascendente sino que encontraba argumentos en fines más terrenales, pragmáticos y utilitarios. La prosperidad del reino acompañaba sin desplazar a la meta del bien común, y la utilidad de sus habitantes se postulaba como un valor tan importante como su religiosidad. La Corona obtuvo la colaboración tanto del clero ilustrado como de integrantes de otras órdenes que, aunque no fueran entusiastas partícipes de la nueva sensibilidad, veían en la expulsión de los jesuítas una ocasión inmejorable para acrecentar su influencia y patrimonio. Con todo, el eje de la política eclesiástica oficial no se orientó tanto a fortalecer el papel del clero regular adicto (aunque no dejó de recompensarlo), sino que propició fundamentalmente la reforma del clero secular; a este fin contribuyeron los concilios que se realizaron en México, Lima y Charcas en los años inmediatos a la expulsión.
En el mundo rioplatense, las relaciones entre jesuítas, elites y autoridades habían tenido una importancia fundamental, pues no sólo habían sido decisivos para asegurar las fronteras sino también para someter a los vecinos díscolos de Asunción, en 1736. Por otra parte, el peso de la Compañía en la corte era notable. Probablemente el momento culminante de esta influencia cortesana haya sido la Real Cédula de 1743, que consagró los privilegios tributarios y organizativos de las misiones guaraníes.
Sin embargo, la guerra guaranítica desarrollada entre 1753 y 1756 acrecentó las prevenciones contra la Compañía. Los tratados entre las coronas portuguesas y españolas de 1750 y 1751 buscaban rediseñar los límites imperiales e implicaban el traslado de siete pueblos misioneros, pero la resistencia indígena adoptó la forma de un levantamiento encabezado por el cacique Nicolás Neenguirú, quien enfrentó a los destacamentos militares de ambos imperios. Aunque la instigación jesuíta nunca fue fehacientemente probada, y a pesar de que las evidencias sugieren que los misioneros intentaron contener el levantamiento, su virulencia era prueba para muchos del fracaso del experimento jesuíta y mostraba que la Compañía era una suerte de estado autónomo dentro del imperio, con indios más leales a ella que a la Corona. A afirmar esta impresión contribuía la masiva presencia de misioneros extranjeros que, a fines de la década de 1750, representaban un tercio del total. Así, el primer paso fue prohibir esta práctica en 1760. El siguiente fue la decisión tomada el 2 de abril de 1767, cuando una Pragmática Sanción dispuso la expulsión de la Compañía de todos los dominios españoles.



La expulsión no fue una iniciativa exclusivamente española: la decisión de Carlos III fue precedida por Portugal en 1759 y por Francia en 1764. Pero fueron los conflictos internos de la metrópoli los que la desencadenaron: en la Semana Santa de 1766 estalló una virulenta revuelta del “populacho” de Madrid, que exigía desde la rebaja de los precios de los artículos de primera necesidad hasta la destitución del marqués de Esquilache y la derogación de varias de sus impopulares decisiones. En un contexto de aguda crisis económica y fuertes disputas cortesanas, el levantamiento, conocido como el motín de Esquilache, se transformó en una impugnación abierta del mal gobierno, encarnado en el repudiado ministro. Una vez reprimida la sublevación, la investigación oficial llegó a una conclusión taxativa: detrás del motín estaba la instigación jesuíta.


La orden real llegó secretamente al Río de la Plata en junio; un mes después, estaba ejecutada. Los miembros de la Orden fueron apresados y embarcados inmediatamente hacia España y los bienes de la Compañía confiscados y puestos bajo la administración estatal en las llamadas Juntas de Temporalidades. La expulsión, sin embargo, encontró resistencias aunque no fueron articuladas ni generalizadas.



La historia completa de las resistencias a la expulsión aún está por indagarse, pero pueden señalarse algunas evidencias. Por ejemplo,
Carlos Birocco ha revelado que los esclavos de la estancia jesuita de San Antonio de Areco se amotinaron el 30 de septiembre de 1767 gritando que “no eran esclavos del rey, sino de los padres" y acompañados por sus mujeres se lanzaron a la fuga; al parecer 26 nunca pudieron ser hallados. Entre los esclavos de las estancias jesuítas de Córdoba se produjeron rebeldías y fugas colectivas. Actitudes resistentes también se manifestaron entre las decenas de arrendatarios que vivían en las tierras jesuítas de Buenos Aires; cobrarles los arriendos fue extremadamente difícil para los nuevos administradores, pues durante décadas muchos de estos campesinos se resistieron apelando a los acuerdos que habían mantenido con los jesuítas. En el Paraguay, no hay evidencias de rebeldías abiertas, pero la fuga y la emigración desde los pueblos misioneros fue desde entonces una constante.





En esas resistencias convergían varios conflictos. Los casos de Salta y Ju- juy resultan ilustrativos. Como ha mostrado Gustavo Paz, las relaciones entre el Cabildo de Jujuy y el gobernador del Tucumán eran muy tensas desde 1764, dado que se había apoderado de los fondos capitulares para destinarlos a la defensa de la frontera chaqueña. Cuando el gobernador hizo efectiva la orden de expulsión, los vecinos de Jujuy y Salta, con la colaboración de los tenientes de gobernación de ambas ciudades, se levantaron para repudiarlo. En Jujuy, una multitud de más de 300 hombres armados apresó al gobernador y lo expulsó de la ciudad; poco después, una situación similar se produjo en Salta, donde su casa fue asaltada y saqueada. La afrenta no pasó desapercibida y el Virrey de Lima envió una fuerza armada para apresar a los rebeldes, aunque sus jefes terminaron absueltos.
Estos episodios evidencian las estrechas relaciones que la Compañía había tejido con las elites locales a través de la educación y de su inserción en la economía local, especialmente por sus actividades financieras. A su vez, atestiguan hasta qué punto ese entramado local era capaz de absorber a los funcionarios reales -como los tenientes del gobernador que habían terminado encabezando la revuelta- y, de no ser posible, ofrecerles franca resistencia. Las reformas, y particularmente la instalación de intendencias, apuntaban a restringir este margen de autonomía local.
Franciscanos, dominicos, mercedarios y voraces administradores se hicieron cargo de las misiones. En Córdoba fueron los franciscanos quienes pasaron a controlar la Universidad y se reforzó la orientación regalista de las doctrinas enseñadas. En forma semejante, los bienes del Colegio jesuita de Buenos Aires sirvieron para organizar el Real Colegio de San Carlos. La educación superior se ponía al servicio de la reforma.

La decisión imperial de 1776 de separar importantes jurisdicciones del viejo Virreinato del Perú y constituir uno nuevo con cabecera en Buenos Aires no fue la primera de este tipo que adoptaron los Borbones. En 1739, ya habían conformado el Virreinato de Nueva Granada con capital en Bogotá. Ahora, le mutilaban al dilatado Virreinato de Lima casi todas sus jurisdicciones del sur. Le quedaba, con todo, Chile, aunque su transformación en Capitanía General dotaba a los territorios que dependían de Santiago de un poder político muy centralizado y un amplio margen de autonomía. La decisión terminaría arrojando resul-



tados paradójicos: el nuevo Virreinato viviría una fase de intenso crecimiento y se transformaría al estallar la crisis imperial en uno de los bastiones más firmes del movimiento revolucionario.

La decisión de organizar el Virreinato fue tomada en el contexto de una aguda confrontación con la corona portuguesa por el control de los territorios de la cuenca del Plata. Con ella, la pequeña aldea -para emplear la feliz expresión de González Lebrero- consolidaba instituclonalmente un proceso de crecimiento mercantil que se había iniciado décadas antes y que se sustentaba en su creciente capacidad para concentrar los circuitos de intercambio legales, ilegales o paralegales y, en especial, el flujo de buena parte de la circulación de la plata producida en los distritos mineros del Alto Perú. Este crecimiento se apoyaba tanto en la recuperación de la minería andina, evidente desde la década de 1730, como en la creciente importancia del comercio con el Pacífico sur, que había habilitado la legalización de la ruta por el Cabo de Hornos en la década de 1740.





Los distritos mineros altoperuanos sostenían el financiamiento de la estructura virreinal, pues suministraban la mayor parte de los recursos fiscales y testimoniaban el triunfo de los comerciantes del puerto del Río de la Plata frente a sus competidores limeños. No por casualidad, el primer virrey de Buenos Aires prohibió la circulación de plata potosina hacia el Perú. A su vez, la inclusión dentro de la jurisdicción del nuevo Virreinato del corregimiento de Cuyo separaba administrativamente por primera vez a esta región de su cabecera en Santiago de Chile. El espacio económico peruano, cuya configuración en el siglo XVI describió Assadourian, estaba dando lugar a la constitución de un espacio económico rioplatense.
La designación de un virrey era tan sólo el primer paso; la estructura de gobierno virreinal se completó en los años siguientes. La habilitación completa del puerto de Buenos Aires al comercio intercolonial con el Reglamento de Libre Comercio entre España e Indias de 1778 trajo consigo la legalización de prácticas anteriormente toleradas, un notable incremento del tráfico y la constitución de un dispositivo administrativo con la instalación de la Real Aduana en Buenos Aires y en Montevideo. En 1781 se organizó el Estanco de Tabacos, una repartición estatal destinada a regular la actividad de los cultivadores y a monopolizar la elaboración y comercialización.
En 1782, tras la derrota de los movimientos insurreccionales indígenas que sacudieron el dominio colonial en los Andes, el territorio virreinal fue dividido en ocho intendencias o provincias, término que en la época designaba estas grandes unidades administrativas y que aún no tenía el sentido que adquirió en la era postrevolucionaria. Esta decisión modificaba el esquema del poder político colonial porque venía a colocar una camada de hombres nuevos en la cúspide del poder de cada región, un grupo de burócratas a sueldo y de carrera, reclutados mayoritariamente en la Península, aunque también había algunos seleccionados entre ciertas distinguidas familias criollas. Los intendentes concentraron atribuciones de los ramos de guerra, hacienda, justicia y policía (en particular, los dos primeros), con el propósito de subordinar a los cabildos, aunque los resultados fueron más complejos de lo previsto.
Hacia 1785, Buenos Aires volvía a contar con un máximo tribunal de justicia, una Audiencia que habría de restringir las incumbencias que desde el siglo XVI había tenido la que funcionaba en Charcas. Era parte de un conjunto de iniciativas orientadas a mejorar la administración de justicia y hacerla más afín a los propósitos de la Corona. En este



sentido, las nuevas Audiencias (en Buenos Aires, Cuzco y Caracas) no eran sino un aspecto de una política que trataba de impedir la venta de cargos de oidores que oficialmente había comenzado a fines del siglo XVII, y que había sido uno de los caminos a través de los cuales buena parte del personal judicial especializado había terminado por reclutarse entre las elites locales. Para decirlo en los términos acuñados por Burkholder y Chandler, se intentaba propiciar el pasaje de la “era de la impotencia” a la “era de la autoridad”.
En 1794 hubo otro avance en esta dirección: las gestiones que durante varias décadas habían llevado adelante los comerciantes porteños para desembarazarse de la regulación comercial ejercida desde Lima se vieron recompensadas con la organización del Consulado de Buenos Aires y sus diputaciones provinciales. La nueva institución era al mismo tiempo el órgano de representación del gremio mercantil, el tribunal que entendía en las disputas comerciales y una junta encargada de proponer medidas y políticas de fomento de la economía. En su seno, se entablaron las principales disputas entre las concepciones y prácticas mercantiles de antiguo cuño y las renovadoras orientaciones que impulsaban nuevos grupos.

Un nuevo estamento burocrático se estaba conformando. En 1767 había en Buenos Aires sólo cuatro reparticiones oficiales con 14 empleados; dos décadas después las primeras ascendían a 10 y los segundos a 125. El 64 por ciento de estos individuos era de origen peninsular, el 29 por ciento, de Buenos Aires (aunque concentrados en los escalones más bajos de la administración), y el 7 por ciento restante provenía de otras regiones americanas. Cabe agregar un dato no menos significativo: el 71 por ciento de las esposas de estos burócratas había nacido en Buenos Aires. En otros términos, la conformación de una burocracia profesional desligada de compromisos locales pareciera haber quedado a mitad de camino. Este estamento no era demasiado amplio y su autoridad efectiva siguió dependiendo (a pesar de las pretensiones oficiales) de los lazos que pudiera entablar con la elite local. La intrincada trama que anudaba intereses privados y posiciones oficiales, y que hacía posible el ejercicio de la autoridad y la acumulación mercantil, no había sido deshecha por las reformas sino que había adoptado nuevas modalidades e incluido a nuevos protagonistas. ^



Hacia 1780, la subsistencia del orden colonial fue amenazada en los Andes por una serie de movimientos insurreccionales, cada uno con su propia dinámica y características. El 4 de noviembre de 1780, el corregidor Antonio de Amaga fue ahorcado públicamente en la plaza de Tungasuca, en un movimiento dirigido por el jefe indígenajosé Gabriel Condorcanqui. Unos días después, tras el asalto del pueblo de Sanga- rará, la movilización se expandió por toda el área cuzqueña y adoptó la forma de una insurrección general. Condorcanqui, que pertenecía a un linaje noble indígena y se consideraba descendiente de los incas, había realizado previamente innumerables gestiones legales y judiciales para obtener su reconocimiento. Ahora, a la cabeza de la insurrección, adoptó el nombre de Túpac Amara II, se proclamó Inga-Rey y fue reconocido por buena parte de las comunidades quechuas del sur andino que vieron en la insurrección la ocasión para restaurar el Tawantisuyu.

La alarma cundió entre las autoridades, desde Jujuy hasta Córdoba y desde Asunción hasta Mendoza. A veces provenía de la aparición de pasquines favorables a los rebeldes, como sucedió en Santiago del Estero en abril de 1782. En esta ocasión, las autoridades se apuraron a destruirlos para evitar que la plebe se enterara de su contenido. Otra era ocasionada por denuncias de conspiraciones que se habrían estado preparando para el momento en que llegaran las fuerzas tupamaristas: así aconteció en Mendoza, donde circuló la noticia de que los conspiradores buscaban adquirir un retrato de Carlos III para quemarlo en la plaza de la ciudad. También, en ocasiones, se acentuaba la desconfianza de las autoridades hacia las milicias que debían ser movilizadas para colaborar con la represión, como sucedió en Córdoba, Tucumán, Salta y Jujuy. Pero fue en La Rioja donde se puso de manifiesto que la alarma podía deberse a gran variedad de motivaciones: en abril de 1781, el comandante de armas había tenido serias dificultades para movilizar a las milicias, que no sólo exigían negociar quiénes iban a comandarlas sino que además protagonizaron un estruendoso tumulto en la plaza de la ciudad, saquearon los almacenes del estanco de tabaco y exigieron que se les vendiera “con una considerable rebaja”. Sin embargo, las mayores preocupaciones



surgieron en Jujuy, donde se identificaron varios focos rebeldes. Uno, en la puna, donde las autoridades temían la influencia de la insurrección del corregimiento altoperuano de Chicas, donde había sido muerto el corregidor debido a directivas de los tupamaristas, y en cuyos pueblos circulaban edictos rebeldes; otro, en los valles calchaquíes, donde parece haber habido conatos de rebelión en algunas encomiendas; un tercero estaba en la frontera oriental salto-jujeña, donde desde febrero de 1781 corría la voz entre los indios de "que los pobres quieren defenderse de la tiranía del español y que muriendo estos todos, sin reserva de criaturas de pecho, solo gobernarán los indios por disposición de su Rey Inca”. Estos rumores aterraron a los vecinos de San Salvador, que no podían dejar de tener en cuenta “la mucha gente plebeya de que se compone esta ciudad” y temían un asalto combinado de indios tobas “que se hallan ya fuera de su reducción” con otros afincados en las inmediaciones de la ciudad. Por cierto, el liderazgo identificado del núcleo rebelde era heterogéneo. El principal parece haber sido José Quiroga, un mestizo que se había desempeñado como intérprete en la reducción de indios tobas de San Ignacio; otros eran Antonio Umacata (un indio que era “muy ladino en el hablar Castellano”), Gregorio Juárez (un criollo santiagueño) y Basilio Rezazo (un “mestizo amulatado” oriundo de Chichas). La represión fue muy violenta, y el gobernador Andrés Mestre pasó por las armas a unos 90 matacos, entre hombres, mujeres y niños. La alarma también sonó en Asunción, donde se había ordenado movilizar 1000 milicianos para colaborar con la represión: las autoridades habían detectado que circulaban “estampas” del “traidor tupamaro” y hasta algunos “cholos” que, se presumía, eran sus emisarios. Los milicianos paraguayos debían dirigirse primero a Buenos Aires, pero rápidamente se hizo evidente el aumento de las deserciones en los contingentes que se dispersaron entre Corrientes y la Banda Oriental. Incluso en los años noventa, encontramos en la campaña de Buenos Aires un indio cuyo gentilicio es “tupamaro”. ^
Al poco tiempo, Túpac Amaru II había obtenido la adhesión de un amplio territorio indígena que llegaba hasta Azángararo, en la costa del lago Titicaca, y abarcaba prácticamente todo el sur del Virreinato del Perú. Sin embargo, la proclamación fue rechazada por otros jefes y curacas andinos que se alinearon activamente con el orden colonial. Esta colaboración resultó decisiva para que, en enero de 1781, los españoles lograran impedir que los rebeldes se apoderaran de Cuzco. En abril, las fuerzas de Túpac Amaru II fueron derrotadas, y el 18 de mayo de 1781,



éste fue juzgado, muerto y descuartizado en el Cuzco junto a su mujer, Micaela Bastidas, y varios familiares que ocupaban rangos decisivos en el movimiento insurreccional. Con todo, la rebelión de los tupamaristas o tupamaros no había sido vencida, y la jefatura rebelde pasó a su primo, Diego Cristóbal. Mientras tanto, la rebelión se había hecho fuerte en la región de Puno, donde también la ciudad fue sitiada por los rebeldes.
La rebelión había estallado también en el Alto Perú. El 10 de febrero, otro importante foco rebelde apareció en Oruro: tras un motín popular encabezado por los hermanos Rodríguez y articulado a través de la sublevación de las milicias de la ciudad, se estructuró un heterogéneo movimiento rebelde en el que convergían criollos, mestizos e indios, una alianza que no duró mucho tiempo. Poco después la rebelión alcanzaba el altiplano de La Paz, era protagonizada por pueblos aymara y estaba dirigida por Julián Apaza, un campesino de Ayo Ayo que había sido mitayo y sacristán y que tomó el nombre de Túpac Katari. El movimiento rebelde que encabezó se caracterizó por su radicalismo étnico y por establecer un sitio de la ciudad de La Paz prácticamente continuo entre marzo y octubre. El enfrentamiento fue tan violento que provocó más de 6000 muertos en una ciudad que no excedía los 20 000 habitantes. Las dos alas principales de la insurrección, la quechua, encabezada por los Amaru, y la aymara, dirigida por Katari, no llegaron a obtener una eficaz coordinación y terminaron derrotadas: el 14 de noviembre de 1781, Katari corría la misma suerte que Túpac Amaru II. Al año siguiente fueron condenados a muerte su mujer, Bartolina Sisa, que también había ejercido el mando de las fuerzas insurgentes, y sus principales oficiales.
También al norte de Potosí había habido otro foco rebelde. En agosto de 1780 comenzaba un movimiento dirigido inicialmente contra el corregidor, que exigía la liberación de su cacique, Tomás Katari. Así, cuando Túpac Amaru II iniciaba su insurrección en Tinta, en Chayanta hacía ya dos meses que los aymaras habían quebrado el sistema de dominación y ejercían el poder regional. Tomás Katari fue el líder de la rebelión hasta su muerte el 7 de enero de 1781, cuando el liderazgo pasó a sus hermanos Dámaso y Nicolás. El movimiento se radicalizó a tal punto que en febrero de 1781 los rebeldes sitiaron la ciudad de La Plata y amenazaron con acabar con toda la población hispana. Para marzo, el movimiento rebelde de Chayanta había empezado a desgranarse hasta que fue definitivamente derrotado.
La magnitud de la “Gran Rebelión” no puede explicarse sólo como una respuesta a las reformas borbónicas, sino que debe integrarse a las



dinámicas de resistencia y movilización que los pueblos andinos venían desplegando desde mucho antes. Sin embargo, es indudable que las reformas tuvieron incidencia en la simultaneidad de los movimientos insurgentes. La legalización del reparto forzoso de mercancías a través de los corregidores en la década de 1750 es sin dudas uno de los motivos que concitaron inicialmente el odio rebelde. A su vez, las decisiones de la década de 1770 acrecentaron los descontentos: la duplicación de las tasas de la alcabala, la multiplicación de las aduanas recaudadoras y los intentos oficiales de impedir el tráfico de plata potosina al Perú eran medidas que afectaban seriamente los circuitos mercantiles indígenas. Además, las reformas alteraron los criterios que regían el cobro del tributo, y el afán recaudador había extendido la condición de tributarios a pobladores de los pueblos de indios sin tierras asignadas e incluso a las castas que vivían en ellos. Con todo, los resultados fueron extremadamente variables. Como ha indicado Silvia Palomeque, en la puna el número de tributarios se duplicó y allí, como en la Quebrada de Huma- huaca y en el valle de Salta, la totalidad de los indios empadronados se convirtió en tributario. En Santiago del Estero, en cambio, sólo los originarios quedaron como tributarios mientras que el resto, aunque fue reconocido como indio, conmutó la obligación a cambio de un servicio de milicia. En Córdoba, tan sólo el 37 por ciento de los indios pasó a ser tributario, y en Tucumán, el 25 por ciento.
Tras la represión violenta y sangrienta, las reformas se profundizaron. El sistema de repartos fue prohibido (aunque estuvo lejos de desaparecer) y los corregidores desplazados: fueron los intendentes y sus subdelegados los nuevos responsables de la recaudación del tributo. Con los corregidores, las autoridades también buscaron desplazar a los caciques sospechosos de haber adherido o simpatizado con la rebelión.

El sistema político que había imperado durante más de dos siglos se basaba, en buena medida, en el consenso que el imperio tenía entre los grupos de elite coloniales. En cierto modo, funcionaba como un delicado e inestable equilibrio entre los requerimientos metropolitanos, los intereses de las elites locales y las formas de resistencia de los grupos sociales subalternos. Era una situación de negociación y renegociación permanente, en la cual la autoridad política, dotada de una raquítica estructura burocrática, debía lidiar y arbitrar entre las redes que com-



ponían las facciones que dividían las elites, lo cual hacía que el ejercicio efectivo de la autoridad dependiera del consenso que tuviera en el entramado social local.
Las reformas estaban orientadas a romper este equilibrio, en particular la instauración de intendencias. Pero introdujeron una nueva jerarquía entre las ciudades que alteraba las situaciones vigentes: en un primer nivel quedaba la capital virreinal, que a la vez fungía de capital de su propia intendencia; en un segundo nivel se situaban las cabeceras de intendencias; por último, quedaban las ciudades subordinadas. En forma complementaria, algunos territorios fronterizos -como Montevideo, Misiones, Moxos y Chiquitos- adquirieron el estatuto de gobierno militar y dependían directamente de la autoridad virreinal.
Dada esta nueva situación, los cabildos se veían limitados en su autonomía por la presencia de intendentes y subdelegados, al tiempo que esas mismas autoridades esperaban que ejercieran un control más efectivo de la población y los territorios. De esa ambigüedad emerge el mosaico de situaciones que ofrecen los cabildos durante las reformas y que expresan las diferentes capacidades de las elites para afrontarlas.
En la Intendencia de Salta, el gobernador extrajo de la órbita de los cabildos la recaudación de la sisa -el impuesto a la circulación mercantil destinado a sostener la guerra de fronteras- y lo depositó en manos de la Real Hacienda. Con ello modificaba hábitos y beneficios arraigados; además, trasladó la oficina recaudadora de Jujuy a Salta. No fue la única pérdida que sufrió la elite jujeña: poco más tarde, la puna quedó bajo una delegación dependiente del gobernador intendente y fue sacada de la jurisdicción del Cabildo de San Salvador. Sin embargo, se trataba de un proceso de subordinación incompleto, pues la elite capitular logró que los subdelegados volvieran a ser reclutados entre sus miembros. Otra ciudad subordinada era Tucumán. Aquí los estudios de Tío Vallejo muestran una imagen distinta, pues la elite capitular parece haber fortalecido su autoridad en el mundo rural a través de la multiplicación de jueces pedáneos reclutados entre personas influyentes de la campaña muy relacionadas con ella, al punto que logró disputarle a la Intendencia la atribución de designarlos.
En la capital, Salta, la elite tuvo bastante éxito en limitar el poder del intendente, pese a la intensa lucha de facciones que la dividía y que expresaba los conflictos entre los grupos abroquelados en el Cabildo y los que apostaban a servir de apoyatura al intendente. Era un patrón típico de la lucha política colonial, que tendía realizarse entre “bandos”, “partidos” o “pandillas” (para recuperar los términos con



que eran denostados) estructurados en torno a lazos sociales previos y amparados por alguna autoridad. Por estas razones, el enfrentamiento adoptaba la forma de conflictos entre instituciones por derechos, privilegios, jurisdicciones y cuestiones ceremoniales. Incluso un destacado miembro de esta elite, Nicolás de Isasmendi, llegó a ser designado gobernador intendente.
En Córdoba, los lazos entre la elite y el primer gobernador intendente, el marqués de Sobremonte, fueron muy intensos. Según Ana Inés Punta, esta situación estaría mostrando un modo de construcción de una política de consenso en plena reforma. Si bien el Cabildo cordobés vio reducidas sus atribuciones, el grupo de poder predominante en la ciudad desde la década de 1760 -el linaje de los Allende y sus aliados y allegados, entre los que estaban los franciscanos- habría mantenido su posición de primacía mediante esta alianza. Así, si bien la Intendencia asumía atribuciones del Cabildo, también le abría nuevas oportunidades, como la multiplicación de los jueces pedáneos que pasaron de 18 en 1775 a 84 en 1806, o los alcaldes de barrio, que pasaron de 2 a 13 en 1794.
¿Cómo fue la dinámica política en la capital del Virreinato? En Buenos Aires, hasta 1776, el Cabildo había compartido el poder de la ciudad con un entramado burocrático que prácticamente se reducía al gobernador, el comandante del presidio y el obispo. Celoso de sus atribuciones, se había enfrentado con el Cabildo de Santa Fe para afirmar su jurisdicción, y en la misma campaña bonaerense había tratado de limitar la jurisdicción del otro Cabildo que existía allí desde 1756, el de la Villa de Luján. Con la transformación de la ciudad en capital virreinal, las cosas cambiarían radicalmente para los capitulares porteños, acostumbrados a un amplio margen de autonomía. Entre 1776 y 1810, tuvieron conflictos con todas las nuevas autoridades y forzaron a los funcionarios virreinales a sucesivas negociaciones. Esta fortaleza, que parecía limitada durante las reformas, volvió a ponerse en completa evidencia a partir de 1806.

Con las reformas no sólo arribaba un contingente de burócratas y militares sino que se acentuó la inmigración peninsular, cuyos efectos se hicieron notar en el conjunto social y particularmente en la elite.
La organización del Virreinato y la habilitación del puerto de Buenos Aires al tráfico directo con los puertos españoles no fueron las únicas



medidas que facilitaron la emergencia de nuevos grupos mercantiles en los que tenían un papel decisivo los mercaderes, que arribaban desde diferentes regiones de la Península. El azogue era el insumo básico de la minería, y su provisión y precio determinaba el ritmo y la rentabilidad de la producción. Dado que la producción en las minas de Huan- cavelica resultaba insuficiente, la Corona comenzó a subsidiar la provisión de azogue desde las minas de Almadén en Andalucía y logró reducir casi a la mitad su precio de venta. En 1778, dispuso que los barcos pudieran desembarcar ese cargamento en Buenos Aires. La legalización de este tráfico permitió la instalación de asentistas de azogue, comerciantes que obtenían la concesión monopólica del abastecimiento de este vital producto y, con ello, el acceso a una parte sustantiva de la plata potosina. A su vez, las remesas del situado militar desde Potosí contribuían a dinamizar el mercado porteño: en la década de 1750 rondaban un promedio anual de 130 000 pesos; dos décadas después, superaban los 600 000, y para la década de 1790, estaban en el rango del millón y medio. Dado que se gastaban en su totalidad en Buenos Aires o Montevideo, estas partidas aumentaban el volumen de aquellos mercados y convertían a los comerciantes encargados de su transporte en personajes clave del comercio y el crédito rioplatense.

Estudiada por Jorge Gelman, esta trayectoria muestra con claridad las nuevas situaciones. El padre del futuro procer había inmigrado a Cádiz en 1750 desde la Liguria italiana y poco después se afincó en Buenos Aires, donde se casó con María Josefa González Casero, natural de Santiago del Estero. Naturalizado español y avecindado en la ciudad, inició una fulgurante carrera hasta convertirse en uno de los más importantes comerciantes de la capital. Su llegada e inclusión en la elite mercantil fue previa a las reformas, pero la magnitud de sus operaciones comerciales fue impulsada por la formación del Virreinato. El radio geográfico de sus operaciones comerciales era extremadamente amplio y terminó abarcando desde Cádiz y La Coruña hasta Francia e Inglaterra. En América, sus actividades lo vinculaban a Brasil (desde donde se dedicó a la importación de esclavos), Lima, Santiago de Chile y, por supuesto, Córdoba, Corrientes, las Misiones, Asunción y Potosí. Inicialmente sus actividades mercantiles abarcaban Buenos Aires, las ciudades del litoral y algunas del interior, como Jujuy



y Mendoza; en una segunda fase, hacia 1778, se ampliaron hacia Chile y la Península y, al final de su trayectoria, adquirieron la amplitud y diversidad señaladas. Si Belgrano Perl no se especializó en un determinado ámbito geográfico, tampoco lo hizo en un rubro determinado. Sus operaciones de importación y exportación abarcaron "efectos de Castilla”, esclavos, "frutos del país” (yerba, ponchos, harinas, cueros, maderas, etc.), oro y plata. La diversiflcación de las inversiones incluía, además, las propiedades urbanas (muy útiles para destinarlas al alquiler o para hipotecarlas en busca de créditos), el crédito y la explotación rural. Por último, Gelman deja muy en claro otra dimensión de la trayectoria de Belgrano: su inserción en el sistema político colonial. En este sentido, conviene registrar su acceso a cargos honoríficos como la oficialidad de las milicias o el de regidor del Cabildo porteño, junto con otros que eran honoríficos y rentables a la vez, como ser el primer contador de la Real Aduana de Buenos Aires en 1778 o el tesorero de la Hermandad de la Santa Caridad. Sus hijos fueron parte importante de sus relaciones con el comercio y con la administración: una de sus hijas se casó con Julián Gregorio Espinosa, un importante comerciante y hacendado de la Banda Oriental, y otra con uno de los administradores de las misiones. Manuel fue enviado a estudiar a Salamanca y regresó como secretario del Consulado, prueba de las estrechas relaciones de su padre con la administración imperial. Este tipo de relaciones se anudaba de diverso modo, desde el establecimiento de lazos parentales hasta el crédito y las fianzas a los nuevos funcionarios. Es evidente que ninguna trayectoria individual puede ilustrar la totalidad de las estrategias e itinerarios desplegados en la renovación de las elltes coloniales, pero un ejemplo como éste ayuda a comprender algunos de sus mecanismos. Las reformas, por tanto, modificaban las modalidades de relación entre burócratas y elites locales, más que desplazarlas efectivamente.
Otro rubro decisivo de las importaciones eran los esclavos provenientes de Africa o Brasil. Desde comienzos de siglo, sucesivas concesiones a ingleses y franceses habían permitido la instalación de asientos negreros en Buenos Aires; en general, los comerciantes porteños realizaban este tráfico en forma pasiva, comprando esclavos en el puerto y revendiéndolos en los mercados interiores. Desde la década de 1780, emergieron nuevos protagonistas, y la liberalización de la trata negrera impulsó a algunos comerciantes de Buenos Aires y Montevideo a obtener licencias de importación para realizar un comercio activo



fletando los buques negreros. A cambio, obtenían permisos para la exportación de frutos del país, por lo cual el tráfico de esclavos empujaba las ventas de cueros y carnes saladas. Algunos de estos mercaderes instalaron los primeros saladeros en la Banda Oriental y hasta se convirtieron en abastecedores de la Armada Real. De esta forma, los comerciantes innovadores estaban modificando el tradicional distan- ciamiento de la elite mercantil porteña respecto de la producción rural. Por un momento, hacia mediados de la década de 1790, parecía que en Buenos Aires se estaba conformando un núcleo mercantil innovador y bastante autónomo, dispuesto a aprovechar las oportunidades que la renovación imperial brindaba y que las dificultades metropolitanas acrecentaban. Estos datos ayudan a comprender algunos rasgos de la transformación de las elites mercantiles y los alcances limitados que tuvieron los propósitos de las reformas.
Puede decirse que el mundo de la elite vivió un proceso de ampliación y renovación que precedió y acompañó a las reformas. Después tendió a manifestar signos de creciente fragmentación, si bien nunca era definitiva y siempre había posibilidades de recomposición. Otra dimensión a considerar son las fricciones que introducían en su interior tanto las reformas como la difusión de nuevas ideas, nociones y valores. Ahora bien, estas nuevas doctrinas provenían en buena medida de la misma burocracia imperial y su divulgación se vio facilitada por el vacío que dejó la expulsión de la Compañía de Jesús, que había tenido un rol privilegiado en la cohesión cultural de los grupos dominantes y su fidelidad a la Corona. Los funcionarios reales deben de haber llevado algunas de estas ideas más allá de las ciudades capitales, como pudo haber sido el caso de Rocamora o Azara, cuando cumplieron sus misiones en tierras de frontera. Seguramente también un ámbito de difusión fue la reducida corte virreinal y los nuevos espacios de sociabilidad, como las tertulias, los teatros y los cafés que comenzaban a emerger. Hubo otros canales, como las nuevas cátedras académicas en Charcas, Córdoba o Buenos Aires. Y otros medios, como las gacetas y periódicos que venían de la Península o de otras zonas de América, dado que en Buenos Aires los primeros y balbuceantes intentos recién se produjeron al despuntar el siglo XIX. También funcionaron posiblemente como vehículo de transmisión aquellos individuos que habían ido a estudiar a Europa.



El 10 de abril de 1801 comenzó a publicarse en Buenos Aires el Telégrafo Mercantil, Rural, Político, Económico e Historíográfico, que fue el primer periódico del Río de la Plata y uno de los canales de difusión de las nuevas ideas. Como lo ha demostrado José Carlos Chiaramonte, la recepción de las ideas económicas de la Ilustración (y, en especial, del neomercantilismo italiano) ya se había producido entre algunos grupos porteños, así como también circulaban desde la capital hasta Córdoba y Charcas entre individuos del clero. Estas evidencias ameritan una conclusión provisoria: la diseminación y apropiación de este conglomerado de ideas y valores debe haber alcanzado sólo a una parte muy reducida de las elites e introducido fracturas culturales e ideológicas nuevas. Pero también generan un inmenso interrogante: ¿qué difusión y recepción tuvieron fuera del mundo de las elites?





Los ideólogos de las reformas compartían la convicción de que la sociedad podía ser moldeada desde el estado y pensaban a la autoridad como una arquitectura política que debía fijar reglas racionales de comportamiento y formalizar relaciones y ordenarlas. Para ello, debían cambiar las formas habituales de la piedad barroca y civilizar a unos vasallos-feligreses que eran vistos ahora como dominados por ideas mágicas y supersticiosas. En estas condiciones, una nueva sensibilidad, más “civilizada” y más “urbana”, comenzaba a diseminarse entre algunos segmentos de las elites del vasto imperio, entre quienes los jesuitas habían sentado tan firmemente su influencia.
Como sea que haya sido, parecería que siguen siendo válidas las descripciones que hiciera Halperin Donghi: las reformas habían renovado menos a esta sociedad que lo que habían transformado su economía y, sobre todo, su cultura y su estilo de vida. Al comenzar el siglo XIX, las elites coloniales tenían una imagen muy rígida de la sociedad en que vivían, que seguía siendo sustancialmente barroca. Hasta las nuevas instituciones y autoridades de la monarquía reformadora parecen haberse impregnado de las concepciones jerárquicas que seguían imperando en la vida social. La efectiva y masiva difusión de las nuevas ideas y la nueva sensibilidad parecen ser más un efecto de la crisis del orden colonial que una de sus causas.


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