viernes, 25 de septiembre de 2015

De la sociedad feudal al capitalismo - Susana Bianchi - Capítulo 3

3               Las transformaciones del pensamiento La división de La cristiandad
Durante la época feudal, a pesar de la fragmentación del poder político, siempre se había aceptado la idea de que existía -o por lo menos, debía existir- una instancia superior que unificaba a la cristiandad. Era una concepción heredada del Imperio Romano, representada en el ideal de un orden ecuménico. De esta manera se consideraba que esa unidad se encontraba representada por el Emperador, en el plano político, y por el Papa, en el plano religioso.
Pero ese ideal de una unidad ecuménica comenzó a perderse con el ascenso de las monarquías absolutas: cada rey en su reino era la autoridad suprema, no se reconocía ninguna otra instancia superior a la que se pudiera apelar. Pero esta ruptura de la idea de unidad no se dio solamente en el plano político, sino también en el plano religioso. Desde el siglo XIV, muchos movimientos considerados heréticos por la Iglesia habían reclamado una espiritualidad mas pura y habían condenado la conducta corrupta de los eclesiásticos. En el siglo XVI estos movimientos adquirieron la coherencia necesaria para dividir a Europa en dos áreas: la católica y la reformada.[1]
En 1515, el monje alemán Martín Lutero había colocado en las puertas del castillo de Wittenberg sus célebres 95 tesis oponiéndose a la venta de las indulgencias. Lutero no aspiraba a dar origen a un movimiento reformista pero, en la medida que sus críticas se difundieron rápidamente, fue definiendo con mayor precisión su doctrina: la libre interpretación de la Biblia, la fe como el único medio de salvación, y el diálogo con Dios como un acto directo e individual. La condena de su doctrina por el Papado (1519) y su posterior excomunión tuvieron efectos distintos a los buscados por Roma: a partir de allí se inició el movimiento conocido como la Reforma, que se difundió por el norte y centro de Europa, dando origen a numerosas interpretaciones locales.
Entre estas interpretaciones locales, la más importante fue la desarrollada en Suiza por Juan Calvino (1509-1564). En efecto, el calvinismo generó una dinámica que a largo plazo contribuyó a transformar a la sociedad influenciando sobre todo el protestantismo e incluso sobre el mismo catolicismo. Excluyendo cualquier práctica religiosa de carácter mágico-católica, a partir de una severa disciplina eclesiástica, consideraba a la fe no como un mero reconocimiento intelectual sino como una conducta que se reflejaba en la vida cotidiana, tanto en la esfera familiar como en la praxis estatal. En síntesis, el calvinismo impulsó una vida comunitaria activa que impregnó todos los ámbitos de la existencia.
La influencia del calvinismo sobre el catolicismo se advierte en e\ jansenismo, movimiento que se formó en Francia por oposición a la influencia que los jesuitas ejercían dentro de la Iglesia romana. Contrarios a toda manifestación religiosa externa de pompa y lujo, los jansenistas abogaban por un rigorismo ético. Si bien el movimiento, indudablemente elitista, había surgido en círculos clericales pronto se extendió a capas de la nobleza y de la burguesía letrada. Incluso, su relación con círculos literarios y científicos —Racine y Pascal fueron jansenistas— aumentó su prestigio social. A pesar de la condena papal a comienzos del siglo XVIII, la influencia del jansenismo, fuera y dentro de Francia, se extendió hasta entrado el siglo XIX.
La rebelión contra Roma llegó también a Inglaterra. En un primer momento, el rey Enrique VIII (1509-1547) se había opuesto al movimiento reformista e incluso escribió un manifiesto en contra de Lutero que le valió el título de “defensor de la fe”. Sin embargo, pronto se iniciaron los conflictos religiosos. La Iglesia católica en Inglaterra poseía grandes bienes, fundamentalmente tierras, y privilegios políticos que eran considerados por la corona un obstáculo para la consolidación de un poder monárquico fuerte y centralizado. El conflicto estalló en 1527 a raíz del pedido que hizo Enrique VIII al Papa sobre la anulación de su matrimonio. La negativa del Papa le dio a Enrique VIII la oportunidad de romper con Roma y controlar los bienes eclesiásticos. El rey se proclamó jefe de la Iglesia dando origen a la Iglesia Anglicana, que se consolidó durante el reinado de su hija Isabel I.
El protestantismo, en particular el calvinismo, era la confesión de los sectores altos de la sociedad, fundamentalmente, urbanos. En efecto, el rigor intelectual y moral que se exigía, la necesidad de la lectura para la libre interpretación de la Biblia, ofrecían escasas posibilidades de participación a los campesinos cuyo apego, además, a los ritos católico-mágicos era difícil de desarraigar. Sin embargo, en algunas regiones, algunos seguidores de la Reforma también orientaron el movimiento hacia la esfera social: los predicadores llamados “evangelistas” partieron de la región de Turingia y Sajonia y difundieron una doctrina que pronto se confundió con los conflictos sociales. En 1524, en el sudeste de Alemania se inició un movimiento campesino que reclamaba, en nombre de la religión reivindicaciones como la abolición de los censos y de las prestaciones personales. Al año siguiente sus demandas se ampliaron e incluían reformas políticas: querían la instauración de la Ciudad de Dios en la Tierra. De esta manera, en Franconia se intentó poner en práctica una reforma que incluyera a toda la sociedad y a sus bienes buscando formas de vida más igualitarias. El movimiento se extendió y alcanzó regiones de Austria y del Tirol, adoptando distintas expresiones. EnTuringia, Thomas Müntzer (1489-1525) predicaba entre los campesinos no sólo la comunidad de bienes sino también la necesidad de la muerte de los “enemigos de Dios” que para él eran los nobles y el clero. Sin embargo, estas expresiones igualitarias no entraban dentro de la reforma propuesta por Lutero, que no dudó en alentar a la nobleza para que reprimiera a los campesinos y restaurara la autoridad política.
En Suiza, las ideas de Lutero fueron reelaboradas también por Ulrico Zwinglio a partir de la exclusiva aceptación de la Ley de Dios revelada en las Escrituras. A partir de este principio, Zwinglio estableció en Zurich un gobierno teocrático, donde él, llamado El Profeta, era quien dirigía las decisiones de la comuna. Sin embargo, esto no fue totalmente aceptado. Los cantones suizos se dividieron en protestantes y católicos y comenzó una guerra civil que concluyó con la muerte de Zwinglio (1531) y el acuerdo de que la elección de religión y la organización de la Iglesia deberían ser decididas por cada cantón.
Al mismo tiempo, en Suiza comenzó a difundirse otro movimiento religioso de gran aceptación entre los sectores populares, tanto rurales como urbanos. Llamados anabaptistas, sostenían que nadie debía ser bautizado hasta no comprender el contenido de la fe. Proponían entonces un segundo bautismo para los adultos. La difusión del anabaptismo —que organizó comunidades en Alemania y los Países Bajos— también provocó conflictos. El más grave ocurrió en la ciudad de Munster, al norte de Alemania en donde los anabaptistas expulsaron a todos los que no aceptaban el segundo bautismo y durante un año organizaron una comunidad llamada “Jerusalem Celeste” en donde impusieron la comunidad de bienes y la abolición del matrimonio para prepararse para el Apocalipsis considerado como el fin del mundo. La sublevación de Munster fue reprimida por un ejército de nobles y sus principales cabecillas fueron ejecutados (1535). Sin embargo, a pesar de la represión a la que fueron sometidos, muchos de ellos mantuvieron sus creencias y se difundieron por distintas ciudades de Europa.
Ante el avance de estos movimientos, la Iglesia romana decidió tomar una serie de medidas que se conocen como Contrarreforma o Reforma católica. Una de las principales medidas fue la convocatoria del Concilio de Trento (1545-1563) que fijó el dogma y estableció un estricto control sobre el clero y las órdenes religiosas. Pero era además necesario reforzar la debilitada autoridad papal. Para ello, la Iglesia se apoyó en la Compañía de Jesús, recientemente fundada por Ignacio de Loyola (1534), caracterizada por su disciplina y su obediencia al Papa, cuyo objetivo era la enseñanza

para robustecer las creencias católicas. Además, para la vigilancia de los fieles, evitar desviaciones y controlar los avances protestantes se reorganizó el Tribunal de la Inquisición.
En rigor, la Iglesia católica procuraba cambiar la actitud frente a la religión: la “salvación” no podía ser una cuestión individual, sino que debía involucrar a toda la sociedad. Se trataba de reemplazar una actitud contemplativa por una acción militante definida como “apostolado”. Con este fin organizaron misiones para la conversión de los “infieles” en Asia y América. Pero esto no significa desconocer ni minimizar las acciones que se desarrollaron dentro de la misma Europa, en particular entre los campesinos. Las antiguas fiestas populares, muchas de viejo carácter pagano que persistían fuertemente, fueron transformadas adoptando un carácter religioso. Algunos cultos campesinos, sospechosos de escasa ortodoxia como el culto a los santos y a la Virgen María, fueron reorganizados y autorizados, e incluso, el “marianismo” fue firmemente estimulado. Se trataba de difundir entre los pobres una religión que fundamentalmente apelara a los “sentimientos,” en contraposición al frío rigorismo protestante.
Entre los campesinos, era necesario además desterrar viejas creencias populares, consideradas supersticiosas, y sobre todo los sueños de una vida sin opresiones. Se trataba también de hacer desaparecer prácticas como la brujería, estrechamente ligada a usos tradicionales. En efecto, la “creencia en las brujas” junto con la astrología y la magia estaban ampliamente difundidas en las sociedades agrarias, como expresión de sentimientos de dependencia directa de la naturaleza dentro de la vida cotidiana. Sin embargo, a partir del siglo XVI y durante el siglo XVII comenzó a perseguírsela con particular ensañamiento: muchos —y sobre todo, muchas mujeres- fueron condenados a morir en la hoguera acusados de brujería. Y al mismo tiempo que se la combatía surgía la imagen de la brujería como una conspiración coherente inspirada por el demonio -es decir, una contrarreli- gión— con su propia organización expresada en el sabbat (o en vasco, aquelarre, es decir, la reunión de brujas).
De la lectura de los procesos de brujería, puede afirmarse que todos los condenados eran inocentes y los delitos de los que los acusaban inexistentes (a menos que estemos convencidos de la posibilidad de trasladarse por los aires, reunirse en el sabbat, tener relaciones sexuales con el demonio, etc.). Sin embargo, para esa época, la brujería constituía una realidad. Entre los condenados había confesiones espontáneas, por histeria o autosugestión —no podemos olvidar el uso de alucinógenos en algunas prácticas populares— y también arrancadas por el tormento. Pero tal vez, para comprender la extensión del fenómeno, la clave esté en preguntarse quiénes

eran los condenados. Aunque también hubo procesos resonantes, como el caso de Loundun, en general, los principales afectados provenían de los estratos más pobres y marginales de la sociedad: hombres y sobre todo mujeres -como Eva, símbolo de la naturaleza y la sexualidad-, niños, viejos, deformes y proscriptos sociales.[2]
Si la creencia generalizada era que los marginados sociales podían enfrentar la discriminación por un pacto con el demonio, y desarrollaban formas de conducta que, de hecho, producían un efecto amenazador sobre las clases amantes del orden, también era creencia generalizada la necesidad de su exterminio. Entre los campesinos, la misma persecución permitía además consolidar la imagen de las brujas como las responsables de sus catástrofes: no eran víctimas de reyes y señores, sino de algún vecino o vecina que practicaba sus malas artes... De este modo, el Estado y la Iglesia, como responsables de las campañas contra estos enemigos imaginarios de la sociedad, no sólo desplazaban responsabilidades sino que podían consolidar su posición y transformarse en elementos insoslayables para asegurar el orden y la paz social.
En síntesis, tras la Reforma, Europa había quedado dividida en dos grandes áreas religiosas. Sin embargo, la ruptura de la unidad también se aceleró por una “nacionalización” de las iglesias locales que quedaron cada vez más subordinadas a la autoridad del Estado. La situación fue muy clara en el área reformada donde, como en el caso de Inglaterra, el rey era la cabeza de la Iglesia; o en Alemania, donde la difusión del luteranismo estuvo estrechamente relacionada con la acción de los príncipes alemanes. Pero también el fenómeno se dio en el área católica. En muchos países, la Inquisición fue una institución religiosa, pero fundamentalmente un instrumento de la monarquía para mantener el orden social y político. En Francia, las doctrinas galicanas en el siglo XVII consideraron a la Iglesia un aparato de la estructura del Estado. El Estado absolutista también incluía la esfera religiosa, al mismo tiempo que la pérdida del ideal ecuménico permitía también construir una incipiente idea de “nacionalidad”.
Las nuevas actitudes frente al conocimiento. Del desarrollo del pensamiento científico a la Ilustración
Desde el mundo urbano, el distanciamiento de la naturaleza había permitido transformarla en una fuente de placer estético, en una actitud que culminó en el llamado Renacimiento. Pero el distanciamiento también permitía observarla, preguntarse sobre sus causas, y actuar sobre ella. De este modo, esas actitudes frente al conocimiento, que habían comenzado a esbozarse desde el siglo XI, también culminaron en este período, en lo que puede considerarse la conformación del pensamiento científico.
La expansión geográfica y del descubrimiento de América habían causado un profundo impacto sobre el conocimiento. En primer lugar, sobre los conocimientos prácticos (astronomía náutica, técnicas de navegación, cartografía). Pero además produjo un fuerte impacto sobre muchas concepciones admitidas. Ideas anteriormente aceptadas —sobre las dimensiones de la Tierra, sobre los continentes que la conformaban— debieron ser abandonadas. Ya no era suficiente la aceptación dogmática de la verdad, según las afirmaciones de los Sagradas Escrituras, Aristóteles o Ptolomeo. Para conocer se hacía necesario observar reiteradamente, corregir, comparar. Se podía conocer y operar sobre la naturaleza.
La nueva actitud ante el conocimiento resultó evidente en el desarrollo de la astronomía. El primer paso fue dado por Nicolás Copérnico (1473-1543). Tras comparar las teorías de Aristóteles y Ptolomeo con las observaciones hechas por los árabes pronto advirtió sus contradicciones. De esta manera, llegó a formular una teoría que —si bien conservaba todavía rasgos de la astronomía antigua— introducía una novedad sustancial: el doble movimiento de los planetas sobre sí mismos y alrededor del Sol. Con Juan Kepler (1571-1630) acabó por derrumbarse la astronomía antigua: sus leyes afirmaron que las órbitas planetarias son elipses. Pero si Copérnico y Kepler revolucionaron la astronomía teórica, fue Galileo Galilei (1564-1642), con el telescopio, quien transformó la astronomía de observación. Pero estas audacias tuvieron también sus límites. Por su defensa del sistema de Copérnico —que contradecía la opinión de los teólogos que consideraban la idea sobre el movimiento de la tierra opuesta a las Sagradas Escrituras-, Galileo debió retractarse ante la Inquisición (1633).
El conflicto radicaba en que comenzaba a derribarse el edificio de la sabiduría heredada, se ponían en tela de juicio los conocimientos admitidos y el principio de autoridad. Comenzaba a caer un sistema jerárquico y eran válidas todas las preguntas. Los interrogantes planteaban cuestiones que ponían en tela de juicio el saber dogmático: cuál era el lugar del hombre en el Universo y, fundamentalmente, cuál era el lugar de Dios. Giordano Bruno (1548-1600), uno de los filósofos más originales del siglo XVI, ya había intentado dar una respuesta: toda la naturaleza es la manifestación infinita de Dios. Pero, por eso mismo, acabó en la hoguera, condenado por hereje. En efecto, ante la quiebra de una concepción jerárquica del Universo la primera reacción provino de las iglesias: no sólo la Inquisición católica condenó a los que impugnaban el saber heredado, también Calvino condenó a morir en la hoguera al médico Miguel Servet (151 1-1553), quien había descubierto la circulación pulmonar de la sangre.
Pero la represión no pudo impedir la principal característica de las nuevas actitudes mentales. Como señala José Luis Romero, se había operado la distinción entre realidad e irrealidad: se desglosaba la realidad natural o sensible como cognocible, de la irrealidad (o realidad sobrenatural, si se prefiere) admitiendo que ésta no era cognocible por las mismas vías que la anterior. De esta manera, la filosofía comenzó a interrogarse sobre la posibilidad del conocimiento, por la relación entre la realidad natural como objeto del conocimiento, y el individuo como sujeto de ese conocimiento. También comenzaron entonces a plantearse los problemas de método: era importante qué se conocía, pero también cómo se lo conocía. Estos eran los típicos problemas de la filosofía moderna, de Descartes (1596-1650), quien formuló las reglas del método, y de Francis Bacon (1561-1626), quien estableció las bases del método experimental.
Finalmente, la construcción del pensamiento científico moderno —es decir, el de las vías para el conocimiento de la realidad— culminó con Isaac Newton (1642-1727), quien formuló las leyes de la gravitación: el Universo podía ser tratado como un enorme mecanismo que funcionaba de acuerdo con leyes físicas. Dios lo había creado —aún no se ponía en duda—, pero funcionaba de acuerdo con sus propias leyes como un sistema mecánico desligado de cualquier idea moral o trascendente. La física podía transformarse entonces en el instrumento del hombre culto contra la superstición.
Las transformaciones del pensamiento culminaron en el siglo XVIII -el Siglo de las Luces— en el desarrollo de un movimiento intelectual conocido como la Ilustración, que abarcó distintas ramas del conocimiento: la filosofía, las ciencias naturales, la física, la economía, la educación, la política. Los intelectuales de la Ilustración fueron llamados “filósofos”, término que se originó en Francia, donde éstos eran más activos e influyentes (Montesquieu, Diderot, Voltaire, Rousseau, D’Alembert, Buffon, Turgor, Condorcet, entre otros). Además fueron quienes condensaron su pensamiento en la Enciclopedia, publicada por Diderot y D’Alembert, en los 17 volúmenes que se editaron entre 1751 y 1772.
La Enciclopedia fue el intento de coordinar todo el saber adquirido en la época: un balance o una suma que se consideró necesaria en un tiempo

en el que se reconoció la imposibilidad de dominar todas las ciencias en un solo pensamiento. Pero era también el deseo de abrir perspectivas, de dominar los descubrimientos y de buscar un orden para el mundo. Era una ventana a un porvenir que los filósofos querían y creían mejor. La Enciclopedia no aportó una doctrina ya que, ante los grandes problemas de la época que cotidianamente se discutían, los filósofos no tenían una postura común. Entre ellos había divergencias, pero también es cierto que compartían ciertas actitudes básicas.
¿Cuáles fueron estas actitudes? Todos ellos pusieron en tela de juicio los conocimientos heredados del pasado y rechazaron la religión revelada -aunque algunos de ellos, como Voltaire, no dejaron de reconocer su utilidad como instrumento de control social para las clases populares proclives al desorden-. Fundamentalmente se oponían al dogma; su confianza radicaba en la razón, a la que consideraban capaz de comprender el sistema del mundo sin necesidad de recurrir a explicaciones teológicas. Todos ellos consideraron que sus conocimientos no eran especulativos, sino que aspiraban a construir una “filosofía práctica” capaz de introducir transformaciones sociales y políticas. Compartían además una confianza básica, un optimismo profundo en dos cosas: en primer lugar, en la capacidad de los hombres para dominar y comprender la naturaleza; en segundo lugar, en el futuro de los hombres, en su capacidad de perfeccionamiento y en la posibilidad de alcanzar la felicidad. Además de compartir estos principios, los filósofos compartían la conciencia de formar una élite, un pequeño grupo de hombres ilustrados capaces de influir en la sociedad y en la política mediante la difusión de sus ideas.
Los filósofos habían recibido la influencia de los pensadores del siglo XVII, como Descartes o Francis Bacon, respecto a las posibilidades de alcanzar el conocimiento, e incluso de Newton. Entre ellos cobraba fuerza la idea de que si era posible conocer las leyes de funcionamiento del mundo físico, también era posible conocer las leyes de funcionamiento de la sociedad y la política. Lo importante era alcanzar saberes que permitieran su transformación. En este sentido, habían sido fuertemente impactados por John Locke y su Tratado sobre el gobierno civil (1690): la idea de la monarquía limitada, la idea de que entre los monarcas y los súbditos se establece un “contrato”, y que si el rey no lo cumple el pueblo tiene derecho a romper (tal como había ocurrido en las “revoluciones inglesas” de 1640 y 1688).
Montesquieu (1687-1755), en 1721, había escrito Cartas persas, donde bajo la máscara de un visitante persa, hizo el comentario crítico de las costumbres e instituciones políticas de Francia. Pero su obra fundamental fue El espíritu de las leyes (1748), donde teniendo como modelo la organi-
HISTORIA SOCIAL DEL MUNDO OCCIDENTAL                                                                                                    95
zación política inglesa, planteó limitar el poder de la monarquía, para evitar que el poder absoluto se transformase en despotismo, mediante la división de poderes. Para ello propuso la creación de cuerpos intermedios que sirvieran de control y de contrapeso al absolutismo de la corona, cuerpos que debían estar formados por la aristocracia. En síntesis, a pesar de que Montesquieu puede considerarse como uno de los teóricos del parlamentarismo moderno, su intención fue la defensa de los derechos de las aristocracias frente a la monarquía.
Voltaire (1694-1778), a diferencia de Montesquieu, se oponía a los privilegios de la aristocracia. Los límites al poder de la corona no estaban, desde su perspectiva, en la creación de cuerpos intermedios sino en la formación de monarquías ilustradas. Los filósofos debía transformarse en “asesores” de los monarcas para que éstos pudieran desarrollar políticas racionales que condujeran a la “felicidad del reino”. Conocido como poeta y dramaturgo, Voltaire debió huir de París tras la publicación de Cartas filosóficas (1734), pero esto no le impidió continuar difundiendo sus ideas en poemas (Discurso sobre el hombre), novelas {Cándido), ensayos (Ensayo sobre las costumbres), obras históricas, cartas, libelos y fundamentalmente, desde 1760, en su Diccionario filosófico.
Una perspectiva de análisis diferente se perfiló en Jean Jacques Rousseau (1712-1778). Rousseau había publicado en 1755 el Discurso sobre la desigualdad. Desde su perspectiva, la igualdad se encontraba en el estado primitivo de la naturaleza; la pérdida de la igualdad y la libertad —lo mismo que la pérdida de la inocencia primitiva de los hombres— se producía por la influencia corruptora de la sociedad. En síntesis, Rousseau sostenía una visión negativa de la sociedad, tal como también aparece reflejada en Emilio (1762), su libro sobre educación.
Pero la pregunta a la que Rousseau buscaba responder era: ¿cómo los hombres pueden recuperar su libertad y su igualdad? La respuesta la formuló en el Contrato social (1762). Sólo mediante un “contrato”, a través del cual los hombres se unan para vivir en sociedad puede conseguirse una mayor libertad y dignidad humana. Ese “contrato social” debía expresarse en leyes que emanen no sólo del rey sino de la “voluntad general”, es decir, de la voluntad de los hombres reunidos en sociedad por medio del contrato. Las leyes debían representar esa “voluntad general” y todos debían cumplirlas, tanto los monarcas como los súbditos.
Estas ideas tuvieron una amplia acogida entre algunos monarcas europeos que buscaban dar una base racional a sus gobiernos: Francisco II de Prusia invitó a Voltaire a su corte; José II de Austria se apoyó en Montesquieu y en Rousseau para dar una base científica a su gobierno; Catalina

de Rusia, también invitó a Voltaire y a Diderot. Pero también tuvieron fuertes opositores. La principal oposición provino de la Iglesia católica, no sólo por la ruptura con las concepciones jerárquicas del Universo y la sociedad que implicaba el pensamiento ilustrado, sino sobre todo, por su carácter antirreligioso. De este modo, la Enciclopedia, la obra de Voltaire y de Rousseau, entre otros, figuró en el Index de libros condenados y prohibidos por la Iglesia. Esto no impidió, sin embargo, que algunos miembros del clero leyeran a los pensadores ilustrados y se transformaran incluso en sus difusores.
¿Entre quiénes se difundieron las ideas de la Ilustración? En primer lugar, se difundieron en las cortes y entre las aristocracias; y entre las burguesías adineradas -hay que pensar en el alto costo de los libros-, Pero fundamentalmente se propagaron entre cierta burguesía letrada que comenzaba a crecer: funcionarios, abogados, profesores, periodistas. Se difundieron a través de la lectura de libros, pero también de periódicos y folletos publicados deliberadamente para la difusión de estas ideas. Los ámbitos fueron las academias científicas, las sociedades literarias, salas de lectura y los salones, una de las formas de sociabilidad más característica de la época. En los salones, las mujeres de la aristocracia o de la burguesía eran quienes convocaban a veladas científicas o literarias que paulatinamente adquirieron un sesgo más político: eran lugares de cita de académicos y de filósofos donde se leían y discutían las nuevas ideas en ese “aire de libertad” que, a juicio de Diderot, caracterizaba el siglo. Pero también había una difusión “boca a boca”, en esos otros ámbitos de sociabilidad que comienzan a difundirse en las grandes ciudades como París y Londres: las “casas de consumo de café”, que pronto se transformaron en centros privilegiados para la reunión y las largas conversaciones de un público masculino.
Un lugar clave para la difusión de las nuevas ideas lo constituyó la masonería, una sociedad secreta -que se remontaba a orígenes corporativos medievales- caracterizada por ritos iniciáticos y ceremonias estrictamente reservadas a sus miembros; se difundió rápidamente en Francia a medida que transcurría el Siglo de las Luces. En 1771, por ejemplo, ya había 154 logias en París y más de trescientas en las ciudades de provincia.
Pero los ideales masónicos de renovación estuvieron lejos de quedar circunscriptos a Francia. A través de la sublime inocencia de La flauta mágica (1791), de sus personajes ingenuos y mágicos, Mozart -que también podía pensar en términos ideológicos cuando escribía su música- transmitió muchos de los símbolos y de los principios de la masonería: los principios de amor por la humanidad, la idea del triunfo de la luz y la razón sobre el odio y la oscuridad. Y no dudó en mantener el libreto en alemán —cuando                                                                                                  97
la ópera “culta” exigía el italiano—, para realizar una de las primeras grandes obras de arte dedicadas a la propaganda.
A través de sus formas de difusión, resulta claro que las ideas de la Ilustración fueron primordialmente un fenómeno urbano, del que los sectores populares habían quedado excluidos. En primer lugar, porque si bien la alfabetización creció —el maestro de escuela aparecía como un nuevo tipo social—, los progresos aún no fueron notables. En segundo lugar, por el temor de los mismos ilustrados, ante los potenciales efectos de estas ideas sobre los pobres. En el campo, como señala Mandrou, si Rousseau o Voltaire tuvieron un lector, ése era el cura de la aldea. En su inmensa mayoría, si los campesinos ocuparon su lugar en la Revolución —después de haber reclamado la abolición de diezmos y de cargas— fue en función de antagonismos sociales y no por la propaganda filosófica.

4             La “crisis” del siglo XVII
Hacia fines del siglo XVI nuevamente se registraron signos de contracción: malas cosechas seguidas de hambrunas y pestes, caída demográfica, crisis en las manufacturas. Fue además, como ya señalamos, una época de guerras y levantamientos campesinos. Sin embargo, el proceso parece contradictorio. Algunas regiones, como la Europa mediterránea, fueron más afectadas: descendieron las importaciones y las exportaciones, la producción agrícola y manufacturera disminuyó. En cambio, otras regiones, como Inglaterra y los Países Bajos, aunque más lentamente hacia mediados del siglo, mantenían los signos de expansión. Esto llevó a que entre los historiadores (E. Hobsbawm, 1954; R. Mousnier, 1954; Trevor Roper, 1959; G. Parker, 1978; M. Morineau, 1980) se iniciara un debate —todavía no cerrado— acerca de la adecuación del concepto de crisis para definir las transformaciones del siglo XVII y sobre la naturaleza de los cambios. En general, puede decirse que el siglo XVII no conoció una depresión generalizada, pero bien puede aplicarse el término “crisis” si con él nos referimos a los desajustes que caracterizaron la economía europea de la época.
Una interpretación ya clásica de la crisis -la de Eric Hobsbawm— considera que el problema básico lo constituyeron los límites de la expansión del siglo XVI.[5]
El comercio y las manufacturas habían permitido acumular capitales que no pudieron ser reinvertidos de manera productiva. Con sus grandes
ganancias, la burguesía adquiría tierras —lo que constituía una vía para el ennoblecimiento- o gastaba en bienes suntuarios. En rigor, los palacios y las obras de arte renacentistas pueden considerarse efectivamente desde el punto de vista económico como una gran inversión improductiva. Sin embargo, los hombres de negocios” habían actuado con plena sensatez: no tenían muchas otras posibilidades de inversión.
El obstáculo para invertir productivamente estaba dado por la falta de un mercado extenso, por los límites que imponía una sociedad que continuaba siendo mayoritariamente rural. Las formas de autoabastecimiento, el poco consumo y bajo nivel adquisitivo constituían una poderosa barrera para encontrar nuevas formas de inversión. En esta contradicción de la expansión del siglo XVI —que no alcanzó a romper con los marcos que le imponía la estructura de la sociedad rural— Hobsbawm encuentra la clave de la crisis . Pero el problema no era sólo de los mercados internos. En cierta medida, la especialización de Europa oriental en la producción de cereales para la exportación había permitido la relativa especialización de las ciudades de Europa occidental en el comercio y las manufacturas. Pero, como ya señalamos, la expansión de la producción cerealera, por ejemplo en el caso de Polonia, había intensificado la servidumbre (es decir, la falta de capacidad de pago y refuerzo de las formas de autoabastecimiento) y había beneficiado a un pequeño grupo de grandes señores. En síntesis, Europa oriental no pudo constituirse en un amplio mercado, limitando las posibilidades del desarrollo de las manufacturas en Europa occidental. De este modo, al darse dentro de las estructuras rurales que aún dominaban en Europa, al no poder hacer estallar esas estructuras, la expansión encontró sus límites. De allí, la llegada de la crisis.
Sin embargo, hubo regiones que estaban resguardadas. Era el caso de Inglaterra, donde los cambios cualitativos en la economía —paralelos a procesos de cambio social y a transformaciones políticas (las revoluciones inglesas del siglo XVII)- permitieron aprovechar los efectos de la crisis, en particular la concentración de la riqueza (tierras, capitales y mercados). La crisis permitió que los grandes terratenientes prosperaran a expensas de los campesinos y pequeños propietarios en un proceso que culminó en la “revolución agraria” del siglo XVIII.
La crisis de los gremios urbanos -que fueron eliminados de la producción a gran escala— permitió la concentración de las manufacturas bajo el control del capital mercantil. Asimismo, la concentración del poder económico en las economías marítimas, y el flujo creciente del comercio colonial, estimuló el crecimiento de las industrias de la metrópoli.
En este sentido, la “crisis” barrió con los obstáculos y creó las condiciones para el advenimiento del capitalismo. Se pudo, de esta manera, ingresar en la última etapa: la del triunfo del sistema capitalista, en la segunda mitad del siglo XVIII. Se entraba en el período de las “revoluciones burguesas”.




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