viernes, 25 de septiembre de 2015

Cap 1 - La revolución del voto - Marcela Ternavasio

El 13 de mayo de 1810, luego de cincuenta y tres días de navegación, una fragata mercante inglesa arribaba a Montevideo portando noticias poco alentadoras sobre la situación de la península ibérica: las tropas francesas habían llegado a las inmediaciones de la Real Isla de León con la intención de apoderarse de Cádiz y del gobierno que allí se refugiaba. A pesar del intento que el virrey Cisneros realizara con el objeto de ocultar la información procedente de la metrópoli, fue imposible frenar aquello que, visto en perspectiva, parece hoy irrefrenable. La noticia de una casi total pérdida de la península en manos francesas, divulgada en Buenos Aires a los pocos días del arribo de la fragata a la costa oriental, venía a ratificar de manera irreversible la sorpresa inicial que experimentaron peninsulares y criollos al conocer los hechos de Bayona, cuando se produjo la cesión de la Corona primero a Napoleón y luego ajosé Bonaparte. Sorpresa y perplejidad frente a una situación que no habían buscado ni imaginado, pero que se erigía en una gran ocasión para rediscutir los términos sobre los cuales se había fundado hasta ese momento la obediencia política. Las primeras muestras de lealtad dinástica y patriotismo español que habían atravesado las Indias en 1808, serían reemplazadas por la formación de juntas de gobierno provisorias que se presentaban -desde Caracas hasta Buenos Aires- como herederas de un poder caído. Luego de dos años de incertidumbre frente a un trono vacante, la ya conocida noción de retroversión de la soberanía comenzó a ser evocada en un contexto en el que los propios protagonistas parecían ignorar las consecuencias a las que podía conducir dicha invocación: la revolución estaba en marcha, aunque los hombres que la condujeron no se llamaran a sí mismos revolucionarios.12
¿Qué aspecto de esta revolución, tan estudiada como discutida, interesa destacar en este libro y más especialmente en este capítulo inicial? Aun cuando resulta difícil recortar aspectos de un acontecimiento que afectó toda la vida de aquellos hombres, no es marginal al proceso desatado en 1810 analizar una de las experiencias más novedosas que importó la revolución: la de comenzar a elegir nuevas autoridades. Pese a que muchos podrían objetar que las elecciones no constituyeron un proceso tan novedoso si se tiene en cuenta que las Leyes de Indias contemplaban la designación de miembros de Cabildo a través de mecanismos electivos y que en 1809 ya se habían practicado elecciones en muchas ciudades americanas cumpliendo la Real Orden dictada por la Junta Central de España (creada luego de la vacatio regis) el 22 de enero de ese mismo año para designar representantes a dicha Junta, la dimensión que asumieron los procesos electorales luego de los sucesos de mayo de 1810 en el Río de la Plata estuvieron muy lejos de poder compararse con aquéllos. Y esto es así porque si bien los primeros reglamentos emanados de la Junta Provisional erigida en Buenos Aires retomaron los mecanismos ya conocidos de la tradición política española, el contexto en el que fueron emitidos y los efectos que rápidamente produjeron se revelaron completamente nuevos. Ya no se trataba de designar por el clásico procedimiento de cooptación a capitulares dependientes de las autoridades virreinales (los miembros del Cabildo saliente “elegían” a sus sucesores) ni a representantes de una Junta Central que, a pesar de haber reconocido a las colonias ultramarinas como parte integrante de la nación española luego de la invasión napoleónica, no dejaba de presentarse como órgano superior capaz de imponer reglas desiguales para el acceso de peninsulares y criollos al ejercicio de la representación. Las elecciones celebradas a partir del 25 de mayo de 1810 en todo el territorio del ex virreinato se hicieron en un contexto de profunda ruptura con la metrópoli -aunque los protagonistas no hayan tenido claros objetivos independentistas desde un comienzo—, produciendo efectos devastadores para el antiguo orden colonial. Retroversión de la soberanía, soberanía del pueblo, libertad e igualdad, fueron algunos de los principios invocados para legitimar el nuevo curso de acción y avalar la reglamentación de procedimientos electivos capaces de reemplazar —al calor de la urgencia de los acontecimientos- la literal ausencia de autoridad. El aprendizaje que aquellos hombres hicieron a través de la nueva experiencia electiva -habituados a jurar fidelidad a un rey muy lejano y ser gobernados por delegados de ese rey nunca visto ni conocido- fue lo suficientemente conmovedora como para erigirse en un punto de no retorno. Los gobernantes no gozarían de allí en más de una legitimidad de origen si no se sometían al veredicto de un proceso electoral en cualquiera de las variantes ensayadas en aquellos años.
La descripción detallada de tales variantes durante la década revolucionaria no constituye, sin embargo, el principal objeto de este capítulo. Sería imposible abordar en pocas páginas la complejidad de los procesos electorales desarrollados entre 1810 y 1820 (los que ameritan la publicación de un volumen específico sobre el tema) como sería imposible también comprender lo ocurrido en Buenos Aires luego de 1820 sin contemplar el derrotero de la representación política en los años precedentes.13 Por tal motivo, sólo se tratarán algunos aspectos fundamentales de los comicios realizados durante el período con el doble objeto de reflexionar sobre los problemas representativos más acuciantes que vivieron los hombres que enfrentaron la revolución y detectar la evaluación que de tales problemas hicieron los miembros de la elite dirigente en los inicios de la década siguiente. Para ello es conveniente comenzar con la recuperación de la imagen canónica que sobre las elecciones de la primera mitad del siglo XIX hemos heredado, ya mencionada en la introducción.
En primer lugar, vale la pena detenerse en uno de los tópicos más repetidos por ciertos historiadores, devenido en una especie de “sentido común” que, por ser tal, tardó mucho tiempo en ser cuestionado: que las elites buscaron restringir desde un comienzo -tanto desde el punto de vista normativo como a través de las prácticas informales implementadas- la participación del “pueblo” en las elecciones celebradas en el período. El presupuesto se funda en la creencia de que ese “pueblo” -al que nunca se define de manera más o menos precisa- pujaba ansiosamente por elegir a sus gobernantes y que los miembros de la elite -una elite también escasamente definida- habrían impedido por diversos medios llevar adelante tal propósito. El resultado habría sido la conformación de gobiernos con una frágil base popular, ocupados básicamente en evitar la tan amenazante participación de la “plebe” en las elecciones periódicas. Esta imagen, sin embargo, se contrapone a una realidad -según expresan las fuentes sobre el período- en la que el “pueblo” se mostraba poco interesado (se podría afirmar casi indiferente) en participar de los actos comiciales convocados por la elite dirigente; a reglamentos electorales escasamente restrictivos respecto de la definición del mundo elector; y a una actitud por parte de la elite que lejos de buscar restringir la participación en el sufragio, procuraba alentarla en el marco de la normativa vigente. Este cuadro de situación requiere ser explicado en cada uno de sus componentes.
Comenzando por la dimensión normativa, es preciso recordar que en los últimos años ya ha sido demostrado que en la América hispana se impuso un sufragio amplio cuyas exclusiones no siguieron, en general, las huellas del voto censatario derivado de la típica figura del ciudadano propietario inglés.14 La imposición del antiguo vecinazgo de origen hispánico combinado con la nueva noción de “hombre libre” importada por la revolución dio como resultado un régimen representativo escasamente excluyeme si se lo compara con otros vigentes en aquellos años. La discusión en el Río de la Plata acerca de la conveniencia o no de restringir el voto según criterios de riqueza o ilustración fue bastante posterior al momento de la revolución: se introdujo promediando la década del ’20 y aun en ese período ocupó un lugar marginal frente a • otros problemas más acuciantes asociados al sistema electoral. Los niveles de inclusión en el régimen representativo no se debatieron —al menos en el interior de las asambleas constituyentes convocadas durante la década de 1810— en los términos de una representación que define a qué individuos y segmentos sociales se les reconoce el derecho de voto. Las claves de la inclusión remitieron más a las jerarquías corporativo-territoriales de origen hispánico, combinadas luego con las de la dependencia social, que a las derivadas de criterios individuales de representación.
En el plano de las prácticas político-electorales queda aún por demostrar si efectivamente los mecanismos informales operaron con el objeto de restringir la participación, o si, por el contrario,


el tan criticado “oficialismo electoral” actuó buscando ampliar el espacio de participación en el marco de un régimen representativo que sustituyera el desarrollado en el interior de asambleas o cabildos abiertos, muy frecuentes en la década revolucionaria. Para el caso rioplatense, la hipótesis aquí desplegada busca subrayar que, lejos de querer limitar la participación en el sufragio, la eliíe tendió a incentivarla en el marco del nuevo régimen representativo. El objetivo era disciplinar la movilización activada por la revolución, cuya expresión más frecuente se daba bajo la forma de asambleas populares o cabildos abiertos. El régimen representativo de voto indirecto venía entonces a intentar reemplazar la más caótica y desordenada participación directa de la plebe en las asambleas convocadas durante la década y a movilizar a un electorado aún muy pasivo e indiferente según expresaban los publicistas de la época y demostraban los resultados de las elecciones realizadas.
Desde esta perspectiva, los problemas más relevantes que en el interior del debate por la representación política se fueron definiendo durante la década revolucionaria tienen como referentes, por una parte, a las antiguas jerarquías corporativo-territoria- les -en sintonía con la predominante concepción de cuerpos soberanos- y a la tradicional condición de la dependencia social para dirimir los niveles de inclusión y exclusión en el sufragio, y por otra, a la oposición entre ejercicio directo de la soberanía y régimen representativo. En el marco de estos parámetros se constituyó la práctica comicial en aquellos años y sobre su derrotero tratará este capítulo.
La situación de “provisionalidad permanente” que vivió el Río de la Plata en la década revolucionaria -según la expresión de José Carlos Chiaramonte- fue producto de la indefinición de dos problemas sustanciales inherentes al orden político: el vinculado al sujeto de imputación soberana, por un lado, y a la forma de


gobierno que debía adoptar el nuevo espacio político surgido del desmoronamiento del Imperio, por el otro.15 Tal como ha demostrado el autor citado, el debate en torno al problema de la soberanía desplegado en los primeros momentos revolucionarios ocupó el centro de la escena política. La repentina e inesperada crisis del Imperio hispánico condujo, primero en la península y luego en América, a buscar una solución doctrinaria legítima a la vaca- tio regis producida tras los sucesos de Bayona. La tradicional teoría de la retroversion de la soberanía, que concebía a los pueblos y ciudades como sujetos de imputación soberana con privilegios y jerarquías particulares, se enfrentó a la más moderna doctrina que consideraba a la nación como el sujeto único e indivisible de imputación. La generalizada invocación en América a la doctrina de la retroversion en los momentos iniciales de la crisis enraizaba -según plantea Antonio Annino— en un horizonte de prácticas y lenguajes ya conocidos; la noción abstracta de una nación compuesta por individuos libres e iguales, en cambio, no remitía a ningún sujeto ni práctica política concreta ya conocida sino que provenía directamente de las doctrinas aplicadas en Francia luego de la revolución y discutidas en las Cortes de Cádiz a partir de 1810.16 Por otro lado, el debate sobre la forma de gobierno que debería adoptarse se desplegaba en consonancia con el problema de la soberanía: el modelo monárquico constitucional -que seguía las huellas de la ingeniería constitucional inglesa de gobierno mixto o la más novedosa implementada en Cádiz en 1812- y el modelo republicano -aplicado en Estados Unidos o de manera más efímera en Francia-, constituyeron los polos de una amplia gama de opciones que recuperaban diversas formas de organización institucional en las que se cruzaban alternativas centralistas, federales o confederales, según el caso. La predominancia del modelo republicano sobre el monárquico en los primeros años de la década se vio, en parte, debilitada luego de la Restauración monárquica en Europa en 1814, produciéndose el ya conocido giro “conservador” del Congreso Constituyente reunido en 1816 respecto de las posiciones adoptadas en la Asamblea del año XIII.
En ese contexto -al que se sumaba la guerra de independencia-, los debates en torno al problema de la representación política quedaron subordinados a la indefinición de estas sustanciales cuestiones de orden institucional (que por razones de espacio no desarrollaremos en esta oportunidad sin por ello dejar de reconocer la íntima articulación existente entre los debates por la definición de la soberanía, las formas de gobierno y la representación política) adoptando los regímenes electorales formas precarias y ambiguas, en sintonía con la precariedad y ambigüedad del orden político existente.17 Entre 1810 y 1820 se realizaron elecciones a lo largo de todo el territorio rioplatense para designar integrantes de los gobiernos centrales (desde la primera Junta Provisional pasando por los Triunviratos y luego por el Directorio), diputados constituyentes (a la Asamblea que sesionó entre 1815 y 1815 y al Congreso reunido en 1816 que declaró la independencia y dictó luego la fallida Constitución de 1819), miembros para formar juntas electorales de diverso tipo, juntas provinciales y subordinadas (de duración efímera pero que buscaban crear poderes subordinados al poder central a lo largo de todo el territorio del ex virreinato), gobernadores intendentes (autoridad de origen borbónico que se mantuvo durante toda la década) y miembros de Cabildo. Esta proliferación de reglamentos electorales en un marco como el descrito anteriormente parece, cuanto menos, paradójico. ¿Cómo explicar la multiplicación de procesos electorales en un territorio que no lograba encontrar una fórmula política capaz de crear un orden estable? Quizás en ese dato resida parte de la explicación: la rápida incorporación del sufragio como única alternativa de constitución de la autoridad no fue ajena al hecho de que sólo parecía posible crear legitimidades de origen avaladas por diversas formas de elección, resultando muy difícil transitar hacia una legitimidad de ejercicio donde los poderes erigidos encontraban serios obstáculos para hacer ejecutable su autoridad. Tales obstáculos se vinculaban con el nuevo fenómeno del faccionalismo surgido en el momento mismo de la revolución y con la conflictividad entablada entre las diversas esferas jurisdiccionales de pretensión nacional, regional y local. La coexistencia de entidades territoriales con pretensión soberana -expresadas generalmente a través de las ciudades- con gobiernos centrales no siempre acatados, dibujaron un mapa político en el que la representación quedó sometida a las tensiones y vaivenes sufridos por la redefinición de las jurisdicciones territoriales. Tensiones suscitadas por la pretensión centralizadora de la antigua capital del reino que hizo suya, en varias oportunidades, la nueva concepción de una soberanía única e indivisible, enfrentada a la noción de una soberanía estamental predominante en los otros pueblos del antiguo virreinato que, además de oponerse a aquella vocación centralizadora, se manifestaba a través de la competencia entre viejas jerarquías territoriales propias de la colonia (ciudades principales, subordinadas, villas y pueblos dependientes) y, al promediar la década de 1810, entre ciudad y campaña.
El primer problema suscitado en el Cabildo Abierto del 22 de mayo se definió en términos de una tendencia que defendía los derechos de la capital del reino a representar a los demás pueblos del virreinato invocando para ello razones de urgencia, frente a otra tendencia que, siguiendo el itinerario de la teoría de la retro- versión, se erigía en defensora de los derechos de los pueblos soberanos a decidir de común acuerdo la futura representación. El segundo problema se planteó, una vez resuelta la convocatoria a elecciones a todos los pueblos del virreinato, entre aquellos cuerpos territoriales que quedarían respectivamente incluidos y excluidos dentro de la nueva representación política. Luego de algunos intercambios epistolares producidos entre la Junta Provisional y ciertos pueblos del interior, el derecho a tener un representante en dichajunta quedó finalmente limitado a los cuerpos territoriales definidos por su condición de ciudad -condición otorgada por la presencia de Cabildo- y, dentro de ellos, a aquellas ciudades cabeceras que, en el contexto institucional de la época, no eran otras que las capitales de intendencia o de subdelegadón. Las jerarquías territoriales propias de la colonia definían el contorno de la nueva representación, asumiendo la ciudad un papel central en los procesos electorales celebrados después de 1810.
El recorte del ámbito representativo establecido en estos primeros reglamentos se mantuvo en las posteriores normas dictadas entre 1811 y 1815. El número de representantes asignado a cada unidad territorial no seguía el criterio que establece una relación automática entre dicho número y la cantidad de población, sino


el más tradicional principio que suponía la existencia de jerarquías y privilegios entre los cuerpos territoriales existentes. Así, Buenos Aires y muy especialmente su Cabildo asumieron en esos años una supremacía respecto de los demás pueblos del ex virreinato que se tradujo en una constante superioridad numérica en relación a la cantidad de representantes asignado a aquélla para formar los diferentes cuerpos representativos. Tal superioridad fue objeto de crecientes cuestionamientos -lo que refleja la doble tensión señalada entre la antigua capital del reino y los pueblos y la que se manifiesta en el interior de éstos- como lo fue también la exclusión de la campaña de la representación política. El reclamo de los pueblos de campaña por participar en el régimen representativo -vinculado, por otro lado, al carácter jurisdiccional de los cabildos rioplatenses que incluían bajo su tutela a las zonas rurales- apareció muy tempranamente.
Pero fue el Estatuto Provisional de 1815, dictado por la Junta de Observación creada luego del fracaso de la Asamblea Constituyente reunida desde 1813 y de instalado el Directorio (poder central unipersonal creado por aquella asamblea), el que modificó sustancialmente los principios sobre los cuales se había montado el régimen representativo en el primer quinquenio de la década. Por un lado, fue el primer reglamento de carácter general pensado para organizar institucionalmente todo el territorio del ex virreinato y el primero en establecer formas electivas para las autoridades vigentes en cada jurisdicción. Sus disposiciones comprendían la elección de diputados de las provincias para el Congreso General -el que finalmente se reunió en Tucumán y declaró la independencia definitiva en 1816-, de gobernadores, de miembros de la Junta de Observación y, finalmente, de los cabildos seculares. Por otro lado, el Estatuto introdujo importantes cambios en el régimen electoral vigente. Tres novedades fundamentales instituyó respecto al tema que nos ocupa en este punto: la incorporación de la campaña en el régimen representativo, la adecuación del número de diputados de cada sección electoral a su cantidad de habitantes y la imposición de un régimen electivo para designar a los miembros del Cabildo.18 Cabe recordar que tales innovaciones se producían más tardíamente en el Río de la


Plata respecto de otros territorios americanos -leales a las autoridades de la península- donde se había aplicado la Constitución de Cádiz de 1812, en la que se incorporaban los principios enunciados.19
Así, la representación de ciudad presente en las primeras reglamentaciones de la década revolucionaria fue perdiendo cen- tralidad a partir de 1815 al admitirse la representación de la campaña y un criterio que vinculaba automáticamente el número de diputados con la cantidad de habitantes de cada territorio (para la elección de diputados al Congreso, los sufragantes pasaron a votar por un elector cada 5.000 “almas” en las asambleas primarias y éstos, reunidos en asamblea o colegio electoral en la capital de cada provincia, debían nombrar un diputado cada 15.000 habitantes) . Aunque este último principio fue el más resistido, si se tiene en cuenta que en 1818 algunos diputados del Congreso seguían defendiendo “el método de elecciones de diputados por Ciudades y Villas como se ha hecho hasta ahora”,20 lo cierto es que la sanción del Estatuto Provisional representó el inicio de un paulatino resquebrajamiento de las tradicionales jerarquías territoriales a las que había estado atada la representación política en los primeros años posrevolucionarios.
Ahora bien, según lo expuesto hasta aquí, los criterios para discutir los niveles de inclusión en la representación política no parecen seguir en el Río de la Plata los parámetros de un tipo de representación individual, tal como una concepción moderna de la ciudadanía supone: la preeminencia, en un primer momento, de una concepción corporativa anclada en las tradicionales jerarquías territoriales se combinó, promediando la década del ’10, con la noción de dependencia social. La vecindad hispánica definió en casi todos los reglamentos la condición del elector y aunque la categoría de ciudadano circuló en esos años en el Río de la Plata a la vez que se utilizó en cierta normativa electoral, la misma parece haber estado inscrita en el universo de la vecindad del sistema colonial más que en un tipo de representación individual. La condición de vecindad le era otorgada en el antiguo régimen a aquel habitante que reuniera los siguientes requisitos: ser jefe de familia, tener casa abierta, ser un vecino útil, justificar un tiempo de


residencia determinado y no ser sirviente. Ser vecino implicaba tener un estatuto particular dentro del reino (con sus respectivos fueros y franquicias) y “representar” de manera grupal a un conjunto más vasto que excedía, naturalmente, al individuo portador de ese privilegio. Aunque el proceso revolucionario dio entrada a la nueva concepción de ciudadano, ésta retomó -tal como ha señalado François Guerra- los atributos de la vecindad, generalizándolos y abstrayéndolos. La nacionalidad, entendida como pertenencia jurídica a la nación, generalizó el vecinazgo como origen; esto es, ser natural de una comunidad. Las condiciones necesarias para la posesión de los derechos civiles y especialmente el domicilio, remitían a la pertenencia a una comunidad concreta; los marginales y vagabundos seguían estando, como antes, fuera de la sociedad.21 Estas analogías entre el viejo vecinazgo y la moderna ciudadanía hicieron que ambos conceptos aparecieran frecuentemente intercambiados, confundidos y hasta identificados en la normativa de la época.

Los primeros reglamentos electorales aplicados en el Río de la Plata, como asimismo en el conjunto del territorio hispanoamericano, utilizaron diversas fórmulas vinculadas a la condición de vecindad para definir el universo de representantes y representados. En dichas fórmulas no se establecían de manera taxativa las calidades que debían reunir los electores como tampoco los representantes electos, recurriéndose al concepto de vecino como un elemento suficiente para clarificar el mundo de los incluidos en el derecho electoral. El uso indistinto de los términos vecino y ciudadano aparecía siempre después de establecerse la condición de vecindad para definir la representación y en un contexto en el que la normativa tenía por objeto agregar o aclarar algo respecto de ciertos criterios de inclusión que no se desprendían necesariamente de aquélla. El Reglamento por el que se convocó a la Asamblea del año XIII introdujo un criterio que, pese a su adscripción al pensamiento francés revolucionario, se combinaba con la tradicional vecindad: “los vecinos libres y patriotas” constituía una fórmula mixta que intentaba destacar la nueva situación emergente de la revolución al exigir ahora no sólo la implícita condición de “afincado y arraigado” -que se derivaba de la sola mención del término vecino- sino, además, la de haber demostrado “conocida adhesión a la justa causa de América” para ser electores o electos diputados.22 El principio jacobino que exigía para la representación polídca una condición tan ambigua como poco demostrable -la adhesión a la causa revolucionaria- pareció funcionar más como un argumento retórico en el contexto de la guerra de independencia que como una verdadera limitación o exigencia respecto del derecho de sufragio.
El Estatuto de 1815 fue, una vez más, el que innovó sobre la definición de electores y elegidos. Hasta esa fecha, no se disponía siquiera de estatutos que fijaran una edad mínima para acceder al sufragio. Las disposiciones electorales del Estatuto Provisional, respetadas en su mayor parte por el Reglamento Provisorio de 1817 y luego por la Constitución de 1819 (dictados ambos por el Congreso Constituyente trasladado de Tucumán a Buenos Aires luego de declarar la independencia) definían por primera vez en el Río de la Plata determinados requisitos comunes a los habitantes de ciudad y campaña para acceder a la ciudadanía política y, con ella, al derecho de sufragio. Establecía no sólo una edad mínima (25 años) y el requisito de “que haya nacido y resida en el territorio del Estado” el habitante que quisiera gozar del derecho al voto (en el capítulo 3o de la 1* sección), sino además otras condiciones que, no obstante, se definían por la negativa. Esto significaba que dichos requisitos se inscribían en los posibles “modos de perderse y suspenderse la ciudadanía”. Se destaca, al respecto, la suspensión “por ser doméstico asalariado: por no tener propiedad u oficio lucrativo y útil al país...” (capítulo 5°). Esta limitación, nueva en la normativa electoral rioplatense, derivaba de dos nociones muy arraigadas en el pensamiento europeo de fines del siglo XVIII. La primera era aquélla que, al exigir una propiedad o un oficio lucrativo y útil, intentaba excluir a los vagabundos y transeúntes del sistema de representación. En este punto, al igual que los revolucionarios franceses, la elite rioplatense no seguía las huellas del modelo político que fundaba la representación en la noción del ciudadano propietario. La exigencia de una propiedad o de un trabajo conocido no pretendía definir una posición económica, sino más bien un sistema de garantías sociales y morales: los


transeúntes no sólo quedaban fuera de la ciudadanía política sino también fuera de la sociedad.23 La segunda noción estaba vinculada a la condición de la dependencia social. La suspensión de la ciudadanía a los domésticos asalariados derivaba de oponer la condición de hombre libre a la de dependiente. El doméstico era considerado parte de la casa, de la familia patriarcal; su libertad estaba seriamente limitada porque no era un individuo con un trabajo autónomo, encarnando así la figura específica de la dependencia social. Dependencia que se traducía en un tipo de representación grupal en la que el jefe de familia expresaba la voluntad del núcleo familiar: mujeres, menores, domésticos. Los cambios introducidos por el Estatuto de 1815, si bien expresan por primera vez requisitos más detallados para el ejercicio de la ciudadanía y, al mismo tiempo, una ampliación que incluye a los habitantes de la campaña, remiten a un universo político que sigue más atado a nociones que privilegian la inclusión o exclusión de la esfera social (dependientes, vagabundos, transeúntes) que de la esfera política. La inclusión dentro de ésta era una directa derivación de la pertenencia a aquélla.
Así, entonces, la definición de representantes y representados eligió para expresarse fórmulas ambiguas durante la década revolucionaria, permitiendo la inclusión en el derecho de voto de diferentes segmentos sociales que estaban muy lejos de identificarse con la elite. La vecindad, según los últimos avances de investigación, se hallaba más extendida de lo que tradicionalmente se suponía, incluso entre algunos pobladores de la campaña;24 la noción de dependencia social no impidió la inclusión de una amplia franja de habitantes de ciudad y campaña que reunían el requisito de tener, o bien una pequeña propiedad, o un oficio lucrativo y útil;25 y el requisito del censo -que remite a una concepción individualista de la ciudadanía- sólo aparecía en algunos reglamentos para el caso de los extranjeros que quisieran acceder a ella. Por otro lado, la ambigüedad normativa ya señalada sumada a la falta de experiencia de los habitantes del ex virreinato en lides electorales y al particular interés de los grupos facciosos en acrecentar su potencial electoral, condujo a que en muchas oportunidades las autoridades de las mesas comiciales incluyeran como electores a personajes que de ningún modo reunían las calidades requeridas por los reglamentos para ejercer el derecho de voto.
La situación se hacía aún más complicada al combinarse los conceptos de vecino, ciudadano y dependiente con la nueva noción de hombre libre importada por la revolución. Esta última categoría condujo a no pocos equívocos, si se tiene en cuenta el contexto en el que se inscribía y los diferentes aspectos a los que aludía. Desde la perspectiva de la dependencia social, la noción de hombre libre estuvo enmarcada en la lenta transformación de los viejos lazos de la dependencia; siervos, esclavos, domésticos y hasta jornaleros, constituyeron categorías sociales que aún parecían cabalgar entre el antiguo régimen y el nuevo mundo de la libertad que las revoluciones parecían inaugurar. Desde la perspectiva de la representación política, se cruzaron dos aspectos muy diversos. Por un lado, que el derecho electoral era una derivación de los derechos civiles: el sufragio activo (que habilitaba a ejercer el voto) y pasivo (que habilitaba a ser electo representante) les era adjudicado a aquellos que pertenecían a la sociedad en tanto no tenían ningún lazo de dependencia social; por otro lado, aludía a la concepción jacobina antes citada en tanto el derecho de voto le pertenecía a aquellos que habían expresado adhesión a la causa revolucionaria. La condición de hombre libre exaltaba, en este caso, una dimensión diferente: la de la nueva libertad conquistada luego de 1810 en oposición a la anterior condición colonial. Este último aspecto tuvo, durante los años más álgidos de la guerra de independencia, una importancia retórica y simbólica nada desdeñable. El tránsito de súbdito a-hombre libre encontró su correlato en el régimen representativo al intentar ser excluidos quienes se suponían sostenedores de la condición de vasallaje. Recién después de concluida la guerra de independencia y una vez garantizada la nueva libertad conquistada, la noción de hombre libre quedó despojada de esta dimensión anticolonialista y reducida al primer aspecto señalado. No obstante, la ambigüedad que encerraba esta categoría siguió siendo foco de innumerables conflictos aún después de 1821. La frontera entre los excluidos e incluidos en el universo de la representación política continuó las


huellas de esta primera formulación. El punto era acordar qué se entendía por hombre libre.
El papel fundamental que desempeñaron los cabildos en la década de 1810 -y especialmente el de la antigua capital del Reino- se expresó en dos aspectos del proceso político. En primer lugar, el Cabildo se erigió en el órgano depositario de la soberanía frente a la crisis de la monarquía. Inmediatamente después, la debilidad de los gobiernos centrales convirtió a ésta en una práctica habitual: el Cabildo de Buenos Aires reasumió siempre, en momentos de crisis institucional, la potestad que se le había delegado en el Cabildo Abierto del 22 de mayo de 1810. En tensión permanente con los otros poderes surgidos de la revolución, el ayuntamiento se elevó en el único cuerpo capaz de arbitrar los conflictos más graves de la década o de mantenerse en pie en situaciones de vacío de poder, reasumiendo la autoridad. El segundo aspecto en el que se expresó la centralidad del Cabildo se vincula, específicamente, al papel que desempeñó en los procesos electorales. Tanto desde el punto de vista normativo como de la práctica electoral concreta, la institución capitular organizó y controló el sufragio al ser la encargada de convocar a elecciones, confeccionar los padrones, expedir las cartas de ciudadanía, formar las mesas receptoras y escrutadoras de votos y constituirse en el centro edificio donde se acudía a votar o a realizar los escrutinios. El Cabildo se erigió en el “delegado natural” de una representación que nacía siguiendo los moldes de la vieja tradición española.
Cabe destacar ahora el punto más relevante del debate generado en el interior de la elite respecto al sufragio: el que enfrentó el ejercicio directo de la soberanía practicado en cabildos abiertos y asambleas populares a la definición de un régimen representativo. La tradición colonial del cabildo abierto fue rescatada en los primeros reglamentos electorales e implementada en diversas oportunidades desde las Invasiones Inglesas hasta la supresión de los cabildos (producida en Buenos Aires en 1821 y en el resto de las provincias en fechas posteriores). Tales reuniones, convocadas por la autoridad competente, se desarrollaron conjuntamente a otro tipo de “asambleas” reunidas de manera espontánea, las que rápidamente se convirtieron en ámbitos de legitimación de decisiones que afectaban directa o indirectamente al poder político. El régimen representativo, por otro lado, presentado como el medio más eñcaz para suprimir este ejercicio directo de la soberanía, presuponía establecer mecanismos electivos a través de los cuales el pueblo delegara tal e' :rcicio en un grupo de representantes. Lo que estaba en discusión, entonces, no era sólo la mecánica electoral que debía imponerse —sufragio directo o indirecto, indirecto de segundo o tercer grado- sino además, y fundamentalmente, sobre qué bases fundar y legitimar el ejercicio mismo del poder político.
Esta controversia, que se prolongó durante toda la década -alcanzando sus picos culminantes hacia 1816 y, luego, en la crisis del año ’20— remite, indudablemente, al gran debate que desde comienzos del siglo XVIII en Inglaterra y más tarde en Francia y Estados Unidos, se desarrolló en torno a la definición misma del régimen representativo. Éste nacía en oposición a las formas tradicionales de representación basadas en el mandato imperativo, figura del derecho privado en vigor desde el medioevo en Europa, y a las formas antiguas de la democracia directa. La vigencia del mandato imperativo implicaba que los diputados o procuradores eran representantes de sus mandantes -esto es, de los estamentos que los designaban- debiendo ajustar su voto (en cortes o asambleas estamentales) a los poderes e instrucciones otorgados por el cuerpo que representaban. Se trataba de un tipo de representación de alguien -la Corporación- frente a algún otro -el Rey-, y no de un cuerpo representativo que dejaba de ser un organismo externo al Estado para convertirse en organismo del Estado, tal como las formas modernas de representación lo entendían. Este tránsito, que se dio más tempranamente en Inglaterra y luego en Estados Unidos y Francia, implicó el abandono del mandato imperativo y la imposición de un sistema en el que los diputados electos


ya no lo eran de una corporación en particular, sino de la nación o el pueblo al que representaban con total autonomía de sus electores. El régimen representativo nacía, así, con una fuerte vocación de independencia frente a las antiguas formas del mandato y en oposición tanto a la práctica de revocabilidad permanente de los elegidos como a la antigua noción de democracia directa practicada por los antiguos.
Este debate, que involucró a pensadores de filiaciones doctrinarias muy diversas, no estuvo ausente del desplegado en el espacio rioplatense. Las recurrentes citas de Blackstone que aparecían en la prensa periódica local para fundamentar la necesidad de establecer un régimen representativo en oposición al ejercicio directo de la soberanía, se enfrentaban a una realidad en la que pro liferaban las asambleas o cabildos abiertos y a una práctica que mantenía incólume la vigencia del mandato imperativo. Todas las asambleas reunidas entre 1810 y 1820 conservaron la figura del mandato con sus respectivos poderes e instrucciones, en absoluta consonancia con la predominante concepción estamental de la soberanía. Los diputados actuaban en nombre de los cuerpos que los habían elegido (las ciudades, en el caso rioplatense) y no de individuos abstractamente considerados, tal como la teoría moderna de la representación planteaba.26 Las asambleas o cabildos abiertos, por otro lado, tendían a cuestionar la legitimidad de origen -como asimismo la legitimidad de ejercicio- que se arrogaban los gobiernos centrales sucedidos en aquellos años, electos después de 1811 bajo diversas formas de sufragio indirecto.

Las primeras elecciones realizadas en 1810 para elegir diputados a la Junta, se hicieron bajo la forma de cabildo abierto. Pero a diferencia de los cabildos abiertos de la época colonial -que revestían el carácter de juntas de vecinos distinguidos, convocados por el ayuntamiento de manera extraordinaria para deliberar sobre determinados asuntos de administración comunal-, los que se reunieron en las diferentes ciudades a través del Reglamento del 25 de mayo de 1810 asumieron la nueva representación política derivada del proceso revolucionario. El Reglamento dictado en 1811, que creaba Juntas Provinciales, separó por primera vez el acto eleccionario de la figura del cabildo abierto: el sufragio revistió el carácter de comicio y en adelante, todos los reglamentos dictados durante la década siguieron diversas modalidades de sufragio indirecto. En algunos casos, bajo la prescripción de mecanismos bastante complicados que podían combinar la pluralidad de sufragios con el sorteo o elecciones de tercer grado, y en otros, siguiendo la más tradicional forma de asambleas de segundo grado.
Este régimen de sufragio indirecto coexistió con otras formas de participación activadas al calor de la revolución. Prácticas informales que adoptaban, en general, la modalidad de asambleas populares, cuya presencia se convirtió en un distintivo del nuevo espacio público porteño. A estas reuniones —muchas veces derivadas en francas revueltas contra el poder estatuido- se le sumó la realización de cabildos abiertos, que ya no asumían la forma de asamblea electoral como en 1810, sino la de reuniones deliberativas convocadas en algunas oportunidades por el “pueblo” y, en otras, por las autoridades centrales o del Cabildo para debatir sobre ciertos asuntos de interés común. Cabe destacar, en este sentido, las asambleas realizadas en abril de 1811 y en septiembre del mismo año, en las que se expresaron cabalmente tanto los conflictos que afectaban a las facciones que conformaban lajunta de gobierno como los que enfrentaban a dichajunta con el Cabildo de Buenos Aires. También es preciso subrayar la importancia de otras asambleas populares como la convocada en octubre de 1812, en la que desconociendo las elecciones realizadas para renovar los miembros del Triunvirato se implemento otro mecanismo no contemplado en los reglamentos: se encargó al Cabildo la designación de aquéllos sometiendo la terna al veredicto de la aprobación popular. Pero el punto culminante del conflicto se expresó en 1816, cuando a raíz de un movimiento provincialista generado en Buenos Aires -estudiado en detalle por Fabián Herrero- el gobierno decidió someter el asunto a una consulta popular.27 ¿Bajo qué modalidad se haría dicha consulta? El dilema se definió en términos de Cabildo Abierto o Representación. Mientras que el Cabildo y lajunta de Observación sostenían que el pueblo debía expresarse por medio de representantes elegidos en comicios-tal como estipulaban los diferentes reglamentos electorales dictados a partir de 1811-, el Director Supremo se inclinaba por la tradicional práctica informalmente estatuida durante esos años de cabildo abierto. Las razones que aducían los primeros para defender los mecanismos propios de un régimen representativo eran que “el pueblo y su campaña debían ser oídos de un modo digno y decoroso, haciéndolo por Representantes, y no en Cabildo Abierto, por los inconvenientes que ofrece, según dictamen de todos los políticos”, mientras que los defensores del cabildo abierto argumentaban que el pueblo reunido de tal manera “defenderá con más entusiasmo su libertad”.28
Más allá de los resultados a los que condujo esta controversia -donde triunfaron los sostenedores de las formas representativas-, es preciso detenerse en algunos aspectos del conflicto. Una interpretación más sensible a las perspectivas de análisis que ponen el eje en la dicotomía tradición-modernidad podría ver en esta disputa la contraposición de principios antiguos y modernos de representación, invocados en cada caso por grupos relativamente permeables a asumir como propios algunos de tales principios según sus experiencias vitales precedentes. Pero si se contempla, por ejemplo, que el mismo Cabildo se posicionó a favor del régimen representativo en esta oportunidad -no así en otras disputas similares- es preciso admitir que la dimensión estrictamente política (coyun- tural) explica gran parte de los conflictos aquí descritos.29 En este aspecto del debate sobre el régimen representativo es donde se manifiestan más abiertamente las divisiones producidas en el interior de la elite dirigente. Los grupos facciosos buscaban dominar la escena política y para ello necesitaban controlar los mecanismos de acceso al poder. Cuando las elecciones a través del sufragio indirecto les impedía asumir legítimamente la autoridad -por carecer de los recursos necesarios para movilizar la suficiente cantidad de sufragantes- echaban mano del mecanismo asambleísta para intentar alzarse con el poder en disputa. Por esta razón, las asambleas populares comenzaban muchas veces siendo deliberativas, derivando luego en asambleas resolutivas. El pasaje de la deliberación a la resolución -que en varias oportunidades se tradujo en el derrocamiento del poder estatuido y la formación de un gobierno que lo reemplazara- estuvo siempre mediado por mecanismos electivos tendientes a legitimar la decisión tomada. Por cierto que se trataba de mecanismos electivos ad hoc, implementados espontáneamente y de manera directa en la asamblea, que asumían preferentemente la forma del tradicional voto-consentimiento.
Este principio que propugnaba el ejercicio directo de la soberanía a través de las asambleas populares o cabildos abiertos -sin duda más fácilmente “comprendido” que el más abstracto y complejo régimen electoral de segundo o tercer grado vigente y, en consecuencia, más permeable para convocar a una población que no se sentía interpelada por un tipo de representación basada en el concepto de “delegación”- fue padeciendo un creciente descrédito durante la década revolucionaria. El resultado del conflicto antes descrito así lo demuestra. Se hizo cada vez más frecuente que diferentes grupos de la elite porteña identificaran la práctica asambleísta con el desorden, los tumultos, la política facciosa, el desborde popular, en definitiva, con la noción de ingobernabilidad. La contracara de esta imagen la ofrecía la consolidación de un régimen representativo sobre cuya base debía asentarse la nueva legitimidad política, encargada de reemplazar la caducada legitimidad del rey. La idea que predominaba entre los contemporáneos era que un régimen de elección indirecta sería capaz de ordenar, controlar y disciplinar la participación de una sociedad absolutamente movilizada a partir de la guerra de independencia. El sufragio indirecto trasladaría el momento de la deliberación -desarrollado de manera tumultuosa en las asambleas populares- a las asambleas electorales de segundo grado. Allí estarían los representantes electos -que se suponía debían ser los vecinos o ciudadanos más distinguidos- que, en dimensión más reducida, conducirían la designación de autoridades de un modo “decente y ordenado”. El sufragio indirecto aparecía como una garantía de mayor gober- nabilidad, en tanto las negociaciones entre los diversos grupos de la elite se harían en el seno de dichas asambleas y ya no en la más amenazante plaza pública.
Desde esta perspectiva, el debate en torno a cabildo abierto o representación ocupó más la atención de la elite que el problema de la amplitud o restricción del derecho de voto. La inclusión o exclusión de ciertos segmentos de la sociedad en el sistema representativo no constituía aún el centro de las preocupaciones. La


amenaza no provenía de un sufragio amplio, que tal como estaba plasmado en la norma permitía la participación de la plebe urbana y más tarde de los habitantes de la campaña en el sistema representativo, sino de los grupos que formaban parte de la elite, quienes apelaban a dichos sectores a través del tumulto de las asambleas.30 Había que controlar los mecanismos de acceso al poder en el interior de la propia elite, cuyas divisiones amenazaban permanentemente la estabilidad del gobierno de turno, que la más remota posibilidad de que los sectores populares movilizados al calor de la revolución intentaran organizar, a través del sufragio, una suerte de gobierno de la plebe. En esta dirección, al mismo tiempo que la prensa y los documentos públicos insistían en el problema del asambleísmo como foco de disturbios e ingoberna- bilidad, se remarcaba también la necesidad de acrecentar la participación en el sufragio. La inquietud generada por la escasa participación electoral estuvo presente desde muy temprano y se fundaba en los datos que ofrecía la realidad: era muy raro superar las dos centenas de votantes en cualquier elección del período. Las convocatorias insistían sobre la importancia de concurrir a las elecciones y de asumir el voto, ya no como un simple derecho, sino como un deber. La reflexión que sobre este asunto hacía El Censor el 15 de agosto de 1815, reproduce este espíritu:
“La notable indiferencia que he observado en este público, al sagrado deber de concurrir a sufragar por los que han de representar y acordar sus más caros intereses, me ha llenado de sentimiento, y han asaltado a mi imaginación mil ideas desfavorables al objeto laudable de la libertad: porque de qué sirve que cada ciudadano sea un patriota de opinión, si falta aquel entusiasmo, aquel estímulo, aquel celo, aquella agitación, aquella laudable ambición que caracteriza el espíritu de un pueblo amante de su libertad en el caso de elecciones?”.
La insistencia en reforzar la movilización electoral se fue convirtiendo en un tópico recurrente en el segundo quinquenio de la década, valorándose cada vez más la noción de cantidad por sobre la calidad de los electores. Cabe destacar, en este punto, dos ejemplos que ilustran el tránsito señalado. El primero tiene por


escenario las elecciones realizadas en 1815 según lo estipulado por el Estatuto Provisional, en la sección electoral de Arrecifes, correspondiente a la campaña bonaerense. En dichas elecciones, pese a que los resultados del escrutinio habían arrojado la mayoría simple de votos para un candidato, la mesa escrutadora decidió nombrar a quien había obtenido menor número de votos en virtud del siguiente argumento:
...Cuál pluralidad, si la del número o la de Calidad y otras circunstancias debía decidirnos para el nombramiento de electores acordamos anteponer entre los de mayor número que tuviese a su favor, la mejor calidad de sufragantes o la notoriedad de pureza y libertad...”.31
La noción de calidad que la mesa antepuso a la legitimidad del número, por estar asociada a una forma de representación jerárquica en la que el representante expresaba la voluntad de un grupo, condujo a computar veinte sufragios como si fueran doscientos, habida cuenta que de esos votantes dependían “las personas de los hijos, dependientes y asalariados”. El universo de la dependencia social se articulaba así a la nueva representación política. El segundo ejemplo lo ofrece un artículo de La Gaceta de Buenos Aires publicado el 16 de agosto de 1820, en el que se reflexiona sobre las razones que llevaban a propugnar un significativo aumento de la participación electoral:
“Votar todos o casi todos los ciudadanos. Un partido, por pequeño que sea, puede contar con cien votos; otro contará con doscientos; claro está pues que si votan sólo quinientos ciudadanos, los trescientos votos son faccionistas aunque separados, y como es preciso que por el mismo hecho de ser libres, los otros doscientos deban ser divergentes, resulta que la facción o partido de los doscientos vencerán y obtendrán su objeto. Más si votasen diez mil ciudadanos, ¿de qué serviría la pequeñísima facción de doscientos individuos? ¿No quedaría ahogada y sofocada entre la gran mayoría?. Este es el remedio ciudadanos: votemos todos, pues todos estamos obligados a hacerlo”.


El voto, en esta perspectiva, asumía la fuerza que otorgaba una legitimidad basada en el número -y ya no en la calidad de los electores- y una dimensión disciplinados de la práctica política: disciplinar la movilización de una sociedad que, profundamente politizada luego de la revolución, tendía a encontrar en las asambleas populares el ámbito más propicio para deliberar y resolver las cuestiones políticas; disciplinar a los “facciosos” que buscaban manipular el voto de los ciudadanos para acceder al poder, o bien por fuera de las normas establecidas refrendando decisiones políticas en asambleas que no alcanzaban el centenar de votantes, o en elecciones indirectas que tampoco superaban esa cifra; en fin, disciplinar a los grupos que conformaban la nueva elite dirigente surgida al calor de la guerra de independencia. Planteos todos que no pasaban de una mera declaración de principios.

Los ensayos representativos implementados durante toda la década habían demostrado la dificultad para imponer una nueva legitimidad frente a la ya caducada legitimidad monárquica. La aún irresuelta cuestión de la soberanía se sumaba a los conflictos derivados de enfrentar, en un mismo escenario, principios de representación divergentes: la calidad versus la cantidad, el asam- bleísmo versus la representación, los cuerpos territoriales versus la distribución numérica de la representación según el número de habitantes. Principios que configuraban los extremos de un debate teórico que no hallaba en la práctica política concreta fórmulas mixtas capaces de garantizar la sucesión pacífica de las autoridades. El problema de la sucesión política se instalaba en el seno de la nueva república que se pretendía fundar. Hacia el año ’20, entonces, si bien parecía haberse encontrado resolución definitiva a uno de los problemas básicos a los que el sector criollo debió enfrentarse con la ruptura de los lazos coloniales -tal fue el tránsito de súbdito a hombre libre- no podía afirmarse lo mismo respecto del principio que debía regir y ordenar la nueva libertad conquistada. La forma de gobierno, el sujeto de imputación soberana y el tipo de representación derivada seguían constituyendo asuntos pendientes para una elite que luego de diez años de revolución y guerra buscaba encontrar una forma organizativa para los territorios ahora independientes.

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