El 13 de mayo de
1810, luego de cincuenta y tres días de navegación, una fragata mercante
inglesa arribaba a Montevideo portando noticias poco alentadoras sobre la
situación de la península ibérica: las tropas francesas habían llegado a las
inmediaciones de la Real Isla de León con la intención de apoderarse de Cádiz y
del gobierno que allí se refugiaba. A pesar del intento que el virrey Cisneros
realizara con el objeto de ocultar la información procedente de la metrópoli,
fue imposible frenar aquello que, visto en perspectiva, parece hoy
irrefrenable. La noticia de una casi total pérdida de la península en manos
francesas, divulgada en Buenos Aires a los pocos días del arribo de la fragata
a la costa oriental, venía a ratificar de manera irreversible la sorpresa
inicial que experimentaron peninsulares y criollos al conocer los hechos de
Bayona, cuando se produjo la cesión de la Corona primero a Napoleón y luego
ajosé Bonaparte. Sorpresa y perplejidad frente a una situación que no habían
buscado ni imaginado, pero que se erigía en una gran ocasión para rediscutir
los términos sobre los cuales se había fundado hasta ese momento la obediencia
política. Las primeras muestras de lealtad dinástica y patriotismo español que
habían atravesado las Indias en 1808, serían reemplazadas por la formación de
juntas de gobierno provisorias que se presentaban -desde Caracas hasta Buenos
Aires- como herederas de un poder caído. Luego de dos años de incertidumbre
frente a un trono vacante, la ya conocida noción de retroversión de la soberanía comenzó a ser evocada en un contexto en el que los propios
protagonistas parecían ignorar las consecuencias a las que podía conducir dicha
invocación: la revolución estaba en marcha, aunque los hombres que la condujeron
no se llamaran a sí mismos revolucionarios.12
¿Qué aspecto de
esta revolución, tan estudiada como discutida, interesa destacar en este libro
y más especialmente en este capítulo inicial? Aun cuando resulta difícil recortar aspectos de un
acontecimiento que afectó toda la vida de aquellos hombres, no es marginal al
proceso desatado en 1810 analizar una de las experiencias más novedosas que
importó la revolución: la de comenzar a elegir nuevas autoridades. Pese a que
muchos podrían objetar que las elecciones no constituyeron un proceso tan
novedoso si se tiene en cuenta que las Leyes de Indias contemplaban la
designación de miembros de Cabildo a través de mecanismos electivos y que en
1809 ya se habían practicado elecciones en muchas ciudades americanas
cumpliendo la Real Orden dictada por la Junta Central de España (creada luego
de la vacatio
regis) el 22 de enero de ese mismo año para
designar representantes a dicha Junta, la dimensión que asumieron los procesos
electorales luego de los sucesos de mayo de 1810 en el Río de la Plata
estuvieron muy lejos de poder compararse con aquéllos. Y esto es así porque si
bien los primeros reglamentos emanados de la Junta Provisional erigida en
Buenos Aires retomaron los mecanismos ya conocidos de la tradición política
española, el contexto en el que fueron emitidos y los efectos que rápidamente
produjeron se revelaron completamente nuevos. Ya no se trataba de designar por
el clásico procedimiento de cooptación a capitulares dependientes de las
autoridades virreinales (los miembros del Cabildo saliente “elegían” a sus
sucesores) ni a representantes de una Junta Central que, a pesar de haber
reconocido a las colonias ultramarinas como parte integrante de la nación
española luego de la invasión napoleónica, no dejaba de presentarse como órgano
superior capaz de imponer reglas desiguales para el acceso de peninsulares y
criollos al ejercicio de la representación. Las elecciones celebradas a partir
del 25 de mayo de 1810 en todo el territorio del ex virreinato se hicieron en
un contexto de profunda ruptura con la metrópoli -aunque los protagonistas no
hayan tenido claros objetivos independentistas desde un comienzo—, produciendo
efectos devastadores para el antiguo orden colonial. Retroversión de la
soberanía, soberanía del pueblo, libertad e igualdad, fueron algunos de los
principios invocados para legitimar el nuevo curso de acción y avalar la
reglamentación de procedimientos electivos capaces de reemplazar —al calor de
la urgencia de los acontecimientos- la literal ausencia de autoridad. El aprendizaje que aquellos
hombres hicieron a través de la nueva experiencia electiva -habituados a jurar
fidelidad a un rey muy lejano y ser gobernados por delegados de ese rey nunca
visto ni conocido- fue lo suficientemente conmovedora como para erigirse en un
punto de no retorno. Los gobernantes no gozarían de allí en más de una
legitimidad de origen si no se sometían al veredicto de un proceso electoral en
cualquiera de las variantes ensayadas en aquellos años.
La descripción detallada de tales variantes durante la
década revolucionaria no constituye, sin embargo, el principal objeto de este
capítulo. Sería imposible abordar en pocas páginas la complejidad de los
procesos electorales desarrollados entre 1810 y 1820 (los que ameritan la
publicación de un volumen específico sobre el tema) como sería imposible
también comprender lo ocurrido en Buenos Aires luego de 1820 sin contemplar el
derrotero de la representación política en los años precedentes.13
Por tal motivo, sólo se tratarán algunos aspectos fundamentales de los comicios
realizados durante el período con el doble objeto de reflexionar sobre los
problemas representativos más acuciantes que vivieron los hombres que
enfrentaron la revolución y detectar la evaluación que de tales problemas
hicieron los miembros de la elite dirigente en los inicios de la década
siguiente. Para ello es conveniente comenzar con la recuperación de la imagen
canónica que sobre las elecciones de la primera mitad del siglo XIX hemos
heredado, ya mencionada en la introducción.
En primer lugar, vale la pena detenerse en uno de los
tópicos más repetidos por ciertos historiadores, devenido en una especie de
“sentido común” que, por ser tal, tardó mucho tiempo en ser cuestionado: que
las elites buscaron restringir desde un comienzo -tanto desde el punto de vista
normativo como a través de las prácticas informales implementadas- la
participación del “pueblo” en las elecciones celebradas en el período. El
presupuesto se funda en la creencia de que ese “pueblo” -al que nunca se define
de manera más o menos precisa- pujaba ansiosamente por elegir a sus gobernantes
y que los miembros de la elite -una elite también escasamente definida- habrían
impedido por diversos medios llevar adelante tal propósito. El resultado habría
sido la conformación de gobiernos con una frágil base popular, ocupados
básicamente en evitar la tan amenazante participación de la “plebe” en las
elecciones periódicas. Esta imagen, sin embargo, se contrapone a una realidad
-según expresan las fuentes sobre el período- en la que el “pueblo” se mostraba
poco interesado (se podría afirmar casi indiferente) en participar de los actos
comiciales convocados por la elite dirigente; a reglamentos electorales
escasamente restrictivos respecto de la definición del mundo elector; y a una
actitud por parte de la elite que lejos de buscar restringir la participación
en el sufragio, procuraba alentarla en el marco de la normativa vigente. Este
cuadro de situación requiere ser explicado en cada uno de sus componentes.
Comenzando por la dimensión normativa, es
preciso recordar que en los últimos años ya ha sido demostrado que en la
América hispana se impuso un sufragio amplio cuyas exclusiones no siguieron, en
general, las huellas del voto censatario derivado de la típica figura del
ciudadano propietario inglés.14 La imposición del antiguo vecinazgo
de origen hispánico combinado con la nueva noción de “hombre libre” importada
por la revolución dio como resultado un régimen representativo escasamente
excluyeme si se lo compara con otros vigentes en aquellos años. La discusión en
el Río de la Plata acerca de la conveniencia o no de restringir el voto según
criterios de riqueza o ilustración fue bastante posterior al momento de la
revolución: se introdujo promediando la década del ’20 y aun en ese período
ocupó un lugar marginal frente a • otros problemas más acuciantes asociados al
sistema electoral. Los niveles de inclusión en el régimen representativo no se debatieron
—al menos en el interior de las asambleas constituyentes convocadas durante la
década de 1810— en los términos de una representación que define a qué
individuos y segmentos sociales se les reconoce el derecho de voto. Las claves
de la inclusión remitieron más a las jerarquías corporativo-territoriales de
origen hispánico, combinadas luego con las de la dependencia social, que a las
derivadas de criterios individuales de representación.
En el plano de las prácticas político-electorales
queda aún por demostrar si efectivamente los mecanismos informales operaron con
el objeto de restringir la participación, o si, por el contrario,
el tan criticado “oficialismo electoral” actuó buscando ampliar el
espacio de participación en el marco de un régimen representativo que
sustituyera el desarrollado en el interior de asambleas o cabildos abiertos,
muy frecuentes en la década revolucionaria. Para el caso rioplatense, la
hipótesis aquí desplegada busca subrayar que, lejos de querer limitar la
participación en el sufragio, la eliíe tendió a incentivarla en el marco del
nuevo régimen representativo. El objetivo era disciplinar la movilización
activada por la revolución, cuya expresión más frecuente se daba bajo la forma
de asambleas populares o cabildos abiertos. El régimen representativo de voto
indirecto venía entonces a intentar reemplazar la más caótica y desordenada
participación directa de la plebe en las asambleas convocadas durante la década
y a movilizar a un electorado aún muy pasivo e indiferente según expresaban los
publicistas de la época y demostraban los resultados de las elecciones
realizadas.
Desde esta perspectiva, los problemas más
relevantes que en el interior del debate por la representación política se
fueron definiendo durante la década revolucionaria tienen como referentes, por
una parte, a las antiguas jerarquías corporativo-territoria- les -en sintonía
con la predominante concepción de cuerpos soberanos- y a la tradicional
condición de la dependencia social para dirimir los niveles de inclusión y
exclusión en el sufragio, y por otra, a la oposición entre ejercicio directo de
la soberanía y régimen representativo. En el marco de estos parámetros se
constituyó la práctica comicial en aquellos años y sobre su derrotero tratará
este capítulo.
La situación de “provisionalidad permanente”
que vivió el Río de la Plata en la década revolucionaria -según la expresión de
José Carlos Chiaramonte- fue producto de la indefinición de dos problemas
sustanciales inherentes al orden político: el vinculado al sujeto de imputación
soberana, por un lado, y a la forma de
gobierno que debía adoptar el nuevo espacio político surgido del
desmoronamiento del Imperio, por el otro.15 Tal como ha demostrado
el autor citado, el debate en torno al problema de la soberanía desplegado en
los primeros momentos revolucionarios ocupó el centro de la escena política. La
repentina e inesperada crisis del Imperio hispánico condujo, primero en la
península y luego en América, a buscar una solución doctrinaria legítima a la vaca- tio regis producida tras los sucesos de Bayona. La tradicional teoría de la retroversion de la soberanía, que concebía a los
pueblos y ciudades como sujetos de imputación soberana con privilegios y
jerarquías particulares, se enfrentó a la más moderna doctrina que consideraba
a la nación como el sujeto único e indivisible de imputación. La generalizada
invocación en América a la doctrina de la retroversion en los momentos iniciales de la crisis enraizaba -según plantea Antonio
Annino— en un horizonte de prácticas y lenguajes ya conocidos; la noción
abstracta de una nación compuesta por individuos libres e iguales, en cambio,
no remitía a ningún sujeto ni práctica política concreta ya conocida sino que
provenía directamente de las doctrinas aplicadas en Francia luego de la
revolución y discutidas en las Cortes de Cádiz a partir de 1810.16
Por otro lado, el debate sobre la forma de gobierno que debería adoptarse se desplegaba
en consonancia con el problema de la soberanía: el modelo monárquico
constitucional -que seguía las huellas de la ingeniería constitucional inglesa
de gobierno mixto o la más novedosa implementada en Cádiz en 1812- y el modelo
republicano -aplicado en Estados Unidos o de manera más efímera en Francia-,
constituyeron los polos de una amplia gama de opciones que recuperaban diversas
formas de organización institucional en las que se cruzaban alternativas
centralistas, federales o confederales, según el caso. La predominancia del
modelo republicano sobre el monárquico en los primeros años de la década se
vio, en parte, debilitada luego de la Restauración monárquica en Europa en
1814, produciéndose el ya conocido giro “conservador” del Congreso Constituyente
reunido en 1816 respecto de las posiciones adoptadas en la Asamblea del año
XIII.
En ese contexto -al que se sumaba la guerra de independencia-, los
debates en torno al problema de la representación política quedaron subordinados a la indefinición de estas sustanciales
cuestiones de orden institucional (que por razones de espacio no
desarrollaremos en esta oportunidad sin por ello dejar de reconocer la íntima
articulación existente entre los debates por la definición de la soberanía, las
formas de gobierno y la representación política) adoptando los regímenes
electorales formas precarias y ambiguas, en sintonía con la precariedad y
ambigüedad del orden político existente.17 Entre 1810 y 1820 se
realizaron elecciones a lo largo de todo el territorio rioplatense para
designar integrantes de los gobiernos centrales (desde la primera Junta
Provisional pasando por los Triunviratos y luego por el Directorio), diputados
constituyentes (a la Asamblea que sesionó entre 1815 y 1815 y al Congreso
reunido en 1816 que declaró la independencia y dictó luego la fallida
Constitución de 1819), miembros para formar juntas electorales de diverso tipo,
juntas provinciales y subordinadas (de duración efímera pero que buscaban crear
poderes subordinados al poder central a lo largo de todo el territorio del ex
virreinato), gobernadores intendentes (autoridad de origen borbónico que se
mantuvo durante toda la década) y miembros de Cabildo. Esta proliferación de
reglamentos electorales en un marco como el descrito anteriormente parece,
cuanto menos, paradójico. ¿Cómo explicar la multiplicación de procesos
electorales en un territorio que no lograba encontrar una fórmula política
capaz de crear un orden estable? Quizás en ese dato resida parte de la
explicación: la rápida incorporación del sufragio como única alternativa de
constitución de la autoridad no fue ajena al hecho de que sólo parecía posible
crear legitimidades de origen avaladas por diversas formas de elección,
resultando muy difícil transitar hacia una legitimidad de ejercicio donde los
poderes erigidos encontraban serios obstáculos para hacer ejecutable su
autoridad. Tales obstáculos se vinculaban con el nuevo fenómeno del
faccionalismo surgido en el momento mismo de la revolución y con la
conflictividad entablada entre las diversas esferas jurisdiccionales de
pretensión nacional, regional y local. La coexistencia de entidades
territoriales con pretensión soberana -expresadas generalmente a través de las
ciudades- con gobiernos centrales no siempre acatados, dibujaron un mapa
político en el que la representación quedó sometida a las tensiones y vaivenes sufridos por la
redefinición de las jurisdicciones territoriales. Tensiones suscitadas por la
pretensión centralizadora de la antigua capital del reino que hizo suya, en
varias oportunidades, la nueva concepción de una soberanía única e indivisible,
enfrentada a la noción de una soberanía estamental predominante en los otros pueblos
del antiguo virreinato que, además de oponerse a aquella vocación
centralizadora, se manifestaba a través de la competencia entre viejas
jerarquías territoriales propias de la colonia (ciudades principales,
subordinadas, villas y pueblos dependientes) y, al promediar la década de 1810,
entre ciudad y campaña.
El primer problema suscitado en el Cabildo Abierto del
22 de mayo se definió en términos de una tendencia que defendía los derechos de
la capital del
reino a representar a los demás pueblos del
virreinato invocando para ello razones de urgencia, frente a otra tendencia
que, siguiendo el itinerario de la teoría de la retro- versión, se erigía en
defensora de los derechos de los pueblos soberanos a decidir de común acuerdo la futura representación. El segundo
problema se planteó, una vez resuelta la convocatoria a elecciones a todos los
pueblos del virreinato, entre aquellos cuerpos territoriales que quedarían
respectivamente incluidos y excluidos dentro de la nueva representación
política. Luego de algunos intercambios epistolares producidos entre la Junta
Provisional y ciertos pueblos del interior, el derecho a tener un representante
en dichajunta quedó finalmente limitado a los cuerpos territoriales definidos
por su condición de ciudad -condición otorgada por la presencia de Cabildo- y,
dentro de ellos, a aquellas ciudades cabeceras que, en el contexto
institucional de la época, no eran otras que las capitales de intendencia o de
subdelegadón. Las jerarquías territoriales propias de la colonia definían el
contorno de la nueva representación, asumiendo la ciudad un papel central en
los procesos electorales celebrados después de 1810.
El recorte del ámbito representativo establecido en
estos primeros reglamentos se mantuvo en las posteriores normas dictadas entre
1811 y 1815. El número de representantes asignado a cada unidad territorial no
seguía el criterio que establece una relación automática entre dicho número y
la cantidad de población, sino
el más tradicional principio que suponía la existencia de jerarquías
y privilegios entre los cuerpos territoriales existentes. Así, Buenos Aires y
muy especialmente su Cabildo asumieron en esos años una supremacía respecto de
los demás pueblos del ex virreinato que se tradujo en una constante
superioridad numérica en relación a la cantidad de representantes asignado a
aquélla para formar los diferentes cuerpos representativos. Tal superioridad
fue objeto de crecientes cuestionamientos -lo que refleja la doble tensión
señalada entre la antigua capital del reino y los pueblos y la que se manifiesta
en el interior de éstos- como lo fue también la exclusión de la campaña de la
representación política. El reclamo de los pueblos de campaña por participar en
el régimen representativo -vinculado, por otro lado, al carácter jurisdiccional
de los cabildos rioplatenses que incluían bajo su tutela a las zonas rurales-
apareció muy tempranamente.
Pero fue el Estatuto Provisional de 1815,
dictado por la Junta de Observación creada luego del fracaso de la Asamblea
Constituyente reunida desde 1813 y de instalado el Directorio (poder central
unipersonal creado por aquella asamblea), el que modificó sustancialmente los
principios sobre los cuales se había montado el régimen representativo en el
primer quinquenio de la década. Por un lado, fue el primer reglamento de
carácter general pensado para organizar institucionalmente todo el territorio
del ex virreinato y el primero en establecer formas electivas para las
autoridades vigentes en cada jurisdicción. Sus disposiciones comprendían la
elección de diputados de las provincias para el Congreso General -el que
finalmente se reunió en Tucumán y declaró la independencia definitiva en 1816-,
de gobernadores, de miembros de la Junta de Observación y, finalmente, de los
cabildos seculares. Por otro lado, el Estatuto introdujo importantes cambios en
el régimen electoral vigente. Tres novedades fundamentales instituyó respecto
al tema que nos ocupa en este punto: la incorporación de la campaña en el
régimen representativo, la adecuación del número de diputados de cada sección
electoral a su cantidad de habitantes y la imposición de un régimen electivo
para designar a los miembros del Cabildo.18 Cabe recordar que tales
innovaciones se producían más tardíamente en el Río de la
Plata respecto de otros territorios americanos -leales a las
autoridades de la península- donde se había aplicado la Constitución de Cádiz
de 1812, en la que se incorporaban los principios enunciados.19
Así, la
representación de ciudad presente en las primeras reglamentaciones de la década
revolucionaria fue perdiendo cen- tralidad a partir de 1815 al admitirse la
representación de la campaña y un criterio que vinculaba automáticamente el
número de diputados con la cantidad de habitantes de cada territorio (para la
elección de diputados al Congreso, los sufragantes pasaron a votar por un
elector cada 5.000 “almas” en las asambleas primarias y éstos, reunidos en
asamblea o colegio electoral en la capital de cada provincia, debían nombrar un
diputado cada 15.000 habitantes) . Aunque este último principio fue el más
resistido, si se tiene en cuenta que en 1818 algunos diputados del Congreso
seguían defendiendo “el método de elecciones de diputados por Ciudades y Villas
como se ha hecho hasta ahora”,20 lo cierto es que la sanción del Estatuto
Provisional representó el inicio de un paulatino resquebrajamiento de las
tradicionales jerarquías territoriales a las que había estado atada la
representación política en los primeros años posrevolucionarios.
Ahora bien, según
lo expuesto hasta aquí, los criterios para discutir los niveles de inclusión en
la representación política no parecen seguir en el Río de la Plata los
parámetros de un tipo de representación individual, tal como una concepción
moderna de la ciudadanía supone: la preeminencia, en un primer momento, de una
concepción corporativa anclada en las tradicionales jerarquías territoriales se
combinó, promediando la década del ’10, con la noción de dependencia social. La
vecindad hispánica definió en casi todos los reglamentos la condición del
elector y aunque la categoría de ciudadano circuló en esos años en el Río de la
Plata a la vez que se utilizó en cierta normativa electoral, la misma parece
haber estado inscrita en el universo de la vecindad del sistema colonial más
que en un tipo de representación individual. La condición de vecindad le era
otorgada en el antiguo régimen a aquel habitante que reuniera los siguientes
requisitos: ser jefe de familia, tener casa abierta, ser un vecino útil,
justificar un tiempo de
residencia determinado y no ser sirviente. Ser vecino implicaba tener
un estatuto particular dentro del reino (con sus respectivos fueros y
franquicias) y “representar” de manera grupal a un conjunto más vasto que
excedía, naturalmente, al individuo portador de ese privilegio. Aunque el
proceso revolucionario dio entrada a la nueva concepción de ciudadano, ésta
retomó -tal como ha señalado François Guerra- los atributos de la vecindad, generalizándolos y
abstrayéndolos. La nacionalidad, entendida como pertenencia jurídica a la
nación, generalizó el vecinazgo como origen; esto es, ser natural de una
comunidad. Las condiciones necesarias para la posesión de los derechos civiles
y especialmente el domicilio, remitían a la pertenencia a una comunidad
concreta; los marginales y vagabundos seguían estando, como antes, fuera de la
sociedad.21 Estas analogías entre el viejo vecinazgo y la moderna
ciudadanía hicieron que ambos conceptos aparecieran frecuentemente
intercambiados, confundidos y hasta identificados en la normativa de la época.
Los primeros reglamentos electorales
aplicados en el Río de la Plata, como asimismo en el conjunto del territorio
hispanoamericano, utilizaron diversas fórmulas vinculadas a la condición de
vecindad para definir el universo de representantes y representados. En dichas
fórmulas no se establecían de manera taxativa las calidades que debían reunir
los electores como tampoco los representantes electos, recurriéndose al
concepto de vecino como un elemento suficiente para clarificar el mundo de los
incluidos en el derecho electoral. El uso indistinto de los términos vecino y ciudadano aparecía siempre después de establecerse la condición de vecindad
para definir la representación y en un contexto en el que la normativa tenía
por objeto agregar o aclarar algo respecto de ciertos criterios de inclusión
que no se desprendían necesariamente de aquélla. El Reglamento por el que se
convocó a la Asamblea del año XIII introdujo un criterio que, pese a su
adscripción al pensamiento francés revolucionario, se combinaba con la
tradicional vecindad: “los vecinos libres y patriotas” constituía una fórmula
mixta que intentaba destacar la nueva situación emergente de la revolución al
exigir ahora no sólo la implícita condición de “afincado y arraigado” -que se
derivaba de la sola mención del término vecino- sino, además, la de haber demostrado “conocida adhesión
a la justa causa de América” para ser electores o electos diputados.22
El principio jacobino que exigía para la representación polídca una condición
tan ambigua como poco demostrable -la adhesión a la causa revolucionaria-
pareció funcionar más como un argumento retórico en el contexto de la guerra de
independencia que como una verdadera limitación o exigencia respecto del
derecho de sufragio.
El Estatuto de 1815 fue, una vez más, el que
innovó sobre la definición de electores y elegidos. Hasta esa fecha, no se
disponía siquiera de estatutos que fijaran una edad mínima para acceder al
sufragio. Las disposiciones electorales del Estatuto Provisional, respetadas en
su mayor parte por el Reglamento Provisorio de 1817 y luego por la
Constitución de 1819 (dictados ambos por el Congreso Constituyente trasladado
de Tucumán a Buenos Aires luego de declarar la independencia) definían por
primera vez en el Río de la Plata determinados requisitos comunes a los
habitantes de ciudad y campaña para acceder a la ciudadanía política y, con
ella, al derecho de sufragio. Establecía no sólo una edad mínima (25 años) y el
requisito de “que haya nacido y resida en el territorio del Estado” el
habitante que quisiera gozar del derecho al voto (en el capítulo 3o
de la 1* sección), sino además otras condiciones que, no obstante, se definían
por la negativa. Esto significaba que dichos requisitos se inscribían en los
posibles “modos de perderse y suspenderse la ciudadanía”. Se destaca, al
respecto, la suspensión “por ser doméstico asalariado: por no tener propiedad u
oficio lucrativo y útil al país...” (capítulo 5°). Esta limitación, nueva en la
normativa electoral rioplatense, derivaba de dos nociones muy arraigadas en el
pensamiento europeo de fines del siglo XVIII. La primera era aquélla que, al
exigir una propiedad o un oficio lucrativo y útil, intentaba excluir a los
vagabundos y transeúntes del sistema de representación. En este punto, al igual
que los revolucionarios franceses, la elite rioplatense no seguía las huellas del
modelo político que fundaba la representación en la noción del ciudadano
propietario. La exigencia de una propiedad o de un trabajo conocido no
pretendía definir una posición económica, sino más bien un sistema de garantías
sociales y morales: los
transeúntes no sólo quedaban fuera de la ciudadanía política sino
también fuera de la sociedad.23 La segunda noción estaba vinculada a
la condición de la dependencia social. La suspensión de la ciudadanía a los
domésticos asalariados derivaba de oponer la condición de hombre libre a la de
dependiente. El doméstico era considerado parte de la casa, de la familia
patriarcal; su libertad estaba seriamente limitada porque no era un individuo
con un trabajo autónomo, encarnando así la figura específica de la dependencia
social. Dependencia que se traducía en un tipo de representación grupal en la
que el jefe de familia expresaba la voluntad del núcleo familiar: mujeres,
menores, domésticos. Los cambios introducidos por el Estatuto de 1815, si bien
expresan por primera vez requisitos más detallados para el ejercicio de la
ciudadanía y, al mismo tiempo, una ampliación que incluye a los habitantes de
la campaña, remiten a un universo político que sigue más atado a nociones que
privilegian la inclusión o exclusión de la esfera social (dependientes,
vagabundos, transeúntes) que de la esfera política. La inclusión dentro de ésta
era una directa derivación de la pertenencia a aquélla.
Así, entonces, la definición de
representantes y representados eligió para expresarse fórmulas ambiguas durante
la década revolucionaria, permitiendo la inclusión en el derecho de voto de
diferentes segmentos sociales que estaban muy lejos de identificarse con la
elite. La vecindad, según los últimos avances de investigación, se hallaba más
extendida de lo que tradicionalmente se suponía, incluso entre algunos
pobladores de la campaña;24 la noción de dependencia social no
impidió la inclusión de una amplia franja de habitantes de ciudad y campaña que
reunían el requisito de tener, o bien una pequeña propiedad, o un oficio
lucrativo y útil;25 y el requisito del censo -que remite a una
concepción individualista de la ciudadanía- sólo aparecía en algunos
reglamentos para el caso de los extranjeros que quisieran acceder a ella. Por otro
lado, la ambigüedad
normativa ya señalada sumada a la falta de experiencia de los habitantes del ex virreinato en lides electorales y al particular interés de los grupos facciosos en
acrecentar su potencial electoral, condujo a que en muchas oportunidades las autoridades de las mesas comiciales incluyeran como electores a personajes que de ningún modo reunían las calidades
requeridas por los reglamentos para ejercer el derecho de voto.
La situación se hacía aún más complicada al combinarse
los conceptos de vecino, ciudadano y dependiente con la nueva noción de hombre
libre importada por la revolución. Esta última categoría condujo a no pocos
equívocos, si se tiene en cuenta el contexto en el que se inscribía y los
diferentes aspectos a los que aludía. Desde la perspectiva de la dependencia
social, la noción de hombre libre estuvo enmarcada en la lenta transformación
de los viejos lazos de la dependencia; siervos, esclavos, domésticos y hasta
jornaleros, constituyeron categorías sociales que aún parecían cabalgar entre
el antiguo régimen y el nuevo mundo de la libertad que las revoluciones
parecían inaugurar. Desde la perspectiva de la representación política, se
cruzaron dos aspectos muy diversos. Por un lado, que el derecho electoral era
una derivación de los derechos civiles: el sufragio activo (que habilitaba a
ejercer el voto) y pasivo (que habilitaba a ser electo representante) les era
adjudicado a aquellos que pertenecían a la sociedad en tanto no tenían ningún
lazo de dependencia social; por otro lado, aludía a la concepción jacobina
antes citada en tanto el derecho de voto le pertenecía a aquellos que habían
expresado adhesión a la causa revolucionaria. La condición de hombre libre
exaltaba, en este caso, una dimensión diferente: la de la nueva libertad
conquistada luego de 1810 en oposición a la anterior condición colonial. Este
último aspecto tuvo, durante los años más álgidos de la guerra de
independencia, una importancia retórica y simbólica nada desdeñable. El
tránsito de súbdito a-hombre libre encontró su correlato en el régimen
representativo al intentar ser excluidos quienes se suponían sostenedores de la
condición de vasallaje. Recién después de concluida la guerra de independencia
y una vez garantizada la nueva libertad conquistada, la noción de hombre libre
quedó despojada de esta dimensión anticolonialista y reducida al primer aspecto
señalado. No obstante, la ambigüedad que encerraba esta categoría siguió siendo
foco de innumerables conflictos aún después de 1821. La frontera entre los
excluidos e incluidos en el universo de la representación política continuó las
huellas de esta primera formulación. El punto era acordar qué se
entendía por hombre libre.
El papel fundamental que desempeñaron los
cabildos en la década de 1810 -y especialmente el de la antigua capital del
Reino- se expresó en dos aspectos del proceso político. En primer lugar, el
Cabildo se erigió en el órgano depositario de la soberanía frente a la crisis
de la monarquía. Inmediatamente después, la debilidad de los gobiernos
centrales convirtió a ésta en una práctica habitual: el Cabildo de Buenos Aires
reasumió siempre, en momentos de crisis institucional, la potestad que se le
había delegado en el Cabildo Abierto del 22 de mayo de 1810. En tensión
permanente con los otros poderes surgidos de la revolución, el ayuntamiento se
elevó en el único cuerpo capaz de arbitrar los conflictos más graves de la
década o de mantenerse en pie en situaciones de vacío de poder, reasumiendo la
autoridad. El segundo aspecto en el que se expresó la centralidad del Cabildo
se vincula, específicamente, al papel que desempeñó en los procesos
electorales. Tanto desde el punto de vista normativo como de la práctica
electoral concreta, la institución capitular organizó y controló el sufragio al
ser la encargada de convocar a elecciones, confeccionar los padrones, expedir
las cartas de ciudadanía, formar las mesas receptoras y escrutadoras de votos y
constituirse en el centro edificio donde se acudía a votar o a realizar los
escrutinios. El Cabildo se erigió en el “delegado natural” de una
representación que nacía siguiendo los moldes de la vieja tradición española.
Cabe destacar ahora el punto más relevante
del debate generado en el interior de la elite respecto al sufragio: el que
enfrentó el ejercicio directo de la soberanía practicado en cabildos abiertos y
asambleas populares a la definición de un régimen representativo. La tradición
colonial del cabildo abierto fue rescatada en los primeros reglamentos
electorales e implementada en diversas oportunidades desde las Invasiones Inglesas hasta la supresión
de los cabildos (producida en Buenos Aires en 1821 y en el resto de las
provincias en fechas posteriores). Tales reuniones, convocadas por la autoridad
competente, se desarrollaron conjuntamente a otro tipo de “asambleas” reunidas
de manera espontánea, las que rápidamente se convirtieron en ámbitos de
legitimación de decisiones que afectaban directa o indirectamente al poder
político. El régimen representativo, por otro lado, presentado como el medio
más eñcaz para suprimir este ejercicio directo de la soberanía, presuponía
establecer mecanismos electivos a través de los cuales el pueblo delegara tal
e' :rcicio en un grupo de representantes. Lo que estaba en discusión, entonces,
no era sólo la mecánica electoral que debía imponerse —sufragio directo o
indirecto, indirecto de segundo o tercer grado- sino además, y fundamentalmente,
sobre qué bases fundar y legitimar el ejercicio mismo del poder político.
Esta controversia, que se prolongó durante
toda la década -alcanzando sus picos culminantes hacia 1816 y, luego, en la
crisis del año ’20— remite, indudablemente, al gran debate que desde comienzos
del siglo XVIII en Inglaterra y más tarde en Francia y Estados Unidos, se
desarrolló en torno a la definición misma del régimen representativo. Éste
nacía en oposición a las formas tradicionales de representación basadas en el
mandato imperativo, figura del derecho privado en vigor desde el medioevo en
Europa, y a las formas antiguas de la democracia directa. La vigencia del
mandato imperativo implicaba que los diputados o procuradores
eran representantes de sus mandantes -esto
es, de los estamentos que los designaban- debiendo ajustar su voto (en cortes o
asambleas estamentales) a los poderes e instrucciones otorgados por el cuerpo
que representaban. Se trataba de un tipo de representación de alguien -la
Corporación- frente a algún otro -el Rey-, y no de un cuerpo representativo que
dejaba de ser un organismo externo al Estado para convertirse en organismo del
Estado, tal como las formas modernas de representación lo entendían. Este
tránsito, que se dio más tempranamente en Inglaterra y luego en Estados Unidos
y Francia, implicó el abandono del mandato imperativo y la imposición de un
sistema en el que los diputados electos
ya no lo eran de una corporación en particular, sino de la nación o el pueblo al que representaban con total autonomía de sus electores. El
régimen representativo nacía, así, con una fuerte vocación de independencia
frente a las antiguas formas del mandato y en oposición tanto a la práctica de
revocabilidad permanente de los elegidos como a la antigua noción de democracia
directa practicada por los antiguos.
Este debate, que involucró a pensadores de
filiaciones doctrinarias muy diversas, no estuvo ausente del desplegado en el
espacio rioplatense. Las recurrentes citas de Blackstone que aparecían en la
prensa periódica local para fundamentar la necesidad de establecer un régimen
representativo en oposición al ejercicio directo de la soberanía, se
enfrentaban a una realidad en la que pro liferaban las asambleas o cabildos
abiertos y a una práctica que mantenía incólume la vigencia del mandato
imperativo. Todas las asambleas reunidas entre 1810 y 1820 conservaron la
figura del mandato con sus respectivos poderes e instrucciones, en absoluta
consonancia con la predominante concepción estamental de la soberanía. Los
diputados actuaban en nombre de los cuerpos que los habían elegido (las
ciudades, en el caso rioplatense) y no de individuos abstractamente
considerados, tal como la teoría moderna de la representación planteaba.26
Las asambleas o cabildos abiertos, por otro lado, tendían a cuestionar la
legitimidad de origen -como asimismo la legitimidad de ejercicio- que se
arrogaban los gobiernos centrales sucedidos en aquellos años, electos después
de 1811 bajo diversas formas de sufragio indirecto.
Las primeras elecciones realizadas en 1810 para elegir diputados
a la Junta, se hicieron bajo la forma de cabildo abierto. Pero a diferencia de
los cabildos abiertos de la época colonial -que revestían el carácter de juntas
de vecinos distinguidos, convocados por el ayuntamiento de manera
extraordinaria para deliberar sobre determinados asuntos de administración
comunal-, los que se reunieron en las diferentes ciudades a través del
Reglamento del 25 de mayo de 1810 asumieron la nueva representación política
derivada del proceso revolucionario. El Reglamento dictado en 1811, que creaba
Juntas Provinciales, separó por primera vez el acto eleccionario de la figura
del cabildo abierto: el sufragio revistió el carácter de comicio y en adelante, todos los reglamentos dictados
durante la década siguieron diversas modalidades de sufragio indirecto. En
algunos casos, bajo la prescripción de mecanismos bastante complicados que
podían combinar la pluralidad de sufragios con el sorteo o elecciones de tercer
grado, y en otros, siguiendo la más tradicional forma de asambleas de segundo
grado.
Este régimen de sufragio indirecto coexistió
con otras formas de participación activadas al calor de la revolución.
Prácticas informales que adoptaban, en general, la modalidad de asambleas
populares, cuya presencia se convirtió en un distintivo del nuevo espacio
público porteño. A estas reuniones —muchas veces derivadas en francas revueltas
contra el poder estatuido- se le sumó la realización de cabildos abiertos, que
ya no asumían la forma de asamblea electoral como en 1810, sino la de reuniones
deliberativas convocadas en algunas oportunidades por el “pueblo” y, en otras,
por las autoridades centrales o del Cabildo para debatir sobre ciertos asuntos
de interés común. Cabe destacar, en este sentido, las asambleas realizadas en
abril de 1811 y en septiembre del mismo año, en las que se expresaron
cabalmente tanto los conflictos que afectaban a las facciones que conformaban
lajunta de gobierno como los que enfrentaban a dichajunta con el Cabildo de
Buenos Aires. También es preciso subrayar la importancia de otras asambleas
populares como la convocada en octubre de 1812, en la que desconociendo las
elecciones realizadas para renovar los miembros del Triunvirato se implemento
otro mecanismo no contemplado en los reglamentos: se encargó al Cabildo la
designación de aquéllos sometiendo la terna al veredicto de la aprobación
popular. Pero el punto culminante del conflicto se expresó en 1816, cuando a
raíz de un movimiento provincialista generado en Buenos Aires -estudiado en
detalle por Fabián Herrero- el gobierno decidió someter el asunto a una
consulta popular.27 ¿Bajo qué modalidad se haría dicha consulta? El
dilema se definió en términos de Cabildo Abierto o Representación. Mientras que el Cabildo y lajunta de Observación sostenían que el
pueblo debía expresarse por medio de representantes elegidos en comicios-tal
como estipulaban los diferentes reglamentos electorales dictados a partir de
1811-, el Director Supremo se inclinaba por la tradicional práctica informalmente estatuida durante esos años de cabildo abierto. Las
razones que aducían los primeros para defender los mecanismos propios de un
régimen representativo eran que “el pueblo y su campaña debían ser oídos de un
modo digno y decoroso, haciéndolo por Representantes, y no en Cabildo Abierto,
por los inconvenientes que ofrece, según dictamen de todos los políticos”,
mientras que los defensores del cabildo abierto argumentaban que el pueblo
reunido de tal manera “defenderá con más entusiasmo su libertad”.28
Más allá de los resultados a los que condujo
esta controversia -donde triunfaron los sostenedores de las formas
representativas-, es preciso detenerse en algunos aspectos del conflicto. Una
interpretación más sensible a las perspectivas de análisis que ponen el eje en
la dicotomía tradición-modernidad podría ver en esta disputa la contraposición
de principios antiguos y modernos de representación, invocados en cada caso por
grupos relativamente permeables a asumir como propios algunos de tales
principios según sus experiencias vitales precedentes. Pero si se contempla,
por ejemplo, que el mismo Cabildo se posicionó a favor del régimen
representativo en esta oportunidad -no así en otras disputas similares- es
preciso admitir que la dimensión estrictamente política (coyun- tural) explica
gran parte de los conflictos aquí descritos.29 En este aspecto del
debate sobre el régimen representativo es donde se manifiestan más abiertamente
las divisiones producidas en el interior de la elite dirigente. Los grupos
facciosos buscaban dominar la escena política y para ello necesitaban controlar
los mecanismos de acceso al poder. Cuando las elecciones a través del sufragio
indirecto les impedía asumir legítimamente la autoridad -por carecer de los
recursos necesarios para movilizar la suficiente cantidad de sufragantes-
echaban mano del mecanismo asambleísta para intentar alzarse con el poder en
disputa. Por esta razón, las asambleas populares comenzaban muchas veces siendo
deliberativas, derivando luego en asambleas resolutivas. El pasaje de la
deliberación a la resolución -que en varias oportunidades se tradujo en el
derrocamiento del poder estatuido y la formación de un gobierno que lo
reemplazara- estuvo siempre mediado por mecanismos electivos tendientes a
legitimar la decisión tomada. Por cierto que se trataba de mecanismos electivos ad hoc,
implementados espontáneamente y de manera directa en la asamblea, que asumían
preferentemente la forma del tradicional voto-consentimiento.
Este principio que propugnaba el ejercicio directo de la
soberanía a través de las asambleas populares o cabildos abiertos -sin duda más
fácilmente “comprendido” que el más abstracto y complejo régimen electoral de
segundo o tercer grado vigente y, en consecuencia, más permeable para convocar
a una población que no se sentía interpelada por un tipo de representación
basada en el concepto de “delegación”- fue padeciendo un creciente descrédito
durante la década revolucionaria. El resultado del conflicto antes descrito así
lo demuestra. Se hizo cada vez más frecuente que diferentes grupos de la elite
porteña identificaran la práctica asambleísta con el desorden, los tumultos, la
política facciosa, el desborde popular, en definitiva, con la noción de
ingobernabilidad. La contracara de esta imagen la ofrecía la consolidación de
un régimen representativo sobre cuya base debía asentarse la nueva legitimidad
política, encargada de reemplazar la caducada legitimidad del rey. La idea que
predominaba entre los contemporáneos era que un régimen de elección indirecta
sería capaz de ordenar, controlar y disciplinar la participación de una
sociedad absolutamente movilizada a partir de la guerra de independencia. El
sufragio indirecto trasladaría el momento de la deliberación -desarrollado de
manera tumultuosa en las asambleas populares- a las asambleas electorales de
segundo grado. Allí estarían los representantes electos -que se suponía debían
ser los vecinos o ciudadanos más distinguidos- que, en dimensión más reducida,
conducirían la designación de autoridades de un modo “decente y ordenado”. El
sufragio indirecto aparecía como una garantía de mayor gober- nabilidad, en
tanto las negociaciones entre los diversos grupos de la elite se harían en el
seno de dichas asambleas y ya no en la más amenazante plaza pública.
Desde esta perspectiva, el debate en torno a cabildo
abierto o representación ocupó más la atención de la elite que el problema de
la amplitud o restricción del derecho de voto. La inclusión o exclusión de
ciertos segmentos de la sociedad en el sistema representativo no constituía aún
el centro de las preocupaciones. La
amenaza no provenía de un sufragio
amplio, que tal como estaba plasmado en la norma permitía la participación de
la plebe urbana y más tarde de los habitantes de la campaña en el sistema
representativo, sino de los grupos que formaban parte de la elite, quienes
apelaban a dichos sectores a través del tumulto de las asambleas.30
Había que controlar los mecanismos de acceso al poder en el interior de la
propia elite, cuyas divisiones amenazaban permanentemente la estabilidad del
gobierno de turno, que la más remota posibilidad de que los sectores populares
movilizados al calor de la revolución intentaran organizar, a través del
sufragio, una suerte de gobierno de la plebe. En esta dirección, al mismo
tiempo que la prensa y los documentos públicos insistían en el problema del
asambleísmo como foco de disturbios e ingoberna- bilidad, se remarcaba también
la necesidad de acrecentar la participación en el sufragio. La inquietud
generada por la escasa participación electoral estuvo presente desde muy
temprano y se fundaba en los datos que ofrecía la realidad: era muy raro
superar las dos centenas de votantes en cualquier elección del período. Las
convocatorias insistían sobre la importancia de concurrir a las elecciones y de
asumir el voto, ya no como un simple derecho, sino como un deber. La reflexión
que sobre este asunto hacía El Censor el 15 de agosto de 1815, reproduce este espíritu:
“La notable indiferencia que
he observado en este público, al sagrado deber de concurrir a
sufragar por los que
han de representar y acordar sus más caros intereses, me ha llenado de
sentimiento, y han asaltado a mi imaginación mil ideas desfavorables al objeto
laudable de la libertad: porque de qué sirve que cada ciudadano sea un patriota
de opinión, si falta aquel entusiasmo, aquel estímulo, aquel celo, aquella
agitación, aquella laudable ambición que caracteriza el espíritu de un pueblo
amante de su libertad en el caso de elecciones?”.
La insistencia en reforzar la movilización
electoral se fue convirtiendo en un tópico recurrente en el segundo quinquenio
de la década, valorándose cada vez más la noción de cantidad por sobre la
calidad de los electores. Cabe destacar, en este punto, dos ejemplos que
ilustran el tránsito señalado. El primero tiene por
escenario las elecciones realizadas en
1815 según lo estipulado por el Estatuto Provisional, en la sección electoral
de Arrecifes, correspondiente a la campaña bonaerense. En dichas elecciones,
pese a que los resultados del escrutinio habían arrojado la mayoría simple de
votos para un candidato, la mesa escrutadora decidió nombrar a quien había
obtenido menor número de votos en virtud del siguiente argumento:
...Cuál pluralidad,
si la del número o la de Calidad y otras circunstancias debía decidirnos para
el nombramiento de electores acordamos anteponer entre los de mayor número que
tuviese a su favor, la mejor calidad de sufragantes o la notoriedad de pureza y
libertad...”.31
La noción de calidad que la mesa antepuso a la
legitimidad del número, por estar asociada a una forma de representación
jerárquica en la que el representante expresaba la voluntad de un grupo,
condujo a computar veinte sufragios como si fueran doscientos, habida cuenta
que de esos votantes dependían “las personas de los hijos, dependientes y
asalariados”. El universo de la dependencia social se articulaba así a la nueva
representación política. El segundo ejemplo lo ofrece un artículo de La Gaceta de Buenos Aires publicado el 16 de agosto de 1820, en el que se reflexiona sobre las
razones que llevaban a propugnar un significativo aumento de la participación
electoral:
“Votar todos o casi todos los ciudadanos. Un partido, por pequeño que
sea, puede contar con cien votos; otro contará con doscientos; claro está pues
que si votan sólo quinientos ciudadanos, los trescientos votos son faccionistas
aunque separados, y como es preciso que por el mismo hecho de ser libres, los
otros doscientos deban ser divergentes, resulta que la facción o partido de los
doscientos vencerán y obtendrán su objeto. Más si votasen diez mil ciudadanos,
¿de qué serviría la pequeñísima facción de doscientos individuos? ¿No quedaría
ahogada y sofocada entre la gran mayoría?. Este es el remedio ciudadanos:
votemos todos, pues todos estamos obligados a hacerlo”.
El voto, en esta perspectiva, asumía la
fuerza que otorgaba una legitimidad basada en el número -y ya no en la calidad
de los electores- y una dimensión disciplinados de la práctica política:
disciplinar la movilización de una sociedad que, profundamente politizada luego
de la revolución, tendía a encontrar en las asambleas populares el ámbito más
propicio para deliberar y resolver las cuestiones políticas; disciplinar a los
“facciosos” que buscaban manipular el voto de los ciudadanos para acceder al
poder, o bien por fuera de las normas establecidas refrendando decisiones
políticas en asambleas que no alcanzaban el centenar de votantes, o en
elecciones indirectas que tampoco superaban esa cifra; en fin, disciplinar a
los grupos que conformaban la nueva elite dirigente surgida al calor de la
guerra de independencia. Planteos todos que no pasaban de una mera declaración
de principios.
Los ensayos representativos implementados
durante toda la década habían demostrado la dificultad para imponer una nueva
legitimidad frente a la ya caducada legitimidad monárquica. La aún irresuelta
cuestión de la soberanía se sumaba a los conflictos derivados de enfrentar, en
un mismo escenario, principios de representación divergentes: la calidad versus
la cantidad, el asam- bleísmo versus la representación, los cuerpos
territoriales versus la distribución numérica de la representación según el
número de habitantes. Principios que configuraban los extremos de un debate
teórico que no hallaba en la práctica política concreta fórmulas mixtas capaces
de garantizar la sucesión pacífica de las autoridades. El problema de la
sucesión política se instalaba en el seno de la nueva república que se
pretendía fundar. Hacia el año ’20, entonces, si bien parecía haberse
encontrado resolución definitiva a uno de los problemas básicos a los que el
sector criollo debió enfrentarse con la ruptura de los lazos coloniales -tal
fue el tránsito de súbdito a hombre libre- no podía afirmarse lo mismo respecto
del principio que debía regir y ordenar la nueva libertad conquistada. La forma
de gobierno, el sujeto de imputación soberana y el tipo de representación
derivada seguían constituyendo asuntos pendientes para una elite que luego de
diez años de revolución y guerra buscaba encontrar una forma organizativa para
los territorios ahora independientes.
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