A
finales de 1809, la derrota española en la batalla de Ocaña permitió la
entrada de los franceses en Andalucía. En esas condiciones, en diciembre la
Junta Central se trasladó de Sevilla a Cádiz, empujada por un motín popular.
El 27 de enero de 1810, la Junta se disolvió y su lugar fue ocupado por el
Consejo de Regencia, formado por cinco de sus miembros, entre ellos el
delegado de la Nueva España. La noticia sacudió a las colonias: un gobierno
provisorio, pero aceptado como legítimo, había sido sustituido por otro de
dudosa legitimidad e improbable eficacia. Mientras tanto, una tras otra las
ciudades andaluzas iban jurando fidelidad y obediencia a José Bonaparte. El
futuro era incierto y la posibilidad de que la situación se extendiera a los
dominios coloniales estaba abierta. Las reacciones no se hicieron esperar.
|
Abril en Caracas, mayo en Buenos Aires, julio en Bogotá,
septiembre en Santiago de Chile y Quito. Estos movimientos autonomistas
notablemente simultáneos fueron protagonizados por las elites criollas de las
ciudades principales y adoptaron el recurso de formar juntas para sustituir
las autoridades vigentes a través de los cabildos, proclamando que actuaban
“a nombre de Fernando VII”. Aquellas ciudades que reconocieron a la regencia,
como Montevideo, Lima o México, también invocaron el nombre del Rey como
recurso legitimador.
Esas apelaciones ponían de manifiesto la disputa por
apropiarse de la legitimidad que podía ofrecer la figura real, un recurso
ineludible hasta que la experiencia histórica permitiera construir un nuevo
principio de legitimidad. No difería demasiado de las estrategias de los
liberales peninsulares, que intentaban en nombre del rey poner fin al Antiguo
Régimen y fundar un sistema constitucional asentado en la “soberanía de
|
la
nación”. Curiosa y trágica era la paradoja del destino para estos liberales:
se proponían llevar a la práctica varios de los principios que había
proclamado la Revolución Francesa a través de una revolución que se llevaba
adelante contra la ocupación francesa...
Emprender una rebelión en nombre del rey no era una
novedad. Por el contrario, se trataba de una antigua tradición que se
expresaba en el grito que se hizo escuchar en los motines que desde el siglo
XVI ocurrieron en Nápoles o Madrid, México, Guanajuato, Quito, Cuzco o Buenos
Aires: “¡Viva el rey! ¡Muera el mal gobierno!”. Tras ese recurso podían
manifestarse distintas opciones políticas: desde un tradicionalismo acérrimo,
que aspiraba a una regeneración de la monarquía volviendo a su matriz
preilustrada, hasta la introducción de una novedad definitivamente
revolucionaria, la soberanía popular, aunque la retórica empleada apelara al
lenguaje político de la tradición pactista.
Esta tradición ofrecía un argumento contundente: ante la
ausencia del rey, la soberanía volvía al pueblo. Pero, ¿qué era “el pueblo”?
Como ha indagado José C. Chiaramonte, el uso más generalizado del término
“pueblo” era asimilable al de “ciudad” en su sentido político y respondía a
una concepción corporativa, organicista y jerárquica del orden político. Por
ello, los cabildos fueron concebidos como el ámbito de expresión por
excelencia de ese pueblo y en base al mismo principio: cada ciudad
(“principal” o “subalterna”) aspiró a conservar en sus manos el ejercicio de
esa soberanía vacante. Los pueblos, por lo tanto, disputaban el ejercicio de
la soberanía.
|
El movimiento
que se desencadenó en la Nueva España tenía rasgos muy diferentes de los que
caracterizaban a los movimientos de 1810. No emergió en la capital sino en
una provincia, el Bajío, y se transformó en una masiva movilización campesina
e indígena encabezada por un cura de pueblo, Miguel Hidalgo Costilla. Aun
así, también la figura de Fernando Vil fue invocada como recurso legitimador.
Como ha mostrado Eric Van Young, la multifacética y masiva insurgencia
novohispana tuvo como emblema la imagen de la Virgen de Guadalupe y las
comunidades indígenas intervinieron con objetivos propios muchas veces
contradictorios con los que tenía la dirigencia criolla. Sin embargo, lo
hicieron detrás de una consigna: “¡Viva el rey y muerte a los gachupines!”.
Más aún, entre los campesinos se propagó el rumor de
|
que Fernando
Vil no estaba preso sino refugiado en la Nueva España y que convocaba a la
insurgencia.
|
|
Sin
embargo, 1810 no era el siglo XVI; a través de un lenguaje antiguo comenzaron
a manifestarse nociones radicalmente innovadoras: así, la defensa de las
libertades se iría transformando en la lucha por la libertad, y la soberanía
de los pueblos habría de instalar la disputa por la soberanía popular. Estos
tránsitos conceptuales serían extremadamente veloces y los líderes americanos
que aspiraban a una solución monárquica de la crisis imperial tuvieron que
rendirse -muchas veces con amargura y desaliento- ante la evidencia: en el
decurso de la revolución, los pueblos habían aprendido a repudiar a la
monarquía.
Esa misma
tradición prescribía que el pueblo tenía derecho a un buen gobierno. Se
trataba de un argumento esencial de la retórica política de la monarquía
católica. El mal gobierno era un gobierno que se apartaba de la religión.
Tres siglos de monarquía católica no habían pa-
|
sado en
vano: así, mientras la guerra contra Napoleón adoptó la forma de una guerra
santa, las guerras americanas estuvieron saturadas de recursos religiosos. No
era una lucha entre dos religiones, sino una disputa por la religión como
fuente de legitimidad. De esta forma, la jerarquía eclesiástica se dividió, y
curas y sacerdotes, imágenes de la Virgen y de los santos patronos, tuvieron
un papel decisivo para todos los bandos en pugna. Más aún, las nuevas
repúblicas que emergieron de la crisis de independencia, aunque inspiraron
sus preceptos constitucionales en ideas liberales, siguieron afirmando su
condición de católicas.
La crisis
de la independencia abrió un ciclo de notable activación política para
amplios sectores sociales. La guerra fue parte inseparable de las nuevas
experiencias políticas y del acrecentamiento de las tensiones sociales y étnicas.
Sin ellas, es imposible comprender el éxito del republicanismo, e incluso la
aspiración a cierto igualitarismo que imperó por momentos. De las guerras
emergieron las nociones de “pueblo”, “patria” y “nación”, que no siempre
seguían ni las doctrinas ni las intenciones de las elites ilustradas, y les
dieron a las experiencias políticas latinoamericanas un tono decididamente
plebeyo.
|
En el Río
de la Plata, la noticia de disolución de la Junta Central se conoció a
mediados de mayo e hizo trastabillar el precario equilibrio que sustentaba la
autoridad del virrey Cisneros. Su respuesta pública a la conmoción ilustra
con claridad que las nuevas circunstancias imponían a todos los actores una
reformulación de sus estrategias y que la solución política debía gestarse
desde las mismas colonias. Pero la dinámica de los acontecimientos hizo
fracasar los planes del Virrey: un conglomerado de individuos y grupos, que
hasta ese momento había tenido posiciones por momentos contrapuestas, tendió
a tomar una orientación coordinada y exigió la reunión de un cabildo abierto,
replicando la experiencia de 1806-1807 y la que se desplegaba en la
Península. Este consenso era posible porque la mayor parte de los comandantes
de las milicias apoyaba esta postura, y las reducidas fuerzas veteranas
peninsulares no estaban en condiciones de oponer resistencia efectiva. Sólo
de este modo se entiende que la confrontación de posiciones adoptara la forma
de una disputa doctrinaria en la sesión del cabildo abierto del 22 de mayo.
El Virrey estaba siendo desplazado e intentó conformar una junta encabezada
por él mismo y los miembros de las principales corpo-
|
raciones,
al estilo de la mayor parte de las juntas peninsulares. Pero la oposición de
los cuerpos milicianos obligó al Cabildo a reconocer una junta superior
gubernativa para todo el Virreinato, que habría de gobernar provisoriamente
en nombre de Fernando VII. El papel del Cabildo se vio reducido a
reconocerla.
Los
integrantes de la Junta provenían de la elite de la ciudad. Sin embargo, no
todos eran porteños de origen, empezando por su presidente, el altoperuano
Cornelio Saavedra, e incluso algunos habían nacido en la Península, pero ya
estaban integrados a la elite urbana. ¿Quiénes no lo estaban? Sin duda, los
miembros más conspicuos de la elite comercial peninsular, los opositores a la
gestión de Liniers y las cabezas de las principales corporaciones civiles y
eclesiásticas. En cambio, tenían un peso notorio los hombres que habían
ganado predicamento en los últimos años a través de los cuerpos milicianos,
del foro y el periodismo. En este sentido, la Junta era la expresión de la
movilización que había vivido la ciudad y ponía de manifiesto la crisis de
legitimidad de las jerarquías locales.
El cambio
de gobierno muy rápidamente comenzó a ser identificado como una revolución
por propios y extraños, aunque se había concretado de modo pacífico y
ordenado. El nuevo gobierno se proclamó “provisional”, tanto porque fundaba
su autoridad en la preservación de los derechos de Fernando VII como porque
convocaba a las ciudades del Virreinato a elegir diputados para integrarse a
ella. Sin embargo, la Junta comenzó rápidamente a apelar a otros recursos de
legitimación y nuevas ideas fueron ocupando un lugar central. El discurso
diseminado desde las páginas de la gaceta, las arengas, los bandos y las
proclamas contenía recurrentes alusiones a la libertad, a la soberanía
popular y convocaba a luchar contra la tiranía; el tono inicialmente
contemporizador con los españoles europeos fue abandonado por las apelaciones
al americanismo. Sus adversarios no dejaron de advertir lo que estaba
enjuego: en una carta anónima del 26 de mayo de 1810, se anotaba que, si bien
en la plaza se repartían “retratos de Fernando VII, los europeos vamos a
pasarlo muy mal”. Para el emisario de la Junta Central, José María de
Salazar, no había dudas: “Es notorio que el deseo de la independencia se
abriga en los ánimos de muchos de estos habitantes”, un “deseo” que
registraba como generalizado “en todo el Virreinato”, especialmente entre los
jóvenes y el clero, y temía “que la infame Junta, en la desesperación, piensa
valerse de los negros y mulatos esclavos de los españoles dándoles la
libertad con tal que se hagan soldados”. Las comunicaciones que llegaban a
España repetían el mismo argumento:
|
la Junta,
“tumultuaria y sediciosa”, tenía objetivos independen tistas y estaba
“profanando el digno nombre de nuestro Femando”. Y hasta hubo quien
transcribía algunas canciones que estaban circulando: “No queremos Reyna
puta/ ni tampoco Rey cabrón/ ni queremos nos gobierne/ esa infame y vil
nación./ Al arma alarma americanos/ sacudid esa opresión/ antes morir que ser
esclavos/ de esa infame y vil nación”.
La
prioridad de la Junta era hacerse obedecer y, aunque inicialmente obtuvo el
reconocimiento del Cabildo y la Audiencia, fue procediendo a su depuración
invocando el principio de que esos cargos quedarían reservados para los
españoles americanos. La intensa rivalidad entre europeos y americanos no era
nueva, pero ahora adquiría significados políticos: en estas condiciones, no
remitía tanto a una cuestión de origen como a un alineamiento.
El nuevo
poder debía definir una orientación en un contexto incierto e imprevisible;
rápidamente se delinearon dos tendencias competitivas: una, encabezada por su
presidente, Saavedra, se orientaba hacia un rumbo moderado; la otra, liderada
por el secretario Mariano Moreno, intentaba imprimirle una orientación más
radical. Si la competencia adoptaba la forma de una lucha personalizada por
el liderazgo, expresaba también las diferentes bases de sustentación y
trayectorias. Mientras el Presidente se apoyaba en los comandantes de los
cuerpos milicianos, el Secretario era el portavoz de un grupo de letrados.
Eran ésos, justamente, los dos ámbitos sociales en los cuales se reclutaba la
elite política en formación. En términos de orientación política, la disputa
entre ambas facciones se concentró en una cuestión crucial: la incorporación
de los diputados electos por el resto de las ciudades a la Junta, propiciada
por los primeros y rechazada por los segundos. A finales de ese año, la
tensión terminó por desplazar a Moreno de la secretaría. Fue enviado en
misión diplomática a Gran Bretaña y halló la muerte durante la travesía.
|
“En Buenos
Aires la mayor parte del vecindario, y las personas más acomodadas son
amantes de nuestro Soberano, de espíritus tranquilos y obedientes de las
autoridades. Pero que hay otros pocos de los que llaman criollos de humilde
principio, y que de mucho tiempo a esta parte se les ha notado Inquietos y
con deseos de fomentar una revolución
|
para hacer su
fortuna diciendo de independencia y de que debe llegar el tiempo de salir de
una esclavitud de trescientos años.” [...] “Los vecinos de Buenos Aires,
consternados con semejantes noticias y creyéndose sin autoridad que las
gobernase, trataron de formar una Junta por medio de un Ayuntamiento el que
nombró por individuos de ella, Presidente al Virrey Don Baltasar Cisneros, a
un Eclesiástico, a un Comandante, y a uno de la Real Hacienda, personas que
dicen eran de probidad y que el pueblo fue muy contento con su elección; pero
que el partido de los inquietos inmediatamente recogieron una porción de
pueblo bajo que gritasen y conmovieran para intimidar las autoridades y
formando un memorial que firmaron la mayor parte de estas gentes reclamaron
la formación de la Junta primera, para que se hiciera otra que recayó
precisamente en los que fomentaban la inquietud intimidando al Ayuntamiento
con amenazas habiendo puesto sobre las armas el cuerpo de Patricios; y
estando a las puertas el Licenciado Chiclana, capitán del mismo cuerpo con la
espada en la mano amenazando para que los Capitulares concluyeran la elección
como se les proponía porque de no los degollarían y que en efecto ellos
asustados y medrosos cedieron a la fuerza." [...] “He procurado tomar
una idea de la impresión que podrá causar este ejemplar en las provincias y
me aseguran que no son de temer las resultas porque dentro de Buenos Aires la
mayor parte son descontentos de estas violencias y escriben que sólo desean
tener quien los auxilie y los demás pueblos todos están por la sujeción a la
Metrópoli y en cuanto a los Indios inmediatamente que lleguen a comprender el
proyecto de Buenos Aires sin duda no darán servicio ni contribución alguna,
por que ellos dicen no quieren mas que a su Monarca Fernando 7° pero siempre
es de temer si los seducen levantándoles los tributos”.
|
En Buenos
Aires, la revolución triunfó en forma incruenta. Del mismo modo lo hizo la
contrarrevolución en Montevideo, cuyas autoridades juraron fidelidad al
Consejo de Regencia. Otra vez, ambas ciudades tomaban rumbos políticos
opuestos y competían por ganarse la adhesión del resto en una guerra de
opinión que tuvo como escenario privilegiado a los cabildos. Aunque en
general entre los partidarios de reconocer a la Junta instaurada en Buenos
Aires predominaban los criollos y entre sus opositores los peninsulares, las
líneas de demarcación eran
|
más
sutiles, reproducían las facciones rivales preexistentes y expresaban
posicionamientos en los que influían otras cuestiones. No casualmente, los
partidarios de la Regencia tuvieron mayor influencia en las capitales de
intendencia y los de la revolución en las subalternas.
En
Córdoba el intendente, el obispo, el comandante de las milicias y la mayor
parte del Cabildo se pronunciaron contra la Junta porteña, mientras que la
posición contraria fue encabezada por la facción que lideraba el deán
Gregorio Funes. Ambos grupos se habían enfrentado ya en 1807 debido a sus
divergencias frente a la sustitución de Sobremonte. Ahora, además, fue
Liniers quien se transformó en el líder de las fuerzas leales a la Regencia,
y el Cabildo reconoció al Virrey del Perú como autoridad suprema,
desconociendo la autoridad de la capital. Para someter la oposición salió una
expedición de Buenos Aires con más de 1500 hombres que obligó al Cabildo a
reconocer a la Junta y días más tarde apresó y fusiló a los conjurados. De
esta forma, la Junta no sólo sofocaba el principal foco de resistencia, sino
que había acabado con quien podía concitar adhesión popular a la Regencia.
Situaciones semejantes, aunque menos cruentas, se sucedieron en el resto de
la Intendencia, además de que se pusieron en evidencia las pretensiones de
cortar la subordinación con Córdoba.
En la
Intendencia de Salta la situación fue análoga. Mientras Tucu- mán reconoció
inmediatamente la autoridad de la Junta, en Salta el intendente Nicolás
Severo de Isasmendi se pronunció en contra. Isasmendi era criollo, uno de los
miembros más destacados de la elite salteña, uno de los principales
hacendados y encomenderos del valle Calchaquí, y tomó partido por la Regencia
en alianza con los funcionarios reales y los principales comerciantes
peninsulares del Cabildo. La situación sólo se definió cuando llegaron las
tropas porteñas. Así, en Salta, como en otras ciudades, comenzó un progresivo
cambio en los equilibrios internos de la elite local, acicateado por las
divisiones que abría el proceso revolucionario. Los principales comerciantes
empezaron a perder posiciones en el Cabildo frente a los propietarios de
haciendas del valle de Lerma y la frontera oriental, que provenían de
familias tradicionales que se habían resistido a los intendentes.
La
situación en el Alto Perú era más problemática para la revolución por la
presencia de las tropas limeñas que reprimieron los movimientos de Chuquisaca
y La Paz y los resquemores contra la capital. El intendente de Charcas,
Vicente Nieto, y el de Potosí, Francisco de Paula Sanz, pusieron sus
provincias bajo la jurisdicción del virrey del Perú, mientras las guerrillas
rurales que habían subsistido se insurrecciona-
|
ron con
la llegada de la expedición porteña. Con todo, Cochabamba se pronunció a favor de la revolución y pocos días
después sus milicias ocupaban Oruro mientras que Santa Cruz de la Sierra se
sumaba al levantamiento. Estaba claro que el alineamiento del Alto Perú sería
resultado de la guerra, y los enfrentamientos comenzaron muy pronto: las
fuerzas limeñas triunfaron en Cotagaita, pero los porteños lo hicieron el 7
de noviembre en Suipacha y, tras la batalla, las ciudades se volcaron a favor
de la revolución. Desde entonces, la guerra se transformó en una lucha entre
ambas capitales por la riqueza minera, a su vez entremezclada con los
conflictos sociales internos que las sacudían. Así, la tremenda crisis social
y económica de los últimos años se acentuaba y pesaban mucho los
resentimientos y temores acumulados después de las sublevaciones indígenas de
1780 y los movimientos autonomistas de 1809. En estas condiciones, las elites criollas
altoperuanas temían un vacío de poder y se mostraban extremadamente cautelosas
en su adhesión al proceso revolucionario.
El
Ejército Auxiliar bajo la dirección de Castelli intentó conseguir el apoyo de
las comunidades indígenas. Los meses siguientes al triunfo de Suipacha
consútuyeron en el Alto Perú la fase más radical de la revolución iniciada en
Buenos Aires, quizás la única que pueda calificarse de auténticamente
jacobina. Castelli ordenó el fusilamiento de los principales líderes
opositores como Nieto y Paula Sanz. Sus discursos no sólo tenían un marcado
contenido antipeninsular sino que proclamaban la completa igualdad entre
indígenas y americanos y la suspensión de las obligaciones serviles y del
tributo. Sin embargo, esta política ofrecería escasos resultados: las elites criollas
rechazaban estas medidas que amenazaban el orden social vigente y el
sostenimiento de las tropas empezaba a ser resistido por buena parte de la
población.
En estas
condiciones, el Ejército Auxiliar fue sorprendido en su campamento de Huaqui
el 20 de junio de 1811 y prácticamente se desbandó. En su desordenada
retirada hacia Jujuy, las tropas cometieron saqueos y depredaciones que
provocaron enfrentamientos con la población altoperuana, y en muy pocos días
todas las ciudades quedaron bajo la firme autoridad del jefe del ejército
limeño, Manuel de Goyeneche, Buenos Aires perdía su principal fuente de
recursos fiscales y afrontaba una amenaza de invasión desde el Alto Perú,
donde la resistencia quedaba confinada a algunas zonas rurales y adoptaba la
forma de una guerra de guerrillas. Estalló una revuelta indígena en La Paz,
liderada por Juan Manuel Cáceres, que se extendió por toda la intendencia y
hacia Oruro, pero fue derrotada.
|
Fragmentos
de la proclama de Juan José Castelli, Tiahuanaco,
25
de mayo de 1811
“Los
sentimientos manifestados por el gobierno superior de estas provincias desde
su instalación se han dirigido a uniformar la felicidad de todas las clases
dedicando su preferente cuidado hacia aquella que se hallaba en estado de
elegirla más ejecutivamente. En este caso se consideran los naturales de este
distrito que por tantos años han sido mirados con abandono y negligencia,
oprimidos y defraudados en sus derechos y en cierto modo excluidos de la
mísera condición de hombres que no se negaba a otras clases rebajadas por la
preocupación de su origen. Así es que después de haber declarado el gobierno
superior con la Justicia que reviste su carácter que los indios son y deben
ser reputados con igual opción que los demás habitantes nacionales a todos
los cargos, empleos, destinos, honores y distinciones por la igualdad de
derechos de ciudadanos, sin otra diferencia de la que preste el mérito y la
aptitud: no hay razón para que no se promuevan los medios de hacerlos útiles
reformando los abusos introducidos en su perjuicio y propendiendo a su
educación, ilustración y prosperidad con la ventaja que presta su noble
disposición a las virtudes y adelantamientos económicos. En consecuencia,
ordeno que siendo los indios iguales a todas las demás clases en presencia de
la ley, deberán los gobernadores intendentes con sus colegas y con
conocimiento de sus ayuntamientos y los subdelegados en sus respectivos
distritos del mismo modo que los caciques, alcaldes y demás empleados
dedicarse con preferencia a informar de las medidas inmediatas o
provisionales que puedan adoptarse para reformar los abusos introducidos en
perjuicio de los indios, aunque sean con el título de culto divino,
promoviendo su beneficio en todos los ramos y con particularidad sobre
repartimiento de tierras, establecimiento de escuelas en sus pueblos y
excepción de cargas o imposición indebidas [...] Y estando enterado por
diferentes informes que tengo tomados de la mala versación de los caciques
por no ser electos con el conocimiento general y espontáneo de sus respectivas
comunidades y demás indios aún sin traer a consideración otros gravísimos
inconvenientes que de aquí resultan, mando que en lo sucesivo todos los
caciques sin exclusión de los propietarios o de sangre no sean admitidos sin
el previo consentimiento de las comunidades, parcialidades o aquellos que
deberán proceder a elegirlos con conocimiento de sus jueces territoriales por
votación conforme a las reglas que rigen en estos casos.”
|
Algo
empezaba a estar claro: en algunas regiones la marcha de los ejércitos de la
revolución era una verdadera empresa de conquista. Mientras en el litoral los
cabildos de Santa Fe y Corrientes aceptaron inmediatamente a lajunta y el
gobernador de las Misiones se alineaba con el nuevo gobierno, la situación en
Asunción obligó a enviar un ejército de 2000 hombres que fracasó en sus
intentos. Sin embargo, el 17 de junio de 1811 un nuevo congreso que contó con
casi 300 representantes (una cantidad no igualada por asamblea contemporánea
alguna) decidió plantearle a Buenos Aires relaciones en pie de igualdad en el
marco de un sistema confederal, exigir la eliminación del impuesto que pesaba
sobre la yerba mate y liberar el estanco del tabaco, principal producto
comercializable del campesinado local. Esta propuesta de confederación, la
primera de varias, fue rechazada (o más bien, olímpicamente ignorada) por el
grupo que controlaba el gobierno en Buenos Aires, que no tenía el menor
interés en compartir el poder con las ciudades subalternas. Finalmente, se
decidió instituir una junta gubernativa propia y soberana.
Si el
nuevo “cuerpo político” debía conformarse a través de la “representación”,
había que resolvér un dilema: ¿qué ciudades tenían ese derecho? El 16 de
julio de j810, lajunta se apresuró a establecer que se suspendiera la
elección de diputados en las villas que fueran cabecera de partido. En otros
términos, el principio de retroversión de la soberanía a los pueblos entraba
en contradicción con la jerarquía territorial del sistema de intendencias que
el gobierno revolucionario se afanaba por conservar. Un ejemplo lo muestra
con toda claridad: en febrero de 1811 lajunta Grande resolvió la formación de
juntas provinciales en cada capital de intendencia, integradas por el
intendente y cuatro vocales elegidos por el pueblo, y de juntas subalternas
en cada ciudad subordinada. La novedad estaba en que todos los individuos
debían concurrir “en calidad de simples ciudadanos”, sin excepción de los
eclesiásticos, aunque éstos no podían resultar electos. La experiencia resultó
fallida y al año siguiente las juntas provinciales y subalternas fueron
disueltas.
Los
cabildos de Jujuy, Tarija, Tucumán y Mendoza reclamaron su autonomía
denunciando los padecimientos sufridos bajo el régimen de intendencias.
Expresaban la aspiración de conformar una suerte de federación de ciudades
sólo subordinadas al gobierno supremo, pero sin ninguna instancia intermedia
de poder ni jerarquía territorial: la adhesión al gobierno de la revolución
era un modo de ampliar sus márgenes de autonomía. Para la república, como
definía a la ciu-
|
dad y su
jurisdicción, Jujuy aspiraba a la independencia frente a Salta. Por ahora, no
sería satisfecha, pero su existencia ayuda a comprender las tensiones
acumuladas.
|
Apenas
instalada, la Junta convocó a que cada cabildo reuniera un "congreso” compuesto
por la “parte principal y más sana del vecindario” para elegir a sus
representantes. Los primeros pasos eran, por tanto, muy respetuosos del
andamiaje básico del orden social, pero la misma práctica fue introduciendo
novedades. ¿Quiénes debían participar? Las dudas surgieron de inmediato y la
Junta se apresuró a aclarar que debía citarse a “todos los vecinos existentes
en la ciudad, sin distinción de casados o solteros". Sin embargo, en
Tucumán, Tarija, La Rioja o Corrientes muy pocos vecinos participaron en las
“asambleas” y las elecciones fueron realizadas en voz alta expresando un
consenso previamente construido. En cambio, en Mendoza o San Juan la votación
fue secreta, los electores tuvieron que optar entre varios candidatos, y fue
preciso en el caso mendocino realizar una suerte de ballotage. No es extraño
que en ambas ciudades la participación haya sido notablemente más amplia: unos
165 votantes en Mendoza y unos 140 en San Juan. Una situación distinta se
produjo en Salta: en el Cabildo abierto participaron gnos 60 votantes, pero
mientras algunos votaron en forma individual (sólo 22), el resto ejerció un
voto por corporación. Dos meses después, sin embargo, una nueva asamblea
reunió 102 votantes y tan sólo 5 delegaron su voto en forma corporativa. En
La Paz, la elección debió repetirse por orden de Castelli, que exigía que el elegido
fuera un "individuo secular”. No era la única innovación que el
comisionado pretendía introducir: en febrero dispuso que se eligiera un
representante de los indios “de su misma calidad y nombrado por ellos mismos”
y en mayo, que todos los caciques surgieran de elecciones. Estas evidencias
sugieren que las nuevas prácticas políticas iban emergiendo dentro de las
grietas que la revolución abria en el orden antiguo. Pese a tanta diversidad,
el proceso abierto tendía a erosionar el sistema corporativo y estamental de
representación. JW
|
El poder
revolucionario no sólo debía enfrentar la resistencia realista y lograr que
lo obedecieran las ciudades del Virreinato, sino también afrontar los
desafíos que contenía la dinámica política en la capital, que ya no podía
manifestarse dentro de los marcos del régimen antiguo al que, por otra parte,
había erosionado.
El
desplazamiento de los integrantes de la elite peninsular debilitó aún más las
jerarquías, mientras las tensiones entre españoles americanos y españoles
europeos adquirieron mayor intensidad y los partidarios de la regencia
advirtieron con preocupación que era “increíble cómo se ha propagado esta
antipatía, especialmente en la casta vil del campo”. De esta manera, el
repudio a los europeos se convertiría en un rasgo distintivo de la cultura
política popular en una sociedad donde la confrontación con portugueses e
ingleses era parte central de las experiencias. El bloqueo fluvial y los
bombardeos de la flota realista acantonada en Montevideo fueron vividos con
intensidad. El descubrimiento de la conspiración que encabezaba Martín de
Alzaga en 1812 fue un momento de máxima tensión: al parecer, había conseguido
la adhesión de “todos los españoles existentes en la ciudad y sus suburbios”
y estaba tratando de movilizar gente de los partidos cercanos a través de
algunos frailes. La respuesta gubernamental fue contundente: incluyó la
condena a muerte de varios complotados, entre ellos, Alzaga, y concitó fuerte
adhesión popular, al punto que su ejecución fue muy festejada: “en la horca
lo apedrearon y le proferían a su cadáver mil insultos, en términos que
parecía un judas de sábado santo”. Sin Liniers ni Alzaga, la causa realista
tenía enormes dificultades para vertebrar un liderazgo popular en la capital.
En estas condiciones, las reglas de la dinámica política en curso hacían que
la legitimidad del poder revolucionario dependiera casi por completo de los
éxitos o fracasos militares, de modo que la política antipenisular era una
exigencia de la misma dinámica.
A fines
de 1810, el agente de la infanta Carlota informaba la situación de Buenos
Aires y advertía: “Los Patricios están divididos entre sí, la mayor parte de
los que pertenecen a familias honorables detestan los procederes violentos,
arbitrarios y crueles de la Junta. Los partidarios de Saavedra, que son la
clase militar, forman una especie de sansculottes, porque en realidad son todos pobres y hambrientos; los
partidarios de Moreno son como ‘La Montaña’ entre los Jacobinos”. Aunque la
analogía era forzada, permite percibir las formas principales que estaba
|
adoptando
la sociabilidad política: mientras los grupos de letrados y los jóvenes
entusiastas de las nuevas ideas encontraban su espacio en los cafés y las
reuniones, un conglomerado social mucho más vasto, heterogéneo y plebeyo lo
hallaba en la sociabilidad militar. Los primeros tenían grandes dificultades
para adquirir predicamento fuera de la elite letrada, de allí su inclinación
a cerrarse socialmente de modo que la comunicación entre montañeses y sansculottes en esta revolución porteña resultaba extremadamente
dificultosa.
|
|
El
mercado. En Acuarelas
de E. E. Vidal. Buenos Aires en 1816, 1817, 1818 y 1819, Exposición
Amigos del Arte, Buenos Aires, 1933. Colección Alejo B. González Garaño.
La sociedad
bonaerense ofrecía algunos rasgos que favorecían la activación política. Ante
todo, era una ciudad abierta en la que se producía una intensa circulación de
personas, ideas y noticias de la más variada procedencia. Aunque el
periodismo estaba emergiendo y se convertiría en una herramienta decisiva de
la lucha política, por entonces sólo se dirigía a sectores restringidos de la
elite letrada, pero el conjunto de la población seguía apasionadamente las
noticias y
|
rumores. Los
sectores "decentes” eran demasiado amplios y diversos, y su equilibrio
interno se había desestabilizado por completo permitiendo la emergencia de
nuevas formas de liderazgo. La ciudad contenía una diversidad de grupos
medios cuyas fronteras con la elite urbana eran demasiado borrosas para
resultar infranqueables. Entre ellos se reclutaba buena parte de los que
podían movilizar esa variopinta plebe cuya sumisión era tan dificultosa. El
área rural con frontera abierta tampoco presentaba jerarquías sociales firmes
dado que ni los sectores propietarios eran suficientemente poderosos, ni los
poderes institucionales estaban sólidamente arraigados para asegurar la
obediencia de una población heterogénea, dotada de extrema movilidad espacial
y ocupacional y acostumbrada a disponer de un amplio margen de autonomía.
Como ha dicho Carlos Mayo, esa población rechazaba la deferencia.
El 5 y 6
de abril de 1811, ello quedó plenamente demostrado cuando un nuevo tumulto
sacudió a la ciudad. A la medianoche comenzó a reunirse una multitud en los
corrales de Misserere que por la mañana marchó sobre la plaza exigiendo una
reunión inmediata del Cabildo. A esta multitud de “gente campestre” se unieron
los regimientos de Patricios, Arribeños, Húsares y Pardos y Morenos. ¿Cuánta
gente componía la multitud? Las referencias son contradictorias, pero algunas
señalan cerca de 4000 personas. Sin embargo, todas las crónicas coinciden en
un aspecto: eran los “hombres de poncho y chiripá contra los hombres de capa
y casaca”. Aunque el movimiento se presentaba como de firme apoyo al
presidente de la Junta, Cornelio Saavedra, tanto éste como sus hombres más
cercanos negaron cualquier complicidad, pese a que el movimiento resultó
exitoso. Sin duda, estaba dirigido contra la facción morenista de la Junta,
pero conviene no pasar por alto que el primer punto del petitorio que
presentaron criticaba abiertamente las medidas conciliatorias para con los
españoles europeos. Con todo, la mayor novedad eran sus protagonistas y la
estructura que había permitido la movilización; la petición aparecía firmada
por los alcaldes de barrio y sus tenientes, reclutados entre los grupos de
medianos y pequeños propietarios de la campaña cercana. Entre ellos, se
destacaba el alcalde de las quintas Tomás Grigera, “cuyo nombre sólo era
conocido hasta ese entonces entre la pobre clase agricultora”, como lo
describió con desprecio un testigo. Para la elite urbana, el tumulto era
protagonizado por “la última plebe del campo” e indicaba que la movilización
política había superado los marcos de la elite y de la ciudad, y venía a
impugnar la
|
representatividad
que se atribuían los jóvenes de ese círculo. Implicaba una concepción del
“pueblo” que no correspondía a la del cuerpo urbano ni tampoco remitía a un
conjunto de ciudadanos, sino que postulaba la legitimidad de un pueblo en
armas.
Pero la
marcha de la guerra consumió el éxito de los vencedores y en septiembre de
1811 una “una porción de pueblo” se reunió en el Cabildo y ocupó la plaza:
aunque no faltaban las mujeres, esta vez se trataba del “verdadero pueblo”
que exigía una nueva depuración de la Junta. Tras unos días de agitación
callejera, las tropas se aseguraron de que a la asamblea convocada “no
entrasen negros, muchachos ni otra gente común”. De ella emergió un nuevo
poder, el Triunvirato, que convivió por poco tiempo y con dificultad con los
restos de la Junta, hasta que terminó por disolverla y afirmar su autoridad sometiendo
al regimiento de Patricios a una disciplina efectivamente militar.
Sin
embargo, la marcha de la guerra signó el destino del nuevo gobierno, al que
se le exigía una política más contundente. El triunfo en Tucumán -a pesar de
la decisión del Triunvirato, que había ordenado la retirada hasta Córdoba-
provocó el 8 de octubre de 1812 un nuevo movimiento, protagonizado por los
pobladores de la campaña y las tropas, que, tras una tumultuosa asamblea,
derivó en la sustitución de los miembros del Triunvirato. Ese nuevo gobierno
convocó a una Asamblea Constituyente que se reunió al año siguiente y se
proclamó soberana. Era, en buena medida, el contrapunto rioplatense a las
seductoras propuestas que emanaban desde la Constitución que las Cortes
acaban de dictar en Cádiz.
|
Las Cortes
comenzaron a sesionar en Cádiz en septiembre de 1810 y se convirtieron en una
verdadera asamblea nacional moderna con diputados elegidos en proporción al
número de habitantes, que no se diferenciaban por corporaciones o estamentos.
Apenas constituidas, se proclamaron depositarías de la soberanía nacional, de
modo que la crisis del Antiguo Régimen se convertía en los comienzos de una
revolución liberal. No eran ya la representación de los reinos de España sino
de una novedosa idea de nación española que pretendía abarcar ambos
hemisferios. A propuesta de un diputado limeño, las castas de origen africano
fueron excluidas de todo derecho a la representación pero, en cambio, las
Cortes otorgaron derechos políticos a los naturales y a los mestizos,
|
aunque
rechazaron la pretensión de que se asignara una cuota igualitaria a criollos
y peninsulares en el ejercicio de los cargos en América. La Constitución
aprobada en 1812 pretendía conformar un estado unitario. Declaraba abolidos
los derechos señoriales, anulaba la Inquisición y proclamaba la supresión del
tributo, la mita y los servicios personales indígenas. Mediante el
establecimiento de 19 diputaciones provinciales en los territorios de
ultramar, convertía a los virreinatos en provincias dependientes del gobierno
central a la vez que sustituía a los cabildos por ayuntamientos
constitucionales, electos en forma popular en cada ciudad que tuviera al
menos "mil almas”. La Constitución de Cádiz no llegó a regir en las
provincias rioplatenses, aunque influyó en los debates que paralelamente
llevaba adelante la Asamblea del año XIII. Pero en aquellas regiones donde
predominaban las fuerzas realistas, la aplicación de la Constitución generó
una miríada de conflictos. En la Nueva España los ayuntamientos eran 896
hacia 1814 y, no pocos, antiguos pueblos de indios. El debate dividió
profundamente a las fuerzas fieles a la Regencia, y a las disputas entre
criollos y peninsulares se sumaron los enfrentamientos entre absolutistas y
constitucionalistas.
Con todo,
el fervor revolucionario que despertó la Asamblea fue menguando rápidamente
al compás de las dificultades de la guerra, el cambio completo de la
coyuntura europea y las divisiones crecientes dentro de la elite. La Asamblea
incumplió los dos propósitos básicos para los que había sido convocada,
declarar la independencia y dictar una constitución, y se convirtió en el
desencadenante de la guerra entre el gobierno y el movimiento que en el litoral
orientaba Artigas.
A
comienzos de 1814, con la instauración del Directorio, la elite
revolucionaria con asiento en Buenos Aires se fue cerrando cada vez más sobre
sí misma y reduciendo sus bases de sustentación al ejército. En estas
condiciones, el éxito sobre la resistencia realista de Montevideo se
demostraría efímero, pues las tropas porteñas tuvieron que retirarse de la
ciudad y Artigas pudo conformar un bloque de poder regional que le disputaba
al Directorio la orientación de la revolución y extendía su influencia desde
la Banda Oriental hacia Entre Ríos, Corrientes, las Misiones, Santa Fe y
Córdoba. A principios de abril de 1815, el ejército se sublevó contra el
director Carlos de Alvear y el Cabildo porteño aprovechó la situación para
deponerlo.
De esta
manera, desde un comienzo la dinámica política se manifestaba a través de un
proceso de militarización que había pasado de la formación de milicias
defensivas a la de ejércitos ofensivos, y derivó en
|
la
conversión de las tropas milicianas en regulares. Esta transformación
requería de un nuevo tipo de oficialidad que sólo en parte podía reclutarse
entre los oficiales de milicias; para integrarla, se apeló a la incorporación
de oficiales que disponían de experiencia y formación militar previa y a
jóvenes de las elites provinciales, que generalmente quedaron al mando de
unidades reclutadas en sus provincias de origen. En consecuencia, los
ejércitos de la revolución tenían una peculiar anatomía, pues si bien eran la
expresión más consistente de un poder central, al mismo tiempo contenían en
su seno lealtades y solidaridades que competían entre sí. A ello debe
agregarse una segunda dimensión no menos decisiva: inmediatamente se advirtió
que las fuerzas milicianas eran insuficientes y debía apelarse a un cambio en
los modos de reclutamiento. Por lo tanto, a la incorporación voluntaria se
sumó el reclutamiento compulsivo de la población del ámbito rural,
especialmente la originaria de las provincias. La práctica no era nueva -en definitiva,
así se había organizado el cuerpo de Arribeños-, pero ahora se tornó
sistemática y generalizada, y a mediados de la década abarcaba el 16 por
ciento de los varones adultos de la campaña de Buenos Aires y del sur de
Santa Fe. No resulta sorprendente, por tanto, que la deserción fuera una
amenaza permanente.
Esa
militarización traía aparejadas otras novedades: una de las más
significativas fue la incorporación de esclavos. Se trataba de una práctica
ensayada selectivamente durante las invasiones inglesas, pero que ahora iba a
erosionar la solidez de la esclavitud rioplatense, ampliando notoriamente el
numeroso espectro de libertos. Además, el discurso revolucionario empezó a
ser esgrimido por los esclavos para obtener su libertad. Así, los libertos convertidos
en soldados rechazaron ser tratados como esclavos y enfrentaron a sus
oficiales. Como ha demostrado Gabriel Di Meglio, estas actitudes se
manifestaron a través de la deserción y la indisciplina y por momentos -como
en 1819 en Buenos Aires- desembocaron en verdaderos motines.
De esta
forma, la elite política que emergía con la revolución se convirtió en una
elite militar. En este nuevo contexto, la influencia política de los
oficiales ya no provenía del liderazgo sobre tropas milicianas -como había
sucedido desde 1806-. La oficialidad se estaba convirtiendo en el núcleo de
una nueva clase dirigente y la dinámica política le imponía el dificultoso
desafío de limitar los efectos democratizadores de la revolución. Hacia 1815,
esta transformación estaba prácticamente completada, y la elite adoptaba un
estilo político crecientemente autoritario y conservador, al tiempo que se
distanciaba de los sectores altos
|
reacios a
pagar los costos de una guerra que había implicado la pérdida de los
distritos mineros altoperuanos.
En la
coyuntura más dramática desde 1810, la revolución debía volver a encontrar un
camino; tal fue el sentido tanto del estatuto como de la convocatoria de un
nuevo congreso general que se reuniría en Tucu- mán. La elite revolucionaria
apelaba a la movilización de vastos sectores sociales, aunque éstos estaban
excluidos de la participación política electoral, al igual que la mayor parte
de los pueblos, las villas y la población de las campañas. El estatuto
dictado en abril de 1815 fijó un nuevo criterio de representación basado en
la proporción de habitantes y dispuso la participación de la población rural
en las elecciones y la elección popular de los cabildos. Estas innovaciones
eran resultado del colapso del régimen directorial y de la necesidad
imperiosa de afirmar la legitimidad del orden público. Pero dos años después,
cuando ese poder se había sido reconstituido, una nueva reglamentación volvió
a restringir la participación electoral. En base a este estatuto se realizaron
las elecciones de diputados para el Congreso, aunque la mayor parte de las
provincias bajo influencia artiguista no asistieron. A partir de esta
convocatoria la revolución no sólo tomaba un rumbo franca y abiertamente
independentista, sino que el poder directorial sería reconstituido en base a
la nueva legitimidad obtenida.
Era una
necesidad imperiosa, máxime con la llegada de nuevas noticias desde la
Península. Mientras se multiplicaban los festejos por la retirada francesa,
las Cortes habían decidido que el rey sería reconocido una vez que hubiera
jurado obediencia a la Constitución. Una facción de los diputados dio a
conocer el llamado “Manifiesto de los persas”, en el cual solicitaban al rey
que no aceptara la Constitución. El 17 de abril de 1814, el capitán general
de Valencia, Javier de Elío, realizó un pronunciamiento por el cual ofrecía a
Fernando apoyo militar si deseaba anular la Constitución y las Cortes. El 4
de mayo, Fernando anunció la abolición de las Cortes y de todo lo que habían
legislado y prometió restablecer las antiguas Cortes organizadas por
estamentos. Mientras tanto, una oleada antiliberal sacudía a la Península, y
en vastas regiones concitaba firme apoyo popular. A los liberales les
esperaba la prisión o el exilio, acusados de “usurpación” y “traición”. La
difícil convivencia que habían mantenido las tendencias ideológicas
enfrentadas durante la guerra contra los franceses había llegado a su fin.
|
No hay comentarios:
Publicar un comentario