jueves, 3 de septiembre de 2015

la argentina colonial cap10


A finales de 1809, la derrota española en la batalla de Ocaña permitió la entrada de los franceses en Andalucía. En esas condiciones, en diciembre la Junta Central se trasladó de Sevilla a Cádiz, empujada por un motín popular. El 27 de enero de 1810, la Junta se disolvió y su lugar fue ocupado por el Consejo de Regencia, formado por cinco de sus miembros, entre ellos el delegado de la Nueva España. La noticia sacudió a las colonias: un gobierno provisorio, pero aceptado como legítimo, había sido sustituido por otro de dudosa legitimidad e improbable eficacia. Mientras tanto, una tras otra las ciudades andaluzas iban jurando fidelidad y obediencia a José Bonaparte. El futuro era incierto y la posibilidad de que la situación se extendiera a los dominios coloniales estaba abierta. Las reacciones no se hicieron esperar.

Abril en Caracas, mayo en Buenos Aires, julio en Bogotá, septiembre en Santiago de Chile y Quito. Estos movimientos autonomistas notablemente simultáneos fueron protagonizados por las elites criollas de las ciudades principales y adoptaron el recurso de formar juntas para sustituir las autoridades vigentes a través de los cabildos, proclamando que actuaban “a nombre de Fernando VII”. Aquellas ciudades que reconocieron a la regencia, como Montevideo, Lima o México, también invocaron el nombre del Rey como recurso legitimador.
Esas apelaciones ponían de manifiesto la disputa por apropiarse de la legitimidad que podía ofrecer la figura real, un recurso ineludible hasta que la experiencia histórica permitiera construir un nuevo principio de legitimidad. No difería demasiado de las estrategias de los liberales peninsulares, que intentaban en nombre del rey poner fin al Antiguo Régimen y fundar un sistema constitucional asentado en la “soberanía de



la nación”. Curiosa y trágica era la paradoja del destino para estos liberales: se proponían llevar a la práctica varios de los principios que había proclamado la Revolución Francesa a través de una revolución que se llevaba adelante contra la ocupación francesa...
Emprender una rebelión en nombre del rey no era una novedad. Por el contrario, se trataba de una antigua tradición que se expresaba en el grito que se hizo escuchar en los motines que desde el siglo XVI ocurrieron en Nápoles o Madrid, México, Guanajuato, Quito, Cuzco o Buenos Aires: “¡Viva el rey! ¡Muera el mal gobierno!”. Tras ese recurso podían manifestarse distintas opciones políticas: desde un tradicionalismo acérrimo, que aspiraba a una regeneración de la monarquía volviendo a su matriz preilustrada, hasta la introducción de una novedad definitivamente revolucionaria, la soberanía popular, aunque la retórica empleada apelara al lenguaje político de la tradición pactista.
Esta tradición ofrecía un argumento contundente: ante la ausencia del rey, la soberanía volvía al pueblo. Pero, ¿qué era “el pueblo”? Como ha indagado José C. Chiaramonte, el uso más generalizado del término “pueblo” era asimilable al de “ciudad” en su sentido político y respondía a una concepción corporativa, organicista y jerárquica del orden político. Por ello, los cabildos fueron concebidos como el ámbito de expresión por excelencia de ese pueblo y en base al mismo principio: cada ciudad (“principal” o “subalterna”) aspiró a conservar en sus manos el ejercicio de esa soberanía vacante. Los pueblos, por lo tanto, disputaban el ejercicio de la soberanía.

El movimiento que se desencadenó en la Nueva España tenía rasgos muy diferentes de los que caracterizaban a los movimientos de 1810. No emergió en la capital sino en una provincia, el Bajío, y se transformó en una masiva movilización campesina e indígena encabezada por un cura de pueblo, Miguel Hidalgo Costilla. Aun así, también la figura de Fernando Vil fue invocada como recurso legitimador. Como ha mostrado Eric Van Young, la multifacética y masiva insurgencia novohispana tuvo como emblema la imagen de la Virgen de Guadalupe y las comunidades indígenas intervinieron con objetivos propios muchas veces contradictorios con los que tenía la dirigencia criolla. Sin embargo, lo hicieron detrás de una consigna: “¡Viva el rey y muerte a los gachupines!”. Más aún, entre los campesinos se propagó el rumor de



que Fernando Vil no estaba preso sino refugiado en la Nueva España y que convocaba a la insurgencia.



Sin embargo, 1810 no era el siglo XVI; a través de un lenguaje antiguo comenzaron a manifestarse nociones radicalmente innovadoras: así, la defensa de las libertades se iría transformando en la lucha por la libertad, y la soberanía de los pueblos habría de instalar la disputa por la soberanía popular. Estos tránsitos conceptuales serían extremadamente veloces y los líderes americanos que aspiraban a una solución monárquica de la crisis imperial tuvieron que rendirse -muchas veces con amargura y desaliento- ante la evidencia: en el decurso de la revolución, los pueblos habían aprendido a repudiar a la monarquía.
Esa misma tradición prescribía que el pueblo tenía derecho a un buen gobierno. Se trataba de un argumento esencial de la retórica política de la monarquía católica. El mal gobierno era un gobierno que se apartaba de la religión. Tres siglos de monarquía católica no habían pa-



sado en vano: así, mientras la guerra contra Napoleón adoptó la forma de una guerra santa, las guerras americanas estuvieron saturadas de recursos religiosos. No era una lucha entre dos religiones, sino una disputa por la religión como fuente de legitimidad. De esta forma, la jerarquía eclesiástica se dividió, y curas y sacerdotes, imágenes de la Virgen y de los santos patronos, tuvieron un papel decisivo para todos los bandos en pugna. Más aún, las nuevas repúblicas que emergieron de la crisis de independencia, aunque inspiraron sus preceptos constitucionales en ideas liberales, siguieron afirmando su condición de católicas.
La crisis de la independencia abrió un ciclo de notable activación política para amplios sectores sociales. La guerra fue parte inseparable de las nuevas experiencias políticas y del acrecentamiento de las tensiones sociales y étnicas. Sin ellas, es imposible comprender el éxito del republicanismo, e incluso la aspiración a cierto igualitarismo que imperó por momentos. De las guerras emergieron las nociones de “pueblo”, “patria” y “nación”, que no siempre seguían ni las doctrinas ni las intenciones de las elites ilustradas, y les dieron a las experiencias políticas latinoamericanas un tono decididamente plebeyo.

En el Río de la Plata, la noticia de disolución de la Junta Central se conoció a mediados de mayo e hizo trastabillar el precario equilibrio que sustentaba la autoridad del virrey Cisneros. Su respuesta pública a la conmoción ilustra con claridad que las nuevas circunstancias imponían a todos los actores una reformulación de sus estrategias y que la solución política debía gestarse desde las mismas colonias. Pero la dinámica de los acontecimientos hizo fracasar los planes del Virrey: un conglomerado de individuos y grupos, que hasta ese momento había tenido posiciones por momentos contrapuestas, tendió a tomar una orientación coordinada y exigió la reunión de un cabildo abierto, replicando la experiencia de 1806-1807 y la que se desplegaba en la Península. Este consenso era posible porque la mayor parte de los comandantes de las milicias apoyaba esta postura, y las reducidas fuerzas veteranas peninsulares no estaban en condiciones de oponer resistencia efectiva. Sólo de este modo se entiende que la confrontación de posiciones adoptara la forma de una disputa doctrinaria en la sesión del cabildo abierto del 22 de mayo. El Virrey estaba siendo desplazado e intentó conformar una junta encabezada por él mismo y los miembros de las principales corpo-



raciones, al estilo de la mayor parte de las juntas peninsulares. Pero la oposición de los cuerpos milicianos obligó al Cabildo a reconocer una junta superior gubernativa para todo el Virreinato, que habría de gobernar provisoriamente en nombre de Fernando VII. El papel del Cabildo se vio reducido a reconocerla.
Los integrantes de la Junta provenían de la elite de la ciudad. Sin embargo, no todos eran porteños de origen, empezando por su presidente, el altoperuano Cornelio Saavedra, e incluso algunos habían nacido en la Península, pero ya estaban integrados a la elite urbana. ¿Quiénes no lo estaban? Sin duda, los miembros más conspicuos de la elite comercial peninsular, los opositores a la gestión de Liniers y las cabezas de las principales corporaciones civiles y eclesiásticas. En cambio, tenían un peso notorio los hombres que habían ganado predicamento en los últimos años a través de los cuerpos milicianos, del foro y el periodismo. En este sentido, la Junta era la expresión de la movilización que había vivido la ciudad y ponía de manifiesto la crisis de legitimidad de las jerarquías locales.
El cambio de gobierno muy rápidamente comenzó a ser identificado como una revolución por propios y extraños, aunque se había concretado de modo pacífico y ordenado. El nuevo gobierno se proclamó “provisional”, tanto porque fundaba su autoridad en la preservación de los derechos de Fernando VII como porque convocaba a las ciudades del Virreinato a elegir diputados para integrarse a ella. Sin embargo, la Junta comenzó rápidamente a apelar a otros recursos de legitimación y nuevas ideas fueron ocupando un lugar central. El discurso diseminado desde las páginas de la gaceta, las arengas, los bandos y las proclamas contenía recurrentes alusiones a la libertad, a la soberanía popular y convocaba a luchar contra la tiranía; el tono inicialmente contemporizador con los españoles europeos fue abandonado por las apelaciones al americanismo. Sus adversarios no dejaron de advertir lo que estaba enjuego: en una carta anónima del 26 de mayo de 1810, se anotaba que, si bien en la plaza se repartían “retratos de Fernando VII, los europeos vamos a pasarlo muy mal”. Para el emisario de la Junta Central, José María de Salazar, no había dudas: “Es notorio que el deseo de la independencia se abriga en los ánimos de muchos de estos habitantes”, un “deseo” que registraba como generalizado “en todo el Virreinato”, especialmente entre los jóvenes y el clero, y temía “que la infame Junta, en la desesperación, piensa valerse de los negros y mulatos esclavos de los españoles dándoles la libertad con tal que se hagan soldados”. Las comunicaciones que llegaban a España repetían el mismo argumento:



la Junta, “tumultuaria y sediciosa”, tenía objetivos independen tistas y estaba “profanando el digno nombre de nuestro Femando”. Y hasta hubo quien transcribía algunas canciones que estaban circulando: “No queremos Reyna puta/ ni tampoco Rey cabrón/ ni queremos nos gobierne/ esa infame y vil nación./ Al arma alarma americanos/ sacudid esa opresión/ antes morir que ser esclavos/ de esa infame y vil nación”.
La prioridad de la Junta era hacerse obedecer y, aunque inicialmente obtuvo el reconocimiento del Cabildo y la Audiencia, fue procediendo a su depuración invocando el principio de que esos cargos quedarían reservados para los españoles americanos. La intensa rivalidad entre europeos y americanos no era nueva, pero ahora adquiría significados políticos: en estas condiciones, no remitía tanto a una cuestión de origen como a un alineamiento.
El nuevo poder debía definir una orientación en un contexto incierto e imprevisible; rápidamente se delinearon dos tendencias competitivas: una, encabezada por su presidente, Saavedra, se orientaba hacia un rumbo moderado; la otra, liderada por el secretario Mariano Moreno, intentaba imprimirle una orientación más radical. Si la competencia adoptaba la forma de una lucha personalizada por el liderazgo, expresaba también las diferentes bases de sustentación y trayectorias. Mientras el Presidente se apoyaba en los comandantes de los cuerpos milicianos, el Secretario era el portavoz de un grupo de letrados. Eran ésos, justamente, los dos ámbitos sociales en los cuales se reclutaba la elite política en formación. En términos de orientación política, la disputa entre ambas facciones se concentró en una cuestión crucial: la incorporación de los diputados electos por el resto de las ciudades a la Junta, propiciada por los primeros y rechazada por los segundos. A finales de ese año, la tensión terminó por desplazar a Moreno de la secretaría. Fue enviado en misión diplomática a Gran Bretaña y halló la muerte durante la travesía.

“En Buenos Aires la mayor parte del vecindario, y las personas más acomodadas son amantes de nuestro Soberano, de espíritus tranquilos y obedientes de las autoridades. Pero que hay otros pocos de los que llaman criollos de humilde principio, y que de mucho tiempo a esta parte se les ha notado Inquietos y con deseos de fomentar una revolución



para hacer su fortuna diciendo de independencia y de que debe llegar el tiempo de salir de una esclavitud de trescientos años.” [...] “Los vecinos de Buenos Aires, consternados con semejantes noticias y creyéndose sin autoridad que las gobernase, trataron de formar una Junta por medio de un Ayuntamiento el que nombró por individuos de ella, Presidente al Virrey Don Baltasar Cisneros, a un Eclesiástico, a un Comandante, y a uno de la Real Hacienda, personas que dicen eran de probidad y que el pueblo fue muy contento con su elección; pero que el partido de los inquietos inmediatamente recogieron una porción de pueblo bajo que gritasen y conmovieran para intimidar las autoridades y formando un memorial que firmaron la mayor parte de estas gentes reclamaron la formación de la Junta primera, para que se hiciera otra que recayó precisamente en los que fomentaban la inquietud intimidando al Ayuntamiento con amenazas habiendo puesto sobre las armas el cuerpo de Patricios; y estando a las puertas el Licenciado Chiclana, capitán del mismo cuerpo con la espada en la mano amenazando para que los Capitulares concluyeran la elección como se les proponía porque de no los degollarían y que en efecto ellos asustados y medrosos cedieron a la fuerza." [...] “He procurado tomar una idea de la impresión que podrá causar este ejemplar en las provincias y me aseguran que no son de temer las resultas porque dentro de Buenos Aires la mayor parte son descontentos de estas violencias y escriben que sólo desean tener quien los auxilie y los demás pueblos todos están por la sujeción a la Metrópoli y en cuanto a los Indios inmediatamente que lleguen a comprender el proyecto de Buenos Aires sin duda no darán servicio ni contribución alguna, por que ellos dicen no quieren mas que a su Monarca Fernando 7° pero siempre es de temer si los seducen levantándoles los tributos”.

En Buenos Aires, la revolución triunfó en forma incruenta. Del mismo modo lo hizo la contrarrevolución en Montevideo, cuyas autoridades juraron fidelidad al Consejo de Regencia. Otra vez, ambas ciudades tomaban rumbos políticos opuestos y competían por ganarse la adhesión del resto en una guerra de opinión que tuvo como escenario privilegiado a los cabildos. Aunque en general entre los partidarios de reconocer a la Junta instaurada en Buenos Aires predominaban los criollos y entre sus opositores los peninsulares, las líneas de demarcación eran



más sutiles, reproducían las facciones rivales preexistentes y expresaban posicionamientos en los que influían otras cuestiones. No casualmente, los partidarios de la Regencia tuvieron mayor influencia en las capitales de intendencia y los de la revolución en las subalternas.
En Córdoba el intendente, el obispo, el comandante de las milicias y la mayor parte del Cabildo se pronunciaron contra la Junta porteña, mientras que la posición contraria fue encabezada por la facción que lideraba el deán Gregorio Funes. Ambos grupos se habían enfrentado ya en 1807 debido a sus divergencias frente a la sustitución de Sobremonte. Ahora, además, fue Liniers quien se transformó en el líder de las fuerzas leales a la Regencia, y el Cabildo reconoció al Virrey del Perú como autoridad suprema, desconociendo la autoridad de la capital. Para someter la oposición salió una expedición de Buenos Aires con más de 1500 hombres que obligó al Cabildo a reconocer a la Junta y días más tarde apresó y fusiló a los conjurados. De esta forma, la Junta no sólo sofocaba el principal foco de resistencia, sino que había acabado con quien podía concitar adhesión popular a la Regencia. Situaciones semejantes, aunque menos cruentas, se sucedieron en el resto de la Intendencia, además de que se pusieron en evidencia las pretensiones de cortar la subordinación con Córdoba.
En la Intendencia de Salta la situación fue análoga. Mientras Tucu- mán reconoció inmediatamente la autoridad de la Junta, en Salta el intendente Nicolás Severo de Isasmendi se pronunció en contra. Isasmendi era criollo, uno de los miembros más destacados de la elite salteña, uno de los principales hacendados y encomenderos del valle Calchaquí, y tomó partido por la Regencia en alianza con los funcionarios reales y los principales comerciantes peninsulares del Cabildo. La situación sólo se definió cuando llegaron las tropas porteñas. Así, en Salta, como en otras ciudades, comenzó un progresivo cambio en los equilibrios internos de la elite local, acicateado por las divisiones que abría el proceso revolucionario. Los principales comerciantes empezaron a perder posiciones en el Cabildo frente a los propietarios de haciendas del valle de Lerma y la frontera oriental, que provenían de familias tradicionales que se habían resistido a los intendentes.
La situación en el Alto Perú era más problemática para la revolución por la presencia de las tropas limeñas que reprimieron los movimientos de Chuquisaca y La Paz y los resquemores contra la capital. El intendente de Charcas, Vicente Nieto, y el de Potosí, Francisco de Paula Sanz, pusieron sus provincias bajo la jurisdicción del virrey del Perú, mientras las guerrillas rurales que habían subsistido se insurrecciona-



ron con la llegada de la expedición porteña. Con todo, Cochabamba se pronunció a favor de la revolución y pocos días después sus milicias ocupaban Oruro mientras que Santa Cruz de la Sierra se sumaba al levantamiento. Estaba claro que el alineamiento del Alto Perú sería resultado de la guerra, y los enfrentamientos comenzaron muy pronto: las fuerzas limeñas triunfaron en Cotagaita, pero los porteños lo hicieron el 7 de noviembre en Suipacha y, tras la batalla, las ciudades se volcaron a favor de la revolución. Desde entonces, la guerra se transformó en una lucha entre ambas capitales por la riqueza minera, a su vez entremezclada con los conflictos sociales internos que las sacudían. Así, la tremenda crisis social y económica de los últimos años se acentuaba y pesaban mucho los resentimientos y temores acumulados después de las sublevaciones indígenas de 1780 y los movimientos autonomistas de 1809. En estas condiciones, las elites criollas altoperuanas temían un vacío de poder y se mostraban extremadamente cautelosas en su adhesión al proceso revolucionario.
El Ejército Auxiliar bajo la dirección de Castelli intentó conseguir el apoyo de las comunidades indígenas. Los meses siguientes al triunfo de Suipacha consútuyeron en el Alto Perú la fase más radical de la revolución iniciada en Buenos Aires, quizás la única que pueda calificarse de auténticamente jacobina. Castelli ordenó el fusilamiento de los principales líderes opositores como Nieto y Paula Sanz. Sus discursos no sólo tenían un marcado contenido antipeninsular sino que proclamaban la completa igualdad entre indígenas y americanos y la suspensión de las obligaciones serviles y del tributo. Sin embargo, esta política ofrecería escasos resultados: las elites criollas rechazaban estas medidas que amenazaban el orden social vigente y el sostenimiento de las tropas empezaba a ser resistido por buena parte de la población.
En estas condiciones, el Ejército Auxiliar fue sorprendido en su campamento de Huaqui el 20 de junio de 1811 y prácticamente se desbandó. En su desordenada retirada hacia Jujuy, las tropas cometieron saqueos y depredaciones que provocaron enfrentamientos con la población altoperuana, y en muy pocos días todas las ciudades quedaron bajo la firme autoridad del jefe del ejército limeño, Manuel de Goyeneche, Buenos Aires perdía su principal fuente de recursos fiscales y afrontaba una amenaza de invasión desde el Alto Perú, donde la resistencia quedaba confinada a algunas zonas rurales y adoptaba la forma de una guerra de guerrillas. Estalló una revuelta indígena en La Paz, liderada por Juan Manuel Cáceres, que se extendió por toda la intendencia y hacia Oruro, pero fue derrotada.



Fragmentos de la proclama de Juan José Castelli, Tiahuanaco,
25 de mayo de 1811
“Los sentimientos manifestados por el gobierno superior de estas provincias desde su instalación se han dirigido a uniformar la felicidad de todas las clases dedicando su preferente cuidado hacia aquella que se hallaba en estado de elegirla más ejecutivamente. En este caso se consideran los naturales de este distrito que por tantos años han sido mirados con abandono y negligencia, oprimidos y defraudados en sus derechos y en cierto modo excluidos de la mísera condición de hombres que no se negaba a otras clases rebajadas por la preocupación de su origen. Así es que después de haber declarado el gobierno superior con la Justicia que reviste su carácter que los indios son y deben ser reputados con igual opción que los demás habitantes nacionales a todos los cargos, empleos, destinos, honores y distinciones por la igualdad de derechos de ciudadanos, sin otra diferencia de la que preste el mérito y la aptitud: no hay razón para que no se promuevan los medios de hacerlos útiles reformando los abusos introducidos en su perjuicio y propendiendo a su educación, ilustración y prosperidad con la ventaja que presta su noble disposición a las virtudes y adelantamientos económicos. En consecuencia, ordeno que siendo los indios iguales a todas las demás clases en presencia de la ley, deberán los gobernadores intendentes con sus colegas y con conocimiento de sus ayuntamientos y los subdelegados en sus respectivos distritos del mismo modo que los caciques, alcaldes y demás empleados dedicarse con preferencia a informar de las medidas inmediatas o provisionales que puedan adoptarse para reformar los abusos introducidos en perjuicio de los indios, aunque sean con el título de culto divino, promoviendo su beneficio en todos los ramos y con particularidad sobre repartimiento de tierras, establecimiento de escuelas en sus pueblos y excepción de cargas o imposición indebidas [...] Y estando enterado por diferentes informes que tengo tomados de la mala versación de los caciques por no ser electos con el conocimiento general y espontáneo de sus respectivas comunidades y demás indios aún sin traer a consideración otros gravísimos inconvenientes que de aquí resultan, mando que en lo sucesivo todos los caciques sin exclusión de los propietarios o de sangre no sean admitidos sin el previo consentimiento de las comunidades, parcialidades o aquellos que deberán proceder a elegirlos con conocimiento de sus jueces territoriales por votación conforme a las reglas que rigen en estos casos.”



Algo empezaba a estar claro: en algunas regiones la marcha de los ejércitos de la revolución era una verdadera empresa de conquista. Mientras en el litoral los cabildos de Santa Fe y Corrientes aceptaron inmediatamente a lajunta y el gobernador de las Misiones se alineaba con el nuevo gobierno, la situación en Asunción obligó a enviar un ejército de 2000 hombres que fracasó en sus intentos. Sin embargo, el 17 de junio de 1811 un nuevo congreso que contó con casi 300 representantes (una cantidad no igualada por asamblea contemporánea alguna) decidió plantearle a Buenos Aires relaciones en pie de igualdad en el marco de un sistema confederal, exigir la eliminación del impuesto que pesaba sobre la yerba mate y liberar el estanco del tabaco, principal producto comercializable del campesinado local. Esta propuesta de confederación, la primera de varias, fue rechazada (o más bien, olímpicamente ignorada) por el grupo que controlaba el gobierno en Buenos Aires, que no tenía el menor interés en compartir el poder con las ciudades subalternas. Finalmente, se decidió instituir una junta gubernativa propia y soberana.
Si el nuevo “cuerpo político” debía conformarse a través de la “representación”, había que resolvér un dilema: ¿qué ciudades tenían ese derecho? El 16 de julio de j810, lajunta se apresuró a establecer que se suspendiera la elección de diputados en las villas que fueran cabecera de partido. En otros términos, el principio de retroversión de la soberanía a los pueblos entraba en contradicción con la jerarquía territorial del sistema de intendencias que el gobierno revolucionario se afanaba por conservar. Un ejemplo lo muestra con toda claridad: en febrero de 1811 lajunta Grande resolvió la formación de juntas provinciales en cada capital de intendencia, integradas por el intendente y cuatro vocales elegidos por el pueblo, y de juntas subalternas en cada ciudad subordinada. La novedad estaba en que todos los individuos debían concurrir “en calidad de simples ciudadanos”, sin excepción de los eclesiásticos, aunque éstos no podían resultar electos. La experiencia resultó fallida y al año siguiente las juntas provinciales y subalternas fueron disueltas.
Los cabildos de Jujuy, Tarija, Tucumán y Mendoza reclamaron su autonomía denunciando los padecimientos sufridos bajo el régimen de intendencias. Expresaban la aspiración de conformar una suerte de federación de ciudades sólo subordinadas al gobierno supremo, pero sin ninguna instancia intermedia de poder ni jerarquía territorial: la adhesión al gobierno de la revolución era un modo de ampliar sus márgenes de autonomía. Para la república, como definía a la ciu-



dad y su jurisdicción, Jujuy aspiraba a la independencia frente a Salta. Por ahora, no sería satisfecha, pero su existencia ayuda a comprender las tensiones acumuladas.

Apenas instalada, la Junta convocó a que cada cabildo reuniera un "congreso” compuesto por la “parte principal y más sana del vecindario” para elegir a sus representantes. Los primeros pasos eran, por tanto, muy respetuosos del andamiaje básico del orden social, pero la misma práctica fue introduciendo novedades. ¿Quiénes debían participar? Las dudas surgieron de inmediato y la Junta se apresuró a aclarar que debía citarse a “todos los vecinos existentes en la ciudad, sin distinción de casados o solteros". Sin embargo, en Tucumán, Tarija, La Rioja o Corrientes muy pocos vecinos participaron en las “asambleas” y las elecciones fueron realizadas en voz alta expresando un consenso previamente construido. En cambio, en Mendoza o San Juan la votación fue secreta, los electores tuvieron que optar entre varios candidatos, y fue preciso en el caso mendocino realizar una suerte de ballotage. No es extraño que en ambas ciudades la participación haya sido notablemente más amplia: unos 165 votantes en Mendoza y unos 140 en San Juan. Una situación distinta se produjo en Salta: en el Cabildo abierto participaron gnos 60 votantes, pero mientras algunos votaron en forma individual (sólo 22), el resto ejerció un voto por corporación. Dos meses después, sin embargo, una nueva asamblea reunió 102 votantes y tan sólo 5 delegaron su voto en forma corporativa. En La Paz, la elección debió repetirse por orden de Castelli, que exigía que el elegido fuera un "individuo secular”. No era la única innovación que el comisionado pretendía introducir: en febrero dispuso que se eligiera un representante de los indios “de su misma calidad y nombrado por ellos mismos” y en mayo, que todos los caciques surgieran de elecciones. Estas evidencias sugieren que las nuevas prácticas políticas iban emergiendo dentro de las grietas que la revolución abria en el orden antiguo. Pese a tanta diversidad, el proceso abierto tendía a erosionar el sistema corporativo y estamental de representación. JW



El poder revolucionario no sólo debía enfrentar la resistencia realista y lograr que lo obedecieran las ciudades del Virreinato, sino también afrontar los desafíos que contenía la dinámica política en la capital, que ya no podía manifestarse dentro de los marcos del régimen antiguo al que, por otra parte, había erosionado.
El desplazamiento de los integrantes de la elite peninsular debilitó aún más las jerarquías, mientras las tensiones entre españoles americanos y españoles europeos adquirieron mayor intensidad y los partidarios de la regencia advirtieron con preocupación que era “increíble cómo se ha propagado esta antipatía, especialmente en la casta vil del campo”. De esta manera, el repudio a los europeos se convertiría en un rasgo distintivo de la cultura política popular en una sociedad donde la confrontación con portugueses e ingleses era parte central de las experiencias. El bloqueo fluvial y los bombardeos de la flota realista acantonada en Montevideo fueron vividos con intensidad. El descubrimiento de la conspiración que encabezaba Martín de Alzaga en 1812 fue un momento de máxima tensión: al parecer, había conseguido la adhesión de “todos los españoles existentes en la ciudad y sus suburbios” y estaba tratando de movilizar gente de los partidos cercanos a través de algunos frailes. La respuesta gubernamental fue contundente: incluyó la condena a muerte de varios complotados, entre ellos, Alzaga, y concitó fuerte adhesión popular, al punto que su ejecución fue muy festejada: “en la horca lo apedrearon y le proferían a su cadáver mil insultos, en términos que parecía un judas de sábado santo”. Sin Liniers ni Alzaga, la causa realista tenía enormes dificultades para vertebrar un liderazgo popular en la capital. En estas condiciones, las reglas de la dinámica política en curso hacían que la legitimidad del poder revolucionario dependiera casi por completo de los éxitos o fracasos militares, de modo que la política antipenisular era una exigencia de la misma dinámica.
A fines de 1810, el agente de la infanta Carlota informaba la situación de Buenos Aires y advertía: “Los Patricios están divididos entre sí, la mayor parte de los que pertenecen a familias honorables detestan los procederes violentos, arbitrarios y crueles de la Junta. Los partidarios de Saavedra, que son la clase militar, forman una especie de sansculottes, porque en realidad son todos pobres y hambrientos; los partidarios de Moreno son como ‘La Montaña’ entre los Jacobinos”. Aunque la analogía era forzada, permite percibir las formas principales que estaba



adoptando la sociabilidad política: mientras los grupos de letrados y los jóvenes entusiastas de las nuevas ideas encontraban su espacio en los cafés y las reuniones, un conglomerado social mucho más vasto, heterogéneo y plebeyo lo hallaba en la sociabilidad militar. Los primeros tenían grandes dificultades para adquirir predicamento fuera de la elite letrada, de allí su inclinación a cerrarse socialmente de modo que la comunicación entre montañeses y sansculottes en esta revolución porteña resultaba extremadamente dificultosa.




El mercado. En Acuarelas de E. E. Vidal. Buenos Aires en 1816, 1817, 1818 y 1819, Exposición Amigos del Arte, Buenos Aires, 1933. Colección Alejo B. González Garaño.
La sociedad bonaerense ofrecía algunos rasgos que favorecían la activación política. Ante todo, era una ciudad abierta en la que se producía una intensa circulación de personas, ideas y noticias de la más variada procedencia. Aunque el periodismo estaba emergiendo y se convertiría en una herramienta decisiva de la lucha política, por entonces sólo se dirigía a sectores restringidos de la elite letrada, pero el conjunto de la población seguía apasionadamente las noticias y



rumores. Los sectores "decentes” eran demasiado amplios y diversos, y su equilibrio interno se había desestabilizado por completo permitiendo la emergencia de nuevas formas de liderazgo. La ciudad contenía una diversidad de grupos medios cuyas fronteras con la elite urbana eran demasiado borrosas para resultar infranqueables. Entre ellos se reclutaba buena parte de los que podían movilizar esa variopinta plebe cuya sumisión era tan dificultosa. El área rural con frontera abierta tampoco presentaba jerarquías sociales firmes dado que ni los sectores propietarios eran suficientemente poderosos, ni los poderes institucionales estaban sólidamente arraigados para asegurar la obediencia de una población heterogénea, dotada de extrema movilidad espacial y ocupacional y acostumbrada a disponer de un amplio margen de autonomía. Como ha dicho Carlos Mayo, esa población rechazaba la deferencia.
El 5 y 6 de abril de 1811, ello quedó plenamente demostrado cuando un nuevo tumulto sacudió a la ciudad. A la medianoche comenzó a reunirse una multitud en los corrales de Misserere que por la mañana marchó sobre la plaza exigiendo una reunión inmediata del Cabildo. A esta multitud de “gente campestre” se unieron los regimientos de Patricios, Arribeños, Húsares y Pardos y Morenos. ¿Cuánta gente componía la multitud? Las referencias son contradictorias, pero algunas señalan cerca de 4000 personas. Sin embargo, todas las crónicas coinciden en un aspecto: eran los “hombres de poncho y chiripá contra los hombres de capa y casaca”. Aunque el movimiento se presentaba como de firme apoyo al presidente de la Junta, Cornelio Saavedra, tanto éste como sus hombres más cercanos negaron cualquier complicidad, pese a que el movimiento resultó exitoso. Sin duda, estaba dirigido contra la facción morenista de la Junta, pero conviene no pasar por alto que el primer punto del petitorio que presentaron criticaba abiertamente las medidas conciliatorias para con los españoles europeos. Con todo, la mayor novedad eran sus protagonistas y la estructura que había permitido la movilización; la petición aparecía firmada por los alcaldes de barrio y sus tenientes, reclutados entre los grupos de medianos y pequeños propietarios de la campaña cercana. Entre ellos, se destacaba el alcalde de las quintas Tomás Grigera, “cuyo nombre sólo era conocido hasta ese entonces entre la pobre clase agricultora”, como lo describió con desprecio un testigo. Para la elite urbana, el tumulto era protagonizado por “la última plebe del campo” e indicaba que la movilización política había superado los marcos de la elite y de la ciudad, y venía a impugnar la



representatividad que se atribuían los jóvenes de ese círculo. Implicaba una concepción del “pueblo” que no correspondía a la del cuerpo urbano ni tampoco remitía a un conjunto de ciudadanos, sino que postulaba la legitimidad de un pueblo en armas.
Pero la marcha de la guerra consumió el éxito de los vencedores y en septiembre de 1811 una “una porción de pueblo” se reunió en el Cabildo y ocupó la plaza: aunque no faltaban las mujeres, esta vez se trataba del “verdadero pueblo” que exigía una nueva depuración de la Junta. Tras unos días de agitación callejera, las tropas se aseguraron de que a la asamblea convocada “no entrasen negros, muchachos ni otra gente común”. De ella emergió un nuevo poder, el Triunvirato, que convivió por poco tiempo y con dificultad con los restos de la Junta, hasta que terminó por disolverla y afirmar su autoridad sometiendo al regimiento de Patricios a una disciplina efectivamente militar.
Sin embargo, la marcha de la guerra signó el destino del nuevo gobierno, al que se le exigía una política más contundente. El triunfo en Tucumán -a pesar de la decisión del Triunvirato, que había ordenado la retirada hasta Córdoba- provocó el 8 de octubre de 1812 un nuevo movimiento, protagonizado por los pobladores de la campaña y las tropas, que, tras una tumultuosa asamblea, derivó en la sustitución de los miembros del Triunvirato. Ese nuevo gobierno convocó a una Asamblea Constituyente que se reunió al año siguiente y se proclamó soberana. Era, en buena medida, el contrapunto rioplatense a las seductoras propuestas que emanaban desde la Constitución que las Cortes acaban de dictar en Cádiz.

Las Cortes comenzaron a sesionar en Cádiz en septiembre de 1810 y se convirtieron en una verdadera asamblea nacional moderna con diputados elegidos en proporción al número de habitantes, que no se diferenciaban por corporaciones o estamentos. Apenas constituidas, se proclamaron depositarías de la soberanía nacional, de modo que la crisis del Antiguo Régimen se convertía en los comienzos de una revolución liberal. No eran ya la representación de los reinos de España sino de una novedosa idea de nación española que pretendía abarcar ambos hemisferios. A propuesta de un diputado limeño, las castas de origen africano fueron excluidas de todo derecho a la representación pero, en cambio, las Cortes otorgaron derechos políticos a los naturales y a los mestizos,



aunque rechazaron la pretensión de que se asignara una cuota igualitaria a criollos y peninsulares en el ejercicio de los cargos en América. La Constitución aprobada en 1812 pretendía conformar un estado unitario. Declaraba abolidos los derechos señoriales, anulaba la Inquisición y proclamaba la supresión del tributo, la mita y los servicios personales indígenas. Mediante el establecimiento de 19 diputaciones provinciales en los territorios de ultramar, convertía a los virreinatos en provincias dependientes del gobierno central a la vez que sustituía a los cabildos por ayuntamientos constitucionales, electos en forma popular en cada ciudad que tuviera al menos "mil almas”. La Constitución de Cádiz no llegó a regir en las provincias rioplatenses, aunque influyó en los debates que paralelamente llevaba adelante la Asamblea del año XIII. Pero en aquellas regiones donde predominaban las fuerzas realistas, la aplicación de la Constitución generó una miríada de conflictos. En la Nueva España los ayuntamientos eran 896 hacia 1814 y, no pocos, antiguos pueblos de indios. El debate dividió profundamente a las fuerzas fieles a la Regencia, y a las disputas entre criollos y peninsulares se sumaron los enfrentamientos entre absolutistas y constitucionalistas.
Con todo, el fervor revolucionario que despertó la Asamblea fue menguando rápidamente al compás de las dificultades de la guerra, el cambio completo de la coyuntura europea y las divisiones crecientes dentro de la elite. La Asamblea incumplió los dos propósitos básicos para los que había sido convocada, declarar la independencia y dictar una constitución, y se convirtió en el desencadenante de la guerra entre el gobierno y el movimiento que en el litoral orientaba Artigas.
A comienzos de 1814, con la instauración del Directorio, la elite revolucionaria con asiento en Buenos Aires se fue cerrando cada vez más sobre sí misma y reduciendo sus bases de sustentación al ejército. En estas condiciones, el éxito sobre la resistencia realista de Montevideo se demostraría efímero, pues las tropas porteñas tuvieron que retirarse de la ciudad y Artigas pudo conformar un bloque de poder regional que le disputaba al Directorio la orientación de la revolución y extendía su influencia desde la Banda Oriental hacia Entre Ríos, Corrientes, las Misiones, Santa Fe y Córdoba. A principios de abril de 1815, el ejército se sublevó contra el director Carlos de Alvear y el Cabildo porteño aprovechó la situación para deponerlo.
De esta manera, desde un comienzo la dinámica política se manifestaba a través de un proceso de militarización que había pasado de la formación de milicias defensivas a la de ejércitos ofensivos, y derivó en



la conversión de las tropas milicianas en regulares. Esta transformación requería de un nuevo tipo de oficialidad que sólo en parte podía reclutarse entre los oficiales de milicias; para integrarla, se apeló a la incorporación de oficiales que disponían de experiencia y formación militar previa y a jóvenes de las elites provinciales, que generalmente quedaron al mando de unidades reclutadas en sus provincias de origen. En consecuencia, los ejércitos de la revolución tenían una peculiar anatomía, pues si bien eran la expresión más consistente de un poder central, al mismo tiempo contenían en su seno lealtades y solidaridades que competían entre sí. A ello debe agregarse una segunda dimensión no menos decisiva: inmediatamente se advirtió que las fuerzas milicianas eran insuficientes y debía apelarse a un cambio en los modos de reclutamiento. Por lo tanto, a la incorporación voluntaria se sumó el reclutamiento compulsivo de la población del ámbito rural, especialmente la originaria de las provincias. La práctica no era nueva -en definitiva, así se había organizado el cuerpo de Arribeños-, pero ahora se tornó sistemática y generalizada, y a mediados de la década abarcaba el 16 por ciento de los varones adultos de la campaña de Buenos Aires y del sur de Santa Fe. No resulta sorprendente, por tanto, que la deserción fuera una amenaza permanente.
Esa militarización traía aparejadas otras novedades: una de las más significativas fue la incorporación de esclavos. Se trataba de una práctica ensayada selectivamente durante las invasiones inglesas, pero que ahora iba a erosionar la solidez de la esclavitud rioplatense, ampliando notoriamente el numeroso espectro de libertos. Además, el discurso revolucionario empezó a ser esgrimido por los esclavos para obtener su libertad. Así, los libertos convertidos en soldados rechazaron ser tratados como esclavos y enfrentaron a sus oficiales. Como ha demostrado Gabriel Di Meglio, estas actitudes se manifestaron a través de la deserción y la indisciplina y por momentos -como en 1819 en Buenos Aires- desembocaron en verdaderos motines.
De esta forma, la elite política que emergía con la revolución se convirtió en una elite militar. En este nuevo contexto, la influencia política de los oficiales ya no provenía del liderazgo sobre tropas milicianas -como había sucedido desde 1806-. La oficialidad se estaba convirtiendo en el núcleo de una nueva clase dirigente y la dinámica política le imponía el dificultoso desafío de limitar los efectos democratizadores de la revolución. Hacia 1815, esta transformación estaba prácticamente completada, y la elite adoptaba un estilo político crecientemente autoritario y conservador, al tiempo que se distanciaba de los sectores altos



reacios a pagar los costos de una guerra que había implicado la pérdida de los distritos mineros altoperuanos.
En la coyuntura más dramática desde 1810, la revolución debía volver a encontrar un camino; tal fue el sentido tanto del estatuto como de la convocatoria de un nuevo congreso general que se reuniría en Tucu- mán. La elite revolucionaria apelaba a la movilización de vastos sectores sociales, aunque éstos estaban excluidos de la participación política electoral, al igual que la mayor parte de los pueblos, las villas y la población de las campañas. El estatuto dictado en abril de 1815 fijó un nuevo criterio de representación basado en la proporción de habitantes y dispuso la participación de la población rural en las elecciones y la elección popular de los cabildos. Estas innovaciones eran resultado del colapso del régimen directorial y de la necesidad imperiosa de afirmar la legitimidad del orden público. Pero dos años después, cuando ese poder se había sido reconstituido, una nueva reglamentación volvió a restringir la participación electoral. En base a este estatuto se realizaron las elecciones de diputados para el Congreso, aunque la mayor parte de las provincias bajo influencia artiguista no asistieron. A partir de esta convocatoria la revolución no sólo tomaba un rumbo franca y abiertamente independentista, sino que el poder directorial sería reconstituido en base a la nueva legitimidad obtenida.
Era una necesidad imperiosa, máxime con la llegada de nuevas noticias desde la Península. Mientras se multiplicaban los festejos por la retirada francesa, las Cortes habían decidido que el rey sería reconocido una vez que hubiera jurado obediencia a la Constitución. Una facción de los diputados dio a conocer el llamado “Manifiesto de los persas”, en el cual solicitaban al rey que no aceptara la Constitución. El 17 de abril de 1814, el capitán general de Valencia, Javier de Elío, realizó un pronunciamiento por el cual ofrecía a Fernando apoyo militar si deseaba anular la Constitución y las Cortes. El 4 de mayo, Fernando anunció la abolición de las Cortes y de todo lo que habían legislado y prometió restablecer las antiguas Cortes organizadas por estamentos. Mientras tanto, una oleada antiliberal sacudía a la Península, y en vastas regiones concitaba firme apoyo popular. A los liberales les esperaba la prisión o el exilio, acusados de “usurpación” y “traición”. La difícil convivencia que habían mantenido las tendencias ideológicas enfrentadas durante la guerra contra los franceses había llegado a su fin.




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