En 1835, Juan Manuel de Rosas fue electo por segunda vez gobernador de
Buenos Aires. En esta oportunidad la Sala,de Representantes le delegó la suma
del poder público. Durante los primeros años de su segundo gobierno, Rosas fue
construyendo un régimen republicano de tipo unanimista y plebiscitario en la
provincia de Buenos Aires, a la vez que buscó extender su poder al conjunto de
las provincias. Haciendo uso de la atribución de las Relaciones Exteriores de
la Confederación y de otros mecanismos en los que se combinaban la búsqueda de
consenso y la coerción, se configuró un orden federal peculiar, en el que se
consolidó la hegemonía de Buenos Aires y la de su primer mandatario.
Cuando el 7 de marzo de 1835 la Sala de
Representantes eligió por segunda vez como'Gobernador y Capitán General de la
Provincia de Buenos Aires al brigadier general donjuán Manuel de Rosas, utilizó
una fórmula novedosa que no dejaba dudas respecto del enorme poder que se le
otorgaba al ejecutivo. No sólo la designación se hacía por el término de cinco
años, modificando, de ese modo, la ley de elección de gobernador dictada en
1823, en la que se estipulaban tres años de duración en dicho cargo, sino que
se depositaba “toda la suma del poder público” de la provincia en la persona de
Rosas durante “todo el tiempo que ajuicio del gobernador electo fuese necesario”,
sin contemplar más restricciones que la de “conservar, defender y proteger la
religión Católica Apostólica Romana” y la de “defender y sostener la causa
nacional de la Federación que han proclamado todos los pueblos de la
República”. Así, el ejercicio de la suma del poder público no tenía límites
temporales -como sí los había tenido la delegación de las facultades
extraordinarias en su primer gobierno- ni límites en sus atribuciones, excepto
las recién citadas. De hecho, éstas se convirtieron en instrumentos de poder en
manos de Rosas. La religión católica se erigió en una usina proveedora de
lenguajes que colaboraron a reforzar el régimen unanimista, basado en la idea
de que todos y cada uno de los que integraban la comunidad política debían apoyar
al gobierno, mientras que la Federación, identificada como causa nacional,
asumió contornos ambiguos en cuyas grietas se consolidó un sistema de poder,
centralizado en la figura de Rosas, que excedió los límites de las fronteras de
Buenos Aires para extenderse a toda la Confederación.
Este esquema planteaba desde su
inicio una compleja relación entre Rosas y el llamado “régimen rosista”. ¿En
qué consistió dicho régimen para que su calificación derivara de un nombre
propio? ¿Qué rasgos distinguieron al rosismo de 1829 del de 1835? A lo largo de
los siglos XIX y XX, la historiografía dio diversas respuestas a esta pregunta:
desde considerar al fenómeno rosista como ejemplo clásico de caudillismo
personalista y autoritario, o bien como versión criolla de un dictador moderno,
hasta concebirlo como paradigma de un régimen empeñado en defender la soberanía
nacional.
Temas en
debate
En los últimos años, gran parte de la historiografía ha revisado los
tradicionales abordajes sobre el período rosista y ha coincidido en subrayar la
clave republicana del régimen. Esto puede leerse tanto en la perspectiva de un
discurso que apeló a los tópicos del republicanismo clásico -cuyas raíces se
remontan a la república romana- como en la utilización de muchos de los instrumentos
jurídicos procedentes de las repúblicas modernas Inauguradas con las
revoluciones atlánticas. Ambas posiciones son complementarias, porque procuran
demostrar que el rosismo no fue ni una tiranía que despreció el sistema
institucional republicano en sus distintas vertientes, ni una república libera!
dispuesta a proteger las libertades Individuales de los miembros de la
comunidad política. Además, porque admiten el alto componente de invención del
rosismo, que combinó elementos de matriz republicana con nuevos dispositivos de
control y legitimación del poder, y viejas prácticas y costumbres muy
arraigadas en la sociedad. Tal conjunción vuelve prácticamente imposible
definir de manera unívoca el fenómeno abierto en 1835. &
Ahora bien, si la estructura resultante de la confluencia de tan
diversos elementos se resiste a definiciones taxativas, es cierto también que,
aún aceptando que el rosismo no fue sólo Rosas, el orden instaurado en esos
años no puede ser estudiado sin contemplar la centralidad de su figura. El
componente de unanimidad unido a la dimensión plebiscitaria del régimen -basada
en el constante incentivo por parte del gobierno para movilizar a la población
en apoyo del líder federal- hicieron de Rosas una pieza clave de la nueva
legitimidad.
Sin embargo, la unanimidad, tan buscada como
proclamada, no pudo imponer un orden exento de conflictos. Por el contrario,
todo el período de hegemonía rosista, que se extendió hasta 1852, estuvo
marcado por la inestabilidad, los conflictos bélicos y las disputas políticas.
La extrema faccionalización del período precedente fue más que nunca potenciada
y convertida en un instrumento de poder a través del cual se intentó anular
cualquier tipo de oposición, tanto en el interior de la provincia de Buenos
Aires como en el conjunto de la Confederación. Pero ese recurso, que llevó a
Rosas a catalogar de “salvajes”, “impíos” e “inmundos” unitarios a cuantos
intentaron desafiar su voluntad, fue a la vez un acicate para los opositores
que, excluidos del espacio político, buscaron derrocar al líder federal
apelando a alianzas que involucraron tanto a grupos descontentos de diferentes
provincias como a gobiernos extranjeros. Resulta difícil, pues, en esta larga
etapa, distinguir entre conflictos internos y externos a la Confederación. La
confluencia de emigrados opositores en países limítrofes con fuerzas
procedentes de la Confederación Peruano-Boliviana, de Uruguay, Francia,
Inglaterra o Brasil evidencian tanto la precariedad de las móviles fronteras de
las nuevas repúblicas americanas como la imbricación entre facciones locales y
externas.'
Tal como se configuró luego de 18S5, el régimen
rosista recogió rasgos ya presentes desde 1829, pero fue modificándose de
acuerdo con las distintas coyunturas. Sus vaivenes pueden describirse mediante
una rápida periodización. Entre 1835 y 1839, se asistió al momento de
construcción de un nuevo orden marcado por el creciente control del espacio
público y político, sin alcanzar todavía los niveles de violencia y ejercicio
de la coerción exhibidos entre 1840 y 1842. Los intentos por consolidar el
régimen unanimista y plebiscitario en la primera etapa fueron contestados por
movimientos opositores procedentes tanto de la provincia de Buenos Aires como
de otras, así como también de emigrados en países extranjeros. La confluencia
de tales movimientos con enfrentamientos bélicos en el plano externo -la guerra
contra la Confederación Peruano-Boliviana y el bloqueo francés- derivaron en un
segundo momento, conocido como la “etapa del terror”, especialmente álgido
entre 1840 y 1842. Si bien a partir de esa fecha siguió una etapa de mayor
calma dentro de la provincia, no ocurrió lo mismo con los conflictos
interprovinciales y externos. De hecho, el período aquí tratado no conoció una
fase de paz prolongada. Tal vez en este dato resida una de las tantas paradojas
del rosismo: a medida que se sucedían las disputas en cada uno de los planos
señalados, destinadas a derrocar o al menos a socavar el poder de Rosas, el
régimen parecía salir cada vez más consolidado. Tanto fue así que, promediando
la década de 1840, la mayoría -propios y ajenos- creía que dicho sistema estaba
destinado a perdurar por un largo tiempo; al menos, por todo el tiempo que
viviera su líder.
Durante los días 26, 27 y 28 de marzo de 1835 se celebró en Buenos
Aires un plebiscito con el fin de “explorar la opinión de todos los ciudadanos
habitantes de la ciudad respecto de la ley del 7 del corriente” en la que se
delegó la “suma del poder público” en la persona de Juan Manuel de Rosas. La
convocatoria alcanzó sólo a la ciudad, ya que se apelaba a la presunción de que
la campaña era “unánimemente” leal a Rosas. La
Gaceta Mercantil, en su edición del l2 de abril de 1835, lo
justificaba en estos términos: “no habiéndose consultado la opinión de los
habitantes de la campaña, porque además del retardo que esto ofrecería, actos
muy repetidos y testimonios inequívocos han puesto de
ma- nifiesto que allí es universal ese mismo sentimiento
que anima a todos los porteños en general”. El gobernador había decidido
realizar el plebiscito -una práctica por cierto novedosa- para reforzar aún más
la legitimidad de su designación y la de las atribuciones conferidas. Los
resultados fueron aplastantes: más de nueve mil votantes dieron su apoyo a la
ley del 7 de marzo; unos pocos -menos de una decena-votaron por la negativa. El
13 de abril de 1855, Rosas prestó juramento frente a la Sala de Representantes
y asumió el cargo de gobernador.
Se abría entonces una nueva modalidad
para expresar el consenso. La posibilidad de disentir públicamente, o incluso
de manera velada, con el gobierno pasó a ser asunto riesgoso. Los signos de
adhesión al régimen se multiplicaban: a través del uso de la divisa punzó
-obligatorio desde 1832 para la población porteña, aunque la presión en torno a
su uso aumentó a partir de 1835-, de una forma de “vestir federal”, que incluía
el tradicional poncho y chaqueta, utilizados básicamente por los sectores
populares, pero también mediante sombreros, guantes o peinetones con la estampa
de Rosas, o bien la exhibición de objetos de uso cotidiano como vajilla,
monederos y relicarios con su retrato.
La voluntad de hacer visible el consenso se valió también de otros
instrumentos, como las elecciones periódicas y las celebraciones festivas. En
el plano electoral, la unanimidad fue producto de una ardua tarea a través de
la cual Rosas logró reemplazar la lógica política instaurada en la época
rivadaviana y vigente hasta 1835, fundada en la deliberación de las listas de
candidatos en el interior de la elite, por un sistema de lista única en el que
todos debían votar “sin disidencias”. El control personal que Rosas ejerció
sobre los actos comiciales -desde la confección de las listas de candidatos, su
distribución entre agentes encargados de movilizar a los votantes, la formación
de las mesas, y la imposición de los rituales que debían acompañar al acto electoral-
logró consolidarse recién después de 1838. Hasta esa fecha se observan todavía
algunas votaciones en disidencia con la lista oficial que, aunque muy
minoritarias, revelan ciertas grietas en el régimen, que no serían toleradas
luego de 1840.
Respetando parcialmente la letra de la ley electoral
de 1821, Rosas continuó celebrando anualmente las elecciones para renovar los
diputados de la Sala de Representantes. La Legislatura se vació, pues, de
aquellos personajes que habían hecho de la revolución su propia carrera
política, para acoger a sectores más vinculados al poder económico-social o a
militares y sacerdotes leales al gobernador, todos personajes que operaban casi
como una junta electoral de segundo grado, al ocuparse de designar -de manera
absolutamente previsible— al gobernador y renovar sus poderes extraordinarios
en cada ocasión. La Sala perdió su centralidad y, aunque siguió sesionando
durante todo el período en el que Rosas gobernó la provincia y ejerció la
representación exterior de la Confederación, sus atribuciones se vieron
francamente devaluadas. Este particular mecanismo electoral se combinó, además,
con los frecuentes plebiscitos realizados durante el período en los que los
habitantes de la provincia -organizados por las autoridades menores del
régimen- reclamaban la reelección de Rosas con la suma del poder público. Tales
redamos tenían su origen, por lo general, en el ya mencionado ritual que
incluía la renuncia al cargo por parte de Rosas y su posterior asunción en
nombre del deber y de la razón pública.
Su obsesión por mantener y
controlar la práctica del sufragio expresa la búsqueda de una legitimidad
fundada en el orden legal preexistente y la vocación por hacer del régimen un
sistema capaz de singularizar el mando y la obediencia. Los actos comiciales le
servían para reivindicar su proclamado apego a las leyes, demostrar -hacia el
interior y hacia el exterior de la Confederación- el consenso del que gozaba,
movilizar a un crecido número de habitantes con el objeto de plebiscitar su poder
y conocer quiénes acudían al acto para
demostrar públicamente su adhesión al jefe.
Carta de Juan Manuel de Rosas a destinatario desconocido, 3 de
diciembre de 1843:
“Remito a Ud. la carpeta del año pasado en todo lo relativo a las
elecciones para que luego de recibir la presente se ocupe sólo y puramente de
este asunto; y que en su virtud, mañana lunes haga dar, principio a la
impresión de las listas y me las vaya mandando sin un sólo momento de demora,
procediendo Ud. en todo de conformidad a las órdenes que se registran en la
misma carpeta para las listas dei año anterior indicado, de 1842.
Todo lo que
en ella desempeñó el general Edecán Dn. Manuel Corvalán ahora debe entenderse
mandando cumplir en todo y para todo, al oficial escribiente Dn. Carlos
Reymond, por hallarse aquél enfermo.
Para llenar el vacío que ha dejado el fallecimiento del Coronel Dn.
Antonio Ramírez, puede poner al ciudadano Dn. Tiburcio Córdoba.
Va colocado e! ciudadano Dn. Juan Alsina en la 8° sección, y el
ciudadano Dn. Miguel Riglos en la 11o, a que aquél pertenecía.
He mandado hoy el decreto a la imprenta para que se publique en La Gaceta de mañana lunes 4, y también lo
he mandado al editor del Diario de la Tarde
para que así mismo sea publicado en el de mañana lunes. Son las doce de la
noche y como nada ha venido de Ud. sobre este asunto, considero que Ud. me
entendió mal ayer o que habrá habido alguna equivocación o extravío del oficio
de Ud. Quiero decir que esperaba ¡as circulares que necesito precisamente para
despacharlas anticipadamente a la campaña porque ya el tiempo es corto para las
secciones más distantes, y por ello mañana mismo luego que reciba las
circulares que Ud. me mande las haré marchar; y luego mañana mismo enseguida si
empiezan a venir las listas de las secciones más retiradas las iré también sin
demora alguna haciendo caminar con los
hombres que para todo tengo desde hoy muy prontos.
Así todo quedará bien y no habrá falta pues procediéndose de este modo
tendrán lugar sin atraso alguno las elecciones en toda la campaña".
Secretaría de Rosas, Archivo dei
Instituto Ravignani, 1842-1843, carpeta 20, n° 47, legajos 264-65. J&
Según revelan diversos testimonios, en varias ocasiones se suspendió el
acto comicial por mal tiempo y lluvia, desplazándolo a la siguiente semana, con
el objeto de que los sufragantes pudieran asistir y ratificar con su presencia
la delegación de la soberanía en el cuerpo de representantes que el gobernador
ungía de antemano al confeccionar las Listas.
En ese contexto, las abstenciones electorales eran
leídas como oposiciones en potencia, prestándose tanta atención a aquellas como
a la participación entusiasta de un nutrido universo de votantes. Las
abstenciones le recordaban a Rosas que su liderazgo no era indiscutido, y lo
irritaba enormemente no poder obtener un caudal de votos tal que hiciera
olvidar las divisiones que, aunque larvadas, existían en la sociedad. Si bien
la unanimidad lograda era, en gran parte, producto de la amenaza de coerción
ejercida por el aparato del estado, expresaba al mismo tiempo un apoyo, en
especial de los sectores populares, nunca visto en los períodos precedentes.
Este respaldo se ponía en escena,
además, durante las fiestas federales, organizadas y celebradas por el gobierno
tanto en el ámbito urbano como en el rural para conmemorar diversas fechas,
afianzando así la identidad federal y la lealtad a Rosas, Ya no sólo se
celebraban las tradicionales fiestas mayas y julias, sino también el honor y la
gloria de los generales de los ejércitos que habían defendido la causa federal,
o la visita de un líder federal de otra provincia, o el fracaso de algún
atentado contra Rosas. Otras celebraciones eran usadas para expresar la
contienda principal entre unitarios y federales; por ejemplo, las de Semana
Santa, cuando en la quema pública el Judas de trapo adoptaba la vestimenta
celeste y las patillas típicas de los unitarios, o los carnavales, donde se
representaba ¡a vejación de los señores de levita y frac... Así, pues, se
asistió a un cambio profundo en los rituales cívicos, al exaltarse hasta el
grotesco la figura del gobernador -nunca hubo tal proliferación del retrato de
un personaje público como en esos años- y al evocarse en ellos un orden a la
vez republicano y federal, que superaba ampliamente las fronteras de Buenos
Aires.
La contracara del consenso fue la creciente amenaza de castigo a los
disidentes. Para ello se apeló a diversos instrumentos de control -sobre la
prensa periódica, el derecho de reunión, las asociaciones y espacios públicos-,
a la depuración de la administración pública y a un aparato represivo cada vez
más sofisticado. Más que nunca, las mani-
testaciones escritas fueron sometidas a la censura. Si bien la
tendencia a controlar la prensa se había iniciado en 1828, a partir de 1835 se
reimpuso la vigencia de la ley dictada en 1832 -durante el primer gobierno de
Rosas- que legalizaba un fuerte control estatal. Con este instrumento en sus
manos, el gobierno fue cercenando de manera creciente la libertad de expresión,
aunque cabe destacar que hasta 1838 existieron ciertas filtraciones. Aun cuando
era claro quemo se toleraban disidencias en los periódicos, es cierto también
que todavía no se les exigía -como sí ocurrirá después de 1839- reiteradas
muestras de adhesión al régimen. Si en esos primeros años era posible leer
noticias políticas y comentarios en la prensa circulante, luego se asistirá a
una monótona y reiterativa propaganda oficial. Rosas ccSritó para ello con un
grupo de publicistas y colaboradores encargados de editar los periódicos del
régimen. Sin duda, el más destacado fue el napolitano Pedro de Angelis,
redactor de la Gaceta Mercantil, el
periódico oficial más importante de la época, y del Archivo Americano, publicación trilingüe
destinada a mostrar las bondades del régimen a los países y lectores
extranjeros. Además de este periodismo “culto”, Rosas buscó la colaboración de
periodistas “populares” para difundir consignas propagandísticas entre estos
sectores. En esas páginas se reproducían textos en prosa o en verso, escritos
en un lenguaje directo y fácil de recordar.
En sintonía con lo que ocurría en la prensa, las asociaciones
de la sociedad civil fueron sometidas a un creciente control, en especial
después de 1839. A partir de entonces, las pocas que funcionaban en la ciudad
de Buenos Aires movilizaban sobre todo a extranjeros, mientras que las creadas
durante la época rivadaviana fueron desapareciendo. Rosas impuso la necesidad
de autorización previa para realizar cualquier tipo de reunión, y ya en 1837
denunció a los miembros del Salón Literario de Marcos Sastre como enemigos de
la Federación. En dicho Salón se reunían los jóvenes que conformaron la
generación romántica en el Río de la Plata -conocida como la “Generación del
37”-, entre quienes se encontraban Esteban Echeverría, líder del movimiento,
Juan Bautista Alberdi, Juan María Gutiérrez, Félix Frías, José Mármol y Vicente
Fidel López. Había, además, asistentes pertenecientes a la generación anterior
que, junto a la más joven, debatían las novedades literarias y filosóficas
procedentes de Europa.
El periodismo
popular del rosismo se difundió especialmente entre 1830 y 1840. Entre los
principales títulos de los periódicos populares caben destacar: E torito de los muchachos, El gaucho, La gaucha, El toro de once, De
cada cosa un poquito, Don Cunino, Los muchachos, La Ucucha, El avisador, E¡
gaucho restaurador.
En la primera aparición de El
gaucho restaurador del 16 de marzo de 1834 puede leerse lo siguiente:
“Nos hemos decidido a arrostrar las dificultades e inconvenientes que ofrece,
muy especialmente en ei día, la carrera de escritor público, con ¡a mira
patriótica de sostener la gran causa nacional, a cuyo glorioso triunfo tenemos
la satisfacción de haber contribuido. -Somos restauradores; ésa es nuestra fe
política. Somos justos admiradores de las eminentes virtudes cívicas del restaurador de las leyes ó. Juan Manuel de
Rosas: ésta es nuestra simpatía predominante. No capitulamos ni capitularemos
con los que quieren contramarchar a este respecto. El gobierno mismo en su
marcha tortuosa no se escapará de nuestra censura legal... Marcharemos con la
opinión y la justicia...".
Extraído de Jorge Myers, Orden y
virtud. E¡ dicurso republicano en el régimen rosista, Bernal,
Universidad deQuilmes, 1995.^^F
En un ambiente tan hostil, la juventud estudiantil comenzó a abandonar
la práctica de reunión en los cafés, en tanto que la denominada “gente decente”
tendió a volver a las antiguas formas de sociabilidad en las tradicionales
tertulias, encuentros en los barrios, en los atrios de las iglesias, paseos por
la alameda, etcétera. Las únicas formas asociativas que sobrevivieron durante
el rosismo fueron las sociedades africanas -en las que se agrupaban los negros
según sus etnias de origen para contribuir a su defensa mutua y defender la
liberación de los esclavos- con las que Rosas mantuvo una clásica relación de
protección a cambio de fidelidad.
El control sobre la sociedad se ejercía tanto desde
los más altos cargos de la administración pública de la provincia, que fue
sometida a una profunda depuración en todos sus niveles, como desde los más
bajos. En tal sentido fue clave el papel de los jueces de paz, en especial en
la campaña. Estos actuaban como autoridades máximas en sus distritos, puesto
que reunían múltiples funciones: políticas, de baja justicia, de hacienda, de
policía y a veces militares. Los jueces eran designados di-
rectamente por el gobernador a partir de
ternas propuestas por los jueces salientes. Las condiciones que debían reunir
eran, básicamente, fidelidad y lealtad a la causa federal. Los testimonios
revelan el control que Rosas ejercía directamente en la gesdón de cada uno de
ellos, como también el de estos jueces sobre las poblaciones a su cargo.
Las asociaciones de africanos desempeñaron un papel muy importante en
la movilización partidaria de adhesión a Rosas y !a Federación. Rosas solía
frecuentar las celebraciones de las naciones africanas, algo criticado con
énfasis por sus opositores. La oposición veía en aquellas manifestaciones un
signo de inversión social y sospechaba que los descendientes de africanos eran
delatores de unitarios.
Pero, sin duda, el sistema coercitivo más conocido de la experiencia
ro- sista fue el que encarnó la Sociedad Popular Restauradora, conformada en
1833, que tuvo como brazo armado a la Mazorca. Si’bien ambas organizaciones
estaban en un principio unificadas, luego de 1835 las distinguió el hecho de
que la Mazorca, como ala ejecutora, era la encargada de cometer asesinatos y
torturas, y que casi todos sus miembros eran parte de la policía. De esta
manera, el aparato coercitivo del rosismo estuvo constituido, por un lado, por
la maquinaria legal que funcionaba a través de la policía -formada por un
cuerpo de comisarios con jurisdicción en la ciudad de Buenos Aires, mientras
que en la campaña dichas funciones recaían en los jueces de paz- y, por otro
lado,
por la Mazorca que, como grupo parapolicial, operaba desde las sombras,
de manera ilegal, y con un vínculo con el gobernador que nunca llegó a
dilucidarse por completo. De hecho, la policía actuaba bajo las órdenes del
poder ejecutivo, que al absorber la suma del poder público podía decidir
ejecuciones a voluntad; la Mazorca, en cambio, lo hacía aparentemente de manera
autónoma, lo cual permitió que el gobierno justificara sus acciones en diversas
oportunidades como excesos populares, desvinculados de la persona de Rosas.
El ejercicio de la coerción se completaba con el cuerpo de milicias de
ciudad y campaña y con el ejército regular al servicio de la causa federal.
Ambas instituciones tuvieron en esos años mayor peso en la campaña que en la
ciudad; el centro más destacado fue el campamento de Santos Lugares, cuartel
general de Rosas, símbolo de las tropas federales que defendían a la ciudad y
su gobierno. La población de Buenos Aires se vio sometida a una elevada cuota
de servicios militares y asistió, como en la época de las guerras de
independencia, a una creciente militarización de su vida cotidiana,
especialmente entre los sectores populares. Los ejércitos federales reclutaban
soldados en forma constante, recayendo sobre los regulares o de línea el mayor
peso de las responsabilidades militares. Así, las expresiones
de disenso fueron gradualmente erradicadas de la provincia de Buenos Aires, a
la vez que se procuró imponer la unanimidad federal fuera de sus fronteras.
El orden republicano y federal que el gobierno evocó permanentemente a
través de sus publicistas en la prensa periódica, en las proclamas y mensajes
emitidos y en las fiestas federales presentaba significados diversos. Por un
lado, la república parecía a veces reducirse a los contornos de la provincia de
Buenos Aires y, otras, extenderse más allá de sus fronteras. El orden
republicano se fundaba tanto en los dispositivos de las modernas experiencias
atlánticas, con una legitimidad basada en un régimen representativo con
elecciones periódicas, como en tópicos del republicanismo clásico, según ha
destacado Jorge Myers en su clásico libro Orden
y virtud. Estos pueden reconocerse en el uso de facultades
extraordinarias que se delegaban para salvar a la república, en el ideal de un
mundo rural estable y armónico, en la imagen de una república constantemente
amenazada por grupos de conspiradores identificados siempre con los “salvajes
unitarios”, y en la idea de un orden que debía garantizarse a través de una
autoridad destinada a calmar las pasiones y hacer obedecer la ley.
Ese orden se proclamaba federal. Y, si bien el
componente federal del rosismo fue siempre impreciso y ambiguo, no quedan dudas
de que aludía a toda la Confederación. Rosas logró crear un poder de facto
tejiendo una complicada red de relaciones que le permitió ejercer el control
sobre los gobiernos provinciales, al tiempo que, en el discurso político,
enfatizaba la autonomía de las provincias. Para ello se valió de tácticas que,
transmitidas a través de su correspondencia o de sus ejércitos, combinaban la
búsqueda de consenso a través del vínculo personal con gobernadores, caudillos
o personajes menores, con una fuerte dosis de amenaza de coerción si el
destinatario de turno no acataba sus directivas. Las fuentes abundan en
intrigas, delaciones, complots y en un uso, por momentos sutil, de estrategias
discursivas tendientes a engendrar sospechas entre los destinatarios de los
mensajes, intentando con esto hacer depender sólo del gobernador de Buenos
Aires las potenciales relaciones que pudieran entablar entre sí sus
interlocutores provinciales. La representación elegida para las fiestas mayas
de 1839 expresa el complejo vínculo que unió a Buenos Aires con el resto de la
Confederación durante el rosismo.
En la celebración del 25 de mayo de 1839, la Pirámide de Mayo erigida
en 1811 fue engalanada de la siguiente manera: en sus cuatro frentes se leía
Dorrego, Quiroga, López, Heredia. Cuatro representantes de! Partido Federal de
diferentes provincias, fallecidos en distintas circunstancias: Manuel Dorrego,
ejecutado por e! movimiento militar de signo unitario liderado por Juan Lavalle
en 1828; Facundo Quiroga, asesinado en una emboscada en 1835; Estanislao López,
caudillo federal de la provincia de Santa Fe, gobernador entre 1819 y 1838, año
de su muerte; Alejandro Heredia, gobernador de la provincia de Tucumán,
asesinado en 1838. A su vez, en los cuatro frentes de la pirámide figuraban
cuatro fechas emblemáticas: 25 de mayo de 1810, 9 de julio de 1816, 5 de
octubre de 1820 y 13 de abril de 1835.
A primera vista, la inscripción con los nombres de los líderes
federales de las provincias exhibía la evocación de la llamada “Santa
Federación” al reconocer en ellos un fuerte protagonismo. Pero este
reconocimiento por parte del gobierno de Buenos Aires hacia las provincias no
presuponía que la antigua capital se colocara en pie de igualdad dentro de la
Federación. En las fechas e imágenes que acompañaron a esos nombres se vuelve
claramente visible el papel que Buenos Aires se otorgó a sí misma, y en
particular el que se adjudicó Rosas. Si bien figuraban dos fechas
conmemorativas de todo el territorio rioplatense -la revolución de 1810 y la
declaración de la independencia de 1816-, las otras dos fechas Inscriptas eran
de carácter absolutamente local y porteño: el 5 de octubre de 1820 marcaba ¡a
primera intervención pública de Rosas, cuando con sus milicias de campaña
colaboró con el gobernador Martín Rodríguez para pacificar la provincia de
Buenos Aires, luego de nueve meses de anarquía, y el 13 de abril de 1835
recordaba la fecha en la que Rosas asumió por segunda vez la gobernación de
Buenos Aires con la suma del poder público. Incluso en las fechas patrias por
antonomasia, 1810 y 1816, Buenos Aires y su gobernador se hacían presentes en
la ornamentación de la pirámide introduciendo junto a la primera fecha, la
figura alegórica de la ley, debajo de la cual se ubicaba la fuerza con los
santos del ejército expedicionario de los Desiertos del Sur en 1833-1834
comandado por Rosas, y, junto a la segunda fecha, la figura de la independencia
representada por el genio de la guerra y de la paz, en cuya base aparecía la
provincia de Buenos Aires con las armas y los santos del ejército
expedicionario.
Ahora bien, ese localismo que parecía colocar no sólo a Buenos Ares
como ciudad rectora de la Santa Federación, sino a Rosas como su constructor,
se revelaba en toda su potencia al acompañar la tercera fecha inscripta -5 de
octubre de 1820- con la Imagen de Júpiter como emblema del orden. El momento en
que se recordaba tanto la primera aparición pública de Rosas como el año en el
que Buenos Aires supo, convertir su derrota en victoria, cuando fue pacificada
la provincia, se simbolizó con el dios que llevaba en sus manos el cetro del
Olimpo y el rayo. Dos atributos que Rosas pudo finalmente desplegar desde el
Olimpo de Buenos Aires en 1835 (última fecha evocada) a través de un dominio
que se basó tanto en eí nuevo arte de la política, por medio deí, uso de la
suma del poder público en Buenos Aires y el manejo de las relaciones exteriores
de todas las provincias, como en la utilización de sus ejércitos y milicias
que, como ei rayo de Júpiter, podían castigar, amedrentar, amenazar y convencer
a todos aquellos que en ei territorio de la Confederación osaran disputarle ei
dominio.
Así, pues, tanto el uso del término “Federación” como el de
“Confederación” siguieron siendo muy flexibles durante esos años y funcionaron
como una especie de gran paraguas con que reemplazar el vínculo constitucional
que Rosas se negaba a dar al país. Si en el período precedente el gobernador
había revelado su reticencia a dictar una constitución, luego de 1835, el tema
directamente dejó de formar parte de la agenda. Ese ambiguo componente federal
presuponía varias cosas. En primer lugar, un orden supraprovincial que, si bien
no se traducía en una constitución nacional, tampoco era reductible al manejo
de las relaciones exteriores por parte del gobernador de Buenos Aires. Aun
cuando la gestión de las relaciones exteriores constituyó para Rosas la cima
del sistema federal que preconizaba, al mismo tiempo fue incrementando las
funciones a su cargo. Esto no siempre se debió a una efectiva delegación de
facultades: en muchas ocasiones fue el propio gobierno porteño el que,
fundándose en doctrinas esgrimidas según la ocasión, intervino directamente en
asuntos comunes a todas las provincias, entre los cuales se destacaron, por
ejemplo, el ejercicio del derecho de patronato y el juzgamiento de los acusados
de crímenes contra la nación.
A su vez, el componente federal, tal como lo
entendía el rosismo, implicaba la extensión del sistema unanimista impuesto en
Buenos Aires a todo el territorio de la Confederación. Desde la ciudad rectora,
ejemplo de virtud republicana que debían seguir las provincias si pretendían
alcanzar la madurez necesaria para darse una constitución nacional, no se
toleraría ninguna administración unitaria. Esta pretensión se hizo efectiva a
través de una de las atribuciones que se autoadjudicó Buenos Aires o, más
específicamente, su gobernador: el derecho de intervención en la organización
política de las provincias. Según la teoría jurídica, la intervención en los
poderes políticos de las provincias se produce dentro de un sistema federal de
gobierno y no en una confederación, como se titulaba entonces la liga de las
provincias rioplaten- ses o argentinas. De hecho, el Pacto Federal de 1831 no
contemplaba tal derecho. Sin embargo, constituyó una práctica muy frecuentada
por Rosas luego de 1835.
Si regresamos, entonces, a la imagen de la Pirámide
de Mayo, cuando se engalanó para las fiestas homónimas de 1839, se hacen
visibles cada uno de los rasgos descriptos, en especial el desplazamiento que
convertía a Buenos Aires en centro de la Santa Federación. Una federación que
no era estrictamente un orden confederal ni un sistema federal de gobierno,
sino una compleja ingeniería política que presuponía un orden supraprovincial
que reposaba sobre la provincia más poderosa,
Buenos Aires, y más específicamente sobre
su Primera Magistratura, ejercida a través de un régimen unanimista y
plebiscitario centrado en la figura de Juan Manuel de Rosas. Así, en esta
etapa, el gobierno de Buenos Aires se lanzó a reconquistar el territorio de la
ahora llamada Federación, aunque sin pretender erigirse en capital. Todo lo
contrario: Rosas se negó sistemáticamente a convocar a un congreso
constituyente, pese a la insistencia de muchos gobernadores y caudillos
federales de provincia, quienes sin embargo poco a poco fueron acallando sus
voces en pos de la aceptación de ese orden de facto. La provincia podía ser el
centro de la Federación, dominar desde su propio escenario al conjunto del
país, sin perder por eso los beneficios que derivaban de su autonomía. Ser
ciudad rectora sin pagar el costo de ser capital y evitar repartir los recursos
que podía usar la provincia para su único provecho fueron datos insoslayables a
la hora de discutir una organización nacional.
En diciembre de 1835, con el propósito de apaciguar los reclamos, el
gobierno de Buenos Aires sancionó una Ley de Aduana, con la cual se intentaba
atenuar los efectos más perniciosos sufridos por las provincias a partir de la
vigencia del librecambio y negociar así un intercambio que, aunque seguía
siendo desigual respecto de los beneficios obtenidos por Buenos Aires en la
medida en que no afectaba el exitoso rumbo ganadero y exportador de su
economía, evitaba que la salida constitucional siempre postergada se
constituyera en la única alternativa para lograr la paz con los gobiernos
provinciales. El criterio proteccionista utilizado en esta ocasión, al
establecer aranceles para ciertos productos de importación que podían competir
con producciones locales de algunas regiones -incluida Buenos Aires-, revela
además el objetivo que persiguió el rosismo al intentar dar mayor equilibrio a
las balanzas de pago de las provincias, siempre deficitarias. Si bien la ley
sufrió varias correcciones a partir de su sanción, y su implementación no
cumplió con los objetivos propuestos debido a los conflictos que enfrentó la
Confederación luego de 1838, es oportuno subrayar la proyección política que el
gobierno pretendió lograr, en especial luego de los debates generados en
ocasión de la firma del Pacto Federal de 1831.
En este sentido, la Ley de Aduana fue uno de los
muchos mecanismos utilizados por el gobierno de Buenos Aires para mantener cierto
equilibrio en el sistema de poder de la Confederación. Claro que no todos los
métodos fueron tan pacíficos y diplomáticos.
Carta de Juan Manuel de Rosas a Alejandro Heredia, 16 de julio de 1837.
“Mi querido amigo:
Para asegurarse por todos los flancos contra estos pérfidos manejos, no
basta que Ud. se libre al testimonio íntimo de su conciencia y a la substancia
de las cosas; es necesario dar a éstas una ostensibilidad entusiástica, que lo
presente a Ud. siempre lleno y siempre ocupado del espíritu de Federación y de
la Causa Federal; por lo mismo es de absoluta necesidad que en sus oficios y
proclamas y en todos los actos oficiales suene siempre la Federación con calor,
procurando hacer mención de ella cuantas veces sea posible con especial
aplicación al caso o asunto de que se trate, y esto aunque parezca que es con
alguna machaca o violencia, porque esa misma machaca prueba ante la generalidad
del pueblo que la Federación es una idea que ocupa y reboza el corazón del que
habla.
Hago a Ud. esta indicación, porque noto que en sus oficios y proclamas
no resuena tanto como es preciso la voz y Causa Santa de la Federación, y que
por ejemplo al decir todo argentino, los buenos argentinos, todo patriota, los
buenos patriotas, no dice Ud. todo argentino federal, los buenos argentinos
federales, todo patriota federal, ¡os buenos patriotas federales, sobre lo que
sé yo que se fija mucho la atención por federales y unitarios, aquí y en casi
todas las provincias de la República; porque aquéllos no tienen por buen
argentino, ni por buen patriota, como no deben tenerlo, al que hoy día no es
federal, y éstos para encubrirse de que son unitarios, y haciendo desprecio de
la clasificación de federal, usan de voces desnudas, buen argentino, buen
patriota, las que por lo mismo si antes tenían entre nosotros una significación
noble, hoy la tienen muy ambigua y sospechosa.
Yo bien veo que esto depende las más veces de los redactores que miran
equivocadamente estas circunstancias como pequeñeces e impertinencias que nada
importan, y que un gobernador abrumado incesantemente con una muititud de
atenciones que lo ocupan no puede siempre advertir semejantes omisiones. Pero
es necesario hacer algún esfuerzo particular a este respecto, ya encargando
seria y encarecidamente a los redactores que no descuiden estos puntos, ya
fijando en ellos mucho la atención, aunque sea con retardo deí despacho, porque
creo que esto es menos malo que el dar curso a las redacciones con los defectos
indicados.
Movido de estas consideraciones es que no he tenido a bien publicar su
última correspondencia oficial, sin embargo de serme muy satisfactoria en lo
substancial, porque sé que de éstos, que algunos liaman pelillos cuando son más
que trenzas de pelo en nuestras circunstancias actuales, habían de tomar
materia los unitarios logistas para trabajar en su inicuo plan de
desacreditarlo a Ud. entre los federales. Y así le he de estimar me diga con
franqueza si me autoriza en este caso y cuaiesquiera otro en lo sucesivo para
publicar sus comunicaciones oficiales con las correcciones que yo crea
conveniente, sin variar la sustancia de su contenido. Pues aunque no dudo que
después de estas amistosas indicaciones, que me induce el particular afecto que
le , profeso, y la confianza y franqueza con que creo debemos comunicarnos en
los asuntos de la República, Ud. se esforzará en ajusfarse a ellas, por el
convencimiento de su utilidad y necesidad. Pero considerando por la experiencia
que tengo en mí mismo que no siempre podrá Ud. prevenir algunos descuidos, u
omisiones de los redactores ni estar en todos los golpes y puntos que convendrá
emitir según los casos y circunstancias que ocurran, le pido esta autorización
no sólo para la predicha última correspondencia, sino para las demás en lo
sucesivo, bien con la precisa restricción de no variar la substancia de su
contenido.
Las dos proclamas que ha dirigido Ud.; una a los argentinos y la otra a
los chicheños y tarijeños, me han parecido muy buenas, lo mismo que la de su
hermano señor don Felipe, en Salta, con motivo del aniversario del 25 de Mayo.
El único pero que les encuentro es que nada se les diga a los unitarios; y ño
abundar más en ellas el eco de la federación, y ahora más que nunca debe
resonar en todas las cosas y por todas partes, pues que por sí sola esta voz es
una centella que con sólo su ruido estremece al Cholo Santa Cruz, y que por
donde quiera que pasa le trastorna y deshace todas sus maniobras. Yo, pues,
colocado en el lugar de nuestro compañero el señor don Felipe, además del
encabezamiento o introducción establecida: ¡Viva la Federación!, habría
agregado a la conclusión un ¡Viva la Confederación Argentina! y un ¡Mueran ios
unitarios! Nada de particular quiere decir que mueran los unitarios, porque
esto no es decir muera fulano o determinadas personas, sino solamente
manifestar diciéndolo, el deseo de que mueran civilmente o que sea exterminado
para siempre el feroz bando unitario.
Me he extendido más de lo que pensaba en esta carta, pero no he podido
evitarlo por haber tocado puntos en ella sobre lo que me cuesta mucho suspender
la pluma. Tal vez Ud. me clasificará allá en su interior de minucioso y
majadero; mas esto será por no haberse hallado en el teatro en que me hallo
hace muchos años, ni ver las cosas desde el lugar en que las estoy viendo. Sea
de esto lo que fuera está Ud. en el deber de dispensarme su indulgencia, pues
no obro por otro impulso que ei vivo deseo del acierto en beneficio general del
país y particular de Ud., que quisiera tuviese el mejor éxito en la importante
empresa que le he encomendado en nombre de toda la Confederación Argentina.
Que Dios permita a Ud. la mejor salud y acierto alumbrándole la senda
de su marcha pública es el voto de su atento compañero y amigo.
Juan Manuel de
Rosas."
Extraído de Marcela Ternavasio, La correspondencia de Juan Manuel de
Rosas, Buenos Aires, Eudeba, 2005. jW
El gobernador de Buenos Aires procuró desde un comienzo extender su
dominio sobre las provincias y establecer las bases de la nueva federación. El
caso de Córdoba lo ilustra muy bien. Luego del asesinato de Quiroga, Rosas
utilizó sus atribuciones como encargado de las relaciones exteriores para
presionar al gobernador de esa provincia, Reinafé, a quien se le atribuía la
instigación del crimen del caudillo, a que abandonase el cargo y se sometiera a
un tribunal confederal. Luego, no reconoció a ninguno de los sucesivos
gobernadores nombrados por la Sala de Representantes cordobesa y presionó a
través de las armas para que la designación recayera en el comandante Manuel
López, acólito leal a Rosas durante su larga gobernación de más de quince años
en la capital mediterránea. El gobernador de Buenos Aires se hizo cargo del
juicio a Reinafé y a los imputados del crimen de Quiroga, que culminó con un
castigo ejemplar: todos fueron colgados y exhibidos en la Plaza de la Victoria,
y su imagen, difundida en grabados a cargo de la imprenta del estado de Buenos
Aires.
De hecho, la muerte del caudillo riojano había
dejado vacante el liderazgo regional en las provincias del interior. Quien se
perfilaba para sustituirlo era Alejandro Heredia, gobernador de Tucumán desde
1832. Heredia, identificado plenamente con el Partido Federal, comenzó sin
embargo a tejer un sistema de alianzas por medio de una estrategia que no
gozaba del beneplácito de Rosas. Esta consistía en implementar la fusión de
partidos, lo cual implicaba cierta tolerancia hacia personajes comprometidos con un pasado unitario. De Heredia
recelaban Rosas y otros líderes federales del interior, como Felipe Ibarra,
gobernador de Santiago del Estero, y Estanislao López, de Santa Fe. Todos veían
con algo de alarma cómo, desde Tucumán, Heredia extendía su dominio,
colocando en las provincias vecinas gobernadores adictos: en Salta a su
hermano, Felipe Heredia, y en Jujuy -que acababa de separarse como provincia
autónoma de la jurisdicción de Salta- a Pablo Alemán. Otro tanto hizo con
Catamarca, y en cada una de estas provincias colocó a ministros tucumanos para
colaborar con los gobernadores adictos. No obstante, la desconfianza generada
por tales muestras de autonomía y poder no impidió que Rosas aceptara el
liderazgo de Heredia, más allá de plantear ciertas reticencias.
En otras provincias, el gobierno de Buenos Aires
intervino directamente, como fue el caso de San Juan, donde el gobernador desde
1834, Martín Yanzón, fue acusado de unitario y obligado a abandonar el cargo,
primero a través de una correspondencia amenazante y, luego, de la movilización
de los ejércitos. Ejemplos similares abundan en otras provincias. En el
litoral, la situación se complicó más aún, como consecuencia de la muerte, en
1838, de Estanislao López, paladín del federalismo en la región y leal a Rosas
-entre otras razones, porque su deficitario fisco sobrevivía en gran parte
gracias a los subsidios enviados desde Buenos Aires- y porque la república
unanimista se vio asediada desde diversos frentes. Sin embargo, a partir de esa
fecha, los desafíos al orden rosista, lejos de debilitar al régimen impuesto en
esos años en toda la Confederación, lo consolidaron en sus aspectos más
autoritarios y a la vez plebiscitarios.
gracias
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