viernes, 25 de septiembre de 2015

Cap 8 - Marcela Ternavasio - Historia Argentina 1806-1852

En 1835, Juan Manuel de Rosas fue electo por segunda vez gobernador de Buenos Aires. En esta oportunidad la Sala,de Representantes le delegó la suma del poder público. Durante los primeros años de su segundo gobierno, Rosas fue construyendo un régimen republicano de tipo unanimista y plebiscitario en la provincia de Buenos Aires, a la vez que buscó extender su poder al conjunto de las provincias. Haciendo uso de la atribución de las Relaciones Exteriores de la Confederación y de otros mecanismos en los que se combinaban la búsqueda de consenso y la coerción, se configuró un orden federal peculiar, en el que se consolidó la hegemonía de Buenos Aires y la de su primer mandatario.
Cuando el 7 de marzo de 1835 la Sala de Representantes eligió por segunda vez como'Gobernador y Capitán General de la Provincia de Buenos Aires al brigadier general donjuán Manuel de Rosas, utilizó una fórmula novedosa que no dejaba dudas respecto del enorme poder que se le otorgaba al ejecutivo. No sólo la designación se hacía por el término de cinco años, modificando, de ese modo, la ley de elección de gobernador dictada en 1823, en la que se estipulaban tres años de duración en dicho cargo, sino que se depositaba “toda la suma del poder público” de la provincia en la persona de Rosas durante “todo el tiempo que ajuicio del gobernador electo fuese necesario”, sin contemplar más restricciones que la de “conservar, defender y proteger la religión Católica Apostólica Romana” y la de “defender y sostener la causa nacional de la Federación que han proclamado todos los pueblos de la República”. Así, el ejercicio de la suma del poder público no tenía límites temporales -como sí los había tenido la delegación de las facultades extraordinarias en su primer gobierno- ni límites en sus atribuciones, excepto las recién citadas. De hecho, éstas se convirtieron en instrumentos de poder en manos de Rosas. La religión católica se erigió en una usina proveedora de lenguajes que colaboraron a reforzar el régimen unanimista, basado en la idea de que todos y cada uno de los que integraban la comunidad política debían apoyar al gobierno, mientras que la Federación, identificada como causa nacional, asumió contornos ambiguos en cuyas grietas se consolidó un sistema de poder, centralizado en la figura de Rosas, que excedió los límites de las fronteras de Buenos Aires para extenderse a toda la Confederación.
Este esquema planteaba desde su inicio una compleja relación entre Rosas y el llamado “régimen rosista”. ¿En qué consistió dicho régimen para que su calificación derivara de un nombre propio? ¿Qué rasgos distinguieron al rosismo de 1829 del de 1835? A lo largo de los siglos XIX y XX, la historiografía dio diversas respuestas a esta pregunta: desde considerar al fenómeno rosista como ejemplo clásico de caudillismo personalista y autoritario, o bien como versión criolla de un dictador moderno, hasta concebirlo como paradigma de un régimen empeñado en defender la soberanía nacional.
Temas en debate
En los últimos años, gran parte de la historiografía ha revisado los tradicionales abordajes sobre el período rosista y ha coincidido en subrayar la clave republicana del régimen. Esto puede leerse tanto en la perspectiva de un discurso que apeló a los tópicos del republicanismo clásico -cuyas raíces se remontan a la república romana- como en la utilización de muchos de los instrumentos jurídicos procedentes de las repúblicas modernas Inauguradas con las revoluciones atlánticas. Ambas posiciones son complementarias, porque procuran demostrar que el rosismo no fue ni una tiranía que despreció el sistema institucional republicano en sus distintas vertientes, ni una república libera! dispuesta a proteger las libertades Individuales de los miembros de la comunidad política. Además, porque admiten el alto componente de invención del rosismo, que combinó elementos de matriz republicana con nuevos dispositivos de control y legitimación del poder, y viejas prácticas y costumbres muy arraigadas en la sociedad. Tal conjunción vuelve prácticamente imposible definir de manera unívoca el fenómeno abierto en 1835. &
Ahora bien, si la estructura resultante de la confluencia de tan diversos elementos se resiste a definiciones taxativas, es cierto también que, aún aceptando que el rosismo no fue sólo Rosas, el orden instaurado en esos años no puede ser estudiado sin contemplar la centralidad de su figura. El componente de unanimidad unido a la dimensión plebiscitaria del régimen -basada en el constante incentivo por parte del gobierno para movilizar a la población en apoyo del líder federal- hicieron de Rosas una pieza clave de la nueva legitimidad.
Sin embargo, la unanimidad, tan buscada como proclamada, no pudo imponer un orden exento de conflictos. Por el contrario, todo el período de hegemonía rosista, que se extendió hasta 1852, estuvo marcado por la inestabilidad, los conflictos bélicos y las disputas políticas. La extrema faccionalización del período precedente fue más que nunca potenciada y convertida en un instrumento de poder a través del cual se intentó anular cualquier tipo de oposición, tanto en el interior de la provincia de Buenos Aires como en el conjunto de la Confederación. Pero ese recurso, que llevó a Rosas a catalogar de “salvajes”, “impíos” e “inmundos” unitarios a cuantos intentaron desafiar su voluntad, fue a la vez un acicate para los opositores que, excluidos del espacio político, buscaron derrocar al líder federal apelando a alianzas que involucraron tanto a grupos descontentos de diferentes provincias como a gobiernos extranjeros. Resulta difícil, pues, en esta larga etapa, distinguir entre conflictos internos y externos a la Confederación. La confluencia de emigrados opositores en países limítrofes con fuerzas procedentes de la Confederación Peruano-Boliviana, de Uruguay, Francia, Inglaterra o Brasil evidencian tanto la precariedad de las móviles fronteras de las nuevas repúblicas americanas como la imbricación entre facciones locales y externas.'
Tal como se configuró luego de 18S5, el régimen rosista recogió rasgos ya presentes desde 1829, pero fue modificándose de acuerdo con las distintas coyunturas. Sus vaivenes pueden describirse mediante una rápida periodización. Entre 1835 y 1839, se asistió al momento de construcción de un nuevo orden marcado por el creciente control del espacio público y político, sin alcanzar todavía los niveles de violencia y ejercicio de la coerción exhibidos entre 1840 y 1842. Los intentos por consolidar el régimen unanimista y plebiscitario en la primera etapa fueron contestados por movimientos opositores procedentes tanto de la provincia de Buenos Aires como de otras, así como también de emigrados en países extranjeros. La confluencia de tales movimientos con enfrentamientos bélicos en el plano externo -la guerra contra la Confederación Peruano-Boliviana y el bloqueo francés- derivaron en un segundo momento, conocido como la “etapa del terror”, especialmente álgido entre 1840 y 1842. Si bien a partir de esa fecha siguió una etapa de mayor calma dentro de la provincia, no ocurrió lo mismo con los conflictos interprovinciales y externos. De hecho, el período aquí tratado no conoció una fase de paz prolongada. Tal vez en este dato resida una de las tantas paradojas del rosismo: a medida que se sucedían las disputas en cada uno de los planos señalados, destinadas a derrocar o al menos a socavar el poder de Rosas, el régimen parecía salir cada vez más consolidado. Tanto fue así que, promediando la década de 1840, la mayoría -propios y ajenos- creía que dicho sistema estaba destinado a perdurar por un largo tiempo; al menos, por todo el tiempo que viviera su líder.



Durante los días 26, 27 y 28 de marzo de 1835 se celebró en Buenos Aires un plebiscito con el fin de “explorar la opinión de todos los ciudadanos habitantes de la ciudad respecto de la ley del 7 del corriente” en la que se delegó la “suma del poder público” en la persona de Juan Manuel de Rosas. La convocatoria alcanzó sólo a la ciudad, ya que se apelaba a la presunción de que la campaña era “unánimemente” leal a Rosas. La Gaceta Mercantil, en su edición del l2 de abril de 1835, lo justificaba en estos términos: “no habiéndose consultado la opinión de los habitantes de la campaña, porque además del retardo que esto ofrecería, actos muy repetidos y testimonios inequívocos han puesto de ma- nifiesto que allí es universal ese mismo sentimiento que anima a todos los porteños en general”. El gobernador había decidido realizar el plebiscito -una práctica por cierto novedosa- para reforzar aún más la legitimidad de su designación y la de las atribuciones conferidas. Los resultados fueron aplastantes: más de nueve mil votantes dieron su apoyo a la ley del 7 de marzo; unos pocos -menos de una decena-votaron por la negativa. El 13 de abril de 1855, Rosas prestó juramento frente a la Sala de Representantes y asumió el cargo de gobernador.
Se abría entonces una nueva modalidad para expresar el consenso. La posibilidad de disentir públicamente, o incluso de manera velada, con el gobierno pasó a ser asunto riesgoso. Los signos de adhesión al régimen se multiplicaban: a través del uso de la divisa punzó -obligatorio desde 1832 para la población porteña, aunque la presión en torno a su uso aumentó a partir de 1835-, de una forma de “vestir federal”, que incluía el tradicional poncho y chaqueta, utilizados básicamente por los sectores populares, pero también mediante sombreros, guantes o peinetones con la estampa de Rosas, o bien la exhibición de objetos de uso cotidiano como vajilla, monederos y relicarios con su retrato.

La voluntad de hacer visible el consenso se valió también de otros instrumentos, como las elecciones periódicas y las celebraciones festivas. En el plano electoral, la unanimidad fue producto de una ardua tarea a través de la cual Rosas logró reemplazar la lógica política instaurada en la época rivadaviana y vigente hasta 1835, fundada en la deliberación de las listas de candidatos en el interior de la elite, por un sistema de lista única en el que todos debían votar “sin disidencias”. El control personal que Rosas ejerció sobre los actos comiciales -desde la confección de las listas de candidatos, su distribución entre agentes encargados de movilizar a los votantes, la formación de las mesas, y la imposición de los rituales que debían acompañar al acto electoral- logró consolidarse recién después de 1838. Hasta esa fecha se observan todavía algunas votaciones en disidencia con la lista oficial que, aunque muy minoritarias, revelan ciertas grietas en el régimen, que no serían toleradas luego de 1840.
Respetando parcialmente la letra de la ley electoral de 1821, Rosas continuó celebrando anualmente las elecciones para renovar los diputados de la Sala de Representantes. La Legislatura se vació, pues, de aquellos personajes que habían hecho de la revolución su propia carrera política, para acoger a sectores más vinculados al poder económico-social o a militares y sacerdotes leales al gobernador, todos personajes que operaban casi como una junta electoral de segundo grado, al ocuparse de designar -de manera absolutamente previsible— al gobernador y renovar sus poderes extraordinarios en cada ocasión. La Sala perdió su centralidad y, aunque siguió sesionando durante todo el período en el que Rosas gobernó la provincia y ejerció la representación exterior de la Confederación, sus atribuciones se vieron francamente devaluadas. Este particular mecanismo electoral se combinó, además, con los frecuentes plebiscitos realizados durante el período en los que los habitantes de la provincia -organizados por las autoridades menores del régimen- reclamaban la reelección de Rosas con la suma del poder público. Tales redamos tenían su origen, por lo general, en el ya mencionado ritual que incluía la renuncia al cargo por parte de Rosas y su posterior asunción en nombre del deber y de la razón pública.
Su obsesión por mantener y controlar la práctica del sufragio expresa la búsqueda de una legitimidad fundada en el orden legal preexistente y la vocación por hacer del régimen un sistema capaz de singularizar el mando y la obediencia. Los actos comiciales le servían para reivindicar su proclamado apego a las leyes, demostrar -hacia el interior y hacia el exterior de la Confederación- el consenso del que gozaba, movilizar a un crecido número de habitantes con el objeto de plebiscitar su poder y conocer quiénes acudían al acto para demostrar públicamente su adhesión al jefe.
Carta de Juan Manuel de Rosas a destinatario desconocido, 3 de diciembre de 1843:
“Remito a Ud. la carpeta del año pasado en todo lo relativo a las elecciones para que luego de recibir la presente se ocupe sólo y puramente de este asunto; y que en su virtud, mañana lunes haga dar, principio a la impresión de las listas y me las vaya mandando sin un sólo momento de demora, procediendo Ud. en todo de conformidad a las órdenes que se registran en la misma carpeta para las listas dei año anterior indicado, de 1842.
Todo lo que en ella desempeñó el general Edecán Dn. Manuel Corvalán ahora debe entenderse mandando cumplir en todo y para todo, al oficial escribiente Dn. Carlos Reymond, por hallarse aquél enfermo.
Para llenar el vacío que ha dejado el fallecimiento del Coronel Dn. Antonio Ramírez, puede poner al ciudadano Dn. Tiburcio Córdoba.
Va colocado e! ciudadano Dn. Juan Alsina en la 8° sección, y el ciudadano Dn. Miguel Riglos en la 11o, a que aquél pertenecía.
He mandado hoy el decreto a la imprenta para que se publique en La Gaceta de mañana lunes 4, y también lo he mandado al editor del Diario de la Tarde para que así mismo sea publicado en el de mañana lunes. Son las doce de la noche y como nada ha venido de Ud. sobre este asunto, considero que Ud. me entendió mal ayer o que habrá habido alguna equivocación o extravío del oficio de Ud. Quiero decir que esperaba ¡as circulares que necesito precisamente para despacharlas anticipadamente a la campaña porque ya el tiempo es corto para las secciones más distantes, y por ello mañana mismo luego que reciba las circulares que Ud. me mande las haré marchar; y luego mañana mismo enseguida si empiezan a venir las listas de las secciones más retiradas las iré también sin demora alguna haciendo caminar con los hombres que para todo tengo desde hoy muy prontos.
Así todo quedará bien y no habrá falta pues procediéndose de este modo tendrán lugar sin atraso alguno las elecciones en toda la campaña".
Secretaría de Rosas, Archivo dei Instituto Ravignani, 1842-1843, carpeta 20, n° 47, legajos 264-65. J&


Según revelan diversos testimonios, en varias ocasiones se suspendió el acto comicial por mal tiempo y lluvia, desplazándolo a la siguiente semana, con el objeto de que los sufragantes pudieran asistir y ratificar con su presencia la delegación de la soberanía en el cuerpo de representantes que el gobernador ungía de antemano al confeccionar las Listas.
En ese contexto, las abstenciones electorales eran leídas como oposiciones en potencia, prestándose tanta atención a aquellas como a la participación entusiasta de un nutrido universo de votantes. Las abstenciones le recordaban a Rosas que su liderazgo no era indiscutido, y lo irritaba enormemente no poder obtener un caudal de votos tal que hiciera olvidar las divisiones que, aunque larvadas, existían en la sociedad. Si bien la unanimidad lograda era, en gran parte, producto de la amenaza de coerción ejercida por el aparato del estado, expresaba al mismo tiempo un apoyo, en especial de los sectores populares, nunca visto en los períodos precedentes.
Este respaldo se ponía en escena, además, durante las fiestas federales, organizadas y celebradas por el gobierno tanto en el ámbito urbano como en el rural para conmemorar diversas fechas, afianzando así la identidad federal y la lealtad a Rosas, Ya no sólo se celebraban las tradicionales fiestas mayas y julias, sino también el honor y la gloria de los generales de los ejércitos que habían defendido la causa federal, o la visita de un líder federal de otra provincia, o el fracaso de algún atentado contra Rosas. Otras celebraciones eran usadas para expresar la contienda principal entre unitarios y federales; por ejemplo, las de Semana Santa, cuando en la quema pública el Judas de trapo adoptaba la vestimenta celeste y las patillas típicas de los unitarios, o los carnavales, donde se representaba ¡a vejación de los señores de levita y frac... Así, pues, se asistió a un cambio profundo en los rituales cívicos, al exaltarse hasta el grotesco la figura del gobernador -nunca hubo tal proliferación del retrato de un personaje público como en esos años- y al evocarse en ellos un orden a la vez republicano y federal, que superaba ampliamente las fronteras de Buenos Aires.
La contracara del consenso fue la creciente amenaza de castigo a los disidentes. Para ello se apeló a diversos instrumentos de control -sobre la prensa periódica, el derecho de reunión, las asociaciones y espacios públicos-, a la depuración de la administración pública y a un aparato represivo cada vez más sofisticado. Más que nunca, las mani-


testaciones escritas fueron sometidas a la censura. Si bien la tendencia a controlar la prensa se había iniciado en 1828, a partir de 1835 se reimpuso la vigencia de la ley dictada en 1832 -durante el primer gobierno de Rosas- que legalizaba un fuerte control estatal. Con este instrumento en sus manos, el gobierno fue cercenando de manera creciente la libertad de expresión, aunque cabe destacar que hasta 1838 existieron ciertas filtraciones. Aun cuando era claro quemo se toleraban disidencias en los periódicos, es cierto también que todavía no se les exigía -como sí ocurrirá después de 1839- reiteradas muestras de adhesión al régimen. Si en esos primeros años era posible leer noticias políticas y comentarios en la prensa circulante, luego se asistirá a una monótona y reiterativa propaganda oficial. Rosas ccSritó para ello con un grupo de publicistas y colaboradores encargados de editar los periódicos del régimen. Sin duda, el más destacado fue el napolitano Pedro de Angelis, redactor de la Gaceta Mercantil, el periódico oficial más importante de la época, y del Archivo Americano, publicación trilingüe destinada a mostrar las bondades del régimen a los países y lectores extranjeros. Además de este periodismo “culto”, Rosas buscó la colaboración de periodistas “populares” para difundir consignas propagandísticas entre estos sectores. En esas páginas se reproducían textos en prosa o en verso, escritos en un lenguaje directo y fácil de recordar.
En sintonía con lo que ocurría en la prensa, las asociaciones de la sociedad civil fueron sometidas a un creciente control, en especial después de 1839. A partir de entonces, las pocas que funcionaban en la ciudad de Buenos Aires movilizaban sobre todo a extranjeros, mientras que las creadas durante la época rivadaviana fueron desapareciendo. Rosas impuso la necesidad de autorización previa para realizar cualquier tipo de reunión, y ya en 1837 denunció a los miembros del Salón Literario de Marcos Sastre como enemigos de la Federación. En dicho Salón se reunían los jóvenes que conformaron la generación romántica en el Río de la Plata -conocida como la “Generación del 37”-, entre quienes se encontraban Esteban Echeverría, líder del movimiento, Juan Bautista Alberdi, Juan María Gutiérrez, Félix Frías, José Mármol y Vicente Fidel López. Había, además, asistentes pertenecientes a la generación anterior que, junto a la más joven, debatían las novedades literarias y filosóficas procedentes de Europa.

El periodismo popular del rosismo se difundió especialmente entre 1830 y 1840. Entre los principales títulos de los periódicos populares caben destacar: E torito de los muchachos, El gaucho, La gaucha, El toro de once, De cada cosa un poquito, Don Cunino, Los muchachos, La Ucucha, El avisador, E¡ gaucho restaurador.
En la primera aparición de El gaucho restaurador del 16 de marzo de 1834 puede leerse lo siguiente: “Nos hemos decidido a arrostrar las dificultades e inconvenientes que ofrece, muy especialmente en ei día, la carrera de escritor público, con ¡a mira patriótica de sostener la gran causa nacional, a cuyo glorioso triunfo tenemos la satisfacción de haber contribuido. -Somos restauradores; ésa es nuestra fe política. Somos justos admiradores de las eminentes virtudes cívicas del restaurador de las leyes ó. Juan Manuel de Rosas: ésta es nuestra simpatía predominante. No capitulamos ni capitularemos con los que quieren contramarchar a este respecto. El gobierno mismo en su marcha tortuosa no se escapará de nuestra censura legal... Marcharemos con la opinión y la justicia...".
Extraído de Jorge Myers, Orden y virtud. E¡ dicurso republicano en el régimen rosista, Bernal, Universidad deQuilmes, 1995.^^F
En un ambiente tan hostil, la juventud estudiantil comenzó a abandonar la práctica de reunión en los cafés, en tanto que la denominada “gente decente” tendió a volver a las antiguas formas de sociabilidad en las tradicionales tertulias, encuentros en los barrios, en los atrios de las iglesias, paseos por la alameda, etcétera. Las únicas formas asociativas que sobrevivieron durante el rosismo fueron las sociedades africanas -en las que se agrupaban los negros según sus etnias de origen para contribuir a su defensa mutua y defender la liberación de los esclavos- con las que Rosas mantuvo una clásica relación de protección a cambio de fidelidad.
El control sobre la sociedad se ejercía tanto desde los más altos cargos de la administración pública de la provincia, que fue sometida a una profunda depuración en todos sus niveles, como desde los más bajos. En tal sentido fue clave el papel de los jueces de paz, en especial en la campaña. Estos actuaban como autoridades máximas en sus distritos, puesto que reunían múltiples funciones: políticas, de baja justicia, de hacienda, de policía y a veces militares. Los jueces eran designados di-


rectamente por el gobernador a partir de ternas propuestas por los jueces salientes. Las condiciones que debían reunir eran, básicamente, fidelidad y lealtad a la causa federal. Los testimonios revelan el control que Rosas ejercía directamente en la gesdón de cada uno de ellos, como también el de estos jueces sobre las poblaciones a su cargo.
Las asociaciones de africanos desempeñaron un papel muy importante en la movilización partidaria de adhesión a Rosas y !a Federación. Rosas solía frecuentar las celebraciones de las naciones africanas, algo criticado con énfasis por sus opositores. La oposición veía en aquellas manifestaciones un signo de inversión social y sospechaba que los descendientes de africanos eran delatores de unitarios.



Pero, sin duda, el sistema coercitivo más conocido de la experiencia ro- sista fue el que encarnó la Sociedad Popular Restauradora, conformada en 1833, que tuvo como brazo armado a la Mazorca. Si’bien ambas organizaciones estaban en un principio unificadas, luego de 1835 las distinguió el hecho de que la Mazorca, como ala ejecutora, era la encargada de cometer asesinatos y torturas, y que casi todos sus miembros eran parte de la policía. De esta manera, el aparato coercitivo del rosismo estuvo constituido, por un lado, por la maquinaria legal que funcionaba a través de la policía -formada por un cuerpo de comisarios con jurisdicción en la ciudad de Buenos Aires, mientras que en la campaña dichas funciones recaían en los jueces de paz- y, por otro lado,


por la Mazorca que, como grupo parapolicial, operaba desde las sombras, de manera ilegal, y con un vínculo con el gobernador que nunca llegó a dilucidarse por completo. De hecho, la policía actuaba bajo las órdenes del poder ejecutivo, que al absorber la suma del poder público podía decidir ejecuciones a voluntad; la Mazorca, en cambio, lo hacía aparentemente de manera autónoma, lo cual permitió que el gobierno justificara sus acciones en diversas oportunidades como excesos populares, desvinculados de la persona de Rosas.

El ejercicio de la coerción se completaba con el cuerpo de milicias de ciudad y campaña y con el ejército regular al servicio de la causa federal. Ambas instituciones tuvieron en esos años mayor peso en la campaña que en la ciudad; el centro más destacado fue el campamento de Santos Lugares, cuartel general de Rosas, símbolo de las tropas federales que defendían a la ciudad y su gobierno. La población de Buenos Aires se vio sometida a una elevada cuota de servicios militares y asistió, como en la época de las guerras de independencia, a una creciente militarización de su vida cotidiana, especialmente entre los sectores populares. Los ejércitos federales reclutaban soldados en forma constante, recayendo sobre los regulares o de línea el mayor peso de las responsabilidades militares. Así, las expresiones de disenso fueron gradualmente erradicadas de la provincia de Buenos Aires, a la vez que se procuró imponer la unanimidad federal fuera de sus fronteras.
El orden republicano y federal que el gobierno evocó permanentemente a través de sus publicistas en la prensa periódica, en las proclamas y mensajes emitidos y en las fiestas federales presentaba significados diversos. Por un lado, la república parecía a veces reducirse a los contornos de la provincia de Buenos Aires y, otras, extenderse más allá de sus fronteras. El orden republicano se fundaba tanto en los dispositivos de las modernas experiencias atlánticas, con una legitimidad basada en un régimen representativo con elecciones periódicas, como en tópicos del republicanismo clásico, según ha destacado Jorge Myers en su clásico libro Orden y virtud. Estos pueden reconocerse en el uso de facultades extraordinarias que se delegaban para salvar a la república, en el ideal de un mundo rural estable y armónico, en la imagen de una república constantemente amenazada por grupos de conspiradores identificados siempre con los “salvajes unitarios”, y en la idea de un orden que debía garantizarse a través de una autoridad destinada a calmar las pasiones y hacer obedecer la ley.
Ese orden se proclamaba federal. Y, si bien el componente federal del rosismo fue siempre impreciso y ambiguo, no quedan dudas de que aludía a toda la Confederación. Rosas logró crear un poder de facto tejiendo una complicada red de relaciones que le permitió ejercer el control sobre los gobiernos provinciales, al tiempo que, en el discurso político, enfatizaba la autonomía de las provincias. Para ello se valió de tácticas que, transmitidas a través de su correspondencia o de sus ejércitos, combinaban la búsqueda de consenso a través del vínculo personal con gobernadores, caudillos o personajes menores, con una fuerte dosis de amenaza de coerción si el destinatario de turno no acataba sus directivas. Las fuentes abundan en intrigas, delaciones, complots y en un uso, por momentos sutil, de estrategias discursivas tendientes a engendrar sospechas entre los destinatarios de los mensajes, intentando con esto hacer depender sólo del gobernador de Buenos Aires las potenciales relaciones que pudieran entablar entre sí sus interlocutores provinciales. La representación elegida para las fiestas mayas de 1839 expresa el complejo vínculo que unió a Buenos Aires con el resto de la Confederación durante el rosismo.


En la celebración del 25 de mayo de 1839, la Pirámide de Mayo erigida en 1811 fue engalanada de la siguiente manera: en sus cuatro frentes se leía Dorrego, Quiroga, López, Heredia. Cuatro representantes de! Partido Federal de diferentes provincias, fallecidos en distintas circunstancias: Manuel Dorrego, ejecutado por e! movimiento militar de signo unitario liderado por Juan Lavalle en 1828; Facundo Quiroga, asesinado en una emboscada en 1835; Estanislao López, caudillo federal de la provincia de Santa Fe, gobernador entre 1819 y 1838, año de su muerte; Alejandro Heredia, gobernador de la provincia de Tucumán, asesinado en 1838. A su vez, en los cuatro frentes de la pirámide figuraban cuatro fechas emblemáticas: 25 de mayo de 1810, 9 de julio de 1816, 5 de octubre de 1820 y 13 de abril de 1835.
A primera vista, la inscripción con los nombres de los líderes federales de las provincias exhibía la evocación de la llamada “Santa Federación” al reconocer en ellos un fuerte protagonismo. Pero este reconocimiento por parte del gobierno de Buenos Aires hacia las provincias no presuponía que la antigua capital se colocara en pie de igualdad dentro de la Federación. En las fechas e imágenes que acompañaron a esos nombres se vuelve claramente visible el papel que Buenos Aires se otorgó a sí misma, y en particular el que se adjudicó Rosas. Si bien figuraban dos fechas conmemorativas de todo el territorio rioplatense -la revolución de 1810 y la declaración de la independencia de 1816-, las otras dos fechas Inscriptas eran de carácter absolutamente local y porteño: el 5 de octubre de 1820 marcaba ¡a primera intervención pública de Rosas, cuando con sus milicias de campaña colaboró con el gobernador Martín Rodríguez para pacificar la provincia de Buenos Aires, luego de nueve meses de anarquía, y el 13 de abril de 1835 recordaba la fecha en la que Rosas asumió por segunda vez la gobernación de Buenos Aires con la suma del poder público. Incluso en las fechas patrias por antonomasia, 1810 y 1816, Buenos Aires y su gobernador se hacían presentes en la ornamentación de la pirámide introduciendo junto a la primera fecha, la figura alegórica de la ley, debajo de la cual se ubicaba la fuerza con los santos del ejército expedicionario de los Desiertos del Sur en 1833-1834 comandado por Rosas, y, junto a la segunda fecha, la figura de la independencia representada por el genio de la guerra y de la paz, en cuya base aparecía la provincia de Buenos Aires con las armas y los santos del ejército expedicionario.


Ahora bien, ese localismo que parecía colocar no sólo a Buenos Ares como ciudad rectora de la Santa Federación, sino a Rosas como su constructor, se revelaba en toda su potencia al acompañar la tercera fecha inscripta -5 de octubre de 1820- con la Imagen de Júpiter como emblema del orden. El momento en que se recordaba tanto la primera aparición pública de Rosas como el año en el que Buenos Aires supo, convertir su derrota en victoria, cuando fue pacificada la provincia, se simbolizó con el dios que llevaba en sus manos el cetro del Olimpo y el rayo. Dos atributos que Rosas pudo finalmente desplegar desde el Olimpo de Buenos Aires en 1835 (última fecha evocada) a través de un dominio que se basó tanto en eí nuevo arte de la política, por medio deí, uso de la suma del poder público en Buenos Aires y el manejo de las relaciones exteriores de todas las provincias, como en la utilización de sus ejércitos y milicias que, como ei rayo de Júpiter, podían castigar, amedrentar, amenazar y convencer a todos aquellos que en ei territorio de la Confederación osaran disputarle ei dominio.



Así, pues, tanto el uso del término “Federación” como el de “Confederación” siguieron siendo muy flexibles durante esos años y funcionaron como una especie de gran paraguas con que reemplazar el vínculo constitucional que Rosas se negaba a dar al país. Si en el período precedente el gobernador había revelado su reticencia a dictar una constitución, luego de 1835, el tema directamente dejó de formar parte de la agenda. Ese ambiguo componente federal presuponía varias cosas. En primer lugar, un orden supraprovincial que, si bien no se traducía en una constitución nacional, tampoco era reductible al manejo de las relaciones exteriores por parte del gobernador de Buenos Aires. Aun cuando la gestión de las relaciones exteriores constituyó para Rosas la cima del sistema federal que preconizaba, al mismo tiempo fue incrementando las funciones a su cargo. Esto no siempre se debió a una efectiva delegación de facultades: en muchas ocasiones fue el propio gobierno porteño el que, fundándose en doctrinas esgrimidas según la ocasión, intervino directamente en asuntos comunes a todas las provincias, entre los cuales se destacaron, por ejemplo, el ejercicio del derecho de patronato y el juzgamiento de los acusados de crímenes contra la nación.
A su vez, el componente federal, tal como lo entendía el rosismo, implicaba la extensión del sistema unanimista impuesto en Buenos Aires a todo el territorio de la Confederación. Desde la ciudad rectora, ejemplo de virtud republicana que debían seguir las provincias si pretendían alcanzar la madurez necesaria para darse una constitución nacional, no se toleraría ninguna administración unitaria. Esta pretensión se hizo efectiva a través de una de las atribuciones que se autoadjudicó Buenos Aires o, más específicamente, su gobernador: el derecho de intervención en la organización política de las provincias. Según la teoría jurídica, la intervención en los poderes políticos de las provincias se produce dentro de un sistema federal de gobierno y no en una confederación, como se titulaba entonces la liga de las provincias rioplaten- ses o argentinas. De hecho, el Pacto Federal de 1831 no contemplaba tal derecho. Sin embargo, constituyó una práctica muy frecuentada por Rosas luego de 1835.
Si regresamos, entonces, a la imagen de la Pirámide de Mayo, cuando se engalanó para las fiestas homónimas de 1839, se hacen visibles cada uno de los rasgos descriptos, en especial el desplazamiento que convertía a Buenos Aires en centro de la Santa Federación. Una federación que no era estrictamente un orden confederal ni un sistema federal de gobierno, sino una compleja ingeniería política que presuponía un orden supraprovincial que reposaba sobre la provincia más poderosa,
Buenos Aires, y más específicamente sobre su Primera Magistratura, ejercida a través de un régimen unanimista y plebiscitario centrado en la figura de Juan Manuel de Rosas. Así, en esta etapa, el gobierno de Buenos Aires se lanzó a reconquistar el territorio de la ahora llamada Federación, aunque sin pretender erigirse en capital. Todo lo contrario: Rosas se negó sistemáticamente a convocar a un congreso constituyente, pese a la insistencia de muchos gobernadores y caudillos federales de provincia, quienes sin embargo poco a poco fueron acallando sus voces en pos de la aceptación de ese orden de facto. La provincia podía ser el centro de la Federación, dominar desde su propio escenario al conjunto del país, sin perder por eso los beneficios que derivaban de su autonomía. Ser ciudad rectora sin pagar el costo de ser capital y evitar repartir los recursos que podía usar la provincia para su único provecho fueron datos insoslayables a la hora de discutir una organización nacional.
En diciembre de 1835, con el propósito de apaciguar los reclamos, el gobierno de Buenos Aires sancionó una Ley de Aduana, con la cual se intentaba atenuar los efectos más perniciosos sufridos por las provincias a partir de la vigencia del librecambio y negociar así un intercambio que, aunque seguía siendo desigual respecto de los beneficios obtenidos por Buenos Aires en la medida en que no afectaba el exitoso rumbo ganadero y exportador de su economía, evitaba que la salida constitucional siempre postergada se constituyera en la única alternativa para lograr la paz con los gobiernos provinciales. El criterio proteccionista utilizado en esta ocasión, al establecer aranceles para ciertos productos de importación que podían competir con producciones locales de algunas regiones -incluida Buenos Aires-, revela además el objetivo que persiguió el rosismo al intentar dar mayor equilibrio a las balanzas de pago de las provincias, siempre deficitarias. Si bien la ley sufrió varias correcciones a partir de su sanción, y su implementación no cumplió con los objetivos propuestos debido a los conflictos que enfrentó la Confederación luego de 1838, es oportuno subrayar la proyección política que el gobierno pretendió lograr, en especial luego de los debates generados en ocasión de la firma del Pacto Federal de 1831.
En este sentido, la Ley de Aduana fue uno de los muchos mecanismos utilizados por el gobierno de Buenos Aires para mantener cierto equilibrio en el sistema de poder de la Confederación. Claro que no todos los métodos fueron tan pacíficos y diplomáticos.

Carta de Juan Manuel de Rosas a Alejandro Heredia, 16 de julio de 1837. “Mi querido amigo:
Para asegurarse por todos los flancos contra estos pérfidos manejos, no basta que Ud. se libre al testimonio íntimo de su conciencia y a la substancia de las cosas; es necesario dar a éstas una ostensibilidad entusiástica, que lo presente a Ud. siempre lleno y siempre ocupado del espíritu de Federación y de la Causa Federal; por lo mismo es de absoluta necesidad que en sus oficios y proclamas y en todos los actos oficiales suene siempre la Federación con calor, procurando hacer mención de ella cuantas veces sea posible con especial aplicación al caso o asunto de que se trate, y esto aunque parezca que es con alguna machaca o violencia, porque esa misma machaca prueba ante la generalidad del pueblo que la Federación es una idea que ocupa y reboza el corazón del que habla.
Hago a Ud. esta indicación, porque noto que en sus oficios y proclamas no resuena tanto como es preciso la voz y Causa Santa de la Federación, y que por ejemplo al decir todo argentino, los buenos argentinos, todo patriota, los buenos patriotas, no dice Ud. todo argentino federal, los buenos argentinos federales, todo patriota federal, ¡os buenos patriotas federales, sobre lo que sé yo que se fija mucho la atención por federales y unitarios, aquí y en casi todas las provincias de la República; porque aquéllos no tienen por buen argentino, ni por buen patriota, como no deben tenerlo, al que hoy día no es federal, y éstos para encubrirse de que son unitarios, y haciendo desprecio de la clasificación de federal, usan de voces desnudas, buen argentino, buen patriota, las que por lo mismo si antes tenían entre nosotros una significación noble, hoy la tienen muy ambigua y sospechosa.
Yo bien veo que esto depende las más veces de los redactores que miran equivocadamente estas circunstancias como pequeñeces e impertinencias que nada importan, y que un gobernador abrumado incesantemente con una muititud de atenciones que lo ocupan no puede siempre advertir semejantes omisiones. Pero es necesario hacer algún esfuerzo particular a este respecto, ya encargando seria y encarecidamente a los redactores que no descuiden estos puntos, ya fijando en ellos mucho la atención, aunque sea con retardo deí despacho, porque creo que esto es menos malo que el dar curso a las redacciones con los defectos indicados.


Movido de estas consideraciones es que no he tenido a bien publicar su última correspondencia oficial, sin embargo de serme muy satisfactoria en lo substancial, porque sé que de éstos, que algunos liaman pelillos cuando son más que trenzas de pelo en nuestras circunstancias actuales, habían de tomar materia los unitarios logistas para trabajar en su inicuo plan de desacreditarlo a Ud. entre los federales. Y así le he de estimar me diga con franqueza si me autoriza en este caso y cuaiesquiera otro en lo sucesivo para publicar sus comunicaciones oficiales con las correcciones que yo crea conveniente, sin variar la sustancia de su contenido. Pues aunque no dudo que después de estas amistosas indicaciones, que me induce el particular afecto que le , profeso, y la confianza y franqueza con que creo debemos comunicarnos en los asuntos de la República, Ud. se esforzará en ajusfarse a ellas, por el convencimiento de su utilidad y necesidad. Pero considerando por la experiencia que tengo en mí mismo que no siempre podrá Ud. prevenir algunos descuidos, u omisiones de los redactores ni estar en todos los golpes y puntos que convendrá emitir según los casos y circunstancias que ocurran, le pido esta autorización no sólo para la predicha última correspondencia, sino para las demás en lo sucesivo, bien con la precisa restricción de no variar la substancia de su contenido.
Las dos proclamas que ha dirigido Ud.; una a los argentinos y la otra a los chicheños y tarijeños, me han parecido muy buenas, lo mismo que la de su hermano señor don Felipe, en Salta, con motivo del aniversario del 25 de Mayo. El único pero que les encuentro es que nada se les diga a los unitarios; y ño abundar más en ellas el eco de la federación, y ahora más que nunca debe resonar en todas las cosas y por todas partes, pues que por sí sola esta voz es una centella que con sólo su ruido estremece al Cholo Santa Cruz, y que por donde quiera que pasa le trastorna y deshace todas sus maniobras. Yo, pues, colocado en el lugar de nuestro compañero el señor don Felipe, además del encabezamiento o introducción establecida: ¡Viva la Federación!, habría agregado a la conclusión un ¡Viva la Confederación Argentina! y un ¡Mueran ios unitarios! Nada de particular quiere decir que mueran los unitarios, porque esto no es decir muera fulano o determinadas personas, sino solamente manifestar diciéndolo, el deseo de que mueran civilmente o que sea exterminado para siempre el feroz bando unitario.
Me he extendido más de lo que pensaba en esta carta, pero no he podido evitarlo por haber tocado puntos en ella sobre lo que me cuesta mucho suspender la pluma. Tal vez Ud. me clasificará allá en su interior de minucioso y majadero; mas esto será por no haberse hallado en el teatro en que me hallo hace muchos años, ni ver las cosas desde el lugar en que las estoy viendo. Sea de esto lo que fuera está Ud. en el deber de dispensarme su indulgencia, pues no obro por otro impulso que ei vivo deseo del acierto en beneficio general del país y particular de Ud., que quisiera tuviese el mejor éxito en la importante empresa que le he encomendado en nombre de toda la Confederación Argentina.
Que Dios permita a Ud. la mejor salud y acierto alumbrándole la senda de su marcha pública es el voto de su atento compañero y amigo.
Juan Manuel de Rosas."
Extraído de Marcela Ternavasio, La correspondencia de Juan Manuel de Rosas, Buenos Aires, Eudeba, 2005. jW
El gobernador de Buenos Aires procuró desde un comienzo extender su dominio sobre las provincias y establecer las bases de la nueva federación. El caso de Córdoba lo ilustra muy bien. Luego del asesinato de Quiroga, Rosas utilizó sus atribuciones como encargado de las relaciones exteriores para presionar al gobernador de esa provincia, Reinafé, a quien se le atribuía la instigación del crimen del caudillo, a que abandonase el cargo y se sometiera a un tribunal confederal. Luego, no reconoció a ninguno de los sucesivos gobernadores nombrados por la Sala de Representantes cordobesa y presionó a través de las armas para que la designación recayera en el comandante Manuel López, acólito leal a Rosas durante su larga gobernación de más de quince años en la capital mediterránea. El gobernador de Buenos Aires se hizo cargo del juicio a Reinafé y a los imputados del crimen de Quiroga, que culminó con un castigo ejemplar: todos fueron colgados y exhibidos en la Plaza de la Victoria, y su imagen, difundida en grabados a cargo de la imprenta del estado de Buenos Aires.
De hecho, la muerte del caudillo riojano había dejado vacante el liderazgo regional en las provincias del interior. Quien se perfilaba para sustituirlo era Alejandro Heredia, gobernador de Tucumán desde 1832. Heredia, identificado plenamente con el Partido Federal, comenzó sin embargo a tejer un sistema de alianzas por medio de una estrategia que no gozaba del beneplácito de Rosas. Esta consistía en implementar la fusión de partidos, lo cual implicaba cierta tolerancia hacia personajes comprometidos con un pasado unitario. De Heredia recelaban Rosas y otros líderes federales del interior, como Felipe Ibarra, gobernador de Santiago del Estero, y Estanislao López, de Santa Fe. Todos veían con algo de alarma cómo, desde Tucumán, Heredia extendía su dominio,


colocando en las provincias vecinas gobernadores adictos: en Salta a su hermano, Felipe Heredia, y en Jujuy -que acababa de separarse como provincia autónoma de la jurisdicción de Salta- a Pablo Alemán. Otro tanto hizo con Catamarca, y en cada una de estas provincias colocó a ministros tucumanos para colaborar con los gobernadores adictos. No obstante, la desconfianza generada por tales muestras de autonomía y poder no impidió que Rosas aceptara el liderazgo de Heredia, más allá de plantear ciertas reticencias.
En otras provincias, el gobierno de Buenos Aires intervino directamente, como fue el caso de San Juan, donde el gobernador desde 1834, Martín Yanzón, fue acusado de unitario y obligado a abandonar el cargo, primero a través de una correspondencia amenazante y, luego, de la movilización de los ejércitos. Ejemplos similares abundan en otras provincias. En el litoral, la situación se complicó más aún, como consecuencia de la muerte, en 1838, de Estanislao López, paladín del federalismo en la región y leal a Rosas -entre otras razones, porque su deficitario fisco sobrevivía en gran parte gracias a los subsidios enviados desde Buenos Aires- y porque la república unanimista se vio asediada desde diversos frentes. Sin embargo, a partir de esa fecha, los desafíos al orden rosista, lejos de debilitar al régimen impuesto en esos años en toda la Confederación, lo consolidaron en sus aspectos más autoritarios y a la vez plebiscitarios.

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