Capítulo
2
Comprender el tránsito, en Europa occidental,
de la sociedad feudal (caracterizada por el predominio del trabajo servil) a la
sociedad burguesa, donde dominan relaciones de tipo capitalista (caracterizadas
por la separación entre trabajo y medios de producción y por la conformación de un
mercado libre de trabajo asalariado) implica el análisis de una serie de
etapas, marcadas por profundas transformaciones económicas y sociales.
1.
La expansión
del siglo XVI
Como ya señalamos en el capítulo I, a partir
de 1317 comenzaron a registrarse en Europa las primeras crisis cíclicas que
sacudieron las bases del sistema feudal. Malas cosechas -por problemas
climáticos y fundamentalmente por tierras desgastadas— se tradujeron en
hambrunas y epidemias. La mortandad fue acompañada por la huida de los
campesinos que abandonaban los campos. De este modo, en 1348, la peste negra
cayó sobre una población ya profundamente debilitada y creó verdaderos vacíos
demográficos. El problema principal fue la falta de mano de obra, de brazos que
trabajasen la tierra.
La crisis del siglo
XIV fue
una crisis económica (llamada por algunos autores, como Eric Hobsbawm, la
crisis de la “agricultura feudal”), pero fundamentalmente fue una crisis
social: el debilitamiento de los vínculos de servidumbre puso en jaque las
bases del poder de los señores feudales.
Los movimientos
campesinos (la jacquerie, en Francia en 1358, y los levantamientos ingleses de 1381, entre otros
menores) fueron expresión de esta crisis. Pero también el ascenso de las
burguesías urbanas con la imposición de nuevas formas económicas y el
predominio del dinero constituyó otra amenaza para el poder de los señores
feudales.
A pesar del fuerte
impacto que para las sociedades europeas significó la crisis del siglo XIV, sin embargo, ésta trajo
los gérmenes del posterior desarrollo: las transformaciones de la producción
agropecuaria y de las manufacturas, la aparición de nuevas áreas comerciales y
el desarrollo de los mercados locales. Incluso, el debilitamiento del poder
feudal implicó la consolidación de las monarquías que se transformaron en
importantes agentes económicos.
La formación de los imperios coloniales
A fines del siglo XV -tras un largo período de
estancamiento- comenzaron a detectarse los primeros síntomas de reactivación
que dieron origen a un proceso de expansión económica a lo largo del siglo XVI. El fenómeno más notable
fue el proceso de expansión hacia la periferia iniciado por España y Portugal
que culminó con la creación de dos inmensos imperios coloniales. La economía
europea se transformaba en una economía mundial.
Tanto España como
Portugal contaban -por distintas razones, fundamentalmente, la guerra contra
los musulmanes— con poderes monárquicos tempranamente consolidados. Eran además
poderes dispuestos a apoyar empresas de gran envergadura que ampliaran el
horizonte económico: búsqueda de nuevas rutas y áreas de influencia, control de
circuitos económicos cada vez más amplios. Los motivos pueden encontrarse tal
vez en la necesidad de encontrar una salida a la tensión social, a conflictivas
situaciones internas: en Castilla, por ejemplo, una nobleza de hidalgos
empobrecidos esperaba que la corona les abriera la posibilidad de conseguir las
tierras que no tenían. A esto se unían otros factores que posibilitaron las
empresas: una buena tradición marinera, desarrolladas técnicas de navegación
(la carabela se conocía desde 1440), un adecuado desarrollo en astronomía y
cartografía, una favorable posición geográfica sobre el océano Atlántico.
Esta expansión
hacia la periferia culminó, entre fines del siglo XV y las primeras décadas del
siglo XVI, de un modo notable: en 1488, Bartolomé Díaz llegaba al sur de África,
al Cabo de Buena Esperanza; en 1492, Colón a América; en 1498 Vasco de Gama a
Calcuta; entre 1519 y 1520 la expedición de Magallanes realizaba el primer
viaje de circunnavegación.
Tras una etapa de
exploración, comenzaron los asentamientos que dieron origen a dos imperios
coloniales que prácticamente se dividieron el mundo.2 Metales
americanos, pimienta desde Oriente, esclavos desde África se transformaron en el trípode que
permitieron a la economía europea transformarse en una economía mundial.
Los dos imperios
tuvieron características diferentes. El portugués fue una extensa línea de
puntos en la costa (puertos, depósitos, factorías) destinada a controlar el
tráfico marítimo. El español, en cambio, se apoyó en la conquista de
territorios y poblaciones. Sin embargo, ambos compartieron una misma concepción
de la economía: se consideraba que la riqueza no se creaba, sino que se
acumulaba. Era una concepción estática de la riqueza que la consideraba (como
la tierra) un bien inmóvil. Era aún una concepción medieval de la economía que
se expresaba en la necesidad de reservarse para sí todos los mercados y que
consideraba el monopolio como la garantía para una mayor acumulación.
Las transformaciones del mundo rural. Agricultura comercial
y refeudalización
También en Europa comenzaron a detectarse los síntomas de reanimación:
aumento demográfico, desarrollo de la agricultura y de la producción
manufacturera. Como señala Peter Kriedte, el primer indicio lo constituyó el
crecimiento de la población.
Ya a partir de
mediados del siglo XV comenzaron a aflojarse los controles demográficos. Si durante la
crisis, una de las formas de mantener una adecuada proporción entre población y
alimentos había sido mantener alta la edad de los casamientos y favorecer el
celibato, estos mecanismos comenzaron a aligerarse: decrecía la edad de los
matrimonios —lo que era signo de tierras disponibles, de que las nuevas
familias podían tener una fuente de ingresos— y esto se traducía en un aumento
de la tasa de natalidad. Hacia el siglo XVI,
la población europea había alcanzado nuevamente los
niveles anteriores a la crisis del siglo XIV; sin embargo, había
cambios: el mayor crecimiento de la población se concentraba en las regiones
del oeste y norte de Europa, en detrimento de las regiones del Mediterráneo. Es
un dato que el eje económico europeo estaba comenzando a cambiar.
El crecimiento
demográfico exigía una mayor producción de alimentos, fundamentalmente
cereales. Como consecuencia, otra vez se roturaron tierras que hablan sido
abandonadas y se expandió la superficie cultivada. Pero los cambios también se
registraron en las formas que asumía la organización de producción. Como señala
Kriedte, la organización de la producción comenzó a desarrollarse en formas divergentes en Europa
occidental y en Europa oriental. Los polos más extremos fueron, por un lado,
Inglaterra, donde se desarrolló una agricultura comercial con incipientes
relaciones capitalistas; por otro, Polonia y el oriente de los territorios
alemanes en donde la expansión agrícola se realizó sobre el reforzamiento de la
servidumbre feudal.
En algunas
regiones, la necesidad de expandir los campos de cultivo entró en contradicción
con las características que la producción agropecuaria había adquirido tras la
crisis del siglo XIV: los campos de labranza que habían quedado vacíos se habían convertido
en tierras de pastoreo. En Inglaterra, las tierras se transformaron en pasturas
dedicadas a enormes rebaños de ovejas cuya lana era el principal abastecimiento
de las manufacturas del continente. Como Tomás Moro denunciaba en Utopía, “las ovejas se comían a
los hombres”. La necesidad de conciliar la alimentación de los hombres con la
alimentación de los animales reforzó el sistema de explotación agropecuaria
rotativa. Las tierras de labranza eran transformadas periódicamente en
praderas, para convertirlas después en campos de labor. La roturación periódica
y el estiércol mejoraron además la calidad de la tierra.
Este sistema tuvo
un profundo impacto en el mundo rural: comenzó a transformar la antigua
estructura de la aldea campesina, con su antigua organización basada en campos
abiertos Upen freíd) y trabajo comunitario.
En efecto, la
rotación agropecuaria, es decir la combinación de agricultura y pastoreo, era
sólo posible en campos aislados o cercados. Era necesario entonces dar un nuevo
diseño a las tenencias: concentrar y unificar las pequeñas parcelas para
aumentar su eficiencia económica. Los promotores de los cercamientos fueron
principalmente los grandes terratenientes que podían exigir precios de
arrendamientos más altos en las tierras cercadas. A pesar de que en la nueva
redistribución de la tierra se debían respetar los derechos proporcionales
anteriores, para los campesinos la suerte fue dispar. Algunos pudieron
aprovechar la situación y transformarse en arrendatarios, incluso,
arrendatarios ricos. Pero para la mayor parte la única salida, ante la pérdida
de la tierra, fue transformarse en trabajadores asalariados. En síntesis, las
leyes del mercado comenzaban a modificar la sociedad agraria inglesa.
En la zona
centro-oriental de Europa, en particular en Polonia, también hubo una
importante expansión del cultivo de cereales, que se destinaban a la
exportación. Para ello, los cereales eran trasladados en balsa por el río
Vístula hasta Danzig, el principal puerto del Báltico. Los grandes señores eran
quienes impulsaban esta agricultura con destino al mercado: para aumentar la
producción y obtener el excedente exportable multiplicaron entonces los censos e intensificaron las
cargas serviles sobre los campesinos. Sin embargo, esto no fue una simple
vuelta al pasado. Este reforzamiento de la servidumbre se dio dentro de un tipo
de economía que se organizaba ya no en función del señorío sino en función del
mercado de exportación.
Entre ambos polos
—agricultura comercial y refeudalización— se registraba una gran variedad de
situaciones intermedias donde se combinaban viejos y nuevos elementos. En el
sur de Francia, por ejemplo, se difundió el sistema de aparcería, en donde el
terrateniente le entregaba tierras a un campesino, le adelantaba la semilla, el
costo de los útiles de labranza e incluso lo necesario para la manutención de
la familia a cambio de la mitad de la producción en bruto. Era un sistema donde
elementos nuevos como el arrendamiento se confundía con antiguos vínculos
sociales y que fácilmente —tal como en muchos casos ocurrió— podía deslizarse a
un tipo de relación feudal.
A pesar de la existencia de situaciones diversas, la
organización de la expansión agrícola en dos polos divergentes fue la principal
característica de la expansión del siglo XVI. En sus contradicciones —como
veremos más adelante—, algunos autores encuentran alguna de las claves de la
“crisis” del siglo XVII.
Las transformaciones de las manufacturas y el comercio.
Capital mercantil y producción manufacturera
La crisis del siglo XIV había afectado menos a la economía manufacturera que a la agricultura.
Se habían visto trastocadas las industrias de lujo, organizada en rígidas
corporaciones, dedicadas a elaborar -como los paños de Florencia— productos de
alto precio y calidad, dirigidos a un mercado restringido, pero no había
perjudicado a la industria domiciliaria rural, que se basaba en la capacidad
para tejer de la familia campesina.
Y este tipo de industria domiciliaria habrá de sentar
las bases de la expansión manufacturera del siglo XVI.
Las manufacturas fueron reactivadas por el aumento de
una demanda que surgía del crecimiento de la población y de los mercados que
nacían con la expansión de ultramar. La principal manufactura continuó siendo
-con excepción de algunos casos regionales- la producción textil, que llena una
necesidad humana básica después de la alimentación. Sin duda el
autoabastecimiento era aún muy alto en una sociedad donde el mundo rural seguía
siendo dominante, pero el aumento de la demanda y la diversificación de la sociedad permitió el desarrollo
de las new
dmperies, géneros relativamente baratos hechos con
lana cardada. Estos desarrollos permitieron, además, consolidar y colocar en un
primer plano formas organizativas de la producción que ya se ubicaban
claramente fuera de las antiguas corporaciones medievales.
En efecto, en las
pequeñas ciudades y en el campo se afianzó el sistema de trabajo a domicilio.
Eran pequeños productores que dependían de un comerciante que los abastecía de
materia prima, les otorgaba crédito y luego recogía el producto para
distribuirlo muchas veces en mercados muy distantes. En síntesis, era el
capital mercantil el que organizaba y dominaba la producción.
La expansión del
comercio fue otra de las características de este período. El mercado de
ultramar transformó, como ya señalamos, al mercado europeo en un mercado
mundial, en el cual holandeses e ingleses comenzaron a disputar a Portugal su
predominio en Oriente. Se trataba todavía de un comercio que mantenía
características tradicionales: especias y metales preciosos, es decir,
productos de precio alto, dirigidos a una demanda restringida. Sin embargo, en
algunas regiones, como en el Báltico y en el Mar del Norte, el comercio
comenzaba a adquirir características modernas: ganado, cereales, textiles, es
decir, productos de mayor volumen y bajo precio, dirigidos a una demanda
masiva. El intercambio también reflejaba los cambios más profundos de la esfera
económica.
La expansión del
siglo XVI se daba, sin embargo, dentro de marcos que aún eran predominantemente
rurales. La imposibilidad de romper con estos marcos llevó a este proceso
expansivo a encontrar sus propios límites. Como veremos, la “crisis” del siglo XVII, al borrar estos
obstáculos creó las condiciones para el advenimiento del capitalismo.
2. El Estado absolutista y la sociedad La formación del Estado absolutista
La crisis del siglo XIV, al debilitar el poder
feudal, favoreció no sólo la consolidación territorial de los reinos, sino
también el fortalecimiento del poder de los reyes, poder que tendió cada vez
más hacia el modelo de la Monarquía
absolutad Según este modelo, que se afianzó en los siglos XVI y [5]
XVII, el poder del rey debía situarse en la cúspide de la sociedad, sin ninguna
otra instancia a la que se pudiera apelar. Dentro de las monarquías feudales
—pese a la fragmentación del poder— siempre había permanecido la idea de una
última instancia un poco imprecisa, el Papa o el Emperador, que además
controlaba y legitimaba ese poder real. Dentro de la nueva concepción de la
monarquía, la idea de esta instancia superior desaparecía: por encima del rey
sólo se encontraba Dios. Los límites al poder monárquico solo podían ser
puestos por las leyes de la naturaleza o por las leyes divinas. El modelo
finalmente fue organizado en su forma más precisa por Jacques Bossuet
(1627-1704), quien formuló la teoría del origen divino del poder real.
Este aumento del
poder de los reyes había surgido de una situación de hecho; era necesario, por
lo tanto, consolidarlo y legitimarlo. Para ello, las monarquías encontraron un
formidable instrumento en el viejo derecho romano. Este derecho que regía las
relaciones entre el Estado y sus súbditos otorgaba a los reyes la base de su
soberanía: la lex. Tal como formuló este principio, otro de los teóricos del absolutismo,
Jean Bodin, a fines del siglo XVI,
el rey era soberano por su facultad para hacer
leyes y hacerlas cumplir. Mediante la legislación, los reyes podían modificar
costumbres y tradiciones, borrar el viejo derecho consuetudinario que regía a
la sociedad e imponer nuevas condiciones.
Al mismo tiempo que
la soberanía se fundamentaba en la capacidad para legislar, el poder real
perdía sus atributos personales: el rey personificaba al Estado. Sus acciones
debían encaminarse de acuerdo con criterios y normas de comportamiento político
según el principio de la “razón de Estado” que había formulado el florentino
Nicolás Maquiavelo (1469-1527) en El
Príncipe. El objetivo era alcanzar “la felicidad
del reino” entendida como la prosperidad y la seguridad de todos los súbditos.[6]
El funcionamiento
del Estado absoluto necesitaba también de instrumentos adecuados: organizar los
impuestos, el aparato burocrático, los ejércitos y la diplomacia. De allí las
innovaciones institucionales que comenzaron a registrarse desde comienzos del
siglo XVI. En primer lugar, se organizó un nuevo sistema fiscal y,
fundamentalmente, la recaudación de impuestos: la talla (dedicada al
mantenimiento de los ejércitos) y los impuestos indirectos que gravaban el
tabaco, el vino y la sal. La cuestión no fue simple. Las necesidades crecientes
del Estado llevaron a que los impuestos aumentaran constantemente a lo largo de
este período. La situación más difícil fue para
los campesinos ya que, muchas veces, los
impuestos reales se sumaban a los censos señoriales. De allí las constantes
sublevaciones que tuvieron como objeto de su ira al recaudador real.
También fue
necesario organizar un aparato burocrático. Pero el Estado, con necesidad
creciente de recursos, lo organizo a través de la venta de cargos. Los cargos
eran comprados tanto por la pequeña nobleza, que aspiraba a las compensaciones
monetarias, como por la burguesía, que encontró en la compra de cargos una
forma de ascenso social: fue una vía para acceder al ennoblecimiento, para
integrar la nobleza de toga, responsable de la burocracia estatal. Esta
mercantilización de la función pública implicó para la monarquía un beneficio
doble: obtener recursos, pero además, romper las viejas alianzas, alejar del
manejo del Estado a la conflictiva nobleza de sangre o de espada y asegurarse
la lealtad de funcionarios que debían al rey —y sólo al rey— las posibilidades
del ascenso social.
La necesidad
permanente de recursos se debía fundamentalmente a la necesidad de mantener los
ejércitos, integrados en su gran mayoría por soldados mercenarios extranjeros,
que preferentemente ni la lengua del país conocieran. Se consideraba que esto
—la imposibilidad de comunicación— ayudaba a una de las funciones que estos
ejércitos debían desempeñar: aplastar las sublevaciones campesinas. Además de
mantener el orden interno, la función de estos ejércitos era sostener las
guerras externas. Los siglos XVI y XVII fueron épocas de constantes conflictos entre los distintos estados.
Esto encuentra su fundamento en esa concepción estática de la riqueza,
expresada en el mercantilismo, que consideraba que ésta -como ya señalamos- no
se producía, sino que se acumulaba. Esta concepción se traducía en políticas
belicistas: la forma más rápida y legítima de obtener recursos era conquistar
territorios y poblaciones sobre las que aplicar el fisco. Tales son, por
ejemplo, los objetivos de las interminables guerras que sostuvieron en Italia,
el emperador Carlos V y Francisco I de Francia y que continuaron sus herederos
(1522-1559); la anexión de Portugal hecha por Felipe II de España, y las
guerras mantenidas por Luis XIV en función del principio de las “fronteras
naturales” (1667-1697). Como señala Perry Anderson, los estados absolutistas eran “maquinarias construidas para el campo de
batalla”.
La diplomacia, que
adquirió estabilidad en este período, se constituyó en el complemento pacífico
de la guerra. Pero su objetivo continuaba siendo el mismo: la anexión de territorios.
Este objetivo se alcanzaba a través de alianzas que asumían principalmente la
forma de alianzas matrimoniales. A partir de una concepción que consideraba aún
al territorio como patrimonio de una dinastía era posible mediante adecuados
matrimonios
incorporar nuevas tierras a la corona. En este
sentido, el imperio de Carlos V fue el producto más notable del sistema de
alianzas matrimoniales.
¿Qué papel cumplió
el absolutismo en este proceso de tránsito hacia el capitalismo? Como señala Perry
Anderson, tras una aparente modernidad, el Estado absoluto se organizó según
una racionalidad arcaica. En última instancia, su función fue proteger a una
nobleza amenazada por la sublevación campesina y el ascenso de la burguesía. Es
cierto que, dentro de los marcos del Estado absoluto, la nobleza perdió su
vieja función política, pero pudo mantener intacta su posición económica y sus
privilegios sociales. Si una nobleza debilitada no podía contener la liberación
campesina ni obtener nuevas tierras, estas funciones corrieron por cuenta del
Estado. Dicho de otra manera, el Estado absoluto fue la última forma política
que adquirió el feudalismo, sólo que el punto de referencia ya no fue el
señorío sino que se amplió a los marcos territoriales del reino. Según
Anderson: “La dominación del Estado absolutista fue la dominación de la nobleza
feudal en la época de la transición al capitalismo. Su final señalaría la
crisis del poder de esa clase: la llegada de las revoluciones burguesas y la
aparición del Estado capitalista.”
Las resistencias al Estado absolutista: sublevaciones
campesinas y revoluciones burguesas
El Estado absolutista constituyó básicamente un modelo al que las
distintas monarquías intentaban acercarse lográndolo con distintos grados de
éxito. En rigor, la coincidencia con el modelo nunca fue total por la
existencia de poderosos obstáculos. Cuerpos como los Estados Generales (que
representaban a los tres órdenes: el clero, la nobleza y el estado llano), en
Francia; las Cortes, en España; el Parlamento, en Inglaterra, constituían
límites al poder real. Estos cuerpos estaban todavía muy lejos de ser
instituciones representativas de carácter moderno; por el contrario, tenían aún
un fuerte espíritu medieval: constituían, en última instancia, la
institucionalización del “consejo” que los vasallos debían prestar al señor.
Aun la designación de Pares dada a la alta nobleza guardaba la memoria de la
imagen del rey como el “primero entre los iguales”. En este sentido, constituían
un fuerte obstáculo a la consolidación del absolutismo.
Es cierto que, a lo largo del siglo XVI, las monarquías se
impusieron sobre esos cuerpos: en Francia, los últimos Estados Generales, antes
de la Revolución Francesa (1789), se reunieron en 1615; en España, antes de
las guerras napoleónica, las últimas cortes se reunieron en 1665; en
Inglaterra,
.
la corona disolvió al Parlamento en 1629. Pero
no podía borrarse fácilmente la larga tradición que señalaba que el monarca
debía gobernar con el consejo de los grandes nobles, de los pares del reino.
Esta cuestión de la participación de la nobleza en el poder se hacía evidente,
sobre todo, en los períodos de minoridad del rey: el reino quedaba a cargo de
un Regente, muchas veces tío del monarca, asesorado por un Consejo Real. Cuando
el rey alcanzaba su mayoría de edad, resultaba muy difícil quitar a los nobles
esa participación que habían tenido en el poder.
Pero los limites al
Estado absolutista también se debieron a las resistencias que partían de la
sociedad: nobles que pugnaban ante la pérdida de su poder político, pero
fundamentalmente campesinos sublevados y burguesías que resistían a favor de
las autonomías urbanas. En 1548, por ejemplo, estallo la gran sublevación de la
Guyena que unió a 10.000 campesinos. Ante un nuevo impuesto que cargaba la sal,
elemento vital para la economía doméstica, los sublevados pusieron en fuga a
los recaudadores reales y sitiaron las ciudades en las que se refugiaron;
algunas de estas ciudades, como Burdeos, incluso fueron tomadas y los cuerpos
destrozados de los recaudadores arrojados al río. La represión no se hizo
esperar: se apresó a los cabecillas, se los juzgó y ajustició, y se quitaron
las campanas de las aldeas.
Como señala Oscar
Di Simplicio, esta sublevación campesina puede considerarse un modelo ya que
presentó todos los elementos que caracterizaron las revueltas posteriores,
incluso fuera de Francia: malestar social, fiscalidad en aumento, frente unido
de aldeas en lucha, cabecillas de diferente extracción social, hostilidad a la
burguesía y a la ciudad en su conjunto, y por último, represión de la corona.
También las
burguesías resistieron. Dentro de ese ^feudalismo reorganizado que fue el
Estado absoluto, la burguesía también pudo consolidar sus posiciones, dentro de
los límites que imponía una sociedad mayorita- riamente rural. El crecimiento
del comercio a través de las empresas coloniales y las compañías mercantiles,
el desarrollo de las manufacturas, las nuevas formas de inversión creadas por el
mismo Estado fueron los medios por los que la burguesía pudo imponer al dinero,
cada vez más, como medida de la riqueza. En este sentido, el resurgimiento del
derecho romano también puede vincularse con el ascenso de la burguesía. En
efecto, ésta había puesto en marcha un tipo de economía que difícilmente se
ajustaba al viejo derecho consuetudinario. En cambio, el derecho romano
proporcionaba principios, como el de propiedad privada absoluta, que se
ajustaba más adecuadamente a sus actividades.
Pero el Estado
absolutista también imponía límites. Dentro de una concepción centralizada del
poder no había márgenes para ningún tipo de autonomía, ni para los señoríos, ni
para las ciudades. De allí, las sublevaciones burguesas en defensa de los
privilegios urbanos. Pero también dentro de las ciudades, el abuso de poder de
las oligarquías urbanas era factor de conflicto: artesanos y pequeños
comerciantes exigían una mayor participación. De este modo las revueltas
urbanas -como la de Bourdeos en 1^35, Rouen y Caen en 1639 o de Moulins en
1640— tuvieron una composición diversificada. El dominio numérico era, sin
duda, de los sectores populares urbanos, pero también participaban miembros del
clero, intelectuales, burgueses acaudalados e incluso algunos miembros de la
pequeña nobleza. En estas revueltas, como en el caso de las sublevaciones
campesinas, el conflicto social estaba presente, pero el componente político
constituía su signo distintivo.
Los resultados de estas resistencias sociales señalaron
caminos divergentes para las monarquías en Francia y en Inglaterra. En Francia,
el movimiento conocido como “La Fronda”, que estalló en París a partir de 1648,
y que pronto se extendió a otras provincias, sumó distintas protestas: desde
las resistencias de la nobleza ante el aumento del poder monárquico hasta el
descontento generalizado de campesinos, burguesía y sectores populares urbanos
por los altos impuestos destinados a saldar las deudas contraídas durante la
Guerra de los Treinta Años. El movimiento, que creció alentado por los sucesos
que estaban ocurriendo en Inglaterra, alcanzó una magnitud sin precedentes
hasta que finalmente fue sofocado por los ejércitos reales. Como resultado, el
poder del rey quedó indudablemente fortalecido.
En Inglaterra, en cambio, el proceso fue inverso. Los
intentos de implantar una monarquía absoluta durante los reinados de Jacobo I y
de Carlos I -sumados a los conflictos religiosos- provocaron una agitación
social que desembocó en una guerra civil, en la que Carlos I fue derrotado,
tomado prisionero y ejecutado (1648). Durante un período, gobernó Oliverio
Cromwell como Lord Protector y se instauró la República, iniciando un período
que asentó la futura supremacía marítima y comercial de Gran Bretaña al
firmarse las Leyes de Navegación (1651) que protegía los intereses navales
ingleses.
Si bien posteriormente se restauró la monarquía con
Carlos II, durante el gobierno de su sucesor, Jacobo II, volvieron a reanudarse
los conflictos entre el monarca y el Parlamento. Tras la “gloriosa revolución”
(1688),
los nuevos monarcas, Guillermo y María, debieron aceptar la Declaración
de Derechos. Allí se establecía que el rey debía pertenecer a la Iglesia
anglicana y que no podía convocar ejércitos, ni establecer o suspender leyes o
cobrar nuevos impuestos sin autorización del Parlamento. En síntesis, se
establecieron los principios de la monarquía
limitada, sobre la que construyó su teoría política
el filósofo inglés John Locke (1632-1702), y que se transformó en modelo para
aquellos que lucharon contra el poder absoluto de los reyes.
Y en estos caminos divergentes que recorrieron Francia e
Inglaterra puede encontrarse una de las claves de la evolución posterior que
configurará el carácter de las “revoluciones burguesas”.
Aristocracias y burguesías. La corte y la ciudad
En donde pudieron controlarse las resistencias, como en el caso de
Francia, la monarquía quedó fortalecida y el poder del rey consolidado. La nobleza
mantuvo su dominio económico y su prestigio social pero perdió, como señalamos,
poder político. Fue alejada de las regiones donde tema peso e influencia: en
las provincias habían sido reemplazados por los intendentes, funcionarios que
hacían sentir la autoridad monárquica. Sin sus viejas funciones, la nobleza fue
reducida a cumplir un papel ornamental en la corte del rey. En efecto, desde
1664, en Francia, la corte de Luis XIV se había instalado en Versalles, donde
culmino la representación del poder absoluto. La otrora turbulenta nobleza
francesa aparecía alh encerrada —como señala Robert Mandrou- en una jaula de
oro pero encerrada al fin, girando alrededor de la persona del rey en una serie
de ceremonias que regían la vida cotidiana.
Todas ellas estaban regladas por la etiqueta hasta en
sus más mínimos detalles. El rey, en el centro de la corte, ofrecía un
espectáculo con los mayores nombres de la nobleza de Francia atento a sus
gestos, a sus menores deseos.
También los días transcurrían entre fiestas, llamadas
los Placeres de la Isla Encantada, funciones de ballet, y representaciones
teatrales. Porque la corte era también el mundo de Lully, nombrado intendente
de música real, de Racine y de Moliére.
Y todo este espectáculo cumplía un importante papel: la
vida de la corte debía dar una imagen de ocio y felicidad permanente, debía
mostrar un mundo atemporal, no alterado por el cambio.
HISTORIA SOCIAL DEL MUNDO OCCIDENTAL 83
¿Qué función cumplía entonces la corte? En primer lugar,
dotaba a la monarquía del brillo necesario para reforzar la idea de
absolutismo. En segundo lugar, alejaba a la nobleza de la función política,
pero ai mismo tiempo mostraba su superioridad colocándola en un mundo
inaccesible para el resto de la sociedad. Por eso la vida en la corte era un
espectáculo que se desarrollaba como en un escenario: el público estaba
constituido por el resto de la sociedad.
En rigor, la corte constituía el símbolo mas claro de la
sociedad estamental, en la que cada persona —por nacimiento o por privilegio—
ocupaba un lugar determinado por sus vínculos con el poder, ios fundamentos
materiales de su existencia, y por el honor, es decir, un prestigio específico.[10]
Indudablemente, cada estamento (nobles, burgueses,
campesinos) conocía una profunda diferenciación interna; sin embargo, a cada
estamento le correspondían símbolos sociales propios —expresados en costumbres,
moral, indumentaria, sociabilidad— que mantenían su cohesión y los separaba de
los demás.
Los nobles
integraban el estamento dominante, caracterizado por el privilegio. Pero la
nobleza cortesana, la alta nobleza, constituía una minoría estrictamente
delimitada. Por debajo, podía situarse la nueva nobleza togada —que si bien
ascendía política y socialmente no era aún reconocida plenamente por la vieja
nobleza de sangre— y, fundamentalmente, la amplia capa de la baja nobleza o
nobleza rural. Y en este último grupo se expresó con claridad lo que algunos
autores definieron como “la crisis de la aristocracia . En efecto, muchas
familias nobles se encontraban empobrecidas y endeudadas. Sin embargo, esto no
significaba que no pudieran sustentarse con las rentas de sus tierras. Sus
problemas radicaban en el imperativo de la ostentación, imperativo que surgía
de las reglas estamentales y que frecuentemente excedía sus posibilidades
materiales. En este sentido, la racionalidad de la vida nobiliaria era
radicalmente diferente a la de la burguesía: el honor era para el noble más
importante que la acumulación de riqueza.
En Europa occidental, Francia constituyó tal vez el
modelo más acabado de sociedad estamental. Sin embargo, el fenómeno no fue
exclusivamente francés. En España, por ejemplo, la capa más alta de la nobleza,
los grandes constituían una poderosa minoría; por debajo, los caballeros e
hidalgos constituían una baja nobleza, muchas veces, empobrecida. Los hidalgos
tuvieron un papel importante en la creación del imperio colonial, para tratar
de conseguir en ultramar lo que en España les era negado: recursos que les permitieran una vida adecuada a
los códigos del honor que su condición de nobles les imponía. Algunas
diferencias se presentaban en Inglaterra: si bien la alta nobleza pasó a
depender de los cargos cortesanos, la nobleza rural, la gentry, se mostró abierta al
mundo burgués y comenzó a monopolizar progresivamente el poder el Estado.
Si el escenario de
la nobleza era la corte, el escenario de la burguesía fue el mundo urbano: en
la ciudad procuró crear el ámbito donde disfrutar y hacer ostentación de su
riqueza. Es cierto también que la burguesía constituía un estamento
profundamente diversificado: la profesión, el patrimonio, el origen, el poder
que se ejercía en la ciudad definían la posición que cada uno debía ocupar.
Muchos compraban tierras y procuraban imitar las formas de vida de la nobleza.
Sin duda, en la cúspide de la sociedad burguesa se ubicaban las viejas
oligarquías urbanas, los patricios, aunque las jerarquías sociales no
coincidieran necesariamente con la situación económica: había comerciantes más
ricos que los patricios, maestros artesanos más acaudalados que los
comerciantes, empresarios independientes (beneficiados por el sistema
domiciliario rural) que obtenían más beneficios que los que pertenecían a un
gremio. Y esa sociedad incluía un grupo cada vez más numeroso de juristas y
notarios, la base de una burguesía “letrada”.
Fueron los ricos
burgueses quienes transformaron a la ciudad en el escenario de la ostentación
de sus riquezas. Desde muy temprano, los ejemplos pueden encontrarse en las
ciudades de Italia. Ya desde el siglo XV, Florencia, bajo el mecenazgo de los Médici, comenzó a ser poblada de
obras de arte: monumentos, iglesias y palacios, pinturas, esculturas y objetos
de singular belleza. Pero también los Visconti y los Sforzas en Milán, los
Malatesta en Rimini, los Este en Ferrara, los Gonzaga en Mantua estimularon el
desarrollo de un arte que también configuraba el modelo del hombre espiritual
de gustos refinados. Desde comienzos del siglo XVI, se transformaba Venecia
bajo la influencia de singulares arquitectos que dejaron su sello en iglesias y
en los palacios del patriciado, decorados con las pinturas de Tiziano. Y muy
rápidamente el movimiento se extendió a otros países europeos: en España, en
Francia, en Inglaterra, en Alemania comenzó también el movimiento de
renovación.
Este movimiento fue
denominado por algunos historiadores del siglo XIX, como Jules Michelet y
Jakob Burkhardt, Renacimiento. Desde su perspectiva, el fenómeno constituía una ruptura. Se
consideraba que, tras la “larga oscuridad” del medioevo -el mismo término de
Edad Media, de período intermedio entre dos momentos significativos, Antigüedad
y la Edad Moderna, señala la insignificancia que se le otorgaba- el
Renacimiento señalaba el despertar de la cultura antigua. Sin embargo, resultan
indudables
HISTORIA SOCIAL DEL MUNDO OCCIDENTAL gj
los orígenes medievales del movimiento “renacentista”. Lo cierto es que
en esa búsqueda de disfrute del lujo, de placeres más refinados, en la
expresión de la subjetividad del mundo interior -que se manifiesta en el papel
de la sonrisa en la Gioconda de Leonardo da Vinel-, en la combinación de lo racional y lo sensible
parecen culminar esos rasgos de esa mentalidad burguesa que había empezado a
conformarse desde el siglo XI.[11]
[12]
Esa mentalidad
burguesa, que espontáneamente se había comenzado a conformar desde el siglo XI, como respuesta a los nuevos desafíos
que planteaba el entorno, parecía cobrar conciencia de sí misma. Se comenzaban
a aceptar las nuevas formas de vida, pero ante la búsqueda del goce y el
naturalismo implícito, también se impusieron frenos. De allí que el tema de la
dignidad del hombre se convirtiera en uno de los temas predilectos de los
filósofos del Renacimiento: a diferencia del hombre vulgar, el hombre sabio y
educado era dueño de su conducta, podía vivir la euforia profana con la
condición de que supiese ponerse límites. De allí, como señala José Luis
Romero, el “enmascaramiento” que ocultaban las últimas implicado- ncs de las
formas de vivir y de pensar.^
Se admitía que un pintor -como lo hicieron Rafael,
Durero o Rubens- mostrara desnudos con la
misma sensualidad con la que Boccaccio describía el cuerpo de una campesina.
Sin embargo, había un enmascaramiento físico, en la medida en que se diluían un
poco esos desnudos. Pero el enmascaramiento también tomó otra forma más sutil,
la advocación de lo sobrenatural que apenas ocultaba lo natural: la figura de
la mujer sensual era una Virgen
amamantando al niño.
El movimiento
renacentista también reflejaba el desarrollo de las sociedades. Mientras
Tiziano o Rubens hicieron un despliegue de efusión erótica, mientras Rembrant
pintaba sólo burgueses, en España, donde la transformación burguesa era más
débil, El Greco pintaba figuras ascéticas y Velazquez retrataba a reyes y
señores o enanos, jorobados y locos, es decir -volveremos sobre esto- el
submundo de una sociedad polarizada. Pero lo cierto es que, en general, el
movimiento indicaba un momento de reflexión sobre la trascendencia de los
cambios y sobre sus implicaciones. Y la ciudad fue como ya señalamos, el
espacio idóneo para sus manifestaciones. Pero la ciudad también fue el ámbito
de la pobreza y de la marginalidad.
Una cultura festiva
que celebraba la alegría de vivir convivía con las Guerras de Religión, con las
sublevaciones populares, y sobre todo, con la Guerra de los Treinta Años, cuya
violencia y sus secuelas se hicieron sentir
de diferentes maneras. Y sobre todo convivía con la pobreza, la
criminalidad y la discriminación social. Las transformaciones de la agricultura
habían empujado a muchos a la vagancia, mientras el número de pobres aumentaba
notablemente. En todos las regiones existían mendigos y vagabundos, en
particular, en Inglaterra, a causa de los cercamientos y en rancia, a causa de
las guerras. Sin embargo, fue España el país de la vagancia por antonomasia y
donde se le mostraría además el mas alto grado de tolerancia. Donde el trabajo
físico se consideraba denigrante, los mendigos trataban de vivir de la
abundancia de los ricos que a su vez necesitaban de la mendicidad para
demostrar su rango social, ya que dar limosna era consustancial a la
ostentación. De este modo, parece conformarse una sociedad parasitaria
-favorecida en el siglo XVI por la afluencia del oro americano- en donde hasta los mendigos podían
tener un sirviente. .Acaso el Lazarillo
de Tormes era algo diferente de la
situación que se retrata.
De este modo, en Europa
occidental, la vagancia y la marginalidad se transformaron en fenómenos
absolutamente normales. Y de allí surgió un grupo abigarrado y de ningún modo
homogéneo de aventureros, artistas, saltimbanquis, soldados mercenarios
licenciados, peregrinos buhoneros, gitanos y mendigos provenientes de las
clases más empobrecidas e incluso de marginales proscriptos que constituían un
mundo particular con sus propios códigos, su lengua y su cultura. Los hombres
eran en el mayor.ta- rios, aunque el número de mujeres tampoco era
despreciable. Y la fron entre la pobreza y la vagancia y entre la vagancia y el
delito se volvía cada vez más tenue. Algunos grupos alcanzaban un alto grado de
cohesión como las bandas de ladrones o las “hermandades” de mendigos
especializadas en diferentes tipos de delitos. Era el mundo que Cervantes describió
magistralmente en Rtnconete y Cortadillo, una de sus Novelas
ejemplares, en que muestra este
submundo como la contracara del brillo de las cortes. También los piratas y los
corsarios -importante elemento de lucha pase reclutaban de estos grupos socialmente
desclasados, pero _ ellos hubiera
algunos representantes de la noble
za empobrecida que esperaban hallar en el mar la suerte que no habían
tenido en la tierra. Estos formaban un mundo propio, ya que habían quemado
todas las naves de regreso a la sociedad burguesa, y vivían exclusivamente del
robo y el saqueo no perdonando ni a los barcos de guerra m a los mercantes.
También ra los estados- no era extraño que entre
Para impedir estas situaciones seria
necesario definir la contravención
de las normas del nuevo orden estatal, con lo que se penalizaría por
primera vez toda una gama de comportamientos populares.
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