Conquista y evolución temprana de la ocupación
europea
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La
región rioplatense fue una de las últimas en incorporarse al impulso expansivo
que había inaugurado el viaje de Cristóbal Colón en 1492. El primer
asentamiento estable en la región, Asunción del Paraguay, fundado en 1537, no
sólo fue posterior a ios procesos de conquista mexicano y peruano, sino que
permaneció aislado durante dos decenios. En realidad, puede decirse que el
proceso auténtico de asentamiento de los europeos en el área platense se
inicia a mediados del siglo XVI, con las fundaciones de Santiago del Estero
en 1553 en el Tucumán y de Ciudad Real del Guayrá, al noreste de Asunción, en
1557.
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El primer
navegante español que tocó las costas del Río de la Plata fue el piloto mayor
Juan Díaz de Solís. Su expedición remontó ese río hasta la boca del río
Uruguay, pero sucumbió en manos de los indígenas en 1516. De ella quedaron
algunos sobrevivientes, entre los que se destacan Alejo García -quien habría
llegado hasta los Andes- y Francisco del Puerto, de gran utilidad para el
siguiente navegante europeo, el veneciano Sebastián Caboto. Este llegó al Río
de la Plata en 1527, se internó hasta el río Carcarañá y fundó allí el fuerte
Sancti Spiritus, que fue incendiado por los indígenas dos años más tarde. Los
sobrevivientes retornaron a España. En 1534, el hidalgo don Pedro de Mendoza
firmó en Sevilla una capitulación -documento legal que delegaba en un
individuo la acción de dominar un territorio que luego sería propiedad de la
Corona- para realizar una nueva tentativa de conquista. Su expedición contó
entre sus integrantes al que con justicia podemos considerar el primer
auténtico cronista del Plata, el bávaro Ulrich Schmidl, autor de la Crónica que vio la luz en 1567.
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En 1536
se produjo el primer intento de fundación de Buenos Aires, pero nuevamente el
asedio indígena obligó a una parte de los expedicionarios a remontar el
Paraná río arriba, hasta donde había estado el fuerte de Caboto, y asentarse
en ese lugar. De allí partieron quienes a su vez fundarían, en 1537, junto al
caserío de Lambaré, en territorio del grupo guaraní conocido como los
“carios”, la ciudad de Asunción del Paraguay, primera villa española estable
de la región y madre de ciudades. De allí partirán todas las expediciones
posteriores, tanto Paraná arriba como hacia el sur, hasta su desembocadura en
el Río de la Plata.
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Detengámonos
en las fundaciones Paraná arriba: al noroeste de Asunción, la Ciudad Real del
Guayrá (donde hoy se halla la represa de Itaipú, Brasil) en 1557; Villa Rica
del Espíritu Santo, fundada por primera vez en 1577 y por segunda en 1589, en
la confluencia de los ríos Ivaí y Co- rumbatí, hoy Brasil. Finalmente, en
1593, Rui Díaz de Guzmán, el autor de La Argentina, establece la villa de Santiago de Xerez en el río Mbote-
tey, hoy Miranda, cercano al Paraguay, a unas 80 leguas de Santa Cruz de la
Sierra (fundada en 1558 por Nufrio de Chávez), intento fallido de encontrar
una comunicación directa con Potosí para romper el aislamiento de los
españoles de Asunción. La mayor parte de estas villas serán destruidas y
despobladas bajo la presión de los bandeirantes -aventureros portugueses que encabezaban expediciones de
mestizos e indios tupíes en
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búsqueda
de guaraníes para capturar y esclavizar-, desde la primera década del siglo
XVII hasta la caída de la llamada “provincia de Mbara- cayú”, sobre el río
Jejuy, en 1676. De esta forma, el territorio ocupado por los colonos
españoles al norte y al noreste de Asunción del Paraguay se iría achicando
progresivamente en beneficio de los portugueses.
En lo que
se refiere a las fundaciones del Paraná abajo, es decir, hacia el sur de
Asunción, tenemos Santa Fe de Vera, establecida por Juan de Garay en 1573,
cerca de los restos del viejo fuerte de Caboto; la segunda fundación de
Buenos Aires en 1580; la de Concepción del Bermejo (en un vano esfuerzo de
comunicación más fluida con el camino tucumano del Perú) en 1585, y San Juan
de Vera de las Siete Corrientes en 1588. Todas estas villas hispanas serán
hijas de los inquietos “mancebos de la tierra”, los mestizos asunceños, uno
de los frutos de las relaciones cariohispanas de los primeros tiempos.
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El
Paraguay colonial en el período temprano
Un tema
tradicional en los estudios sobre el Paraguay (que dio lugar a una literatura
histórica laudatoria de dudoso valor) es la alianza entre los invasores y los
carios de Lambaré. Pero de este hecho indudable se desprenden diversas
consideraciones. Vencidos por los europeos, los carios se vieron obligados a
aceptar la alianza con sus vencedores para enfrentar a los guaycurúes
chaqueños; en un primer momento, los guaraníes de Lambaré parecían haber ganado
un poderoso aliado. Gracias a él, podrían vencer varias veces a sus enemigos
chaqueños y tomar innumerables prisioneros. Pero, desde luego, no sabían que
ese aliado había llegado para quedarse, ni que iría acrecentando sus
exigencias.
Los
europeos se ubicaron rápidamente en el núcleo de una red concéntrica de
reciprocidades; la diferencia radicó en la actitud de este nuevo y poderoso
pariente cuando no cumplía con su parte de obligaciones en el trato. El hecho
que mejor explica los diferentes puntos de vista y las distintas expectativas
que españoles y carios mantenían frente a esa alianza es el llamado
“levantamiento” de Aracaré. En 1542, pocos años después de la fundación de
Asunción, los españoles partieron hacia el norte en busca de una de sus obsesiones,
la vía directa con el Perú. Aracaré era el jefe de uno de los grupos, en el
río Jejuy, al norte de Asunción; este río se convertiría luego en una de las
rutas más importantes en las entradas españolas hacia el territorio de la
meseta pa- ranaense y allí se ubicarían los pueblos de Mbaracayú. Repentina
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mente, Aracaré se negó a continuar sirviendo a los
expedicionarios y se retiró sin violencia; sin guía, los españoles se vieron
obligados a regresar a Asunción. El entonces gobernador Cabeza de Vaca ordenó
a su segundo, Irala, que ajusticiara al líder guaraní por su levantamiento, y
éste fue enviado a la horca. Como resultado, dos hermanos de Aracaré, Tabaré
y Guacaní, se enfrentaron violentamente con los españoles para vengarlo y
ajustar así la cuenta de la reciprocidad negativa. Vencidos los canos en dura
batalla, se hacen las paces y Tabaré es perdonado.
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Los indios
entregan a sus mujeres en señal de reconocimiento de esa alianza (como tradicionalmente
lo hacían) y reciben además, como contra don, los regalos de los españoles
-fundamentalmente, hachuelas y anzuelos de hierro, instrumentos de producción
de altísimo valor en ese medio-. Esas mujeres que los españoles comienzan a
acumular (se trata de una auténtica acumulación, pues llega a haber
individuos que poseen más de 60 mujeres y el promedio, según las fuentes,
alcanza a las 10 mujeres por español) representan en realidad una acumulación
de trabajo vivo, no sólo porque ellas mismas trabajan para los europeos -como
lo hacían para sus esposos indios- hilando, cargando bultos o laborando la
tierra, sino también porque estas mujeres son además la vía de acceso a la
fuerza de trabajo de sus parientes masculinos, padres y hermanos, tradicionalmente
obligados a ayudar a yernos y cuñados. Por supuesto, esta “propiedad” de las
mujeres suponía el libre acceso sexual; de allí el intenso y muy temprano
proceso de mestizaje que verá el Paraguay con sus mancebos hijos de la
tierra. La región fue desde ese entonces un área donde los mestizos eran
tantos que la palabra misma casi nunca se utilizaba. JT
¿Cuál es
la interpretación más plausible de estos acontecimientos y qué relación
tienen con la alianza hispano-guaraní? Primero, hay que tener en cuenta que
Aracaré no se levantó contra los españoles: sólo se negó a servirlos. ¿Por
qué lo hizo? Porque aquéllos, pasando por alto las prácticas reconocidas en
la sociedad indígena, estaban abusando de sus aliados: los obligaban a servir
en las entradas -tarea que estaba reservada a las mujeres- y a entregar
bastimentos sin contrapartida, recurriendo incluso a la violencia. Los
guaraníes habían dejado de ser guerreros para convertirse en “esclavos”. Por
otra parte, la violenta reacción de Cabeza
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de Vaca
que ajusticia al líder guaraní por el supuesto delito de negarse a ayudar a
los invasores tenía un objedvo bien claro: colocar las cosas en su lugar, es decir, asegurar que los indios sirvieran a los
españoles, de buen o mal grado. En efecto, la alianza, si existía, no era
recíproca ni simétrica. Apenas tres años después de estos hechos, la mayor
parte de los grupos guaraníes de la región asunceña se hallaban en franca
rebelión contra los españoles, que sólo consiguieron terminar con la revuelta
después de duras luchas.
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En
resumen, en el contexto ya descripto, existió una alianza entre los carios
asunceños y los europeos, pero muy rápidamente los recién llegados
desvirtuaron los términos de esa alianza y convirtieron los primigenios lazos
recíprocos de dones y contra dones en una relación de fuerte asimetría. Los
indios tardaron en comprender que los españoles no compartían su concepto de
alianza. Cuando este hecho produjo reacciones, aun no violentas, la respuesta
fue la fuerza, lo que despejó el camino para una dominación más clara y
abierta.
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A fines de
1555, el entonces gobernador, Domingo Martínez de Irala, deja de lado toda
ficción y decide repartir la tierra; así es como se otorgan las primeras
encomiendas, es decir, cesiones que hace la Corona a un particular del
derecho a percibir tributos debidos por los indios en tanto vencidos por la
guerra de conquista. Este primer reparto de encomiendas entre unos 320
individuos alcanzó unos 20 000 a 27 000 indios tributarios y, en 1556, Irala
dicta las primeras ordenanzas sobre encomiendas. Las encomiendas paraguayas
-como ocurrirá con las tucumanas y cuyanas- se basan exclusivamente en el
servicio personal, es decir, son una renta pagadera en trabajo. El tributo no
tuvo otra consistencia que el propio trabajo de los indios. Hay dos tipos de
encomiendas: las encomiendas mitayas (palabra
tomada del quechua mit’á [turno], en su
sentido más prístino) y las de yanaconas u originarios. El primer tipo, el
servicio personal de las mitas, se refiere al trabajo que debían cumplir los
indios que seguían viviendo en los pueblos, por turnos, en las tierras de sus
encomenderos o en las tareas asignadas por éstos; a veces, también se ha
llamado “mita” al producto de ese servicio. El segundo tipo se refiere a los
indios que, con su grupo familiar o sin él, vivían y trabajaban en las
tierras de sus señores hispanos -es decir, desarraigados de sus comunidades
de origen- al igual que los naborías antillanos.
¿Cuál era
la relación numérica entre el total de los encomendados y los indios
originarios? Las cifras disponibles son tardías: en la época de la visita de
Andrés Garabito, en 1652, alrededor de la cuarta parte del total de los
encomendados estaba conformada por indios originarios que vivían en chacras y
estancias de los españoles. ¿Cuál era la condición social de los indios
originarios? Trabajaban durante toda
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su vida y
desde la más temprana edad: la noción misma de “edad tributaria” no existía
para estos indios durante los siglos XVI y XVII. Tampoco parecía haber muchos
límites al tiempo de trabajo que debía cumplir el originario. Si bien las
ordenanzas y reglamentaciones que los afectaban se sucedieron en el Paraguay,
no es fácil determinar realmente cuál era la disponibilidad de tiempo de
trabajo de la familia del originario.
Nuevamente, los datos de la visita de Garabito de 1652
son esclarece- dores: el indio y su familia (la mujer y las hijas están
obligadas a cumplir con las hilanzas de algodón para sus señores) trabajan
durante toda la semana en la chacra o la estancia; tienen libres el domingo y
los días de fiesta para trabajar su propia chacrilla. Una última observación:
si bien los originarios fueron cada vez menos importantes en relación con el
conjunto de la población encomendada, todavía a fines del siglo XVIII no sólo
seguía existiendo la encomienda de servicio personal en el Paraguay, sino que
más del 6 por ciento de los indios encomendados eran originarios.
La
documentación con que contamos indica que los primeros “pueblos de indios”
(en la acepción hispana del término, es decir, un espacio público sometido al
control de la Iglesia y bajo la autoridad de la Corona) nacen poco después de
la instauración de las encomiendas en 1555, a partir del comienzo de
reorganización de las aldeas originales; sin embargo, no hay investigaciones
concretas acerca de ellos. De todos modos, en la documentación de la década
de 1540, anterior a la institución de la encomienda, hay una repetida alusión
a la necesidad de crear los pueblos para racionalizar el proceso de
explotación de los indígenas y asegurar de una forma más eficaz la
reproducción de la fuerza de trabajo, amenazada por la continuidad de la
práctica de yanaconiza- ción y la apropiación de mujeres.
En la
región de Asunción, después de un período de rebeliones muy duro, los pueblos
primitivos fueron reemplazados por las reducciones creadas por los padres
franciscanos en la década de 1580. Pero en otras áreas, como Mbaracayú,
Guayrá, Villa Rica y en la región de Xerez, los encomenderos y sus pobleros
continuaron siendo la ley hasta bien entrado el siglo XVII o hasta su
destrucción por los bandeirantes, como ocurriría con los de Xerez y Guayrá y,
parcialmente, con los de Mbaracayú y Villa Rica. De todos modos, el proceso
de reorganización de las aldeas guaraníes debe de haber sido bastante largo,
pues aun el primer
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Concilio
rioplatense, reunido en Asunción en 1603, seguía reclamando la necesidad de
“que haya reducción de indios”.
¿Cómo se cumplía la mita en estos pueblos y en las
reducciones fundadas posteriormente por los franciscanos? En las primeras
ordenanzas sobre encomiendas, las dictadas por Martínez de Irala en 1556, no
se establece ningún tipo de duración temporal para el cumplimiento de las
mitas y sólo se determina que el encomendero podía servirse de la cuarta
parte de sus tributarios en cada turno, si bien no se olvida mencionar que,
“a conocida necesidad”, podía utilizarse hasta la mitad de los tributarios.
El hecho de que no hubiera límite temporal para la explotación de la fuerza
de trabajo en cada turno parecería indicar que éste duraría tanto como lo
determinara el encomendero. No obstante, era en verdad el resultado de duras
negociaciones entre los líderes étnicos de los poblados y los mayordomos y
pobleros colocados por el encomendero en las aldeas. En cambio, en las
reglamentaciones que se sucederán desde 1597, el factor tiempo se hallará
siempre presente.
Tempranamente,
desde la instalación misma en Asunción en 1537, comenzaron los movimientos de
resistencia guaraní, lo cual desmiente la tradición historiográfica que los
presenta como sumisos aliados. La resistencia se acentuó cuando Martínez de
Irala procedió a los primeros repartos de encomienda de 1555; se sucedieron
desde entonces levantamientos y rebeliones. Mencionaremos sólo el que
encabezó, entre los años 1575 y 1579, el prestigioso líder Overa, y que
habría de sacudir toda la región norte de Asunción, fundamentalmente el área
del río Jejuy, en su primera oleada, y que más tarde abarcaría a casi todos
los indios que vivían en los pueblos de encomienda, menos los más alejados,
dependientes de Villa Rica. Después de dos o tres enfrentamientos, y ante la
defección de Overa, los guaraníes fueron derrotados y duramente reprimidos. A
éstos les siguieron otros episodios: hacia fines de la década del setenta del
siglo XVI, el control de los españoles sobre los poblados de encomienda tambaleaba
y la resistencia había adquirido un marcado acento religioso y profètico. Es en ese
crucial momento cuando intervinieron los franciscanos y crearon las primeras
reducciones.
Si bien
los franciscanos habían llegado con las expediciones iniciales, fue desde
1574 en adelante, con la fundación de los primeros conventos, cuando la tarea
de esta Orden se relacionó estrechamente con la vida indígena. En 1580 se
fundó la reducción de Los Altos, al este de
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Asunción;
poco tiempo después se sucedieron otras dos, también cercanas a Asunción, Itá
y Yaguarón. Gracias a la acción de los franciscanos, en poco menos de una
década los guaraníes del área de influencia de Asunción fueron “reducidos” y
el servicio de encomienda a los españoles se regularizó. De inmediato, los
franciscanos comenzaron a ensayar el mismo experimento con algunos grupos
indígenas del norte y el este de la ciudad, bastante más alejados.
Una serie
de razones explican el rápido éxito de los franciscanos: el conocimiento de
la lengua y las costumbres guaraníes, la humildad y el desprendimiento
material como principales preceptos... En realidad, éstos eran la
contrafigura de los ávidos y con frecuencia despiadados colonos europeos a
los que los indios estaban habituados. Finalmente, los franciscanos prometían
un mundo mejor en el más allá, después de la vida, concepción cercana a
algunos aspectos centrales de la cosmogonía guaraní. Además, en este momento
se inician las actividades de los jesuitas en el Paraguay.
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Todos los datos
disponibles dan testimonio de una caída muy acentuada de la población
indígena en estos cincuenta años iniciales. Las primeras cifras serias se
refieren a la región controlada por Asunción en el momento del
empadronamiento de Martínez de Irala e indican un máximo de 27 000
"hombres de guerra” a los indios repartidos. Susnik calcula en unos 100
000 la cifra total que correspondería a esos indios de encomienda. Si bien no
sabemos exactamente hasta dónde abarcaba este primer repartimiento, antes de
la gran invasión bandeirante de 1632, los
100 000 Indios de 1555 se habrían visto reducidos a la mitad. Las regiones de
Guayrá y la llamada "del Tape” (es decir, entre el río Uruguay y la
Serra do Mar) habrían albergado unos 260 000 indios en los inicios del
contacto; la caída demográfica -especialmente en el Guayrá y como efecto
complejo de las invasiones bandeirantes y sus
consecuencias- sería aquí incluso mayor que en el área asunceña. Si sumamos
las diversas cifras llegamos a un cálculo muy estimativo de medio millón de
guaraníes en el momento previo a la invasión europea, o sea, una densidad
media que se situaría alrededor de los dos habitantes por kilómetro cuadrado.
Ese medio millón se habría reducido a la tercera o cuarta parte en los
primeros cincuenta años de contacto.
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¿Cuáles
eran las principales actividades económicas de este primer período del
Paraguay colonial? Uno de los elementos a destacar es la relativa abundancia
de bastimentos que había en esta región, lo cual explica la alegría de los
primeros invasores cuando llegaron a Lambaré: maíz, mandioca, frijoles,
calabazas y maní, más el algodón -utilizado no sólo para confeccionar
lienzos, sino también para los escaupiles (la palabra es náhuatl, ichcahuipilli, y quiere decir “traje acolchado de algodón”)-. Todos
estos productos fueron adoptados rápidamente por los invasores. A ellos se
sumaron los introducidos por los europeos, como el trigo, el vino, el azúcar
y los ganados, que comenzaron a multiplicarse en forma extraordinaria, no
sólo como animales domésticos, sino también en estado salvaje: aquellos
abandonados por los colonos en las sucesivas fundaciones frustradas y los
que, desde Asunción, se desparramaron en el área chaqueña. Hasta el comienzo
de los ataques de los indios del Chaco en las primeras décadas del XVII, las
vacas abundaban en el Paraguay. Una planta silvestre local, el ilexpara- quariensis, a partir de la cual se fracciona la yerba mate, sería
también adoptada por los europeos en forma muy temprana, al igual que el
tabaco.
Las
primeras corrientes mercantiles desde el Paraguay hacia las villas litorales
se integraron con algunos de estos productos y tuvieron en los ganados, el
vino, el azúcar, los lienzos de algodón, el tabaco y, sobre todo, la yerba
mate, sus mercancías más destacadas. Pero Asunción se hallaba en una
situación espacial desventajosa, pues todos sus intentos de relacionarse
directamente con el Alto Perú minero (polo nodal de estructuración económica
de todo el espacio peruano, inmenso territorio que llegaba hasta Quito)
fracasaron casi completamente, y se vio obligada desde muy temprano a aceptar
la intermediación de las ciudades litorales, primero Santa Fe y después
Buenos Aires, para romper su aislamiento geográfico y establecer nexos
mercantiles con el mercado minero. Como se verá, la yerba mate será la
mercancía clave en su relación económica con el resto del espacio rioplatense
y el Alto Perú, dado que los otros productos comercializa- bles -con la
excepción quizás del tabaco- no presentaban ninguna ventaja comparativa
específica para la región paraguaya en relación con las restantes economías
regionales.
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Si bien
el primer conquistador español que pasó fugazmente por la región fue Diego de
Almagro en 1535, en su camino hacia Chile desde Perú, la primera incursión
con auténticos objetivos de conquista fue organizada por el capitán Diego de
Rojas hacia 1542 y se inicia un año más tarde. Las guerras entre españoles de
la época de los Pizarra impulsaron repetidas veces a los gobernantes del Perú
a “descargar la tierra”, es decir, a enviar hacia otros horizontes a los
inquietos aventureros que estaban de más en el Perú, donde ya se habían
repartido todos los indígenas encomendados.
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Los partidarios
de Hernando Pizarra y Diego de Almagro se habían enfrentado en una auténtica
guerra entre europeos, agravada por la reacción de los encomenderos ante las
leyes que la Corona fue dictando para evitar la formación de una verdadera
nobleza feudal en la colonia.
Un enviado
real, Pedro de la Gasea, acaba con la resistencia del hermano de Pizarra en
1548 en la batalla de Jaquijahuana; esto dio como resultado un cambio de
manos de muchas de las encomiendas y, por lo tanto, la necesidad de buscar
nuevas tierras (y nuevos indios para ser encomendados) para satisfacer a los
inquietos aventureros de las huestes del Perú.
Hay que
subrayar entonces que toda cronología para esta región del Tucumán, pese a
estar íntimamente ligada en su primer período a la historia de la penetración
europea en los Andes, tiene un atraso de más de quince años respecto a la
peruana. En realidad, hasta la fundación definitiva de la villa de Santiago
del Estero en 1553, no ha comenzado realmente el proceso de asentamiento
hispano en forma estable en toda el área. La expedición que comandaría en
principio Diego de Rojas fue resultado de la política que buscaba aliviar al
Perú de sus inquietos soldados. Después de atravesar la Quebrada de Humahuaca
y los valles calchaquíes, Rojas encontró la muerte a manos de indígenas en
Santiago del Estero. Su sucesor fue un desconocido llamado Mendoza, lo cual
aceleró las disputas internas en la hueste, a la que se incorporó entonces
Heredia.
Heredia y Mendoza consiguieron llegar hasta los restos
del fuerte fundado por Caboto en 1527 sobre el río Carcarañá. Desde allí,
ante
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la
inutilidad de continuar hacia la ya establecida Asunción del Paraguay, los
expedicionarios decidieron volver al Perú, donde arribaron finalmente en
1546, casi tres años después de su partida, no sin antes haber dejado en el
camino -como resultado de otra rebelión- los restos mortales de Mendoza. El
resultado de esta primera entrada fue fundamentalmente informativo, pues
permitió a los españoles un mayor conocimiento del terreno y de las
dificultades que enfrentarían más tarde.
Una vez
consolidado La Gasea en el Perú con la derrota de los piza- rristas, debió
“descargar la tierra”. Es así como se decidió, entre otras acciones, una
nueva expedición hacia el Tucumán. Juan Núñez de Prado fue el encargado de
llevarla adelante desde 1549 con unos 200 hombres, muchos de los cuales eran
ya veteranos de la entrada de Rojas y podían ser de mucha utilidad como
viejos conocedores de los caminos tucumanos. De esta expedición surgieron
luego las primeras fundaciones de poblaciones españolas en este territorio y
los conflictos jurisdiccionales con el entonces gobernador de Chile, Pedro de
Valdivia, que se arrastraron hasta una Real Cédula de 1563, que independizó
definitivamente a esta región de Chile. Dentro de la jurisdicción chilena
sólo quedarían las villas que se irían estableciendo en la región cu- yana al
este de la cordillera: Mendoza en 1561, San Juan de la Frontera en 1562 y más
tarde, probablemente en 1594, San Luis de la Punta, ya en las Sierras
Centrales. Hasta el siglo XVIII, la región de Cuyo, pese a sus intensos
contactos económicos con el área tucumana y rioplatense, dependió formalmente
de Santiago de Chile.
Fundada en 1553, Santiago del Estero fue la única
población que sobrevivió a una serie de intentos realizados en esos años en
toda el área, rápidamente destruidos por la resistencia indígena en los
valles, y es la villa española más antigua. Desarrollaría para el Tucumán un
rol similar al que jugó Asunción en el Paraguay, el Alto y el Bajo Paraná: el
de ser madre de ciudades y origen de las huestes que realizarían otras fundaciones
en las décadas siguientes. Una de las razones de que cumpliera ese papel fue
la cercanía de una densa población indígena, instalada sobre todo en el oasis
ubicado entre los ríos Salado y Dulce.
A partir
de Santiago del Estero se fueron extendiendo una serie de fundaciones de muy
humildes villorrios españoles que sobrevivieron en función de las relaciones
con el área minera altoperuana y con Potosí
|
en
especial. El proceso de relaciones entre esta área fronteriza del Tu- cumán y
el núcleo minero se acelerará después de la década de 1570 al calor de los
cambios tecnológicos y el consecuente boom productivo que acarreó el procedimiento de la amalgama
introducido por el virrey Toledo en Potosí, en 1572. Esto trajo un incremento
sustancial de la producción argentífera y dio como resultado una
multiplicación de la capacidad de atracción y de polarización regional de
Potosí y de la minería altoperuana en general, lo cual tuvo efectos de
arrastre que alcanzaron las áreas tucumana y rioplatense. Por supuesto,
cuando hablamos de la minería altoperuana, no debemos reducirnos a Potosí,
pues Oruro y otras minas más al sur (Chocaya, San Antonio) también contribuyeron.
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Se trata de una
técnica metalúrgica para obtener plata con la ayuda del mercurio. Bartolomé
Medina, quien había aprendido los fundamentos de esta técnica en el Viejo
Mundo, la había desarrollado desde 1554 en la mina mexicana de Pachuca; de
México pasó al Alto Perú con el virrey Toledo. Pese a haber nacido en Europa,
la técnica de la amalgama fue ampliada y desarrollada realmente en todos sus
aspectos técnicos en los territorios americanos. Dos siglos más tarde,
volvería a hacer el camino inverso para ser aplicada en las minas
centroeuropeas.
Junto a
ese polo ordenador que fue la minería altoperuana, dos elementos más marcaron
el ritmo económico de este primer Tucumán colonial: las relaciones con Chile
y los nexos con el litoral fluvial y el litoral atlántico. El papel de estos
núcleos urbanos se relaciona estrechamente con su carácter de área de paso
entre corrientes mercantiles y flujos económicos tan diversos. El transporte
-ya sea con porteadores humanos, ya sea gracias a la arriería de muías o
carreteros de bueyes- fue una de las actividades principales en las que los
primeros colonizadores ocuparon a sus indios encomendados.
En 1565,
unos 50 españoles partieron de Santiago del Estero y fundaron San Miguel del
Tucumán; en 1567, se estableció Esteco, que sería trasladada y abandonada
poco más de un siglo después, luego de un terremoto. Estas tres primeras
“ciudades” -el nombre es demasiado pomposo para estas villas con casuchas de
barro y paja- no contaban
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a fines
de los sesenta con más de 350 vecinos. Las tres villas fueron ubicadas fuera
del área más densamente poblada de los valles: allí, la resistencia indígena
era total y completamente exitosa; como veremos luego, sólo pudo ser
derrotada a mediados del siglo siguiente.
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En 1573,
un grupo de españoles dirigido por Jerónimo Luis de Cabrera, gobernador del
Tucumán, erigió en el área de las Sierras Centrales la ciudad de Córdoba de
la Nueva Andalucía, destinada a reemplazar con el tiempo a Santiago del
Estero como el núcleo urbano más importante del Tucumán. En el centro del
territorio rioplatense, auténtico nudo de caminos entre el Atlántico, Cuyo y
el norte tucumano, tenía además la villa un área de valles fértiles al oeste
y al sur de clara vocación ganadera; en ella se cimentará gran parte de su
futura riqueza. Desde Córdoba partirá la expedición que se topará en el río
Carcarañá con las huestes de Juan de Garay. Así, las dos corrientes
colonizadoras, la tucumana y la asunceña, hallan sus respectivos límites.
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Unos años
más tarde, en 1582, después de varios intentos fracasados ante la fiera
resistencia indígena, los españoles consiguieron implantarse en el valle de
Salta, donde fundaron la villa de Lerma (que sería conocida como Salta),
cercana al área calchaquí, centro importante de resistencia indígena a la
colonización hispana. Casi diez años después, en 1591, se estableció Todos los Santos de la Nueva Rioja; al año
siguiente, Madrid de las Juntas, que desapareció. El siglo XVI verá una
fundación más en este camino potosino: en 1593 nace la ciudad de San
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Salvador,
en el valle de Jujuy, en las puertas mismas de la Quebrada de Humahuaca.
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A fines del
siglo XVI, no más de 250 vecinos españoles constituyen el núcleo dominante de
la población de todas esas pobres villas hispanas, siendo Santiago del Estero
y Córdoba las más pobladas. De éstos, unos 150 son encomenderos que rigen la
vida de varias decenas de miles de tributarios indígenas, con una población
total que va de los 150 000 a los 270 000 individuos, según el modo en que
interpretemos las poco fiables fuentes disponibles. En cuanto al fenómeno de la
caída demográfica indígena, los testimonios cualitativos son innumerables.
Según algunas fuentes, en Santiago del Estero, en ocasión del primer reparto
de 1553, habrían existido entre 80 000 y 86 000 indios de encomienda
(tributarios). Éstos serían unos 18 000 en 1586 y sólo 3358 entre 1673 y
1674. Para la época prehispánica, Roberto Pucci calcula una población cercana
al medio millón de habitantes en el momento del contacto para todo el antiguo
Tucumán; un siglo más tarde, es difícil afirmar que se llega al 15 por ciento
de esa cantidad. Como se comprueba, se produjo aquí un proceso de disminución
de la población indígena similar al del Paraguay. ^
¿Qué
sabemos sobre las relaciones blanco/indio en el período más temprano en las
áreas controladas por los vecinos de ese puñado de ciudades tucumanas?
Dijimos ya que estas encomiendas se basaban en el servicio personal, como las
paraguayas. El servicio personal se expresaba también aquí en los dos tipos
fundamentales de prestaciones: las reguladas por turnos, conocidas como mitas
(ello ocurre en general en toda América del Sur, desde la Nueva Granada hasta
el Río de la Plata), y el yanaconazgo, nombre que deriva a su vez de la
institución de los yanas prehispánicos (sirvientes desgajados de sus pueblos) y
que la cercanía cultural del Perú volvía más usual en la región. A diferencia
de otras regiones, en el Tucumán no pareció haber existido el sistema de
repartimiento de trabajo que tanta difusión tuvo en el período temprano no-
vohispano y peruano e incluso en otras áreas cercanas al Tucumán, como el
Paraguay, para la provisión de trabajadores a empresarios hispanos no
encomenderos. La llamada “mita de plaza” ofrece similitudes con los
repartimientos de trabajo, pero su impacto en las sociedades in
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dígenas
fue incomparablemente menor, pues se trataba de entregar todas las semanas un
corto número de tributarios para acudir, casi siempre, a las tareas urbanas
de los colonos.
Tenemos
entonces estos dos tipos de servicio personal en el marco de la encomienda:
mita y yanaconazgo. Como ocurrió en el Paraguay, había sensibles tensiones
entre ambos sistemas de explotación de la fuerza de trabajo indígena y una
fuerte tendencia a que al menos una parte de los primeros (es decir, los mitayos)
se convirtiese en los segundos. También se concedieron yanaconas a individuos
que en realidad no eran sus encomenderos, y de este modo se le otorgaba a un
español un derecho de servidumbre personal perpetua sobre un indígena
desarraigado de su pueblo, incluso contra los derechos de encomienda original
que otro colonizador poseía sobre dicho pueblo.
Como
también ocurrió en el Paraguay, otra fuente del yanaconazgo eran las acciones
de guerra, es decir, la captura lisa y llana de “piezas de indios”, que eran
posteriormente entregadas en servidumbre perpetua a su captor. De esta
práctica nace la costumbre de realizar “correrías” y “malocas” entre los
poblados indígenas a los efectos de capturar las piezas que, supuestamente
vencidas en la guerra, eran así yanaconizadas. Los no encomenderos, es decir,
los que se hallaban desprovistos legalmente de servicio personal, se
destacaban en estas correrías. La persistencia de la resistencia indígena en
todo el área hizo que esta práctica tuviese larga vida en el Tucumán colonial
(pese a su supresión por el visitador Alfaro en 1611) y hay constancias de la
continuidad, aún a mediados del siglo XVIII, de estas auténticas expediciones
de caza humana organizadas por los colonos tucumanos, aunque para este
período las víctimas eran los indígenas chaqueños. En cuanto a la duración de
esta condición, sabemos que había yanaconas perpetuos como en el Perú, pero
existieron también mercedes de encomiendas de yanaconas limitadas a las dos
vidas legales.
En
general, se ha prestado poca atención a un aspecto muy importante de la
función de los yanaconas tucumanos: su papel de mediadores entre la cultura
española y los indígenas. En efecto, en muchas ocasiones, como intérpretes,
pobleros, encargados de traer las mitas y hasta peculiares doctrinantes, los
vemos cumpliendo esa función de intermediarios. Si bien con frecuencia estos
yanaconas eran indios forasteros, llegados en especial del Perú, también
solían ser originarios de la jurisdicción. Como es de imaginar, esta función
traía aparejado un cúmulo de situaciones conflicdvas por la rapidez con que
estos yanaconas abusaban de su posición intermediaria; no pocas veces, desató
la furia de
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los
indígenas contra ellos. Por supuesto, esta función de intermediación se
amplificó a causa de la debilidad del dominio de los curacas (líderes
étnicos) sobre los pueblos.
Nos
referiremos ahora a los indios de los pueblos. Soconcho y Mano- gasta son los
nombres con que se conocieron dos poblados indígenas próximos al río Dulce,
en la región del oasis irrigable de Santiago del Estero, unas pocas leguas al
sur de la villa del mismo nombre. Ya a comienzos de la década de 1550, la
época de Núñez de Prado, uno de los primeros conquistadores del Tucumán, estos
dos pueblos fueron el sostén económico de los gobernadores. Después, pasaron
a estar en “cabeza de Su Magestad” (no tenían un encomendero). Aparentemente,
ambos fueron el resultado de la reagrupación de una serie de aldehue- las de
diversas etnias, hablantes de varias lenguas (tonocoté, hile, sanavirón y cacán), por efecto de la política de los primeros
conquistadores.
Desde la
más temprana dominación española, estos pueblos fueron destinados a la
producción textil, basándose en la rica tradición prehispánica al respecto.
Se preparaban sobrecamas y calcetas, piezas textiles de algodón, que se
cosechaba en las mismas aldehuelas o se traía desde otros pueblos, para ser
vendidas en Potosí y en Chile, los dos mercados dominantes hasta las primeras
décadas del siglo siguiente. Además de estos textiles, otros productos
alimenticios integraban el tributo de estos pueblos.
Pese a
que los tributarios, en sentido estricto, eran los varones entre los quince y
los cincuenta años de edad, el tributo textil comprendía también el trabajo
de las mujeres como hilanderas. Un aspecto de estos pueblos resulta
interesante: si bien está documentada la presencia de curacas, al parecer su
papel en la comunidad era bastante más débil que el que conocemos para el
mundo andino: las Ordenanzas de Abreu de 1576 así lo señalan. En Soconcho y
Manogasta, en 1584, existían 11 parcialidades con sus respectivos curacas,
herencia muy probable del proceso de reagrupamiento de diversas aldeas
prehispánicas ya mencionado. En esa fecha, ambos pueblos no tenían más que
unos 800 individuos y un 15 por ciento de los tributarios se hallaban
ausentes. Es decir, en los primeros años, antes de pasar a la Real Corona,
los pueblos mencionados también tributaron en hombres; la “saca de indios”
hacia el Potosí en el período más temprano fue uno de los primeros elementos
que desestructuraron gravemente a estos pueblos. Porque, pese a estar
teóricamente bajo la Real Corona, esta-
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ban
obligados a entregar las mitas de servicio para los españoles. Este trabajo
se sumaba al de las hilanzas, tejidos y otros productos.
Veamos
ahora el caso de Maquijata. Bilocalizado, con un centro a 80 kilómetros al
oeste de la actual Santiago del Estero, en las faldas de una serranía de baja
altura, y con otro en Alto Ajncasti, hoy Cata- marca, se hallaba en una
típica zona de transición y de intensos contactos entre los grupos del Chaco,
los propiamente santiagueños y los agricultores y pastores valliserranos. La
probable composición mul- tiétnica y la bilocalización de los maquijatas parece resultado de esos contactos. Su encomendero desde
la década de 1580, Antonio de Mi- rabal, residía en el Alto Perú; la
encomienda estaba controlada por un español que fungía como administrador en
Maquijata, junto con los pobleros.
Los
tributos se pagaban fundamentalmente en piezas textiles (alpargatas y calcetas)
y algunos otros productos de recolección en el cercano monte chaqueño. Las
mujeres hilaban el algodón que era trabajado por los alpargateros y los
calceteros, varones en edad de tributar. El algodón debía traerse desde otros
pueblos pues no era producido en el lugar. El mercado para estos productos
textiles era, lógicamente, el Potosí, hacia donde se enviaban las piezas
tejidas en Maquijata. Al igual que en Soconcho y Manogasta, la saca de
indígenas hacia Potosí y Chile como cargadores está también documentalmente
confirmada.
Vayamos
ahora al ejemplo cordobés de Quilpo. Situado en el actual departamento de
Cruz del Eje, Córdoba -donde se conserva su toponímico-, este pueblo estaba
encomendado a una familia de los primeros colonizadores de Córdoba: los
Soria. Entre 1595 y 1598, una detallada rendición de cuentas nos permite
entender con cierta profundidad su funcionamiento. Sin lugar a dudas, se
trata del caso tucumano mejor conocido hasta la fecha. Bajo la mirada
vigilante del poblero, los indios debían trabajar produciendo, ante todo,
piezas textiles: sayales de lana y lienzos de algodón. Éstos son los
elementos principales de que se compone el tributo en Quilpo y, si bien sus
cantidades son realmente bajas, la posibilidad de enviarlas al mercado
potosino o chileno permitía al encomendero una apreciable ganancia gracias a
la fuerte demanda. Pero, además, los indios también estaban obligados a
prestar servicios al encomendero, ya fuera en su casa de la ciudad o en una
estancia cercana al poblado. Sabemos además que una parte de los ganados del
encomendero como también parte de sus sementeras eran llevadas a cabo en las
tierras ocupadas por el pueblo de Quilpo, gracias al trabajo de sus
encomendados. Finalmente, como en los restantes ejem-
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píos
citados, los indios fueron cargadores y arrieros en los viajes hacia Chile y
otros lugares.
En los
tres ejemplos -que son los únicos estudiados hasta el momento sobre
encomiendas del primer período temprano- podemos detacar algunos aspectos.
Ante todo, tanto en Soconcho/Manogasta como en Maquijata y Quilpo, tenemos la
certeza de que los pueblos de encomienda fueron el resultado de la
reagrupación de otras aldeas indígenas originarias. Se dio aquí un proceso
similar al de las reducciones o congregaciones que existieron en otras áreas,
pero que se realizó exclusivamente por la acción de los encomenderos, sin
intervención religiosa o del poder real organizada, como fue el caso andino o
novohis- pano e, incluso, paraguayo.
Esta
reorganización del territorio original realizada por los empresarios europeos
muy pocas veces tuvo en cuenta las necesidades indígenas. En el caso
santiagueño, al dificultar (o coartar totalmente) el acceso de los indios a
los recursos “silvestres” o con alto grado de co- mensalidad (estadio
intermediario entre silvestre y doméstico) -algarrobales, chañares,
recolección de miel y otros productos, además de pesquerías, caza, etc.- que
les eran indispensables como complemento obligado de sus sementeras, siempre
dependientes de precipitaciones escasas, aceleraron la crisis alimentaria
indígena. Existió aquí una ruptura o al menos una fractura grave del patrón
original de subsistencia.
De todos
modos, las ya mencionadas Ordenanzas de Abreu no olvidan señalar que la época de la
recolección de algarroba debe ser respetada, e incluso se percibe en esa
fuente la existencia de derechos de usufructo indígena bastante exclusivos
sobre los algarrobales, aun cuando esta parte de la reglamentación parece más
atenta al uso múltiple de la algarroba en las empresas de los colonos
(consumo para los indios en ocasión de la prestación de mitas y alimento para
animales domésticos) que a la recolección destinada al propio consumo de los
pueblos indígenas. En realidad, los españoles parecen haber comprendido
rápidamente que podían “reservar” los algarrobales para el mantenimiento
indígena a cambio del uso de la fuerza de trabajo en sus empresas textiles y
agrarias.
Otra
enseñanza que nos dejan los tres casos tratados: la punción en hombres es
siempre muy alta. Ya sea que hablemos lisa y llanamente de “saca de indios”
hacia el Alto Perú minero, como en el primer período de Soconcho y Manogasta,
o que nos refiramos a la utilización de éstos como “cargadores” hacia el
Potosí y Chile, todos los ejemplos abundan en datos al respecto. Otro hecho
que los asimila: la función de adminis-
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tradores
y pobleros como personajes indispensables en la organización de la
explotación de la fuerza de trabajo indígena y como mediadores entre
encomenderos y encomendados.
Hay sin
embargo algunos detalles que diferencian las diversas experiencias
analizadas. Por ejemplo, en Santiago del Estero se nene la impresión de que
existe un sustrato más denso de relaciones en el marco de la comunidad
indígena, incluso pese a lo ya anotado acerca del menor poder de los líderes
étnicos, comparado con el del mundo andino. Esto contribuiría a explicar por
qué los pueblos indígenas santiagueños tuvieron una persistencia casi única
en el marco tucumano y en algunos casos llegaron hasta fines del período
colonial. Además, no hay que olvidar la constante realimentación de estos
pueblos con indígenas traídos desde otras áreas; ya sea los llamados
“desnaturalizados” de los valles calchaquíes, o los indígenas chaqueños desde
fines del siglo XVII y durante parte del XVIII. Tal será el caso de Matará,
uno de los pueblos santiagueños de más larga vida y que llega hasta el siglo
XIX.
En
cambio, en Córdoba, con rapidez se produce la fusión de los antiguos poblados
reagrupados con las estancias y chacras de los españoles. No sólo porque, más
allá de las diferencias formales entre las nociones jurídicas de encomienda y
hacienda, los empresarios hispanos ubican invariablemente una parte de sus
explotaciones agrícolas junto a los poblados indígenas, para aprovechar más
abierta y fácilmente la fuerza de trabajo de sus tributarios y para quedarse
con sus tierras en caso de muerte, fuga o ausencia reiterada, sino también
porque el sustrato prehispánico parecía menos consolidado en estructuras
comunitarias y ofreció menor resistencia ante la embesdda española.
En
realidad, estos pueblos de indios cordobeses fueron aldeas realmente
minúsculas: una visita realizada en 1598 a la ciudad de Córdoba dio como
resultado el empadronamiento de unos 476 indios de servicio correspondientes
a 82 pueblos. Todo indicaría que nos hallamos aquí ante grupos de parentesco
y no ante verdaderos grupos étnicos. En los valles y sierras cordobeses, como
en sus prolongaciones en las sierras de San Luis, este hecho, sumado a la
pobreza notoria de una parte del grupo colonizador, cuyos descendientes muy
pronto se vieron obligados a trabajar con sus propias manos, funcionó como
crisol para un proceso de mestizaje intenso y relativamente temprano entre
indios y colonizadores. Algunos encomenderos importantes, como es el caso del
propio Tristán de Tejeda, tomaron como mujeres legítimas a notorias mestizas.
Por supuesto, uno de los elementos más relevantes de la conquista europea en
esta región fue la férrea resistencia indígena,
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cuyo
momento álgido sobrevino con los levantamientos calchaquíes, que trataremos
en el capítulo siguiente.
El primer
español que pasa por la región es Francisco de Villagra, en 1551. El
asentamiento estable comienza con la fundación de la ciudad de Mendoza diez
años más tarde, en 1561. Las encomiendas se inician ya desde los primeros
contactos en 1551. En ese primer período, los encomenderos residen en Chile y
los indígenas son obligados a acudir a servirlos allí (práctica que, como
veremos, tendrá larga vida en el área). Al año siguiente de la fundación de
Mendoza, una nueva expedición chilena establece San Juan de la Frontera y,
con toda probabilidad en 1594, un contingente cuyano funda San Luis de la
Punta. Éstas serán las tres villas españolas de importancia del área cuyana.
Desde la fundación de Mendoza en 1561 hasta la década de 1570, la mayoría de
los encomenderos residió en la falda oriental de la cordillera. En cambio,
desde 1570 a 1610, la mayor parte residió en Chile. Al igual que en el
Paraguay y el Tucumán, la encomienda estaba organizada a partir del servicio
personal y de la división entre mita y yanaconazgo.
La
característica regional de la mita cuyana hizo que los servicios que los
tributarios debían prestar se realizaran con frecuencia del lado chileno de
la cordillera, independientemente del lugar de residencia de sus
encomenderos. De este modo, durante más de un siglo, se estableció un sistema
de complementariedad entre las dos vertientes cordilleranas. Hasta la década
de 1580, el destino de esas mitas eran las minas de Chile; de allí en
adelante, lo fueron las unidades agrarias chilenas que producían trigo para
el mercado limeño.
¿Cómo se
realizaban las prestaciones de los huarpes del otro lado de la cordillera? En
la mayor parte de los casos, se trataba de contratos a través de los cuales
lisa y llanamente se alquilaba la fuerza de trabajo indígena a empresarios no
encomenderos. Teóricamente, los salarios resultantes debían ser repartidos
entre el encomendero y los indios, en proporción de tres a uno, aunque esto
se cumplía sólo parcialmente. Quedó expuesto así, en toda su desnudez, el
carácter de renta que tuvo la encomienda hispana colonial.
Las
cifras de población indígena regional son escasas y muy poco fiables. En
1586, Canelas Albarrán otorgaba unos 4000 indios sometidos a Mendoza y San
Juan, lo que nos podría dar un total de 20 000 indios según sus propias
estimaciones (y aquí se incluyen, amén de los huarpes, algunas encomiendas de
puelches y pehuenches del sur mendocino).
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Si bien
las fuentes cualitativas se extienden sobre el fenómeno de la caída
demográfica indígena y sobre la “saca de indios” (y en especial sobre los
indios que, una vez enviados a Chile, se quedaban allí), no hay cifras para
evaluar las pérdidas de población.
Las
fuentes registran también, en especial desde fines del XVI, el fenómeno de la
fuga de huarpes encomendados hacia la frontera sur, en territorio puelche.
Desde tiempos prehispánicos, huarpes, puelches y pehuenches habían
establecido relaciones de intercambio en el sur mendocino. Ahora, a través de
las dos franjas fronterizas hispanas -una hasta el rio Diamante y otra, desde
ese río hasta el Atuel, poblada de ganados vacunos de las estancias
españolas-, esos contactos se reanudaron. De este modo y hasta que se inicia
verdaderamente la frontera de guerra en el sur mendocino, estos contactos
familiarizaron a los grupos étnicos sureños con las prácticas y los animales
introducidos por los europeos.
Antes de
finalizar este siglo inicial de la invasión europea, un producto local
comenzó a extenderse en los mercados regionales: el vino, que, junto con las
frutas secas y el aguardiente, fueron las mercancías más destacadas que
permitieron enlazar el área cuyana con el mercado ütoral e incluso con el
mercado altoperuano en algunas ocasiones.
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Buenos
Aires, fundada por segunda vez en 1580, se convirtió rápidamente en un puerto
de tráfico lícito e ilícito entre el AÜántico y el camino de Potosí, ese
rosario de humildes villas que se desgranaba desde las pampas hasta el
corazón del altiplano andino. La influencia del contrabando y del tráfico
directo entre Potosí y el AÜántico vía Buenos Aires fue muy grande en los dos
primeros siglos desde su fundación y constituyó el motor que impulsó el
crecimiento de la modesta aldea. Debe recordarse que, entre 1580 y 1640, los
dominios del rey español incluyen Portugal y su vasto imperio. Los mercaderes
-en especial portugueses- que controlaron el tráfico en estos años ocuparon
desde los inicios de su historia un papel relevante en la vida de la ciudad,
empa- rentándose casi de inmediato con las familias de los primeros colonos llegados
de Asunción y Santa Fe. La imposibilidad de explotar a los indígenas de las
proximidades (los pampas y querandíes no eran indios dóciles) hizo que la
esclavitud africana apareciera tempranamente en la dudad y en sus estancias y
chacras.
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En este primer
período, la actividad más destacada de la ciudad fue el contrabando y el tráfico
directo, que funcionaron como nexo entre el Alto Perú minero y la economía
atlántica. La primera mercancía que Buenos Aires recibía por agua eran los
esclavos africanos que entraban del Brasil o directamente desde África.
También circulaban hierro, tejidos de calidad, vino, aceite y otras
mercancías europeas. El primer producto de exportación era, claro, la plata.
Como ocurriría durante todo el período colonial, alrededor del 85 por ciento del
valor de lo exportado consistía en metales preciosos. Harina, sebo, cecinas,
cueros y tejidos bastos
componían el restante 15 por ciento. Estimar certeramente el monto de este
tráfico es casi imposible por limitaciones documentales, pero recordemos que
entre 1586 y 1605 se registra la
entrada al puerto de Buenos Aires de más de un centenar de navios. Muchos de
ellos eran meramente barqulchuelos que hacían el viaje desde Bahía en Brasil;
la reiteración de estos viajes determina que finalmente los montos resulten
relevantes. Fue éste el primer motor del crecimiento económico y demográfico de
la ciudad que se convertiría progresivamente en la villa más populosa del
área.
Este
crecimiento dará también vida a un proceso de ocupación del hinterland agrario
de la villa en función, en primer lugar, de la alimentación de sus
habitantes; es así como se forman las primeras chacras trigueras en su
inmediata campaña. La explotación del ganado vacuno, tanto para extraerle
cuero en vistas a su exportación como para consumo interno, fue una actividad
destacada en el inicio de la vida económica de Buenos Aires. Por supuesto,
razones ecológicas sustentaban esa actividad ganadera y agrícola, pues esta
pobre aldea estaba enclavada en una formación de pradera con una abundante
tierra fértil, un clima y un régimen hídrico particularmente favorables a la
cría de grandes animales y al cultivo de cereales. Además, le dio la
posibilidad de contribuir, junto con otras áreas litorales y tucumanas, al
aprovisionamiento del mercado altoperuano en vacunos y mulares. En cualquier
caso, hasta bien entrado el siglo XVII, la ciudad porteña era poco más que un
punto perdido en la inmensidad de las Indias de Castilla. Un granito de arena
en el marco de la monarquía hispana.
A partir de 1536, en el territorio de Buenos Aires, los
indígenas de la región pampeano-patagónica iniciaron una conflictiva relación
de más
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de tres
siglos con los españoles y sus descendientes. La introducción del ganado
doméstico y la inmediata adopción del caballo como medio de transporte y
alimento potenciaron una movilidad que era ya muy alta y crearon,
conjuntamente con la apetencia de bienes manufacturados, las condiciones
propicias para una interacción de gran dinamismo.
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