En 1824 se reunió un nuevo
Congreso Constituyente con el objeto de procurar una organización nacional.
Allí, se dividieron las posiciones entre los unitarios, defensores de un
régimen centralizado, y los federales, propulsores de un régimen que pretendía
dotar de mayor autonomía a las provincias. Los primeros dominaron la política del
Congreso, pero fracasaron en sus objetivos. La Constitución dictada en 1826 fue
rechazada por la mayoría de las provincias, al tiempo que la guerra contra el
Brasil y la guerra civil en el interior terminaron por disolver el Congreso y
el poder nacional recién creado. Las provincias regresaron a su anterior
situación de autonomía y se dividieron en dos grandes bloques: la Liga Unitaria
del Interior y la Liga Federal de las Provincias del Litoral. Ambos bloques se
enfrentaron en una guerra que terminó con la derrota de la Liga Unitaria, al
mando del general Paz.
Un
nuevo intento de unidad constitucional
Del
consenso político a la división de la elite bonaerense
A partir de la sanción de la ley electoral de 1821
se realizaron elecciones todos los años para renovar los miembros de la Sala de
Representantes de Buenos Aires. El Partido del Orden, gracias al control que
mantenía sobre algunos sectores clave (especialmente el ejército y las
milicias), y también por haber estimulado la participación al sufragio para
que, a través de la soberanía del número, el gobierno gozara de una legitimidad
irreprochable, logró multiplicar el índice de votantes en ciudad y campaña y
ganar las elecciones en los primeros años. Pero en 1824 le disputó el triunfo
un grupo de oposición con arraigo en los sectores populares urbanos que,
escindido del Partido del Orden y organizado por líderes como Manuel Dorrego y
Manuel Moreno, alcanzó a ocupar una
parte de los escaños de la Sala. Esta primera escisión de la elite
dirigente bonaerense se acentuó cuando se produjo la sucesión del gobernador,
una vez concluido el período de tres años para el cual había sido designado
Rodríguez. Al elegir al nuevo titular del poder ejecutivo, la Sala de
Representantes y el grupo que, reunido en torno a Rivadavia, había manejado los
hilos del poder durante aquellos años, mostraron sus primeros desencuentros. La
designación del general Juan Gregorio Las Heras puso en evidencia las tensiones
en el interior del Partido del Orden: Rivadavia se retiró del gobierno e
inmediatamente emprendió viaje hacia Europa; lo reemplazó en su función tutelar
Manuel García.
La situación se vio agravada cuando la coyuntura
internacional obligó a la elite bonaerense a tomar decisiones respecto de la
futura organización del país. La posibilidad de que Gran Bretaña reconociera la
independencia a través de la firma de un tratado de paz y amistad requería una
unidad político-estatal de la que el Río de la Plata carecía. Por otro lado, la
ocupación brasileña de la Banda Oriental se había convertido en un fuerte
elemento de presión, capitalizado por la oposición porteña al Partido del
Orden. A través de la prensa periódica, los líderes de esta oposición acusaban
al gobierno de Buenos Aires de haber abandonado a su suerte a los compatriotas
orientales. Ambas cuestiones actualizaron, en un clima de cierta urgencia, el
debate en torno a la reunión de un nuevo congreso de todas las provincias para
establecer definitivamente una constitución nacional.
La convocatoria al Congreso Constituyente realizada
por el gobierno de Buenos Aires hizo renacer las diferencias entre las
provincias y, en cada una de ellas, entre diversas formas de concebir la
organización del futuro estado. El Congreso inició sus sesiones el 16 de diciembre
de 1824, con diputados elegidos por las provincias en número proporcional a su
población; desde el comienzo se puso de manifiesto una mayor gravitación de la
delegación porteña.
La primera disposición tomada por el Congreso fue
dictar la Ley Fundamental. Dicha ley declaró constituyente a la asamblea y
estableció que, hasta que se sancionara una constitución, las provincias se
regirían por sus propias instituciones, delegando provisoriamente las funciones
del poder ejecutivo nacional en el gobierno de Buenos Aires. Pocos días después
se firmó el Tratado de Amistad, Comercio y Navegación con Gran Bretaña, en el
que se ratificó el reconocimiento de la independencia de las Provincias Unidas
(ya lo habían hecho Brasil y Estados Unidos en 1822) y en el que Inglaterra
obtuvo el tratamiento de “nación más favorecida”.
El Congreso General Constituyente de 1824 se reunió en el edificio
destinado a la celebración de las sesiones de la Sala de Representantes de
Buenos Aires, construido en 1821. La obra fue dirigida por el arquitecto
francés Próspero Catelin y, según destacaba la prensa de aquellos días, se
trató del primer edificio construido para tal objeto “entre todos los pueblos
de América que habían luchado por su emancipación’1. Actualmente
puede visitarse en la Manzana de las Luces de la ciudad de Buenos Aires.
Por la Ley Fundamental, el gobernador Las Heras quedó a cargo de las
relaciones exteriores -hasta tanto se eligiera presidente- y con facultad de
hacer propuestas al Congreso y de ejecutar sus decisiones. Las Heras se encargó
de comunicar a las provincias la nueva situación, dejando claro que respetaría
las peculiaridades y autonomía de cada una de ellas, con lo que renunciaba a
toda intervención del poder nacional. La sanción de la Constitución quedaba
postergada, a la espera de un momento más favorable, y una vez dictada -siempre
y cuando se alcanzara el consenso requerido- debía ser elevada a los gobiernos
provinciales,
que podrían rechazarla y permanecer al margen de la unión perseguida.
La Ley Fundamental y la actitud asumida por Las Heras exhiben la aún prudente y
cautelosa posición del gobierno de Buenos Aires y de los. diputados
bonaerenses, que predominó en el Congreso durante la primera etapa de su
desarrollo.
Sin embargo, la inicial concordia
se fue erosionando por diversas razones. Por un lado, la creciente
independencia de criterio del gobernador Las Heras irritaba al séquito más
cercano a Rivadavia, en particular a los diputados bonaerenses del Congreso
Constituyente, que esperaban proponer al ex ministro de gobierno de Buenos
Aires como futuro presidente del país constituido. Por otro lado, crecía en
Buenos Aires el ambiente belicista frente a la situación de la Banda Oriental,
lo cual volvía urgente la creación de un poder ejecutivo nacional permanente. A
fines de 1825, el Congreso dispuso doblar el número de sus miembros. Con este
gesto los diputados por Buenos Aires buscaron reforzar su control y reemplazar
así la moderación por actitudes más radicales. La nueva elección favoreció al
grupo porteño liderado por Rivadavia, aunque permitió también el ingreso de
algunos líderes de la oposición porteña, como Dorrego y Moreno, en
representación de otras provincias.
El 6 de febrero de 1826, el Congreso dictó la Ley de Presidencia, que
creaba un ejecutivo permanente. Bernardino Rivadavia, recién desembarcado de su
viaje a Europa, fue nombrado presidente. A esa altura de los acontecimientos,
las tensiones en el interior del Congreso eran evidentes. El vocero de la
oposición al grupo rivadaviano en el debate de la Ley de Presidencia fue Moreno,
quien esgrimió que ésta violaba la Ley Fundamental por la cual se habían
limitado las atribuciones del Congreso. La presidencia nacía como una
magistratura destinada a perdurar en el futuro ordenamiento constitucional,
tergiversando de esta manera el propósito original de consenso.
Rivadavia debió asumir su cargo en un clima cargado
de tensiones internas y conflicto externo. Brasil había declarado la guerra en
diciembre de 1825, cuando el Congreso aceptó a incorporación de la provincia
oriental a las Provincias Unidas del Río de la Plata. Por otro lado, la
Asamblea replicaba las divisiones de antaño al constituirse ahora dos partidos
con nombre propio: quienes pretendían instaurar una forma de gobierno de unidad
y centralizada pasaron a ser denominados “unitarios”, y quienes buscaban
organizar una forma de gobierno que respetara las soberanías de las provincias
continuaban bajo el nombre de
“federales”. Cabe destacar que, a diferencia de la década precedente,
el modelo de referencia de estos últimos era más claramente el de Estados
Unidos y que las autonomías eran reclamadas ya no para las ciudades, sino para
nuevos sujetos políticos, constituidos en provincias. Si bien esta escisión no
se tradujo en la identificación de porteños-unitarios versus provincianos-federales (ambas
tendencias tenían defensores y detractores en cada territorio) ni en Ja
existencia de una organización en polos de agregación partidarios que fuera más
allá del debate en torno a la forma de gobierno (de hecho, los debates del
Congreso muestran un complejo mapa de adhesiones y lealtades en el que la
independencia de opinión de muchos diputados frente a determinados proyectos
puntuales era frecuente), lo cierto es que estas divisiones revelaban la
creciente polarización del espacio político.
En ese contexto, el hecho de que la elite dirigente
de la provincia de Buenos Aires abandonase definitivamente la precaria unidad
que había alcanzado con el Partido del Orden -escindiéndose entre quienes
apoyaban la política rivadaviana y unitaria y quienes se replegaban en la
provincia, bajo el liderazgo del gobernador Las Heras, y veían con malos ojos
la empresa nacionalizadora de sus antiguos aliados- complicaba aún más las
cosas. Las tensiones latentes terminaron de dividir las opiniones cuando
Rivadavia, tres días después de asumir, presentó al Congreso el proyecto de Ley
de Capitalización. En él se declaraba a Buenos Aires capital del poder
nacional, a la que se subordinaba un territorio federal que iba desde el Puerto
de Las Conchas (Tigre) hasta el Puente de Márquez y desde allí, en línea
paralela al Río de la Plata, hasta Ensenada. La provincia de Buenos Aires,
separada del distrito federa!, se reorganizaba en dos nuevos distritos: la
provincia del Salado, con capital en Chascomús, y la del Paraná, con capital en
San Nicolás. Los impulsores del proyecto debieron enfrentar la oposición del
sector federal, cuyo vocero fue Moreno, y la de diputados de distintas
provincias, como Gorriti y Funes, e incluso la del propio Juan José Paso,
representante por Buenos Aires, que advertía los efectos perniciosos de privar
a la estructura económica provincial de su tradicional unidad entre ciudad y
campaña.
La promulgación de la Ley de Capital en marzo de
1826 terminó aislando al grupo unitario rivadaviano de sus antiguos apoyos. Por
un lado, al suprimirse las instituciones de la provincia creadas en 1821, y
quedar disuelta la Sala de Representantes de Buenos Aires y cesante el
Ejecutivo provincial ejercido por Las Heras, creció la irritación de muchos de
los miembros de la elite política porteña. Mucho más alar-
mante para los intereses económicos locales fue que la provincia
perdiera, con la federalización del territorio asignado a la capital, la
principal franja para el comercio ultramarino y, con ella, la fuente más
importante de recursos fiscales, la Aduana, ahora en manos del gobierno
nacional. Así, pues, a la oposición federal se le unieron los sectores
económicamente dominantes de la provincia. Los Anchorena, los Terrero, los
Rosas, dueños de grandes estancias en la campaña bonaerense, se encargaron de
levantar petitorios en la campaña para evitar la sanción de la Ley de
Capitalización, que reduciría la posibilidad de expandir sus negocios, en la
medida en que los intereses del campo se hallaban articulados con los del
comercio urbano. Por eso, entendían indispensable sostener la unidad entre
ciudad y campaña, y de este modo defender el proceso de ocupación y expansión
territorial iniciado entonces.
De manera que, con la Ley de
Capitalización, el grupo unitario que aún dominaba el Congreso se lanzó a
concretar su aventura nacionali- zadora, haciendo caso omiso de la creciente
oposición de la Asamblea. Su próxima tarea era dictar una constitución. A
comienzos de 1825, cuando aún predominaba una actitud moderada en el interior
del Congreso, el sector unitario había promovido una consulta a las diferentes
provincias para que se expidieran en torno a la la futura organización del
estado. Las respuestas recibidas, y evaluadas al año siguiente, dieron el
siguiente resultado: seis provincias se pronunciaron por el sistema federal
(Entre Ríos, Santa Fe, Santiago del Estero, San Juan, Mendoza y Córdoba, que
rectificó un primer dictamen en favor del sistema unitario), cuatro lo hicieron
por un sistema unitario (Tucumán, Salta, Jujuy y La Rioja) y seis remitieron la
decisión del asunto al Congreso (Corrientes, Catamarca, San Luis, Misiones,
Montevideo y Tarija). La Asamblea Constituyente, en la que el sector unitario
tenía mayoría, quedaba como árbitro de la organización definitiva. A tal
efecto, se dispusieron los diputados a estudiar el proyecto de constitución.
En septiembre de 1826, la Comisión de Negocios Constitucionales dio a
conocer un proyecto. Aunque sus miembros afirmaron haber tomado como base la
Constitución de 1819, su centralismo había sido relativamente atenuado con la
creación, en las provincias, de consejos de administración electivos con
derecho a proponer ternas de candidatos para la designación de los gobernadores
por parte de las autoridades nacionales. De cualquier manera, los diputados
federales argumentaron que la carta orgánica propuesta avasallaba los derechos
soberanos de las
provincias, recordando las nefastas experiencias vividas en el Río de
la Plata luego de los fallidos intentos de imponer regímenes centralizado- res.
Criticaron, además, la restricción del régimen representativo, al excluir del
derecho de voto a criados, peones, jornaleros, soldados de línea y los
considerados “notoriamente vagos”. Luego de acalorados debates, la votación fue
concluyente: cuarenta y tres diputados se expidieron a favor del proyecto,
frente a once que se opusieron. La Constitución fue sancionada el 24 de
diciembre de 1826; en ella se advertía, entre muchas otras variaciones, un
doble desplazamiento respecto de la aprobada en 1819. Por un lado, había un
cambio de nominación importante, con el reemplazo del nombre de Provincias
Unidas de Su,d- américa por el de República Argentina. Por el otro, frente al
silencio respecto de la definición sobre la forma de gobierno en la carta de
1819, en el artículo 7 de la Constitución de 1826 se declaraba explícitamente
que “la nación argentina adopta para su gobierno la forma representativa
republicana, consolidada en unidad de régimen”.
No obstante, la nueva república nacía en un clima
político, interno y externo, que presagiaba un mal futuro para sus
posibilidades de subsistencia. En el plano interno, para esa fecha, la reacción
en las provincias ya estaba en marcha. Desde Córdoba, Bustos lideraba una
férrea oposición a la nueva constitución y a la persona del presidente. Sus
intentos de hegemonizar un bloque enfrentado al Congreso y a la política de
Buenos Aires habían fracasado al no obtener el apoyo de las provincias del
Noroeste. Desde La Rioja, Facundo Quiroga mantenía un equilibrio favorable al
Congreso, apoyando incluso, a comienzos de 1826, el régimen unitario propuesto.
Muy poco tiempo después, la relación del rio- jano con Buenos Aires exhibió un
notable giro que transformó el mapa político general. El desenlace se produjo a
partir de la conflictiva situación interna de las provincias de Catamarcay San
Juan, en las que distintas facciones se disputaban el poder, y donde
participaron luego La Rioja y Mendoza. Finalmente, la guerra civil se desató
cuando Rivadavia envió al general Lamadrid a reclutar tropas para la guerra
contra el Brasil, y éste se apoderó del gobierno provincial de Tucumán,
atrayendo bajo su órbita al gobernador de Catamarca. Facundo Quiroga se lanzó
con sus milicias sobre Catamarca primero, donde depuso al gobernador, sobre
Tucumán luego, venciendo a Lamadrid, sobre San Juan, imponiendo un gobernador,
y finalmente sobre Santiago del Estero, para colaborar con Felipe Ibarra y
derrotar definitivamente a Lamadrid. Quiroga se erigió así en el árbitro de las
relaciones de poder del Noroeste y rompió definitivamente con Buenos Aires para
acercarse
por fin a Córdoba. A comienzos de 1827,
varias provincias (Córdoba, La Rioja, Santiago del Estero, San Juan) habían
rechazado la Constitución dictada pocos meses antes y al presidente en
funciones, Bernardino Ri- vadavia. Entre tanto, el litoral se reacomodaba
también al nuevo contexto interprovincial. Santa Fe, gobernada por Estanislao
López, dejó de apoyar a Buenos Aires cuando la posición unitaria del Congreso
dividió al Partido del Orden.
En el Manifiesto dei Congreso Genera! Constituyente dirigido a ¡os
pueblos de ¡a República Argentina se intentaba mostrar las ventajas de ¡a forma
de gobierno adoptada:
“En cuanto a la administración interior de las provincias, examinad
atentamente todo el contesto de la sección séptima, que establece sus bases y
organiza su régimen, y hallareis todas las ventajas, que han podido ser objeto de vuestros deseos.
Quizás excedan las esperanzas de aquellos mismos pueblos que buscaban
exclusivamente en la federación la garantía de sus intereses locales. Reservando
la Constitución a cada una de las provincias la elección de sus autoridades,
pone en sus manos todos los medios
de hacer su bien. Quedan constitucionalmente en plena posesión de sus
facultades para procurarse la prosperidad posible, aprovechando ios favores de
su clima, la riqueza de sus frutos, los efectos de su industria, la comodidad
de sus puertos, y cuantas mejoras puede prometer a un pueblo libre la
fertilidad del suelo, de mancomún con ia actividad de! hombre. ¡Provincias,
pueblos, ciudadanos de la República Argentina! Ved aquí resuelto sencillamente
el gran problema sobre la forma de gobierno, que ha inquietado la confianza de
algunos, y ha suscitado los temores de otros. Vuestros representantes, ligados
como vosotros a la suerte de la Patria, por idénticos títulos, por iguales
intereses, han entresacado todas las ventajas del gobierno federal, separando
sólo sus inconvenientes; y han adoptado todos los bienes dei gobierno de
unidad, excluyendo únicamente cuanto pueda ser perjudicial a los derechos
públicos e individuales. Como las abejas industriosas que, extrayendo el jugo
de diversas flores, forman su delicioso panal, así, escogiendo los bienes, y
segregando los males de los diversos elementos de los gobiernos simples, han
constituido un gobierno compuesto, conforme a las circunstancias del país, pero
esencialmente libre, y protector de los derechos sociales.
Una simple y rigurosa federación sena la forma menos adaptable a
nuestras provincias, en el estado y circunstancias del país y mientras el
Congreso ha fijado constantemente su consideración en las grandes razones, que
contradicen una semejante forma, no ha perdido jamás de vista lo que todo
patriota argentino debe reputar como el más grande y más caro interés de la
República: la consolidación de nuestra unión, a la cual están íntimamente
ligadas nuestra prosperidad, nuestra felicidad, nuestra seguridad, y nuestra
existencia nacional. Sí, nuestra existencia, ciudadanos. No es posible proveer
a estos objetos, sino fijando un poder central; pero un poder bienhechor, capaz de fomentar, e
incapaz de contrariarlos principios de bienestar de cada provincia.
Justo es quq corramos en pos de la libertad y de la felicidad, por las cuales
hemos hecho tan grandes sacrificios; pero no corramos tras nombres vanos y
estériles: busquemos en su realidad las cosas. No están en la federación
precisamente los bienes de la libertad y de la felicidad, a que aspiramos:
repasad los tiempos, y las naciones, y os presentarán tristes ejemplos de
muchas que, gobernadas bajo formas federales, han sido más esclavas que bajo el
poder terrible de los déspotas del Asia. Así sería la nuestra bajo una
federación mal organizada. Gravad, ciudadanos, en vuestros ánimos esta profunda
verdad: es libre y feliz un gobierno que
deriva sus poderes de la voluntad del pueblo, que los conserva en armonioso
equilibrio y que respeta inviolablemente los derechos del hombre. Juzgad
después si tiene estos caracteres el gobierno que os ofrece la constitución
presente”.
“Manifiesto del Congreso General Constituyente a los Pueblos de la
República Argentina”, 24 de diciembre de 1826, en Emilio Ravignani, Asambleas Constituyentes Argentinas, tomo
6, 2a parte, Buenos Aires, Instituto de Investigaciones Históricas
de la facultad de Filosofía y Letras, UBA, 1939 {el destacado es dei texto). JBP
En el plano externo, la situación también era desfavorable: el
agravamiento de la situación en la Banda Oriental había llevado a la
declaración de guerra contra el Brasil. Ésta se produjo luego de la aventura
-conocida como la campaña de los ‘Treinta y tres orientales”- liderada por el coronel oriental Juan Antonio
Lavalleja, quien desembarcó en la costa uruguaya en abril de 1825 y declaró la
incorporación de la Banda Oriental a las Provincias Unidas. Con esta actitud
Lavalleja buscaba presionar al Congreso reunido en Buenos Aires para obtener
una declaración contundente respecto de la ocupación brasileña. De hecho, lo
lo-
gró. Los diputados se vieron compelidos a
resolver la incorporación de la Banda Oriental a las Provincias Unidas y
aclararle al emperador brasileño que tal decisión estaría respaldada por la
fuerza. Esto provocó, como era de esperar, la declaración de guerra por parte
del Brasil, en diciembre de 1825.
Luego de controlar parte de la campaña de la Banda Oriental, la campaña
de los Treinta y tres orientales, bajo la jefatura de Juan Antonio Lavalleja,
antiguo oficial artlgulsta exiliado en las provincias rioplatenses, dio lugar a
un movimiento de rebelión contra la ocupación brasileña.
Poco después de iniciada la campaña, Lavalleja convocó a los cabildos y
formó un gobierno provisional que se instaló en La Florida.
Rivadavia, ya en funciones de presidente, designó al general Carlos de
Alvear jefe del ejército, convertido en Ejército Nacional por ley del Congreso
en mayo de 1825. Al almirante Guillermo Brown se le encomendó la creación y
dirección de las fuerzas navales. Aunque durante el año 1826 no se llevaron a
cabo acciones bélicas decisivas, las repercusiones de la declaración de guerra
se hicieron sentir internamente, como consecuencia del bloqueo naval impuesto
por la escuadra brasileña al Río de la Plata. Esto impedía la llegada de barcos
al puerto y, en consecuencia, la posibilidad de comerciar con el extranjero,
deteriorando las finanzas tanto privadas como públicas. En febrero de 1827, los
ejércitos se enfrentaron en Ituzaingó, donde la derrota brasileña fue total.
Pero ni este triunfo ni los obtenidos por las fuerzas navales de Brown en los
primeros meses de 1827 fueron suficientes para ganar la guerra o, al menos,
para romper el bloqueo. Mientras tanto, el comercio local se hundía y la crisis
se hacía sentir en todos los niveles sociales repercutiendo en el ya debilitado
gobierno central.
Inglaterra, que ya había enviado una misión
diplomática a cargo de lord Ponsonby para mediar en el conflicto, redobló sus
esfuerzos bajo la presión de los intereses ingleses instalados en el Río de la
Plata, que veían sus negocios arruinados con la prolongación del bloqueo y de
una guerra que, desde el punto de vista bélico, no parecía tener resolución
definitiva en el corto plazo. Inglaterra proponía, como eje de la negociación,
que la Banda Oriental no perteneciera ni al Imperio del Brasil ni a la novel
República Argentina: su independencia era considerada la mejor prenda de
conciliación entre las fuerzas beligerantes. Pero el enviado del gobierno,
Manuel Garda, se excedió en sus instrucciones y firmó un acuerdo preliminar de
paz en el que aceptaba la incorporación de la Banda Oriental al Imperio y la
libre navegación de los ríos. Era un triunfo diplomático absoluto del emperador
del Brasil. De regreso en Buenos Aires, García sometió el acuerdo a la
consideración del Congreso y del presidente. En una situación de absoluta
debilidad, producto de la oposición de las provincias a la Constitución dictada
poco tiempo antes, la guerra civil desatada en el interior y la falta de apoyo
en la misma Buenos Aires, Rivadavia decidió desconocer una paz tan deshonrosa y
renunció a su cargo de presidente en junio de 1827. El Congreso aceptó el
rechazo del acuerdo y también su renuncia, y designó presidente provisional a
Vicente López y Planes.
A esa altura, las divisiones en el interior del
Congreso entre unitarios y federales se habían trasladado a todas las
provincias, alcanzando una
virulencia hasta entonces desconocida. El
nuevo presidente pasó a ser una figura simbólica. Su autoridad no era acatada
en las provincias ni el Congreso representaba la “voluntad general” de éstas.
Tal descrédito condujo a la renuncia del presidente provisional y a la
disolución del Congreso. Ambas autoridades morían de muerte natural y, junto
con ellas, la última tentativa, durante la primera mitad del siglo XIX, de
conformar una unidad político-constitucional con las provincias que habían
quedado del anterior virreinato.
A pesar del optimismo provocado por el triunfo de Ituzaingó, la flota
brasileña, estacionada en Montevideo, Colonia y la isla Martín García, contaba
con ochenta barcos de guerra y más de veinte fragatas, corbetas y bergantines.
Frente al bloqueo impuesto por Brasil, algunos empresarios particulares
comenzaron a aunar buques corsarios en los que los tripulantes tenían derecho
al botín. La guerra de corso se libró en naves pequeñas que actuaban dando
golpes sorpresivos.
Luego de la disolución del Congreso Constituyente, en junio de 1828 se
reunió una convención en Santa Fe, con pretensiones de concretar la tarea
incumplida. Pero la iniciativa quedó frustrada casi de inmediato. Las rencillas
internas dentro del propio campo federal condujeron a que la convención se
disolviera dos meses después. Las provincias regresaron, pues, a su anterior
condición de autonomía y Buenos Aires volvió a la situación institucional
previa a la Ley de Capitalización.
En ese escenario, cabe preguntarse qué había
cambiado con la nueva acefalía del poder central con relación a 1820. En primer
lugar, el Cabildo capitalino ya no existía para ocupar provisionalmente el
poder. Su supresión, junto a la de la mayoría de los cabildos del resto de las
provincias, exhibía una de las transformaciones sucedidas en esos años. Las
bases del poder político e institucional se habían reconfigurado al conformarse
las repúblicas provinciales e integrarse los espacios urbanos y rurales a
través de los entramados jurídicos sancionados durante la década. Este proceso
mostraba un desplazamiento del poder desde los tradicionales espacios urbanos
coloniales hacia un nuevo espacio político en el que la campaña comenzaba a
cobrar mayor relevancia. Las implicancias de ese desplazamiento podían
advertirse en distintas esferas.
En el plano de la economía, la desestructuración de
los circuitos mercantiles coloniales con la pérdida del Alto Perú y la
declaración del libre comercio volcaron, visiblemente en el caso de Buenos
Aires y más tarde en el resto del litoral, el motor del crecimiento económico
hacia la producción ganadera destinada al mercado atlántico. En el plano de la
política, el desplazamiento se expresó en todas las provincias. Desde el punto
de vista institucional, los espacios rurales pasaron a tener un estatus de
pleno derecho en la representación política que, aunque minoritaria respecto de
las ciudades en muchos casos -como lo fue en la misma Buenos Aires durante la
década de 1820-, ponía en evidencia la transformación ocurrida desde el período
colonial, cuando las campañas no eran más que territorios dependientes de la
jurisdicción de los cabildos. Desde el punto de vista de las prácticas, si bien
la emergencia de caudillos regionales coexistió con el creciente proceso de
institucionalización política, nadie podría negar que, en el nuevo papel que
jugaron después de 1820, se hacía ostensible un cambio significativo en la
reconfiguración de las bases de poder. En tales transformaciones -catalogadas
por algunos historiadores como procesos de
“ruralización”- se expresan nuevas relaciones entre sociedad, economía,
política y territorios.
De manera que la nueva acefalía
del poder central se produjo en un escenario muy distinto al de 1820. Buenos
Aires ya había comprendido muy bien las ventajas de la autonomía. Tan eficiente
había sido ese aprendizaje que la aventura nacionalizadora del grupo unitario
le hizo perder a éste el apoyo de sus principales bases de poder entre la elite
política y económica de la provincia. Las provincias, a su vez, comenzaron a
advertir las dificultades de vivir en el marco de una autonomía absoluta, sin
recursos con los cuales sostenerse; la conformación de ligas interprovinciales
evidenciaba tal debilidad. Cualquier pacto que implicara organizar
constitucionalmente el país debía partir de esta asimétrica correlación de
fuerzas. Buenos Aires, a diferencia de lo que sucedía en la década
revolucionaria, ya no estaba dispuesta a reconquistar su antiguo papel de
capital a cualquier precio. Las elites provinciales se debatieron de allí en
más dentro del dilema que implicó reclamar el autogobierno de sus asuntos
locales sin renunciar a que la provincia más poderosa decidiera legar la parte
más rica de su territorio para sostenerlas.
En pos de restituir las instituciones provinciales suprimidas con la
Ley de Capitalización, se convocó a elecciones para designar a los diputados
bonaerenses que debían conformar la Sala de Representantes y elegir nuevo
gobernador. Pero el clima electoral ya no era el que reinaba a comienzos de la
década. La división entre unitarios y federales cristalizada en el Congreso
Constituyente se trasladó a la provincia y exacerbó el espíritu de facción,
situación que se expresó en el estilo adoptado por la prensa periódica y en la
creciente violencia e intolerancia que impregnaron los diferentes momentos del
acto electoral. Si bien la prensa ya estaba familiarizada con las polémicas y
los fuertes debates en sus páginas, el tono beligerante expresado luego de 1827
anunciaba una radicalización de las divisiones -tanto en la elite dirigente
como entre los publicistas que se convertían en sus voceros- muy distintas de
aquellas que habían segmentado al cuerpo político durante la feliz experiencia rivadaviana. Por otro
lado, los mecanismos utilizados para difundir las listas de candidatos y hacer
propaganda electoral, así como los que se pusieron enjuego en la conformación
de las mesas, la movilización de los votantes y la realización de los escrutinios,
exhibieron una beligerancia desconocida hasta ese momento.
Las elecciones se realizaron en un ambiente de
creciente tensión; la votación dio el triunfo al Partido Federal, cuyas filas
se engrosaron con los disidentes del Partido del Orden. La Sala designó a
Manuel Dorrego gobernador de la provincia de Buenos Aires, quien frente a la
acefalía del poder central debió asumir provisoriamente el manejo de las
relaciones exteriores, según lo estipulado en la Ley Fundamental dictada en
1825 por el Congreso, de reciente disolución. Esto implicó hacerse cargo de
finalizar la guerra y firmar la paz con el Brasil. El escenario heredado era
por cierto muy complejo. A pesar de haber sido uno de los líderes más proclives
al desenlace bélico con Brasil y crítico mordaz de la gestión rivadaviana desde
1824, Dorrego reconocía que no se podía prolongar más tiempo la situación de
guerra y menos aún la de un bloqueo absolutamente ruinoso para el Río de la
Plata. La propuesta británica de dar la independencia a la Banda Oriental
parecía la salida más decorosa y la única opción de lograr la paz. Con este
propósito, Dorrego envió una misión diplomática que, en agosto de 1828,
finalmente firmó un tratado de paz sobre la base de la independencia absoluta
de la Banda Oriental. Así nacía, pues, la República Oriental del Uruguay.
La firma del tratado disparó conflictos latentes. A
la difícil situación interprovincial y a la división facciosa entre unitarios y
federales, se le sumó el descontento de algunos jefes del ejército que lucharon
contra el Imperio del Brasil, quienes no le perdonaban a Dorrego la firma de un
tratado que consideraban deshonroso. Parte del grupo unitario de Buenos Aires
-desplazado del gobierno provincial luego de las elecciones- aprovechó este
descontento para derrocar al gobernador. Liderado por el general Juan Lavalle,
quien, una vez finalizada la guerra, acababa de bajar con su división del
ejército a la ciudad de Buenos Aires, se produjo un movimiento militar de signo
unitario que el Ia de diciembre de 1828 destituyó a Dorrego de su
cargo y disolvió la Sala de Representantes electa pocos meses antes. Dorrego
debió huir en busca de auxilio hacia la campaña, donde se hallaba Juan Manuel
de Rosas, comandante de milicias de la provincia de Buenos Aires.
Rosas había sido designado en aquel cargo por el
efímero presidente Vicente López y Planes y ratificado por Manuel Dorrego
cuando fue ungido gobernador. Cabe destacar que, hasta la reunión del Congreso
Constituyente de 1824, y más precisamente hasta el debate de la Ley de
Capitalización, Rosas no había ocupado cargos políticos en el gobierno ni había
mostrado signos de hostilidad hacia la elite gobernante. El rápido ascenso de
su carrera política comenzó cuando, desplazado Dorrego del poder, asumió el
doble papel de defensor del orden en la
campaña y árbitro de la conflictiva
situación creada entre unitarios y federales, identificándose cada vez más
claramente con los segundos.
Los signos de división facciosa comenzaron a expresarse en nuevos
símbolos identitarios que penetraban en los distintos estratos sociales. La
forma de vestirse para ir a votar, ocasión en la que el frac y ia levita
presuponían ei voto unitario, mientras que la chaqueta el voto federal, o las
consignas que los sufragantes proclamaban a viva voz -identificándose, en cada
caso, con alguna de las dos facciones en pugna (“¡Vivan ios federales! ¡Mueran
los del frac y la levita!”, “¡Viva Dorrego, mueran los de casaca! ¡Viva el bajo
pueblo!“)- evidencian los cambios producidos en el universo político.
LaváUe, por su parte, luego de hacerse nombrar gobernador a través de
un mecanismo de dudosa legitimidad (convocó a una asamblea popular que lo
designó a “mano alzada”), delegó el mando en el almirante Brown y ssflió a la
campaña en una implacable persecución de Dorrego,
quien finalmente fue capturado. Luego de
ciertos desacuerdos sobre la actitud a tomar frente al prisionero, Lavalle
decidió ejecutarlo. El fusilamiento de Dorrego, el 13 de diciembre de 1828, no
hizo más que exacerbar los conflictos y dar inicio a una guerra civil que
mantuvo en vilo a Buenos Aires durante más de seis meses. Los unitarios tenían
controlada la ciudad gracias al apoyo que recibieron de algunas divisiones del
ejército regular, y los federales dominaban la campaña con sus milicias. Rosas
buscó el apoyo de Estanislao López y, luego de algunos enfrentamientos, logró
derrotar a Lavalle en Puente de Márquez, el 29 de abril de 1829.
El 24 de junio se firmó el Pacto de Cañuelas entre los líderes de los
bandos enfrentados: Rosas y Lavalle. Así, se ponía fin a las hostilidades y se
asumía el compromiso de convocar a elecciones para formar nueva Sala de
Representantes, que a su vez designaría al gobernador de Buenos Aires. Lo que
no se supo públicamente es que Rosas y Lavalle firmaron una cláusula secreta en
la que se comprometieron a asistir a dichas elecciones con una lista unificada
de candidatos que debía intercalar miembros moderados dei bando unitario y
federal respectivamente. A pesar de los esfuerzos realizados por los firmantes,
dicha lista no fue respetada en los comicios. Los diferentes grupos de la elite
porteña se resistieron a tal unificación y se lanzaron a conquistar votos el
día 26 de julio de 1828, cuando se realizaron las elecciones. Como era de
esperar, la violencia estuvo a la orden del día y Lavalle anuló las elecciones.
A! borde una vez más de la guerra civil, se arribó a un nuevo pacto en
Barracas, el 24 de agosto, por el cual se nombró gobernador provisorio al
general Juan José Viamonte, un federal moderado que debía hacer cumplir el
Pacto de Cañuelas.
A esa altura, era el comandante general de la campaña
el que se había convertido en el árbitro de toda esta conflictiva situación.
Luego de debatir con el gobernador provisorio cuáles serían las medidas más
convenientes, la decisión no fue convocar a nuevas elecciones, sino restituir
la misma Junta de Representantes derrocada por el motín militar del P de
diciembre de 1828 para que ésta designara gobernador. Así, exactamente un año
después de su disolución, volvió a reunirse la Sala y nombró casi por
unanimidad (treinta y dos votos sobre treinta y tres diputados) al nuevo
titular del poder ejecutivo provincial: Juan Manuel de Rosas.
Mientras Buenos Aires parecía de este modo regresar
a un clima de orden, la situación en el interior distaba mucho de ser
armoniosa. El
conflicto interprovincial reapareció una vez más y la guerra chai se
reanudó con especial virulencia. Pese a las victorias mili lares obtenidas por
Facundo Quiroga luego de oponerse abiertamente a los unitarios, en 1829 las
provincias del interior estaban lejos de conformar un bloque homogéneo. Aunque
las provincias andinas -La Rioja, Catamarca y Cuyo- continuaban bajo el control
del caudillo riojano, no sucedía lo mismo con Salta y Tucumán. La primera
seguía en manos de sectores unitarios; en la segunda, el gobernador impuesto por
Quiroga, Javier López, comenzó a distanciarse de él. En Santiago del Estero,
Felipe Ibarra mantenía una
posición relativamente neutral, mientras que en Córdoba, Bustos no lograba
controlar la situación interna, aunque ratificó su alianza con el riojano.
De hecho, el conflicto abierto estalló a partir de
la situación cordobesa. Mientras que en Buenos Aires los unitarios liderados
por Lavalle habían sido vencidos por las fuerzas federales, el general unitario
José María Paz intentó revertir la hegemonía lograda por los federales
avanzando sobre Córdoba, su provincia natal. En verdad, en 1820, el general
Paz, junto con Bustos, había conducido la sublevación de Arequito. Ambos se
habían opuesto a enfrentar con su columna del ejército del Norte a las fuerzas federales
que acechaban Buenos Aires, y habían acordado instalar en el gobierno cordobés
a los jefes de la facción federal local que hasta ese momento intentaban
aliarse con las fuerzas arti- guistas. Pero el acuerdo duró muy poco: Bustos
decidió alzarse con el poder y distanciarse de los federales de su provincia y
del general Paz, quien se identificaba entonces con la fuerza federal local
cordobesa. Más tarde, en la guerra contra el Brasil, Paz dirigió una de las
columnas del ejército; una vez terminado el enfrentamiento, regresó de la Banda
Oriental, aunque más tardíamente que los dirigentes responsables del golpe del
1B de diciembre de 1828 en Buenos Aires.
En aquellos años, Paz había abandonado su antigua
filiación federal, aunque las coincidencias con los unitarios al mando de
Lavalle y sus aliados porteños no eran muchas. Su proyecto era avanzar sobre
Córdoba y derrocar a su tradicional rival, el gobernador Bustos. Sin embargo,
al no encontrar en Buenos Aires el apoyo que esperaba para dicho avance -ya que
las fuerzas de Lavalle estaban jaqueadas por los federales al mando de Rosas-,
el general cordobés conformó un pequeño ejército -constituido básicamente por
ex combatientes de la guerra contra el Brasil- y en abril de 1829 avanzó por el
sur de Santa Fe hasta penetrar en su provincia natal.
El vertiginoso éxito obtenido por el general Paz con fuerzas militares
tan reducidas sólo se explica por la debilidad del bloque adversario. Paz
avanzó militarmente sobre Bustos y obtuvo una victoria decisiva en San Roque,
en abril de 1829. Esto condujo a Bustos a retirarse a La Rioja y a buscar
refugio en Quiroga, y le proporcionó a Paz una sólida base de operaciones,
además de la adhesión de las provincias de Tu- cumán y Salta.
En junio de 1829, Facundo Quiroga, quien aún
dominaba el frente andino, avanzó sobre Córdoba con una fuerza de unos cinco
mil hombres. Pese a que el ejército comandado por Paz se reducía a la mitad de
efectivos (incluyendo los refuerzos enviados desde Salta y Tucumán), el general
cordobés demostró sus superiores dotes de estratega venciendo al caudillo
riojano en La Tablada. A comienzos de 1830, Quiroga volvió a invadir Córdoba,
pero nuevamente resultó vencido por las fuerzas de Paz en la batalla de
Oncativo.
La principal consecuencia del triunfo del general
cordobés fue la constitución de un bloque opositor en todo el interior que, en
nombre del unitarismo, intentaría erradicar a los federales del conjunto del
territorio. En verdad, ambos bandos eran sumamente heterogéneos: ni los
unitarios liderados por Paz tenían fuertes coincidencias respecto de la futura
organización del país bajo un régimen de unidad, ni menos aún acordaban los
federales en tomo al significado que le daban a este término. Tal como
demuestra la correspondencia entre Rosas, López y Quiroga -principales líderes
del federalismo-, eran pocos los puntos en común respecto de la futura
convocatoria a un Congreso Constituyente y a las decisiones que allí deberían
tomarse. De hecho, luego de la disolución del Congreso Constituyente, los
términos “unitario" y “federal” ya no referían tanto a los modelos
constitucionales o formas de gobierno en debate como a los alineamientos
políticos más contingentes, que no escondían disputas facciosas o personales.
En el marco de ese soterrado desplazamiento, los bandos enfrentados en la
guerra civil de esos años se identificaron respectivamente con unitarios y
federales.
Frente a este nuevo mapa político, al general Paz no
le quedaban mayores alternativas que buscar apoyo en las provincias del
interior para neutralizar el avance de las fuerzas federales y consolidar así
su autoridad en Córdoba. Se lanzó entonces a trascender la esfera provincial,
valiéndose de las alianzas previas. El general Lamadrid -quien« como ya
se mencionó, había participado en años
anteriores en los conflictos del interior a favor del grupo unitario del
Congreso- se apoderó de San Juan y La Rioja, mientras otras divisiones ocuparon
Mendoza, San Luis, Catamarca y Santiago del Estero. El poderío de Quiroga
parecía destruido frente al avance de Paz.
En sus Memorias Postumas, el
general Paz dejó testimonio de las "creencias populares” que circulaban en
torno a la persona de Facundo Quiroga:
“En las creencias populares con respecto a Quiroga, hallé también un
enemigo fuerte a quien combatir; cuando digo populares, hablo de la campaña,
donde esas creencias habían echado raíces en algunas partes y no sólo afectaban
a la última clase de la sociedad. Quiroga
era tenido por un hombre inspirado; tenía espíritus familiares que
penetraban en todas partes y obedecían a sus mandatos; tenía un célebre
‘caballo moro' {así llaman al caballo de un color gris) que, a semejanza de la
cierva de Sartorio, le revelaba las cosas más ocultas y le daba los más
saludables consejos; tenía escuadrones de hombres que, cuando Sos ordenaba, se
convertían en fieras, y otros mil absurdos de ese género. Citaré algunos hechos
ligeramente, que prueban lo que he Indicado. Conversando un día con un paisano
de la campaña, y queriendo disuadirlo de su error, me dijo: ‘Señor, piense
usted lo que quiera, pero la experiencia de años nos enseña que el señor
Quiroga es Invencible en la guerra, en el juego (y, bajando la voz, añadió), en
el amor. Así es que no hay ejemplo de batalla que no haya ganado; partida de
juego que haya perdido; (y, volviendo a bajar la voz) ni mujer que haya
solicitado, a quien no haya vencido’. Como era consiguiente, me eché a reír con
muy buenas ganas; pero el paisano ni perdió su serenidad, ni cedió un punto de
su creencia.
Cuando me preparaba para esperar a Quiroga, antes de La Tablada, ordené
al comandante don Camilo Isleño, de quien ya he hecho mención, que trajese un
escuadrón a reunirse al ejército, que se hallaba a la sazón en el Ojo de Agua,
porque por esa parte amagaba el enemigo. A muy corta distancia, y la noche
antes de incorporárseme, se desertaron ciento veinte hombres de él, quedando
solamente treinta, con que se incorporó al otro día. Cuando le pregunté la
causa de un proceder tan extraño, lo atribuyó a miedo de los milicianos a las
tropas
de Quiroga.
Habiéndole dichq que de qué provenía ese miedo, siendo así que los cordobeses
tenían dos brazos y un corazón como los riojanos, balbuceó algunas expresiones,
cuya explicación quería absolutamente saber. Me contestó que habían hecho
concebir a los paisanos queQuiroga traía entre sus tropas ‘cuatrocientos
capiangos’, lo que no podía menos que hacer temblar a aquéllos. Nuevo asombro
por mi parte; nuevo embarazo por la suya; otra vez exigencia por la mía; y
finalmente, la explicación que le pedía. Los ‘capiangos’ según él, o según lo
entendían los milicianos, eran unos hombres que tenían la sobrehumana facultad
de convertirse, cuando lo querían, en ferocísimos tigres, 'y ya ve usted
-añadía el candoroso comandante- que cuatrocientas fieras lanzadas de noche a
un campamento acabarán con él irremediablemente1. Tan solemne y
grosero desatino no tenía más contestación que el desprecio o el ridículo;
ambas cosas empleé, pero Isleño conservó su impasibilidad, sin que pudiese
conjeturar si él participaba de la creencia de sus soldados, o si sólo
manifestaba dar algún valor a la especie para disimular la participación que
pudo haber tenido en su deserción; todo pudo ser”.
José María Paz, Memorias postumas (1855), Buenos Aires,
Emecé,
2000. &
A mediados de 1830, los unitarios victoriosos buscaron
institucionalizar el éxito obtenido a través de la formación de una liga de provincias
que, además de comprometerse a convocar a un congreso nacional para dictar una
constitución, le entregó al gobernador de Córdoba el supremo poder militar con
plenas facultades para dirigir el esfuerzo bélico y le retiró a Buenos Aires la
representación de las relaciones exteriores. Quedaban naturalmente excluidas de
esta liga Buenos Aires y las provincias del litoral; el país se dividía así en
dos bloques antagónicos, que mostraban puntos de debilidad interna.
La Liga del Interior estaba montada sobre un fuerte
control militar en cada una de las provincias ganadas a la anterior influencia
del caudillo riojano, refugiado ahora en Buenos Aires. Esto indicaba la
existencia de diversos grupos que se oponían a la ocupación, por lo que no les
resultaba fácil obtener los recursos necesarios para mantener a las tropas en
el terreno: si los ocupantes no gozaban del consenso necesario de parte de la
población, en particular de las elites locales poseedoras de los recursos
requeridos, difícilmente podrían consolidar su poder en el interior.
Por otro lado, si el dominio federal parecía más
sólido en el litoral, no lo era la unión que existía entre sus provincias. En
Entre Ríos, la situación era de absoluta inestabilidad, dadas las disputas regionales
suscitadas entre distintos caudillos y grupos de la elite provincial. Santa Fe
y Corrientes, aunque más consolidadas internamente, bregaban por reunir un
congreso constituyente que dictara una carta orgánica consagrando el principio
de organización federal. Finalmente, Rosas, a través de maniobras dilatorias y
argumentos que apelaban a la conveniencia de esperar el “momento oportuno”, se
negaba de manera categórica a reunir dicho congreso.
En ese contexto, y como inmediata respuesta al pacto
que unió a las provincias del interior, Buenos Aires retomó la iniciativa con
el objetivo de formar una alianza ofensiva y
defensiva de las provincias del litoral para enfrentar el poderío del general
Paz. Convocó así al gobernador de Santa Fe y a un representante de Corrientes
para discutir los términos de un futuro tratado. En esa discusión quedó de
manifiesto la disidencia entre Pedro Ferré, representante de Corrientes, y Juan
Manuel de Rosas con respecto a la futura organización del país. Estaba enjuego
la opción de dictar una constitución y sus consecuencias económicas.
Luego de varias gestiones, en
mayo de 1830 se firmó un primer tratado entre Buenos Aires, Santa Fe y
Corrientes, del que quedó excluido Entre Ríos, dada la convulsión interna que
sufría en ese momento por el alzamiento de López Jordán. Al resolverse la
situación entrerriana, se consideró necesario firmar un nuevo tratado, por lo
que los delegados de las cuatro provincias se reunieron en Santa Fe. Comenzaban
así las tratativas de lo que daría como resultado la firma del Pacto Federal.
Allí quedaron al desnudo las disidencias entre Corrientes y Buenos Aires. El
delegado correntino, Pedro Ferré, pretendía acelerar lo más posible la
organización nacional para lograr con ella una redistribución de los recursos
aduaneros, garantizar la libre navegación de los ríos Uruguay y Paraná y
establecer cierto proteccionismo económico que evitara la ruina de las
economías regionales. Santa Fe y Entre Ríos se sentían naturalmente atraídas
por tales planteos, aunque preferían no asumir una postura extrema en pos de
mantener una alianza que les resultaba beneficiosa. Buenos Aires no aceptaba
los planteos de Ferré porque con ellos veía cuestionados los principios sobre
los cuales se montó su creciente poderío económico: el librecambio, su dominio
sobre el comercio exterior y su monopolio aduanero. En medio de este forcejeo,
Rosas evaluó el peligro que significaba retirarse de la alianza e inducir así a
las provincias del litoral a firmar la paz con la Liga del Interior, lo cual lo
dejaría aislado del resto de las provincias. Era preferible, entonces, ceder en
algunos puntos para avanzar en otros.
El 4 de enero de 1831 se firmó el Pacto Federal. Su misma denominación
pone de manifiesto, una vez más, el uso indistinto que se hacía de los vocablos
federal y confederal. En su artículo 1 ° se estableció que las provincias
signatarias expresaban voluntad de paz, amistad y unión, reconociéndose
recíprocamente libertad e independencia, representación y derechos. En el
artículo 16, se incluyó una vaga y ambigua referencia respecto a la futura
reunión de un congreso —vaguedad'que exhibía las reticencias de Buenos Aires a
concretar la iniciativa-, el cual debería adoptar el principio federal.
Asimismo, se estipulaba que la Asamblea Constituyente debía consultar “la
seguridad y engrandecimiento general de la República, su crédito interior y
exterior, y la soberanía, libertad e independencia de cada una de las
provincias”. Esta convocatoria, así como la facultad de declarar la guerra y
celebrar la paz y de disponer medidas militares quedaban en manos de una
Comisión Representativa de los Gobiernos de las Provincias Litorales (con
residencia en Santa Fe), integrada por un diputado de cada una de las
provincias signatarias. El Pacto fue firmado por Buenos Aires, Santa Fe y Entre
Ríos; Corrientes se negó en principio a ser incluida, por no contener el
tratado definiciones más contundentes respecto del futuro congreso. De
inmediato, se iniciaron las operaciones militares para vencer a la Liga del
Interior.
Estanislao López asumió el mando supremo de las
fuerzas federales y Rosas comandó la reserva desde San Nicolás. Mientras López
rehuía el enfrentamiento con Paz a la espera de los resultados de la ofensiva
iniciada por Facundo Quiroga en el sur de Córdoba, el caudillo riojano hizo una
campaña relámpago y recuperó en pocos días parte del terreno perdido: en marzo
tomó Río Cuarto, ganó a su paso la adhesión de San Luis y conquistó Mendoza.
Hacia fines de ese mes, Quiroga dominaba Cuyo: quedaba expedito el camino hacia
La Rioja y Córdoba. En ese momento, la suerte le jugó al general Paz una mala
pasada: decidido a atacar a López, fue tomado prisionero. En campos del Río
Tala, Paz se acercó a un pequeño bosque, convencido de que estaba ocupado por
sus propias tropas. Enorme fue la sorpresa cuando descubrió que se trataba de
fuerzas enemigas, que no dudaron en tomarlo prisionero. Allí comenzó la rápida
caída de la Liga del Interior. Corría el mes de mayo y, a pesar del golpe de
gracia que significó atrapar al ge-
neral Paz, era necesario un ataque frontal a sus tropas para evitar una
guerra de desgaste demasiado larga. Lamadrid, quien había reemplazado a Paz en
la dirección del ejército, fue vencido por Quiroga en la Ciudadela de Tucumán
en noviembre de 1831.
El desmoronamiento de la Liga del
Interior dejó a buena parte del territorio bajo el control de los tres principales líderes federales:
Rosas, Quiroga y López. En consonancia con las disidencias internas, durante
los años siguientes se disputaron entre los tres la hegemonía regional. Quiroga
volvía a dominar el frente andino y acrecentaba su tradicional inquina contra
el gobernador santafecino; López introducía su cuña en Córdoba, apoyando al
nuevo gobernador Reinafé (ya que Bustos había muerto en su destierro
santafecino) y colocaba en Entre Ríos a su acólito, Pascual Echagüe; Rosas
buscaba consolidar internamente su poder en Buenos Aires, mientras desarrollaba
estrategias de alianza en pos de convertirse en el supremo árbitro de la futura
confederación.
Las discusiones entre los principales representantes de las provincias
litorales en ocasión de la firma del Pacto Federa! han sido analizadas desde
las nuevas perspectivas historiográficas que cuestionan la preexistencia de la
nación en la coyuntura revolucionaria y
el fenómeno de! caudillismo como explicación unívoca del proceso de
fragmentación territorial producido a partir de 1820. Se destaca, en este
sentido, ¡a interpretación ofrecida por José Carlos Chiaramonte acerca de los
debates que enfrentaron a Corrientes y Buenos Aires hacia 1831. Allí, además de
anudarse las polémicas en torno a la política económica y la posibilidad de
constituir una unidad nacional, el autor advierte los cambios producidos en esa
coyuntura. Refiriéndose a la firma del Pacto Federal, señala: “Este episodio
muestra que mientras la que había sido la cuna y más firme sostén de las
tendencias centralistas, Buenos Aires, se refugiaba como ya vimos en el
autonomismo, Corrientes, la más tenaz defensora de su autonomía estatal, había
pasado a convertirse en paladín de ía inmediata organización nacional".
Desde esta perspectiva, este viraje en las posiciones no significa, sin
embargo, que las demandas de organización nacional por parte de algunas
provincias respondieran a! moderno “principio de las nacionalidades”, entendido
como el sentimiento de pertenencia a una comunidad que comparte una misma
lengua, religión, valores y costumbres comunes. El autor sostiene que sólo a
partir
de la difusión del Romanticismo comenzaría a Imponerse este principio,
cuya general difusión constituirá el supuesto universal de existencia de las
naciones contemporáneas hasta la actualidad. Según su periodización, el uso del término
“nación” en tiempos de la Independencia y en los años que corren hasta el Pacto
Federal de 1831 responde a una noción que presuponía negociar los términos
contractuales de una asociación política entre entidades soberanas, con
dimensión de ciudad o de provincia. A tai efecto, Chiaramonte sostiene que es
en esa clave que hay que entender la conformación de la llamada “cuestión
nacional" durante ese período, y afirma: “Los que debatían al respecto
participaban de un universo cultural hispanoamericano, con fuerte conciencia de
ello, pero pertenecían a ' sociedades con vida política independiente
expresadas en estados que, aunque llamados provincias, y con diverso grado de
éxito para encontrar institucionalmente
su pretensión estatal, eran también independientes y soberanas. Y es esta
circunstancia, la de la existencia en la primera mitad del siglo de diversos
pretendientes a la calidad de estados libres, autónomos y soberanos que
negociaban la Constitución de una nación rioplatense -una nación en el sentido
de darse un mismo conjunto de leyes y un gobierno común-, lo que la tradición
hlstoriográfica elaborada a partir de la segunda mitad del siglo olvidará,
obsesionada por dibujar tos orígenes de la
nación en términos de lo que, a partir del Romanticismo, se entendería por tal:
ia inserción políticamente organizada en la arena internacional de una
nacionalidad preexistente”.
Estos postulados renovaron notablemente las viejas perspectivas
heredadas del siglo XIX a ia vez que despertaron nuevas discusiones entre ios
historiadores. Tales debates giran en torno a si la aceptación de la
inexistencia de una nacionalidad argentina antes de la formación del estado
nacional puede'negar la existencia de otras identidades colectivas que abarquen
al conjunto del territorio rioplatense desde el momento mismo de la revolución.
Un debate aún abierto que presenta distintas miradas sobre el problema:
mientras algunas interpretaciones enfatizan los aspectos juridico-polítícos o
económicos de! proceso histórico, otras ponen de relieve sus dimensiones
socioculturales.
Los textos
citados corresponden a José Carlos Chiaramonte, Ciudades, provincias, estados: orígenes de la Nación Argentina,
Biblioteca del Pensamiento Argentino I, Buenos Aires, Ariel, 1997. ¿W
Una vez
culminadas las acciones militares, Corrientes advirtió el riesgo
de quedar
excluida del Pacto Federal y decidió suscribirlo, un camino
que más tarde fue imitado por el resto de las provincias. El Pacto se
convirtió entonces en un nuevo escenario de disputa: esta vez, entre los
líderes federales vencedores. El motivo de debate fue la Comisión
Representativa y las facultades que se le conferían. Rosas se opuso a la continuidad
de la Comisión, ya que no sólo competía con sus atribuciones de delegado de las
relaciones exteriores, sino que además le quitaba el control del futuro
congreso. Dado que se hallaba reunida en Santa Fe, la Comisión le daba a López
un poder potencial del que Rosas recelaba. La correspondencia de quien era
gobernador de Buenos Aires en esos momentos revela su hostilidad ante la
posibilidad de reunión de un congreso consdtuyente y las estrategias por él
utilizadas con el objeto de dilatar lo más posible su convocatoria. Para ello
apelaba al argumento de que las provincias no estaban preparadas para
constituirse, afirmaba que era conveniente que se manejaran a través de pactos
y tratados parciales recíprocos y enfatizaba la necesidad de lograr una pacificación
definitiva. Estas premisas mostraban el fuerte interés de Rosas y su séquito
más cercano por seguir monopolizando los recursos porteños en exclusividad. La
puja culminó cuando Rosas decidió retirar el diputado por Buenos Aires de la
conflictiva Comisión Representativa y no volver a reemplazarlo. La Comisión se
disolvió a mediados de 1832.
A partir de ese momento, la convocatoria a un
congreso constituyente quedó bloqueada indefinidamente debido a la tenaz
oposición de Buenos Aires. Las provincias se rigieron por una laxa organización
confederal en la que cada una mantenía, supuestamente, su independencia y
soberanía, delegando en Buenos Aires la representación de las relaciones
exteriores. No obstante, como se verá luego, se trató de una confederación
bastante peculiar que traducía la asimétrica correlación de fuerzas entre
Buenos Aires y el resto de las provincias, así como los dilemas que de esa
asimetría derivaban. De hecho, al dejar de existir la comisión representativa,
dotaba a una de las provincias firmantes de un poder mucho mayor que las otras.
Pero no sólo eso. La peculiaridad de esa confederación fue que la proclamada
soberanía e independencia de cada una de las partes se vio reiteradamente
limitada no sólo por el manejo que oportunamente Rosas hizo de las relaciones
exteriores, sino también por la intervención que interpuso en ellas a través de
muy diversos mecanismos. El Pacto Federal, suscrito entonces como una alianza
provisoria, se convirtió por la fuerza de los acontecimientos en uno de los
únicos fundamentos institucionales que reguló las relaciones interprovinciales
hasta la sanción de la Constitución Nacional en 1853.
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