viernes, 25 de septiembre de 2015

Cap 6 - Marcela Ternavasio - Historia Argentina 1806-1852


En 1824 se reunió un nuevo Congreso Constituyente con el objeto de procurar una organización nacional. Allí, se dividieron las posiciones entre los unitarios, defensores de un régimen centralizado, y los federales, propulsores de un régimen que pretendía dotar de mayor autonomía a las provincias. Los primeros dominaron la política del Congreso, pero fracasaron en sus objetivos. La Constitución dictada en 1826 fue rechazada por la mayoría de las provincias, al tiempo que la guerra contra el Brasil y la guerra civil en el interior terminaron por disolver el Congreso y el poder nacional recién creado. Las provincias regresaron a su anterior situación de autonomía y se dividieron en dos grandes bloques: la Liga Unitaria del Interior y la Liga Federal de las Provincias del Litoral. Ambos bloques se enfrentaron en una guerra que terminó con la derrota de la Liga Unitaria, al mando del general Paz.
Un nuevo intento de unidad constitucional
Del consenso político a la división de la elite bonaerense
A partir de la sanción de la ley electoral de 1821 se realizaron elecciones todos los años para renovar los miembros de la Sala de Representantes de Buenos Aires. El Partido del Orden, gracias al control que mantenía sobre algunos sectores clave (especialmente el ejército y las milicias), y también por haber estimulado la participación al sufragio para que, a través de la soberanía del número, el gobierno gozara de una legitimidad irreprochable, logró multiplicar el índice de votantes en ciudad y campaña y ganar las elecciones en los primeros años. Pero en 1824 le disputó el triunfo un grupo de oposición con arraigo en los sectores populares urbanos que, escindido del Partido del Orden y organizado por líderes como Manuel Dorrego y Manuel Moreno, alcanzó a ocupar una


parte de los escaños de la Sala. Esta primera escisión de la elite dirigente bonaerense se acentuó cuando se produjo la sucesión del gobernador, una vez concluido el período de tres años para el cual había sido designado Rodríguez. Al elegir al nuevo titular del poder ejecutivo, la Sala de Representantes y el grupo que, reunido en torno a Rivadavia, había manejado los hilos del poder durante aquellos años, mostraron sus primeros desencuentros. La designación del general Juan Gregorio Las Heras puso en evidencia las tensiones en el interior del Partido del Orden: Rivadavia se retiró del gobierno e inmediatamente emprendió viaje hacia Europa; lo reemplazó en su función tutelar Manuel García.
La situación se vio agravada cuando la coyuntura internacional obligó a la elite bonaerense a tomar decisiones respecto de la futura organización del país. La posibilidad de que Gran Bretaña reconociera la independencia a través de la firma de un tratado de paz y amistad requería una unidad político-estatal de la que el Río de la Plata carecía. Por otro lado, la ocupación brasileña de la Banda Oriental se había convertido en un fuerte elemento de presión, capitalizado por la oposición porteña al Partido del Orden. A través de la prensa periódica, los líderes de esta oposición acusaban al gobierno de Buenos Aires de haber abandonado a su suerte a los compatriotas orientales. Ambas cuestiones actualizaron, en un clima de cierta urgencia, el debate en torno a la reunión de un nuevo congreso de todas las provincias para establecer definitivamente una constitución nacional.
La convocatoria al Congreso Constituyente realizada por el gobierno de Buenos Aires hizo renacer las diferencias entre las provincias y, en cada una de ellas, entre diversas formas de concebir la organización del futuro estado. El Congreso inició sus sesiones el 16 de diciembre de 1824, con diputados elegidos por las provincias en número proporcional a su población; desde el comienzo se puso de manifiesto una mayor gravitación de la delegación porteña.
La primera disposición tomada por el Congreso fue dictar la Ley Fundamental. Dicha ley declaró constituyente a la asamblea y estableció que, hasta que se sancionara una constitución, las provincias se regirían por sus propias instituciones, delegando provisoriamente las funciones del poder ejecutivo nacional en el gobierno de Buenos Aires. Pocos días después se firmó el Tratado de Amistad, Comercio y Navegación con Gran Bretaña, en el que se ratificó el reconocimiento de la independencia de las Provincias Unidas (ya lo habían hecho Brasil y Estados Unidos en 1822) y en el que Inglaterra obtuvo el tratamiento de “nación más favorecida”.


El Congreso General Constituyente de 1824 se reunió en el edificio destinado a la celebración de las sesiones de la Sala de Representantes de Buenos Aires, construido en 1821. La obra fue dirigida por el arquitecto francés Próspero Catelin y, según destacaba la prensa de aquellos días, se trató del primer edificio construido para tal objeto “entre todos los pueblos de América que habían luchado por su emancipación’1. Actualmente puede visitarse en la Manzana de las Luces de la ciudad de Buenos Aires.




Por la Ley Fundamental, el gobernador Las Heras quedó a cargo de las relaciones exteriores -hasta tanto se eligiera presidente- y con facultad de hacer propuestas al Congreso y de ejecutar sus decisiones. Las Heras se encargó de comunicar a las provincias la nueva situación, dejando claro que respetaría las peculiaridades y autonomía de cada una de ellas, con lo que renunciaba a toda intervención del poder nacional. La sanción de la Constitución quedaba postergada, a la espera de un momento más favorable, y una vez dictada -siempre y cuando se alcanzara el consenso requerido- debía ser elevada a los gobiernos provinciales,


que podrían rechazarla y permanecer al margen de la unión perseguida. La Ley Fundamental y la actitud asumida por Las Heras exhiben la aún prudente y cautelosa posición del gobierno de Buenos Aires y de los. diputados bonaerenses, que predominó en el Congreso durante la primera etapa de su desarrollo.
Sin embargo, la inicial concordia se fue erosionando por diversas razones. Por un lado, la creciente independencia de criterio del gobernador Las Heras irritaba al séquito más cercano a Rivadavia, en particular a los diputados bonaerenses del Congreso Constituyente, que esperaban proponer al ex ministro de gobierno de Buenos Aires como futuro presidente del país constituido. Por otro lado, crecía en Buenos Aires el ambiente belicista frente a la situación de la Banda Oriental, lo cual volvía urgente la creación de un poder ejecutivo nacional permanente. A fines de 1825, el Congreso dispuso doblar el número de sus miembros. Con este gesto los diputados por Buenos Aires buscaron reforzar su control y reemplazar así la moderación por actitudes más radicales. La nueva elección favoreció al grupo porteño liderado por Rivadavia, aunque permitió también el ingreso de algunos líderes de la oposición porteña, como Dorrego y Moreno, en representación de otras provincias.
El 6 de febrero de 1826, el Congreso dictó la Ley de Presidencia, que creaba un ejecutivo permanente. Bernardino Rivadavia, recién desembarcado de su viaje a Europa, fue nombrado presidente. A esa altura de los acontecimientos, las tensiones en el interior del Congreso eran evidentes. El vocero de la oposición al grupo rivadaviano en el debate de la Ley de Presidencia fue Moreno, quien esgrimió que ésta violaba la Ley Fundamental por la cual se habían limitado las atribuciones del Congreso. La presidencia nacía como una magistratura destinada a perdurar en el futuro ordenamiento constitucional, tergiversando de esta manera el propósito original de consenso.
Rivadavia debió asumir su cargo en un clima cargado de tensiones internas y conflicto externo. Brasil había declarado la guerra en diciembre de 1825, cuando el Congreso aceptó a incorporación de la provincia oriental a las Provincias Unidas del Río de la Plata. Por otro lado, la Asamblea replicaba las divisiones de antaño al constituirse ahora dos partidos con nombre propio: quienes pretendían instaurar una forma de gobierno de unidad y centralizada pasaron a ser denominados “unitarios”, y quienes buscaban organizar una forma de gobierno que respetara las soberanías de las provincias continuaban bajo el nombre de


“federales”. Cabe destacar que, a diferencia de la década precedente, el modelo de referencia de estos últimos era más claramente el de Estados Unidos y que las autonomías eran reclamadas ya no para las ciudades, sino para nuevos sujetos políticos, constituidos en provincias. Si bien esta escisión no se tradujo en la identificación de porteños-unitarios versus provincianos-federales (ambas tendencias tenían defensores y detractores en cada territorio) ni en Ja existencia de una organización en polos de agregación partidarios que fuera más allá del debate en torno a la forma de gobierno (de hecho, los debates del Congreso muestran un complejo mapa de adhesiones y lealtades en el que la independencia de opinión de muchos diputados frente a determinados proyectos puntuales era frecuente), lo cierto es que estas divisiones revelaban la creciente polarización del espacio político.
En ese contexto, el hecho de que la elite dirigente de la provincia de Buenos Aires abandonase definitivamente la precaria unidad que había alcanzado con el Partido del Orden -escindiéndose entre quienes apoyaban la política rivadaviana y unitaria y quienes se replegaban en la provincia, bajo el liderazgo del gobernador Las Heras, y veían con malos ojos la empresa nacionalizadora de sus antiguos aliados- complicaba aún más las cosas. Las tensiones latentes terminaron de dividir las opiniones cuando Rivadavia, tres días después de asumir, presentó al Congreso el proyecto de Ley de Capitalización. En él se declaraba a Buenos Aires capital del poder nacional, a la que se subordinaba un territorio federal que iba desde el Puerto de Las Conchas (Tigre) hasta el Puente de Márquez y desde allí, en línea paralela al Río de la Plata, hasta Ensenada. La provincia de Buenos Aires, separada del distrito federa!, se reorganizaba en dos nuevos distritos: la provincia del Salado, con capital en Chascomús, y la del Paraná, con capital en San Nicolás. Los impulsores del proyecto debieron enfrentar la oposición del sector federal, cuyo vocero fue Moreno, y la de diputados de distintas provincias, como Gorriti y Funes, e incluso la del propio Juan José Paso, representante por Buenos Aires, que advertía los efectos perniciosos de privar a la estructura económica provincial de su tradicional unidad entre ciudad y campaña.
La promulgación de la Ley de Capital en marzo de 1826 terminó aislando al grupo unitario rivadaviano de sus antiguos apoyos. Por un lado, al suprimirse las instituciones de la provincia creadas en 1821, y quedar disuelta la Sala de Representantes de Buenos Aires y cesante el Ejecutivo provincial ejercido por Las Heras, creció la irritación de muchos de los miembros de la elite política porteña. Mucho más alar-


mante para los intereses económicos locales fue que la provincia perdiera, con la federalización del territorio asignado a la capital, la principal franja para el comercio ultramarino y, con ella, la fuente más importante de recursos fiscales, la Aduana, ahora en manos del gobierno nacional. Así, pues, a la oposición federal se le unieron los sectores económicamente dominantes de la provincia. Los Anchorena, los Terrero, los Rosas, dueños de grandes estancias en la campaña bonaerense, se encargaron de levantar petitorios en la campaña para evitar la sanción de la Ley de Capitalización, que reduciría la posibilidad de expandir sus negocios, en la medida en que los intereses del campo se hallaban articulados con los del comercio urbano. Por eso, entendían indispensable sostener la unidad entre ciudad y campaña, y de este modo defender el proceso de ocupación y expansión territorial iniciado entonces.
De manera que, con la Ley de Capitalización, el grupo unitario que aún dominaba el Congreso se lanzó a concretar su aventura nacionali- zadora, haciendo caso omiso de la creciente oposición de la Asamblea. Su próxima tarea era dictar una constitución. A comienzos de 1825, cuando aún predominaba una actitud moderada en el interior del Congreso, el sector unitario había promovido una consulta a las diferentes provincias para que se expidieran en torno a la la futura organización del estado. Las respuestas recibidas, y evaluadas al año siguiente, dieron el siguiente resultado: seis provincias se pronunciaron por el sistema federal (Entre Ríos, Santa Fe, Santiago del Estero, San Juan, Mendoza y Córdoba, que rectificó un primer dictamen en favor del sistema unitario), cuatro lo hicieron por un sistema unitario (Tucumán, Salta, Jujuy y La Rioja) y seis remitieron la decisión del asunto al Congreso (Corrientes, Catamarca, San Luis, Misiones, Montevideo y Tarija). La Asamblea Constituyente, en la que el sector unitario tenía mayoría, quedaba como árbitro de la organización definitiva. A tal efecto, se dispusieron los diputados a estudiar el proyecto de constitución.
En septiembre de 1826, la Comisión de Negocios Constitucionales dio a conocer un proyecto. Aunque sus miembros afirmaron haber tomado como base la Constitución de 1819, su centralismo había sido relativamente atenuado con la creación, en las provincias, de consejos de administración electivos con derecho a proponer ternas de candidatos para la designación de los gobernadores por parte de las autoridades nacionales. De cualquier manera, los diputados federales argumentaron que la carta orgánica propuesta avasallaba los derechos soberanos de las


provincias, recordando las nefastas experiencias vividas en el Río de la Plata luego de los fallidos intentos de imponer regímenes centralizado- res. Criticaron, además, la restricción del régimen representativo, al excluir del derecho de voto a criados, peones, jornaleros, soldados de línea y los considerados “notoriamente vagos”. Luego de acalorados debates, la votación fue concluyente: cuarenta y tres diputados se expidieron a favor del proyecto, frente a once que se opusieron. La Constitución fue sancionada el 24 de diciembre de 1826; en ella se advertía, entre muchas otras variaciones, un doble desplazamiento respecto de la aprobada en 1819. Por un lado, había un cambio de nominación importante, con el reemplazo del nombre de Provincias Unidas de Su,d- américa por el de República Argentina. Por el otro, frente al silencio respecto de la definición sobre la forma de gobierno en la carta de 1819, en el artículo 7 de la Constitución de 1826 se declaraba explícitamente que “la nación argentina adopta para su gobierno la forma representativa republicana, consolidada en unidad de régimen”.
No obstante, la nueva república nacía en un clima político, interno y externo, que presagiaba un mal futuro para sus posibilidades de subsistencia. En el plano interno, para esa fecha, la reacción en las provincias ya estaba en marcha. Desde Córdoba, Bustos lideraba una férrea oposición a la nueva constitución y a la persona del presidente. Sus intentos de hegemonizar un bloque enfrentado al Congreso y a la política de Buenos Aires habían fracasado al no obtener el apoyo de las provincias del Noroeste. Desde La Rioja, Facundo Quiroga mantenía un equilibrio favorable al Congreso, apoyando incluso, a comienzos de 1826, el régimen unitario propuesto. Muy poco tiempo después, la relación del rio- jano con Buenos Aires exhibió un notable giro que transformó el mapa político general. El desenlace se produjo a partir de la conflictiva situación interna de las provincias de Catamarcay San Juan, en las que distintas facciones se disputaban el poder, y donde participaron luego La Rioja y Mendoza. Finalmente, la guerra civil se desató cuando Rivadavia envió al general Lamadrid a reclutar tropas para la guerra contra el Brasil, y éste se apoderó del gobierno provincial de Tucumán, atrayendo bajo su órbita al gobernador de Catamarca. Facundo Quiroga se lanzó con sus milicias sobre Catamarca primero, donde depuso al gobernador, sobre Tucumán luego, venciendo a Lamadrid, sobre San Juan, imponiendo un gobernador, y finalmente sobre Santiago del Estero, para colaborar con Felipe Ibarra y derrotar definitivamente a Lamadrid. Quiroga se erigió así en el árbitro de las relaciones de poder del Noroeste y rompió definitivamente con Buenos Aires para acercarse


por fin a Córdoba. A comienzos de 1827, varias provincias (Córdoba, La Rioja, Santiago del Estero, San Juan) habían rechazado la Constitución dictada pocos meses antes y al presidente en funciones, Bernardino Ri- vadavia. Entre tanto, el litoral se reacomodaba también al nuevo contexto interprovincial. Santa Fe, gobernada por Estanislao López, dejó de apoyar a Buenos Aires cuando la posición unitaria del Congreso dividió al Partido del Orden.
En el Manifiesto dei Congreso Genera! Constituyente dirigido a ¡os pueblos de ¡a República Argentina se intentaba mostrar las ventajas de ¡a forma de gobierno adoptada:
“En cuanto a la administración interior de las provincias, examinad atentamente todo el contesto de la sección séptima, que establece sus bases y organiza su régimen, y hallareis todas las ventajas, que han podido ser objeto de vuestros deseos. Quizás excedan las esperanzas de aquellos mismos pueblos que buscaban exclusivamente en la federación la garantía de sus intereses locales. Reservando la Constitución a cada una de las provincias la elección de sus autoridades, pone en sus manos todos los medios de hacer su bien. Quedan constitucionalmente en plena posesión de sus facultades para procurarse la prosperidad posible, aprovechando ios favores de su clima, la riqueza de sus frutos, los efectos de su industria, la comodidad de sus puertos, y cuantas mejoras puede prometer a un pueblo libre la fertilidad del suelo, de mancomún con ia actividad de! hombre. ¡Provincias, pueblos, ciudadanos de la República Argentina! Ved aquí resuelto sencillamente el gran problema sobre la forma de gobierno, que ha inquietado la confianza de algunos, y ha suscitado los temores de otros. Vuestros representantes, ligados como vosotros a la suerte de la Patria, por idénticos títulos, por iguales intereses, han entresacado todas las ventajas del gobierno federal, separando sólo sus inconvenientes; y han adoptado todos los bienes dei gobierno de unidad, excluyendo únicamente cuanto pueda ser perjudicial a los derechos públicos e individuales. Como las abejas industriosas que, extrayendo el jugo de diversas flores, forman su delicioso panal, así, escogiendo los bienes, y segregando los males de los diversos elementos de los gobiernos simples, han constituido un gobierno compuesto, conforme a las circunstancias del país, pero esencialmente libre, y protector de los derechos sociales.


Una simple y rigurosa federación sena la forma menos adaptable a nuestras provincias, en el estado y circunstancias del país y mientras el Congreso ha fijado constantemente su consideración en las grandes razones, que contradicen una semejante forma, no ha perdido jamás de vista lo que todo patriota argentino debe reputar como el más grande y más caro interés de la República: la consolidación de nuestra unión, a la cual están íntimamente ligadas nuestra prosperidad, nuestra felicidad, nuestra seguridad, y nuestra existencia nacional. Sí, nuestra existencia, ciudadanos. No es posible proveer a estos objetos, sino fijando un poder central; pero un poder bienhechor, capaz de fomentar, e incapaz de contrariarlos principios de bienestar de cada provincia. Justo es quq corramos en pos de la libertad y de la felicidad, por las cuales hemos hecho tan grandes sacrificios; pero no corramos tras nombres vanos y estériles: busquemos en su realidad las cosas. No están en la federación precisamente los bienes de la libertad y de la felicidad, a que aspiramos: repasad los tiempos, y las naciones, y os presentarán tristes ejemplos de muchas que, gobernadas bajo formas federales, han sido más esclavas que bajo el poder terrible de los déspotas del Asia. Así sería la nuestra bajo una federación mal organizada. Gravad, ciudadanos, en vuestros ánimos esta profunda verdad: es libre y feliz un gobierno que deriva sus poderes de la voluntad del pueblo, que los conserva en armonioso equilibrio y que respeta inviolablemente los derechos del hombre. Juzgad después si tiene estos caracteres el gobierno que os ofrece la constitución presente”.
“Manifiesto del Congreso General Constituyente a los Pueblos de la República Argentina”, 24 de diciembre de 1826, en Emilio Ravignani, Asambleas Constituyentes Argentinas, tomo 6, 2a parte, Buenos Aires, Instituto de Investigaciones Históricas de la facultad de Filosofía y Letras, UBA, 1939 {el destacado es dei texto). JBP
En el plano externo, la situación también era desfavorable: el agravamiento de la situación en la Banda Oriental había llevado a la declaración de guerra contra el Brasil. Ésta se produjo luego de la aventura -conocida como la campaña de los ‘Treinta y tres orientales”- liderada por el coronel oriental Juan Antonio Lavalleja, quien desembarcó en la costa uruguaya en abril de 1825 y declaró la incorporación de la Banda Oriental a las Provincias Unidas. Con esta actitud Lavalleja buscaba presionar al Congreso reunido en Buenos Aires para obtener una declaración contundente respecto de la ocupación brasileña. De hecho, lo lo-


gró. Los diputados se vieron compelidos a resolver la incorporación de la Banda Oriental a las Provincias Unidas y aclararle al emperador brasileño que tal decisión estaría respaldada por la fuerza. Esto provocó, como era de esperar, la declaración de guerra por parte del Brasil, en diciembre de 1825.
Luego de controlar parte de la campaña de la Banda Oriental, la campaña de los Treinta y tres orientales, bajo la jefatura de Juan Antonio Lavalleja, antiguo oficial artlgulsta exiliado en las provincias rioplatenses, dio lugar a un movimiento de rebelión contra la ocupación brasileña.
Poco después de iniciada la campaña, Lavalleja convocó a los cabildos y formó un gobierno provisional que se instaló en La Florida.



Rivadavia, ya en funciones de presidente, designó al general Carlos de Alvear jefe del ejército, convertido en Ejército Nacional por ley del Congreso en mayo de 1825. Al almirante Guillermo Brown se le encomendó la creación y dirección de las fuerzas navales. Aunque durante el año 1826 no se llevaron a cabo acciones bélicas decisivas, las repercusiones de la declaración de guerra se hicieron sentir internamente, como consecuencia del bloqueo naval impuesto por la escuadra brasileña al Río de la Plata. Esto impedía la llegada de barcos al puerto y, en consecuencia, la posibilidad de comerciar con el extranjero, deteriorando las finanzas tanto privadas como públicas. En febrero de 1827, los ejércitos se enfrentaron en Ituzaingó, donde la derrota brasileña fue total. Pero ni este triunfo ni los obtenidos por las fuerzas navales de Brown en los primeros meses de 1827 fueron suficientes para ganar la guerra o, al menos, para romper el bloqueo. Mientras tanto, el comercio local se hundía y la crisis se hacía sentir en todos los niveles sociales repercutiendo en el ya debilitado gobierno central.
Inglaterra, que ya había enviado una misión diplomática a cargo de lord Ponsonby para mediar en el conflicto, redobló sus esfuerzos bajo la presión de los intereses ingleses instalados en el Río de la Plata, que veían sus negocios arruinados con la prolongación del bloqueo y de una guerra que, desde el punto de vista bélico, no parecía tener resolución definitiva en el corto plazo. Inglaterra proponía, como eje de la negociación, que la Banda Oriental no perteneciera ni al Imperio del Brasil ni a la novel República Argentina: su independencia era considerada la mejor prenda de conciliación entre las fuerzas beligerantes. Pero el enviado del gobierno, Manuel Garda, se excedió en sus instrucciones y firmó un acuerdo preliminar de paz en el que aceptaba la incorporación de la Banda Oriental al Imperio y la libre navegación de los ríos. Era un triunfo diplomático absoluto del emperador del Brasil. De regreso en Buenos Aires, García sometió el acuerdo a la consideración del Congreso y del presidente. En una situación de absoluta debilidad, producto de la oposición de las provincias a la Constitución dictada poco tiempo antes, la guerra civil desatada en el interior y la falta de apoyo en la misma Buenos Aires, Rivadavia decidió desconocer una paz tan deshonrosa y renunció a su cargo de presidente en junio de 1827. El Congreso aceptó el rechazo del acuerdo y también su renuncia, y designó presidente provisional a Vicente López y Planes.
A esa altura, las divisiones en el interior del Congreso entre unitarios y federales se habían trasladado a todas las provincias, alcanzando una


virulencia hasta entonces desconocida. El nuevo presidente pasó a ser una figura simbólica. Su autoridad no era acatada en las provincias ni el Congreso representaba la “voluntad general” de éstas. Tal descrédito condujo a la renuncia del presidente provisional y a la disolución del Congreso. Ambas autoridades morían de muerte natural y, junto con ellas, la última tentativa, durante la primera mitad del siglo XIX, de conformar una unidad político-constitucional con las provincias que habían quedado del anterior virreinato.
A pesar del optimismo provocado por el triunfo de Ituzaingó, la flota brasileña, estacionada en Montevideo, Colonia y la isla Martín García, contaba con ochenta barcos de guerra y más de veinte fragatas, corbetas y bergantines. Frente al bloqueo impuesto por Brasil, algunos empresarios particulares comenzaron a aunar buques corsarios en los que los tripulantes tenían derecho al botín. La guerra de corso se libró en naves pequeñas que actuaban dando golpes sorpresivos.





Luego de la disolución del Congreso Constituyente, en junio de 1828 se reunió una convención en Santa Fe, con pretensiones de concretar la tarea incumplida. Pero la iniciativa quedó frustrada casi de inmediato. Las rencillas internas dentro del propio campo federal condujeron a que la convención se disolviera dos meses después. Las provincias regresaron, pues, a su anterior condición de autonomía y Buenos Aires volvió a la situación institucional previa a la Ley de Capitalización.
En ese escenario, cabe preguntarse qué había cambiado con la nueva acefalía del poder central con relación a 1820. En primer lugar, el Cabildo capitalino ya no existía para ocupar provisionalmente el poder. Su supresión, junto a la de la mayoría de los cabildos del resto de las provincias, exhibía una de las transformaciones sucedidas en esos años. Las bases del poder político e institucional se habían reconfigurado al conformarse las repúblicas provinciales e integrarse los espacios urbanos y rurales a través de los entramados jurídicos sancionados durante la década. Este proceso mostraba un desplazamiento del poder desde los tradicionales espacios urbanos coloniales hacia un nuevo espacio político en el que la campaña comenzaba a cobrar mayor relevancia. Las implicancias de ese desplazamiento podían advertirse en distintas esferas.
En el plano de la economía, la desestructuración de los circuitos mercantiles coloniales con la pérdida del Alto Perú y la declaración del libre comercio volcaron, visiblemente en el caso de Buenos Aires y más tarde en el resto del litoral, el motor del crecimiento económico hacia la producción ganadera destinada al mercado atlántico. En el plano de la política, el desplazamiento se expresó en todas las provincias. Desde el punto de vista institucional, los espacios rurales pasaron a tener un estatus de pleno derecho en la representación política que, aunque minoritaria respecto de las ciudades en muchos casos -como lo fue en la misma Buenos Aires durante la década de 1820-, ponía en evidencia la transformación ocurrida desde el período colonial, cuando las campañas no eran más que territorios dependientes de la jurisdicción de los cabildos. Desde el punto de vista de las prácticas, si bien la emergencia de caudillos regionales coexistió con el creciente proceso de institucionalización política, nadie podría negar que, en el nuevo papel que jugaron después de 1820, se hacía ostensible un cambio significativo en la reconfiguración de las bases de poder. En tales transformaciones -catalogadas por algunos historiadores como procesos de


“ruralización”- se expresan nuevas relaciones entre sociedad, economía, política y territorios.
De manera que la nueva acefalía del poder central se produjo en un escenario muy distinto al de 1820. Buenos Aires ya había comprendido muy bien las ventajas de la autonomía. Tan eficiente había sido ese aprendizaje que la aventura nacionalizadora del grupo unitario le hizo perder a éste el apoyo de sus principales bases de poder entre la elite política y económica de la provincia. Las provincias, a su vez, comenzaron a advertir las dificultades de vivir en el marco de una autonomía absoluta, sin recursos con los cuales sostenerse; la conformación de ligas interprovinciales evidenciaba tal debilidad. Cualquier pacto que implicara organizar constitucionalmente el país debía partir de esta asimétrica correlación de fuerzas. Buenos Aires, a diferencia de lo que sucedía en la década revolucionaria, ya no estaba dispuesta a reconquistar su antiguo papel de capital a cualquier precio. Las elites provinciales se debatieron de allí en más dentro del dilema que implicó reclamar el autogobierno de sus asuntos locales sin renunciar a que la provincia más poderosa decidiera legar la parte más rica de su territorio para sostenerlas.
En pos de restituir las instituciones provinciales suprimidas con la Ley de Capitalización, se convocó a elecciones para designar a los diputados bonaerenses que debían conformar la Sala de Representantes y elegir nuevo gobernador. Pero el clima electoral ya no era el que reinaba a comienzos de la década. La división entre unitarios y federales cristalizada en el Congreso Constituyente se trasladó a la provincia y exacerbó el espíritu de facción, situación que se expresó en el estilo adoptado por la prensa periódica y en la creciente violencia e intolerancia que impregnaron los diferentes momentos del acto electoral. Si bien la prensa ya estaba familiarizada con las polémicas y los fuertes debates en sus páginas, el tono beligerante expresado luego de 1827 anunciaba una radicalización de las divisiones -tanto en la elite dirigente como entre los publicistas que se convertían en sus voceros- muy distintas de aquellas que habían segmentado al cuerpo político durante la feliz experiencia rivadaviana. Por otro lado, los mecanismos utilizados para difundir las listas de candidatos y hacer propaganda electoral, así como los que se pusieron enjuego en la conformación de las mesas, la movilización de los votantes y la realización de los escrutinios, exhibieron una beligerancia desconocida hasta ese momento.


Las elecciones se realizaron en un ambiente de creciente tensión; la votación dio el triunfo al Partido Federal, cuyas filas se engrosaron con los disidentes del Partido del Orden. La Sala designó a Manuel Dorrego gobernador de la provincia de Buenos Aires, quien frente a la acefalía del poder central debió asumir provisoriamente el manejo de las relaciones exteriores, según lo estipulado en la Ley Fundamental dictada en 1825 por el Congreso, de reciente disolución. Esto implicó hacerse cargo de finalizar la guerra y firmar la paz con el Brasil. El escenario heredado era por cierto muy complejo. A pesar de haber sido uno de los líderes más proclives al desenlace bélico con Brasil y crítico mordaz de la gestión rivadaviana desde 1824, Dorrego reconocía que no se podía prolongar más tiempo la situación de guerra y menos aún la de un bloqueo absolutamente ruinoso para el Río de la Plata. La propuesta británica de dar la independencia a la Banda Oriental parecía la salida más decorosa y la única opción de lograr la paz. Con este propósito, Dorrego envió una misión diplomática que, en agosto de 1828, finalmente firmó un tratado de paz sobre la base de la independencia absoluta de la Banda Oriental. Así nacía, pues, la República Oriental del Uruguay.
La firma del tratado disparó conflictos latentes. A la difícil situación interprovincial y a la división facciosa entre unitarios y federales, se le sumó el descontento de algunos jefes del ejército que lucharon contra el Imperio del Brasil, quienes no le perdonaban a Dorrego la firma de un tratado que consideraban deshonroso. Parte del grupo unitario de Buenos Aires -desplazado del gobierno provincial luego de las elecciones- aprovechó este descontento para derrocar al gobernador. Liderado por el general Juan Lavalle, quien, una vez finalizada la guerra, acababa de bajar con su división del ejército a la ciudad de Buenos Aires, se produjo un movimiento militar de signo unitario que el Ia de diciembre de 1828 destituyó a Dorrego de su cargo y disolvió la Sala de Representantes electa pocos meses antes. Dorrego debió huir en busca de auxilio hacia la campaña, donde se hallaba Juan Manuel de Rosas, comandante de milicias de la provincia de Buenos Aires.
Rosas había sido designado en aquel cargo por el efímero presidente Vicente López y Planes y ratificado por Manuel Dorrego cuando fue ungido gobernador. Cabe destacar que, hasta la reunión del Congreso Constituyente de 1824, y más precisamente hasta el debate de la Ley de Capitalización, Rosas no había ocupado cargos políticos en el gobierno ni había mostrado signos de hostilidad hacia la elite gobernante. El rápido ascenso de su carrera política comenzó cuando, desplazado Dorrego del poder, asumió el doble papel de defensor del orden en la


campaña y árbitro de la conflictiva situación creada entre unitarios y federales, identificándose cada vez más claramente con los segundos.
Los signos de división facciosa comenzaron a expresarse en nuevos símbolos identitarios que penetraban en los distintos estratos sociales. La forma de vestirse para ir a votar, ocasión en la que el frac y ia levita presuponían ei voto unitario, mientras que la chaqueta el voto federal, o las consignas que los sufragantes proclamaban a viva voz -identificándose, en cada caso, con alguna de las dos facciones en pugna (“¡Vivan ios federales! ¡Mueran los del frac y la levita!”, “¡Viva Dorrego, mueran los de casaca! ¡Viva el bajo pueblo!“)- evidencian los cambios producidos en el universo político.



LaváUe, por su parte, luego de hacerse nombrar gobernador a través de un mecanismo de dudosa legitimidad (convocó a una asamblea popular que lo designó a “mano alzada”), delegó el mando en el almirante Brown y ssflió a la campaña en una implacable persecución de Dorrego,


quien finalmente fue capturado. Luego de ciertos desacuerdos sobre la actitud a tomar frente al prisionero, Lavalle decidió ejecutarlo. El fusilamiento de Dorrego, el 13 de diciembre de 1828, no hizo más que exacerbar los conflictos y dar inicio a una guerra civil que mantuvo en vilo a Buenos Aires durante más de seis meses. Los unitarios tenían controlada la ciudad gracias al apoyo que recibieron de algunas divisiones del ejército regular, y los federales dominaban la campaña con sus milicias. Rosas buscó el apoyo de Estanislao López y, luego de algunos enfrentamientos, logró derrotar a Lavalle en Puente de Márquez, el 29 de abril de 1829.
El 24 de junio se firmó el Pacto de Cañuelas entre los líderes de los bandos enfrentados: Rosas y Lavalle. Así, se ponía fin a las hostilidades y se asumía el compromiso de convocar a elecciones para formar nueva Sala de Representantes, que a su vez designaría al gobernador de Buenos Aires. Lo que no se supo públicamente es que Rosas y Lavalle firmaron una cláusula secreta en la que se comprometieron a asistir a dichas elecciones con una lista unificada de candidatos que debía intercalar miembros moderados dei bando unitario y federal respectivamente. A pesar de los esfuerzos realizados por los firmantes, dicha lista no fue respetada en los comicios. Los diferentes grupos de la elite porteña se resistieron a tal unificación y se lanzaron a conquistar votos el día 26 de julio de 1828, cuando se realizaron las elecciones. Como era de esperar, la violencia estuvo a la orden del día y Lavalle anuló las elecciones. A! borde una vez más de la guerra civil, se arribó a un nuevo pacto en Barracas, el 24 de agosto, por el cual se nombró gobernador provisorio al general Juan José Viamonte, un federal moderado que debía hacer cumplir el Pacto de Cañuelas.
A esa altura, era el comandante general de la campaña el que se había convertido en el árbitro de toda esta conflictiva situación. Luego de debatir con el gobernador provisorio cuáles serían las medidas más convenientes, la decisión no fue convocar a nuevas elecciones, sino restituir la misma Junta de Representantes derrocada por el motín militar del P de diciembre de 1828 para que ésta designara gobernador. Así, exactamente un año después de su disolución, volvió a reunirse la Sala y nombró casi por unanimidad (treinta y dos votos sobre treinta y tres diputados) al nuevo titular del poder ejecutivo provincial: Juan Manuel de Rosas.
Mientras Buenos Aires parecía de este modo regresar a un clima de orden, la situación en el interior distaba mucho de ser armoniosa. El


conflicto interprovincial reapareció una vez más y la guerra chai se reanudó con especial virulencia. Pese a las victorias mili lares obtenidas por Facundo Quiroga luego de oponerse abiertamente a los unitarios, en 1829 las provincias del interior estaban lejos de conformar un bloque homogéneo. Aunque las provincias andinas -La Rioja, Catamarca y Cuyo- continuaban bajo el control del caudillo riojano, no sucedía lo mismo con Salta y Tucumán. La primera seguía en manos de sectores unitarios; en la segunda, el gobernador impuesto por Quiroga, Javier López, comenzó a distanciarse de él. En Santiago del Estero, Felipe Ibarra mantenía una posición relativamente neutral, mientras que en Córdoba, Bustos no lograba controlar la situación interna, aunque ratificó su alianza con el riojano.
De hecho, el conflicto abierto estalló a partir de la situación cordobesa. Mientras que en Buenos Aires los unitarios liderados por Lavalle habían sido vencidos por las fuerzas federales, el general unitario José María Paz intentó revertir la hegemonía lograda por los federales avanzando sobre Córdoba, su provincia natal. En verdad, en 1820, el general Paz, junto con Bustos, había conducido la sublevación de Arequito. Ambos se habían opuesto a enfrentar con su columna del ejército del Norte a las fuerzas federales que acechaban Buenos Aires, y habían acordado instalar en el gobierno cordobés a los jefes de la facción federal local que hasta ese momento intentaban aliarse con las fuerzas arti- guistas. Pero el acuerdo duró muy poco: Bustos decidió alzarse con el poder y distanciarse de los federales de su provincia y del general Paz, quien se identificaba entonces con la fuerza federal local cordobesa. Más tarde, en la guerra contra el Brasil, Paz dirigió una de las columnas del ejército; una vez terminado el enfrentamiento, regresó de la Banda Oriental, aunque más tardíamente que los dirigentes responsables del golpe del 1B de diciembre de 1828 en Buenos Aires.
En aquellos años, Paz había abandonado su antigua filiación federal, aunque las coincidencias con los unitarios al mando de Lavalle y sus aliados porteños no eran muchas. Su proyecto era avanzar sobre Córdoba y derrocar a su tradicional rival, el gobernador Bustos. Sin embargo, al no encontrar en Buenos Aires el apoyo que esperaba para dicho avance -ya que las fuerzas de Lavalle estaban jaqueadas por los federales al mando de Rosas-, el general cordobés conformó un pequeño ejército -constituido básicamente por ex combatientes de la guerra contra el Brasil- y en abril de 1829 avanzó por el sur de Santa Fe hasta penetrar en su provincia natal.
El vertiginoso éxito obtenido por el general Paz con fuerzas militares tan reducidas sólo se explica por la debilidad del bloque adversario. Paz avanzó militarmente sobre Bustos y obtuvo una victoria decisiva en San Roque, en abril de 1829. Esto condujo a Bustos a retirarse a La Rioja y a buscar refugio en Quiroga, y le proporcionó a Paz una sólida base de operaciones, además de la adhesión de las provincias de Tu- cumán y Salta.
En junio de 1829, Facundo Quiroga, quien aún dominaba el frente andino, avanzó sobre Córdoba con una fuerza de unos cinco mil hombres. Pese a que el ejército comandado por Paz se reducía a la mitad de efectivos (incluyendo los refuerzos enviados desde Salta y Tucumán), el general cordobés demostró sus superiores dotes de estratega venciendo al caudillo riojano en La Tablada. A comienzos de 1830, Quiroga volvió a invadir Córdoba, pero nuevamente resultó vencido por las fuerzas de Paz en la batalla de Oncativo.
La principal consecuencia del triunfo del general cordobés fue la constitución de un bloque opositor en todo el interior que, en nombre del unitarismo, intentaría erradicar a los federales del conjunto del territorio. En verdad, ambos bandos eran sumamente heterogéneos: ni los unitarios liderados por Paz tenían fuertes coincidencias respecto de la futura organización del país bajo un régimen de unidad, ni menos aún acordaban los federales en tomo al significado que le daban a este término. Tal como demuestra la correspondencia entre Rosas, López y Quiroga -principales líderes del federalismo-, eran pocos los puntos en común respecto de la futura convocatoria a un Congreso Constituyente y a las decisiones que allí deberían tomarse. De hecho, luego de la disolución del Congreso Constituyente, los términos “unitario" y “federal” ya no referían tanto a los modelos constitucionales o formas de gobierno en debate como a los alineamientos políticos más contingentes, que no escondían disputas facciosas o personales. En el marco de ese soterrado desplazamiento, los bandos enfrentados en la guerra civil de esos años se identificaron respectivamente con unitarios y federales.
Frente a este nuevo mapa político, al general Paz no le quedaban mayores alternativas que buscar apoyo en las provincias del interior para neutralizar el avance de las fuerzas federales y consolidar así su autoridad en Córdoba. Se lanzó entonces a trascender la esfera provincial, valiéndose de las alianzas previas. El general Lamadrid -quien« como ya


se mencionó, había participado en años anteriores en los conflictos del interior a favor del grupo unitario del Congreso- se apoderó de San Juan y La Rioja, mientras otras divisiones ocuparon Mendoza, San Luis, Catamarca y Santiago del Estero. El poderío de Quiroga parecía destruido frente al avance de Paz.
En sus Memorias Postumas, el general Paz dejó testimonio de las "creencias populares” que circulaban en torno a la persona de Facundo Quiroga:
“En las creencias populares con respecto a Quiroga, hallé también un enemigo fuerte a quien combatir; cuando digo populares, hablo de la campaña, donde esas creencias habían echado raíces en algunas partes y no sólo afectaban a la última clase de la sociedad. Quiroga era tenido por un hombre inspirado; tenía espíritus familiares que penetraban en todas partes y obedecían a sus mandatos; tenía un célebre ‘caballo moro' {así llaman al caballo de un color gris) que, a semejanza de la cierva de Sartorio, le revelaba las cosas más ocultas y le daba los más saludables consejos; tenía escuadrones de hombres que, cuando Sos ordenaba, se convertían en fieras, y otros mil absurdos de ese género. Citaré algunos hechos ligeramente, que prueban lo que he Indicado. Conversando un día con un paisano de la campaña, y queriendo disuadirlo de su error, me dijo: ‘Señor, piense usted lo que quiera, pero la experiencia de años nos enseña que el señor Quiroga es Invencible en la guerra, en el juego (y, bajando la voz, añadió), en el amor. Así es que no hay ejemplo de batalla que no haya ganado; partida de juego que haya perdido; (y, volviendo a bajar la voz) ni mujer que haya solicitado, a quien no haya vencido’. Como era consiguiente, me eché a reír con muy buenas ganas; pero el paisano ni perdió su serenidad, ni cedió un punto de su creencia.
Cuando me preparaba para esperar a Quiroga, antes de La Tablada, ordené al comandante don Camilo Isleño, de quien ya he hecho mención, que trajese un escuadrón a reunirse al ejército, que se hallaba a la sazón en el Ojo de Agua, porque por esa parte amagaba el enemigo. A muy corta distancia, y la noche antes de incorporárseme, se desertaron ciento veinte hombres de él, quedando solamente treinta, con que se incorporó al otro día. Cuando le pregunté la causa de un proceder tan extraño, lo atribuyó a miedo de los milicianos a las tropas


de Quiroga. Habiéndole dichq que de qué provenía ese miedo, siendo así que los cordobeses tenían dos brazos y un corazón como los riojanos, balbuceó algunas expresiones, cuya explicación quería absolutamente saber. Me contestó que habían hecho concebir a los paisanos queQuiroga traía entre sus tropas ‘cuatrocientos capiangos’, lo que no podía menos que hacer temblar a aquéllos. Nuevo asombro por mi parte; nuevo embarazo por la suya; otra vez exigencia por la mía; y finalmente, la explicación que le pedía. Los ‘capiangos’ según él, o según lo entendían los milicianos, eran unos hombres que tenían la sobrehumana facultad de convertirse, cuando lo querían, en ferocísimos tigres, 'y ya ve usted -añadía el candoroso comandante- que cuatrocientas fieras lanzadas de noche a un campamento acabarán con él irremediablemente1. Tan solemne y grosero desatino no tenía más contestación que el desprecio o el ridículo; ambas cosas empleé, pero Isleño conservó su impasibilidad, sin que pudiese conjeturar si él participaba de la creencia de sus soldados, o si sólo manifestaba dar algún valor a la especie para disimular la participación que pudo haber tenido en su deserción; todo pudo ser”.
José María Paz, Memorias postumas (1855), Buenos Aires, Emecé,
2000. &
A mediados de 1830, los unitarios victoriosos buscaron institucionalizar el éxito obtenido a través de la formación de una liga de provincias que, además de comprometerse a convocar a un congreso nacional para dictar una constitución, le entregó al gobernador de Córdoba el supremo poder militar con plenas facultades para dirigir el esfuerzo bélico y le retiró a Buenos Aires la representación de las relaciones exteriores. Quedaban naturalmente excluidas de esta liga Buenos Aires y las provincias del litoral; el país se dividía así en dos bloques antagónicos, que mostraban puntos de debilidad interna.
La Liga del Interior estaba montada sobre un fuerte control militar en cada una de las provincias ganadas a la anterior influencia del caudillo riojano, refugiado ahora en Buenos Aires. Esto indicaba la existencia de diversos grupos que se oponían a la ocupación, por lo que no les resultaba fácil obtener los recursos necesarios para mantener a las tropas en el terreno: si los ocupantes no gozaban del consenso necesario de parte de la población, en particular de las elites locales poseedoras de los recursos requeridos, difícilmente podrían consolidar su poder en el interior.


Por otro lado, si el dominio federal parecía más sólido en el litoral, no lo era la unión que existía entre sus provincias. En Entre Ríos, la situación era de absoluta inestabilidad, dadas las disputas regionales suscitadas entre distintos caudillos y grupos de la elite provincial. Santa Fe y Corrientes, aunque más consolidadas internamente, bregaban por reunir un congreso constituyente que dictara una carta orgánica consagrando el principio de organización federal. Finalmente, Rosas, a través de maniobras dilatorias y argumentos que apelaban a la conveniencia de esperar el “momento oportuno”, se negaba de manera categórica a reunir dicho congreso.
En ese contexto, y como inmediata respuesta al pacto que unió a las provincias del interior, Buenos Aires retomó la iniciativa con el objetivo de formar una alianza ofensiva y defensiva de las provincias del litoral para enfrentar el poderío del general Paz. Convocó así al gobernador de Santa Fe y a un representante de Corrientes para discutir los términos de un futuro tratado. En esa discusión quedó de manifiesto la disidencia entre Pedro Ferré, representante de Corrientes, y Juan Manuel de Rosas con respecto a la futura organización del país. Estaba enjuego la opción de dictar una constitución y sus consecuencias económicas.
Luego de varias gestiones, en mayo de 1830 se firmó un primer tratado entre Buenos Aires, Santa Fe y Corrientes, del que quedó excluido Entre Ríos, dada la convulsión interna que sufría en ese momento por el alzamiento de López Jordán. Al resolverse la situación entrerriana, se consideró necesario firmar un nuevo tratado, por lo que los delegados de las cuatro provincias se reunieron en Santa Fe. Comenzaban así las tratativas de lo que daría como resultado la firma del Pacto Federal. Allí quedaron al desnudo las disidencias entre Corrientes y Buenos Aires. El delegado correntino, Pedro Ferré, pretendía acelerar lo más posible la organización nacional para lograr con ella una redistribución de los recursos aduaneros, garantizar la libre navegación de los ríos Uruguay y Paraná y establecer cierto proteccionismo económico que evitara la ruina de las economías regionales. Santa Fe y Entre Ríos se sentían naturalmente atraídas por tales planteos, aunque preferían no asumir una postura extrema en pos de mantener una alianza que les resultaba beneficiosa. Buenos Aires no aceptaba los planteos de Ferré porque con ellos veía cuestionados los principios sobre los cuales se montó su creciente poderío económico: el librecambio, su dominio sobre el comercio exterior y su monopolio aduanero. En medio de este forcejeo, Rosas evaluó el peligro que significaba retirarse de la alianza e inducir así a las provincias del litoral a firmar la paz con la Liga del Interior, lo cual lo dejaría aislado del resto de las provincias. Era preferible, entonces, ceder en algunos puntos para avanzar en otros.
El 4 de enero de 1831 se firmó el Pacto Federal. Su misma denominación pone de manifiesto, una vez más, el uso indistinto que se hacía de los vocablos federal y confederal. En su artículo 1 ° se estableció que las provincias signatarias expresaban voluntad de paz, amistad y unión, reconociéndose recíprocamente libertad e independencia, representación y derechos. En el artículo 16, se incluyó una vaga y ambigua referencia respecto a la futura reunión de un congreso —vaguedad'que exhibía las reticencias de Buenos Aires a concretar la iniciativa-, el cual debería adoptar el principio federal. Asimismo, se estipulaba que la Asamblea Constituyente debía consultar “la seguridad y engrandecimiento general de la República, su crédito interior y exterior, y la soberanía, libertad e independencia de cada una de las provincias”. Esta convocatoria, así como la facultad de declarar la guerra y celebrar la paz y de disponer medidas militares quedaban en manos de una Comisión Representativa de los Gobiernos de las Provincias Litorales (con residencia en Santa Fe), integrada por un diputado de cada una de las provincias signatarias. El Pacto fue firmado por Buenos Aires, Santa Fe y Entre Ríos; Corrientes se negó en principio a ser incluida, por no contener el tratado definiciones más contundentes respecto del futuro congreso. De inmediato, se iniciaron las operaciones militares para vencer a la Liga del Interior.
Estanislao López asumió el mando supremo de las fuerzas federales y Rosas comandó la reserva desde San Nicolás. Mientras López rehuía el enfrentamiento con Paz a la espera de los resultados de la ofensiva iniciada por Facundo Quiroga en el sur de Córdoba, el caudillo riojano hizo una campaña relámpago y recuperó en pocos días parte del terreno perdido: en marzo tomó Río Cuarto, ganó a su paso la adhesión de San Luis y conquistó Mendoza. Hacia fines de ese mes, Quiroga dominaba Cuyo: quedaba expedito el camino hacia La Rioja y Córdoba. En ese momento, la suerte le jugó al general Paz una mala pasada: decidido a atacar a López, fue tomado prisionero. En campos del Río Tala, Paz se acercó a un pequeño bosque, convencido de que estaba ocupado por sus propias tropas. Enorme fue la sorpresa cuando descubrió que se trataba de fuerzas enemigas, que no dudaron en tomarlo prisionero. Allí comenzó la rápida caída de la Liga del Interior. Corría el mes de mayo y, a pesar del golpe de gracia que significó atrapar al ge-


neral Paz, era necesario un ataque frontal a sus tropas para evitar una guerra de desgaste demasiado larga. Lamadrid, quien había reemplazado a Paz en la dirección del ejército, fue vencido por Quiroga en la Ciudadela de Tucumán en noviembre de 1831.
El desmoronamiento de la Liga del Interior dejó a buena parte del territorio bajo el control de los tres principales líderes federales: Rosas, Quiroga y López. En consonancia con las disidencias internas, durante los años siguientes se disputaron entre los tres la hegemonía regional. Quiroga volvía a dominar el frente andino y acrecentaba su tradicional inquina contra el gobernador santafecino; López introducía su cuña en Córdoba, apoyando al nuevo gobernador Reinafé (ya que Bustos había muerto en su destierro santafecino) y colocaba en Entre Ríos a su acólito, Pascual Echagüe; Rosas buscaba consolidar internamente su poder en Buenos Aires, mientras desarrollaba estrategias de alianza en pos de convertirse en el supremo árbitro de la futura confederación.
Las discusiones entre los principales representantes de las provincias litorales en ocasión de la firma del Pacto Federa! han sido analizadas desde las nuevas perspectivas historiográficas que cuestionan la preexistencia de la nación en la coyuntura revolucionaria y el fenómeno de! caudillismo como explicación unívoca del proceso de fragmentación territorial producido a partir de 1820. Se destaca, en este sentido, ¡a interpretación ofrecida por José Carlos Chiaramonte acerca de los debates que enfrentaron a Corrientes y Buenos Aires hacia 1831. Allí, además de anudarse las polémicas en torno a la política económica y la posibilidad de constituir una unidad nacional, el autor advierte los cambios producidos en esa coyuntura. Refiriéndose a la firma del Pacto Federal, señala: “Este episodio muestra que mientras la que había sido la cuna y más firme sostén de las tendencias centralistas, Buenos Aires, se refugiaba como ya vimos en el autonomismo, Corrientes, la más tenaz defensora de su autonomía estatal, había pasado a convertirse en paladín de ía inmediata organización nacional". Desde esta perspectiva, este viraje en las posiciones no significa, sin embargo, que las demandas de organización nacional por parte de algunas provincias respondieran a! moderno “principio de las nacionalidades”, entendido como el sentimiento de pertenencia a una comunidad que comparte una misma lengua, religión, valores y costumbres comunes. El autor sostiene que sólo a partir


de la difusión del Romanticismo comenzaría a Imponerse este principio, cuya general difusión constituirá el supuesto universal de existencia de las naciones contemporáneas hasta la actualidad. Según su periodización, el uso del término “nación” en tiempos de la Independencia y en los años que corren hasta el Pacto Federal de 1831 responde a una noción que presuponía negociar los términos contractuales de una asociación política entre entidades soberanas, con dimensión de ciudad o de provincia. A tai efecto, Chiaramonte sostiene que es en esa clave que hay que entender la conformación de la llamada “cuestión nacional" durante ese período, y afirma: “Los que debatían al respecto participaban de un universo cultural hispanoamericano, con fuerte conciencia de ello, pero pertenecían a ' sociedades con vida política independiente expresadas en estados que, aunque llamados provincias, y con diverso grado de éxito para encontrar institucionalmente su pretensión estatal, eran también independientes y soberanas. Y es esta circunstancia, la de la existencia en la primera mitad del siglo de diversos pretendientes a la calidad de estados libres, autónomos y soberanos que negociaban la Constitución de una nación rioplatense -una nación en el sentido de darse un mismo conjunto de leyes y un gobierno común-, lo que la tradición hlstoriográfica elaborada a partir de la segunda mitad del siglo olvidará, obsesionada por dibujar tos orígenes de la nación en términos de lo que, a partir del Romanticismo, se entendería por tal: ia inserción políticamente organizada en la arena internacional de una nacionalidad preexistente”.
Estos postulados renovaron notablemente las viejas perspectivas heredadas del siglo XIX a ia vez que despertaron nuevas discusiones entre ios historiadores. Tales debates giran en torno a si la aceptación de la inexistencia de una nacionalidad argentina antes de la formación del estado nacional puede'negar la existencia de otras identidades colectivas que abarquen al conjunto del territorio rioplatense desde el momento mismo de la revolución. Un debate aún abierto que presenta distintas miradas sobre el problema: mientras algunas interpretaciones enfatizan los aspectos juridico-polítícos o económicos de! proceso histórico, otras ponen de relieve sus dimensiones socioculturales.
Los textos citados corresponden a José Carlos Chiaramonte, Ciudades, provincias, estados: orígenes de la Nación Argentina, Biblioteca del Pensamiento Argentino I, Buenos Aires, Ariel, 1997. ¿W
Una vez culminadas las acciones militares, Corrientes advirtió el riesgo
de quedar excluida del Pacto Federal y decidió suscribirlo, un camino
que más tarde fue imitado por el resto de las provincias. El Pacto se convirtió entonces en un nuevo escenario de disputa: esta vez, entre los líderes federales vencedores. El motivo de debate fue la Comisión Representativa y las facultades que se le conferían. Rosas se opuso a la continuidad de la Comisión, ya que no sólo competía con sus atribuciones de delegado de las relaciones exteriores, sino que además le quitaba el control del futuro congreso. Dado que se hallaba reunida en Santa Fe, la Comisión le daba a López un poder potencial del que Rosas recelaba. La correspondencia de quien era gobernador de Buenos Aires en esos momentos revela su hostilidad ante la posibilidad de reunión de un congreso consdtuyente y las estrategias por él utilizadas con el objeto de dilatar lo más posible su convocatoria. Para ello apelaba al argumento de que las provincias no estaban preparadas para constituirse, afirmaba que era conveniente que se manejaran a través de pactos y tratados parciales recíprocos y enfatizaba la necesidad de lograr una pacificación definitiva. Estas premisas mostraban el fuerte interés de Rosas y su séquito más cercano por seguir monopolizando los recursos porteños en exclusividad. La puja culminó cuando Rosas decidió retirar el diputado por Buenos Aires de la conflictiva Comisión Representativa y no volver a reemplazarlo. La Comisión se disolvió a mediados de 1832.

A partir de ese momento, la convocatoria a un congreso constituyente quedó bloqueada indefinidamente debido a la tenaz oposición de Buenos Aires. Las provincias se rigieron por una laxa organización confederal en la que cada una mantenía, supuestamente, su independencia y soberanía, delegando en Buenos Aires la representación de las relaciones exteriores. No obstante, como se verá luego, se trató de una confederación bastante peculiar que traducía la asimétrica correlación de fuerzas entre Buenos Aires y el resto de las provincias, así como los dilemas que de esa asimetría derivaban. De hecho, al dejar de existir la comisión representativa, dotaba a una de las provincias firmantes de un poder mucho mayor que las otras. Pero no sólo eso. La peculiaridad de esa confederación fue que la proclamada soberanía e independencia de cada una de las partes se vio reiteradamente limitada no sólo por el manejo que oportunamente Rosas hizo de las relaciones exteriores, sino también por la intervención que interpuso en ellas a través de muy diversos mecanismos. El Pacto Federal, suscrito entonces como una alianza provisoria, se convirtió por la fuerza de los acontecimientos en uno de los únicos fundamentos institucionales que reguló las relaciones interprovinciales hasta la sanción de la Constitución Nacional en 1853.

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