Las fronteras de la Revolución de Mayo no fueron las del
Virreinato del Río de la Plata. -La lucha expresó un enfrentamiento de
tendencias y no de nacionalidades. -La prensa extranjera advirtió, desde el
comienzo, el carácter emancipador del movimiento. -La Revolución experitnentó
las resultantes de la compleja situación internacional -Testimonios concretos
de cómo la Revolución se consideraba integrando un proceso continental -La
conducta de los negros y de los indios. -La guerra de la independencia fue un
medio y no el fin de la Revolución de Mayo. -Las necesidades de la contienda
originaron la aparición de la lotería y del papel moneda.
La
revolución iniciada en la Capital del Virreinato del Río de la Plata, no tuvo a
la totalidad de éste por escenario de su acción.
El
gigante territorio mostró pronto las contradicciones de sus diferentes
regiones, consecuencia de la heterogeneidad ya mencionada cuando nos referimos
a su creación, en 1776. Las fronteras del Virreinato no fueron, pues, las de la
revolución.
Así,
en el nordeste, una expedición que, al mando de Belgrano y calculando tendencias
partidarias de Buenos Aires, fue enviada al Paraguay (una de las ocho
gobernaciones que integraban el Virreinato), terminó en categórico fracaso. En
un congreso convocado por el gobernador del Paraguay, en julio de 1810, para
considerar la invitación de la Junta de Buenos Aires a ser reconocida como
heredera del poder del Virrey, la opinión del doctor José Gaspar de Francia
anticipó el rumbo de la política paraguaya. Quien sería a poco el famoso
dictador, tan sombrío como xenófobo, “consideró inadmisible la pretensión de
Buenos Aires”... “pero tampoco abogó en favor del caduco poder español” expresa
un renombrado historiador paraguayo contemporáneo (1). “Mis argumentos en favor
de mis ideas son éstos”, dijo Francia depositando dos pistolas sobre la mesa
presidencial del Congreso: “una está destinada contra Femando VII y la otra
contra Buenos Aires” (2).
En
verdad, la pistola conüa Buenos Aires resultó la única que la ubicación
mediterrá-
nea del Paraguay hizo
necesario descargar. La expedición de Belgrano no encontró aliados y en cambio
se la interpretó como una empresa de conquista, contra la cual el sentimiento
popular paraguayo mostró su decisión. Informando de esta actitud, Belgrano
comunicaba a su gobierno: “... Para venirme a atacar han trabajado de un modo
increíble, venciendo... pantanos formidables, bosques inmensos e impenetrables;
todo ha sido nada para ellos, pues su entusiasmo todo lo ha allanado” (3)...
Derrotado,
Belgrano debió capitular y comprometerse a salir del Paraguay. Y éste quedó a
partir de entonces, marginado de la guerra de la independencia.
Por
el norte, las cuatro gobernaciones que comprendía el Alto Perú, no fueron sino
en muy contadas situaciones partícipes de la revolución. Si políticamente
integraban desde 1776 el Virreinato del Plata, la anterior tradición de dos
siglos y medio vinculaba a esas gobernaciones más a Lima que a Buenos Aires. Y
como arrastradas por esa tradición no manifestaron fervor por los sucesos de
Buenos Aires. Tan es así que Potosí, la ciudad más prestigiosa del Alto Perú,
“es el pueblo que menos simpatía tuvo por la revolución. Su grandeza y riqueza
provenían del laboreo de minas y se fundaba en la mita y otros abusos
intolerables que un sistema más liberal debía necesariamente destruir; eran,
pues, sus intereses los que hacían inclinar la opinión en favor de la antigua
opresión”, ha dejado es-
crito un militar de actuación
descollante en la guerra de la independencia (4).
De
resultas de esto, las fronteras de la revolución fueron en el norte las que
correspondían a las anteriores a la creación del Virreinato, es decir a las
ciudades de Salta y Jujuy, más allá de las cuales la lucha comenzada por Buenos
Aires pareció encontrarse, casi siempre, en tierra desafecta.
Hacia
el este, en la margen oriental del Río de la Plata, los españoles, provistos de
un poder naval que les permitía el bombardeo y el bloqueo de Buenos Aires,
fueron dueños de Montevideo hasta 1814. La intromisión portuguesa e inglesa,
que reiteraba su vieja codicia respecto del dominio del Río de la Plata, se
añadió a los conflictos de carácter interno de la revolución, y, en definitiva,
la Banda Oriental se constituyó años más (arde en un Estado independiente.
Hacia
el oeste la revolución encontró en la Cordillera de los Andes que delimitaba al
Virreinato, y en la solidaridad del movimiento iniciado en Chile en setiembre
de 1810, los factores para contar con un flanco seguro. Juzgando la situación
de Chile, un distinguido historiador de ese país hermano, explica: “Desde el
primer momento, y dada su peculiar situación geográfica, Chile se vio sometido
a dos presiones: la que venía de Buenos Aires, en favor de las nuevas ideas y
propiciaba la erección de una autoridad propia, y la procedente de Lima, que se
esforzaba por mantener la fidelidad al antiguo sistema. En esa lucha de
influencias, factores geográficos, sociales y económicos, triunfaría el partido
de la innovación” (5).
Y
aludiendo a las publicaciones periodísticas que en 1811 maduraron en Chile a
las tendencias renovadoras, el mismo autor agrega que en ellas se advierten
“los primeros conceptos sobre soberanía popular” y se revelan los sentimientos
de solidaridad que animaban a los patriotas de Buenos Aires y de Santiago de
Chile (6).
Dijimos
antes que las fronteras de la revolución iniciada en Buenos Aires, no fueron
las que correspondían al Virreinato. Es curioso señalar que en cambio las
actuales fronteras del país corresponden, en líneas generales, a las de la
Revolución de 1810. Como si la Argentina hubiera encontrado, en el límite
logrado por los ideales de esa revolución, los mojones de su geografía.
Aunque
para designar a los partidarios de los dos bandos enfrentados a partir de 1810
es frecuente usar los términos de criollos y españoles o, según se decía
entonces, españoles americanos y españoles europeos, conviene aclarar que tales
términos no corresponden estrictamente a la verdad. Pues no se trató de un
conflicto de nacionalidades. Más exacto sería el uso de las expresiones
patriotas y realistas. O, todavía mejor, sería hablar de una lucha entre
liberales y absolutistas, ya que estas palabras representan más cabalmente el
choque de las dos tendencias doctrinarias que calificó la militancia en los
campos de la revolución y de la contrarrevolución.
En
principio, ser patriota, liberal o revolucionario, era estar dispuesto a buscar
la independencia organizando una sociedad diferente y mejor, por más justa, que
la vivida bajo la dominación colonial. En cambio, y por oposición a esto, ser
realista o absolutista era defender lo que ya estaba.
Prueba
concreta de lo anterior es que, entre los nueve miembros del gobierno que
iniciaba la revolución, dos eran españoles europeos: don Domingo Matheu y don
Juan Larrea. Ambos sirvieron a la revolución con una lealtad que no conoció
vacilaciones ni desmayos.
En
1813, una Asamblea revolucionaria de
clima jacobino, reiterando
que ella encamaba una lucha de tendencias y no de nacionalidades, de
identificación voluntaria con determinados ideales y no el resultado azaroso
del lugar de nacimiento, “distinguía con el título de ciudadano a todos los
españoles europeos que habían adquirido un derecho incontestable a la gratitud
americana...” Y precisamente la firma de Juan Larrea, entonces diputado por
Córdoba, figura en el acta de instalación de esa Asamblea.
Si
esto sucedía en el ambiente institucional, algo semejante ocurría en los
ejércitos que luchaban en los campos de batalla. La mayoría de los jefes que
combatieron a la revolución, aunque en la terminología común se designan como
españoles, eran en realidad americanos: Goyeneche, Tristón, Olañeta, etc., para
sólo citar algunos nombres destacados (7).
La
revolución de Buenos Aires, para cuyo estallido se aprovechó la invasión de
España por Napoleón, debió encuadrarse luego en el marco de una variable y
compleja política internacional.
Digamos
desde ya que “la máscara de Fernando VII” no engañó a la opinión extranjera.
Los comentarios periodísticos documentan la exacta interpretación que, de los
acontecimientos ocurridos en Buenos Aires, formularon publicaciones inglesas,
norteamericanas y francesas.
El
“Heraldo de la Mañana”, de Londres, del 3 de setiembre de 1810, informaba:
“Ayer recibimos cartas de Buenos Aires hasta el 13 de junio, que contienen
algunas noticias interesantes sobre el estado político de aquella parte de la
América Meridional. Últimamente dimos noticia del establecimiento de una Junta
compuesta de nativos, la cual fue formada por el partido inclinado a la
independencia”.
En
los Estados Unidos, cada vez que se recibían noticias del River Plate, los periódicos se apresuraban a publicarlas, sin
preocuparse de su atraso. En una extensa carta, enviada desde Buenos Aires y
escrita por un corresponsal anónimo para el “National Intelligencer” de Washington, del 4 de diciembre de 1810, se leía, entre
otros, el siguiente párrafo: “El entusiasmo que existe en esta capital es
excesivo, acercándose a la locura; el mismo ardor prevalece en los países
circundantes, que se están emancipando del despotismo materno y es sólo por tal
energía que pueden arrojar el yugo que la tiranía les ha impuesto durante tanto
tiempo” (8), y otro periódico norteamericano, el “New Evening Post”, del 20 de octubre de 1810: “Nuestras noticias procedentes del
Río de la Plata hasta el mes de agosto inclusive son detalladas y auténticas.
La revolución en Buenos Aires, en favor del partido nativo americano y de la
absoluta independencia del Virreinato, que comenzó el 20 de mayo”... (9).
Por
su parte, la prensa francesa daba al suceso una acogida generosa en espacios.
El periódico “L’Ambigú” del 20 de agosto de 1810, bajo el título de “Revolución
en el Paraguay”, se refería al hecho manifestando: “... se ha operado en el
Paraguay una revolución semejante a la que ya ha tenido lugar en la provincia
de Venezuela”. (El periódico denominaba Paraguay al territorio del Plata, tal
como durante mucho tiempo lo habían designado cronistas y escritores). Y cual
si los auténticos fines del movimiento le fueran conocidos, no bastándole la
semejanza señalada con los acontecimientos de Venezuela, agrega: “Parece que la
disolución de la Junta Central de España ha sido la señal de la declaración de
independencia que proyectaban desde hace tiempo los habitantes nativos de esas
vastas regiones”...
“Le
Journal de l’Empire”, bajo el título, geográficamente más exacto que el
anterior, de
“Revolución en Buenos Aires”,
informa con detalle de los acontecimientos según una carta que proviene de la
capital del Virreinato, y en la cual se leen, entre otras afirmaciones: “Ya no
se podrá cargar a los americanos con las cadenas que acaban de romper”.
Los
comentarios de periódicos extranjeros transcritos bastan para evidenciar que la
Revolución de Mayo no fue un episodio lugareño. Interpretada en el exterior
como un movimiento que integraba el proceso de la independencia de la América
española, ella fue recibida con atento interés por las potencias que más
directa vinculación tendrían, a partir de entonces, con la nueva nación.
Ahora
bien, las exigencias de la acción revolucionaria, necesitada de apoyo
diplomático, de armas y de dinero, tanto como las posibilidades que para los
países extranjeros podían derivarse de la libertad de comercio establecida en
Buenos Aires, explican el intercambio de agentes diplomáticos y de
negociaciones que pronto hicieron de esta ciudad un activo escenario de
encrucijada internacional.
Desde
luego correspondió a Inglaterra el primer rango en esas negociaciones y fue su
protagonista lord Slrangford, el ministro en Río de Janeiro a quien ya vimos
protegiendo y “subsidiando” a Saturnino Rodríguez Peña. Dicho diplomático,
interpretando los intereses de Londres, realizó el doble juego de auspiciar,
disimuladamente, las revoluciones sin perturbar por ello la alianza de
Inglaterra y España, unidas en la lucha contra Napoleón. En nota a Mariano
Moreno, con el cual Strangford trabó pronto una reveladora vinculación
epistolar, le decía: “Una declaración prematura de la independencia sería
cerrar la puerta de la intervención amigable de la Gran Bretaña, mientras duren
sus relaciones actuales con España”...
El
deseo de alentar a la revolución, simulando ignorar que ella buscaba la
independencia, explica que, cuando la Junta de Buenos Aires solicitó su
intervención contra el bloqueo que los barcos españoles de Montevideo
establecieron en el Plata, maniobra que amenazaba asfixiar económica y
financieramente a la revolución, lord Strangford despachara al jefe naval
británico destacado en Río de Janeiro con instrucciones terminantes en el
sentido de imponer, por la fuerza si ello era indispensable, la conclusión del
bloqueo. Los barcos españoles obedecieron y la asfixia económica no se
concretó.
Que
el apoyo inglés era importante y no sólo para la lucha contra España sino
también para contener las pretensiones portuguesas de ocupar la Banda Oriental,
lo prueban la prontitud con que apenas iniciada la Revolución se despachó con
destino a Londres, un agente diplomático. Meses después, el propio secretario
de la Junta partió en misión ante lord Strangford y la cancillería inglesa,
encargado de una gestión que la muerte de Moreno impediría cumplir.
Poco
duraría, sin embargo, el apoyo vergonzante pero al fin apoyo, de lord
Strangford. Desde 1811 se hizo evidente que el representante inglés prefería
actuar en el sentido de convencer a la colonia sublevada de la conveniencia de
una reconciliación con la metrópoli. Y esta posición se hizo rígida a partir de
1814, cuando, vuelto al trono Femando VII, un tratado (5 de juüo de 1814) otorgaba
a Gran Bretaña la cláusula de la nación más reconocida en caso de abrir España
sus colonias al comercio extranjero.
Fue
preciso (anticipémoslo) que el triunfo de San Martín al frente del ejército
argentino- chileno en Maipú (abril de 1818), cambiase las perspectivas de la
guerra de la independencia, para que la cancillería inglesa volviera a
sonreímos...
En
lo que respecta a las negociaciones con
los Estados Unidos, Joel
Roberts Poinsett, primer cónsul general en Buenos Aires, Chile y Perú, llegó a
la capital argentina en febrero de 1811. A su vez, en junio de 1811, dos
agentes de Buenos Aires, uno de ellos Diego de Saavedra, hijo del Presidente de
la Junta, partieron para los Estados Unidos con el objetivo principal de obtener
abastecimientos militares. Pero como el secretario de Estado norteamericano
(entonces James Monroe) se negara a respaldar la operación, los agentes de
Buenos Aires decidieron “arreglárselas por su cuenta” y compraron mil fusiles a
“diversos armeros de Filadelfia”, con los cuales volvieron a Buenos Aires en
mayo de 1812.
“El
simple hecho de que estas misiones fuesen enviadas exhibía una tendencia, por
parte de los Estados Unidos y la América española, a unirse en cuanto se
aflojaran los lazos que vinculaban a las últimas con España. Y, sin embargo,
casi sin excepciones, la experiencia de las misiones revelaba los obstáculos
existentes en lo referente a una unión más estrecha. De tal modo, aunque el
gobierno de los Estados Unidos quería que América española se independizara, no
proporcionó al gobierno de Buenos Aires armas con las cuales conquistar su
independencia” (10).
Apenas
llegado a Buenos Aires, el cónsul Poinsett protestó contra el trato
preferencial que se acordaba a los barcos británicos y que no se concedía a los
buques norteamericanos. La Junta replicó “reconociendo la discriminación” y
afirmando, con claridad, que había sido concedida a Gran Bretaña como
recompensa “por la actitud de esta nación en oportunidad de la amenaza de
bloqueo de los españoles de Montevideo”.
La
aparición de los barcos norteamericanos en el Plata hubiera podido significar
ventajas para Buenos Aires, desde el punto de vista de una posible competencia
comercial con los británicos. Esto no llegó a concretarse porque la guerra,
estallada en 1812, entre Gran Bretaña y los Estados Unidos, dada la
superioridad naval inglesa, significó, prácticamente, la eliminación en el
tráfico mercantil de los buques norteamericanos. Debieron pues transcurrir unos
años antes de que las mercaderías de la patria de Washington: harina, ron,
zapatos, muebles, etc., figuraran como rubros importantes en el comercio
exterior de la Argentina.
Más
gravemente que en el comercio, la mencionada guerra entre ingleses y
norteamericanos repercutiría en el porvenir de la propia revolución de Buenos
Aires, al dificultarle solucionar su angustiosa necesidad de equipo bélico.
Volveremos luego sobre el tema (11).
Ya
se ha dicho que apenas iniciada la Revolución, los comentarios de periódicos
extranjeros la juzgaron como integrando el proceso emancipador de la América
española. También de ese modo, la Revolución se vio a sí misma, y obró en
consecuencia.
En
los primeros comicios públicos celebrados en Buenos Aires (19 de setiembre de
1811), “el sentimiento continental foijado por la revolución se trasluce en que
pueden sufragar los vecinos americanos de la ciudad y no exclusivamente los de
las Provincias Unidas” (12).
Poco
después el órgano oficial, “La Gazeta Ministerial”, comentando la declaración
de independencia de Venezuela, proclamada el 5 de julio de 1811, decía: “Los
pueblos americanos ya no serán unas factorías coloniales. Americanos del Sud:
ya ha llegado el momento”.
Este
lenguaje de solidaridad con los otros movimientos revolucionarios producidos en
la América española se reflejaba en los términos en los cuales se redactaban
las solicitudes de carta de ciudadanía: el interesado pedía “se le declare hijo
de la América, por estar penetrado
de los principios de Razón y
Justicia con que el gobierno defiende los derechos de América”... Y
precisamente la carta de ciudadanía se había implantado para que los
extranjeros pudieran incorporarse “a la gran familia americana” (13). Años
después, siendo San Martín el gobernante supremo del Perú, en el Estatuto
Provisional, adoptado mientras se sancionaba la constitución de ese país,
definió categórico: “Son ciudadanos del Perú los que hayan nacido o nacieren en
cualquiera de los Estados de América que hayan jurado la independencia de
España”... El general Belgrano, de tan destacada actuación revolucionaria, al
dirigirse a los soldados el 27 de febrero de 1812, en ocasión de la creación de
la bandera argentina, expresó: “Juremos vencer a nuestros enemigos y la América
del Sud será el templo de la independencia y de la libertad”.
La
Asamblea General de 1813, que tan decisivas resoluciones adoptó en materia
revolucionaria, acordó la aprobación de un himno en cuyas estrofas su autor, el
diputado Vicente López y Planes, no olvidó que la lucha tenía amplitud continental:
los versos nombran a México, Caracas, Quito... Por cierto que la solidaridad
que el himno argentino proclamaba, mereció a su vez, una recíproca repercusión
en Sudamérica; él se entonaba, con popular emoción, más allá de las fronteras
argentinas, más allá del territorio que pisaron los soldados que San Martín
llevó hasta el Perú. El capitán inglés Vowell, que luchó en los ejércitos
independientes de América, recordaba en Londres que quinientos llaneros
venezolanos del general Páez, un subordinado de Bolívar, “celebrando un
joljorio en lugar remoto del bosque”... “... entonaron con regocijo frenético
el himno nacional argentino” (14).
En 1822, en una fiesta en el istmo de Panamá, entonces
parte integrante de Colombia, “los pobres negros cantaban el himno nacional
argentino” (15), en cuyo grito sagrado de
¡Libertad! ¡Libertad! ¡Libertad! se
sentían, sin duda, sobradamente identificados.
Una
minoría decidida e ilustrada de abogados, comerciantes, sacerdotes, militares,
etc., dirigió la Revolución de 1810; no hubiera podido realizar esa tarea si no
hubiera contado con apoyo popular. Pero el movimiento debió cumplirse en una
sociedad con base esclavista: los negros (y mulatos) a semejanza de los indios
(y mestizos) figuraban, de atenemos a la realidad y no a leyes incumplidas,
cual simples “piezas” de un engranaje económico-social. ¿Cómo se comportaron
los “castas” frente a la lucha que dividía en dos bandos beligerantes a los
amos blancos?...
Digamos,
antes, el comportamiento de la Revolución frente a esos sectores sometidos.
Ya a
comienzos de 1812, la Revolución había prohibido la introducción de negros, “en
obsequio a los derechos de la humanidad afligida y como una consecuencia de los
principios liberales que han proclamado y defienden con valor y energía los
pueblos de las Provincias Unidas”, según expresaba el decreto respectivo (16).
La Asamblea General Constituyente de 1813, hizo de la libertad de los hijos de
los esclavos su primera resolución importante: “... Este bárbaro derecho del
más fuerte”, “desaparecerá en lo sucesivo de nuestro hemisferio y se extinguirá
hasta que, regenerada, esa miserable raza iguale a todas las clases del estado,
y haga ver que la naturaleza nunca ha formado esclavos sino hombres, pero que
la educación ha dividido la tierra en opresores y oprimidos”... Después de
haber decretado así, con la llamada libertad de vientres, la discontinuidad de
la secular esclavitud, y como
deseosa que las fronteras
argentinas delimitasen claramente la servidumbre y la emancipación de los
africanos, en la sesión del 4 de febrero de 1813, la Asamblea decretaba “que
todos los esclavos de países extranjeros, que de cualquier modo se introduzcan
desde este día en adelante, queden libres por el sólo hecho de pisar el territorio
de las Provincias Unidas”.
La
libertad de comercio al facilitar la importación de mercaderías venía
reduciendo, desde 1810, la importancia de los africanos como mano de obra de la
economía, y esto facilitaba la adopción de estas medidas de liberación. En
cambio la Revolución debió calcular a los negros como soldados y ellos
constituyeron el aporte humano más nutrido de la infantería. La participación
de los esclavos africanos en reñidas batallas, explica que, muertos muy
jóvenes, antes de tener descendencia, las “bajas” de la guerra resultaran un
factor causal en la desaparición de esta raza dentro de la Argentina
contemporánea. Muchos negros pagaron pues con su vida la libertad por
conquistar. No es otro el precio que, según la Historia, se estila en estos
casos.
En
lo referente a los “naturales”, la Revolución abolió la mita y las encomiendas
“y el servicio personal de los indios, sin exceptuar el que prestan a las
iglesias y sus párrocos”. Pero no es exagerado decir, que, en líneas generales,
ante la guerra desencadenada entre patriotas y realistas, la masa aborigen
ofició de espectadora. Tal vez porque tras siglos de sentirse explotada,
recelosa del hombre blanco, no diferenciaba en los dos bandos posibles razones
que la llevaran a participar en la contienda Fue precisamente la indiferencia
indígena, que constituía la gran masa de población del Alto Perú, una de las
razones de la falta de resonancias revolucionarias en esa región del Virreinato
que ya hemos señalado.
Ni
siquiera como elementos auxiliares resultaron eficientes. En las vísperas de
una batalla, unos cientos de indios destinados a arrastrar los cañones “fueron
positivamente peiju- diciales. Al primer disparo del enemigo y aun quizá de
nuestras mismas piezas, cayeron por tierra pegando el rostro y el vientre en el
suelo”... “poseídos de un pavor tal que, por supuesto, ya no hubo que contar
con ellos para mover los cañones, pues sin dejar su humillante postura fueron
escabullándose hasta desaparecer enteramente” (17).
No
fue muy distinta la conducta, que ante la lucha de patriotas y realistas,
manifestaron los indios que habitaban la llanura de Buenos Aires. Espectadores
del conflicto, lo aprovecharon en la medida que la guerra impedía al gobierno
argentino proteger las poblaciones y castigar los ataques sorpresivos, llamados
malones, que los aborígenes llevaban a las ciudades indefensas.
Se
dijo antes que la Revolución de mayo de 1810 debió buscar la justicia a través
de la independencia política. Como ésta no iba a lograrse sin la lucha amtada,
ocune que la güeña, que sólo debía ser un medio, suele confundirse con los
fines de la Revolución. Y es así que el resplandor de las bayonetas y el tronar
de los cañones han perturbado el comprender la íntima esencia del proceso
revolucionario.
Este
manifestó, desde el primer momento, preocupaciones de igualdad democrática, que
lo mostraron en evidente contraste con el mundo colonial. Si sólo se hubiera
tratado de reemplazar gobernantes españoles por criollos, la Revolución de Mayo
no habría hundido en las raíces de la estructura social sus propósitos de
sustanciales transformaciones.
Abolir
el monopolio, o la esclavitud de indios y de negros, fueron actitudes
anteriores a la adopción de una bandera o de un escudo o a
la aceptación de una organización constitucional.
Recuérdese
que ya años antes de 1810, Manuel Belgrano no pedía cambios en el elenco de
funcionarios, sino en el criterio a regir para terminar con la miseria y el
atraso de los pobladores. Sería tarea sencilla reunir, en una antología del
pensamiento revolucionario, las expresiones más representativas de este enfoque
que convierte a la Revolución Argentina en una categórica búsqueda de cambios
trascendentes. Bastaría que el lector de estas páginas recordara la frase citada
de Moreno cuando, preocupado por mejorar el nivel de los conocimientos
populares, afirmaba: “Si los pueblos no se ilustran”... “será tal vez nuestra
suerte mudar de tiranos sin destruir la tiranía”...
Y agregar esta angustiosa pregunta
que ante la aparición de las discordias dentro de la Revolución se formulaba en
1812 Bemardino Rivadavia: “¿De qué nos sirve la libertad si ella no nos hace
felices?”...
Desde luego, iniciada la contienda,
sucedió que la guerra que necesariamente hizo la Revolución, al prolongarse,
terminó, inevitablemente, haciendo a su vez a la Revolución. La interacción
entre las batallas y las realizaciones de cambios económico-sociales del país
argentino, se patentizó a poco de estallado el movimiento.
En una síntesis forzosamente
panorámica, cual la imponen estas páginas, limitémonos a señalar esa
interacción a través de algunos ejemplos representativos.
Los gastos impuestos por la lucha
armada obligaron a encarar nuevas fuentes de recursos. Para hacerse del dinero
necesario, antes de cumplir un año de la Revolución, se debió imponer a los
españoles europeos una suscripción forzosa: de este modo las balas de los
criollos resultaban pagadas por el enemigo... No bastando testo, a fines de
1811 se rebajaron todos los sueldos civiles, militares y pensiones de la
administración pública, en una proporción que oscilaba entre el diez y el
cincuenta por ciento. Con el mismo propósito de allegar un “recurso permanente
del erario” se aprobó, el 10 de abril de 1812, un plan que incorporaba la lotería
a las costumbres nacionales: el azar, estimulando la codicia ciudadana, hizo su
primera aparición oficial.
El
Estado dependía entonces, desde el punto de vista de sus ingresos, casi
enteramente de las rentas aduaneras y éstas sufrían las consecuencias negativas
de los trastornos del comercio exterior. “No existía otro impuesto territorial
que el Diezmo, el cual, según lo indica su nombre, consistía en el aporte de la
décima parte del producto anual de las propiedades rurales para beneficio del
clero y de los hospitales. Las fincas y los capitales empleados en las
transacciones mercantiles eran libres de todo derecho o impuesto.”
Cuando
las victorias de Belgrano en la frontera norte permitieron la ocupación
transitoria de Potosí, el dominio de la ciudad posibilitó acuñar las primeras
monedas de oro y plata y como símbolo de soberanía en ellas apareció el escudo
aprobado por la Asamblea General de 1813 para reemplazar con él a las armas del
Rey (18).
Pero
ese mismo año de 1813 las urgencias financieras obligaron a adoptar por parte
de la Asamblea, una resolución que indirectamente hizo crear el papel moneda,
desconocido hasta entonces. En efecto, hubo que solicitar a los capitalistas un
préstamo de 500.000 pesos; los capitalistas percibirían un interés del seis por
ciento y a cada prestamista se le daría un “pagaré sellado” como garantía.
Estos pagarés circularon, en definitiva, como vales de
tesorería; y puesto que el
Estado siguió teniendo necesidades, dejaron de devengar interés y resultaron, a
la postre, semejantes a billetes de banco.
Así
nació en la Argentina el papel moneda; el país cuyo nombre deriva de la palabra
latina “argertum” (plata metálica) fue, entre todas las naciones del mundo, una
de las primeras en liberarse de la circulación en metálico. En lo
institucional, las alternativas bélicas influyeron, sin disimulo alguno. Una
primera derrota en el Alto Perú, en j unió de 1811, fue la causa determinante
de que se abandonara el sistema de un Poder Ejecutivo numeroso (la denominada
Junta Grande) y se intentara organizar un gobierno en el cual se deslindaban
los poderes ejecutivo y legislativo, dándole al primero de ellos el molde,
clásico en la Antigüedad, de los Triunviratos. Una victoria en Tucumán, año de
1812, contribuyó a la caída de este gobierno y a su reemplazo por otro
Triunvirato. En 1813, derrotas en el Alto Perú, indujeron a simplificar y
robustecer el Poder Ejecutivo, mediante la creación del cargo de Director
Supremo de las Provincias Unidas.
Necesidades
de carácter militar fundamentaron la creación de la Gobernación Intendencia de
Cuyo, que comprendiendo a Mendoza,
San Juan y San Luis, separó a
estas provincias de la gobernación de Córdoba del Tucumán.
Ya
se ha señalado antes, que razones de carácter militar gravitaron en la
emancipación de los africanos y en el envío al exterior de misiones
diplomáticas en procura de armamentos. Parece innecesario reiterar cómo en esos
aspectos, la guerra influyó en la Revolución.
Por
último, el acatamiento estricto de todos, sin distinción de jerarquías o
privilegios a los fines de la guerra, llegó a evidenciarse en episodios bien
ilustrativos del rigor revolucionario. En 1812, el general Belgrano había
debido arrestar al obispo de Salta al comprobarle complicidad con Goyeneche; el
obispo alentaba a este jefe realista a apresurar la marcha sobre Buenos Aires,
calculando y deseando el fracaso de la Revolución. En la sesión del 17 de marzo
la Asamblea General Constituyente tomaba conocimiento de una petición del
obispo, “impetrando clemencia y quejándose indefinidamente de las incomodidades
que sufría en su situación” (19). Pero el diputado Alvear “declamó con celo y
vehemencia: Ciudadanos representantes: la ley no considera sino el delito:
todas las personas son iguales en su presencia y si en el juicio a vuestro
reverendo obispo se debiera atender su dignidad, sólo debiera ser para aumentar
el castigo que merezca” (20).
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