domingo, 1 de noviembre de 2015

Cap VII - Breve Historia de la Independencia - Gustavo Levene

Las fronteras de la Revolución de Mayo no fueron las del Virreinato del Río de la Plata. -La lucha expresó un enfrentamiento de tendencias y no de nacionalidades. -La prensa extranjera advirtió, desde el comienzo, el carácter emancipador del movimiento. -La Revolución experitnentó las resultantes de la compleja situación internacional -Testimonios concretos de cómo la Revolución se consideraba integrando un proceso continental -La conducta de los negros y de los indios. -La guerra de la independencia fue un medio y no el fin de la Revolución de Mayo. -Las necesidades de la contienda originaron la aparición de la lotería y del papel moneda.

La revolución iniciada en la Capital del Virreinato del Río de la Plata, no tuvo a la totalidad de éste por escenario de su acción.
El gigante territorio mostró pronto las contradicciones de sus diferentes regiones, consecuencia de la heterogeneidad ya mencionada cuando nos referimos a su creación, en 1776. Las fronteras del Virreinato no fueron, pues, las de la revolución.
Así, en el nordeste, una expedición que, al mando de Belgrano y calculando tendencias partidarias de Buenos Aires, fue enviada al Paraguay (una de las ocho gobernaciones que integraban el Virreinato), terminó en categórico fracaso. En un congreso convocado por el gobernador del Paraguay, en julio de 1810, para considerar la invitación de la Junta de Buenos Aires a ser reconocida como heredera del poder del Virrey, la opinión del doctor José Gaspar de Francia anticipó el rumbo de la política paraguaya. Quien sería a poco el famoso dictador, tan sombrío como xenófobo, “consideró inadmisible la pretensión de Buenos Aires”... “pero tampoco abogó en favor del caduco poder español” expresa un renombrado historiador paraguayo contemporáneo (1). “Mis argumentos en favor de mis ideas son éstos”, dijo Francia depositando dos pistolas sobre la mesa presidencial del Congreso: “una está destinada contra Femando VII y la otra contra Buenos Aires” (2).
En verdad, la pistola conüa Buenos Aires resultó la única que la ubicación mediterrá-

nea del Paraguay hizo necesario descargar. La expedición de Belgrano no encontró aliados y en cambio se la interpretó como una empresa de conquista, contra la cual el sentimiento popular paraguayo mostró su decisión. Informando de esta actitud, Belgrano comunicaba a su gobierno: “... Para venirme a atacar han trabajado de un modo increíble, venciendo... pantanos formidables, bosques inmensos e impenetrables; todo ha sido nada para ellos, pues su entusiasmo todo lo ha allanado” (3)...
Derrotado, Belgrano debió capitular y comprometerse a salir del Paraguay. Y éste quedó a partir de entonces, marginado de la guerra de la independencia.
Por el norte, las cuatro gobernaciones que comprendía el Alto Perú, no fueron sino en muy contadas situaciones partícipes de la revolución. Si políticamente integraban desde 1776 el Virreinato del Plata, la anterior tradición de dos siglos y medio vinculaba a esas gobernaciones más a Lima que a Buenos Aires. Y como arrastradas por esa tradición no manifestaron fervor por los sucesos de Buenos Aires. Tan es así que Potosí, la ciudad más prestigiosa del Alto Perú, “es el pueblo que menos simpatía tuvo por la revolución. Su grandeza y riqueza provenían del laboreo de minas y se fundaba en la mita y otros abusos intolerables que un sistema más liberal debía necesariamente destruir; eran, pues, sus intereses los que hacían inclinar la opinión en favor de la antigua opresión”, ha dejado es-

crito un militar de actuación descollante en la guerra de la independencia (4).
De resultas de esto, las fronteras de la revolución fueron en el norte las que correspondían a las anteriores a la creación del Virreinato, es decir a las ciudades de Salta y Jujuy, más allá de las cuales la lucha comenzada por Buenos Aires pareció encontrarse, casi siempre, en tierra desafecta.
Hacia el este, en la margen oriental del Río de la Plata, los españoles, provistos de un poder naval que les permitía el bombardeo y el bloqueo de Buenos Aires, fueron dueños de Montevideo hasta 1814. La intromisión portuguesa e inglesa, que reiteraba su vieja codicia respecto del dominio del Río de la Plata, se añadió a los conflictos de carácter interno de la revolución, y, en definitiva, la Banda Oriental se constituyó años más (arde en un Estado independiente.
Hacia el oeste la revolución encontró en la Cordillera de los Andes que delimitaba al Virreinato, y en la solidaridad del movimiento iniciado en Chile en setiembre de 1810, los factores para contar con un flanco seguro. Juzgando la situación de Chile, un distinguido historiador de ese país hermano, explica: “Desde el primer momento, y dada su peculiar situación geográfica, Chile se vio sometido a dos presiones: la que venía de Buenos Aires, en favor de las nuevas ideas y propiciaba la erección de una autoridad propia, y la procedente de Lima, que se esforzaba por mantener la fidelidad al antiguo sistema. En esa lucha de influencias, factores geográficos, sociales y económicos, triunfaría el partido de la innovación” (5).
Y aludiendo a las publicaciones periodísticas que en 1811 maduraron en Chile a las tendencias renovadoras, el mismo autor agrega que en ellas se advierten “los primeros conceptos sobre soberanía popular” y se revelan los sentimientos de solidaridad que animaban a los patriotas de Buenos Aires y de Santiago de Chile (6).
Dijimos antes que las fronteras de la revolución iniciada en Buenos Aires, no fueron las que correspondían al Virreinato. Es curioso señalar que en cambio las actuales fronteras del país corresponden, en líneas generales, a las de la Revolución de 1810. Como si la Argentina hubiera encontrado, en el límite logrado por los ideales de esa revolución, los mojones de su geografía.
Aunque para designar a los partidarios de los dos bandos enfrentados a partir de 1810 es frecuente usar los términos de criollos y españoles o, según se decía entonces, españoles americanos y españoles europeos, conviene aclarar que tales términos no corresponden estrictamente a la verdad. Pues no se trató de un conflicto de nacionalidades. Más exacto sería el uso de las expresiones patriotas y realistas. O, todavía mejor, sería hablar de una lucha entre liberales y absolutistas, ya que estas palabras representan más cabalmente el choque de las dos tendencias doctrinarias que calificó la militancia en los campos de la revolución y de la contrarrevolución.
En principio, ser patriota, liberal o revolucionario, era estar dispuesto a buscar la independencia organizando una sociedad diferente y mejor, por más justa, que la vivida bajo la dominación colonial. En cambio, y por oposición a esto, ser realista o absolutista era defender lo que ya estaba.
Prueba concreta de lo anterior es que, entre los nueve miembros del gobierno que iniciaba la revolución, dos eran españoles europeos: don Domingo Matheu y don Juan Larrea. Ambos sirvieron a la revolución con una lealtad que no conoció vacilaciones ni desmayos.
En 1813, una Asamblea revolucionaria de

clima jacobino, reiterando que ella encamaba una lucha de tendencias y no de nacionalidades, de identificación voluntaria con determinados ideales y no el resultado azaroso del lugar de nacimiento, “distinguía con el título de ciudadano a todos los españoles europeos que habían adquirido un derecho incontestable a la gratitud americana...” Y precisamente la firma de Juan Larrea, entonces diputado por Córdoba, figura en el acta de instalación de esa Asamblea.
Si esto sucedía en el ambiente institucional, algo semejante ocurría en los ejércitos que luchaban en los campos de batalla. La mayoría de los jefes que combatieron a la revolución, aunque en la terminología común se designan como españoles, eran en realidad americanos: Goyeneche, Tristón, Olañeta, etc., para sólo citar algunos nombres destacados (7).
La revolución de Buenos Aires, para cuyo estallido se aprovechó la invasión de España por Napoleón, debió encuadrarse luego en el marco de una variable y compleja política internacional.
Digamos desde ya que “la máscara de Fernando VII” no engañó a la opinión extranjera. Los comentarios periodísticos documentan la exacta interpretación que, de los acontecimientos ocurridos en Buenos Aires, formularon publicaciones inglesas, norteamericanas y francesas.
El “Heraldo de la Mañana”, de Londres, del 3 de setiembre de 1810, informaba: “Ayer recibimos cartas de Buenos Aires hasta el 13 de junio, que contienen algunas noticias interesantes sobre el estado político de aquella parte de la América Meridional. Últimamente dimos noticia del establecimiento de una Junta compuesta de nativos, la cual fue formada por el partido inclinado a la independencia”.
En los Estados Unidos, cada vez que se recibían noticias del River Plate, los periódicos se apresuraban a publicarlas, sin preocuparse de su atraso. En una extensa carta, enviada desde Buenos Aires y escrita por un corresponsal anónimo para el “National Intelligencer” de Washington, del 4 de diciembre de 1810, se leía, entre otros, el siguiente párrafo: “El entusiasmo que existe en esta capital es excesivo, acercándose a la locura; el mismo ardor prevalece en los países circundantes, que se están emancipando del despotismo materno y es sólo por tal energía que pueden arrojar el yugo que la tiranía les ha impuesto durante tanto tiempo” (8), y otro periódico norteamericano, el “New Evening Post”, del 20 de octubre de 1810: “Nuestras noticias procedentes del Río de la Plata hasta el mes de agosto inclusive son detalladas y auténticas. La revolución en Buenos Aires, en favor del partido nativo americano y de la absoluta independencia del Virreinato, que comenzó el 20 de mayo”... (9).
Por su parte, la prensa francesa daba al suceso una acogida generosa en espacios. El periódico “L’Ambigú” del 20 de agosto de 1810, bajo el título de “Revolución en el Paraguay”, se refería al hecho manifestando: “... se ha operado en el Paraguay una revolución semejante a la que ya ha tenido lugar en la provincia de Venezuela”. (El periódico denominaba Paraguay al territorio del Plata, tal como durante mucho tiempo lo habían designado cronistas y escritores). Y cual si los auténticos fines del movimiento le fueran conocidos, no bastándole la semejanza señalada con los acontecimientos de Venezuela, agrega: “Parece que la disolución de la Junta Central de España ha sido la señal de la declaración de independencia que proyectaban desde hace tiempo los habitantes nativos de esas vastas regiones”...
“Le Journal de l’Empire”, bajo el título, geográficamente más exacto que el anterior, de

“Revolución en Buenos Aires”, informa con detalle de los acontecimientos según una carta que proviene de la capital del Virreinato, y en la cual se leen, entre otras afirmaciones: “Ya no se podrá cargar a los americanos con las cadenas que acaban de romper”.
Los comentarios de periódicos extranjeros transcritos bastan para evidenciar que la Revolución de Mayo no fue un episodio lugareño. Interpretada en el exterior como un movimiento que integraba el proceso de la independencia de la América española, ella fue recibida con atento interés por las potencias que más directa vinculación tendrían, a partir de entonces, con la nueva nación.
Ahora bien, las exigencias de la acción revolucionaria, necesitada de apoyo diplomático, de armas y de dinero, tanto como las posibilidades que para los países extranjeros podían derivarse de la libertad de comercio establecida en Buenos Aires, explican el intercambio de agentes diplomáticos y de negociaciones que pronto hicieron de esta ciudad un activo escenario de encrucijada internacional.
Desde luego correspondió a Inglaterra el primer rango en esas negociaciones y fue su protagonista lord Slrangford, el ministro en Río de Janeiro a quien ya vimos protegiendo y “subsidiando” a Saturnino Rodríguez Peña. Dicho diplomático, interpretando los intereses de Londres, realizó el doble juego de auspiciar, disimuladamente, las revoluciones sin perturbar por ello la alianza de Inglaterra y España, unidas en la lucha contra Napoleón. En nota a Mariano Moreno, con el cual Strangford trabó pronto una reveladora vinculación epistolar, le decía: “Una declaración prematura de la independencia sería cerrar la puerta de la intervención amigable de la Gran Bretaña, mientras duren sus relaciones actuales con España”...
El deseo de alentar a la revolución, simulando ignorar que ella buscaba la independencia, explica que, cuando la Junta de Buenos Aires solicitó su intervención contra el bloqueo que los barcos españoles de Montevideo establecieron en el Plata, maniobra que amenazaba asfixiar económica y financieramente a la revolución, lord Strangford despachara al jefe naval británico destacado en Río de Janeiro con instrucciones terminantes en el sentido de imponer, por la fuerza si ello era indispensable, la conclusión del bloqueo. Los barcos españoles obedecieron y la asfixia económica no se concretó.
Que el apoyo inglés era importante y no sólo para la lucha contra España sino también para contener las pretensiones portuguesas de ocupar la Banda Oriental, lo prueban la prontitud con que apenas iniciada la Revolución se despachó con destino a Londres, un agente diplomático. Meses después, el propio secretario de la Junta partió en misión ante lord Strangford y la cancillería inglesa, encargado de una gestión que la muerte de Moreno impediría cumplir.
Poco duraría, sin embargo, el apoyo vergonzante pero al fin apoyo, de lord Strangford. Desde 1811 se hizo evidente que el representante inglés prefería actuar en el sentido de convencer a la colonia sublevada de la conveniencia de una reconciliación con la metrópoli. Y esta posición se hizo rígida a partir de 1814, cuando, vuelto al trono Femando VII, un tratado (5 de juüo de 1814) otorgaba a Gran Bretaña la cláusula de la nación más reconocida en caso de abrir España sus colonias al comercio extranjero.
Fue preciso (anticipémoslo) que el triunfo de San Martín al frente del ejército argentino- chileno en Maipú (abril de 1818), cambiase las perspectivas de la guerra de la independencia, para que la cancillería inglesa volviera a sonreímos...
En lo que respecta a las negociaciones con

los Estados Unidos, Joel Roberts Poinsett, primer cónsul general en Buenos Aires, Chile y Perú, llegó a la capital argentina en febrero de 1811. A su vez, en junio de 1811, dos agentes de Buenos Aires, uno de ellos Diego de Saavedra, hijo del Presidente de la Junta, partieron para los Estados Unidos con el objetivo principal de obtener abastecimientos militares. Pero como el secretario de Estado norteamericano (entonces James Monroe) se negara a respaldar la operación, los agentes de Buenos Aires decidieron “arreglárselas por su cuenta” y compraron mil fusiles a “diversos armeros de Filadelfia”, con los cuales volvieron a Buenos Aires en mayo de 1812.
“El simple hecho de que estas misiones fuesen enviadas exhibía una tendencia, por parte de los Estados Unidos y la América española, a unirse en cuanto se aflojaran los lazos que vinculaban a las últimas con España. Y, sin embargo, casi sin excepciones, la experiencia de las misiones revelaba los obstáculos existentes en lo referente a una unión más estrecha. De tal modo, aunque el gobierno de los Estados Unidos quería que América española se independizara, no proporcionó al gobierno de Buenos Aires armas con las cuales conquistar su independencia” (10).
Apenas llegado a Buenos Aires, el cónsul Poinsett protestó contra el trato preferencial que se acordaba a los barcos británicos y que no se concedía a los buques norteamericanos. La Junta replicó “reconociendo la discriminación” y afirmando, con claridad, que había sido concedida a Gran Bretaña como recompensa “por la actitud de esta nación en oportunidad de la amenaza de bloqueo de los españoles de Montevideo”.
La aparición de los barcos norteamericanos en el Plata hubiera podido significar ventajas para Buenos Aires, desde el punto de vista de una posible competencia comercial con los británicos. Esto no llegó a concretarse porque la guerra, estallada en 1812, entre Gran Bretaña y los Estados Unidos, dada la superioridad naval inglesa, significó, prácticamente, la eliminación en el tráfico mercantil de los buques norteamericanos. Debieron pues transcurrir unos años antes de que las mercaderías de la patria de Washington: harina, ron, zapatos, muebles, etc., figuraran como rubros importantes en el comercio exterior de la Argentina.
Más gravemente que en el comercio, la mencionada guerra entre ingleses y norteamericanos repercutiría en el porvenir de la propia revolución de Buenos Aires, al dificultarle solucionar su angustiosa necesidad de equipo bélico. Volveremos luego sobre el tema (11).
Ya se ha dicho que apenas iniciada la Revolución, los comentarios de periódicos extranjeros la juzgaron como integrando el proceso emancipador de la América española. También de ese modo, la Revolución se vio a sí misma, y obró en consecuencia.
En los primeros comicios públicos celebrados en Buenos Aires (19 de setiembre de 1811), “el sentimiento continental foijado por la revolución se trasluce en que pueden sufragar los vecinos americanos de la ciudad y no exclusivamente los de las Provincias Unidas” (12).
Poco después el órgano oficial, “La Gazeta Ministerial”, comentando la declaración de independencia de Venezuela, proclamada el 5 de julio de 1811, decía: “Los pueblos americanos ya no serán unas factorías coloniales. Americanos del Sud: ya ha llegado el momento”.
Este lenguaje de solidaridad con los otros movimientos revolucionarios producidos en la América española se reflejaba en los términos en los cuales se redactaban las solicitudes de carta de ciudadanía: el interesado pedía “se le declare hijo de la América, por estar penetrado

de los principios de Razón y Justicia con que el gobierno defiende los derechos de América”... Y precisamente la carta de ciudadanía se había implantado para que los extranjeros pudieran incorporarse “a la gran familia americana” (13). Años después, siendo San Martín el gobernante supremo del Perú, en el Estatuto Provisional, adoptado mientras se sancionaba la constitución de ese país, definió categórico: “Son ciudadanos del Perú los que hayan nacido o nacieren en cualquiera de los Estados de América que hayan jurado la independencia de España”... El general Belgrano, de tan destacada actuación revolucionaria, al dirigirse a los soldados el 27 de febrero de 1812, en ocasión de la creación de la bandera argentina, expresó: “Juremos vencer a nuestros enemigos y la América del Sud será el templo de la independencia y de la libertad”.
La Asamblea General de 1813, que tan decisivas resoluciones adoptó en materia revolucionaria, acordó la aprobación de un himno en cuyas estrofas su autor, el diputado Vicente López y Planes, no olvidó que la lucha tenía amplitud continental: los versos nombran a México, Caracas, Quito... Por cierto que la solidaridad que el himno argentino proclamaba, mereció a su vez, una recíproca repercusión en Sudamérica; él se entonaba, con popular emoción, más allá de las fronteras argentinas, más allá del territorio que pisaron los soldados que San Martín llevó hasta el Perú. El capitán inglés Vowell, que luchó en los ejércitos independientes de América, recordaba en Londres que quinientos llaneros venezolanos del general Páez, un subordinado de Bolívar, “celebrando un joljorio en lugar remoto del bosque”... “... entonaron con regocijo frenético el himno nacional argentino” (14).
En 1822, en una fiesta en el istmo de Panamá, entonces parte integrante de Colombia, “los pobres negros cantaban el himno nacional argentino” (15), en cuyo grito sagrado de
¡Libertad! ¡Libertad! ¡Libertad! se sentían, sin duda, sobradamente identificados.
Una minoría decidida e ilustrada de abogados, comerciantes, sacerdotes, militares, etc., dirigió la Revolución de 1810; no hubiera podido realizar esa tarea si no hubiera contado con apoyo popular. Pero el movimiento debió cumplirse en una sociedad con base esclavista: los negros (y mulatos) a semejanza de los indios (y mestizos) figuraban, de atenemos a la realidad y no a leyes incumplidas, cual simples “piezas” de un engranaje económico-social. ¿Cómo se comportaron los “castas” frente a la lucha que dividía en dos bandos beligerantes a los amos blancos?...
Digamos, antes, el comportamiento de la Revolución frente a esos sectores sometidos.
Ya a comienzos de 1812, la Revolución había prohibido la introducción de negros, “en obsequio a los derechos de la humanidad afligida y como una consecuencia de los principios liberales que han proclamado y defienden con valor y energía los pueblos de las Provincias Unidas”, según expresaba el decreto respectivo (16). La Asamblea General Constituyente de 1813, hizo de la libertad de los hijos de los esclavos su primera resolución importante: “... Este bárbaro derecho del más fuerte”, “desaparecerá en lo sucesivo de nuestro hemisferio y se extinguirá hasta que, regenerada, esa miserable raza iguale a todas las clases del estado, y haga ver que la naturaleza nunca ha formado esclavos sino hombres, pero que la educación ha dividido la tierra en opresores y oprimidos”... Después de haber decretado así, con la llamada libertad de vientres, la discontinuidad de la secular esclavitud, y como

deseosa que las fronteras argentinas delimitasen claramente la servidumbre y la emancipación de los africanos, en la sesión del 4 de febrero de 1813, la Asamblea decretaba “que todos los esclavos de países extranjeros, que de cualquier modo se introduzcan desde este día en adelante, queden libres por el sólo hecho de pisar el territorio de las Provincias Unidas”.
La libertad de comercio al facilitar la importación de mercaderías venía reduciendo, desde 1810, la importancia de los africanos como mano de obra de la economía, y esto facilitaba la adopción de estas medidas de liberación. En cambio la Revolución debió calcular a los negros como soldados y ellos constituyeron el aporte humano más nutrido de la infantería. La participación de los esclavos africanos en reñidas batallas, explica que, muertos muy jóvenes, antes de tener descendencia, las “bajas” de la guerra resultaran un factor causal en la desaparición de esta raza dentro de la Argentina contemporánea. Muchos negros pagaron pues con su vida la libertad por conquistar. No es otro el precio que, según la Historia, se estila en estos casos.
En lo referente a los “naturales”, la Revolución abolió la mita y las encomiendas “y el servicio personal de los indios, sin exceptuar el que prestan a las iglesias y sus párrocos”. Pero no es exagerado decir, que, en líneas generales, ante la guerra desencadenada entre patriotas y realistas, la masa aborigen ofició de espectadora. Tal vez porque tras siglos de sentirse explotada, recelosa del hombre blanco, no diferenciaba en los dos bandos posibles razones que la llevaran a participar en la contienda Fue precisamente la indiferencia indígena, que constituía la gran masa de población del Alto Perú, una de las razones de la falta de resonancias revolucionarias en esa región del Virreinato que ya hemos señalado.
Ni siquiera como elementos auxiliares resultaron eficientes. En las vísperas de una batalla, unos cientos de indios destinados a arrastrar los cañones “fueron positivamente peiju- diciales. Al primer disparo del enemigo y aun quizá de nuestras mismas piezas, cayeron por tierra pegando el rostro y el vientre en el suelo”... “poseídos de un pavor tal que, por supuesto, ya no hubo que contar con ellos para mover los cañones, pues sin dejar su humillante postura fueron escabullándose hasta desaparecer enteramente” (17).
No fue muy distinta la conducta, que ante la lucha de patriotas y realistas, manifestaron los indios que habitaban la llanura de Buenos Aires. Espectadores del conflicto, lo aprovecharon en la medida que la guerra impedía al gobierno argentino proteger las poblaciones y castigar los ataques sorpresivos, llamados malones, que los aborígenes llevaban a las ciudades indefensas.
Se dijo antes que la Revolución de mayo de 1810 debió buscar la justicia a través de la independencia política. Como ésta no iba a lograrse sin la lucha amtada, ocune que la güeña, que sólo debía ser un medio, suele confundirse con los fines de la Revolución. Y es así que el resplandor de las bayonetas y el tronar de los cañones han perturbado el comprender la íntima esencia del proceso revolucionario.
Este manifestó, desde el primer momento, preocupaciones de igualdad democrática, que lo mostraron en evidente contraste con el mundo colonial. Si sólo se hubiera tratado de reemplazar gobernantes españoles por criollos, la Revolución de Mayo no habría hundido en las raíces de la estructura social sus propósitos de sustanciales transformaciones.
Abolir el monopolio, o la esclavitud de indios y de negros, fueron actitudes anteriores a la adopción de una bandera o de un escudo o a

la aceptación de una organización constitucional.
Recuérdese que ya años antes de 1810, Manuel Belgrano no pedía cambios en el elenco de funcionarios, sino en el criterio a regir para terminar con la miseria y el atraso de los pobladores. Sería tarea sencilla reunir, en una antología del pensamiento revolucionario, las expresiones más representativas de este enfoque que convierte a la Revolución Argentina en una categórica búsqueda de cambios trascendentes. Bastaría que el lector de estas páginas recordara la frase citada de Moreno cuando, preocupado por mejorar el nivel de los conocimientos populares, afirmaba: “Si los pueblos no se ilustran”... “será tal vez nuestra suerte mudar de tiranos sin destruir la tiranía”...
Y agregar esta angustiosa pregunta que ante la aparición de las discordias dentro de la Revolución se formulaba en 1812 Bemardino Rivadavia: “¿De qué nos sirve la libertad si ella no nos hace felices?”...
Desde luego, iniciada la contienda, sucedió que la guerra que necesariamente hizo la Revolución, al prolongarse, terminó, inevitablemente, haciendo a su vez a la Revolución. La interacción entre las batallas y las realizaciones de cambios económico-sociales del país argentino, se patentizó a poco de estallado el movimiento.
En una síntesis forzosamente panorámica, cual la imponen estas páginas, limitémonos a señalar esa interacción a través de algunos ejemplos representativos.
Los gastos impuestos por la lucha armada obligaron a encarar nuevas fuentes de recursos. Para hacerse del dinero necesario, antes de cumplir un año de la Revolución, se debió imponer a los españoles europeos una suscripción forzosa: de este modo las balas de los criollos resultaban pagadas por el enemigo... No bastando testo, a fines de 1811 se rebajaron todos los sueldos civiles, militares y pensiones de la administración pública, en una proporción que oscilaba entre el diez y el cincuenta por ciento. Con el mismo propósito de allegar un “recurso permanente del erario” se aprobó, el 10 de abril de 1812, un plan que incorporaba la lotería a las costumbres nacionales: el azar, estimulando la codicia ciudadana, hizo su primera aparición oficial.
El Estado dependía entonces, desde el punto de vista de sus ingresos, casi enteramente de las rentas aduaneras y éstas sufrían las consecuencias negativas de los trastornos del comercio exterior. “No existía otro impuesto territorial que el Diezmo, el cual, según lo indica su nombre, consistía en el aporte de la décima parte del producto anual de las propiedades rurales para beneficio del clero y de los hospitales. Las fincas y los capitales empleados en las transacciones mercantiles eran libres de todo derecho o impuesto.”
Cuando las victorias de Belgrano en la frontera norte permitieron la ocupación transitoria de Potosí, el dominio de la ciudad posibilitó acuñar las primeras monedas de oro y plata y como símbolo de soberanía en ellas apareció el escudo aprobado por la Asamblea General de 1813 para reemplazar con él a las armas del Rey (18).
Pero ese mismo año de 1813 las urgencias financieras obligaron a adoptar por parte de la Asamblea, una resolución que indirectamente hizo crear el papel moneda, desconocido hasta entonces. En efecto, hubo que solicitar a los capitalistas un préstamo de 500.000 pesos; los capitalistas percibirían un interés del seis por ciento y a cada prestamista se le daría un “pagaré sellado” como garantía. Estos pagarés circularon, en definitiva, como vales de

tesorería; y puesto que el Estado siguió teniendo necesidades, dejaron de devengar interés y resultaron, a la postre, semejantes a billetes de banco.
Así nació en la Argentina el papel moneda; el país cuyo nombre deriva de la palabra latina “argertum” (plata metálica) fue, entre todas las naciones del mundo, una de las primeras en liberarse de la circulación en metálico. En lo institucional, las alternativas bélicas influyeron, sin disimulo alguno. Una primera derrota en el Alto Perú, en j unió de 1811, fue la causa determinante de que se abandonara el sistema de un Poder Ejecutivo numeroso (la denominada Junta Grande) y se intentara organizar un gobierno en el cual se deslindaban los poderes ejecutivo y legislativo, dándole al primero de ellos el molde, clásico en la Antigüedad, de los Triunviratos. Una victoria en Tucumán, año de 1812, contribuyó a la caída de este gobierno y a su reemplazo por otro Triunvirato. En 1813, derrotas en el Alto Perú, indujeron a simplificar y robustecer el Poder Ejecutivo, mediante la creación del cargo de Director Supremo de las Provincias Unidas.
Necesidades de carácter militar fundamentaron la creación de la Gobernación Intendencia de Cuyo, que comprendiendo a Mendoza,
San Juan y San Luis, separó a estas provincias de la gobernación de Córdoba del Tucumán.
Ya se ha señalado antes, que razones de carácter militar gravitaron en la emancipación de los africanos y en el envío al exterior de misiones diplomáticas en procura de armamentos. Parece innecesario reiterar cómo en esos aspectos, la guerra influyó en la Revolución.
Por último, el acatamiento estricto de todos, sin distinción de jerarquías o privilegios a los fines de la guerra, llegó a evidenciarse en episodios bien ilustrativos del rigor revolucionario. En 1812, el general Belgrano había debido arrestar al obispo de Salta al comprobarle complicidad con Goyeneche; el obispo alentaba a este jefe realista a apresurar la marcha sobre Buenos Aires, calculando y deseando el fracaso de la Revolución. En la sesión del 17 de marzo la Asamblea General Constituyente tomaba conocimiento de una petición del obispo, “impetrando clemencia y quejándose indefinidamente de las incomodidades que sufría en su situación” (19). Pero el diputado Alvear “declamó con celo y vehemencia: Ciudadanos representantes: la ley no considera sino el delito: todas las personas son iguales en su presencia y si en el juicio a vuestro reverendo obispo se debiera atender su dignidad, sólo debiera ser para aumentar el castigo que merezca” (20).

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