domingo, 1 de noviembre de 2015

Cap IX - Breve Historia de la Independencia - Gustavo Levene

El plan de José de San Martín “americaniza” a la Revolución Argentina. ■Una eficiente movilización popular permitió organizar el Ejército de los Andes. -Im travesía de la cordillera se cumplió con extraordinaria precisión. -“La libertad ha sido restaurada en Chile por las armas de las Provincias Unidas del Río de la Plata bajo las órdenes del general San Martín”, manifestó el Director Supremo O’Higgins en una comunicación a las naciones extranjeras. -La victoria de Maipú, el 5 de abril de 1818, modificó la política europea respecto de la América española. -Las penurias financieras demoraron la expedición argentino-chilena que marchó al Perú. -“Ims liberales del mundo son hermanos en todas partes”, afirmó San Martín al proclamar que la afinidad de los hombres de esos ideales, debía trascenderlas fronteras. -Im ocupación de Lima y la acción revolucionaria en el Perú. -“La ignorancia es la columna más firme del despotismo”, expresa el decreto que funda la primera biblioteca pública limeña. -Im liberación de los negros y de los indios peruanos. -La necesaria conjunción de los ejércitos de la América independiente, motivó la entrevista de San Martín con Bolívar. -El voluntario alejamiento de San Martín del Perú y los tres objetos que solicitó como recompensa de “diez años de revolución y de guerra”. -Rivadavia se niega a negociar el reconocimiento por España de la independencia, a cambio del retiro de las tropas argentinas que batallaban en el Perú. -La participación de las fuerzas argentinas en los campos de Pichincha, Junín y Ayacucho.
A fines de 1813, acaso deseando eliminarlo del principal escenario político de la Revolución, la Logia Lautaro envió a San Martín con refuerzos bélicos para el Ejército del Norte. Ya en viaje, le llegó el nombramiento de jefe de ese ejército, dos veces derrotado y desprovisto de todo.
El mando que San Martín recibió a modo de destierro le sirvió para conocer el interior del país, que recorría por primera vez, y para advertir los errores militares de la guerra de la independencia. Ilizo el balance de las victorias y desastes que la Revolución había sufrido en esa frontera, y con genial perspicacia, en carta a un amigo de Buenos Aires, le dijo: “La patria no hará camino por este lado del norte. Un pequeño ejército bien disciplinado en Mendoza, pasar los Andes y contando con un gobierno amigo en Chile ir por mar hasta Lima. Mientras no estemos sobre Lima, la guerra no terminará. He ahí mi secreto” (1).
En esas pocas líneas resume y anticipa el proyecto al cual subordinará todos sus afanes, y en el que se destaca este evidente rasgo de talento; encarar un plan de guerra en escala continental y para llevarlo a cabo procurar que la Revolución Argentina, saliendo de sus propias fronteras, busque la solidaridad de las otras revoluciones para vencer todas juntas en Lima. En Lima, que es, San Martín lo ha comprendido agudamente, el centro del poderío español en la América del Sur.
A causa de una enfermedad, San Martín debe abandonar el ejército de Tucumán y pasar a las sierras de Córdoba. Allí se repone, y, entusiasmado con su idea, logra que el gobierno de Buenos Aires lo designe gobernador de Cuyo, el territorio integrado por tres provincias, entre ellas Mendoza, que él ha previsto como el lugar para iniciar los preparativos de su plan.
Estuvo en Cuyo dos años y medio. En una zona donde la población no pasaba de 45.000 habitantes y la industria vitivinícola era lo único importante, San Martín obtuvo todo lo necesario: hombres, animales, víveres, armas, uniformes y hasta dinero. Lo que parece un increíble milagro de organización, fue el resultado concreto de esa eficiente movilización de las energías ciudadanas a que antes aludimos: San Martín buscó y encontró en el pueblo el gran resorte creador.
Sus ideas están magníficamente reflejadas en su correspondencia particular. “El mejor soldado de infantería que tenemos es el negro y el mulato; por esta razón no hay más remedio que echar mano de los esclavos”, explica en una carta a un amigo. “¿Y quién hace entonces el pan?, me dirá usted. Pues que lo hagan las mujeres y si no, comamos carne solamente. ¿Y quién hace entonces los zapatos? Andemos con ojotas (2). Es preferible esto a que los españoles nos manden o nos cuelguen (3). Para obtener recursos, prohíbase bajo pena de confiscación de bienes, el uso de plata labrada: ni siquiera el de una cuchara de ese metal, y comamos con cuchara de cuerno... Que todo empleado público quede a medio sueldo y lo mismo los militares fuera de servicio; los que están en los ejércitos que reciban los dos tercios del sueldo: esto se ha hecho en Cuyo y sin inconveniente. Más vale privamos por tres o cuatro años de comodidades a perder el honor nacional. ¡Ojalá tuviéramos un Cromwell o un Robespierre que realizase esto y a costa de algunos diese la libertad y esplendor de que es tan fácil nuestro suelo!”
Sin descuidar el menor detalle, San Martín vigilaba las más diversas cuestiones, pero alentando siempre a la gente responsable para que participara, con sus facultades inventivas, en la solución de los problemas. Éstos no faltaban. El cruce de la Cordillera de los Andes suponía una marcha de veinte días por senderos montañosos, situados a más de cuatro mil metros de altura, que bordeaban profundos precipicios; y el territorio era tan desolado, tan carente de recursos, que hasta la leña debió transportarse. Se buscaron las mejores herraduras para los caballos y las muías, se ideó el charquicán (4) como el alimento más conveniente, se proveyeron ajos y cebollas para combatir los mareos y hemorragias provocados por las bajas presiones atmosféricas, se inventaron aparejos especiales para el acarreo de los cañones...
Desde Buenos Aires, el director supremo, don Juan Martín de Pueyrredón, colaboraba afanosamente para resolver las necesidades de San Martín. En una carta particular a éste, le informaba: “Van las mil arrobas de charqui que me pide, quinientos ponchos, dos mil sables de repuesto, los vestuarios y muchas camisas. Van doscientas tiendas de campaña y en un cajonci- to los dos únicos clarines que se han encontrado.. . ¡Va el demonio! ¡Y no sé como me irá con las trampas en que quedo para pagarlo lodo! ¡No me pida más si no quiere saber que he amanecido colgado de un tirante de la fortaleza!”
El mismo Pueyrredón, confesándole sus angustiosas dudas sobre el porvenir del plan, dice en otra carta: “Estoy con un miedo tan grande, que no me conformaré hasta saber ha concluido usted con esos bárbaros gallegos”.
Con 1.200 hombres salió de Mendoza, a fines de enero de 1817, el ejército que debía cambiar el panorama de la guerra de la independencia sudamericana. Al cruzar la Cordillera de los Andes, a causa de la altura, en pleno verano sufrieron temperaturas de varios grados bajo cero y, consecuencia de los mareos y hemorragias, fallecieron algunos soldados. Lo abrupto del terreno explica que a lo largo de la travesía montañosa quedaran muertas o descalabradas las dos terceras parles de las muías y de los caballos.
En Mendoza, San Martín había incorporado a su ejército a los chilenos que, derrotados en Rancagua, se refugiaron en la Argentina al mando de O’Higgins. Y un adecuado “servicio de información” lo tenía al tanto de la situación de Chile, donde el jefe argentino mantenía encendida la resistencia a los realistas y desconcertaba a éstos con los rumores contradictorios que intencionalmente hacia circular en ese país.
Debido a estas medidas, los españoles de Chile nunca supieron exactamente por dónde y cuándo llegaría San Martín. Por eso, cuando el ejército terminó el cruce de la cordillera, San Martín no esperó a resolver el problema de la falta de cabalgaduras ni prolongó el descanso que merecían los soldados; antes de que el enemigo se repusiera de la sorpresa y pudiera concentrarse, entabló la batalla en Chacabuco y derrotó a los realistas (12 de febrero de 1817) para entrar enseguida en Santiago de Chile, capital del vecino país, y recoger las muestras de júbilo que son de imaginar. Allí no aceptó la designación de jefe del Estado que se le ofreció y sugirió que nombraran, en cambio, a O’Higgins. Éste, al asumir el mando, en un manifiesto a las naciones extranjeras, expresaba: “La libertad ha sido restaurada en Chile por las armas de las Provincias Unidas del Río de la Plata bajo las órdenes del general San Martín”. El jefe del ejército no sólo renunció al poder, sino también a cualquier gratificación pecuniaria. Al declinar la suma de diez mil pesos que le otorgaba el Cabildo de Santiago, manifestó el deseo de que “ellos se destinaran a la creación de una biblioteca pública que perpetuara la memoria de la Municipalidad” “La ilustración, decía San Martín, es la llave maestra que abre las puertas de la abundancia y hace felices a los pueblos. Yo deseo que todos se ilustren en los sagrados derechos que forman la conciencia de los hombres libres.”
Al rechazar una vajilla de plata, obsequio del gobierno de Chile, afirmó: “No es tiempo para esos lujos”. Y siempre austero, ejemplificaba con su conducta: hizo arreglar el forro de su capote y dar vuelta el paño de su casaca: dormía en un catre de campaña, se levantaba a la madrugada y preparaba él mismo su desayuno. Dos platos, de los cuales uno era el asado predilecto, y dos copas de vino constituían el almuerzo.
Después de Chacabuco, San Martín se trasladó a Buenos Aires para estudiar con el gobierno argentino la subsiguiente etapa de su plan: la formación de una escuadra que, luego de asegurar el dominio del Pacífico, permitiera transportar por ese océano al ejército argentino-chileno destinado a luchar en el Perú contra los realistas.
Diversas causas demoraron la realización de ese propósito: la invasión de la provincia de la Banda Oriental por las tropas portuguesas y los preparativos que España realizaba en Cádiz para el envío al Plata de una expedición que según se afirmaba contaba 20.000 hombres, hacían que el gobierno argentino vacilase en apoyar el deseo de San Martín. Muchos dirigentes pensaban que el país no debía dedicar a la lucha en el Pacífico elementos bélicos que parecían indispensables para la defensa del propio territorio. Y complicaban la situación las divergencias entre las Provincias Unidas que conducirían pronto a la anarquía y a las guerras civiles. Por su parte, los españoles, aunque vencidos en Chacabuco, habían logrado reorganizarse en el sur de Chile y, reforzados por tropas realistas llevadas por mar desde el Perú, resistieron a los ataques de los ejércitos independientes e inclusive, sorprendiendo a éstos, consiguieron derrotarlos en Cancha Rayada (marzo de 1818). Parecieron anularse los beneficios de Chacabuco y la independencia de Chile volvió a peligrar.
Felizmente la serenidad de algunos jefes, la decisión de San Martín y el apoyo popular (hasta las mujeres y los niños de Santiago de Chile trabajaron sin descanso en la fabricación de armas y de municiones), permitieron que con increíble rapidez las fuerzas criollas se recuperaran del desastre de Cancha Rayada, y apenas dos semanas más tarde esperaban al enemigo, en Maipú, un lugar vecino a la capital chilena.
Fue en esa oportunidad que tuvo su primera entrevista con San Martín don W. G. D. Worthington, “uno de los agentes que el gobierno norteamericano mantenía entonces en la América española”. En el informe a su gobierno, Worthington expresaría: “Al estrechar su mano y en momentos en que el choque de los ejércitos parecía inminente, le dije
‘-De esta batalla, señor General, depende no solamente la libertad de Chile sino, acaso, de toda la América española. No sólo Buenos Aires, Chile y Perú tienen los ojos puestos en usted, sino todo el mundo civilizado’
Dije esto sin presunción y con cierta tímida solemnidad, como lo sentía y como lo sintió él, por la forma en que escuchó mis palabras, y luego se inclinó y volvió a su tienda”...
No exageraba el agente norteamericano la importancia decisiva que para la guerra de la independencia de la América española tendría la batalla de Maipú. Una victoria categórica fue el resultado de la acción; en ella jugaron importantísimo papel el heroísmo de los negros que formaban la infantería, la artillería revolucionaria con veintiún cañones, de los cuales cuatro de a doce (calibre desconocido en las batallas de la emancipación) y se lució el pintoresco recurso del arma tan gaucha del lazo, con el cual, finalizado el combate, un regimiento auxiliar de milicias de Aconcagua “se apoderó de centenares de prisioneros como de reses en el aprisco”...
La batalla de Maipú, considerada la más reñida de la lucha en la epopeya sudamericana (costó mil muertos y heridos a los ejércitos criollos), aseguraba la definitiva independencia de Chile y provocó en los gobernantes españoles de América, pesimistas apreciaciones. El Virrey de Nueva Granada (5), manifestaba: “La fatal derrota que en Maipú han sufrido las tropas del Rey pone a toda la parte sur del continente en consternación y peligro”... Y el famoso general español Morillo, quien en 1815 había sofocado la revolución venezolana, decía melancólicamente: “El desgraciado suceso de las armas de Su Majestad en Chile me llena del más amargo pesar”...
Maipú repercutió en el Viejo Mundo... Lord Castlereag, ministro de relaciones exteriores de Inglaterra, recibió (setiembre de 1818) al embajador ruso en Londres, el príncipe de Lieven, y le habló “de los éxitos de los revolucionarios americanos”, aludiendo, impresionado, a una carta que dicho ministro había recibido de San Martín, en la cual el general argentino le presentaba la emancipación “como asentada sobre bases sólidas y con las libertades aseguradas”.
El importante diario “Times”, sensible a la victoria de Maipú, preguntaba: “¿Quién es capaz ahora de detener el impulso de la revolución en América?”.
Y en efecto, la batalla de Maipú frenó los propósitos de intervención en el Nuevo Mundo que abrigaban el Zar de Rusia y el Rey de Francia. Cuando el Congreso de Aquisgrán (fines de 1818) reunió a todos los soberanos europeos, resultó triunfante la tesis inglesa de la no intervención de Europa en las revoluciones sudamericanas. Es el momento, al cual ya aludimos antes, en que la Cancillería británica volvía, sabiamente, a sonreímos...
El director de Chile, don Bernardo de O’Higgins, quien había trabado con San Martín armoniosa amistad política y personal, convino con el general argentino el apoyo de su país para la prosecución de la etapa subsiguiente del plan: la formación de un ejército argentino-chileno que bajo la jefatura de San Martín debía llevar hasta el Perú la guerra de la independencia. Por su parte, San Martín después de Maipú, como lo hiciera después de Chacabuco, regresó a Buenos Aires.
A pesar de los recientes éxitos en Chile, la situación de la Revolución Argentina era muy difícil. Hasta podría afumarse se habían agravado los muy serios problemas que la obstaculizaban. Pero, superando las inquietudes que suscitaba la acción portuguesa en la provincia argentina de la Banda Oriental, y el peligro de las tropas que Femando VII concentraba en Cádiz contra Buenos Aires, la “Logia Lautaro”, que orientaba la política del país y de la cual formaba parte el director supremo Pueyrredón, decidió que el apoyo a San Martín debía merecer la prioridad en las preocupaciones y sacrificios de la nación. Era menester realizar la expedición argentino-chilena al Perú, por más que la Argentina arriesgaba así su propia seguridad para servir la causa común de las revoluciones americanas.
Al parecer, sin embargo, era más fácil triunfar de los ejércitos españoles que de la pobreza de las arcas del gobierno de Buenos Aires. “Ni metiendo en la cárcel a los capitalistas se reuniría el dinero”, afirmaba Pueyrredón, en carta particular, a San Martín. Después de interminables penurias se compraron los barcos y se completaron con marinos extranjeros las dotaciones de la flota que después de asegurar el dominio del Pacífico debía permitir el transporte de la expedición.
También en el mar la Revolución Argentina pasaba a la ofensiva. Precisamente en el primer aniversario de la Declaración de Independencia, el 9 de julio de 1817, partía del Río de la Plata un barco de cuatrocientas sesenta toneladas, con cuatrocientos cincuenta hombres de tripulación y sesenta y dos cañones de armamento. Se trataba de una fragata española capturada en el Pacífico; rebautizada con el nombre de “La Argentina” y bajo el mando de Hipólito Bouchard, un marino francés, la nave cumplió en dos años, como barco corsario al servicio de la revolución, un periplo excepcional. Madagascar, Java, Manila, fueron etapas de la empresa en la cual sobraron las aventuras más dispares: oposición en Madagascar a que se verificase allí el tráfico negrero; combates con piratas malayos en Java; en Manila, bloqueo del puerto, dieciséis barcos de cabotaje de las Filipinas apresados, desconcierto y terror en el comercio español de la región. Luego en California, entonces territorio de España, asalto a la fortaleza de Monterrey y tras apresar y quemar naves españolas, el 9 de julio de 1819 llegaba a Valparaíso. En los dos años transcurridos desde su partida, “La Argentina” había circunnavegado el globo, cumpliendo lo que cierto autor norteamericano ha calificado de “uno de los más memorables viajes jamás emprendido por corsario alguno” (6). Menos airosamente que su barco homónimo, la Argentina era sacudida por los vientos negativos de las querellas internas, y éstas abocaron a San Martín a un serio problema de conciencia. Pues iniciadas las luchas entre las provincias, él no cumplió las órdenes que recibió de volver con sus tropas para participar en la guerra civil. Aunque su desobediencia implicaba una grave falta de disciplina, la prefirió a malograr la expedición a Lima.
Enfermo, tan enfermo que debió cruzar los Andes en camilla, marchó a Chile para ultimar los preparativos de la expedición libertadora. Las discordias intestinas condujeron, en 1820, a la disolución en las Provincias Unidas, de la autoridad nacional: no subsistieron ni el Congreso que había iniciado sus deliberaciones en Tucumán, en 1816, ni el Poder Ejecutivo, representado por el Director Supremo.
Por eso, cuando el 20 de agosto de 1820 la expedición libertadora salió de Valparaíso rumbo a las playas del Perú, lo hizo bajo la bandera chilena, no obstante ser algo más numerosos los soldados argentinos (7), y argentino el jefe que planeara la empresa y ahora la ejecutaba.
Bien es verdad que, acaso para probar todo lo que la anarquía distorsiona, la bandera también estuvo ausente en el sepelio de Manuel Belgrano, fallecido en Buenos Aires unas semanas antes. El creador del símbolo de la soberanía había muerto tan olvidado de los contemporáneos, que no hubo para él ni público asistente, ni honores oficiales...

Al llegar a las costas del Perú, San Martín encontró un país cuya revolución aún no había madurado y pronto se advirtió que eran excesivos los quince mil fusiles llevados para armar a los peruanos que se sublevaran. En cambio, observador atento de la situación de España, calculó que la revolución estallada el 10 de enero de 1820 en la expedición que Femando VII venía preparando en Cádiz, y de claras tendencias liberales como lo evidenciaba el haber restaurado la Constitución de 1812, repercutiría en el Perú. Y aprovechando la designación del general español La Serna, de esa filiación, como virrey del Perú, lo invitó a una conferencia. Allí San Marü'n le manifestó: “... He venido desde las márgenes del Plata, no a derramar sangre sino a fundar la libertad y los derechos de que la misma España ha hecho alarde al proclamar la Constitución de 1812, que Vuestra Excelencia y sus generales defendieron. Los liberales del mundo son hermanos en todas partes... Pasó el tiempo en que el sistema colonial pudo ser sostenido por España, y sería un señalado servicio, si cediendo a la opinión declarada de los pueblos de América, se evita la guerra y se abren las puertas a una reconciliación decorosa”... Aunque la concreta proposición que San Martín formuló en la conferencia no fue aceptada por los jefes españoles del Perú, la situación de éstos se debilitó: se produjeron sublevaciones entre las tropas realistas y día a día fue aumentando la oposición de los patriotas peruanos.
Consecuencia de ello, el virrey La Sema abandonó, sin combatir, la ciudad de Lima, en la cual entró San Martín el 9 de julio de 1821. Mientras se convocaba un Congreso, aceptó con el título de “Protector” el gobierno provisional, proclamando el 28 de julio la independencia del Perú de la cual era un símbolo la bandera que mostró a la multitud y que él había creado a poco de llegar a las costas del país.
Las revoluciones auténticas trascienden de las batallas que las hacen posibles y de las banderas, escudos e himnos que las simbolizan. Con San Martín había llegado al Perú la emancipación, pero ésta no debía ser sino un medio que permitiera el advenimiento, en ese país, de la revolución americana entendida como un nuevo enfoque de todos los aspectos de la sociedad. Así se comprende que a menos de un mes de la declaración de la independencia peruana se abolió el tributo que pagaban los indios, establecido “por la tiranía como signo de señorío” y se declaraba que en “adelante no se denominarán Indios o Naturales: ellos son hijos y ciudadanos del Perú, y con el nombre de peruanos deben ser conocidos”. Al día siguiente, otra resolución señalaba que “siendo un atentado contra la naturaleza y la libertad, el obligar a un ciudadano a consagrarse gratuitamente al servicio de otro”... “queda extinguido el servicio que los peruanos, conocidos antes con el nombre de indios o naturales, hacían bajo la denominación de mitas, pongos (8), encomiendas, yaconazgos”... “y nadie podrá forzarlos a que sirvan contra su voluntad”. También en agosto de 1821, después de recordar que “una porción numerosa de nuestra especie ha sido hasta hoy mirada como un efecto permutable y sujeto a los cálculos de un tráfico criminal”, se declara “libres a los hijos de los esclavos que hayan nacido y nacieren en el territorio del Perú desde el 28 de julio del presente año en que se declaró su independencia”...
En lucha con la tiranía de la intolerancia se eliminó el Santo Oficio y la plazuela de Lima denominada de la Inquisición se designaría con el nombre de Constitución. “... Los inquisidores ya no existen entre nosotros: en su lugar la Alta Cámara administra justicia, respetando las leyes que emanan de la razón y de la naturaleza”...
La enumeración de las providencias adoptadas por el Protector del Perú prueba que ningún sector de la vida del país queda al margen de la revolución que él representó. Así, establece la primera biblioteca pública de Lima explicando, en los fundamentos del decreto, “que la ignorancia es la columna más firme del despotismo”, y el propio San Martín contribuye al éxito de la iniciativa donando los ochocientos volúmenes de su biblioteca particular; ordena el funcionamiento de escuelas gratuitas de primeras letras en los conventos, recordando que “la prosperidad de los pueblos está en razón de las verdades que conocen y no de las ideas que adquieren”, que “reformar la educación pública es la única garanda invariable del destino a que somos llamados”, afirma en el decreto de creación de la Escuela Normal, conforme al sistema de enseñanza mútua (por el entonces novedoso método de Lancaster) y designa, para dirigir el establecimiento, a un pedagogo, el misionero inglés evangélico don Diego Thomp son...
Y como no se educa solamente con los libros de las bibliotecas y las lecciones en las aulas, el gobierno revolucionario del Perú independiente quiso modificar los múltiples factores ambientales que negativamente influían, desde hacía siglos, en las costumbres de las gentes. Prohíbe por ello “la bárbara costumbre de arrojar agua en los días de Carnaval”, “queda abolida la riña de gallos”, declara “que el juego es delito que ataca la moral pública y arruina a las familias: los dueños de las casas en que se consienta sufrirán por la primera vez dos meses de prisión”; se dignifica a la muerte: “Queda abolida en el Perú la pena de horca, y los desgraciados contra quienes pronuncie la justicia el fallo terrible, serán fusilados”, y en testimonio de respeto a la personalidad humana, “queda para siempre eliminada en todo el territorio del Estado la pena aflictiva conocida con el nombre de azotes”, debiéndose considerar “enemigo de la Patria y castigado severamente, el juez, maestro de escuela. o cualquier otro individuo que aplique semejante castigo”...
Y la revolución llegó al escenario. Superando preocupaciones que deben ceder a la justicia y a las luces del siglo”, en un decreto del 31 de diciembre de 1821, San Martín rehabilitaba a los actores: “Un teatro... es un establecimiento moral y político de la mayor utilidad” y “el arte escénico no irroga infamia al que lo profesa”... “Quienes lo ejerzan, podrán optar a los empleos públicos y serán considerados según la regularidad de sus costumbres y a proporción de los talentos que posean”...
¿Cómo dudar que en el Perú el “nuevo elenco” eliminaba “el viejo repertorio” colonial?...
Las reformas no fueron, claro está, recibidas con unánime adhesión: el Peni ostentaba fuertes tradiciones aristocráticas expresadas en sectores que no deseaban cambios en la estructura feudal que desde antaño configuraba al país.
Por otra parte, el ejército realista no había sido derrotado y se mantenía intacto en las sierras del interior, donde no vacilaba en castigar con implacable crueldad a las poblaciones desafectas al Rey. “La contumaz pérfida conducta de los habitantes del criminalísimo Cangallo los ha conducido al término de ser reducidos a cenizas y borrado para siempre del catálogo de los pueblos...” y “... como es preciso que semejante nombre desaparezca también de la memoria de los hombres”, el virrey La Sema decidía, desde el Cuzco, asiento de su autoridad, cambiar el nombre de este distrito y de la ciudad capital del mismo y “que nadie edifique en el terreno que ocupaba el infame pueblo de Cangallo” (9).
Y la infamia, consistente en haberse sublevado por tercera vez contra la dominación española, fue castigada arrasando el pueblo y eliminándolo del mapa...
No puede extrañar que en clima de semejantes enfrentamientos y para prevenir las consecuencias de la participación de los españoles de Lima en conspiraciones en las cuales intervenían personajes de la Iglesia y de la aristocracia peruana, San Martín debiera adoptar, en la capital, severas restricciones. Un decreto del 20 de abril de 1822 firmado por “El Protector” establecía: “Ningún español, con excepción de los eclesiásticos, podrá usar capa o capote cuando salga a la calle, debiendo andar precisamente en cueipo, bajo la pena de destierro”... Y es que la vestimenta que se prohibía permitía una más fácil ocultación de armas...
Aun sin capa ni capote, “todo español que salga después del toque de oraciones, incurrirá en la pena de muerte” . Y para precaverse del carácter “feroz e indomable de los españoles”, se decretó que “todo español a quien se le encontrase alguna arma, fuera de las precisas para el servicio de la mesa, incurrirá en la pena de confiscación y muerte”...
Convencido de que la campaña militar contra los españoles del Perú requería la unión de todos los movimientos revolucionarios sudamericanos, San Martín se había dirigido a Simón Bolívar, el más destacado jefe de las luchas en el norte, buscando una posible conjunción de los ejércitos.
“El gobierno de Colombia se reconoce deudor a la división del Perú de una gran parte de la victoria de Pichincha”, expresaba un decreto de Bolívar, aludiendo a la participación de efectivos del ejército de San Martín (1.400 hombres) en la batalla del 24 de mayo de 1822 y cuya consecuencia inmediata fue la liberación del territorio que actualmente constituye la República del Ecuador.
Bolívar, triunfante en Venezuela y Colombia, aceptó la invitación a una conferencia a realizarse en Guayaquil (julio de 1822). La entrevista tuvo lugar en esa ciudad; no llegaron, sin embargo, al acuerdo necesario, a pesar de que San Martín invitó a Bolívar a entrar con sus tropas en el Perú y ofreció combatir bajo las órdenes del general venezolano, pues la unión de los ejércitos implicaba la creación de un solo comando superior. De regreso en Lima, San Martín inauguró el Congreso peruano y, acatando la autoridad de éste, hizo entrega de las insignias propias del mando y presentó su dimisión al cargo de “Protector del Perú”: “El placer del triunfo para un guerrero que pelea por la felicidad de los pueblos es la persuasión de ser él un medio para que gocen de sus derechos”.
Aunque esta renuncia fue rechazada tres veces, San Martín insistió. Su insobornable liberalismo apreciaba, con certera visión, los peligros que los hombres de armas pueden representar en las primeras etapas de organización republicana y por eso, explicando su actitud, afirmó: “Mis promesas para con los pueblos en que hice la guerra están cumplidas: lograr la independencia y dejar a su voluntad la elección de sus gobiernos. La presencia de un militar afortunado, por más desprendimiento que tenga, es temible a los Estados cuando recién se constituyen”.
El Congreso peruano aprobó varios proyectos de homenaje y gratitud a San Martín: la erección de una estatua en Lima; que en todo tiempo se le rindieran en el territorio del Perú honores de presidente; lo declaró “primer soldado de la libertad de América”, “fundador de la libertad del Perú”, generalísimo de los ejércitos de mar y tierra del país; le concedió una pensión de doce mil pesos anuales. San Martín sólo pidió se le otorgasen tres objetos: el estandarte con el cual el conquistador español Pizarra había dominado a los incas en el siglo XVI, y la campanilla y el tintero de la Inquisición; deseaba llevarse los símbolos de las dos tiranías que había eliminado en Lima: la feudal y la espiritual. Y agradeciendo esos objetos, dijo: “He aquí recompensados con usura diez años de revolución y de guerra” (10).
Eludiendo las posibles manifestaciones públicas, se marchó del Perú casi a escondidas, explicando a su secretario, en estricta confidencia, que su alejamiento y eliminación personal, pues él dejaba el ejército argentino chileno en el Perú, permitiría la entrada de Bolívar y sus tropas en Lima, facilitándose así, con la deseada unión de los soldados americanos, la pronta terminación de la guerra contra los realistas. San Martín entendía que su permanencia en el Perú podría, en cambio, desencadenar conflictos perjudiciales a la causa de la independencia.
La revolución liberal de Cádiz, el 10 de enero de 1820, no sólo desbarató el envío al Río de la Plata de la expedición de 20.000 hombres que desde hacía varios años se preparaba contra Buenos Aires. Ella marcó también el comienzo de negociaciones que iniciadas por España tendían a mostrar, respecto de las colonias, una política de conciliación: calculando que la Constitución de 1812, restablecida en la metrópoli, bastaba como garantía ideológica para permitir el reencuentro, el gobierno de Madrid esperaba obtener ventajas comerciales y atenuar los trastornos financieros que la lucha armada traía para los peninsulares radicados en América.
Una primera delegación, arribada a Buenos Aires en diciembre de 1820, no llegó a ser personalmente recibida por el gobierno, el cual se limitó a manifestar en una nota, luego de recordar “la guerra que Su Majestad Católica tiene declarada a esta parte del continente”, que antes “de toda negociación era preciso reconocer la independencia que ésta y las demás provincias (11), en congreso general han establecido” según el acta que acompañaba, “y de cuyo sagrado compromiso ante el Eterno y ante las naciones del Globo, no pueden separarse un punto sin renunciar a sus más altos e incontestables derechos”. Los delegados que no pudieron abandonar el barco a cuyo bordo habían permanecido, se marcharon, y luego de una estada en Río de Janeiro, ya de regreso en España, atribuyeron el fracaso de su misión a la intriga extranjera y a la anarquía doméstica.
Nuevos comisionados llegaron a Buenos Aires en mayo de 1822. La entrada de San Martín en Lima, verificada meses antes, explica que esta segunda gestión estuviera dispuesta a admitir la independencia de las Provincias Unidas, si nuestro país aceptaba separarse de la lucha solidaria que en unión de los otros pueblos venía realizando. “España reconocerá la independencia argentina si la Argentina retira sus tropas del Perú”, expresaron los enviados del gobierno de Madrid.
Pero Rivadavia, ministro de gobierno de la provincia de Buenos Aires, exigió como condición sine qua non la de que “previamente cese la guerra en el continente y el sincrónico reconocimiento de la totalidad de las naciones desprendidas de la Corona” (12).
No conforme con esto y como la Francia absolutista había emprendido la lucha contra la España liberal, Rivadavia hizo aprobar por la Legislatura un proyecto de ley que manifestaba: “Considerando la guerra que el Rey Luis XVIII prepara contra la nación española”... “se negociará, entre todos los Estados americanos
reconocidos independientes, reunir para sostén de la independencia de España bajo el sistema representativo, la misma suma de veinte millones de pesos con que para destruir ese sistema, han acordado a su gobierno las cámaras francesas”...
Quedaba así evidenciado que la guerra de la emancipación americana no se había hecho contra España como nación, sino contra el monopolio, la esclavitud y la intolerancia característica del feudalismo español...
Pero los ejércitos franceses triunfaban en España, restablecían a Fernando VII en su discrecionalismo monárquico y, prueba de la íntima vinculación entre estos sucesos y las negociaciones, el 24 de diciembre de 1823 se anulaban en Madrid los poderes otorgados a los comisionados enviados a América, así como “quantos actos hubiesen ejecutado ellos contrarios a los indudables derechos de Su Majestad al dominio absoluto de aquellas posesiones”...
¡Estaba visto que ante la España de siempre y su lenguaje de costumbre, América sólo se haría oír con los cañones! (13)
El alejamiento de San Martín no implicó el automático retiro del ejército que él había conducido hasta el Perú. Pero la ausencia de su organizador marcó, sin duda, el ocaso de sus días gloriosos. No fue fácil para los jefes que siguieron allí, armonizar con las graves disidencias de la política limeña las cambiantes disposiciones derivadas de los planes del libertador venezolano (quien, tal como lo había previsto San Martín, apenas se ausentó éste de Lima, ofreció el concurso de sus tiopas para la conclusión de la lucha contra los realistas), y las conspiraciones en las propias filas.
La situación de los soldados argentinos en el Perú, cuyo número a comienzos de 1824 alcanzaba a 1.300 hombres, habíase tomado angustiosa. “Siete años llevaban fuera de la patria, combatiendo en tierras lejanas, siempre mal nutridos, azotados por las enfermedades, desprovistos hasta del vestuario más indispensable, con sus sueldos impagos, prontos a ser sacrificados en las más penosas exigencias de la guerra y nunca recompensados cuando regresaban trayendo los laureles de la victoria, siendo en cambio mal vistos por su condición de extranjeros” (14). Carentes del amparo moral que proporcionan la convivencia con lo nacional y lo hogareño, fuéronse pues, explicablemente quebrantando los factores de responsable cohesión y disciplina. Una injusticia torpe rebasó los sufrimientos: “Habiéndose efectuado el pago de sueldos a la oficialidad solamente, mientras se adeudaban a las tropas cinco meses, no necesitaron más éstas para rebelarse” (15). En la noche del 4 de febrero de 1824, dirigidas por dos sargentos, y estando de guarnición en la fortaleza del Callao, apresaron al General Alvarado y a sus oficiales. Pero incapaces de darle un sentido a la protesta terminaron buscando el consejo de uno de los jefes españoles allí encerrado, y éste los convenció de que no tenían otra salvación que plegarse a las filas realistas...
Algo más de un centenar no aceptaron tamaña deserción y siguieron combatiendo. Presentes en las jomadas de Junín (agosto de 1824) y de Ayacuyo (9 de diciembre de 1824), batalla esta última que clausura la guerra de la independencia sudamericana, su participación en ellas tiene mucho de simbólica tristeza... ¡Las armas argentinas no estuvieron cabalmente representadas, en la histórica amplitud de su faena trascendente, cuando el telón final bajaba victorioso sobre una epopeya en la cual fueron sin duda alguna protagonistas esenciales!

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