El plan de
José de San Martín “americaniza” a la Revolución Argentina. ■Una eficiente
movilización popular permitió organizar el Ejército de los Andes. -Im travesía de la cordillera se cumplió con
extraordinaria precisión. -“La libertad ha sido restaurada en Chile por las
armas de las Provincias Unidas del Río de la Plata bajo las órdenes del general
San Martín”, manifestó el Director Supremo O’Higgins en una comunicación a las
naciones extranjeras. -La victoria de Maipú, el 5 de abril de 1818, modificó la
política europea respecto de la América española. -Las penurias financieras
demoraron la expedición argentino-chilena que marchó al Perú. -“Ims liberales del mundo son hermanos en todas
partes”, afirmó San Martín al proclamar que la afinidad de los hombres de esos
ideales, debía trascenderlas fronteras. -Im ocupación de Lima y la acción
revolucionaria en el Perú. -“La ignorancia es la columna más firme del
despotismo”, expresa el decreto que funda la primera biblioteca pública limeña.
-Im liberación de los negros y de los indios peruanos. -La necesaria
conjunción de los ejércitos de la América independiente, motivó la entrevista
de San Martín con Bolívar. -El voluntario alejamiento de San Martín del Perú y
los tres objetos que solicitó como recompensa de “diez años de revolución y de
guerra”. -Rivadavia se niega a negociar el reconocimiento por España de la
independencia, a cambio del retiro de las tropas argentinas que batallaban en
el Perú. -La participación de las fuerzas argentinas en los campos de
Pichincha, Junín y Ayacucho.
A fines de 1813, acaso deseando
eliminarlo del principal escenario político de la Revolución, la Logia Lautaro
envió a San Martín con refuerzos bélicos para el Ejército del Norte. Ya en
viaje, le llegó el nombramiento de jefe de ese ejército, dos veces derrotado y
desprovisto de todo.
El mando que San Martín recibió a
modo de destierro le sirvió para conocer el interior del país, que recorría por
primera vez, y para advertir los errores militares de la guerra de la
independencia. Ilizo el balance de las victorias y desastes que la Revolución
había sufrido en esa frontera, y con genial perspicacia, en carta a un amigo de
Buenos Aires, le dijo: “La patria no hará camino por este lado del norte. Un
pequeño ejército bien disciplinado en Mendoza, pasar los Andes y contando con
un gobierno amigo en Chile ir por mar hasta Lima. Mientras no estemos sobre
Lima, la guerra no terminará. He ahí mi secreto” (1).
En esas pocas líneas resume y
anticipa el proyecto al cual subordinará todos sus afanes, y en el que se
destaca este evidente rasgo de talento; encarar un plan de guerra en escala
continental y para llevarlo a cabo procurar que la Revolución Argentina,
saliendo de sus propias fronteras, busque la solidaridad de las otras
revoluciones para vencer todas juntas en Lima. En Lima, que es, San Martín lo
ha comprendido agudamente, el centro del poderío español en la América del Sur.
A causa de una enfermedad, San
Martín debe abandonar el ejército de Tucumán y pasar a las sierras de Córdoba.
Allí se repone, y, entusiasmado con su idea, logra que el gobierno de Buenos
Aires lo designe gobernador de Cuyo, el territorio integrado por tres
provincias, entre ellas Mendoza, que él ha previsto como el lugar para iniciar
los preparativos de su plan.
Estuvo
en Cuyo dos años y medio. En una zona donde la población no pasaba de 45.000
habitantes y la industria vitivinícola era lo único importante, San Martín
obtuvo todo lo necesario: hombres, animales, víveres, armas, uniformes y hasta
dinero. Lo que parece un increíble milagro de organización, fue el resultado concreto
de esa eficiente movilización de las energías ciudadanas a que antes aludimos:
San Martín buscó y encontró en el pueblo el gran resorte creador.
Sus
ideas están magníficamente reflejadas en su correspondencia particular. “El
mejor soldado de infantería que tenemos es el negro y el mulato; por esta razón
no hay más remedio que echar mano de los esclavos”, explica en una carta a un
amigo. “¿Y quién hace entonces el pan?, me dirá usted. Pues que lo hagan las
mujeres y si no, comamos carne solamente. ¿Y quién hace entonces los zapatos?
Andemos con ojotas (2). Es preferible esto a que los españoles nos manden o nos
cuelguen (3). Para obtener recursos, prohíbase bajo pena de confiscación de
bienes, el uso de plata labrada: ni siquiera el de una cuchara de ese metal, y
comamos con cuchara de cuerno... Que todo empleado público quede a medio sueldo
y lo mismo los militares fuera de servicio; los que están en los ejércitos que
reciban los dos tercios del sueldo: esto se ha hecho en Cuyo y sin
inconveniente. Más vale privamos por tres o cuatro años de comodidades a perder
el honor nacional. ¡Ojalá tuviéramos un Cromwell o un Robespierre que
realizase esto y a costa de algunos diese la libertad y esplendor de que es tan
fácil nuestro suelo!”
Sin
descuidar el menor detalle, San Martín vigilaba las más diversas cuestiones,
pero alentando siempre a la gente responsable para que participara, con sus
facultades inventivas, en la solución de los problemas. Éstos no faltaban. El
cruce de la Cordillera de los Andes suponía una marcha de veinte días por
senderos montañosos, situados a más de cuatro mil metros de altura, que
bordeaban profundos precipicios; y el territorio era tan desolado, tan carente
de recursos, que hasta la leña debió transportarse. Se buscaron las mejores
herraduras para los caballos y las muías, se ideó el charquicán (4) como el
alimento más conveniente, se proveyeron ajos y cebollas para combatir los
mareos y hemorragias provocados por las bajas presiones atmosféricas, se
inventaron aparejos especiales para el acarreo de los cañones...
Desde
Buenos Aires, el director supremo, don Juan Martín de Pueyrredón, colaboraba
afanosamente para resolver las necesidades de San Martín. En una carta
particular a éste, le informaba: “Van las mil arrobas de charqui que me pide,
quinientos ponchos, dos mil sables de repuesto, los vestuarios y muchas
camisas. Van doscientas tiendas de campaña y en un cajonci- to los dos únicos
clarines que se han encontrado.. . ¡Va el demonio! ¡Y no sé como me irá con las
trampas en que quedo para pagarlo lodo! ¡No me pida más si no quiere saber que
he amanecido colgado de un tirante de la fortaleza!”
El
mismo Pueyrredón, confesándole sus angustiosas dudas sobre el porvenir del
plan, dice en otra carta: “Estoy con un miedo tan grande, que no me conformaré
hasta saber ha concluido usted con esos bárbaros gallegos”.
Con
1.200 hombres salió de Mendoza, a fines de enero de 1817, el ejército que debía
cambiar el panorama de la guerra de la independencia sudamericana. Al cruzar la
Cordillera de los Andes, a causa de la altura, en pleno verano sufrieron
temperaturas de varios grados bajo cero y, consecuencia de los mareos y
hemorragias, fallecieron algunos soldados. Lo abrupto del terreno explica que a
lo largo de la travesía montañosa quedaran muertas o descalabradas las dos
terceras parles de las muías y de los caballos.
En
Mendoza, San Martín había incorporado a su ejército a los chilenos que,
derrotados en Rancagua, se refugiaron en la Argentina al mando de O’Higgins. Y
un adecuado “servicio de información” lo tenía al tanto de la situación de
Chile, donde el jefe argentino mantenía encendida la resistencia a los
realistas y desconcertaba a éstos con los rumores contradictorios que
intencionalmente hacia circular en ese país.
Debido
a estas medidas, los españoles de Chile nunca supieron exactamente por dónde y
cuándo llegaría San Martín. Por eso, cuando el ejército terminó el cruce de la
cordillera, San Martín no esperó a resolver el problema de la falta de
cabalgaduras ni prolongó el descanso que merecían los soldados; antes de que el
enemigo se repusiera de la sorpresa y pudiera concentrarse, entabló la batalla
en Chacabuco y derrotó a los realistas (12 de febrero de 1817) para entrar
enseguida en Santiago de Chile, capital del vecino país, y recoger las muestras de júbilo que son de
imaginar. Allí no aceptó la designación de jefe del Estado que se le ofreció y
sugirió que nombraran, en cambio, a O’Higgins. Éste, al asumir el mando, en un
manifiesto a las naciones extranjeras, expresaba: “La libertad ha sido
restaurada en Chile por las armas de las Provincias Unidas del Río de la Plata
bajo las órdenes del general San Martín”. El jefe del ejército no sólo renunció
al poder, sino también a cualquier gratificación pecuniaria. Al declinar la
suma de diez mil pesos que le otorgaba el Cabildo de Santiago, manifestó el
deseo de que “ellos se destinaran a la creación de una biblioteca pública que
perpetuara la memoria de la Municipalidad” “La ilustración, decía San Martín,
es la llave maestra que abre las puertas de la abundancia y hace felices a los
pueblos. Yo deseo que todos se ilustren en los sagrados derechos que forman la
conciencia de los hombres libres.”
Al
rechazar una vajilla de plata, obsequio del gobierno de Chile, afirmó: “No es
tiempo para esos lujos”. Y siempre austero, ejemplificaba con su conducta: hizo
arreglar el forro de su capote y dar vuelta el paño de su casaca: dormía en un
catre de campaña, se levantaba a la madrugada y preparaba él mismo su desayuno.
Dos platos, de los cuales uno era el asado predilecto, y dos copas de vino
constituían el almuerzo.
Después
de Chacabuco, San Martín se trasladó a Buenos Aires para estudiar con el
gobierno argentino la subsiguiente etapa de su plan: la formación de una
escuadra que, luego de asegurar el dominio del Pacífico, permitiera transportar
por ese océano al ejército argentino-chileno destinado a luchar en el Perú
contra los realistas.
Diversas
causas demoraron la realización de ese propósito: la invasión de la provincia
de la Banda Oriental por las tropas portuguesas y los preparativos que España
realizaba en Cádiz para el envío al Plata de una expedición que según se
afirmaba contaba 20.000 hombres, hacían que el gobierno argentino vacilase en
apoyar el deseo de San Martín. Muchos dirigentes pensaban que el país no debía
dedicar a la lucha en el Pacífico elementos bélicos que parecían indispensables
para la defensa del propio territorio. Y complicaban la situación las
divergencias entre las Provincias Unidas que conducirían pronto a la anarquía y
a las guerras civiles. Por su parte, los españoles, aunque vencidos en
Chacabuco, habían logrado reorganizarse en el sur de Chile y, reforzados por
tropas realistas llevadas por mar desde el Perú, resistieron a los ataques de
los ejércitos independientes e inclusive, sorprendiendo a éstos, consiguieron
derrotarlos en Cancha Rayada (marzo de 1818). Parecieron anularse los
beneficios de Chacabuco y la independencia de Chile volvió a peligrar.
Felizmente
la serenidad de algunos jefes, la decisión de San Martín y el apoyo popular
(hasta las mujeres y los niños de Santiago de Chile trabajaron sin descanso en
la fabricación de armas y de municiones), permitieron que con increíble rapidez
las fuerzas criollas se recuperaran del desastre de Cancha Rayada, y apenas dos
semanas más tarde esperaban al enemigo, en Maipú, un lugar vecino a la capital
chilena.
Fue
en esa oportunidad que tuvo su primera entrevista con San Martín don W. G. D. Worthington, “uno de los agentes que el gobierno norteamericano mantenía
entonces en la América española”. En el informe a su gobierno, Worthington expresaría: “Al estrechar su mano y en momentos en que el
choque de los ejércitos parecía inminente, le dije
‘-De
esta batalla, señor General, depende no solamente la libertad de Chile sino,
acaso, de toda la América española. No sólo Buenos Aires, Chile y Perú tienen los ojos puestos en usted, sino
todo el mundo civilizado’
Dije esto sin presunción y con
cierta tímida solemnidad, como lo sentía y como lo sintió él, por la forma en
que escuchó mis palabras, y luego se inclinó y volvió a su tienda”...
No exageraba el agente
norteamericano la importancia decisiva que para la guerra de la independencia
de la América española tendría la batalla de Maipú. Una victoria categórica fue
el resultado de la acción; en ella jugaron importantísimo papel el heroísmo de
los negros que formaban la infantería, la artillería revolucionaria con
veintiún cañones, de los cuales cuatro de a doce (calibre desconocido en las
batallas de la emancipación) y se lució el pintoresco recurso del arma tan
gaucha del lazo, con el cual, finalizado el combate, un regimiento auxiliar de
milicias de Aconcagua “se apoderó de centenares de prisioneros como de reses en
el aprisco”...
La batalla de Maipú, considerada la
más reñida de la lucha en la epopeya sudamericana (costó mil muertos y heridos
a los ejércitos criollos), aseguraba la definitiva independencia de Chile y
provocó en los gobernantes españoles de América, pesimistas apreciaciones. El
Virrey de Nueva Granada (5), manifestaba: “La fatal derrota que en Maipú han
sufrido las tropas del Rey pone a toda la parte sur del continente en
consternación y peligro”... Y el famoso general español Morillo, quien en 1815
había sofocado la revolución venezolana, decía melancólicamente: “El
desgraciado suceso de las armas de Su Majestad en Chile me llena del más amargo
pesar”...
Maipú repercutió en el Viejo
Mundo... Lord Castlereag, ministro de relaciones exteriores de Inglaterra,
recibió (setiembre de 1818) al embajador ruso en Londres, el príncipe de
Lieven, y le habló “de los éxitos de los revolucionarios americanos”,
aludiendo, impresionado, a una carta que dicho ministro había recibido de San
Martín, en la cual el general argentino le presentaba la emancipación “como
asentada sobre bases sólidas y con las libertades aseguradas”.
El
importante diario “Times”, sensible a la victoria de Maipú, preguntaba: “¿Quién
es capaz ahora de detener el impulso de la revolución en América?”.
Y en
efecto, la batalla de Maipú frenó los propósitos de intervención en el Nuevo
Mundo que abrigaban el Zar de Rusia y el Rey de Francia. Cuando el Congreso de
Aquisgrán (fines de 1818) reunió a todos los soberanos europeos, resultó
triunfante la tesis inglesa de la no intervención de Europa en las revoluciones
sudamericanas. Es el momento, al cual ya aludimos antes, en que la Cancillería
británica volvía, sabiamente, a sonreímos...
El
director de Chile, don Bernardo de O’Higgins, quien había trabado con San
Martín armoniosa amistad política y personal, convino con el general argentino
el apoyo de su país para la prosecución de la etapa subsiguiente del plan: la
formación de un ejército argentino-chileno que bajo la jefatura de San Martín
debía llevar hasta el Perú la guerra de la independencia. Por su parte, San
Martín después de Maipú, como lo hiciera después de Chacabuco, regresó a Buenos
Aires.
A
pesar de los recientes éxitos en Chile, la situación de la Revolución Argentina
era muy difícil. Hasta podría afumarse se habían agravado los muy serios
problemas que la obstaculizaban. Pero, superando las inquietudes que suscitaba
la acción portuguesa en la provincia argentina de la Banda Oriental, y el
peligro de las tropas que Femando VII concentraba en Cádiz contra Buenos Aires,
la “Logia Lautaro”, que orientaba la política del país y de la cual formaba parte el director
supremo Pueyrredón, decidió que el apoyo a San Martín debía merecer la
prioridad en las preocupaciones y sacrificios de la nación. Era menester
realizar la expedición argentino-chilena al Perú, por más que la Argentina
arriesgaba así su propia seguridad para servir la causa común de las
revoluciones americanas.
Al
parecer, sin embargo, era más fácil triunfar de los ejércitos españoles que de
la pobreza de las arcas del gobierno de Buenos Aires. “Ni metiendo en la cárcel
a los capitalistas se reuniría el dinero”, afirmaba Pueyrredón, en carta
particular, a San Martín. Después de interminables penurias se compraron los
barcos y se completaron con marinos extranjeros las dotaciones de la flota que
después de asegurar el dominio del Pacífico debía permitir el transporte de la
expedición.
También
en el mar la Revolución Argentina pasaba a la ofensiva. Precisamente en el
primer aniversario de la Declaración de Independencia, el 9 de julio de 1817,
partía del Río de la Plata un barco de cuatrocientas sesenta toneladas, con
cuatrocientos cincuenta hombres de tripulación y sesenta y dos cañones de
armamento. Se trataba de una fragata española capturada en el Pacífico;
rebautizada con el nombre de “La Argentina” y bajo el mando de Hipólito Bouchard, un marino
francés, la nave cumplió en dos años, como barco corsario al servicio de la
revolución, un periplo excepcional. Madagascar,
Java, Manila, fueron etapas de la
empresa en la cual sobraron las aventuras más dispares: oposición en Madagascar a
que se verificase allí el tráfico negrero; combates con piratas malayos en
Java; en Manila, bloqueo del puerto, dieciséis barcos de cabotaje de las
Filipinas apresados, desconcierto y terror en el comercio español de la región.
Luego en California, entonces territorio de España, asalto a la fortaleza de
Monterrey y tras apresar y quemar naves españolas, el 9 de julio de 1819 llegaba
a Valparaíso. En los dos años transcurridos desde su partida, “La Argentina”
había circunnavegado el globo, cumpliendo lo que cierto autor norteamericano ha
calificado de “uno de los más memorables viajes jamás emprendido por corsario
alguno” (6). Menos airosamente que su barco homónimo, la Argentina era sacudida
por los vientos negativos de las querellas internas, y éstas abocaron a San
Martín a un serio problema de conciencia. Pues iniciadas las luchas entre las
provincias, él no cumplió las órdenes que recibió de volver con sus tropas para
participar en la guerra civil. Aunque su desobediencia implicaba una grave
falta de disciplina, la prefirió a malograr la expedición a Lima.
Enfermo,
tan enfermo que debió cruzar los Andes en camilla, marchó a Chile para ultimar
los preparativos de la expedición libertadora. Las discordias intestinas
condujeron, en 1820, a la disolución en las Provincias Unidas, de la autoridad
nacional: no subsistieron ni el Congreso que había iniciado sus deliberaciones
en Tucumán, en 1816, ni el Poder Ejecutivo, representado por el Director
Supremo.
Por
eso, cuando el 20 de agosto de 1820 la expedición libertadora salió de
Valparaíso rumbo a las playas del Perú, lo hizo bajo la bandera chilena, no
obstante ser algo más numerosos los soldados argentinos (7), y argentino el
jefe que planeara la empresa y ahora la ejecutaba.
Bien
es verdad que, acaso para probar todo lo que la anarquía distorsiona, la
bandera también estuvo ausente en el sepelio de Manuel Belgrano, fallecido en
Buenos Aires unas semanas antes. El creador del símbolo de la soberanía había
muerto tan olvidado de los contemporáneos, que no hubo para él ni público
asistente, ni honores oficiales...
Al
llegar a las costas del Perú, San Martín encontró un país cuya revolución aún
no había madurado y pronto se advirtió que eran excesivos los quince mil
fusiles llevados para armar a los peruanos que se sublevaran. En cambio,
observador atento de la situación de España, calculó que la revolución
estallada el 10 de enero de 1820 en la expedición que Femando VII venía
preparando en Cádiz, y de claras tendencias liberales como lo evidenciaba el
haber restaurado la Constitución de 1812, repercutiría en el Perú. Y
aprovechando la designación del general español La Serna, de esa filiación,
como virrey del Perú, lo invitó a una conferencia. Allí San Marü'n le
manifestó: “... He venido desde las márgenes del Plata, no a derramar sangre
sino a fundar la libertad y los derechos de que la misma España ha hecho alarde
al proclamar la Constitución de 1812, que Vuestra Excelencia y sus generales
defendieron. Los liberales del mundo son hermanos en todas partes... Pasó el
tiempo en que el sistema colonial pudo ser sostenido por España, y sería un
señalado servicio, si cediendo a la opinión declarada de los pueblos de
América, se evita la guerra y se abren las puertas a una reconciliación
decorosa”... Aunque la concreta proposición que San Martín formuló en la
conferencia no fue aceptada por los jefes españoles del Perú, la situación de
éstos se debilitó: se produjeron sublevaciones entre las tropas realistas y día
a día fue aumentando la oposición de los patriotas peruanos.
Consecuencia
de ello, el virrey La Sema abandonó, sin combatir, la ciudad de Lima, en la
cual entró San Martín el 9 de julio de 1821. Mientras se convocaba un Congreso,
aceptó con el título de “Protector” el gobierno provisional, proclamando el 28
de julio la independencia del Perú de la cual era un símbolo la bandera que
mostró a la multitud y que él había creado a poco de llegar a las costas del
país.
Las
revoluciones auténticas trascienden de las batallas que las hacen posibles y de
las banderas, escudos e himnos que las simbolizan. Con San Martín había llegado
al Perú la emancipación, pero ésta no debía ser sino un medio que permitiera el
advenimiento, en ese país, de la revolución americana entendida como un nuevo
enfoque de todos los aspectos de la sociedad. Así se comprende que a menos de
un mes de la declaración de la independencia peruana se abolió el tributo que
pagaban los indios, establecido “por la tiranía como signo de señorío” y se
declaraba que en “adelante no se denominarán Indios o Naturales: ellos son
hijos y ciudadanos del Perú, y con el nombre de peruanos deben ser conocidos”.
Al día siguiente, otra resolución señalaba que “siendo un atentado contra la
naturaleza y la libertad, el obligar a un ciudadano a consagrarse gratuitamente
al servicio de otro”... “queda extinguido el servicio que los peruanos,
conocidos antes con el nombre de indios o naturales, hacían bajo la
denominación de mitas, pongos (8), encomiendas, yaconazgos”... “y nadie podrá
forzarlos a que sirvan contra su voluntad”. También en agosto de 1821, después
de recordar que “una porción numerosa de nuestra especie ha sido hasta hoy
mirada como un efecto permutable y sujeto a los cálculos de un tráfico
criminal”, se declara “libres a los hijos de los esclavos que hayan nacido y
nacieren en el territorio del Perú desde el 28 de julio del presente año en que
se declaró su independencia”...
En
lucha con la tiranía de la intolerancia se eliminó el Santo Oficio y la
plazuela de Lima denominada de la Inquisición se designaría con el nombre de
Constitución. “... Los inquisidores ya no existen entre nosotros: en su lugar
la Alta Cámara administra justicia,
respetando las leyes que emanan de la razón y de la naturaleza”...
La
enumeración de las providencias adoptadas por el Protector del Perú prueba que
ningún sector de la vida del país queda al margen de la revolución que él
representó. Así, establece la primera biblioteca pública de Lima explicando, en
los fundamentos del decreto, “que la ignorancia es la columna más firme del
despotismo”, y el propio San Martín contribuye al éxito de la iniciativa
donando los ochocientos volúmenes de su biblioteca particular; ordena el
funcionamiento de escuelas gratuitas de primeras letras en los conventos,
recordando que “la prosperidad de los pueblos está en razón de las verdades que
conocen y no de las ideas que adquieren”, que “reformar la educación pública es
la única garanda invariable del destino a que somos llamados”, afirma en el
decreto de creación de la Escuela Normal, conforme al sistema de enseñanza
mútua (por el entonces novedoso método de Lancaster) y designa, para dirigir el
establecimiento, a un pedagogo, el misionero inglés evangélico don Diego Thomp
son...
Y
como no se educa solamente con los libros de las bibliotecas y las lecciones en
las aulas, el gobierno revolucionario del Perú independiente quiso modificar los
múltiples factores ambientales que negativamente influían, desde hacía siglos,
en las costumbres de las gentes. Prohíbe por ello “la bárbara costumbre de
arrojar agua en los días de Carnaval”, “queda abolida la riña de gallos”,
declara “que el juego es delito que ataca la moral pública y arruina a las
familias: los dueños de las casas en que se consienta sufrirán por la primera
vez dos meses de prisión”; se dignifica a la muerte: “Queda abolida en el Perú
la pena de horca, y los desgraciados contra quienes pronuncie la justicia el
fallo terrible, serán fusilados”, y en testimonio de respeto a la personalidad
humana, “queda para siempre eliminada en todo el territorio del Estado la pena
aflictiva conocida con el nombre de azotes”, debiéndose considerar “enemigo de
la Patria y castigado severamente, el juez, maestro de escuela. o cualquier
otro individuo que aplique semejante castigo”...
Y la
revolución llegó al escenario. Superando preocupaciones que deben ceder a la
justicia y a las luces del siglo”, en un decreto del 31 de diciembre de 1821,
San Martín rehabilitaba a los actores: “Un teatro... es un establecimiento
moral y político de la mayor utilidad” y “el arte escénico no irroga infamia al
que lo profesa”... “Quienes lo ejerzan, podrán optar a los empleos públicos y
serán considerados según la regularidad de sus costumbres y a proporción de los
talentos que posean”...
¿Cómo
dudar que en el Perú el “nuevo elenco” eliminaba “el viejo repertorio”
colonial?...
Las
reformas no fueron, claro está, recibidas con unánime adhesión: el Peni
ostentaba fuertes tradiciones aristocráticas expresadas en sectores que no
deseaban cambios en la estructura feudal que desde antaño configuraba al país.
Por
otra parte, el ejército realista no había sido derrotado y se mantenía intacto
en las sierras del interior, donde no vacilaba en castigar con implacable
crueldad a las poblaciones desafectas al Rey. “La contumaz pérfida conducta de
los habitantes del criminalísimo Cangallo los ha conducido al término de ser
reducidos a cenizas y borrado para siempre del catálogo de los pueblos...” y
“... como es preciso que semejante nombre desaparezca también de la memoria de
los hombres”, el virrey La Sema decidía, desde el Cuzco, asiento de su
autoridad, cambiar el nombre de este distrito y de la ciudad capital del mismo y
“que nadie edifique en el terreno que ocupaba el infame pueblo de Cangallo”
(9).
Y la
infamia, consistente en haberse sublevado por tercera vez contra la dominación
española, fue castigada arrasando el pueblo y eliminándolo del mapa...
No
puede extrañar que en clima de semejantes enfrentamientos y para prevenir las
consecuencias de la participación de los españoles de Lima en conspiraciones en
las cuales intervenían personajes de la Iglesia y de la aristocracia peruana,
San Martín debiera adoptar, en la capital, severas restricciones. Un decreto
del 20 de abril de 1822 firmado por “El Protector” establecía: “Ningún español,
con excepción de los eclesiásticos, podrá usar capa o capote cuando salga a la
calle, debiendo andar precisamente en cueipo, bajo la pena de destierro”... Y
es que la vestimenta que se prohibía permitía una más fácil ocultación de
armas...
Aun
sin capa ni capote, “todo español que salga después del toque de oraciones,
incurrirá en la pena de muerte” . Y para precaverse del carácter “feroz e
indomable de los españoles”, se decretó que “todo español a quien se le
encontrase alguna arma, fuera de las precisas para el servicio de la mesa,
incurrirá en la pena de confiscación y muerte”...
Convencido
de que la campaña militar contra los españoles del Perú requería la unión de
todos los movimientos revolucionarios sudamericanos, San Martín se había
dirigido a Simón Bolívar, el más destacado jefe de las luchas en el norte,
buscando una posible conjunción de los ejércitos.
“El
gobierno de Colombia se reconoce deudor a la división del Perú de una gran
parte de la victoria de Pichincha”, expresaba un decreto de Bolívar, aludiendo
a la participación de efectivos del ejército de San Martín (1.400 hombres) en
la batalla del 24 de mayo de 1822 y cuya consecuencia inmediata fue la
liberación del territorio que actualmente constituye la República del Ecuador.
Bolívar,
triunfante en Venezuela y Colombia, aceptó la invitación a una conferencia a realizarse
en Guayaquil (julio de 1822). La entrevista tuvo lugar en esa ciudad; no
llegaron, sin embargo, al acuerdo necesario, a pesar de que San Martín invitó a
Bolívar a entrar con sus tropas en el Perú y ofreció combatir bajo las órdenes
del general venezolano, pues la unión de los ejércitos implicaba la creación de
un solo comando superior. De regreso en Lima, San Martín inauguró el Congreso
peruano y, acatando la autoridad de éste, hizo entrega de las insignias propias
del mando y presentó su dimisión al cargo de “Protector del Perú”: “El placer
del triunfo para un guerrero que pelea por la felicidad de los pueblos es la
persuasión de ser él un medio para que gocen de sus derechos”.
Aunque
esta renuncia fue rechazada tres veces, San Martín insistió. Su insobornable
liberalismo apreciaba, con certera visión, los peligros que los hombres de
armas pueden representar en las primeras etapas de organización republicana y
por eso, explicando su actitud, afirmó: “Mis promesas para con los pueblos en
que hice la guerra están cumplidas: lograr la independencia y dejar a su
voluntad la elección de sus gobiernos. La presencia de un militar afortunado,
por más desprendimiento que tenga, es temible a los Estados cuando recién se
constituyen”.
El
Congreso peruano aprobó varios proyectos de homenaje y gratitud a San Martín:
la erección de una estatua en Lima; que en todo tiempo se le rindieran en el
territorio del Perú honores de presidente; lo declaró “primer soldado de la
libertad de América”, “fundador de la libertad del Perú”, generalísimo de los
ejércitos de mar y tierra del país; le concedió una pensión de doce mil pesos
anuales. San Martín sólo pidió se le otorgasen tres objetos: el estandarte con
el cual el conquistador español Pizarra había dominado a los incas en el siglo
XVI, y la campanilla y el tintero de la Inquisición; deseaba llevarse los
símbolos de las dos tiranías que había eliminado en Lima: la feudal y la
espiritual. Y agradeciendo esos objetos, dijo: “He aquí recompensados con usura
diez años de revolución y de guerra” (10).
Eludiendo
las posibles manifestaciones públicas, se marchó del Perú casi a escondidas,
explicando a su secretario, en estricta confidencia, que su alejamiento y
eliminación personal, pues él dejaba el ejército argentino chileno en el Perú,
permitiría la entrada de Bolívar y sus tropas en Lima, facilitándose así, con
la deseada unión de los soldados americanos, la pronta terminación de la guerra
contra los realistas. San Martín entendía que su permanencia en el Perú podría,
en cambio, desencadenar conflictos perjudiciales a la causa de la
independencia.
La
revolución liberal de Cádiz, el 10 de enero de 1820, no sólo desbarató el envío
al Río de la Plata de la expedición de 20.000 hombres que desde hacía varios
años se preparaba contra Buenos Aires. Ella marcó también el comienzo de
negociaciones que iniciadas por España tendían a mostrar, respecto de las
colonias, una política de conciliación: calculando que la Constitución de 1812,
restablecida en la metrópoli, bastaba como garantía ideológica para permitir el
reencuentro, el gobierno de Madrid esperaba obtener ventajas comerciales y
atenuar los trastornos financieros que la lucha armada traía para los
peninsulares radicados en América.
Una
primera delegación, arribada a Buenos Aires en diciembre de 1820, no llegó a
ser personalmente recibida por el gobierno, el cual se limitó a manifestar en
una nota, luego de recordar “la guerra que Su Majestad Católica tiene declarada
a esta parte del continente”, que antes “de toda negociación era preciso
reconocer la independencia que ésta y las demás provincias (11), en congreso
general han establecido” según el acta que acompañaba, “y de cuyo sagrado
compromiso ante el Eterno y ante las naciones del Globo, no pueden separarse un
punto sin renunciar a sus más altos e incontestables derechos”. Los delegados
que no pudieron abandonar el barco a cuyo bordo habían permanecido, se
marcharon, y luego de una estada en Río de Janeiro, ya de regreso en España,
atribuyeron el fracaso de su misión a la intriga extranjera y a la anarquía
doméstica.
Nuevos
comisionados llegaron a Buenos Aires en mayo de 1822. La entrada de San Martín
en Lima, verificada meses antes, explica que esta segunda gestión estuviera
dispuesta a admitir la independencia de las Provincias Unidas, si nuestro país
aceptaba separarse de la lucha solidaria que en unión de los otros pueblos
venía realizando. “España reconocerá la independencia argentina si la Argentina
retira sus tropas del Perú”, expresaron los enviados del gobierno de Madrid.
Pero
Rivadavia, ministro de gobierno de la provincia de Buenos Aires, exigió como
condición sine qua non la de que “previamente cese la guerra en el continente y
el sincrónico reconocimiento de la totalidad de las naciones desprendidas de la
Corona” (12).
No
conforme con esto y como la Francia absolutista había emprendido la lucha
contra la España liberal, Rivadavia hizo aprobar por la Legislatura un proyecto
de ley que manifestaba: “Considerando la guerra que el Rey Luis XVIII prepara
contra la nación española”... “se negociará, entre todos los Estados americanos
reconocidos independientes,
reunir para sostén de la independencia de España bajo el sistema
representativo, la misma suma de veinte millones de pesos con que para destruir
ese sistema, han acordado a su gobierno las cámaras francesas”...
Quedaba
así evidenciado que la guerra de la emancipación americana no se había hecho
contra España como nación, sino contra el monopolio, la esclavitud y la
intolerancia característica del feudalismo español...
Pero
los ejércitos franceses triunfaban en España, restablecían a Fernando VII en su
discrecionalismo monárquico y, prueba de la íntima vinculación entre estos
sucesos y las negociaciones, el 24 de diciembre de 1823 se anulaban en Madrid
los poderes otorgados a los comisionados enviados a América, así como “quantos
actos hubiesen ejecutado ellos contrarios a los indudables derechos de Su
Majestad al dominio absoluto de aquellas posesiones”...
¡Estaba
visto que ante la España de siempre y su lenguaje de costumbre, América sólo se
haría oír con los cañones! (13)
El
alejamiento de San Martín no implicó el automático retiro del ejército que él
había conducido hasta el Perú. Pero la ausencia de su organizador marcó, sin
duda, el ocaso de sus días gloriosos. No fue fácil para los jefes que siguieron
allí, armonizar con las graves disidencias de la política limeña las cambiantes
disposiciones derivadas de los planes del libertador venezolano (quien, tal
como lo había previsto San Martín, apenas se ausentó éste de Lima, ofreció el
concurso de sus tiopas para la conclusión de la lucha contra los realistas), y
las conspiraciones en las propias filas.
La
situación de los soldados argentinos en el Perú, cuyo número a comienzos de
1824 alcanzaba a 1.300 hombres, habíase tomado angustiosa. “Siete años llevaban
fuera de la patria, combatiendo en tierras lejanas, siempre mal nutridos,
azotados por las enfermedades, desprovistos hasta del vestuario más
indispensable, con sus sueldos impagos, prontos a ser sacrificados en las más penosas
exigencias de la guerra y nunca recompensados cuando regresaban trayendo los
laureles de la victoria, siendo en cambio mal vistos por su condición de
extranjeros” (14). Carentes del amparo moral que proporcionan la convivencia
con lo nacional y lo hogareño, fuéronse pues, explicablemente quebrantando los
factores de responsable cohesión y disciplina. Una injusticia torpe rebasó los
sufrimientos: “Habiéndose efectuado el pago de sueldos a la oficialidad
solamente, mientras se adeudaban a las tropas cinco meses, no necesitaron más
éstas para rebelarse” (15). En la noche del 4 de febrero de 1824, dirigidas por
dos sargentos, y estando de guarnición en la fortaleza del Callao, apresaron al
General Alvarado y a sus oficiales. Pero incapaces de darle un sentido a la
protesta terminaron buscando el consejo de uno de los jefes españoles allí
encerrado, y éste los convenció de que no tenían otra salvación que plegarse a
las filas realistas...
Algo
más de un centenar no aceptaron tamaña deserción y siguieron combatiendo.
Presentes en las jomadas de Junín (agosto de 1824) y de Ayacuyo (9 de diciembre
de 1824), batalla esta última que clausura la guerra de la independencia
sudamericana, su participación en ellas tiene mucho de simbólica tristeza...
¡Las armas argentinas no estuvieron cabalmente representadas, en la histórica
amplitud de su faena trascendente, cuando el telón final bajaba victorioso
sobre una epopeya en la cual fueron sin duda alguna protagonistas esenciales!
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