domingo, 1 de noviembre de 2015

Cap 6 - Las dos independencias Argentinas - Ricardo de Titto

1816. El Congreso de Tucumán y Buenos Aires
San Martín. El arquitecto de la independencia
Desde Cuyo, donde es gobernador y alista al Ejército de los Andes en el campamento de El Plumerillo, el papel de José de San Martín durante las deliberaciones del Congreso es decisivo. Con las limitaciones del caso sigue las cuestiones día a día. Uno de sus interlocutores -y representantes- es el diputado por Mendoza Tomás Godoy Cruz, con quien tiene gran confianza: es su “amigo y paisano más apreciable y querido”.
La serie de misivas que le envía en el primer semestre de 1816 atestiguan que el Libertador “está en todo” y da línea e instrucciones de modo sistemático. Su insistencia en que se declarara la independencia tiene una razón práctica muy sencilla: el plan de la campaña libertadora carecía de sentido si no se la hacía sobre las espaldas de un país independiente. En efecto, la bandera a portar al lanzarse al cruce de los Andes debía ser la de la independencia de América y, para eso, era imprescindible que las Provincias Unidas concretaran esa declaración.
Esa era la razón de ser del Congreso de Tucumán y ese el motivo de sus reuniones con Belgrano, con Pueyrredón y de su exitosa mediación entre Rondeau y Güemes.
En enero de 1816, San Martín tiene algunos problemas de salud que lo obligan a permanecer casi veinte días en cama. En esos días ya



han llegado a Tucumán algunos de los diputados y, entre ellos, Godoy Cruz. El 19 de enero le escribe:
¿Cuándo empiezan ustedes a reunirse? Por lo más sagrado, le suplico haga cuantos esfuerzos quepan en lo humano para asegurar nuestra suerte; todas las provincias están en expectación esperando las decisiones de ese congreso: él solo puede cortar las desavenencias (que según este correo) existen en las corporaciones de Buenos Aires.
El 24 vuelve sobre el tema: "¿Cuándo se juntan y dan principio a sus sesiones? Yo estoy con el mayor cuidado sobre el resultado del congreso y con más si no hay unión íntima de opinión".
San Martín piensa también que el Congreso deberá tomar decisiones en varios aspectos. Ha tenido fuertes roces con el gobierno de Córdoba, que ha mostrado simpatías hacia el artiguismo y desconfía de las iniciativas del Protector. En realidad, le repugna la idea federal a la que considera disociadora y un escollo para su campaña libertadora y la unidad militar de acción y de esfuerzos. En carta a Godoy el 24 de febrero, fija claramente su posición respecto de la cuestión, que una constitución debía discutir y establecer.
Me muero cada vez que oigo hablar de federación. ¿No sería más conveniente trasplantar la Capital a otro punto, cortando por este medio las justas quejas de las provincias? ¡Pero, federación! ¡Y puede verificarse! Si en un gobierno constituido y en un país ilustrado, poblado, artista, agricultor y comerciante, se han tocado en la última guerra entre los ingleses (hablo de los americanos del Norte) las dificultades de una federación, ¿qué será de nosotros que carecemos de aquellas ventajas? Amigo mío, si con todas las provincias y sus recursos somos débiles, ¿qué nos sucederá aislada cada una de ellas?


Sus ¡deas son similares a las planteadas por Bolívar. En su famoso Discurso de la Angostura, de principios de 1819, y con más camino recorrido, el venezolano había sido taxativo: "Abandonemos las formas federales que no nos convencen", idea que ya había anticipado en su también célebre Carta de Jamaica, de septiembre de 1815, cuando Artigas estaba en el punto más alto de su popularidad y poder. El modelo político de Bolívar coincide con el que pregonan Belgrano, Pueyrredón y San Martín:
No convengo en el sistema federal entre los populares [...] por ser demasiado perfecto y exigir virtudes y talentos políticos muy superiores a los nuestros. [...] En tanto que nuestros compatriotas no adquieran los talentos y las virtudes que distinguen a nuestros hermanos del Norte, los sistemas enteramente populares, lejos de sernos favorables, temo mucho que vengan a ser nuestra ruina.
El "inglés americano y el americano español", concluía en 1819, no son asimilables, y subraya: "Una gran monarquía no será fácil consolidar; una gran república, imposible".
En coincidencia con los conceptos de la logia continental, San Martín reafirma que su modelo unitario necesita de un liderazgo claro. En un principio, San Martín suma su voto por Belgrano, porque "es el más metódico de los que conozco en nuestra América, lleno de integridad y talento natural; [...] créame usted que es lo mejor que tenemos en América del Sur".
El Congreso inicia sus sesiones el 24 de marzo, con veintiún diputados presentes; otros doce arribarán en los días siguientes hasta completar los treinta y tres definitivos. Según parece, San Martín suponía un trámite más expedito y, al pasar los días, manifiesta su preocupación. El 12 de abril exige definiciones:





Mi amigo el más apreciable:
¡Hasta cuándo esperamos declarar nuestra Independencia! ¿No le parece a usted una cosa bien ridicula acuñar moneda, tener el pabellón y cucarda nacional, y por último hacer la guerra al soberano de quien en el día se cree dependemos? ¿Qué nos falta más que decirlo? Por otra parte ¿qué relaciones podremos emprender cuando estamos a pupilo? Los enemigos (y con mucha razón) nos tratan de insurgentes, pues nos declaramos vasallos. [...]
¡Ánimo, que para los hombres de coraje se han hecho las empresas! Veamos claro, mi amigo: si no se hace, el Congreso es nulo en todas sus partes, porque reasumiendo este la soberanía, es una usurpación que se hace al que se cree verdadero, es decir, a Fernandito.
Godoy Cruz le responderá que la declaración "no es soplar y hacer botellas"...
En Buenos Aires, las fuerzas militares desconocen al director Álvarez Thomas y la Junta de Observación -que cambia sus miembros porque varios de ellos han viajado a Tucumán- nombra en su reemplazo al brigadier Antonio González Balcarce. El Congreso, por su lado, opta por designar un director supremo titular, y en los primeros días de mayo nombra al coronel mayor Juan Martín de Pueyrredón. De hecho, la elección de Pueyrredón, diputado por San Luis -de la Intendencia de Cuyo, subrayemos- es otro triunfo de la política tejida por San Martín: Mayocchi comenta que "al recibirse en Mendoza la noticia de la elección, se la celebró con festejos e iluminaciones". Tras aceptar el cargo, Pueyrredón, aún en camino, avisó a Balcarce que debería limitar sus atribuciones, actuando en carácter de delegado y ciñéndose "a cumplir las resoluciones que se le comunicasen".
El 29 de mayo, el Congreso decidió conformar una comisión para que propusiera un plan de trabajo. El proyecto se aprobó en junio y en
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la sesión del 9 de julio se escogió como primer tema a considerar enseguida el tema prioritario y se proclamó la independencia de las Provincias Unidas. San Martín recibió la gran noticia en Córdoba, durante su reunión con Pueyrredón. Le escribió nuevamente a Codoy Cruz el 16 de julio:
Ha dado el Congreso el golpe magistral con la declaración de la independencia; solo habría deseado que al mismo tiempo hubiera hecho una pequeña exposición de los justos motivos que tenemos los americanos para tal proceder; esto nos conciliaria y ganaría muchos afectos en Europa. [...]
La maldita suerte no ha querido el que yo me hallase en mi pueblo para el día de la celebración de la Independencia. Crea usted que hubiera echado la casa por la ventana.
Apenas llegado a Buenos Aires, Pueyrredón crea en el aspecto formal el "Ejército de los Andes", organiza su estado mayor y San Martín es investido por el Congreso con el nuevo título de capitán general. El gobernador de Cuyo delega entonces el mando político en el coronel Toribio de Luzuriaga, "a fin de concentrar en sus manos la plenitud de facultades políticas y militares de un jefe expedicionario en tierra lejanas".
El plan político y militar de San Martín toma cuerpo de forma definitiva. ¿Qué falta?, ¿una bandera distintiva? ¡Exacto!, ya veremos esa historia.
Gascón, Rodríguez y Bustamante. La agenda
El Congreso de Tucumán abrió sus sesiones el 24 de marzo de 1816. Para su desarrollo se alquiló una casa que era propiedad de Francisca
Bazán de Laguna, que quedará inscripta en la historia como la “Casa de
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Tucuman.
Hubo allí treinta y tres congresales: dieciocho de ellos eran abogados o doctores en leyes; once, religiosos -nueve sacerdotes, dos frailes- y cuatro, militares. Las provincias representadas fueron catorce, once de la actual Argentina y tres de la actual Bolivia.
Durante la tercera expedición auxiliadora al Alto Perú habían sido electos los diputados por Chichas, Charcas y Mizque, pero no todos llegaron a incorporarse. Además, varios territorios de las provincias del Alto Perú -tal el caso de La Paz, Cochabamba, Santa Cruz de la Sierra y Potosí-, no pudieron hacer llegar sus representantes por haber sido reconquistados por los realistas. Un dato significativo: solo la provincia de Córdoba tuvo representantes en los dos Congresos, el de Arroyo de la China y el de Tucumán y una sola persona concurrió a los dos: José Antonio Cabrera. Pero empecemos por hacer honor a los hombres que participaron de aquella jornada tan especial del 9 de julio y que, en su gran mayoría, son apenas conocidos.
Los diputados y sus respectivas provincias de representación fueron: Tomás Manuel de Anchorena, José Darregueira, Esteban Agustín Gascón, Pedro Medrano, Juan José Paso, Cayetano José Rodríguez y Antonio Sáenz (Buenos Aires); Manuel Antonio Acevedo y José Eusebio Colombres (Catamarca); José Antonio Cabrera, Miguel Calixto del Corro, Eduardo Pérez Bulnes y Jerónimo Salguero de Cabrera y Cabrera (Córdoba); Teodoro Sánchez de Bustamante (Jujuy); Pedro Ignacio de Castro Barros (La Rioja); Tomás Godoy Cruz y Juan Agustín Maza (Mendoza); Mariano Boedo, José Ignacio de Gorriti y José Moldes (Salta); Francisco Narciso de Laprida y Justo Santa María de Oro (San Juan); Juan Martín de Pueyrredón (San Luis); Pedro León Gallo y Pedro Francisco de Uñarte (Santiago del Estero); Pedro Miguel Aráoz y José Ignacio Thames (Tucumán); José Severo Malabia, Mariano Sánchez de
Loria y José Mariano Serrano (Charcas); José Andrés Pacheco de Meló, y Juan José Fernández Campero (Chichas) y Pedro Ignacio Rivera (Mizque). Tres de los congresales -Del Corro, Fernández Campero (el ex "marqués de Yavi") y Moldes- no estuvieron presentes en la jornada decisiva.
Y subrayemos que, en consecuencia, Santa Fe, Corrientes, Entre Ríos, las Misiones y la Banda Oriental nunca juraron la independencia de las Provincias Unidas. Desde luego, tampoco participó el Paraguay que desde 1813 se reconocía como "República".
Las primeras sesiones se dedicaron a considerar un reglamento interno. Se dispuso que el presidente fuera rotativo con períodos de un mes y se designó a dos secretarios, José Mariano Serrano y el infalta- ble Juan José Paso. Aunque se reconocieron como "diputados de los pueblos" -y no "de la nación" como había sido en la Asamblea del Año XIII- la posible remoción de sus pueblos de origen quedó solo en la teoría, ya que, por otro lado, se aseguraron la privacidad de los actos y opiniones. La mejor constancia que ha quedado del desarrollo del Congreso son las notas redactadas por el diputado fray Cayetano Rodríguez, que se publicaron en El Redactor del Congreso; muchas de las actas originales se extraviaron.
El Congreso estuvo, en sus inicios, acosado de problemas que atender, muchos de ellos de importante gravitación, como las "internas" en el Ejército del Norte, la crisis política en el Litoral, la designación de un director supremo que centralizara la autoridad y los auxilios al Ejército de los Andes en formación. El primer mes fue casi caótico, hasta que se resolvió integrar una comisión formada por Gascón, Sánchez de Bustamante y Serrano, que redactó una Nota de materias de primera y preferente atención que precisó las tareas a encarar. Estas materias serían: un manifiesto a los pueblos, la Declaración de la Independencia, el envío de diputados a España, los pactos entre provincias, la forma de gobierno, un proyecto de constitución, un plan de guerra, la financiación pública, la determinación de los límites del Estado, la creación de
ciudades y villas, la administración de justicia, y los establecimientos educativos. Entonces sí los congresales dispusieron de una "hoja de ruta" clara y el Congreso encauzó sus propósitos.
No es para nada casual el decisivo rol que jugó Sánchez de Bustamante -actuando en equipo con Gascón y Serrano- en este período: su sólida formación y experiencia ayudó a encauzar un Congreso que hasta entonces se mostraba errático. En la sesión decisiva del 9 de julio de 1816, por ejemplo, el trío presentó una extensa lista de proyectos, entre ellos, uno que planteaba redactar un manifiesto destacando la importancia de la unión frente al daño que causaba la anarquía, otro que especificara las facultades del Congreso y el tiempo de su duración y uno relativo a las formas de gobierno. También había proyectos que se referían al ejército y la marina -proponiendo integrar comisiones integradas por hombres de armas-, la necesidad de fundar una Casa de Moneda, la promoción de la industria, la composición de la magistratura, la demarcación de territorios -un tema pendiente y que tomaba cada vez mayor gravedad por los procesos autonómicos en marcha-, la necesidad de encarar una política financiera de tipo "nacional", un plan para la fundación de ciudades y villas, y el repartimiento de terrenos baldíos, entre otros. Finalmente, una de las propuestas disponía que se establecieran mecanismos para la revisión de todo lo actuado y todas las resoluciones del propio Congreso Constituyente, a fin de confirmar y concretar las medidas adoptadas. Como se puede apreciar dada la amplitud de temas, este grupo era consciente de su papel fundacional.
Entre las principales decisiones de este período previo a la Declaración de la Independencia estuvo la designación del diputado por San Luis, Juan de Pueyrredón, como director supremo, el 3 de mayo.[1] Álvarez Thomas, que era interino, había renunciado y también el
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titular, José Rondeau, y el ejecutivo estuvo provisoriamente en manos de González Balcarce hasta que asumió Pueyrredón.
La designación de Pueyrredón generó una crisis, ya que el gobernador de Salta, Martín Güemes, y la delegación cordobesa -ambas provincias, celosas de su autonomismo y con simpatías por la causa federal- promovían la candidatura del coronel Moldes, que protestó enérgicamente y disputó con los porteños. Finalmente, Moldes fue arrestado y su diputación suspendida. Otro frente problemático fue Santa Fe donde, tras dos incursiones militares en el año anterior -las de Díaz Vélez y Viamonte-, en marzo de 1816 hubo una revolución y el federal Mariano Vera asumió la gobernación. El Congreso envió una diputación para parlamentar y tratar de que reconociera al director supremo. El diputado Del Corro no solo no logró una mediación eficaz, sino que terminó por sumarse al proyecto artiguista y se convirtió en una especie de diplomático especial de la Liga Federal [2]
Belgrano. Aquella sesión secreta
El 6 de julio de 1816, en sesión secreta, el general Manuel Belgrano, que retornaba de una misión como embajador de las Provincias Unidas ante el gobierno de Gran Bretaña, habló a los congresales. Tras contestar algunas preguntas, Belgrano aconsejó adoptar un sistema monárquico “temperado”, es decir, constitucional y parlamentario, al estilo inglés. Pensaba además que, a fin de incorporar el Perú a la unidad geográfica,
la capital debía estar en Cuzco, nombrando para el cargo de rey a un descendiente de los incas. Como él mismo lo expresó en su discurso, sus ideas estaban influidas por la reacción en marcha en toda Europa tras la derrota de Napoleón Bonaparte y la ola restauracionista de las monarquías absolutas alentada por la Santa Alianza.
Así como el espíritu general de las naciones, en años anteriores, era republicanizarlo todo, en el día se trata de monarquizarlo todo. La nación inglesa, con el grandor y majestad a que se ha elevado, más que por sus armas y riquezas, por la excelencia de su constitución monárquico-constitucional, ha estimulado a las demás seguir su ejemplo. La Francia lo ha adoptado. El rey de Prusia por sí mismo y estando en el pleno goce de su poder despótico, ha hecho una revolución en su reino, sujetándose a bases constitucionales idénticas a las de la nación inglesa; habiendo practicado otro tanto las demás naciones. Conforme a estos principios, en mi concepto, la forma de gobierno más conveniente para estas provincias sería la de una monarquía temperada, llamando la dinastía de los Incas, por la justicia que en sí envuelve la restitución de esta casa, tan inicuamente despojada del trono; a cuya sola noticia estallará un entusiasmo general de los habitantes del interior.
"Habló enseguida -comenta Mitre- del poder de la España, comparándolo con el de las Provincias Unidas, indicó los medios que estas podían desenvolver para triunfar en la lucha; manifestó cuáles eran las miras del Brasil respecto al Río de la Plata y elevándose a otro orden de consideraciones, concluyó exhortando a los diputados a declarar la independencia en nombre de los pueblos y adoptar la forma monárquica como la única que en la actualidad podía hacer aceptable aquella por las demás naciones".
Así como ponderaba las monarquías, Belgrano no necesitaba enfatizar su desconfianza hacia la "anarquía", que todo el mundo conocía.
Mientras el Congreso de Tucumán "masticaba" el discurso dado por Belgrano, ese mismo 6 de julio, en otro frente, Artigas enviaba un oficio al Cabildo de Montevideo: "Si Buenos Aires no cambia de proyecto, no podré ser indiferente a sus hostilidades y sin desatender a Portugal, ya sabré castigar la osadía de esta y la imprudencia de aquel".
Muchos opinan que este planteo de luchar a la vez en todos los frentes, si bien "principista", carecía de sentido táctico. Parecía aconsejable algún acuerdo con el Directorio y el Congreso, para poner en primer plano la lucha contra el invasor portugués, política que, en todo caso, facilitaría desenmascarar la complicidad del Directorio con los lusitanos.
El momento político era realmente adverso en América: la reacción realista triunfaba en todos lados, desde México hasta Chile, incluyendo la reciente derrota en el Alto Perú. Este es el marco con el que, finalmente, se arribó al 9 de julio, cuya agenda indicaba el tratamiento de la Declaración de la Independencia.
Paso. El hombre indispensable
Considerando que eran tiempos de guerra, casi no había entre ellos militares de carrera y salvo excepciones, no eran ricos: ser un hombre “decente” no era sinónimo de poseer fortuna, aunque algunos la gozaran. Casi la mitad de los congresales de Tucumán eran clérigos y frailes, y muchos, abogados, lo que se explica porque eran esos, por entonces, los hombres de mayor ilustración. Doce de ellos llevaban por nombre José.
Los presentaremos de modo de otorgarles el reconocimiento que la historia les adeuda y, como el criterio ordenador es aleatorio, utilizaré


las cercanías de sus nombres en las calles de Buenos Aires, para que el lector avance por estos apellidos corriendo los barrios porteños de sur a norte.
En Boedo y Villa Crespo hay varios: Sánchez de Bustamante, que se continúa en Sánchez de Loria, Maza, Colombres, Salguero, Gallo, Castro Barros y su continuación, Medrano. En Barrio Norte, Pacheco de Meló, hacia Palermo, Cabrera y Gorriti son paralelas y vecinas y, más allá, Acevedo, Aráoz, Godoy Cruz, Malabia, Thames, Darregueira y Uriarte. Hacia Belgrano aparecerá Moldes y rozando Villa Urquiza, Rivera. Tres de ellos, Rodríguez, Carrasco y Corro, están al margen, hacia el oeste y uno, Paso, junto a los otros miembros de la Primera Junta.
Entre los sacerdotes -describe Mitre- figuraban en primera línea: don Antonio Sáenz, que reunía a una razón clarísima, la habilidad y la voluntad suficiente para influir en las deliberaciones de una asamblea; fray Justo de Santa María de Oro, alma angélica, en quien los dotes del corazón y la cabeza estaban armónicamente equilibrados; fray Cayetano Rodríguez [...] que debía ser el cronista del Congreso; y por último, fray Pedro Ignacio Castro Barros, que hemos visto aparecer por la primera vez en la Asamblea del año XIII y que continuaba con el mismo fanatismo su doble propaganda política y religiosa.
Entre los abogados, marchaban a la cabeza, los doctores don Juan José Paso y José Mariano Serrano, que eran a la vez los dos escritores y los dos oradores más notables de aquella corporación. Los seguía don Pedro Medrano. [...]
Entre los hombres que no podían ostentar ningún título universitario, pero que estaban destinados a ejercer una influencia decisiva en el Congreso, se contaba don Francisco Narciso Laprida, hermoso carácter [...]; don Tomás Godoy Cruz, hombre de buen sentido,


filántropo inteligente y perseverante [...]; don Eduardo Pérez Bulnes, prohombre de Córdoba [...]; don José Ignacio Corriti, de carácter varonil y un alto buen sentido; y por último, don Tomás Manuel Anchorena, el antiguo secretario de Belgrano, cuyo patriotismo sincero tenía a la vez la ciencia de los abogados y de los clérigos y participaba de las preocupaciones de unos y otros, representando el contradictorio papel de diputado de una asamblea revolucionaria que rechazaba tenazmente toda innovación que no tuviese por base la tradición o el hecho consumado, aunque republicano en el fondo.
Juan José Paso, dada su pertenencia a la Primera Junta es, seguramente, el más reconocido, aunque no muchos le dan la importancia que merece su presencia en el Congreso y en muchos puestos de la más alta responsabilidad. ¿Quién fue Juan José Esteban del Passo? Sin exagerar, uno de los hombres más importantes que, desde lo institucional, acompañó los primeros pasos de la revolución y la independencia de esta parte del continente. Dotado de un enorme poder de ubicuidad, no hay casi gobierno de los primeros quince años desde el Grito de Mayo, que no le otorgara un primer lugar en la política. Nacido en Buenos Aires en 1758, se recibió como doctor en leyes, fue profesor de filosofía en el Colegio de San Carlos y, con poca suerte, intentó en Perú dedicarse al comercio y la explotación del comercio de metales preciosos. De regreso en Buenos Aires integró el grupo "carlotista" que, junto a Belgrano, Castelli y los hermanos Rodríguez Peña, promovió la coronación de la princesa Carlota Joaquina de Borbón como regente del Plata. En el Cabildo Abierto del 22 de mayo de 1810 su discurso marcó rumbos cuando subrayó la responsabilidad que Buenos Aires debía tener como "hermana mayor" de las provincias del virreinato.
En la Primera Junta ocupó una de las dos secretarías, la de Hacienda, lo que -forzando un poco los términos- lo posiciona como el primer "ministro de economía" del nuevo país en formación. Al integrarse la Junta Grande con los diputados del interior, fue de los pocos que permaneció en el Ejecutivo, lo mismo que Cornelio Saavedra y Domingo Matheu y, en los años siguientes, integró el Primero y el Segundo Triunvirato y se ubicó políticamente cerca de la Logia Lautaro. En este período, entre 1810 y 1814, cumplió difíciles misiones diplomáticas en Montevideo y Santiago de Chile y durante el Directorio de Álvarez Thomas fue Auditor General de Guerra del Ejército. Elegido como diputado al Congreso de Tucumán, ofició como secretario durante toda su existencia y tuvo el gran honor de ser quien leyó en voz alta el Acta de la Independencia en la histórica jornada del 9 de julio de 1816.
En la sesión del 3 de agosto fue aprobado el manifiesto redactado por él (o, al menos, con su importante aporte). El acto de la independencia tenía por objeto -dice el texto- "excitar a los pueblos a la unión y al orden, dirigiéndole verdades severas a fin de ilustrarlos sobre sus verdaderos intereses". Toda una declaración.
Como miembro del Congreso, continuó su actividad en Buenos Aires y participó de la redacción del Estatuto Provisional de Gobierno de 1817, llamado "Reglamento provisorio para la dirección y administración del Estado", y de la Constitución unitaria de 1819. Ocupará luego otras funciones como asesor y será diputado por Buenos Aires al futuro Congreso.
Paso fue fundador del pueblo de San José de Flores y eligió ese poblado para morir. En sus últimos años, alejado de la actividad pública, había manifestado sus simpatías por el régimen federal y expresado su apoyo a Manuel Dorrego y Juan Manuel de Rosas, de quien fue asesor.
Serrano. La independencia trilingüe
El Redactor del Congreso recoge su crónica de los históricos acontecimientos sucedidos aquel 9 de julio, bajo la presidencia del diputado sanjuanino, Francisco de Laprida:
[Es una materia que] desde mucho antes de ahora ha sido el objeto de las continuas meditaciones de los señores representantes, quienes contraídos en este acto a su examen, y conferidos entre todos los irrefragables títulos, que acreditan los derechos de los pueblos del sur, y determinados a no privarlos un momento más del goce de ellos, presente un numeroso pueblo convocado por la novedad e importancia del asunto, ordenaron al secretario presentase la proposición para el voto; y al acabar de pronunciarla, puestos en pie los señores diputados en sala plena, aclamaron la Independencia de las Provincias Unidas de la América del Sud de la dominación de los reyes de España y su metrópoli, resonando en la barra la voz de un aplauso universal con repetidos vivas y felicitaciones al Soberano Congreso. Se recogieron después uno por uno los sufragios de los señores diputados, y resultaron unánimes sin discrepancia de uno solo.
En el ambiente se respiraba un clima especial, el público podía presentir que no era aquella una jornada normal. El diputado por Jujuy, Teodoro Sánchez de Bustamante, propuso que se diera lectura al orden del día, para que "el pueblo espectador a la barra oyese el resultado de las repetidas discusiones que había presenciado". Terminada la lectura en voz muy alta -ya que el patio externo que congregaba al público estaba relativamente distante-, se pasó a considerar el primer asunto que por acuerdo general se propuso y fue el de la libertad e independencia del país. Luego, Laprida ordenó que se extendiese "acta por separado a continuación de la del día".
La redacción del escrito de la Declaración aprobada, según investigaciones de José Torres Revello que no han sido desmentidas, tuvo como autor material al diputado secretario José María Serrano, con la casi segura participación de Paso, y su texto completo, extraído del acta original y autenticada, es el que sigue:
En la benemérita y muy digna ciudad de San Miguel del Tucumán, a nueve días del mes de julio de mil ochocientos dieciséis, terminada la sesión ordinaria, el Congreso de las Provincias Unidas continuó sus anteriores discusiones sobre el grande, augusto y sagrado objeto de la independencia de los pueblos que lo forman.
Era universal, constante y decidido el clamor del territorio entero por su emancipación solemne del poder despótico de los reyes de España. Los representantes, sin embargo, consagraron a tan arduo asunto toda la profundidad de sus talentos, la rectitud de sus intenciones e intereses que demanda la sanción de la suerte suya, la de los pueblos representados, y la de toda la posteridad. A su término fueron preguntados si querían que las provincias de la Unión fuesen una nación libre e independiente de los reyes de España y su metrópoli. Aclamaron primero, llenos del santo ardor de la justicia, y uno a uno sucesivamente reiteraron su unánime y espontáneo decidido voto por la independencia del país, fijando en su virtud la determinación siguiente:
Nos, los representantes de las Provincias Unidas de Sud-América, reunidos en congreso general, invocando al Eterno que preside el universo, en el nombre y por la autoridad de los pueblos que representamos, protestando al cielo, a las naciones y hombres todos del globo la justicia, que regla nuestros votos, declaramos solemnemente a la faz de la tierra, que es voluntad unánime e indubitable de estas provincias romper los violentos vínculos que las ligaban a los reyes de España, recuperar los derechos de que fueron despojados, e investirse
del alto carácter de nación libre e independiente del rey Fernando Vil, sus sucesores y metrópoli. Quedar en consecuencia de hecho y de derecho con amplio y pleno poder para darse las formas, que exija la justicia, e impere el cúmulo de sus actuales circunstancias. Todas, y cada una de ellas, así lo publican, declaran y ratifican, comprometiéndose por nuestro medio al cumplimiento y sostén de esta su voluntad, bajo el seguro y garantía de sus vidas, haberes y fama. Comuniqúese a quienes corresponda para su publicación, y en obsequio del respeto que se debe a las naciones, detállese en un manifiesto los gravísimos fundamentos impulsivos de esta solemne declaración. Dada en la sala de sesiones, firmada de nuestra mano, sellada con el sello del Congreso, y refrendada por nuestros diputados secretarios: Francisco Narciso de Laprida, presidente; Mariano Boedo, vicepresidente.
La declaración de independencia se presentó "a la faz de la tierra" con expresiones de orden político y jurídico. Curiosamente, el texto evita, al inicio, ceñirse al "Río de la Plata" y eleva la mirada a un planteo continental: los congresales se presentan como: "representantes de las Provincias Unidas de Sudamérica" y, en muestra de orgullo y valor -por cierto es de entender que el momento era soberbio- se comprometían al cumplimiento y sostén de esa voluntad, bajo la garantía de sus "vidas, haberes y fama".
Una carta, escrita con el fervor del día de los acontecimientos, enriquece con detalles el relato de El Redactor. La envió, desde Tucu- mán, el diputado José Darregueira, con fecha 9 de julio a Tomás Guido, que era oficial mayor de la Secretaría de Estado en el Departamento de Guerra.
Después de una larga sesión de nueve horas continuas, desde las ocho de la mañana en que nos declaramos en sesión permanente hasta terminar de todo punto el asunto de la declaratoria
de nuestra suspirada independencia, hemos salido del Congreso cerca de oraciones con la satisfacción de haberlo concluido y resuelto de unanimidad de votos nemine discrepante [por unanimidad] en favor de dicha independencia que se ha celebrado aquí como no es creíble, pues la barra, todo el gran patio, y calle del Congreso ha estado desde el mediodía lleno de gente, oyendo los que podían los debates, que sin presunción puedo asegurar a usted que han estado de lo mejor.
La memorable declaración dio lugar a variados festejos, en primer lugar en la propia ciudad de Tucumán. Se hizo un baile en la Casa del Congreso y se determinó la iluminación de las Casas Consistoriales durante "ocho noches, en regocijo de la sanción y juramento de la independencia de América de la dominación de los Reyes de España, su Metrópoli y otra nación extranjera". Constancia de este suceso es que el Cabildo, el Io de agosto, ordenó una libranza "a favor del portero don Antonio Chavarría de veinticuatro pesos, que hace cargo por haber iluminado ocho noches las Casas Consistoriales".
El 19 de julio, en sesión secreta, el diputado Medrano hizo aprobar una modificación a la fórmula aprobada el día 9, agregando después de "independiente del rey Fernando Vil, sus sucesores y metrópoli", la frase "y de toda otra dominación extranjera”.
Al día siguiente, el 20, se hizo referencia a que "por la prensa" se publicaría un "competente número de ejemplares" del manifiesto, acta y fórmula de la independencia. Seis días después, el Congreso, con la firma de Laprida y Paso, remitió un oficio al "Supremo director del Estado", ordenándole que hiciera imprimir tres mil ejemplares del acta de la declaración de la independencia y que todos los impresos se remitieran a Tucumán.
Tres días después, en la sesión del Congreso del 29 de julio, se acordó que se previniese al director supremo del Estado que no todos los


ejemplares debían imprimirse en castellano, dado que la mitad debían hacerse en lenguas indígenas, "a cuyo efecto -su traducción- se comisionó al diputado Serrano". Las versiones quechua y aymará estuvieron listas y aprobadas el 10 de agosto.
Es de hacer notar que el quechua y el aymará, no tenían registro escrito propio, ya que eran lenguas orales, de modo que los españoles, para leer textos en voz alta ante esas poblaciones aborígenes, realizaban transcripciones fonéticas recurriendo al abecedario español. De allí el celo que debía ponerse en que no tuviera el más mínimo error. En la imprenta encargada de hacer el trabajo, Imprenta de Candarillas y Socios, de Buenos Aires, difícilmente hubiera alguien a quien consultar al respecto. Es de destacar, a la vez, que los diputados del Congreso ignoraron la posibilidad de hacer ese mismo texto en guaraní -con idéntica dificultad-, que hubiera sido un excelente modo de acercarse a los pueblos paraguayos, correntinos y de las Misiones.
Respecto de los pueblos altoperuanos, el trabajo se hizo, aparentemente, con gran fidelidad, y el 27 de septiembre, el Congreso cursó un oficio "al capitán general de provincias y en jefe del ejército del Perú", haciéndole llegar los ejemplares del acta en los idiomas locales. En esta fecha, el nuevo presidente del congreso es el doctor Pedro Carrasco.
Inusualmente, la declaración alteró el nombre del país. Mientras el acta declara la emancipación de las Provincias Unidas de Sud América, la fórmula del juramento dice "Provincias Unidas en Sud América", nombre que no se había utilizado hasta entonces. Esta designación es la que se tuvo en cuenta en la sesión del mismo Congreso del 22 de abril de 1819 al plantearse la cuestión de dar nombre al país, pues se acordó ese. Tal vez, pensando en los debates de 1816, se pueda leer acá una intención de los congresales: que la declaración de Tucumán fuera la primera de una sucesión de otras que independizaran al resto de las colonias españolas de América del Sur, y la voluntad de unificarlas en un solo país -o federación-, con capital en Cuzco.
Acotemos, finalmente, que en 1825, al constituirse la República de Bolívar -actual Bolivia- las opciones del Alto Perú eran varias y, entre ellas, se consideró la posibilidad de incorporarse a las Provincias Unidas, que, justamente, tenían en desarrollo un Congreso Constituyente. También existía la posibilidad de mantener la adhesión al Perú reconociendo las medidas de incorporación dictadas por el virrey Abascal como resultado de la revolución de La Paz de julio de 1809. Finalmente, el 6 de agosto de 1825 se declaró la independencia, que fue aprobada por siete representantes de Chuquisaca, catorce de Potosí, doce por La Paz, trece de Cochabamba y dos por Santa Cruz. El redactor de esta acta fue, otra vez, el mismo José Mariano Serrano.
Codoy Cruz y Maza. La logia de los "matemáticos"
Los diputados al Congreso de Tucumán eran “representantes” y, como tales, depositarios de respectivos mandatos otorgados por sus provincias. Durante el debate sobre la forma de gobierno, días después de la declaración de la Independencia, uno de los diputados cuyanos, Justo Santa María de Oro, planteó que, tratándose de una tema de tal importancia, debía “consultarse a los pueblos”. El Cabildo de Mendoza instruyó así a sus diputados a rechazar el planteo promonárquico y, a pesar de las dudas que al respecto manifestó San Martín, sumar los votos de la provincia de Mendoza a favor de la organización de una república.
En esta historia hay un hecho revelador: Tomás Godoy Cruz presentó su renuncia como diputado al Congreso el 14 de agosto de 1818 y El Redactor del Congreso no expresó cuáles fueron los motivos de su dimisión. En esos días, el Congreso estaba discutiendo la factibilidad de coronar en el Plata a un príncipe y Godoy Cruz rechazaba de


plano siquiera aceptar el tema en la agenda: casi dos años después de sostener los principios republicanos, los diputados mendocinos Godoy Cruz y Juan Agustín Maza seguían fieles a su mandato, cuando -a su requerimiento- habían recibido instrucciones muy claras de su Cabildo. El texto que reproducimos antes está fechado el 25 de agosto de 1816.
La actuación de Godoy Cruz en esos años, cuyas menciones más habituales son producto de las cartas que intercambió con San Martín, merece otra consideración: él fue "el" delegado del Libertador en el Congreso, su vocero (u operador, se diría hoy), y parte fundamental de esa arquitectura que entramó San Martín con presencias clave en casi todos los ámbitos de decisión política y militar.
Godoy Cruz era oriundo de Mendoza, donde sus antepasados, que provenían de Chile, se habían afincado a fines del siglo xvn. Su padre, Clemente Godoy, era hacendado, agricultor y comerciante, y miembro caracterizado de la elite cuyana. Desde su llegada, San Martín trabó una cercana relación con él, lo que se deja leer en algunos párrafos de las cartas que envió a su hijo, como una del 12 de abril de 1816 de tono afectuoso: "Su viejo muy guapo y cada día más amable; no es por ser su padre y sí porque reúne virtudes muy marcadas, que es acreedor a la consideración de sus conciudadanos".
La amistad de San Martín y don Clemente se mantuvo mucho tiempo, incluso hasta después de concluida su campaña libertadora. Tomás había nacido en 1791; en Córdoba tuvo como maestro al deán Gregorio Funes, por quien profesó siempre gran admiración y respeto.
Tomás fue un muchacho ávido de conocimientos: aprendió varios idiomas y formó una nutrida biblioteca en la que no faltaban tratados relativos al liberalismo, la Revolución francesa y el constitucionalismo norteamericano. Continúa sus estudios en la universidad chilena de San Felipe, donde cursa la carrera de Leyes y Sagrados Cánones y regresa a Mendoza a principios de 1813.
Conoce a San Martín al año siguiente y, a principios de 1815, el nuevo gobernador de Cuyo sugiere a Codoy Cruz como síndico procurador del Cabildo de Mendoza. Su adhesión política a los ideales de San Martín son inmediatos: colabora económicamente con la causa, dona tierras en las que José Antonio Álvarez Condarco instala un polvorín con el que se dota de explosivos al ejército, interviene en el entredicho entre San Martín y Alvear y, poco después, en pareja con Juan Agustín Maza integra la diputación mendocina al Congreso de Tucumán, al que fueron los primeros en llegar. En la oportunidad se hizo acreedor al elogio del Gran Capitán quien, contestándole una carta en la que Godoy Cruz le informaba de su designación, le dijo:
Mi amigo: no es usted sino el pueblo de Mendoza al que se le puede dar la enhorabuena por su elección. Dios le dé acierto. Vamos caminando al último destino de nuestra independencia; cualquiera sea mi suerte, soy y seré su mejor amigo.
Este conjunto de elementos permite concluir que, para entonces, ya era firme su integración a la filial local de la Logia Lautaro, fundada por San Martín en la provincia (y extendida a San Juan) como antes lo había hecho en Tucumán. El juramento que prestaban los iniciados a la logia no deja dudas sobre su filiación política:
Nunca reconocerás por gobierno legítimo de tu patria sino a aquel que sea elegido por la libre y espontánea voluntad de los pueblos; y siendo el sistema republicano el más adaptable al gobierno de las Américas, propenderás, por cuantos medios estén a tu alcance, a que los pueblos se decidan por él.
Los juramentos de filiación y la pertenencia misma a la Logia debían mantenerse en secreto. Uno de los británicos que actuó como


coordinador de la Gran Logia Americana -que integraban O'Higgins y Bolívar, entre muchos otros-, y que jugó un destacado papel en la campaña de la independencia siguiendo como sombra a San Martín, el general y marino Guillermo (o William) Miller, dio a publicidad una carta de San Martín, de 1838, en la que le reclamaba prudencia y discreción:
No creo conveniente hable usted lo más mínimo de la Logia de Buenos Aires; estos asuntos enteramente privados y que aunque han tenido y tienen una gran influencia en los acontecimientos de la revolución de aquella parte de América, no podrán manifestarse sin faltar por mi parte, a los más sagrados compromisos.
El lenguaje de la correspondencia entre miembros de la logia tenía, por lo general, códigos y giros propios que evitaran confesar la pertenencia aunque también se recurría a códigos encriptados. En carta del 14 de junio de 1816 a su gran amigo y confidente Tomás Guido, el Libertador le decía:
Sería conveniente llevar desde ésta [Mendoza] a Chile, ya planteado, el establecimiento de educación pública [léase logia], bajo la inmediata dependencia de esa ciudad [Buenos Aires]. Esto sería muy conveniente porque el atraso de Chile es más de lo que parece. Hágalo usted presente al gobierno para, si es de su aprobación, empezar a ojear algunos alumnos [iniciados]. Yo creo que aunque más no sea por conveniencia propia [no la personal, sino la nacional] no dejaría Pueyrredón [entonces director supremo], de favorecer el establecimiento de pública educación.
En otras cartas de San Martín que hay que decodificar debe saberse que cuando habla de "amigos" y de "reunión de la noche" se está refiriendo a "hermanos masones" y a las "tenidas", de la misma manera que


con "cofradía", "sociedad", "academia", etc. Los signos O-O, por su parte, aludían expresamente a la logia, y con las palabras "matemáticas" y "alumnos", hacía referencia a las doctrinas masónicas y a los iniciados.
En la ingeniería tramada por San Martín era un puntal otro logista connotado, el director Pueyrredón, que, en carta a San Martín, le decía el 10 de septiembre de 1816:
El establecimiento de matemáticas será protegido hasta donde alcance mi poder. El nuevo secretario [de Guerra, Juan Florencio] Terrada es también matemático, y por consiguiente ayudará.
El 2 de noviembre de 1816, Pueyrredón vuelve a dirigirse a San Martín, y le dice que ha enviado al deán Funes para pacificar a Córdoba, y que "acompañando" al religioso envía al amigo Alejo Castex. Además de supervisar la actividad de Funes en Córdoba, tenía otra comisión: debía seguir viaje a Salta "con el designio de persuadir a Güemes de la necesidad de que se dedique al estudio de las matemáticas para mejor conocer el terreno en que ha de hacer la guerra".
Pueyrredón enviaba un emisario hasta Salta para "iniciar en las matemáticas" a Güemes. Captarlo para que integrara la logia era necesario para darle al salteño objetivos comunes con otro personaje con el que venía de tener duros choques y que era ya logista veterano. En 1812, poco después de llegar a Buenos Aires, Pueyrredón le había escrito a San Martín: "Supongo a usted ya instruido de la dedicación de Rondeau a las matemáticas". Para terminar con esta enumeración, digamos que el 3 de marzo de 1817, poco después del triunfo de Chacabuco, el Libertador le pidió al director que le enviara a Guido a su lado para que lo ayudara en el Ejército, como persona de su máxima confianza... y "por ser conocedor de las matemáticas".
Este tejido que extendió sus redes por toda la geografía americana, aunque fue resistido por los "federales" que usaban el término "logista"


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como sinónimo de centralista y, después, unitario, hacía, en consecuencia, profesión de fe republicana aunque asentada sobre dos principios prioritarios: "unidad e independencia". La concepción que emanaba de la jura de los iniciados parece entrar en contradicción con la posición sostenida por Belgrano -que no la integraba-, San Martín en Tucumán e impulsada por Pueyrredón en misiones diplomáticas favorables a la instalación de una monarquía parlamentaria. Hay quienes quieren ver en esta postura solo una maniobra táctica para responder a una situación política adversa. Otros historiadores prefieren destacar que para San Martín lo primero era la emancipación americana y la unidad de los independentistas y resultaba secundario el régimen político a instaurar insinuando que su republicanismo no era muy firme. No ignoraba, por supuesto, que en México, Chile (Rancagua), Quito y Caracas, las fuerzas populares y patriotas habían sufrido tremendos reveses, que los portugueses deseaban estrangular la revolución y ocupaban la Banda Oriental y que España intentaría a toda costa poner fin a las revueltas americanas, con el respaldo de la Santa Alianza. Entre los primeros hay quienes juzgan que el "doctrinarismo" republicano de Artigas fue un error, ya que debilitaba al Libertador, cuya campaña debía entenderse como la máxima prioridad.
Pero la ¡dea del régimen, siempre que asegurase la unidad, no es lo que desvelaba a los "directoriales". Rondeau, en sus Memorias reproduce un elocuente comentario de Pueyrredón:
¿Qué importa que el que nos haya de mandar se llame rey, emperador, mesa, banco o taburete? Lo que nos conviene es que vivamos en orden y que disfrutemos tranquilidad y esto no lo conseguiremos mientras seamos gobernados por personas con quien nos familiaricemos.


Cuando, hacia 1817, la propuesta monárquica desfallecía, la discusión entre los patriotas no fue más entre república constitucional o monarquía parlamentaria y pasó, lisa y llanamente, a enfrentar a unitarios y federales poniendo en el centro de la discusión la organización del Estado.[3]
Y volviendo a aquellas jornadas de julio de 1816, es preciso recordar dos situaciones fundamentales. Cuando el 15 de julio fray Justo Santa María de Oro -diputado por San Juan igual que Laprida, recordemos- sostuvo casi en soledad que para resolver el problema de la forma de gobierno "era preciso consultar a los pueblos", dejó constancia de que si los congresales resolvían, sin más trámite, aceptar una forma monárquica constitucional, se retiraría del Congreso. Hay que subrayar que su moción -la más democrática para responder a un problema crítico- fue apoyada por los otros representantes de Cuyo, Laprida, Godoy Cruz y Maza, todos los que estaban directamente influenciados por San Martín. Además, los cabildos de Mendoza y San Juan se pronunciaron también en el mismo sentido.
Para culminar este capítulo con nuestro personaje, el logista Tomás Godoy Cruz, vocero principal de San Martín en Tucumán, digamos que cuando el Congreso se trasladó a Buenos Aires, ejerció la presidencia de la Asamblea en mayo de 1817.
En las sesiones del 14,15 y 16 de octubre del mismo año, refiriéndose a la elección de senadores sugirió que sus mandatos duraran mientras observaran buena conducta y como máximo, nueve años con renovación parcial cada tres años, "con la condición, de que el gobierno fuera
federal, debiéndose trazar su constitución en esta forma". Y en agosto del 18, sin más, renunció.
Laprida. Un ilustre desconocido
El acontecimiento del 9 de julio [es] extemporáneo, intempestivo, absurdo, propio de orates. Lo que los valientes pero prudentes asambleístas del Año XIII no se atrevieron a hacer cuando Fernando estaba en el exilio y las potencias europeas eran favorables y la situación política, social y militar era tolerable, los congresales en 1816, cuando todo les era adverso, lo hacen como si fuera algo sencillísimo, natural, obvio, intrascendente y sin complicaciones algunas.
El 9 de julio un ilustre desconocido, venido de San luán, dispone que el secretario pregunte en alta voz a los congresales “si querían que las Provincias de la Unión fuesen una nación libre e independiente de los reyes de España”, y todos ellos puestos de pie, respondieron al unísono que sí, e interrogados a continuación uno por uno, todos reiteraron sus votos.
El “ilustre desconocido” al que hace mención Guillermo Furlong no es otro que el doctor Laprida, personaje que alcanzó celebridad por una situación que no fue fortuita: presidió la sesión en que se aprobó la Declaración de la Independencia. Hasta entonces su figuración no era mucha: provenía de una provincia marginal y de escaso desarrollo.
Francisco Narciso Laprida había nacido en San Juan el 28 de octubre de 1876, hijo de un comerciante asturiano. Su madre, Ignacia Sánchez de Loria, sanjuanina de nacimiento, lo emparienta con otro de los diputados al Congreso, de una familia altoperuana. Se graduó como bachiller en cánones y leyes en el colegio carolino de Chile en 1807 y tres años después, en la Universidad de San Felipe, recibió los títulos de


licenciado y abogado. En Santiago de Chile participó del Cabildo Abierto del 18 de septiembre de 1810, que -siguiendo el ejemplo de la Primera Junta de Buenos Aires- consagró la Junta Provisional de Gobierno, primer gobierno patrio del país trasandino. De regreso en San Juan, en 1812 fue electo como miembro del Cabildo. Al año siguiente encabezó un movimiento popular que derrocó a un gobierno y Laprida terminó preso. Habilitado como perito en leyes; al llegar San Martín a la gobernación, trabó relación con él y, regresado a su puesto en el Cabildo, con el gobernador José Ignacio de la Rosa impulsó la campaña para recaudar fondos para el Ejército de los Andes, lo que le granjeó la simpatía de San Martín.
A Laprida tocó en suerte ser presidente en la sesión del 9 de julio como podría haber correspondido a otro diputado, ya que el cargo era rotativo. Pero no parece casual que esa responsabilidad correspondiera, justamente, a un hombre "de" San Martín.
A mediados de 1818 renunció a su diputación ante el Cabildo de San Juan. Regresó para radicarse en su provincia y, nuevamente, colaboró con el gobernador De la Rosa, a quien reemplazó en el mando durante un corto período. Su tarea constituyente, inconclusa en el Congreso anterior, se continuó con una nueva designación a la Asamblea de 1824. Profundizó entonces su amistad con Bernardino Rivadavia y el grupo ilustrado de Buenos Aires, corazón del proyecto centralista, y suscribió la Constitución de 1826. Esa militancia le costará la vida: su cuerpo insepulto alimentará muchos después un famoso poema de un descendiente suyo, Jorge Luis Borges.
El "ninguneo" hacia la figura de Laprida del autor citado en un principio -en realidad, la mayoría de los diputados eran personajes de talla provincial- no implica que los encendidos párrafos del historiador Furlong exageren respecto de la situación política. El momento elegido para pronunciar la independencia en Tucumán no podía ser más adverso: el territorio de las Provincias Unidas estaba copado por tres


ejércitos realistas ibéricos. Uno al norte, el Ejército Real del Perú, triunfante poco antes en Sipe-Sipe; otro al oeste, que aplastó a lo que los chilenos llaman "Patria Vieja"; y otro al este, de la corona lusobrasileña. En la península, además, Fernando Vil, que había regresado al trono, preparaba un ejército y una gran escuadra para reconquistar las antiguas colonias americanas.
Pocos trabajos se han dedicado, en este marco tan crítico, a detallar cómo se recibió la noticia de la independencia en las diversas localidades de las Provincias Unidas. Sabemos ya que ni Santa Fe, ni Corrientes, ni Entre Ríos, ni Misiones, ni la Banda Oriental fueron de la partida, pero es interesante para apreciar las diversidades locales hacer un paneo sobre la repercusión del hecho en el resto del territorio.
En primer lugar, es preciso hacer una discriminación terminológica: en rigor, el 9 de julio no se juró la independencia, sino que se la declaró o decretó. El Acta labrada como especial, llevó al margen el título de declaración. Solo dos provincias cumplieron ese acto formal en el mismo mes de julio. En Tucumán, la primera, por lógica, la jura se hizo doce días después, el 21 de julio, cuando los congresales realizaron ese acto "teniendo a Dios por testigo" -que es lo que significa el verbo jurar-, acto seguido, por el general Belgrano y su ejército estacionado en San Miguel. La siguiente fue una provincia limítrofe, Catamarca, el 31 de julio.
La mayoría de las provincias formalizó la proclamación y jura de la independencia durante agosto: el 3 de agosto, Santiago del Estero; el 4, Córdoba; el 6, San Salvador de Jujuy; dos días después, el Ejército de los Andes; el 12 de agosto, Mendoza; el 20, San Juan; el 24, San Luis y el 30 de agosto, La Rioja.
Buenos Aires, curiosamente, demoró bastante el trámite y recién lo hizo el 13 y 14 de septiembre. La comunicación al pueblo se hizo mediante un bando del 19 de julio, realizado por la Comisión Gubernativa del Estado que interinamente ejerció el poder hasta el arribo de
Pueyrredón. En su texto, otra vez, aparece la significativa referencia a "esta parte de la América del Sur":
Por cuanto, con fecha de 9 del corriente, comunica a este Gobierno el Excmo. Señor director la importantísima resolución, cuyo tenor es como sigue:
El Tribunal augusto de la Patria acaba de sancionar en sesión de este día por aclamación plenísima de todos los representantes de las Provincias y Pueblos Unidos de la América del Sud, juntos en Congreso, la independencia del país de la dominación de los reyes de España y su metrópoli. Se comunica a V. E.: esta importante noticia para su conocimiento y satisfacción, y para que la circule y haga publicar en todas las Provincias y Pueblos de la Unión, [siguen la fecha y las firmas de Laprida, Boedo, Serrano y Paso].
Beruti describe los festejos ordenados por la Comisión el día 16:
Con esa plausible noticia se mandó hacer tres salvas de artillería y repique general de campanas, una a las 7 de la mañana de ese día en que llegaron los pliegos del Congreso Soberano, otra a las 12 del día y la otra a las oraciones. Siguiendo diez noches consecutivas de iluminación general, en las cuales hubo música por todas las calles y plazas, vivas y aclamaciones de alegría general, aumentando el que las tropas con sus fusiles y cañones disparaban por todas las calles, con vítores y regocijos en señal de nuestra libertad e independencia de la tiranía y despotismo español.
La demora en realizar los actos solicitados -suena poco creíble pero fue así- se debió a que el Cabildo, que supuestamente debía organizados, prefirió consultar con la Comisión Gubernativa, entre otras cosas para fijar quién sufragaría los gastos. Y la Comisión, alegando que
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el director supremo no había llegado, aconsejó posponer la ceremonia hasta que se recibieran nuevas indicaciones más precisas que darían la regla: "convenía se suspendiese por ahora y hasta su aviso". El Cabildo -en el que jugaron un papel especial Luis Dorrego y Manuel Maza-, organizó entonces una misa. Los días pasaron, se sugirió realizar la jura el mismo día de la celebración del 12 de agosto -que se conmemoraba la derrota de los ingleses en 1806-, porque fue "el primer ensayo para la independencia", en palabras del alcalde Francisco de Escalada..., pero la proclamación y jura siguió sin concretarse.
El director dispuso que el evento se realizara el 30 de agosto y se elaboró un extenso programa de actividades. Pero los actos oficiales debieron suspenderse "por excesiva lluvia". La realidad es que la situación política de la ciudad presentaba aristas críticas: los federales estaban a la ofensiva contra algunos de los señalamientos del Congreso; aunque también es cierto que el programa de festejos era muy amplio y que el mal tiempo conspiró contra su realización: la comitiva debía recorrer a lo largo del día cuatro plazas -la Mayor (o de la Victoria), la de la Residencia, la de Monserrat (o de la Fidelidad) y la de San Nicolás (o de la Unión)- y realizar en ellas diversas celebraciones. Finalmente, y tras muchas desavenencias y negociaciones entre el Cabildo y el Ejecutivo, el 10 de septiembre Pueyrredón estipuló por bando "fijándose ejemplares en los parajes acostumbrados":
No habiendo podido hasta el día practicarse la gran función de la jura de la independencia por haberse mantenido el tiempo continuamente alternando en lluvias, que han hecho intransitables las calles de la larga carrera que debe hacerse a las diversas plazas donde ha de celebrarse tan augusto acto con la dignidad, majestad y decencia que corresponde [se señaló al día 13] si el tiempo lo permite.
La oportunidad resultó propicia para lanzar, de paso, algunos dardos a Artigas y sus seguidores porteños, acusados de tumultuosos y anarquistas. En la fachada de la Casa Consistorial, frente mismo a la Plaza de la Victoria -engalanada con sedas celestes y blancas, "paños vistosísimos y alegóricos", lo mismo que la pirámide adornada con jaspe celeste-, se colocaron dos tarjetones transparentes bajo un arco, en los que se leían estas décimas que hacen un culto al respeto a la unión y el orden:
jurada la Independencia Ya están todos obligados A no vivir separados Para que tenga existencia.
La unión es por excelencia Al cuerpo social debida.
La desunión parricida Siendo aquella de tal suerte,
Que al opresor le da muerte Y al sistema eterna vida.
¡Oh furor desordenado!...
Huye al averno profundo:
No vivas más en un mundo Del cielo privilegiado.
Huye; que estás sentenciado Como enemigo interior,
Tú vulneras nuestro honor Sois peor que el irracional:
Del bien propio eres rival,
De la patria cruel traidor.
Finalmente, Salta, que debió esperar a que Cüemes regresara de sus intensas operaciones militares, fue la última de las provincias en jurar la independencia, el 7 de diciembre. Luis Borelli reconstruye el momento tan solemne:
El gobernador Martín Güemes prestó juramento ante el Alcalde de primer voto, según la fórmula remitida por el Soberano Congreso. Luego Güemes recibió el juramento del Cuerpo Capitular, del Síndico, del venerable Deán y clero, y de las comunidades religiosas. Seguidamente, prestó juramento "el pueblo con su noble vecindario".
Ese día, en Salta, concluyó, casi cinco meses después, el acto abierto por Narciso Laprida el 9 de julio en Tucumán.
Colombres, Castro Barros, Medrano, Salguero, Gallo, Loria, Boedo. Los congresales (I)
El obispo Colombres es muy recordado en Tucumán, pero no por su actividad política o religiosa. Su casa, ubicada en el bello Parque 9 de Julio, es un museo de la industria azucarera y Monumento Histórico Nacional y su lugar de nacimiento, un Museo del Folklore. Tanto reconocimiento se debe a que se le adjudica ser el precursor de la introducción en la provincia de la explotación de la caña de azúcar instalando el primer trapiche para la molienda. Por vía de su padre, el español José Colombres y Thames, estaba emparentado con el diputado por Tucumán José Thames. Pero José Eusebio Colombres concurrió al Congreso como representante de Catamarca que, desde 1814, era parte de la provincia de Tucumán, una de las dos de la Intendencia de Salta.
Nacido en diciembre de 1778 en San Miguel, Colombres se ordenó clérigo en 1803 y obtuvo su doctorado en la Universidad de San Carlos de Córdoba. Trasladado a Catamarca, ejerció el sacerdocio en la parroquia de Piedra Blanca. Su paso por el Congreso fue efímero: renunció poco después de firmar el Acta de la Independencia.
En tiempos de Rosas se tuvo que exiliar debido a su pertenencia al partido unitario y su afinidad con Aráoz de Lamadrid, Juan Lavalle y la "Coalición del Norte", enfrentados con la autoridad de Buenos Aires. Pero su reconocimiento como "Obispo Colombres" remite, en realidad, al cargo que asumió muchos años después, ya que su exilio en Tupiza, (Potosí), se extendió hasta 1852: fue entonces cuando regresó y, a fines de 1858, alcanzó el nombramiento de obispo de la diócesis de Salta. Los tucumanos lo tienen presente como el fundador de la industria que caracterizó a la provincia, tanto a su esplendor como a sus conflictos hasta finales del siglo xx, aunque no hay certezas de que haya sido el introductor de los plantíos de caña.
En la división territorial vigente, La Rioja pertenecía a Córdoba del Tucumán. También allí su representante en el Congreso de Tucumán, un religioso, es especialmente venerado por la población local, al punto que sus restos mortales están en el patio delantero de la Catedral de la ciudad capital, enfrente a la Plaza central. Su tumba está allí porque, justamente, él fue párroco de la iglesia matriz, nombrado en el cargo en 1810 por el obispo de Córdoba y, en tres años, construyó la nueva iglesia que es la actual Catedral que da cobijo a sus restos.
Desde el principio fue un decidido partidario de la Revolución de Mayo y fue elegido diputado a la Asamblea del Año XIII donde insistió en la necesidad de adoptar una constitución. Dado su perfil enfático mostrado ya en esa Asamblea Constituyente, Mitre lo caracterizó como un "fanático sincero en religión y en política".


En la sesión del 31 de julio de 1816, Pedro Ignacio de Castro Barros sumó su voz a favor de la idea monárquica. Pronunció entonces un prolijo discurso en que pretendía probar que
el sistema monárquico constitucional era el que el Señor dio al pueblo de Israel, el que Jesucristo constituyó en la Iglesia, el más favorable a la conservación y progreso de la religión católica y el menos sujeto a los males que afectan a los demás; que sentada esta base, el orden hereditario era preferible al electivo y que en consecuencia debían ser llamados los Incas al trono de sus mayores, del que habían sido despojados por la usurpación de los reyes de España.
Varios diputados del Alto Perú apoyaron calurosamente al orador y añadieron que debía declararse al Cuzco la capital del reino.
Tuvo después una decisiva participación para evitar la autonomía de la provincia de La Rioja, porque el momento en que Castro Barros era enviado a Tucumán coincidió con el de la separación de La Rioja como provincia. Fue un "efecto cascada": el Cabildo de La Rioja proclamó que, dado que el gobierno de Córdoba no dependía más del de Buenos Aires, el de La Rioja -distanciado del federal Díaz- tampoco dependía de Córdoba.
Ante un alzamiento de un grupo autonomista, un sector de los grandes propietarios de la región, como las familias Dávila y Brizuela y Doria, por medio de Castro Barros, pidieron la intervención del Congreso y, por la fuerza, se repuso el orden, aplastando a los insurrectos. El 2 de septiembre de 1817 el Congreso ordenó al gobernador intendente de Córdoba "que no innove cosa alguna en el particular, y se abstenga de todo acto que indique jurisdicción sobre el pueblo de La Rioja, hasta que el Congreso determinase” y el 15 de diciembre revocó


todo derecho de autonomía para los riojanos: la "provincia" volvió a ser tenencia de gobierno de la provincia de Córdoba.
En la discusión sobre la nominación del director supremo, Castro Barros, enviado por el Congreso, operó ante Güemes para que restara apoyo a Moldes y sumara sus votos por Pueyrredón. Sus simpatías hacia el nuevo director se concretaron cuando se trasladó a Buenos Aires y se convirtió en su asesor económico.
Los años posteriores no le resultaron tranquilos: sufrió cárcel del federal santafecino Estanislao López, no logró cobijo en Salta, ni con Güemes, ni con sus adversarios, y debió huir del unitario sanjuanino Salvador del Carril, a quien enfrentó por sus reformas liberales. De tal modo que busco refugio en la tranquilidad de La Rioja y, en 1821, encontró una excelente ubicación como rector de la Universidad de Córdoba. Las siguientes peripecias que vivió serían largas de contar y no vienen al caso en esta historia. Apuntemos que, lejos de la prudencia, tuvo conflictos con gente tan disímil como Bernardino Rivadavia, Facundo Quiroga, José María Paz y Estanislao López. Su agitado periplo por la vida lo llevó a morir en el exilio, en 1849, en Santiago de Chile.
La posición favorable a instaurar una monarquía inca -por lógica- encontró especial eco en los diputados altoperuanos, como Mariano Sánchez de Loria, natural de Chuquisaca y de cuarenta y un años de edad al proclamarse la independencia. Loria, fue diputado por La Plata (o Chuquisaca o Charcas), ciudad donde nació y estudió obteniendo el doctorado en jurisprudencia y leyes canónicas. Involucrado también en los movimientos juntistas de 1809, ejercía la abogacía cuando fue electo diputado al Congreso. Ya en Buenos Aires, en 1817, su esposa falleció y Loria abandonó el derecho para convertirse en sacerdote. Regresó a su tierra a natal y se convirtió en canónigo de la Catedral de Charcas y, luego, en párroco de Tacobamba, en Potosí.


Pedro Medrano nació en San Fernando de Maldonado, cerca de la actual Punta del Este, el 26 de abril de 1769. Su padre, Pedro Medrano y su madre, Victoriana Cabrera, pertenecían a familias de raigambre. Su temprana adhesión a la Revolución de Mayo le permitió ganarse la confianza de la Primera Junta: el 15 de junio fue nombrado auditor del Consejo de Guerra de Oficiales, presidido por el brigadier Bernardo Lecocq, y actuó en la causa que se les inició a Martín de Álzaga, Miguel Ezquiaga y Felipe Sentenach, acusados de conspiración por su alzamiento de 1809. También ejerció como conjuez y a fines de año fue designado fiscal de la Real Audiencia de Charcas, puesto que ejerció poco tiempo. Medrano fue uno de los autores del Estatuto Provisional de 1815, que rigió hasta la sanción del Reglamento provisorio de 1817.
El 24 de marzo de 1816, en la sesión preparatoria del Congreso, fue elegido presidente provisional del cuerpo y, en ese carácter, pronunció el discurso inaugural que correspondía a la circunstancia.
Aparentemente, Medrano tenía un carácter exaltado y más de una vez propuso soluciones drásticas que exaltaron los debates. Sin embargo, es preciso destacar que fue él quien justificó la enmienda más importante del Acta de la Independencia cuando, a la fórmula original aprobada que establecía que las Provincias de la Unión serían "una nación libre e independiente de los reyes de España y su metrópoli", se agregó "y de toda otra dominación extranjera".
Poco después de que el Congreso se trasladó a Buenos Aires, cesó en sus funciones. En 1819 fue proclamado senador electo, pero jamás asumió porque esa legislatura nunca se reunió. Medrano era, además, poeta. Identificado más tarde con los federales y colaborador de Juan Manuel de Rosas, con motivo de la revolución unitaria de Juan Lavalle de 1828 escribió un poema crítico titulado "Cartas de Celio a Ernesto, contra los unitarios y los hombres de la revolución del Io de diciembre de 1828". Cuando falleció, el 3 de noviembre de 1840, Rosas ordenó


erigir un monumento en su homenaje en el cementerio Norte, que no se construyó por "falta de recursos".
Jerónimo Salguero era miembro de una de las familias más tradicionales de Córdoba, lo que quedó asentado en su acta de nacimiento: su apellido completo era Salguero de Cabrera y Cabrera apellido de su antepasado, el fundador de la ciudad, Jerónimo Luis de Cabrera y, que lo emparienta con otro diputado cordobés al Congreso, José Antonio Cabrera, sobrino del deán Funes.
Desde 1796, cuando se recibió de doctor en jurisprudencia, y hasta 1809 Salguero tuvo funciones en el Cabildo local, como asesor y síndico. De estirpe más bien conservadora, fue un aliado de los hermanos Ambrosio y Gregorio Funes, rector de la Universidad y del Colegio de Monserrat, y principal animador de la Junta Grande. En 1812 y bajo la gobernación de Ortiz de Ocampo, Salguero ejerció como procurador general de la provincia y, al asumir José Javier Díaz en 1815, lo acompañó en el proyecto y ocupó la Secretaría de Hacienda. Salguero integró la delegación a Tucumán de la convulsionada provincia mediterránea y, por un tiempo, se mantuvo firme junto a sus compañeros más fervorosos:
Un oficial conduciendo pliegos del director fue detenido en la jurisdicción de Córdoba y despojado de su correspondencia. El gobernador y el diputado Corro fueron públicamente señalados como instigadores y consentidores de esta violación y acusados como tales ante el Congreso. Con este motivo se trabó en él una ardiente discusión [...].
A moción del diputado Gascón, se acordó el nombramiento de una comisión investigadora del hecho, insinuando que Díaz y Corro eran cómplices en el delito. Los diputados de Córdoba hicieron esfuerzos para neutralizar este golpe. El diputado Pérez
Bulnes propuso que la comisión se compusiese de un diputado de cada provincia. El diputado Cabrera y Cabrera, conocido por su odio a Buenos Aires, declaró que si no se adoptaba la moción de Bulnes "protestaba a nombre de su provincia de nulidad de cuanto se actuare", acusando abiertamente al Congreso de estar "dominado por una facción". En esta actitud fue sostenido por sus compañeros Bulnes y Salguero, que se abstuvieron de concurrir a las sesiones.
El incidente, permite apreciar cómo los diputados cordobeses en el Congreso de Tucumán fueron, repetidamente, una molestia. Los "directoriales" los consideraban "una piedra en el zapato" y querían sacárselos de encima, por sus "aires autonomistas" y evidentes -aunque acotadas- simpatías hacia el federalismo. Por eso, trasladar el Congreso a Buenos Aires se convirtió en una obsesión de los directoriales.
Su perfil era propio de un federal moderado, rasgo que confirmaría después con su adhesión al gobernador Juan Bautista Bustos en 1820. Sin estar en la primera fila de los acontecimientos, Salguero fue siempre un hombre de referencia de la política: cerca de Dorrego en los años veinte fue diputado al Congreso en 1826, sufrió prisión a principios de los años treinta, cuando gobernó el general Paz, y fue expulsado de la provincia por participar en una revolución años después. Nos habla de la movilidad de aquellos tiempos de revolución y guerra que, dedicado a la abogacía privada, Salguero falleció en 1840 emigrado en Bolivia.
El santiagueño Pedro León Díaz Callo tenía muchos puntos en común con otros diputados. De treinta y cuatro años en 1816, era sacerdote y, como varios de sus colegas, estudió primero en el Colegio de Monserrat de Córdoba, donde se ordenó presbítero y, luego, en la
Universidad de San Carlos, donde obtuvo el título de maestro de Artes (o Filosofía). Si bien no tuvo una participación especialmente destacada en los debates del Congreso, las relaciones políticas que cosechó entonces le serían útiles más tarde. Su papel más significativo lo cumplió en 1819, cuando el Congreso aprobó la Constitución unitaria.
La guerra civil del año 1820 produjo también en Tucumán una situación crítica, como consecuencia de las luchas con Salta y Santiago del Estero, a las que puso término un tratado que se concertó por iniciativa del gobernador de Córdoba, Juan Bustos. En efecto, el doctor Pedro Aráoz firmó ese tratado el 5 de junio de 1821, como representante de Tucumán, junto con los presbíteros doctores Pacheco de Meló, designado por Bustos por indicación de Cüemes, y Pedro Gallo, en nombre del gobierno de Santiago del Estero. Los congresales de Tucumán, por el hecho de haberlo sido, cosechaban el prestigio público.
Mariano Boedo, hijo de un comerciante gallego afincado en Salta y casado con una mujer de la elite local, María Magdalena Aguirre y Aguirre, pasó por el seminario de Loreto en Córdoba y completó sus estudios como abogado en la Universidad de Chuquisaca. Durante el primer año de gobiernos revolucionarios residió en Buenos Aires, donde ofició como secretario de la Real Audiencia y trabó una fecunda relación con Mariano Moreno.
Regresó a su provincia natal y, ya comprometido con los más importantes líderes revolucionarios, recibió del por entonces gobernador de Córdoba, Pueyrredón, el nombramiento de asesor letrado e, incluso, lo reemplazó en la gobernación cuando aquel fue designado presidente de Charcas. En Salta trabó gran amistad con Güemes, y se convirtió en uno de sus hombres de confianza, al punto que fue uno de los que validó el Tratado de los Cerrillos, firmado por Güemes y Rondeau.
Integró el trío de diputados salteños enviados al Congreso de Tucumán -uno de ellos, Moldes, fue rechazado- y el 1o de julio asumió


r
la vicepresidencia del Congreso, carácter con el que participó la sesión del 9 de julio. En 1817 dejó la banca por problemas de salud que, finalmente, lo llevaron a la muerte dos años poco después cuando solo tenía treinta y seis años.
Gorriti, Acevedo, Aráoz, Thames y Bustamante.
Los CONCRESALES (II)
Los Gorriti, como los Güemes, los Zuviría y los Cornejo -y también José Moldes, Francisco de Gurruchaga y Antonio Álvarez de Arenales-, constituían el “riñón” de la revolución independentista en la antigua “provincia” de Salta: son los apellidos de familias acaudaladas que dominaron las primeras décadas de vida política independiente de la provincia.[4] No es casual, por lo tanto, que dos hermanos Gorriti, José Ignacio -militar- y Juan Ignacio -religioso- ocuparan cargos de primera importancia, como la de ser uno de ellos el primero -el 25 de mayo de 1812- en bendecir la bandera nacional creada por Belgrano a orillas del río rebautizado Juramento. Juan, el sacerdote, fue miembro de la Junta Grande de gobierno en 1811, integró el Congreso Constituyente de 1825 y fue gobernador de Salta entre marzo de 1828 y enero de 1832. Otro hermano, conocido como “Pachi”, adquirió notoriedad como soldado: se decía que era el mejor lancero del norte. La familia poseía una inmensa extensión de tierras, ubicadas sobre todo en Jujuy. José Ignacio será, en lo político, el que alcanzará mayor


envergadura: fue gobernador provincial en reiteradas oportunidades
hasta 1829.
José Ignacio Gorriti estudió en el Real Colegio de Monserrat de Córdoba y en la Universidad San Francisco Xavier de Chuquisaca, donde recibió su doctorado en leyes en 1789, cuando contaba con solo diecinueve años. En 1802 se casó con Feliciana Zuviría, con quien tuvo una hija que alcanzará renombre por merecimientos propios: Juana Manuela Gorriti fue una de las primeras escritoras americanas y, además, esposa -aunque distante- del presidente boliviano Manuel Isidoro Belzú. José tenía poco más de veinticinco años cuando se produjeron las invasiones inglesas en las que la familia Gorriti no escatimó esfuerzos para ayudar a la resistencia. Luego participó de círculos cons- pirativos junto a Moldes y Gurruchaga y actuó como corresponsal de los tucumanos Bernardo de Monteagudo e Ildefonso de las Muñecas durante los levantamientos altoperuanos de 1809. Producida la revolución, su apoyo fue activo: recibió y sostuvo al Ejército del Norte donando muías, ganado y caballos, y trabó amistad con Juan José Castelli y Antonio González Balcarce a quienes alojó en sus propiedades. En simultáneo formó la llamada "Partida de Baqueanos para el Ejército del Norte" y el primer "Cuerpo de Patriotas Decididos", que integraron las huestes salteñas conocidas como "Escuadrón de Salteños", al que financió. En 1812 su gente hostilizó la vanguardia de las tropas de Pío Tristán durante la retirada del Ejército del Norte hacia Tucumán y tomó parte activa en las batallas de Las Piedras y Tucumán.
Durante las reuniones del Congreso fue un participante destacado: sus alocuciones aparecen mencionadas repetidas veces, sobre todo en los meses de julio y agosto. El traslado de las sesiones, aduciendo el peligro de una amenaza realista por el Norte, consumió los debates durante un tiempo. José Gorriti llevó entonces la voz cantante, que se sumó a la de los cordobeses.


La imposición centralista de trasladar el Congreso decidió a Gorriti a renunciar a su diputación. A mediados de 1817 retornó a Salta, se incorporó nuevamente a las campañas militares en el Norte, acosado por sucesivas invasiones realistas y se convirtió en consejero de Güemes. Sumó fuerzas a los empeños del caudillo y, entre 1819 y 1821, fue gobernador interino de la provincia. Ocupaba el cargo cuando, en 1820, protagonizó un heroico hecho de armas: ausente Güemes tomó a su cargo el rechazo de una fuerte invasión realista, con solo un puñado de gauchos y soldados. Logró rendir a discreción a toda la vanguardia enemiga, incluyendo al general Olañeta que la mandaba, obligando al grueso del ejército español a retirarse a sus cuarteles de Tupiza y Mojo: la fecha -27 de abril de 1821- se recuerda como "el día grande de Jujuy".
En junio, le tocó en pésima suerte ser quien recibió el cuerpo de Martín Güemes herido de muerte y ser el último que le prestó auxilios antes de su deceso. Continuará luego una ajetreada vida política hasta su muerte -casi en la pobreza- en Charcas, en 1835: a su lado estaba su hermano Juan, el canónigo, quien le administró los óleos de la extremaunción.
Manuel Antonio Acevedo era también salteño de nacimiento. Sin embargo, como muchos otros diputados, en el Congreso representó a otra provincia, en su caso, Catamarca; tenía entonces cuarenta y seis años. Se ordenó sacerdote el 8 de diciembre de 1794 tras estudiar, como varios colegas, en el Colegio de Monserrat de Córdoba. En 1799 regresó a Salta. Allí, junto al presbítero Gregorio Antonio Romero, fundó una Escuela de Filosofía, de la que fue docente y rector. Como cura recorrió varios caminos del Norte: anduvo por Cachi y Molinos en Salta y se afincó un tiempo en Belén, en la precordillera catamarqueña, tierra célebre por sus tejidos y ponchos. Acompañó a Colombres en la delegación y, durante las deliberaciones, se convirtió en uno de los voceros de la


posición sostenida por Belgrano, "en favor de la 'monarquía temperada', bajo los auspicios de la dinastía de los Incas, con designación de la ciudad del Cuzco para sede de la proyectada monarquía".
Justamente Serrano, uno de los miembros de la Junta de Observación de 1815, aportó una interesante objeción sobre este tema. Aunque monarquista, Serrano rechazaba la restauración del trono de los Incas, Fundaba su posición en que la misma idea promovida no hacía mucho por el cacique Pumacahua en el Cuzco, lejos de producir el resultado que se suponía seguro, que era lograr la adhesión de los pueblos nativos, había producido el efecto contrario; que uno de los males inmediatos de tal ¡dea era la regencia interina que forzosamente debía establecerse; que promovería una lucha abierta entre los diversos pretendientes al trono; y subrayó las dificultades concretas para crear sobre tal base una nobleza. Dedujo, en consecuencia, que ante todo debía priorizarse la tarea de crear la fuerza militar capaz de derrotar al enemigo.
Acevedo, por su lado, acompañó el traslado de las sesiones a Buenos Aires y presidió el Congreso. Cuando se disolvió, sufrió persecución y prisión aunque, en 1821, fue secretario de la Sala de Representantes de Buenos Aires. Al poco tiempo decidió retornar a Belén y continuar su actividad pastoral: fundó una escuela y abrió un seminario retomando también sus clases de filosofía. En 1822 volvió a la actividad política y fue redactor principal del proyecto de Constitución de la provincia de Catamarca, sancionada al año siguiente en un congreso constituyente provincial del que fue vocal. Además, concurrió al Congreso reunido en 1824 aunque falleció al año siguiente. Poco antes había dotado a Catamarca de un "Proyecto de Constitución" que fue aprobado.
Los Aráoz portan aún hoy un apellido de raigambre histórica en Tucumán. Uno de sus miembros, Bernabé es recordado por sus dotes como caudillo y administrador: entre 1814 y 1823 fue cuatro veces gobernador: de la Intendencia primero, de la "República", después, y,
finalmente, de la "Provincia". Su primera gobernación, la primera de la Intendencia del Tucumán, se extendió entre noviembre de 1814 y octubre de 1817, de modo que fue el anfitrión durante todo el período que el Congreso sesionó en la provincia. El congresal Pedro Miguel Aráoz, también sacerdote como muchos de los congresales, era pariente de Bernabé y sobrino del arrojado militar Gregorio Aráoz de Lamadrid. Hombre inteligente e ilustrado, Pedro Aráoz tuvo una vida de variados ribetes: catedrático, sacerdote -capellán militar en los campos de batalla-, legislador, periodista, distinguido orador y caudillo. Estudió Teología en el Real Colegio de San Carlos en Buenos Aires, se doctoró en Ciencia Teológica en la Universidad de Córdoba en 1782 y fue profesor de Teología y Filosofía en el Colegio Carolino de la capital entre 1785 y 1787.
En una primera muestra de la firmeza de sus convicciones, siendo catedrático, sumó su firma al pliego en el que veinticinco sacerdotes elevaron una defensa del maestro de la escuela catedral Juan Baltasar Maciel, en protesta por una arbitrariedad del virrey. Como cura rector de la catedral aumentó su prestigio y ascendiente sobre la sociedad y se distinguió por su oratoria. Una de esas piezas que quedaron en el recuerdo de los tucumanos fue la oración fúnebre por los caídos durante la primera invasión inglesa, entre los cuales hubo varios tucumanos.
Integró luego el Ejército del Norte en misión religiosa, en los días de la batalla de Tucumán. En el parte oficial de la batalla de Salta, Belgrano lo destacó "por haber ejercido su santo ministerio en lo más vivo del fuego, con una serenidad propia y haber sido infatigable en sus obligaciones".
Se incorporó al Congreso el 10 de junio cuando era ya un hombre de trayectoria, con cincuenta y siete años de edad. Designado para integrar la comisión revisora del proyecto de árbitros, aportó su claridad en varios debates, entre ellos, el de la reincorporación de La Rioja a Córdoba, el de la creación de diversas cátedras y el de la aplicación del


impuesto a las herencias transversales. En especial es de recordar la polémica que se suscitó al tratarse la creación de escuelas primarias en los pueblos: Aráoz planteó que debían confiarse a los cabildos para que ellos, para su sostenimiento, aplicaran el producido de los impuestos de las herencias. Por dos veces renunció a su banca, pero su dimisión no le fue aceptada hasta el 10 de diciembre de 1818.
Durante la efímera "República de Tucumán" el doctor Aráoz tuvo la responsabilidad de presidir la Legislatura cuando se aprobaron leyes tan importantes como la de la libertad de imprenta "penetrado -decía- de que la prensa es el vehículo de las luces y progresos de un país", la de fundación de un banco provincial de reventas y creación de moneda y la primera Ley Fundamental del Estado provincial, cuya Constitución fue dictada el 18 de septiembre de 1820 y de la que Aráoz fue redactor.
En la crisis suscitada con Salta y Santiago del Estero Pedro Aráoz ofició como representante de Tucumán y firmó el tratado de paz acordado en junio de 1821. Por ese tiempo el periodismo tomó impulso en Tucumán y, al referirse a ello, el publicista Ricardo Jaime Freyre lo destaca: Aráoz se ganó el mote de "periodista de la República".
En ese cargo lo sorprendió un movimiento revolucionario que derrocó al gobernador Bernabé Aráoz, que huyó hacia Salta en 1823. Los gauchos de Salta y su gobernador, Álvarez de Arenales, lo detuvieron y lo enviaron a Trancas, donde fue fusilado en marzo de 1824. Desde ese momento, Pedro Aráoz abandonó la política y se dedicó exclusivamente a las actividades religiosas. Flasta su muerte, el 18 de junio de 1832, ofició como rector de la iglesia matriz de San Miguel de Tucumán.
El otro diputado tucumano, José Ignacio Thames, era también sacerdote. Como Aráoz, era un hombre entrado en años y lo mismo que su compañero estudió en Córdoba, donde se doctoró en Teología en 1784. A diferencia de aquel, tomó rumbos variados: fue cura párroco de El Alto,


en Catamarca, canónigo de la catedral de Salta en 1813 y presidió la Junta que, en esa provincia, nominó los diputados al Congreso de Tucu- mán, al mismo tiempo que él era elegido como representante de su provincia natal. Acompañó el traslado de las sesiones a Buenos Aires, pero renunció en 1818 y regresó a Salta y a su lugar en la Catedral. Volvió luego a Tucumán para colaborar con Bernabé Aráoz durante la República provincial de 1820-1821 y, derrotado este proyecto, retornó a El Alto para ejercer como párroco. Curiosamente, lo mismo que quien fue su compañero durante el Congreso, falleció en 1832. Hombres de familias con arraigo, Pedro Aráoz y José Thames fallecieron en su tierra natal.
Teodoro Sánchez de Bustamante representó a Jujuy, donde había nacido el 10 de noviembre de 1778. Estudió Filosofía en el Real Colegio de San Carlos y continuó en la Universidad de Charcas, donde compartió estudios con Mariano Moreno y Antonio Sáenz. Se graduó como doctor en Leyes el 20 de febrero de 1804. Fue luego fiscal de la Real Audiencia de Charcas, asesor del Cabildo de Jujuy y presidente de la Academia Carolina de Derecho hasta 1809, año en que participó en la revolución local, en la que figuró como comandante del "Cuerpo de Abogados", y en el que trabó amistad con los diputados Serrano y Gascón. Tras la derrota de la revolución altoperuana, huyó a Jujuy. Como alcalde de primer voto del Cabildo, apoyó el movimiento de mayo de 1810: fue asesor letrado del Cabildo y del gobernador de Salta y ocupó diversos cargos en el área jurídica en Salta y Buenos Aires. A finales de 1810, la Primera Junta lo designó para desempeñar la fiscalía de la Audiencia en lo civil y comercial.
Participó del éxodo a Tucumán, donde acompañó el triunfo militar de septiembre de 1812. Después del triunfo de Salta regresó a su ciudad natal y se sumó al Ejército del Norte como auditor y secretario general, cargo que sostuvo con los sucesivos jefes: Belgrano, San Martín


y Rondeau; luego formará también parte del círculo íntimo del general Arenales. Se lo tenía por un hombre probo, recto y severo, y su prestigio debía haber trascendido porque fue electo, casi por unanimidad, presidente del Congreso de Tucumán en la sesión del 1o de junio, antes de que se incorporara efectivamente.
En el Congreso fue, de algún modo, vocero de las necesidades de los ejércitos patriotas. Conociendo de primera mano las penurias que los acosaban y que ponían en riesgo las empresas libertadoras, reiteró la necesidad de proveer auxilios y de ayudar a la formación y sostenimiento de los diversos destacamentos militares.
Una cuestión en la que Sánchez de Bustamante hizo un aporte que la historia argentina debe agradecer en particular es su insistencia en reunir los documentos diseminados en Tucumán antes de la famosa batalla librada allí, en la que estaba en juego el archivo de Jujuy trasladado durante el éxodo de su pueblo.
Reelecto en su diputación, Sánchez de Bustamante llegó al final de las sesiones del Congreso y, en abril de 1819, sancionó la Constitución unitaria. En 1820, perseguido por el gobierno bonaerense de Sarratea, estuvo preso un tiempo hasta que se trasladó a Córdoba, donde residió hasta 1824 cuando regresó al Norte. Durante la gobernación de Álvarez de Arenales en Salta, ofició como secretario general de gobierno desde el 1o de enero de 1825 e incluso fue gobernador provisorio. Al año siguiente fue intendente gobernador de Jujuy y, al estallar la guerra civil, se dirigió a Santa Cruz de la Sierra, donde fue rector de un colegio. Murió en esa misma localidad en 1851, tras una larga enfermedad.


Pacheco de Meló, Malabia, Darrecueira, Uriarte.
Los CONGRESALES (III)
Dos de los diputados norteños habían sido protagonistas de la Revolución de Mayo, aunque desde diversas experiencias: fueron ellos Darregueira y Moldes. En efecto, cuando el proceso revolucionario se inflamó, después de las invasiones inglesas, ambos se convirtieron en activistas. Darregueira se sumó a los grupos conspirativos: en los días previos a la Revolución de Mayo estuvo entre sus principales organizadores y en el Cabildo Abierto del 22 de mayo votó por deponer a Cisneros. Integrante del grupo conspirativo más activo, estuvo también en la reunión clave de la noche del 24 de mayo.
Moldes y Darregueira son, tal vez, los que aquilataban una mayor trayectoria como revolucionarios, cuando los congresales se vieron la cara en Tucumán. Pero José Darregueira no era nativo del Virreinato del Río de la Plata; provenía de Moquegua, una ciudad ubicada en la cordillera del sudeste del Perú. Su familia se trasladó a Buenos Aires cuando él era muy joven. Estudió en el Real Colegio de San Carlos y, entre sus profesores, lo tuvo a Pedro Miguel Aráoz, a quien ya nos referimos. Se dirigió a Chuquisaca, donde se doctoró en Leyes y se afincó en Potosí, donde trabajó como ministro de defensa fiscal de la Real Hacienda y, luego, actuó como oidor en la Real Audiencia de Charcas.
En 1795 retornó a Buenos Aires y trabajó en un bufete de abogados en sociedad con Vicente Anastasio Echevarría, un hombre de negocios que será más tarde colaborador y financista de la Primera Junta.
Su sapiencia y equilibrio hicieron que resultara un personaje considerado por los otros revolucionarios, de modo que, tras la Revolución de Mayo, fue tenido en cuenta para ocupar un puesto clave: cuando los miembros españoles de la Real Audiencia fueron expulsados, Darregueira accedió al cuerpo como oidor. Colaboró también con


algunos artículos en La Gazeta de Buenos Ayres y, dado su apoyo al movimiento favorable a Saavedra, a fines de 1811 fue confinado a Luján y, después, a su chacra de San Isidro.
Miembro activo de la Logia Lautaro, colaboró con Carlos de Alvear y fue electo como diputado al Congreso de Tucumán. Sus concepciones favorables al régimen unitario y su respaldo a la candidatura de Pueyrredón como director lo llevaron a confrontar con los delegados cordobeses y, en especial, con José Moldes, que aparecía como la cara visible de la causa federal. Por la misma razón -su acendrado centralismo- fue de los más activos y elocuentes oradores a favor del traslado del Congreso a Buenos Aires, infundiendo temor sobre un posible avance realista desde el Norte. En 1817 el ambiente político en la capital estaba caldeado.
Darregueira obrará como diputado y, a la vez, asesor del gobierno. Pero su compromiso con el director supremo no pudo extenderse más que unos meses: en mayo de ese mismo año murió, afectado de una enfermedad pulmonar.
Las peripecias que vivió José Severo Malabia se corresponden con las de los primeros patriotas americanos que, ante la entrada de las tropas francesas a España tomaron el ejemplo de organizar juntas. Ese fue el despertar del llamado "juntismo", que desencadenaría los diversos procesos de emancipación y una de cuyas primeras manifestaciones tuvo lugar en el Alto Perú. Malabia era oriundo de Charcas y, al momento del Congreso de Tucumán, estuvo entre los diputados más jóvenes: tenía menos de treinta años. Sin embargo, doctorado tempranamente en Jurisprudencia en la universidad local, con solo veintidós años tomó partido por los revolucionarios en 1809, por lo que tuvo que huir y buscar refugio en Tupiza, en el sur de la actual Bolivia. Recién pudo volver a su ciudad natal acompañando al Ejército del Perú, después de la batalla de Suipacha.


Permaneció en Charcas asesorando al Cabildo y, en 1816, fue designado como diputado al Congreso de Tucumán y, desde el principio, se convirtió en uno de los más enconados enemigos de José Moldes, a quien calumnió para demeritar su candidatura a director supremo. Luego fue de los más tenaces sostenedores del proyecto monárquico, posición que mantuvo irreductible durante todo el desarrollo del Congreso. Cuando, en 1819, se volvió a discutir el tema del régimen político -había entonces una firme propuesta de coronar al francés duque de Lúea casándolo con una princesa del Brasil-, Malabia contradijo al diputado Jaime Zudáñez -revolucionario de Chuquisaca, diputado electo por el Cabildo de Buenos Aires y, más tarde, congresal en el Uruguay- que, como él, representaba al Alto Perú. Zudáñez se negó a apoyar un plan monárquico, porque el mandato que le habían conferido era a favor de constituir una república. Malabia replicó:
Que él había sostenido en el debate la proposición contraria, no obstante lo que las instrucciones invocadas por Zudáñez disponían en contra, porque no se creía obligado a arreglar su conducta por ellas en razón de lo que habían variado las circunstancias políticas, "únicas que debían determinar las conveniencias públicas; y porque además podía asegurar que la opinión de sus comitentes no estaba en contradicción con su voto, pues que lo único que le habían encargado era la conservación de la religión del Estado y el establecimiento de una monarquía constitucional, por lo cual no había trepidado un momento en aceptar la propuesta del gobierno de Francia, como estaba dispuesto a firmar su preliminar, como el único medio de terminar la guerra exterior y resolver las cuestiones interiores", pidiendo que esta manifestación se hiciese constar en el acta.


Coherente con su visión unitaria y centralista, adhirió luego a los postulados de Rivadavia y se lo acusa de haber traicionado un mandato como embajador ante Bolivia, ya independizada, por el que debía tramitar el retorno de la provincia de Tanja al territorio argentino. Tras ese incidente, Malabia obrará como diplomático boliviano en diversas misiones que lo llevaron a Lima y Buenos Aires: en ambos casos tuvo problemas y debió retirarse. Finalmente, Rosas lo acogió y permaneció en Buenos Aires hasta su muerte, en 1849.
Estuvo entre el grupo de los "jóvenes", con poca trayectoria previa: tenía apenas veintiséis años cuando llegó a Tucumán para sumarse al Congreso. José Andrés Pacheco de Meló había nacido en Salta, pero fue diputado por Chichas, en la zona arequipeña del Alto Perú, cerca de la costa del Pacífico. En su juventud cursó estudios junto a Martín Güemes, pero en 1801 se trasladó a Córdoba, cursó en el seminario Nuestra Señora de Loreto y, más tarde, se ordenó sacerdote y ejerció en la localidad de Livi-Livi, en la provincia de Chichas, en la zona de influencia del Cerro Potosí. Al llegar las tropas del Ejército Auxiliar jugó un importante papel colaborando con las fuerzas patriotas y se ganó la confianza de los jefes revolucionarios, que lo consideraron un sostén de la causa en la región.
Así fue que representó a la provincia y que Chichas sumó su voto general a la Independencia de las Provincias Unidas. Acompañó el traslado del Congreso a Buenos Aires y luego viajó a Mendoza, donde fue ministro de Gobierno. Su estilo contemporizador lo convirtió en un valioso mediador: en períodos de agitación actuó en tareas de "pacificación" en Córdoba y San Juan. No hay datos precisos sobre su muerte: hay quienes la ubican en Mendoza y quienes sostienen que regresó a Chichas; se supone que sucedió antes de 1830.
Distinto fue el camino de Pedro Francisco de Uriarte, de origen santiagueño y huérfano desde pequeño. Nacido en 1758, el día de la declaración de la Independencia tenía cincuenta y ocho años de edad y era uno de los más "viejos" del Congreso. Como varios otros de los presentes, había pasado por las aulas de Córdoba, donde se doctoró en Cánones. Ordenado sacerdote, en 1786 fue capellán de la Casa de Ejercicios, y al año siguiente integrante de la orden de los franciscanos. Regresó a su tierra y asumió la vicaría de la parroquia de Loreto. No fue su primera diputación la que ejerció en Tucumán, ya que en 1811 había integrado la Junta Grande, lo que sugiere un reconocimiento importante del pueblo santiagueño, más aún considerando que, en los momentos mismos de desarrollo del Congreso, Santiago del Estero se constituyó en provincia separándose de Tucumán. No habrá sido fácil para Uriarte su estadía en San Miguel, donde la elite provincial repudiaba los respectivos proyectos de autonomía de Catamarca y Santiago del Estero.
En los años posteriores al Congreso, centró su vida en el sacerdocio, pero sus posturas políticas lo llevaron a la cárcel: en Buenos Aires por orden de Sarratea, en 1820, y diez años después en Santiago del Estero, por disposición del gobernador Juan Felipe Ibarra. Uriarte falleció a los 81 años, mientras celebraba misa.
Moldes y Rivera. Los concresales (IV)
Presentarlo por sus “títulos” más notables permite acercarnos a un hombre de perfil peculiar. Fue teniente gobernador de Mendoza, intendente de Cochabamba, vicepresidente, en Buenos Aires, de la Asamblea General Constituyente del Año XIII y, en 1816, diputado al Congreso de Tucumán por Salta del Tucumán. Y todo ello antes de cumplir los treinta y dos años. Cómo dudarlo, José Moldes, que murió antes de cumplir cuarenta, vivió intensamente.
Su adolescencia y juventud marcaron ya ese rumbo de vivencias enérgicas que lo caracterizaría toda su vida. Nació en Salta el primer día de 1785 y era hijo de una de las familias más adineradas de su provincia, especialmente rica por su ubicación estratégica en el tránsito comercial entre el Alto Perú, Córdoba y el puerto de Buenos Aires. Tanto era así que la llamada “aristocracia republicana” salteña se hará famosa ante el resto del país por sus características distintivas, consecuencia de un menor mestizaje que en el resto del virreinato y una mayor distinción de castas entre la minoritaria población “blanca”, con (supuesta) “pureza de sangre” y los “gauchos” de tez morena.
Moldes era parte de la elite y, caso raro (como el de Belgrano y otros pocos), tras cursar en Buenos Aires su familia decidió enviarlo a España, en 1803, para que continuara sus estudios. De temple indómito, el joven Moldes rechazó el mandato familiar: en la Península abandonó la abogacía y se incorporó como cadete en el Cuerpo de Guardias del Rey, un grupo de elite. En la lucha contra los franceses ascendió a teniente coronel, pero en 1808 cayó preso de los invasores, aunque logró escapar. Retomó entonces relación con grupos de americanos que se organizaban con planes independentistas, entre los que estaba un amigo entrañable, Francisco de Gurruchaga, con quien integró, como presidente, la "Conjuración de Patriotas” que confluiría luego en la conformación de la Logia Lautaro, trabando relación con Carlos de Alvear, Matías Zapiola y Manuel Guillermo Pinto. Su escape tuvo ribetes novelescos. Moldes, Gurruchaga y Pueyrredón fueron encarcelados juntos y, juntos, escaparon: sobornaron a los guardias, Gurruchaga se hizo pasar por "cochero" y escondieron a Pueyrredón dentro de un carruaje ligero que les permitió huir.
De regreso en América, fue un importante activista de la Revolución de Mayo, acompañó a Belgrano en la campaña al Paraguay y, a los veinticinco años, fue teniente gobernador en Mendoza. Sumado luego al
ejército, combatió en la batalla de Tucumán y se convirtió en coronel por despacho de Belgrano, con el encargo de reorganizar las fuerzas tras las derrotas sufridas en la primera campaña. Moldes donó entonces al ejército sumas de importancia y fue uno de sus principales sostenes. Se lo encuentra luego en Buenos Aires, donde actúa como jefe de policía y es diputado por Salta a la Asamblea del Año XIII. Tuvo a su cargo la jefatura del regimiento de Granaderos de Infantería y, con ese cuerpo, cruzó hasta Colonia del Sacramento para sumarse al sitio de Montevideo, en el que llegó a tener el mando durante un tiempo, como jefe interino. Su personalidad versátil y su espíritu inquieto le provocaban repetidos roces con otros jefes militares y políticos: hacia 1814 se distancia de la Logia Lautaro y sus críticas airadas hacia el director Gervasio Posadas motivaron su destierro a la Patagonia.
De regreso en Salta, fue electo diputado, pero, a pesar del momentáneo respaldo de Güemes, nunca se le aceptaron los pliegos y no pudo incorporarse al Congreso. En el momento de elegirse nuevo director supremo, Moldes fue el candidato de los "federales" y calculaba contar con los votos de Salta y Córdoba. La influencia de San Martín se hizo sentir y se expresaron en abiertos choques del salteño con el mendocino Godoy Cruz, vocero del Libertador: el Congreso se inclinó por Pueyrredón por veintitrés votos contra dos. La visión de Moldes era violentamente contraria al Congreso.
Estos individuos del Congreso -escribió a un amigo- han dado crueles puñaladas a las entrañas de la patria, cometiendo horrendos delitos, pues abusando de su encargo, de hecho han promovido odios y rencores muy grandes, que han de ocasionar estragos, sediciones y convulsiones en descrédito del mismo Congreso y del pueblo de Salta, igualmente que en los demás que lo han elegido, ante cuyos electores deben ser y serán acusados como reos y monstruos de la humanidad. El Congreso necesita
ropa limpia y mientras no haya esta, nunca habrá ni orden ni acierto y todos los pueblos americanos, reducidos a unos hormigueros sin leyes y sin gobierno, serán el teatro de los vicios. Por falta de pactos o leyes, unos cuantos se han hecho dueños de la revolución y quieren hacernos felices a su modo. Doscientos hombres a lo más...
Moldes creía contar con el apoyo de Cüemes, pero le falló el cálculo. El salteño no comulgó con el artiguismo y prefirió convertirse en la "cuarta pata" de la independencia, sumando su aporte a los de Belgrano, Pueyrredón y San Martín, que lo hacían desde distintas latitudes: Moldes quedó sin respaldo político.
Como consecuencia de esos conflictos, perdió sus derechos civiles y fue sometido a prisión. Además, sus intentos de resistencia y sus críticas públicas a la propuesta monárquica realizada por el creador de la bandera, lo malquistaron con Belgrano, que era su jefe en el Ejército del Norte y que lo deportó a Valparaíso, en Chile, donde permaneció encarcelado por orden de San Martín.
Los pasos posteriores de Moldes, que no cesaba de enfrentar a la "oligarquía de la capital", como él llamaba a los porteños, continuaron sacándolo de un problema e ingresando en otro: en 1819 escapó de Chile y apoyó públicamente los reclamos federalistas del deportado Manuel Dorrego. En 1822 se radicó en Córdoba, bajo el ala protectora de Juan Bautista Bustos y, a principios de 1824, regresó a Buenos Aires. Pero el 18 de abril falleció súbitamente en condiciones extrañas. Se dice que fue envenenado...
Dijimos en líneas previas que casi ninguno de los congresales era militar de profesión. La excepción eran, justamente, Moldes y Pueyrredón, y ninguno de ambos -antiguos colegas que disputaron el lugar de director supremo- estuvo presente el día 9 de julio en las sesiones.
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En quechua, la palabra mishki quiere decir "dulce". De ella deriva el término Mizque, una localidad del departamento de Cochabamba que, en la actualidad, apenas supera los 40.000 habitantes. Pero en los tiempos del virreinato tuvo mucha importancia: fundada en 1603, hasta 1767 fue sede del obispado de la provincia de Santa Cruz de la Sierra. En el siglo xvn llegó a tener cerca de 15.000 habitantes, con industrias textiles y buenos viñedos. Se la llamaba "la ciudad de los 500 quitasoles", en alusión a las elegantes sombrillas que lucían las damas de la sociedad local, varias de ellas distinguidas con títulos de nobleza.
Durante la Guerra de la Independencia, la Republiqueta de Mizque estuvo bajo el control de Álvarez de Arenales y, desde un inicio, se integró plenamente al proceso revolucionario iniciado en el Plata: envió diputados a la Asamblea Constituyente de 1813 y al Congreso celebrado en Tucumán: en ambos casos, la responsabilidad recayó en Pedro Ignacio de Rivera, quien ya en 1809 había participado del movimiento revolucionario altoperuano.
A Tucumán arribó el 26 de marzo -dos días después de iniciadas las sesiones- y fue elegido vicepresidente por unanimidad de votos. En la sesión del 24 de abril urgió al Congreso a brindar apoyo inmediato al Ejército Auxiliar del Perú, que estaba desarticulado y desmoralizado. Entendiendo las necesidades que reclamaba el desarrollo de la guerra de la independencia, fue autor de un proyecto para la formación de un Ejército "nacional", que debía constituirse con el apoyo de las provincias, correspondiendo a cada una de ellas aportar un cinco por ciento de reclutas, calculado sobre el número de habitantes.
Cuando se discutió el tema del régimen político fue taxativo: en su extenso discurso, reproducido en El Redactor, subrayó que constituía "un acto de necesidad, de conveniencia y de justicia, adoptar la forma monárquica temperada, bajo la dinastía de los antiguos incas".
Otro testimonio similar permite leer una extensa alocución que dio el 9 de julio de 1817, al celebrarse el primer año de la Declaración de la
Independencia. En la oportunidad, Rivera fue la voz del Congreso que debatió con la arenga del director Pueyrredón aunque, en 1819, acompañó la sanción de la Constitución unitaria.
Rodríguez y Del Corro. Los congresales (V)
Varios patriotas ordenados sacerdotes han pasado a la historia con su apellido antecedido por “fray”, apócope de fraile, tal el caso de Justo Santa María de Oro, Luis Beltrán y Cayetano Rodríguez. Fraile proviene defrater, hermano, y refiere a los miembros de órdenes cuyos integrantes se entregan a la acción apostólica y evangelizadora. El sanjuanino Oro, por ejemplo, era dominico, mientras que Rodríguez, franciscano. Los frailes trabajan en el “reino de Dios”, o sea, en contacto con el pueblo y sus necesidades; en consecuencia, suelen cambiar de residencia de acuerdo con las indicaciones de sus superiores. El caso de Rodríguez es típico de este tipo de sacerdote: nacido en San Pedro, al norte de Buenos Aires, en 1761, se formó en un colegio franciscano. Talentoso, fue ordenado sacerdote antes de la edad requerida, con solo dieciséis años y, en 1783, se trasladó a Córdoba, donde tomó a su cargo las cátedras de Teología y Filosofía.
Juan M. Gutiérrez destaca que “sabía inspirar en sus discípulos, a un mismo tiempo amor por la ciencia y respeto por la religión, que él hacía adorable en sus virtudes y la pasión por la libertad” y que, como protector y maestro de Mariano Moreno “contribuyó en gran parte a proporcionarle una carrera honrosa”.
En 1790, Rodríguez retornó a Buenos Aires y dictó clases en el Convento Franciscano y ofició como capellán de las monjas catalinas y clarisas y de la Santa Casa de Ejercicios. Dedicó un poema a los esclavos que participaron de las invasiones inglesas y, al asumir la Primera Junta
en 1810, se desempeñó como director de la Biblioteca Pública, cargo que ocupó hasta 1814 En la Asamblea Constituyente de 1813 redactó los diarios de sesiones durante todas las deliberaciones. Entretanto, fue encumbrado como superior provincial de la orden franciscana. Era, además, de los contados poetas que había en el Río de la Plata: redactó una letra para el Himno Nacional -que fue desestimada- y escribió odas y panegíricos a Carlos de Alvear, al cruce de los Andes, a la victoria de Chacabuco y al general Manuel Belgrano, cuando falleció en 1820. Su pluma, que reescribía los debates y las ponencias, dejó testimonio de los momentos iniciales del Congreso:
Los representantes de las Provincias Unidas no han podido desentenderse del clamor universal de los pueblos, viendo armada la negra tempestad que va a descargar sobre ellos y se han decidido a no defraudar sus esperanzas, presentando a la faz de las provincias una autoridad que resuelva la incertidumbre de las opiniones y calme los recelos que inspiraban necesariamente unos gobiernos que jamás concentraron dignamente el poder y la voluntad general de los que debían prestarle sumisión.
Cayetano Rodríguez realizó entonces "una triste pintura del miserable estado de la nación, en el momento de iniciar sus tareas", líneas en las que puede percibirse la "amenazante" sombra del artiguismo con una descripción sobreabundante, casi barroca.
Se lo presume también redactor principal del Acta de la Declaración de la Independencia; de allí que Vicente F. López lo considerara "uno de los personajes más honorables y uno de los patriotas más sinceros, más reflexivos y más influyentes de ese Congreso". Se destacó luego como periodista y polemista, sobre todo, cuestionando las reformas eclesiásticas tomadas en los primeros años de Rivadavia. En medio de ese combate, falleció, en enero de 1823, a los 62 años: recibió entonces


sinceros tributos, incluso de periódicos con los que había rivalizado como el Argos, de la facción unitaria, que le dedicó una elogiosa nota necrológica.
Entre el grupo de sacerdotes revolucionarios, uno de los más entusiastas fue Miguel Calixto del Corro. Hemos dado cuenta ya de sus cercanías con la causa federalista, común a toda la delegación cordobesa. También él estudió en el Colegio de Monserrat y en las aulas cordobesas de la "Casa de Trejo", la universidad más antigua -en rigor, la única- de la actual Argentina y la cuarta de América, de la que será rector en los mismos tiempos en que fue designado como diputado al Congreso de Tucumán, al que llegó en reemplazo del deán Gregorio Funes, que renunció a presentarse. Del Corro, años antes, había sido designado como diputado a la Asamblea del Año XIII, a la que no llegó a incorporarse. Tampoco pudo participar de la reunión del 9 de julio: por entonces estaba comisionado por el Congreso para intentar un convenio de paz con la Liga Federal. Resultó virtualmente lo opuesto: del Corro se convenció de la justeza de los planteos de Artigas y, de hecho, se convirtió en su emisario.
Un nuevo pleito se suscitaría cuando se planteó el traslado del Congreso a Buenos Aires. Mientras, ahora sí, el deán Funes decidía sumarse junto con Salguero, los otros diputados cordobeses -Cabrera, Bulnes y Del Corro- se negaron a acompañarlo, por lo que el gobierno cordobés los reemplazó
Estos cambios respondían a un nuevo planteo político del gobernador Díaz: mientras los anteriores diputados simpatizaban claramente con el federalismo y se manifestaban republicanos, el deán Funes era un monárquico convencido y propugnó una constitución unitaria. De este modo, Córdoba se separó de sus compromisos anteriores con Artigas aliándose con Pueyrredón. Desde finales de 1817, Funes se encargó de redactar el periódico oficial del Congreso, El Redactor.


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Corro, por su lado, retomó tiempo después su responsabilidad a la cabeza de la universidad provincial, apoyó la causa de José María Paz y la Liga del Interior enfrentada con Rosas y en 1831 -cuando Paz fue detenido- se retiró a la vida privada. Falleció en Córdoba en 1841.
Graaner. El espía del zar
Entre 1816 y 1819 estuvo oficialmente por el Río de la Plata un enviado especial del príncipe Bernadotte de Suecia, que, en realidad, era un espía al servicio del zar de todas las Rusias, Alejandro I. Bernadotte, dada su dependencia militar y financiera, era casi un “títere” del zar.
Jean Adam Graaner era un oficial sueco que había participado, en ambos bandos, en las guerras napoleónicas. Afable, era un hombre muy culto, de excelente presencia y dominaba varios idiomas.
En julio de 1816 se lo encuentra en Tucumán, actuando como “observador diplomático”. Sus precisos informes hicieron que Bernadotte y Alejandro, poco después, lo hicieran regresar a las Provincias Unidas con el especial encargo de precisar la exacta influencia de Inglaterra en estas tierras. Se sospecha también que el objetivo de su presencia en estas tierras era sondear la viabilidad de reclamar el trono de una eventual monarquía en la región y hacer lobbie con tal fin. Graaner, capitán del Estado Mayor de Suecia, fue el único extranjero notable presente en la jornada del 9 de julio y hubo quienes, tiempo después, recordaban sus insistentes preguntas de aquellos días: tanta curiosidad despertaba sospechas.
Su detallado relato del día de la jura de la Independencia es-testimonio de un hombre de mirada profunda y entrenada.


El 25 del mismo mes fue fijado para la celebración de la independencia en Tucumán. Un pueblo innumerable concurrió en estos días a las inmensas llanuras de San Miguel. Más de cinco mil milicianos de las provincias se presentaron a caballo armados de lanzas, sable y algunos con fusiles; todos con las armas originarias del país, lazos y boleadoras.
Comentaba que la descripción de las boleadoras "me obligaría a ser demasiado minucioso, pero tengo ejemplares en mi poder".
Tocó a este agente sueco-ruso ser testigo de un momento trascendental y, por suerte, dejó plasmada su vivida impresión.
Graaner retornó a estas tierras en 1817 y estableció una cercana relación con Pueyrredón, con quien mantenía extensas tertulias: el director intentaba convencerlo de que el gobierno sueco ofreciera un reconocimiento diplomático a la nación recién independizada. Graaner intimó también con los principales jefes militares, como San Martín, Rondeau y Belgrano. Sus partes son precisos y no se detienen solo en las cuestiones políticas o militares, sino que abundan en datos sobre caminos y pueblos, la fauna, las riquezas del suelo, el carácter de los criollos y hasta esboza prolijas semblanzas de las principales autoridades.
Su presencia coincide con el momento en que la Santa Alianza, en especial el llamado "Grupo Continental" integrado por Rusia, Austria y Prusia, pretendían intervenir en la reconquista de las colonias hispanas para equilibrar de algún modo la potencia marítima de Inglaterra y Francia. El hábil juego diplomático inglés intervenía en la situación intentando evitar la restauración virreinal en América. La emancipación de estas tierras abría las puertas de un inmenso mercado en el que colocar su producción manufacturera y multiplicar sus negocios e influencia.
Por su lado, el repuesto rey Fernando de España alentaba su relación con el zar, especulando con la posibilidad de que Rusia se lanzara a formar una fuerza expedicionaria -hasta de cien mil hombres, se barajó-
hacia América. La corte de Saint James, con su largo brazo diplomático articulado en Río de Janeiro desbarató ese osado plan español.
En 1816, salvo las Provincias Unidas del Río de la Plata, todas las anteriores colonias hispanas habían sido reconquistadas por España: Chile, derrotada; Venezuela, ocupada desde diciembre de 1815 por el general Morillo que, tras tomar Cartagena, ingresaba en Bogotá en mayo de 1816 y aplicaba las más impiadosas represalias; Bolívar, desterrado en Jamaica a la espera de mejores vientos tras el abierto fracaso de un intento de desembarco en marzo de 1816; Quito, en poder hispánico desde 1812 y el Perú, como centro del poder realista y en las fronteras más cercanas, la presencia militar acechante desde el Alto Perú.
Craaner luego de sus dos viajes, haber elaborado informes certeros y conquistado la confianza de varios hombres públicos, encontró una misteriosa muerte a bordo de un buque inglés. Sus papers permitieron al zar Alejandro no aventurar planes osados en el Río de la Plata optando por una actitud cautelosa hacia Inglaterra; y ayudaron a que Bernadotte consolidara la protección rusa: con el nombre de Carlos XIV, se coronará rey de Suecia en 1824. Por cierto, una curiosa refracción de las observaciones de Graaner sobre la revolución en Sudamérica.
Anchorena. ¿Un hermano de Túpac Amaru?
Uno de los debates principales del Congreso de Tucumán y Buenos Aires, giró en torno del régimen político o forma de gobierno. La mayoría de los congresales acordaban en dos ideas: “orden” y “unidad” en las fases político-militar y, también, geográfica, atendiendo a que los territorios del antiguo virreinato estaban “desmembrados”: los “Pueblos libres” del Litoral confederados contra el Directorio, el Paraguay avanzando en su propio camino, el Alto Perú bajo control realista y la Banda Oriental en disputa, ocupada por los portugueses. La guerra de
independencia exhibía flancos abiertos y tareas urgentes en el Norte y el Oeste y la guerra civil latía con la aparición de la disidencia federal en el Este.
La tendencia centralista -a la que adscribían Güemes, Belgrano y San Martín- se inclinó entonces por un gobierno monárquico y comenzaron a rondar nombres sobre la posible casa o familia reinante, que abarcó propuestas que contemplaron desde ancianos incas desplazados del Cuzco, hasta niños borbónicos de París, sin descartar complejas componendas con la Corte del Brasil.
Belgrano insistía en el modelo de monarquía "temperada o constitucional" al estilo inglés. Para ganar el apoyo de los pueblos aborígenes, sugirió que reinara un descendiente de los incas. Su coronación permitiría legitimar el poder y favorecer una sublevación general en el Alto y Bajo Perú, retomando el hilo histórico de las campañas de Túpac Amaru II, Túpac Katari y la más reciente de Pumacahua. Desde ya que, desde el punto de vista social, el plan parecía adecuado. El proyecto tenía, sin embargo, un serio escollo: el único candidato más o menos fuerte era un hermano de Túpac Amaru, muy anciano, que se encontraba retenido en España. O sea, su nominación implicaba que se casara con alguna princesa de la Casa Real Hispana -los Borbones- para imponer una regencia provisoria.
La idea cuajó en la mayoría de los congresales. Solo uno de ellos, el fraile Santa María de Oro se opuso firmemente, mientras otro, el astuto Tomás de Anchorena, la objetó. Sus posiciones no eran, sin embargo, claramente republicanas; incluso ellos apoyaban, aunque con reservas, la variante monárquica. Don Anchorena, representante de los intereses comerciales porteños, se oponía, sobre todo, para que no cambiara el centro geopolítico de las Provincias Unidas: un monarca inca desplazaba a Buenos Aires de su rol de capital y aduana de ultramar. Los fundamentos y razones argüidos por Anchorena fueron tan peregrinos
que merecen ser consignadas en las páginas de la historia. Sus dichos sirven para conocer las limitaciones teóricas de muchos de los políticos de aquella época. Según él,
existía un antagonismo entre el genio, los hábitos y costumbres de los habitantes de los llanos y los habitantes de las montañas, siendo los de estas más apegados a la forma monárquica y los primeros los que más resistencia le oponían; que en la imposibilidad de conciliar una forma de gobierno igualmente adaptable a los llanos y a las montañas, no había más medio que adoptar el sistema de una federación de provincias.
En tono provocador, el citado Anchorena rechazó la ¡dea con observaciones despreciativas hacia un posible rey "de la casta de los chocolates", como recordó años después en una carta privada.
Oro se asoció al frente de diputados "críticos" y, el día 15, cuando la opinión de iniciar tratativas para nombrar un rey tomaba cuerpo, planteó la necesidad de que, ante la gravedad del tema en cuestión, se consultara "a los pueblos" de los que ellos eran solo representantes. Esa sola propuesta demoró una resolución al respecto y, de hecho, empantanó la discusión dejándola pendiente.
En la sesión del 19 [de julio] el diputado Serrano hizo su profesión de fe monárquica abjurando sus principios republicanos y dijo que aunque había sido partidario del gobierno federal por creerlo el más a propósito para el progreso y la felicidad de las Provincias Unidas, después de meditar seriamente sobre la necesidad del orden y de la unión, la rápida ejecución de las leyes, etc., se había decidido por la monarquía temperada que conciliando la libertad del ciudadano y el goce de los derechos principales del hombre con la salvación del país, la hacía preferible a toda otra forma en la


crisis que se hallaban envueltos, declarándose sin embargo contra la dinastía de los Incas. Fue apoyado por los diputados Paso y Acevedo, insistiendo este sobre la dinastía de los Incas.
Una resolución, además, dejó claro hasta dónde se limitaba todo intento federal: para la elección de gobernadores se reservaba al titular del Poder Ejecutivo el derecho de nombrarlo en cada provincia a partir de una terna presentada por el Cabildo de la ciudad capital. De este modo, el director supremo -exactamente eso, "supremo"- tenía derecho a veto -podía rechazar la terna- y, como señala Emilio Ravignani, se reservaba la última palabra en la decisión sobre cualquier acto del gobierno provincial. El "Manifiesto a las naciones", que se redactó poco después, comunicó al mundo la independencia de las Provincias Unidas del Río de la Plata sin expedirse sobre la forma de gobierno a adoptar. Pero ningún país "se dio por enterado” fehacientemente y la nueva nación independiente recién obtendrá su primer reconocimiento seis años después, cuando los Estados Unidos validaron la "independencia americana" en 1822. Inglaterra lo hizo el 31 de diciembre de 1824.[5]
Entretanto, en Buenos Aires, el enunciado realizado por Belgrano se convirtió en un flanco débil: la prensa bonaerense del "partido popular", los republicanos simpatizantes del federalismo, lanzaron sus habituales escritos irónicos y chistes gráficos. Algunos de ellos fueron:


Es la monarquía en ojotas (Pedro J. Agrelo)
Este es un rey de patas sucias (Manuel Dorrego)
¡Esta es ía vuelta del rey don Sebastián! (Pazos Kanki)
Vo seré el primero que salga a recibir al rey mi amo... con un fusil en la mano (Nicolás de Vedia)
La variante monárquica tejió una larga comedia de enredos con tintes dramáticos para algunos de sus protagonistas -como Rivadavia, Sarratea y Belgrano y Valentín Gómez- cuando los diplomáticos peregrinen con mucha pena y escasa gloria por las Cortes europeas buscando alguien a quien coronar monarca del Plata. Muy a pesar de las ¡deas dominantes, la República siguió abriéndose camino entre luchas civiles, empujada por la dinámica inexorable de la Guerra de la Independencia.


[1] Curiosamente, Pueyrredón fue diputado por San Luis porque en esa provincia estaba
confinado (preso) desde que el movimiento del 8 de octubre de 1812 desplazó del poder al Primer Triunvirato.
[2] Corro se reincorporó al Congreso, pero cuando se dispuso el trasladó a Buenos Aires se negó a continuar, aduciendo que el Congreso sería indebidamente presionado en favor de los intereses de la capital.
[3] Chile, Paraguay y Bolivia son repúblicas unitarias. También lo es Uruguay, aunque tiene una amplia descentralización funcional y territorial. Chile se define también como unitaria, pero "descentralizada". Del Cono Sur, por lo tanto, solo la Argentina y el Brasil son repúblicas nominalmente federales.
[4] La provincia de Salta -herencia de la Intendencia de Salta del Tucumán- comprendía, además de Tanja (hoy, parte de Bolivia), a la actual de Jujuy, cuya batalla por la autonomía se extendió casi dos décadas para terminar por ser la última de las provincias que eligió gobernador propio y dictó su constitución: recién en noviembre de 1834 proclamó su autonomía de Salta.
[5] El reino de España reconoció la Independencia argentina -lo que consecuentemente normalizó las relaciones diplomáticas entre ambos países- durante la presidencia de Bartolomé Mitre en 1864, al firmarse el Tratado de Reconocimiento, Paz y Amistad.

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