1816.
El Congreso de Tucumán y Buenos Aires
San Martín. El arquitecto de la
independencia
Desde Cuyo, donde es gobernador y alista al Ejército de los
Andes en el campamento de El Plumerillo, el papel de José de San Martín durante
las deliberaciones del Congreso es decisivo. Con las limitaciones del caso
sigue las cuestiones día a día. Uno de sus interlocutores -y representantes- es
el diputado por Mendoza Tomás Godoy Cruz, con quien tiene gran confianza: es su
“amigo y paisano más apreciable y querido”.
La serie de misivas que le envía en el primer semestre de
1816 atestiguan que el Libertador “está en todo” y da línea e instrucciones de
modo sistemático. Su insistencia en que se declarara la independencia tiene una
razón práctica muy sencilla: el plan de la campaña libertadora carecía de
sentido si no se la hacía sobre las espaldas de un país independiente. En
efecto, la bandera a portar al lanzarse al cruce de los Andes debía ser la de
la independencia de América y, para eso, era imprescindible que las Provincias
Unidas concretaran esa declaración.
Esa
era la razón de ser del Congreso de Tucumán y ese el motivo de sus reuniones
con Belgrano, con Pueyrredón y de su exitosa mediación entre Rondeau y Güemes.
En enero de 1816,
San Martín tiene algunos problemas de salud que lo obligan a permanecer casi veinte
días en cama. En esos días ya
![]() |
han llegado a Tucumán algunos de los diputados y, entre ellos, Godoy Cruz. El 19 de enero le escribe:
¿Cuándo empiezan
ustedes a reunirse? Por lo más sagrado, le suplico haga cuantos esfuerzos
quepan en lo humano para asegurar nuestra suerte; todas las provincias están en
expectación esperando las decisiones de ese congreso: él solo puede cortar las
desavenencias (que según este correo) existen en las corporaciones de Buenos
Aires.
El 24 vuelve sobre el tema: "¿Cuándo se
juntan y dan principio a sus sesiones? Yo estoy con el mayor cuidado sobre el
resultado del congreso y con más si no hay unión íntima de opinión".
San Martín piensa también que el Congreso
deberá tomar decisiones en varios aspectos. Ha tenido fuertes roces con el
gobierno de Córdoba, que ha mostrado simpatías hacia el artiguismo y desconfía
de las iniciativas del Protector. En realidad, le repugna la idea federal a la
que considera disociadora y un escollo para su campaña libertadora y la unidad
militar de acción y de esfuerzos. En carta a Godoy el 24 de febrero, fija
claramente su posición respecto de la cuestión, que una constitución debía
discutir y establecer.
Me muero
cada vez que oigo hablar de federación. ¿No sería más conveniente trasplantar
la Capital a otro punto, cortando por este medio las justas quejas de las
provincias? ¡Pero, federación! ¡Y puede verificarse! Si en un
gobierno constituido y en un país ilustrado, poblado, artista, agricultor y
comerciante, se han tocado en la última guerra entre los ingleses (hablo de los
americanos del Norte) las dificultades de una federación, ¿qué será de nosotros
que carecemos de aquellas ventajas? Amigo mío, si con todas las provincias y
sus recursos somos débiles, ¿qué nos sucederá aislada cada una de ellas?
Sus
¡deas son similares a las planteadas por Bolívar. En su famoso Discurso de la
Angostura, de principios de 1819, y con más camino recorrido, el venezolano
había sido taxativo: "Abandonemos las formas federales que no nos
convencen", idea que ya había anticipado en su también célebre Carta de
Jamaica, de septiembre de 1815, cuando Artigas estaba en el punto más alto de
su popularidad y poder. El modelo político de Bolívar coincide con el que
pregonan Belgrano, Pueyrredón y San Martín:
No convengo en el sistema federal entre los populares [...] por ser demasiado perfecto y
exigir virtudes y talentos políticos muy superiores a los nuestros. [...] En
tanto que nuestros compatriotas no adquieran los talentos y las virtudes que
distinguen a nuestros hermanos del Norte, los sistemas enteramente populares,
lejos de sernos favorables, temo mucho que vengan a ser nuestra ruina.
El "inglés americano y el americano español",
concluía en 1819, no son asimilables, y subraya: "Una gran monarquía no
será fácil consolidar; una gran república, imposible".
En coincidencia con los conceptos de la logia continental,
San Martín reafirma que su modelo unitario necesita de un liderazgo claro. En
un principio, San Martín suma su voto por Belgrano, porque "es el más
metódico de los que conozco en nuestra América, lleno de integridad y talento
natural; [...] créame usted que es lo mejor que tenemos en América del
Sur".
El Congreso inicia sus sesiones el 24 de marzo, con
veintiún diputados presentes; otros doce arribarán en los días siguientes hasta
completar los treinta y tres definitivos. Según parece, San Martín suponía un
trámite más expedito y, al pasar los días, manifiesta su preocupación. El 12 de
abril exige definiciones:
Mi amigo el más apreciable:
¡Hasta cuándo esperamos declarar nuestra
Independencia! ¿No le parece a usted una cosa bien ridicula acuñar moneda,
tener el pabellón y cucarda nacional, y por último hacer la guerra al soberano
de quien en el día se cree dependemos? ¿Qué nos falta más que decirlo? Por otra
parte ¿qué relaciones podremos emprender cuando estamos a pupilo? Los enemigos
(y con mucha razón) nos tratan de insurgentes, pues nos declaramos vasallos.
[...]
¡Ánimo, que para los hombres de coraje se han hecho
las empresas! Veamos claro, mi amigo: si no se hace, el Congreso es nulo en
todas sus partes, porque reasumiendo este la soberanía, es una usurpación que
se hace al que se cree verdadero, es decir, a Fernandito.
Godoy Cruz le responderá que la declaración
"no es soplar y hacer botellas"...
En Buenos Aires,
las fuerzas militares desconocen al director Álvarez Thomas y la Junta de
Observación -que cambia sus miembros porque varios de ellos han viajado a
Tucumán- nombra en su reemplazo al brigadier Antonio González Balcarce. El
Congreso, por su lado, opta por designar un director supremo titular, y en los
primeros días de mayo nombra al coronel mayor Juan Martín de Pueyrredón. De
hecho, la elección de Pueyrredón, diputado por San Luis -de la Intendencia de
Cuyo, subrayemos- es otro triunfo de la política tejida por San Martín:
Mayocchi comenta que "al recibirse en Mendoza la noticia de la elección,
se la celebró con festejos e iluminaciones". Tras aceptar el cargo,
Pueyrredón, aún en camino, avisó a Balcarce que debería limitar sus
atribuciones, actuando en carácter de delegado y ciñéndose "a cumplir las
resoluciones que se le comunicasen".
El 29 de mayo, el
Congreso decidió conformar una comisión para que propusiera un plan de trabajo.
El proyecto se aprobó en junio y en

la sesión del 9 de julio se escogió como primer tema a considerar enseguida el tema prioritario y se proclamó la independencia de las Provincias Unidas. San Martín recibió la gran noticia en Córdoba, durante su reunión con Pueyrredón. Le escribió nuevamente a Codoy Cruz el 16 de julio:
Ha dado el Congreso el golpe magistral con la
declaración de la independencia; solo habría deseado que al mismo tiempo
hubiera hecho una pequeña exposición de los justos motivos que tenemos los
americanos para tal proceder; esto nos conciliaria y ganaría muchos afectos en
Europa. [...]
La maldita suerte no ha querido el que yo me hallase
en mi pueblo para el día de la celebración de la Independencia. Crea usted que
hubiera echado la casa por la ventana.
Apenas llegado a
Buenos Aires, Pueyrredón crea en el aspecto formal el "Ejército de los
Andes", organiza su estado mayor y San Martín es investido por el Congreso
con el nuevo título de capitán general. El gobernador de Cuyo delega entonces
el mando político en el coronel Toribio de Luzuriaga, "a fin de concentrar
en sus manos la plenitud de facultades políticas y militares de un jefe
expedicionario en tierra lejanas".
El
plan político y militar de San Martín toma cuerpo de forma definitiva. ¿Qué
falta?, ¿una bandera distintiva? ¡Exacto!, ya veremos esa historia.
Gascón, Rodríguez y Bustamante. La agenda
El
Congreso de Tucumán abrió sus sesiones el 24 de marzo de 1816. Para su
desarrollo se alquiló una casa que era propiedad de Francisca
Bazán de Laguna, que quedará
inscripta en la historia como la “Casa de
rp i
yy
Tucuman.
Hubo allí treinta y tres congresales: dieciocho de ellos
eran abogados o doctores en leyes; once, religiosos -nueve sacerdotes, dos
frailes- y cuatro, militares. Las provincias representadas fueron catorce, once
de la actual Argentina y tres de la actual Bolivia.
Durante
la tercera expedición auxiliadora al Alto Perú habían sido electos los
diputados por Chichas, Charcas y Mizque, pero no todos llegaron a incorporarse.
Además, varios territorios de las provincias del Alto Perú -tal el caso de La Paz,
Cochabamba, Santa Cruz de la Sierra y Potosí-, no pudieron hacer llegar sus
representantes por haber sido reconquistados por los realistas. Un dato
significativo: solo la provincia de Córdoba tuvo representantes en los dos
Congresos, el de Arroyo de la China y el de Tucumán y una sola persona
concurrió a los dos: José Antonio Cabrera. Pero empecemos por hacer honor a los
hombres que participaron de aquella jornada tan especial del 9 de julio y que,
en su gran mayoría, son apenas conocidos.
Los diputados y
sus respectivas provincias de representación fueron: Tomás Manuel de Anchorena,
José Darregueira, Esteban Agustín Gascón, Pedro Medrano, Juan José Paso,
Cayetano José Rodríguez y Antonio Sáenz (Buenos Aires); Manuel Antonio Acevedo
y José Eusebio Colombres (Catamarca); José Antonio Cabrera, Miguel Calixto del
Corro, Eduardo Pérez Bulnes y Jerónimo Salguero de Cabrera y Cabrera (Córdoba);
Teodoro Sánchez de Bustamante (Jujuy); Pedro Ignacio de Castro Barros (La
Rioja); Tomás Godoy Cruz y Juan Agustín Maza (Mendoza); Mariano Boedo, José
Ignacio de Gorriti y José Moldes (Salta); Francisco Narciso de Laprida y Justo
Santa María de Oro (San Juan); Juan Martín de Pueyrredón (San Luis); Pedro León
Gallo y Pedro Francisco de Uñarte (Santiago del Estero); Pedro Miguel Aráoz y
José Ignacio Thames (Tucumán); José Severo Malabia, Mariano Sánchez de
Loria y José Mariano Serrano (Charcas); José
Andrés Pacheco de Meló, y Juan José Fernández Campero (Chichas) y Pedro Ignacio
Rivera (Mizque). Tres de los congresales -Del Corro, Fernández Campero (el ex
"marqués de Yavi") y Moldes- no estuvieron presentes en la jornada
decisiva.
Y subrayemos que,
en consecuencia, Santa Fe, Corrientes, Entre Ríos, las Misiones y la Banda
Oriental nunca juraron la independencia de las Provincias Unidas. Desde luego,
tampoco participó el Paraguay que desde 1813 se reconocía como
"República".
Las primeras
sesiones se dedicaron a considerar un reglamento interno. Se dispuso que el
presidente fuera rotativo con períodos de un mes y se designó a dos
secretarios, José Mariano Serrano y el infalta- ble Juan José Paso. Aunque se
reconocieron como "diputados de los pueblos" -y no "de la
nación" como había sido en la Asamblea del Año XIII- la posible remoción
de sus pueblos de origen quedó solo en la teoría, ya que, por otro lado, se
aseguraron la privacidad de los actos y opiniones. La mejor constancia que ha
quedado del desarrollo del Congreso son las notas redactadas por el diputado
fray Cayetano Rodríguez, que se publicaron en El Redactor
del Congreso; muchas de las actas originales se extraviaron.
El Congreso
estuvo, en sus inicios, acosado de problemas que atender, muchos de ellos de
importante gravitación, como las "internas" en el Ejército del Norte,
la crisis política en el Litoral, la designación de un director supremo que
centralizara la autoridad y los auxilios al Ejército de los Andes en formación.
El primer mes fue casi caótico, hasta que se resolvió integrar una comisión
formada por Gascón, Sánchez de Bustamante y Serrano, que redactó una Nota de
materias de primera y preferente atención que precisó las
tareas a encarar. Estas materias serían: un manifiesto a los pueblos, la
Declaración de la Independencia, el envío de diputados a España, los pactos
entre provincias, la forma de gobierno, un proyecto de constitución, un plan de
guerra, la financiación pública, la determinación de los límites del Estado, la
creación de
ciudades y villas, la administración de
justicia, y los establecimientos educativos. Entonces sí los congresales
dispusieron de una "hoja de ruta" clara y el Congreso encauzó sus
propósitos.
No es para nada
casual el decisivo rol que jugó Sánchez de Bustamante -actuando en
equipo con Gascón y Serrano- en este período: su sólida formación y experiencia
ayudó a encauzar un Congreso que hasta entonces se mostraba errático. En la
sesión decisiva del 9 de julio de 1816, por ejemplo, el trío presentó una
extensa lista de proyectos, entre ellos, uno que planteaba redactar un
manifiesto destacando la importancia de la unión frente al daño que causaba la
anarquía, otro que especificara las facultades del Congreso y el tiempo de su
duración y uno relativo a las formas de gobierno. También había proyectos que
se referían al ejército y la marina -proponiendo integrar comisiones integradas
por hombres de armas-, la necesidad de fundar una Casa de Moneda, la promoción
de la industria, la composición de la magistratura, la demarcación de
territorios -un tema pendiente y que tomaba cada vez mayor gravedad por los
procesos autonómicos en marcha-, la necesidad de encarar una política
financiera de tipo "nacional", un plan para la fundación de ciudades
y villas, y el repartimiento de terrenos baldíos, entre otros. Finalmente, una
de las propuestas disponía que se establecieran mecanismos para la revisión de
todo lo actuado y todas las resoluciones del propio Congreso Constituyente, a
fin de confirmar y concretar las medidas adoptadas. Como se puede apreciar dada
la amplitud de temas, este grupo era consciente de su papel fundacional.
Entre las
principales decisiones de este período previo a la Declaración de la
Independencia estuvo la designación del diputado por San Luis, Juan de
Pueyrredón, como director supremo, el 3 de mayo.[1]
Álvarez Thomas, que era interino, había renunciado y también
el

titular, José Rondeau, y el ejecutivo estuvo provisoriamente en manos de González Balcarce hasta que asumió Pueyrredón.
La designación de Pueyrredón generó una
crisis, ya que el gobernador de Salta, Martín Güemes, y la delegación cordobesa
-ambas provincias, celosas de su autonomismo y con simpatías por la causa
federal- promovían la candidatura del coronel Moldes, que protestó
enérgicamente y disputó con los porteños. Finalmente, Moldes fue arrestado y su
diputación suspendida. Otro frente problemático fue Santa Fe donde, tras dos
incursiones militares en el año anterior -las de Díaz Vélez y Viamonte-, en
marzo de 1816 hubo una revolución y el federal Mariano Vera asumió la
gobernación. El Congreso envió una diputación para parlamentar y tratar de que
reconociera al director supremo. El diputado Del Corro no solo no logró una
mediación eficaz, sino que terminó por sumarse al proyecto artiguista y se
convirtió en una especie de diplomático especial de la Liga Federal [2]
Belgrano. Aquella sesión secreta
El
6 de julio de 1816, en sesión secreta, el general Manuel Belgrano, que
retornaba de una misión como embajador de las Provincias Unidas ante el
gobierno de Gran Bretaña, habló a los congresales. Tras contestar algunas
preguntas, Belgrano aconsejó adoptar un sistema monárquico “temperado”, es
decir, constitucional y parlamentario, al estilo inglés. Pensaba además que, a
fin de incorporar el Perú a la unidad geográfica,
la capital debía estar en Cuzco, nombrando para el cargo de rey a un descendiente de los incas. Como él mismo lo expresó en su discurso, sus ideas estaban influidas por la reacción en marcha en toda Europa tras la derrota de Napoleón Bonaparte y la ola restauracionista de las monarquías absolutas alentada por la Santa Alianza.
la capital debía estar en Cuzco, nombrando para el cargo de rey a un descendiente de los incas. Como él mismo lo expresó en su discurso, sus ideas estaban influidas por la reacción en marcha en toda Europa tras la derrota de Napoleón Bonaparte y la ola restauracionista de las monarquías absolutas alentada por la Santa Alianza.
Así como el espíritu general de las naciones, en años
anteriores, era republicanizarlo todo, en el día se trata de monarquizarlo
todo. La nación inglesa, con el grandor y majestad a que se ha elevado, más
que por sus armas y riquezas, por la excelencia de su constitución
monárquico-constitucional, ha estimulado a las demás seguir su ejemplo. La
Francia lo ha adoptado. El rey de Prusia por sí mismo y estando en el pleno
goce de su poder despótico, ha hecho una revolución en su reino, sujetándose a
bases constitucionales idénticas a las de la nación inglesa; habiendo
practicado otro tanto las demás naciones. Conforme a estos principios, en mi
concepto, la forma de gobierno más conveniente para estas
provincias sería la de una monarquía temperada, llamando la dinastía de los
Incas, por la justicia que en sí envuelve la restitución de
esta casa, tan inicuamente despojada del trono; a cuya sola
noticia estallará un entusiasmo general de los habitantes del interior.
"Habló enseguida -comenta Mitre- del
poder de la España, comparándolo con el de las Provincias Unidas, indicó los
medios que estas podían desenvolver para triunfar en la lucha; manifestó cuáles
eran las miras del Brasil respecto al Río de la Plata y elevándose a otro orden
de consideraciones, concluyó exhortando a los diputados a declarar la
independencia en nombre de los pueblos y adoptar la forma monárquica como la
única que en la actualidad podía hacer aceptable aquella por las demás
naciones".
Así como
ponderaba las monarquías, Belgrano no necesitaba enfatizar su desconfianza
hacia la "anarquía", que todo el mundo conocía.
Mientras el
Congreso de Tucumán "masticaba" el discurso dado por Belgrano, ese
mismo 6 de julio, en otro frente, Artigas enviaba un oficio al Cabildo de
Montevideo: "Si Buenos Aires no cambia de proyecto, no podré ser
indiferente a sus hostilidades y sin desatender a Portugal, ya sabré castigar
la osadía de esta y la imprudencia de aquel".
Muchos opinan que
este planteo de luchar a la vez en todos los frentes, si bien
"principista", carecía de sentido táctico. Parecía aconsejable algún
acuerdo con el Directorio y el Congreso, para poner en primer plano la lucha
contra el invasor portugués, política que, en todo caso, facilitaría
desenmascarar la complicidad del Directorio con los lusitanos.
El momento político era realmente adverso en
América: la reacción realista triunfaba en todos lados, desde México hasta
Chile, incluyendo la reciente derrota en el Alto Perú. Este es el marco con el
que, finalmente, se arribó al 9 de julio, cuya agenda indicaba el tratamiento
de la Declaración de la Independencia.
Paso. El hombre indispensable
Considerando que eran tiempos de guerra, casi no había
entre ellos militares de carrera y salvo excepciones, no eran ricos: ser un
hombre “decente” no era sinónimo de poseer fortuna, aunque algunos la gozaran.
Casi la mitad de los congresales de Tucumán eran clérigos y frailes, y muchos,
abogados, lo que se explica porque eran esos, por entonces, los hombres de
mayor ilustración. Doce de ellos llevaban por nombre José.
Los presentaremos de modo de otorgarles el reconocimiento
que la historia les adeuda y, como el criterio ordenador es aleatorio,
utilizaré
las
cercanías de sus nombres en las calles de Buenos Aires, para que el lector
avance por estos apellidos corriendo los barrios porteños de sur a norte.
En
Boedo y Villa Crespo hay varios: Sánchez de Bustamante, que se continúa en
Sánchez de Loria, Maza, Colombres, Salguero, Gallo, Castro Barros y su
continuación, Medrano. En Barrio Norte, Pacheco de Meló, hacia Palermo, Cabrera
y Gorriti son paralelas y vecinas y, más allá, Acevedo, Aráoz, Godoy Cruz,
Malabia, Thames, Darregueira y Uriarte. Hacia Belgrano aparecerá Moldes y
rozando Villa Urquiza, Rivera. Tres de ellos, Rodríguez, Carrasco y Corro,
están al margen, hacia el oeste y uno, Paso, junto a los otros miembros de la
Primera Junta.
Entre los sacerdotes -describe Mitre-
figuraban en primera línea: don Antonio Sáenz, que reunía a una razón
clarísima, la habilidad y la voluntad suficiente para influir en las
deliberaciones de una asamblea; fray Justo de Santa María de Oro, alma
angélica, en quien los dotes del corazón y la cabeza estaban armónicamente
equilibrados; fray Cayetano Rodríguez [...] que debía ser el cronista del
Congreso; y por último, fray Pedro Ignacio Castro Barros, que hemos visto
aparecer por la primera vez en la Asamblea del año XIII y que continuaba con el
mismo fanatismo su doble propaganda política y religiosa.
Entre los abogados, marchaban a la cabeza, los
doctores don Juan José Paso y José Mariano Serrano, que eran a la vez los dos
escritores y los dos oradores más notables de aquella corporación. Los seguía
don Pedro Medrano. [...]
Entre los hombres que no podían ostentar
ningún título universitario, pero que estaban destinados a ejercer una
influencia decisiva en el Congreso, se contaba don Francisco Narciso Laprida,
hermoso carácter [...]; don Tomás Godoy Cruz, hombre de buen sentido,
filántropo inteligente y perseverante [...]; don
Eduardo Pérez Bulnes, prohombre de Córdoba [...]; don José Ignacio Corriti, de
carácter varonil y un alto buen sentido; y por último, don Tomás Manuel
Anchorena, el antiguo secretario de Belgrano, cuyo patriotismo sincero tenía a
la vez la ciencia de los abogados y de los clérigos y participaba de las
preocupaciones de unos y otros, representando el contradictorio papel de
diputado de una asamblea revolucionaria que rechazaba tenazmente toda
innovación que no tuviese por base la tradición o el hecho consumado, aunque
republicano en el fondo.
Juan José Paso,
dada su pertenencia a la Primera Junta es, seguramente, el más reconocido,
aunque no muchos le dan la importancia que merece su presencia en el Congreso y
en muchos puestos de la más alta responsabilidad. ¿Quién fue Juan José Esteban
del Passo? Sin exagerar, uno de los hombres más importantes que, desde lo
institucional, acompañó los primeros pasos de la revolución y la independencia
de esta parte del continente. Dotado de un enorme poder de ubicuidad, no hay
casi gobierno de los primeros quince años desde el Grito de Mayo, que no le
otorgara un primer lugar en la política. Nacido en Buenos Aires en 1758, se
recibió como doctor en leyes, fue profesor de filosofía en el Colegio de San
Carlos y, con poca suerte, intentó en Perú dedicarse al comercio y la
explotación del comercio de metales preciosos. De regreso en Buenos Aires
integró el grupo "carlotista" que, junto a Belgrano, Castelli y los
hermanos Rodríguez Peña, promovió la coronación de la princesa Carlota Joaquina
de Borbón como regente del Plata. En el Cabildo Abierto del 22 de mayo de 1810
su discurso marcó rumbos cuando subrayó la responsabilidad que Buenos Aires
debía tener como "hermana mayor" de las provincias del virreinato.
En la Primera
Junta ocupó una de las dos secretarías, la de Hacienda, lo que -forzando un
poco los términos- lo posiciona como el primer "ministro de economía"
del nuevo país en formación. Al integrarse la Junta Grande con los diputados
del interior, fue de los pocos que permaneció en el Ejecutivo, lo mismo que
Cornelio Saavedra y Domingo Matheu y, en los años siguientes, integró el
Primero y el Segundo Triunvirato y se ubicó políticamente cerca de la Logia
Lautaro. En este período, entre 1810 y 1814, cumplió difíciles misiones
diplomáticas en Montevideo y Santiago de Chile y durante el Directorio de
Álvarez Thomas fue Auditor General de Guerra del Ejército. Elegido como
diputado al Congreso de Tucumán, ofició como secretario durante toda su
existencia y tuvo el gran honor de ser quien leyó en voz alta el Acta de la
Independencia en la histórica jornada del 9 de julio de 1816.
En la sesión del
3 de agosto fue aprobado el manifiesto redactado por él (o, al menos, con su
importante aporte). El acto de la independencia tenía por objeto -dice el
texto- "excitar a los pueblos a la unión y al orden, dirigiéndole verdades
severas a fin de ilustrarlos sobre sus verdaderos intereses". Toda una
declaración.
Como miembro del
Congreso, continuó su actividad en Buenos Aires y participó de la redacción del
Estatuto Provisional de Gobierno de 1817, llamado "Reglamento provisorio
para la dirección y administración del Estado", y de la Constitución
unitaria de 1819. Ocupará luego otras funciones como asesor y será diputado por
Buenos Aires al futuro Congreso.
Paso fue fundador
del pueblo de San José de Flores y eligió ese poblado para morir. En sus
últimos años, alejado de la actividad pública, había manifestado sus simpatías
por el régimen federal y expresado su apoyo a Manuel Dorrego y Juan Manuel de
Rosas, de quien fue asesor.
Serrano. La independencia trilingüe
El Redactor del Congreso recoge su crónica de los históricos acontecimientos
sucedidos aquel 9 de julio, bajo la presidencia del diputado sanjuanino,
Francisco de Laprida:
[Es una materia que] desde mucho antes de ahora ha sido el
objeto de las continuas meditaciones de los señores representantes, quienes
contraídos en este acto a su examen, y conferidos entre todos los irrefragables
títulos, que acreditan los derechos de los pueblos del sur, y determinados a no
privarlos un momento más del goce de ellos, presente un numeroso pueblo
convocado por la novedad e importancia del asunto, ordenaron al secretario
presentase la proposición para el voto; y al acabar de pronunciarla, puestos en pie los señores
diputados en sala plena, aclamaron la Independencia de las Provincias Unidas de
la América del Sud de la dominación de los reyes de España y su metrópoli, resonando en la
barra la voz de un aplauso universal con repetidos vivas y felicitaciones al
Soberano Congreso. Se recogieron después uno por uno los sufragios de los
señores diputados, y resultaron unánimes sin discrepancia de uno solo.
En el ambiente se respiraba un clima especial, el público
podía presentir que no era aquella una jornada normal. El diputado por Jujuy,
Teodoro Sánchez de Bustamante, propuso que se diera lectura al orden del día,
para que "el pueblo espectador a la barra oyese el resultado de las
repetidas discusiones que había presenciado". Terminada la lectura en voz
muy alta -ya que el patio externo que congregaba al público estaba
relativamente distante-, se pasó a considerar el primer asunto que por acuerdo
general se propuso y fue el de la libertad e independencia del país. Luego,
Laprida ordenó que se extendiese "acta por separado a continuación de la
del día".
La
redacción del escrito de la Declaración aprobada, según investigaciones de José
Torres Revello que no han sido desmentidas, tuvo como autor material al
diputado secretario José María Serrano, con la casi segura participación de
Paso, y su texto completo, extraído del acta original y autenticada, es el que
sigue:
En la benemérita y muy digna ciudad de San
Miguel del Tucumán, a nueve días del mes de julio de mil ochocientos dieciséis,
terminada la sesión ordinaria, el Congreso de las Provincias Unidas continuó
sus anteriores discusiones sobre el grande, augusto y sagrado objeto de la
independencia de los pueblos que lo forman.
Era universal, constante y decidido el clamor
del territorio entero por su emancipación solemne del poder despótico de los
reyes de España. Los representantes, sin embargo, consagraron a tan arduo
asunto toda la profundidad de sus talentos, la rectitud de sus intenciones e
intereses que demanda la sanción de la suerte suya, la de los pueblos
representados, y la de toda la posteridad. A su término fueron preguntados si
querían que las provincias de la Unión fuesen una nación libre e independiente
de los reyes de España y su metrópoli. Aclamaron primero, llenos del santo
ardor de la justicia, y uno a uno sucesivamente reiteraron su unánime y
espontáneo decidido voto por la independencia del país, fijando en su virtud la
determinación siguiente:
Nos, los representantes de las Provincias
Unidas de Sud-América, reunidos en congreso general, invocando al
Eterno que preside el universo, en el nombre y por la autoridad de los pueblos
que representamos, protestando al cielo, a las naciones y hombres todos del
globo la justicia, que regla nuestros votos, declaramos solemnemente a la faz
de la tierra, que es voluntad unánime e indubitable de estas provincias romper los
violentos vínculos que las ligaban a los reyes de España, recuperar los
derechos de que fueron despojados, e
investirse
del alto carácter de nación libre e independiente del
rey Fernando Vil, sus sucesores y metrópoli. Quedar en
consecuencia de hecho y de derecho con amplio y pleno poder para darse las
formas, que exija la justicia, e impere el cúmulo de sus actuales
circunstancias. Todas, y cada una de ellas, así lo publican, declaran y
ratifican, comprometiéndose por nuestro medio al cumplimiento y sostén de esta
su voluntad, bajo el seguro y garantía de sus vidas, haberes y fama.
Comuniqúese a quienes corresponda para su publicación, y en obsequio del
respeto que se debe a las naciones, detállese en un manifiesto los gravísimos
fundamentos impulsivos de esta solemne declaración. Dada en la sala de
sesiones, firmada de nuestra mano, sellada con el sello del Congreso, y
refrendada por nuestros diputados secretarios: Francisco Narciso de Laprida,
presidente; Mariano Boedo, vicepresidente.
La declaración de
independencia se presentó "a la faz de la tierra" con expresiones de
orden político y jurídico. Curiosamente, el texto evita, al inicio, ceñirse al
"Río de la Plata" y eleva la mirada a un planteo continental: los
congresales se presentan como: "representantes de las Provincias Unidas de
Sudamérica" y, en muestra de orgullo y valor -por cierto es de entender
que el momento era soberbio- se comprometían al cumplimiento y sostén de esa
voluntad, bajo la garantía de sus "vidas, haberes y fama".
Una carta, escrita con el fervor del día de los
acontecimientos, enriquece con detalles el relato de El
Redactor. La envió, desde Tucu- mán, el diputado José
Darregueira, con fecha 9 de julio a Tomás Guido, que era oficial mayor de la
Secretaría de Estado en el Departamento de Guerra.
Después de una larga sesión de nueve horas
continuas, desde las ocho de la mañana en que nos declaramos en sesión
permanente hasta terminar de todo punto el asunto de la declaratoria
de nuestra suspirada independencia, hemos salido del
Congreso cerca de oraciones con la satisfacción de haberlo concluido y resuelto
de unanimidad de votos nemine discrepante [por unanimidad]
en favor de dicha independencia que se ha celebrado aquí como no es creíble,
pues la barra, todo el gran patio, y calle del Congreso ha estado desde el mediodía
lleno de gente, oyendo los que podían los debates, que sin presunción puedo
asegurar a usted que han estado de lo mejor.
La memorable
declaración dio lugar a variados festejos, en primer lugar en la propia ciudad
de Tucumán. Se hizo un baile en la Casa del Congreso y se determinó la
iluminación de las Casas Consistoriales durante "ocho noches, en regocijo
de la sanción y juramento de la independencia de América de la dominación de
los Reyes de España, su Metrópoli y otra nación extranjera". Constancia de
este suceso es que el Cabildo, el Io de agosto, ordenó una libranza
"a favor del portero don Antonio Chavarría de veinticuatro pesos, que hace
cargo por haber iluminado ocho noches las Casas Consistoriales".
El 19 de julio, en sesión secreta, el diputado
Medrano hizo aprobar una modificación a la fórmula aprobada el día 9, agregando
después de "independiente del rey Fernando Vil, sus sucesores y
metrópoli", la frase "y de toda otra dominación extranjera”.
Al día siguiente,
el 20, se hizo referencia a que "por la prensa" se publicaría un
"competente número de ejemplares" del manifiesto, acta y fórmula de
la independencia. Seis días después, el Congreso, con la firma de Laprida y
Paso, remitió un oficio al "Supremo director del Estado", ordenándole
que hiciera imprimir tres mil ejemplares del acta de la declaración de la
independencia y que todos los impresos se remitieran a Tucumán.
Tres días
después, en la sesión del Congreso del 29 de julio, se acordó que se previniese
al director supremo del Estado que no todos los
ejemplares debían imprimirse en castellano,
dado que la mitad debían hacerse en lenguas indígenas, "a cuyo efecto -su
traducción- se comisionó al diputado Serrano". Las versiones quechua y
aymará estuvieron listas y aprobadas el 10 de agosto.
Es de hacer notar
que el quechua y el aymará, no tenían registro escrito propio, ya que eran
lenguas orales, de modo que los españoles, para leer textos en voz alta ante
esas poblaciones aborígenes, realizaban transcripciones fonéticas recurriendo
al abecedario español. De allí el celo que debía ponerse en que no tuviera el
más mínimo error. En la imprenta encargada de hacer el trabajo, Imprenta de
Candarillas y Socios, de Buenos Aires, difícilmente hubiera alguien a quien
consultar al respecto. Es de destacar, a la vez, que los diputados del Congreso
ignoraron la posibilidad de hacer ese mismo texto en guaraní -con idéntica
dificultad-, que hubiera sido un excelente modo de acercarse a los pueblos
paraguayos, correntinos y de las Misiones.
Respecto de los
pueblos altoperuanos, el trabajo se hizo, aparentemente, con gran fidelidad, y
el 27 de septiembre, el Congreso cursó un oficio "al capitán general de
provincias y en jefe del ejército del Perú", haciéndole llegar los
ejemplares del acta en los idiomas locales. En esta fecha, el nuevo presidente
del congreso es el doctor Pedro Carrasco.
Inusualmente, la
declaración alteró el nombre del país. Mientras el acta declara la emancipación
de las Provincias Unidas de Sud América, la fórmula del juramento dice
"Provincias Unidas en Sud América", nombre que no se había
utilizado hasta entonces. Esta designación es la que se tuvo en cuenta en la
sesión del mismo Congreso del 22 de abril de 1819 al plantearse la cuestión de
dar nombre al país, pues se acordó ese. Tal vez, pensando en los debates de
1816, se pueda leer acá una intención de los congresales: que la declaración de
Tucumán fuera la primera de una sucesión de otras que independizaran al resto
de las colonias españolas de América del Sur, y la voluntad de unificarlas en
un solo país -o federación-, con capital en Cuzco.
Acotemos, finalmente, que en 1825, al
constituirse la República de Bolívar -actual Bolivia- las opciones del Alto
Perú eran varias y, entre ellas, se consideró la posibilidad de incorporarse a
las Provincias Unidas, que, justamente, tenían en desarrollo un Congreso
Constituyente. También existía la posibilidad de mantener la adhesión al Perú
reconociendo las medidas de incorporación dictadas por el virrey Abascal como
resultado de la revolución de La Paz de julio de 1809. Finalmente, el 6 de
agosto de 1825 se declaró la independencia, que fue aprobada por siete
representantes de Chuquisaca, catorce de Potosí, doce por La Paz, trece de
Cochabamba y dos por Santa Cruz. El redactor de esta acta fue, otra vez, el
mismo José Mariano Serrano.
Codoy Cruz y Maza. La logia de los
"matemáticos"
Los
diputados al Congreso de Tucumán eran “representantes” y, como tales,
depositarios de respectivos mandatos otorgados por sus provincias. Durante el
debate sobre la forma de gobierno, días después de la declaración de la
Independencia, uno de los diputados cuyanos, Justo Santa María de Oro, planteó
que, tratándose de una tema de tal importancia, debía “consultarse a los
pueblos”. El Cabildo de Mendoza instruyó así a sus diputados a rechazar el
planteo promonárquico y, a pesar de las dudas que al respecto manifestó San
Martín, sumar los votos de la provincia de Mendoza a favor de la organización
de una república.
En esta historia
hay un hecho revelador: Tomás Godoy Cruz presentó su renuncia como diputado al
Congreso el 14 de agosto de 1818 y El Redactor
del Congreso no expresó cuáles fueron los motivos de su dimisión.
En esos días, el Congreso estaba discutiendo la factibilidad de coronar en el
Plata a un príncipe y Godoy Cruz rechazaba de
plano siquiera aceptar el tema en la agenda:
casi dos años después de sostener los principios republicanos, los diputados
mendocinos Godoy Cruz y Juan Agustín Maza seguían fieles a su mandato, cuando
-a su requerimiento- habían recibido instrucciones muy claras de su Cabildo. El
texto que reproducimos antes está fechado el 25 de agosto de 1816.
La actuación de
Godoy Cruz en esos años, cuyas menciones más habituales son producto de las
cartas que intercambió con San Martín, merece otra consideración: él fue
"el" delegado del Libertador en el Congreso, su vocero (u operador,
se diría hoy), y parte fundamental de esa arquitectura que entramó San Martín
con presencias clave en casi todos los ámbitos de decisión política y militar.
Godoy Cruz era
oriundo de Mendoza, donde sus antepasados, que provenían de Chile, se habían
afincado a fines del siglo xvn. Su padre, Clemente Godoy, era hacendado,
agricultor y comerciante, y miembro caracterizado de la elite cuyana. Desde su
llegada, San Martín trabó una cercana relación con él, lo que se deja leer en
algunos párrafos de las cartas que envió a su hijo, como una del 12 de abril de
1816 de tono afectuoso: "Su viejo muy guapo y cada día más amable; no es
por ser su padre y sí porque reúne virtudes muy marcadas, que es acreedor a la
consideración de sus conciudadanos".
La amistad de San
Martín y don Clemente se mantuvo mucho tiempo, incluso hasta después de
concluida su campaña libertadora. Tomás había nacido en 1791; en Córdoba tuvo
como maestro al deán Gregorio Funes, por quien profesó siempre gran admiración
y respeto.
Tomás fue un
muchacho ávido de conocimientos: aprendió varios idiomas y formó una nutrida
biblioteca en la que no faltaban tratados relativos al liberalismo, la
Revolución francesa y el constitucionalismo norteamericano. Continúa sus
estudios en la universidad chilena de San Felipe, donde cursa la carrera de
Leyes y Sagrados Cánones y regresa a Mendoza a principios de 1813.
Conoce a San Martín al año siguiente y, a
principios de 1815, el nuevo gobernador de Cuyo sugiere a Codoy Cruz como
síndico procurador del Cabildo de Mendoza. Su adhesión política a los ideales
de San Martín son inmediatos: colabora económicamente con la causa, dona
tierras en las que José Antonio Álvarez Condarco instala un polvorín con el que
se dota de explosivos al ejército, interviene en el entredicho entre San Martín
y Alvear y, poco después, en pareja con Juan Agustín Maza integra la diputación
mendocina al Congreso de Tucumán, al que fueron los primeros en llegar. En la
oportunidad se hizo acreedor al elogio del Gran Capitán quien, contestándole
una carta en la que Godoy Cruz le informaba de su designación, le dijo:
Mi amigo: no es
usted sino el pueblo de Mendoza al que se le puede dar la enhorabuena por su
elección. Dios le dé acierto. Vamos caminando al último destino de nuestra
independencia; cualquiera sea mi suerte, soy y seré su mejor amigo.
Este conjunto de elementos permite concluir
que, para entonces, ya era firme su integración a la filial local de la Logia
Lautaro, fundada por San Martín en la provincia (y extendida a San Juan) como
antes lo había hecho en Tucumán. El juramento que prestaban los iniciados a la
logia no deja dudas sobre su filiación política:
Nunca reconocerás por gobierno legítimo de tu patria
sino a aquel que sea elegido por la libre y espontánea voluntad de los pueblos;
y siendo el sistema republicano el más adaptable al
gobierno de las Américas, propenderás, por cuantos medios estén a tu
alcance, a que los pueblos se decidan por él.
Los juramentos de
filiación y la pertenencia misma a la Logia debían mantenerse en secreto. Uno
de los británicos que actuó como
coordinador de la Gran Logia Americana -que integraban
O'Higgins y Bolívar, entre muchos otros-, y que jugó un destacado papel en la
campaña de la independencia siguiendo como sombra a San Martín, el general y
marino Guillermo (o William) Miller, dio a publicidad una carta de San Martín,
de 1838, en la que le reclamaba prudencia y discreción:
No creo conveniente hable usted lo más mínimo de la
Logia de Buenos Aires; estos asuntos enteramente privados y que aunque han
tenido y tienen una gran influencia en los acontecimientos de la revolución de
aquella parte de América, no podrán manifestarse sin faltar por mi
parte, a los más sagrados compromisos.
El lenguaje de la correspondencia entre
miembros de la logia tenía, por lo general, códigos y giros propios que
evitaran confesar la pertenencia aunque también se recurría a códigos
encriptados. En carta del 14 de junio de 1816 a su gran amigo y confidente
Tomás Guido, el Libertador le decía:
Sería conveniente llevar desde ésta [Mendoza] a Chile,
ya planteado, el establecimiento de educación pública [léase logia],
bajo la inmediata dependencia de esa ciudad [Buenos Aires]. Esto sería muy conveniente
porque el atraso de Chile es más de lo que parece. Hágalo usted presente al
gobierno para, si es de su aprobación, empezar a ojear algunos alumnos [iniciados]. Yo
creo que aunque más no sea por conveniencia propia [no la personal, sino la
nacional] no dejaría Pueyrredón [entonces director supremo], de favorecer el
establecimiento de pública educación.
En otras cartas
de San Martín que hay que decodificar debe saberse que cuando habla de
"amigos" y de "reunión de la noche" se está refiriendo a
"hermanos masones" y a las "tenidas", de la misma manera
que
con "cofradía",
"sociedad", "academia", etc. Los signos O-O, por su parte,
aludían expresamente a la logia, y con las palabras "matemáticas" y
"alumnos", hacía referencia a las doctrinas masónicas y a los
iniciados.
En la ingeniería tramada por San Martín era un
puntal otro logista connotado, el director Pueyrredón, que, en carta a San
Martín, le decía el 10 de septiembre de 1816:
El establecimiento de matemáticas será protegido hasta
donde alcance mi poder. El nuevo secretario [de Guerra, Juan Florencio] Terrada
es también matemático, y por consiguiente ayudará.
El 2 de noviembre
de 1816, Pueyrredón vuelve a dirigirse a San Martín, y le dice que ha enviado
al deán Funes para pacificar a Córdoba, y que "acompañando" al
religioso envía al amigo Alejo Castex.
Además de supervisar la actividad de Funes en Córdoba, tenía otra comisión:
debía seguir viaje a Salta "con el designio de persuadir a Güemes de la
necesidad de que se dedique al estudio de las matemáticas para mejor conocer el
terreno en que ha de hacer la guerra".
Pueyrredón
enviaba un emisario hasta Salta para "iniciar en las matemáticas" a Güemes.
Captarlo para que integrara la logia era necesario para darle al salteño
objetivos comunes con otro personaje con el que venía de tener duros choques y
que era ya logista veterano. En 1812, poco después de llegar a Buenos Aires,
Pueyrredón le había escrito a San Martín: "Supongo a usted ya instruido de
la dedicación de Rondeau a las matemáticas". Para terminar con esta
enumeración, digamos que el 3 de marzo de 1817, poco después del triunfo de
Chacabuco, el Libertador le pidió al director que le enviara a Guido a su lado
para que lo ayudara en el Ejército, como persona de su máxima confianza... y
"por ser conocedor de las matemáticas".
Este tejido que
extendió sus redes por toda la geografía americana, aunque fue resistido por
los "federales" que usaban el término "logista"

como sinónimo de centralista y, después, unitario, hacía, en consecuencia, profesión de fe republicana aunque asentada sobre dos principios prioritarios: "unidad e independencia". La concepción que emanaba de la jura de los iniciados parece entrar en contradicción con la posición sostenida por Belgrano -que no la integraba-, San Martín en Tucumán e impulsada por Pueyrredón en misiones diplomáticas favorables a la instalación de una monarquía parlamentaria. Hay quienes quieren ver en esta postura solo una maniobra táctica para responder a una situación política adversa. Otros historiadores prefieren destacar que para San Martín lo primero era la emancipación americana y la unidad de los independentistas y resultaba secundario el régimen político a instaurar insinuando que su republicanismo no era muy firme. No ignoraba, por supuesto, que en México, Chile (Rancagua), Quito y Caracas, las fuerzas populares y patriotas habían sufrido tremendos reveses, que los portugueses deseaban estrangular la revolución y ocupaban la Banda Oriental y que España intentaría a toda costa poner fin a las revueltas americanas, con el respaldo de la Santa Alianza. Entre los primeros hay quienes juzgan que el "doctrinarismo" republicano de Artigas fue un error, ya que debilitaba al Libertador, cuya campaña debía entenderse como la máxima prioridad.
Pero la ¡dea del régimen, siempre que
asegurase la unidad, no es lo que desvelaba a los "directoriales".
Rondeau, en sus Memorias reproduce un elocuente comentario de
Pueyrredón:
¿Qué importa que el que nos haya de mandar se
llame rey, emperador, mesa, banco o taburete? Lo que nos conviene es que
vivamos en orden y que disfrutemos tranquilidad y esto no lo conseguiremos
mientras seamos gobernados por personas con quien nos familiaricemos.
Cuando, hacia
1817, la propuesta monárquica desfallecía, la discusión entre los patriotas no
fue más entre república constitucional o monarquía parlamentaria y pasó, lisa y
llanamente, a enfrentar a unitarios y federales poniendo en el centro de la
discusión la organización del Estado.[3]
Y volviendo a
aquellas jornadas de julio de 1816, es preciso recordar dos situaciones
fundamentales. Cuando el 15 de julio fray Justo Santa María de Oro -diputado
por San Juan igual que Laprida, recordemos- sostuvo casi en soledad que para
resolver el problema de la forma de gobierno "era preciso consultar a los
pueblos", dejó constancia de que si los congresales resolvían, sin más
trámite, aceptar una forma monárquica constitucional, se retiraría del
Congreso. Hay que subrayar que su moción -la más democrática para responder a
un problema crítico- fue apoyada por los otros representantes de Cuyo, Laprida,
Godoy Cruz y Maza, todos los que estaban directamente influenciados por San
Martín. Además, los cabildos de Mendoza y San Juan se pronunciaron también en
el mismo sentido.
Para culminar
este capítulo con nuestro personaje, el logista Tomás Godoy Cruz, vocero
principal de San Martín en Tucumán, digamos que cuando el Congreso se trasladó
a Buenos Aires, ejerció la presidencia de la Asamblea en mayo de 1817.
En las sesiones
del 14,15 y 16 de octubre del mismo año, refiriéndose a la elección de
senadores sugirió que sus mandatos duraran mientras observaran buena conducta y
como máximo, nueve años con renovación parcial cada tres años, "con la
condición, de que el gobierno fuera
federal,
debiéndose trazar su constitución en esta forma". Y en agosto del 18, sin
más, renunció.
Laprida. Un ilustre desconocido
El acontecimiento del 9 de julio [es] extemporáneo,
intempestivo, absurdo, propio de orates. Lo que los valientes pero prudentes
asambleístas del Año XIII no se atrevieron a hacer cuando Fernando estaba en el
exilio y las potencias europeas eran favorables y la situación política, social
y militar era tolerable, los congresales en 1816, cuando todo les era adverso,
lo hacen como si fuera algo sencillísimo, natural, obvio, intrascendente y sin
complicaciones algunas.
El 9 de julio un ilustre desconocido, venido de San luán, dispone que
el secretario pregunte en alta voz a los congresales “si querían que las
Provincias de la Unión fuesen una nación libre e independiente de los reyes de
España”, y todos ellos puestos de pie, respondieron al unísono que sí, e
interrogados a continuación uno por uno, todos reiteraron sus votos.
El
“ilustre desconocido” al que hace mención Guillermo Furlong no es otro que el
doctor Laprida, personaje que alcanzó celebridad por una situación que no fue
fortuita: presidió la sesión en que se aprobó la Declaración de la
Independencia. Hasta entonces su figuración no era mucha: provenía de una
provincia marginal y de escaso desarrollo.
Francisco Narciso Laprida había nacido en San Juan el 28 de
octubre de 1876, hijo de un comerciante asturiano. Su madre, Ignacia Sánchez de
Loria, sanjuanina de nacimiento, lo emparienta con otro de los diputados al
Congreso, de una familia altoperuana. Se graduó como bachiller en cánones y
leyes en el colegio carolino de Chile en 1807 y tres años después, en la
Universidad de San Felipe, recibió los títulos de
licenciado y abogado. En Santiago de Chile
participó del Cabildo Abierto del 18 de septiembre de 1810, que -siguiendo el
ejemplo de la Primera Junta de Buenos Aires- consagró la Junta Provisional de
Gobierno, primer gobierno patrio del país trasandino. De regreso en San Juan,
en 1812 fue electo como miembro del Cabildo. Al año siguiente encabezó un
movimiento popular que derrocó a un gobierno y Laprida terminó preso.
Habilitado como perito en leyes; al llegar San Martín a la gobernación, trabó
relación con él y, regresado a su puesto en el Cabildo, con el gobernador José
Ignacio de la Rosa impulsó la campaña para recaudar fondos para el Ejército de
los Andes, lo que le granjeó la simpatía de San Martín.
A Laprida tocó en
suerte ser presidente en la sesión del 9 de julio como podría haber
correspondido a otro diputado, ya que el cargo era rotativo. Pero no parece
casual que esa responsabilidad correspondiera, justamente, a un hombre
"de" San Martín.
A mediados de
1818 renunció a su diputación ante el Cabildo de San Juan. Regresó para
radicarse en su provincia y, nuevamente, colaboró con el gobernador De la Rosa,
a quien reemplazó en el mando durante un corto período. Su tarea constituyente,
inconclusa en el Congreso anterior, se continuó con una nueva designación a la
Asamblea de 1824. Profundizó entonces su amistad con Bernardino Rivadavia y el
grupo ilustrado de Buenos Aires, corazón del proyecto centralista, y suscribió
la Constitución de 1826. Esa militancia le costará la vida: su cuerpo insepulto
alimentará muchos después un famoso poema de un descendiente suyo, Jorge Luis
Borges.
El
"ninguneo" hacia la figura de Laprida del autor citado en un
principio -en realidad, la mayoría de los diputados eran personajes de talla
provincial- no implica que los encendidos párrafos del historiador Furlong
exageren respecto de la situación política. El momento elegido para pronunciar
la independencia en Tucumán no podía ser más adverso: el territorio de las
Provincias Unidas estaba copado por tres
ejércitos realistas ibéricos. Uno al norte, el
Ejército Real del Perú, triunfante poco antes en Sipe-Sipe; otro al oeste, que
aplastó a lo que los chilenos llaman "Patria Vieja"; y otro al este,
de la corona lusobrasileña. En la península, además, Fernando Vil, que había
regresado al trono, preparaba un ejército y una gran escuadra para reconquistar
las antiguas colonias americanas.
Pocos trabajos se
han dedicado, en este marco tan crítico, a detallar cómo se recibió la noticia
de la independencia en las diversas localidades de las Provincias Unidas.
Sabemos ya que ni Santa Fe, ni Corrientes, ni Entre Ríos, ni Misiones, ni la
Banda Oriental fueron de la partida, pero es interesante para apreciar las
diversidades locales hacer un paneo sobre la repercusión del hecho en el resto
del territorio.
En primer lugar,
es preciso hacer una discriminación terminológica: en rigor, el 9 de
julio no se juró la independencia, sino que se la declaró o decretó. El Acta labrada
como especial, llevó al margen el título de declaración. Solo dos
provincias cumplieron ese acto formal en el mismo mes de julio. En Tucumán, la
primera, por lógica, la jura se hizo doce días después, el 21 de julio, cuando
los congresales realizaron ese acto "teniendo a Dios por testigo"
-que es lo que significa el verbo jurar-, acto seguido, por el general Belgrano
y su ejército estacionado en San Miguel. La siguiente fue una provincia
limítrofe, Catamarca, el 31 de julio.
La mayoría de las
provincias formalizó la proclamación y jura de la independencia durante agosto:
el 3 de agosto, Santiago del Estero; el 4, Córdoba; el 6, San Salvador de
Jujuy; dos días después, el Ejército de los Andes; el 12 de agosto, Mendoza; el
20, San Juan; el 24, San Luis y el 30 de agosto, La Rioja.
Buenos Aires,
curiosamente, demoró bastante el trámite y recién lo hizo el 13 y 14 de
septiembre. La comunicación al pueblo se hizo mediante un bando del 19 de
julio, realizado por la Comisión Gubernativa del Estado que interinamente
ejerció el poder hasta el arribo de
Pueyrredón. En su
texto, otra vez, aparece la significativa referencia a "esta parte de la
América del Sur":
Por
cuanto, con fecha de 9 del corriente, comunica a este Gobierno el Excmo. Señor
director la importantísima resolución, cuyo tenor es como sigue:
El Tribunal augusto de la Patria acaba de sancionar en
sesión de este día por aclamación plenísima de todos los representantes de las
Provincias y Pueblos Unidos de la América del Sud, juntos en Congreso, la
independencia del país de la dominación de los reyes de España y su metrópoli.
Se comunica a V. E.: esta importante noticia para su conocimiento y
satisfacción, y para que la circule y haga publicar en todas las Provincias y
Pueblos de la Unión, [siguen la fecha y las firmas de Laprida, Boedo, Serrano y
Paso].
Beruti
describe los festejos ordenados por la Comisión el día 16:
Con esa plausible noticia se mandó hacer tres salvas
de artillería y repique general de campanas, una a las 7 de la mañana de ese día en
que llegaron los pliegos del Congreso Soberano, otra a las 12
del día y la otra a las oraciones. Siguiendo diez noches
consecutivas de iluminación general, en las cuales hubo música por todas las
calles y plazas, vivas y aclamaciones de alegría general, aumentando el que las
tropas con sus fusiles y cañones disparaban por todas las calles, con vítores y
regocijos en señal de nuestra libertad e independencia de la tiranía y
despotismo español.
La demora en realizar los actos solicitados
-suena poco creíble pero fue así- se debió a que el Cabildo, que supuestamente
debía organizados, prefirió consultar con la Comisión Gubernativa, entre otras
cosas para fijar quién sufragaría los gastos. Y la Comisión, alegando que

el director supremo no había llegado, aconsejó posponer la ceremonia hasta que se recibieran nuevas indicaciones más precisas que darían la regla: "convenía se suspendiese por ahora y hasta su aviso". El Cabildo -en el que jugaron un papel especial Luis Dorrego y Manuel Maza-, organizó entonces una misa. Los días pasaron, se sugirió realizar la jura el mismo día de la celebración del 12 de agosto -que se conmemoraba la derrota de los ingleses en 1806-, porque fue "el primer ensayo para la independencia", en palabras del alcalde Francisco de Escalada..., pero la proclamación y jura siguió sin concretarse.
El director dispuso que el evento se realizara
el 30 de agosto y se elaboró un extenso programa de actividades. Pero los actos
oficiales debieron suspenderse "por excesiva lluvia". La realidad es
que la situación política de la ciudad presentaba aristas críticas: los
federales estaban a la ofensiva contra algunos de los señalamientos del
Congreso; aunque también es cierto que el programa de festejos era muy amplio y
que el mal tiempo conspiró contra su realización: la comitiva debía recorrer a
lo largo del día cuatro plazas -la Mayor (o de la Victoria), la de la
Residencia, la de Monserrat (o de la Fidelidad) y la de San Nicolás (o de la
Unión)- y realizar en ellas diversas celebraciones. Finalmente, y tras muchas
desavenencias y negociaciones entre el Cabildo y el Ejecutivo, el 10 de
septiembre Pueyrredón estipuló por bando "fijándose ejemplares en los
parajes acostumbrados":
No habiendo podido hasta el día practicarse la
gran función de la jura de la independencia por haberse mantenido el tiempo
continuamente alternando en lluvias, que han hecho intransitables las calles de
la larga carrera que debe hacerse a las diversas plazas donde ha de celebrarse
tan augusto acto con la dignidad, majestad y decencia que corresponde [se
señaló al día 13] si el tiempo lo permite.
La oportunidad resultó propicia para lanzar,
de paso, algunos dardos a Artigas y sus seguidores porteños, acusados de tumultuosos
y anarquistas. En la fachada de la Casa Consistorial, frente mismo a la Plaza
de la Victoria -engalanada con sedas celestes y blancas, "paños
vistosísimos y alegóricos", lo mismo que la pirámide adornada con jaspe
celeste-, se colocaron dos tarjetones transparentes bajo un arco, en los que se
leían estas décimas que hacen un culto al respeto a la unión y el orden:
jurada la Independencia Ya
están todos obligados A no vivir separados Para que tenga existencia.
La unión es por excelencia
Al cuerpo social debida.
La desunión parricida Siendo
aquella de tal suerte,
Que al opresor le da muerte Y al
sistema eterna vida.
¡Oh furor
desordenado!...
Huye
al averno profundo:
No vivas más en un mundo Del
cielo privilegiado.
Huye; que estás sentenciado
Como enemigo interior,
Tú vulneras nuestro honor
Sois peor que el irracional:
Del
bien propio eres rival,
De
la patria cruel traidor.
Finalmente, Salta, que debió esperar a que
Cüemes regresara de sus intensas operaciones militares, fue la última de las
provincias en jurar la independencia, el 7 de diciembre. Luis Borelli
reconstruye el momento tan solemne:
El gobernador Martín Güemes prestó juramento ante el
Alcalde de primer voto, según la fórmula remitida por el Soberano Congreso.
Luego Güemes recibió el juramento del Cuerpo Capitular, del Síndico, del
venerable Deán y clero, y de las comunidades religiosas. Seguidamente, prestó
juramento "el pueblo con su noble vecindario".
Ese día, en Salta, concluyó, casi cinco meses
después, el acto abierto por Narciso Laprida el 9 de julio en Tucumán.
Colombres, Castro Barros, Medrano,
Salguero, Gallo, Loria, Boedo. Los congresales (I)
El obispo Colombres es muy recordado en Tucumán, pero no
por su actividad política o religiosa. Su casa, ubicada en el bello Parque 9 de
Julio, es un museo de la industria azucarera y Monumento Histórico Nacional y
su lugar de nacimiento, un Museo del Folklore. Tanto reconocimiento se debe a
que se le adjudica ser el precursor de la introducción en la provincia de la
explotación de la caña de azúcar instalando el primer trapiche para la
molienda. Por vía de su padre, el español José Colombres y Thames, estaba
emparentado con el diputado por Tucumán José Thames. Pero José Eusebio
Colombres concurrió al Congreso como representante de Catamarca que, desde
1814, era parte de la provincia de Tucumán, una de las dos de la Intendencia de
Salta.
Nacido en diciembre de 1778 en San Miguel,
Colombres se ordenó clérigo en 1803 y obtuvo su doctorado en la Universidad de
San Carlos de Córdoba. Trasladado a Catamarca, ejerció el sacerdocio en la
parroquia de Piedra Blanca. Su paso por el Congreso fue efímero: renunció poco
después de firmar el Acta de la Independencia.
En
tiempos de Rosas se tuvo que exiliar debido a su pertenencia al partido
unitario y su afinidad con Aráoz de Lamadrid, Juan Lavalle y la "Coalición
del Norte", enfrentados con la autoridad de Buenos Aires. Pero su
reconocimiento como "Obispo Colombres" remite, en realidad, al cargo
que asumió muchos años después, ya que su exilio en Tupiza, (Potosí), se
extendió hasta 1852: fue entonces cuando regresó y, a fines de 1858, alcanzó el
nombramiento de obispo de la diócesis de Salta. Los tucumanos lo tienen
presente como el fundador de la industria que caracterizó a la provincia, tanto
a su esplendor como a sus conflictos hasta finales del siglo xx, aunque no hay
certezas de que haya sido el introductor de los plantíos de caña.
En la división territorial vigente, La Rioja
pertenecía a Córdoba del Tucumán. También allí su representante en el Congreso
de Tucumán, un religioso, es especialmente venerado por la población local, al
punto que sus restos mortales están en el patio delantero de la Catedral de la
ciudad capital, enfrente a la Plaza central. Su tumba está allí porque,
justamente, él fue párroco de la iglesia matriz, nombrado en el cargo en 1810
por el obispo de Córdoba y, en tres años, construyó la nueva iglesia que es la
actual Catedral que da cobijo a sus restos.
Desde el principio fue un decidido partidario
de la Revolución de Mayo y fue elegido diputado a la Asamblea del Año XIII
donde insistió en la necesidad de adoptar una constitución. Dado su perfil
enfático mostrado ya en esa Asamblea Constituyente, Mitre lo caracterizó como
un "fanático sincero en religión y en política".
En
la sesión del 31 de julio de 1816, Pedro Ignacio de Castro Barros sumó su voz a
favor de la idea monárquica. Pronunció entonces un prolijo discurso en que
pretendía probar que
el sistema
monárquico constitucional era el que el Señor dio al pueblo de Israel, el que
Jesucristo constituyó en la Iglesia, el más favorable a la conservación y
progreso de la religión católica y el menos sujeto a los males que afectan a
los demás; que sentada esta base, el orden hereditario era preferible al
electivo y que en consecuencia debían ser llamados los Incas al trono de sus
mayores, del que habían sido despojados por la usurpación de los reyes de
España.
Varios diputados del Alto Perú apoyaron
calurosamente al orador y añadieron que debía declararse al Cuzco la capital
del reino.
Tuvo después una decisiva participación para
evitar la autonomía de la provincia de La Rioja, porque el momento en que
Castro Barros era enviado a Tucumán coincidió con el de la separación de La
Rioja como provincia. Fue un "efecto cascada": el Cabildo de La Rioja
proclamó que, dado que el gobierno de Córdoba no dependía más del de Buenos
Aires, el de La Rioja -distanciado del federal Díaz- tampoco dependía de
Córdoba.
Ante un alzamiento de un grupo autonomista, un
sector de los grandes propietarios de la región, como las familias Dávila y
Brizuela y Doria, por medio de Castro Barros, pidieron la intervención del
Congreso y, por la fuerza, se repuso el orden, aplastando a los insurrectos. El
2 de septiembre de 1817 el Congreso ordenó al gobernador intendente de Córdoba
"que no innove cosa alguna en el particular, y se abstenga
de todo acto que indique jurisdicción sobre el pueblo de La Rioja, hasta que el
Congreso determinase” y el 15 de diciembre revocó
todo derecho de autonomía para los riojanos:
la "provincia" volvió a ser tenencia de gobierno de la provincia de
Córdoba.
En la discusión
sobre la nominación del director supremo, Castro Barros, enviado por el
Congreso, operó ante Güemes para que restara apoyo a Moldes y sumara sus votos
por Pueyrredón. Sus simpatías hacia el nuevo director se concretaron cuando se
trasladó a Buenos Aires y se convirtió en su asesor económico.
Los años posteriores no le resultaron
tranquilos: sufrió cárcel del federal santafecino Estanislao López, no logró
cobijo en Salta, ni con Güemes, ni con sus adversarios, y debió huir del
unitario sanjuanino Salvador del Carril, a quien enfrentó por sus reformas
liberales. De tal modo que busco refugio en la tranquilidad de La Rioja y, en
1821, encontró una excelente ubicación como rector de la Universidad de
Córdoba. Las siguientes peripecias que vivió serían largas de contar y no
vienen al caso en esta historia. Apuntemos que, lejos de la prudencia, tuvo
conflictos con gente tan disímil como Bernardino Rivadavia, Facundo Quiroga,
José María Paz y Estanislao López. Su agitado periplo por la vida lo llevó a
morir en el exilio, en 1849, en Santiago de Chile.
La posición
favorable a instaurar una monarquía inca -por lógica- encontró especial eco en
los diputados altoperuanos, como Mariano Sánchez de Loria, natural de
Chuquisaca y de cuarenta y un años de edad al proclamarse la independencia.
Loria, fue diputado por La Plata (o Chuquisaca o Charcas), ciudad donde nació y
estudió obteniendo el doctorado en jurisprudencia y leyes canónicas.
Involucrado también en los movimientos juntistas de 1809, ejercía la abogacía
cuando fue electo diputado al Congreso. Ya en Buenos Aires, en 1817, su esposa
falleció y Loria abandonó el derecho para convertirse en sacerdote. Regresó a
su tierra a natal y se convirtió en canónigo de la Catedral de Charcas y,
luego, en párroco de Tacobamba, en Potosí.
Pedro Medrano
nació en San Fernando de Maldonado, cerca de la actual Punta del Este, el 26 de
abril de 1769. Su padre, Pedro Medrano y su madre, Victoriana Cabrera, pertenecían
a familias de raigambre. Su temprana adhesión a la Revolución de Mayo le
permitió ganarse la confianza de la Primera Junta: el 15 de junio fue nombrado
auditor del Consejo de Guerra de Oficiales, presidido por el brigadier Bernardo
Lecocq, y actuó en la causa que se les inició a Martín de Álzaga, Miguel
Ezquiaga y Felipe Sentenach, acusados de conspiración por su alzamiento de
1809. También ejerció como conjuez y a fines de año fue designado fiscal de la
Real Audiencia de Charcas, puesto que ejerció poco tiempo. Medrano fue uno de
los autores del Estatuto Provisional de 1815, que rigió hasta la sanción del
Reglamento provisorio de 1817.
El 24 de marzo de
1816, en la sesión preparatoria del Congreso, fue elegido presidente
provisional del cuerpo y, en ese carácter, pronunció el discurso inaugural que
correspondía a la circunstancia.
Aparentemente,
Medrano tenía un carácter exaltado y más de una vez propuso soluciones
drásticas que exaltaron los debates. Sin embargo, es preciso destacar que fue
él quien justificó la enmienda más importante del Acta de la Independencia
cuando, a la fórmula original aprobada que establecía que las Provincias de la
Unión serían "una nación libre e independiente de los reyes de España y su
metrópoli", se agregó "y de toda otra dominación extranjera".
Poco después de
que el Congreso se trasladó a Buenos Aires, cesó en sus funciones. En 1819 fue
proclamado senador electo, pero jamás asumió porque esa legislatura nunca se
reunió. Medrano era, además, poeta. Identificado más tarde con los federales y
colaborador de Juan Manuel de Rosas, con motivo de la revolución unitaria de
Juan Lavalle de 1828 escribió un poema crítico titulado "Cartas de Celio a
Ernesto, contra los unitarios y los hombres de la revolución del Io
de diciembre de 1828". Cuando falleció, el 3 de noviembre de 1840, Rosas
ordenó
erigir un
monumento en su homenaje en el cementerio Norte, que no se construyó por
"falta de recursos".
Jerónimo Salguero
era miembro de una de las familias más tradicionales de Córdoba, lo que quedó
asentado en su acta de nacimiento: su apellido completo era Salguero de Cabrera
y Cabrera apellido de su antepasado, el fundador de la ciudad, Jerónimo Luis de
Cabrera y, que lo emparienta con otro diputado cordobés al Congreso, José
Antonio Cabrera, sobrino del deán Funes.
Desde 1796, cuando se recibió de doctor en
jurisprudencia, y hasta 1809 Salguero tuvo funciones en el Cabildo local, como
asesor y síndico. De estirpe más bien conservadora, fue un aliado de los
hermanos Ambrosio y Gregorio Funes, rector de la Universidad y del Colegio de
Monserrat, y principal animador de la Junta Grande. En 1812 y bajo la
gobernación de Ortiz de Ocampo, Salguero ejerció como procurador general de la
provincia y, al asumir José Javier Díaz en 1815, lo acompañó en el proyecto y
ocupó la Secretaría de Hacienda. Salguero integró la delegación a Tucumán de la
convulsionada provincia mediterránea y, por un tiempo, se mantuvo firme junto a
sus compañeros más fervorosos:
Un oficial conduciendo pliegos del director
fue detenido en la jurisdicción de Córdoba y despojado de su correspondencia.
El gobernador y el diputado Corro fueron públicamente señalados como
instigadores y consentidores de esta violación y acusados como tales ante el
Congreso. Con este motivo se trabó en él una ardiente discusión [...].
A moción del diputado Gascón, se acordó el
nombramiento de una comisión investigadora del hecho, insinuando que Díaz y
Corro eran cómplices en el delito. Los diputados de Córdoba hicieron esfuerzos
para neutralizar este golpe. El diputado Pérez
Bulnes propuso que la comisión se compusiese de un
diputado de cada provincia. El diputado Cabrera y Cabrera, conocido por su odio
a Buenos Aires, declaró que si no se adoptaba la moción de Bulnes
"protestaba a nombre de su provincia de nulidad de cuanto se
actuare", acusando abiertamente al Congreso de estar "dominado por
una facción". En esta actitud fue sostenido por sus compañeros Bulnes y
Salguero, que se abstuvieron de concurrir a las sesiones.
El incidente,
permite apreciar cómo los diputados cordobeses en el Congreso de Tucumán
fueron, repetidamente, una molestia. Los "directoriales" los
consideraban "una piedra en el zapato" y querían sacárselos de
encima, por sus "aires autonomistas" y evidentes -aunque acotadas-
simpatías hacia el federalismo. Por eso, trasladar el Congreso a Buenos Aires
se convirtió en una obsesión de los directoriales.
Su perfil era propio de un federal moderado,
rasgo que confirmaría después con su adhesión al gobernador Juan Bautista
Bustos en 1820. Sin estar en la primera fila de los acontecimientos, Salguero
fue siempre un hombre de referencia de la política: cerca de Dorrego en los
años veinte fue diputado al Congreso en 1826, sufrió prisión a principios de
los años treinta, cuando gobernó el general Paz, y fue expulsado de la
provincia por participar en una revolución años después. Nos habla de la
movilidad de aquellos tiempos de revolución y guerra que, dedicado a la
abogacía privada, Salguero falleció en 1840 emigrado en Bolivia.
El santiagueño
Pedro León Díaz Callo tenía muchos puntos en común con otros diputados. De
treinta y cuatro años en 1816, era sacerdote y, como varios de sus colegas,
estudió primero en el Colegio de Monserrat de Córdoba, donde se ordenó
presbítero y, luego, en la
Universidad de San Carlos, donde obtuvo el
título de maestro de Artes (o Filosofía). Si bien no tuvo una participación
especialmente destacada en los debates del Congreso, las relaciones políticas
que cosechó entonces le serían útiles más tarde. Su papel más significativo lo
cumplió en 1819, cuando el Congreso aprobó la Constitución unitaria.
La guerra civil del año 1820 produjo también
en Tucumán una situación crítica, como consecuencia de las luchas con Salta y
Santiago del Estero, a las que puso término un tratado que se concertó por
iniciativa del gobernador de Córdoba, Juan Bustos. En efecto, el doctor Pedro
Aráoz firmó ese tratado el 5 de junio de 1821, como representante de Tucumán,
junto con los presbíteros doctores Pacheco de Meló, designado por Bustos por
indicación de Cüemes, y Pedro Gallo, en nombre del gobierno de Santiago del
Estero. Los congresales de Tucumán, por el hecho de haberlo sido, cosechaban el
prestigio público.
Mariano Boedo,
hijo de un comerciante gallego afincado en Salta y casado con una mujer de la
elite local, María Magdalena Aguirre y Aguirre, pasó por el seminario de Loreto
en Córdoba y completó sus estudios como abogado en la Universidad de
Chuquisaca. Durante el primer año de gobiernos revolucionarios residió en
Buenos Aires, donde ofició como secretario de la Real Audiencia y trabó una
fecunda relación con Mariano Moreno.
Regresó a su
provincia natal y, ya comprometido con los más importantes líderes
revolucionarios, recibió del por entonces gobernador de Córdoba, Pueyrredón, el
nombramiento de asesor letrado e, incluso, lo reemplazó en la gobernación
cuando aquel fue designado presidente de Charcas. En Salta trabó gran amistad
con Güemes, y se convirtió en uno de sus hombres de confianza, al punto que fue
uno de los que validó el Tratado de los Cerrillos, firmado por Güemes y
Rondeau.
Integró el trío
de diputados salteños enviados al Congreso de Tucumán -uno de ellos, Moldes,
fue rechazado- y el 1o de julio asumió
r
la vicepresidencia del Congreso, carácter con el que
participó la sesión del 9 de julio. En 1817 dejó la banca por problemas de
salud que, finalmente, lo llevaron a la muerte dos años poco después cuando
solo tenía treinta y seis años.
Gorriti, Acevedo, Aráoz, Thames y Bustamante.
Los CONCRESALES (II)
Los Gorriti, como los Güemes, los Zuviría y los Cornejo -y
también José Moldes, Francisco de Gurruchaga y Antonio Álvarez de Arenales-,
constituían el “riñón” de la revolución independentista en la antigua
“provincia” de Salta: son los apellidos de familias acaudaladas que dominaron las
primeras décadas de vida política independiente de la provincia.[4] No es casual, por lo
tanto, que dos hermanos Gorriti, José Ignacio -militar- y Juan Ignacio
-religioso- ocuparan cargos de primera importancia, como la de ser uno de ellos
el primero -el 25 de mayo de 1812- en bendecir la bandera nacional creada por
Belgrano a orillas del río rebautizado Juramento. Juan, el sacerdote, fue
miembro de la Junta Grande de gobierno en 1811, integró el Congreso
Constituyente de 1825 y fue gobernador de Salta entre marzo de 1828 y enero de
1832. Otro hermano, conocido como “Pachi”, adquirió notoriedad como soldado: se
decía que era el mejor lancero del norte. La familia poseía una inmensa
extensión de tierras, ubicadas sobre todo en Jujuy. José Ignacio será, en lo
político, el que alcanzará mayor
envergadura: fue gobernador
provincial en reiteradas oportunidades
hasta 1829.
José Ignacio
Gorriti estudió en el Real Colegio de Monserrat de Córdoba y en la Universidad
San Francisco Xavier de Chuquisaca, donde recibió su doctorado en leyes en
1789, cuando contaba con solo diecinueve años. En 1802 se casó con Feliciana
Zuviría, con quien tuvo una hija que alcanzará renombre por merecimientos
propios: Juana Manuela Gorriti fue una de las primeras escritoras americanas y,
además, esposa -aunque distante- del presidente boliviano Manuel Isidoro Belzú.
José tenía poco más de veinticinco años cuando se produjeron las invasiones
inglesas en las que la familia Gorriti no escatimó esfuerzos para ayudar a la
resistencia. Luego participó de círculos cons- pirativos junto a Moldes y
Gurruchaga y actuó como corresponsal de los tucumanos Bernardo de Monteagudo e
Ildefonso de las Muñecas durante los levantamientos altoperuanos de 1809.
Producida la revolución, su apoyo fue activo: recibió y sostuvo al Ejército del
Norte donando muías, ganado y caballos, y trabó amistad con Juan José Castelli
y Antonio González Balcarce a quienes alojó en sus propiedades. En simultáneo
formó la llamada "Partida de Baqueanos para el Ejército del Norte" y
el primer "Cuerpo de Patriotas Decididos", que integraron las huestes
salteñas conocidas como "Escuadrón de Salteños", al que financió. En
1812 su gente hostilizó la vanguardia de las tropas de Pío Tristán durante la
retirada del Ejército del Norte hacia Tucumán y tomó parte activa en las
batallas de Las Piedras y Tucumán.
Durante las
reuniones del Congreso fue un participante destacado: sus alocuciones aparecen
mencionadas repetidas veces, sobre todo en los meses de julio y agosto. El
traslado de las sesiones, aduciendo el peligro de una amenaza realista por el
Norte, consumió los debates durante un tiempo. José Gorriti llevó entonces la
voz cantante, que se sumó a la de los cordobeses.
La imposición
centralista de trasladar el Congreso decidió a Gorriti a renunciar a su
diputación. A mediados de 1817 retornó a Salta, se incorporó nuevamente a las
campañas militares en el Norte, acosado por sucesivas invasiones realistas y se
convirtió en consejero de Güemes. Sumó fuerzas a los empeños del caudillo y,
entre 1819 y 1821, fue gobernador interino de la provincia. Ocupaba el cargo
cuando, en 1820, protagonizó un heroico hecho de armas: ausente Güemes tomó a
su cargo el rechazo de una fuerte invasión realista, con solo un puñado de
gauchos y soldados. Logró rendir a discreción a toda la vanguardia enemiga,
incluyendo al general Olañeta que la mandaba, obligando al grueso del ejército
español a retirarse a sus cuarteles de Tupiza y Mojo: la fecha -27 de abril de
1821- se recuerda como "el día grande de Jujuy".
En junio, le tocó en pésima suerte ser quien
recibió el cuerpo de Martín Güemes herido de muerte y ser el último que le
prestó auxilios antes de su deceso. Continuará luego una ajetreada vida
política hasta su muerte -casi en la pobreza- en Charcas, en 1835: a su lado
estaba su hermano Juan, el canónigo, quien le administró los óleos de la
extremaunción.
Manuel Antonio
Acevedo era también salteño de nacimiento. Sin embargo, como muchos otros
diputados, en el Congreso representó a otra provincia, en su caso, Catamarca;
tenía entonces cuarenta y seis años. Se ordenó sacerdote el 8 de diciembre de
1794 tras estudiar, como varios colegas, en el Colegio de Monserrat de Córdoba.
En 1799 regresó a Salta. Allí, junto al presbítero Gregorio Antonio Romero,
fundó una Escuela de Filosofía, de la que fue docente y rector. Como cura
recorrió varios caminos del Norte: anduvo por Cachi y Molinos en Salta y se
afincó un tiempo en Belén, en la precordillera catamarqueña, tierra célebre por
sus tejidos y ponchos. Acompañó a Colombres en la delegación y, durante las
deliberaciones, se convirtió en uno de los voceros de la
posición sostenida por Belgrano, "en
favor de la 'monarquía temperada', bajo los auspicios de la dinastía de los
Incas, con designación de la ciudad del Cuzco para sede de la proyectada
monarquía".
Justamente
Serrano, uno de los miembros de la Junta de Observación de 1815, aportó una
interesante objeción sobre este tema. Aunque monarquista, Serrano rechazaba la
restauración del trono de los Incas, Fundaba su posición en que la misma idea
promovida no hacía mucho por el cacique Pumacahua en el Cuzco, lejos de
producir el resultado que se suponía seguro, que era lograr la adhesión de los
pueblos nativos, había producido el efecto contrario; que uno de los males
inmediatos de tal ¡dea era la regencia interina que forzosamente debía
establecerse; que promovería una lucha abierta entre los diversos pretendientes
al trono; y subrayó las dificultades concretas para crear sobre tal base una
nobleza. Dedujo, en consecuencia, que ante todo debía priorizarse la tarea de
crear la fuerza militar capaz de derrotar al enemigo.
Acevedo, por su lado, acompañó el traslado de
las sesiones a Buenos Aires y presidió el Congreso. Cuando se disolvió, sufrió
persecución y prisión aunque, en 1821, fue secretario de la Sala de
Representantes de Buenos Aires. Al poco tiempo decidió retornar a Belén y
continuar su actividad pastoral: fundó una escuela y abrió un seminario
retomando también sus clases de filosofía. En 1822 volvió a la actividad política
y fue redactor principal del proyecto de Constitución de la provincia de
Catamarca, sancionada al año siguiente en un congreso constituyente provincial
del que fue vocal. Además, concurrió al Congreso reunido en 1824 aunque
falleció al año siguiente. Poco antes había dotado a Catamarca de un
"Proyecto de Constitución" que fue aprobado.
Los Aráoz portan
aún hoy un apellido de raigambre histórica en Tucumán. Uno de sus miembros,
Bernabé es recordado por sus dotes como caudillo y administrador: entre 1814 y
1823 fue cuatro veces gobernador: de la Intendencia primero, de la
"República", después, y,
finalmente, de la "Provincia". Su
primera gobernación, la primera de la Intendencia del Tucumán, se extendió
entre noviembre de 1814 y octubre de 1817, de modo que fue el anfitrión durante
todo el período que el Congreso sesionó en la provincia. El congresal Pedro
Miguel Aráoz, también sacerdote como muchos de los congresales, era pariente de
Bernabé y sobrino del arrojado militar Gregorio Aráoz de Lamadrid. Hombre inteligente
e ilustrado, Pedro Aráoz tuvo una vida de variados ribetes: catedrático,
sacerdote -capellán militar en los campos de batalla-, legislador, periodista,
distinguido orador y caudillo. Estudió Teología en el Real Colegio de San
Carlos en Buenos Aires, se doctoró en Ciencia Teológica en la Universidad de
Córdoba en 1782 y fue profesor de Teología y Filosofía en el Colegio Carolino
de la capital entre 1785 y 1787.
En una primera
muestra de la firmeza de sus convicciones, siendo catedrático, sumó su firma al
pliego en el que veinticinco sacerdotes elevaron una defensa del maestro de la
escuela catedral Juan Baltasar Maciel, en protesta por una arbitrariedad del
virrey. Como cura rector de la catedral aumentó su prestigio y ascendiente
sobre la sociedad y se distinguió por su oratoria. Una de esas piezas que
quedaron en el recuerdo de los tucumanos fue la oración fúnebre por los caídos
durante la primera invasión inglesa, entre los cuales hubo varios tucumanos.
Integró luego el
Ejército del Norte en misión religiosa, en los días de la batalla de Tucumán.
En el parte oficial de la batalla de Salta, Belgrano lo destacó "por haber
ejercido su santo ministerio en lo más vivo del fuego, con una serenidad propia
y haber sido infatigable en sus obligaciones".
Se incorporó al
Congreso el 10 de junio cuando era ya un hombre de trayectoria, con cincuenta y
siete años de edad. Designado para integrar la comisión revisora del proyecto
de árbitros, aportó su claridad en varios debates, entre ellos, el de la
reincorporación de La Rioja a Córdoba, el de la creación de diversas cátedras y
el de la aplicación del
impuesto a las herencias transversales. En
especial es de recordar la polémica que se suscitó al tratarse la creación de
escuelas primarias en los pueblos: Aráoz planteó que debían confiarse a los
cabildos para que ellos, para su sostenimiento, aplicaran el producido de los
impuestos de las herencias. Por dos veces renunció a su banca, pero su dimisión
no le fue aceptada hasta el 10 de diciembre de 1818.
Durante la
efímera "República de Tucumán" el doctor Aráoz tuvo la
responsabilidad de presidir la Legislatura cuando se aprobaron leyes tan
importantes como la de la libertad de imprenta "penetrado -decía- de que
la prensa es el vehículo de las luces y progresos de un país", la de
fundación de un banco provincial de reventas y creación de moneda y la primera
Ley Fundamental del Estado provincial, cuya Constitución fue dictada el 18 de
septiembre de 1820 y de la que Aráoz fue redactor.
En la crisis
suscitada con Salta y Santiago del Estero Pedro Aráoz ofició como representante
de Tucumán y firmó el tratado de paz acordado en junio de 1821. Por ese tiempo
el periodismo tomó impulso en Tucumán y, al referirse a ello, el publicista
Ricardo Jaime Freyre lo destaca: Aráoz se ganó el mote de "periodista de
la República".
En ese cargo lo sorprendió un movimiento
revolucionario que derrocó al gobernador Bernabé Aráoz, que huyó hacia Salta en
1823. Los gauchos de Salta y su gobernador, Álvarez de Arenales, lo detuvieron
y lo enviaron a Trancas, donde fue fusilado en marzo de 1824. Desde ese
momento, Pedro Aráoz abandonó la política y se dedicó exclusivamente a las
actividades religiosas. Flasta su muerte, el 18 de junio de 1832, ofició como
rector de la iglesia matriz de San Miguel de Tucumán.
El otro diputado
tucumano, José Ignacio Thames, era también sacerdote. Como Aráoz, era un hombre
entrado en años y lo mismo que su compañero estudió en Córdoba, donde se
doctoró en Teología en 1784. A diferencia de aquel, tomó rumbos variados: fue
cura párroco de El Alto,
en Catamarca, canónigo de la catedral de Salta en 1813
y presidió la Junta que, en esa provincia, nominó los diputados al Congreso de
Tucu- mán, al mismo tiempo que él era elegido como representante de su
provincia natal. Acompañó el traslado de las sesiones a Buenos Aires, pero
renunció en 1818 y regresó a Salta y a su lugar en la Catedral. Volvió luego a
Tucumán para colaborar con Bernabé Aráoz durante la República provincial de
1820-1821 y, derrotado este proyecto, retornó a El Alto para ejercer como
párroco. Curiosamente, lo mismo que quien fue su compañero durante el Congreso,
falleció en 1832. Hombres de familias con arraigo, Pedro Aráoz y José Thames
fallecieron en su tierra natal.
Teodoro Sánchez
de Bustamante representó a Jujuy, donde había nacido el 10 de noviembre de
1778. Estudió Filosofía en el Real Colegio de San Carlos y continuó en la
Universidad de Charcas, donde compartió estudios con Mariano Moreno y Antonio
Sáenz. Se graduó como doctor en Leyes el 20 de febrero de 1804. Fue luego
fiscal de la Real Audiencia de Charcas, asesor del Cabildo de Jujuy y
presidente de la Academia Carolina de Derecho hasta 1809, año en que participó
en la revolución local, en la que figuró como comandante del "Cuerpo de
Abogados", y en el que trabó amistad con los diputados Serrano y Gascón.
Tras la derrota de la revolución altoperuana, huyó a Jujuy. Como alcalde de
primer voto del Cabildo, apoyó el movimiento de mayo de 1810: fue asesor
letrado del Cabildo y del gobernador de Salta y ocupó diversos cargos en el
área jurídica en Salta y Buenos Aires. A finales de 1810, la Primera Junta lo
designó para desempeñar la fiscalía de la Audiencia en lo civil y comercial.
Participó del
éxodo a Tucumán, donde acompañó el triunfo militar de septiembre de 1812.
Después del triunfo de Salta regresó a su ciudad natal y se sumó al Ejército
del Norte como auditor y secretario general, cargo que sostuvo con los
sucesivos jefes: Belgrano, San Martín
y Rondeau; luego formará
también parte del círculo íntimo del general Arenales. Se lo tenía por un
hombre probo, recto y severo, y su prestigio debía haber trascendido porque fue
electo, casi por unanimidad, presidente del Congreso de Tucumán en la sesión
del 1o de junio, antes de que se incorporara efectivamente.
En el Congreso
fue, de algún modo, vocero de las necesidades de los ejércitos patriotas.
Conociendo de primera mano las penurias que los acosaban y que ponían en riesgo
las empresas libertadoras, reiteró la necesidad de proveer auxilios y de ayudar
a la formación y sostenimiento de los diversos destacamentos militares.
Una cuestión en
la que Sánchez de Bustamante hizo un aporte que la historia argentina debe
agradecer en particular es su insistencia en reunir los documentos diseminados
en Tucumán antes de la famosa batalla librada allí, en la que estaba en juego
el archivo de Jujuy trasladado durante el éxodo de su pueblo.
Reelecto en su
diputación, Sánchez de Bustamante llegó al final de
las sesiones del Congreso y, en abril de 1819, sancionó la Constitución
unitaria. En 1820, perseguido por el gobierno bonaerense de Sarratea, estuvo
preso un tiempo hasta que se trasladó a Córdoba, donde residió hasta 1824
cuando regresó al Norte. Durante la gobernación de Álvarez de Arenales en
Salta, ofició como secretario general de gobierno desde el 1o de
enero de 1825 e incluso fue gobernador provisorio. Al año siguiente fue
intendente gobernador de Jujuy y, al estallar la guerra civil, se dirigió a
Santa Cruz de la Sierra, donde fue rector de un colegio. Murió en esa misma
localidad en 1851, tras una larga enfermedad.
Pacheco de Meló, Malabia, Darrecueira,
Uriarte.
Los CONGRESALES (III)
Dos
de los diputados norteños habían sido protagonistas de la Revolución de Mayo,
aunque desde diversas experiencias: fueron ellos Darregueira y Moldes. En
efecto, cuando el proceso revolucionario se inflamó, después de las invasiones
inglesas, ambos se convirtieron en activistas. Darregueira se sumó a los grupos
conspirativos: en los días previos a la Revolución de Mayo estuvo entre sus
principales organizadores y en el Cabildo Abierto del 22 de mayo votó por
deponer a Cisneros. Integrante del grupo conspirativo más activo, estuvo
también en la reunión clave de la noche del 24 de mayo.
Moldes y
Darregueira son, tal vez, los que aquilataban una mayor trayectoria como
revolucionarios, cuando los congresales se vieron la cara en Tucumán. Pero José
Darregueira no era nativo del Virreinato del Río de la Plata; provenía de
Moquegua, una ciudad ubicada en la cordillera del sudeste del Perú. Su familia
se trasladó a Buenos Aires cuando él era muy joven. Estudió en el Real Colegio
de San Carlos y, entre sus profesores, lo tuvo a Pedro Miguel Aráoz, a quien ya
nos referimos. Se dirigió a Chuquisaca, donde se doctoró en Leyes y se afincó
en Potosí, donde trabajó como ministro de defensa fiscal de la Real Hacienda y,
luego, actuó como oidor en la Real Audiencia de Charcas.
En 1795 retornó a
Buenos Aires y trabajó en un bufete de abogados en sociedad con Vicente
Anastasio Echevarría, un hombre de negocios que será más tarde colaborador y
financista de la Primera Junta.
Su sapiencia y
equilibrio hicieron que resultara un personaje considerado por los otros
revolucionarios, de modo que, tras la Revolución de Mayo, fue tenido en cuenta
para ocupar un puesto clave: cuando los miembros españoles de la Real Audiencia
fueron expulsados, Darregueira accedió al cuerpo como oidor. Colaboró también
con
algunos artículos en La Gazeta de
Buenos Ayres y, dado su apoyo al movimiento favorable a Saavedra,
a fines de 1811 fue confinado a Luján y, después, a su chacra de San Isidro.
Miembro activo de
la Logia Lautaro, colaboró con Carlos de Alvear y fue electo como diputado al
Congreso de Tucumán. Sus concepciones favorables al régimen unitario y su
respaldo a la candidatura de Pueyrredón como director lo llevaron a confrontar
con los delegados cordobeses y, en especial, con José Moldes, que aparecía como
la cara visible de la causa federal. Por la misma razón -su acendrado
centralismo- fue de los más activos y elocuentes oradores a favor del traslado
del Congreso a Buenos Aires, infundiendo temor sobre un posible avance realista
desde el Norte. En 1817 el ambiente político en la capital estaba caldeado.
Darregueira
obrará como diputado y, a la vez, asesor del gobierno. Pero su compromiso con
el director supremo no pudo extenderse más que unos meses: en mayo de ese mismo
año murió, afectado de una enfermedad pulmonar.
Las peripecias
que vivió José Severo Malabia se corresponden con las de los primeros patriotas
americanos que, ante la entrada de las tropas francesas a España tomaron el
ejemplo de organizar juntas. Ese fue el despertar del llamado
"juntismo", que desencadenaría los diversos procesos de emancipación
y una de cuyas primeras manifestaciones tuvo lugar en el Alto Perú. Malabia era
oriundo de Charcas y, al momento del Congreso de Tucumán, estuvo entre los
diputados más jóvenes: tenía menos de treinta años. Sin embargo, doctorado
tempranamente en Jurisprudencia en la universidad local, con solo veintidós
años tomó partido por los revolucionarios en 1809, por lo que tuvo que huir y
buscar refugio en Tupiza, en el sur de la actual Bolivia. Recién pudo volver a
su ciudad natal acompañando al Ejército del Perú, después de la batalla de
Suipacha.
Permaneció en Charcas asesorando al Cabildo y,
en 1816, fue designado como diputado al Congreso de Tucumán y, desde el
principio, se convirtió en uno de los más enconados enemigos de José Moldes, a
quien calumnió para demeritar su candidatura a director supremo. Luego fue de
los más tenaces sostenedores del proyecto monárquico, posición que mantuvo
irreductible durante todo el desarrollo del Congreso. Cuando, en 1819, se
volvió a discutir el tema del régimen político -había entonces una firme
propuesta de coronar al francés duque de Lúea casándolo con una princesa del
Brasil-, Malabia contradijo al diputado Jaime Zudáñez -revolucionario de
Chuquisaca, diputado electo por el Cabildo de Buenos Aires y, más tarde,
congresal en el Uruguay- que, como él, representaba al Alto Perú. Zudáñez se
negó a apoyar un plan monárquico, porque el mandato que le habían conferido era
a favor de constituir una república. Malabia replicó:
Que él había sostenido en el debate la
proposición contraria, no obstante lo que las instrucciones invocadas por Zudáñez
disponían en contra, porque no se creía obligado a arreglar su conducta
por ellas en razón de lo que habían variado las circunstancias políticas, "únicas que
debían determinar las conveniencias públicas; y porque además podía asegurar
que la opinión de sus comitentes no estaba en contradicción con su voto, pues
que lo único que le habían encargado era la conservación
de la religión del Estado y el establecimiento de una monarquía constitucional,
por
lo cual no había trepidado un momento en aceptar la propuesta del gobierno de
Francia, como estaba dispuesto a firmar su preliminar, como el único medio de
terminar la guerra exterior y resolver las cuestiones interiores",
pidiendo que esta manifestación se hiciese constar en el acta.
Coherente con su visión unitaria y
centralista, adhirió luego a los postulados de Rivadavia y se lo acusa de haber
traicionado un mandato como embajador ante Bolivia, ya independizada, por el
que debía tramitar el retorno de la provincia de Tanja al territorio argentino.
Tras ese incidente, Malabia obrará como diplomático boliviano en diversas
misiones que lo llevaron a Lima y Buenos Aires: en ambos casos tuvo problemas y
debió retirarse. Finalmente, Rosas lo acogió y permaneció en Buenos Aires hasta
su muerte, en 1849.
Estuvo entre el
grupo de los "jóvenes", con poca trayectoria previa: tenía apenas
veintiséis años cuando llegó a Tucumán para sumarse al Congreso. José Andrés
Pacheco de Meló había nacido en Salta, pero fue diputado por Chichas, en la
zona arequipeña del Alto Perú, cerca de la costa del Pacífico. En su juventud
cursó estudios junto a Martín Güemes, pero en 1801 se trasladó a Córdoba, cursó
en el seminario Nuestra Señora de Loreto y, más tarde, se ordenó sacerdote y
ejerció en la localidad de Livi-Livi, en la provincia de Chichas, en la zona de
influencia del Cerro Potosí. Al llegar las tropas del Ejército Auxiliar jugó un
importante papel colaborando con las fuerzas patriotas y se ganó la confianza
de los jefes revolucionarios, que lo consideraron un sostén de la causa en la
región.
Así fue que
representó a la provincia y que Chichas sumó su voto general a la Independencia
de las Provincias Unidas. Acompañó el traslado del Congreso a Buenos Aires y
luego viajó a Mendoza, donde fue ministro de Gobierno. Su estilo contemporizador
lo convirtió en un valioso mediador: en períodos de agitación actuó en tareas
de "pacificación" en Córdoba y San Juan. No hay datos precisos sobre
su muerte: hay quienes la ubican en Mendoza y quienes sostienen que regresó a
Chichas; se supone que sucedió antes de 1830.
Distinto fue el
camino de Pedro Francisco de Uriarte, de origen santiagueño y huérfano desde
pequeño. Nacido en 1758, el día de la declaración de la Independencia tenía
cincuenta y ocho años de edad y era uno de los más "viejos" del
Congreso. Como varios otros de los presentes, había pasado por las aulas de
Córdoba, donde se doctoró en Cánones. Ordenado sacerdote, en 1786 fue capellán
de la Casa de Ejercicios, y al año siguiente integrante de la orden de los
franciscanos. Regresó a su tierra y asumió la vicaría de la parroquia de
Loreto. No fue su primera diputación la que ejerció en Tucumán, ya que en 1811
había integrado la Junta Grande, lo que sugiere un reconocimiento importante
del pueblo santiagueño, más aún considerando que, en los momentos mismos de
desarrollo del Congreso, Santiago del Estero se constituyó en provincia
separándose de Tucumán. No habrá sido fácil para Uriarte su estadía en San
Miguel, donde la elite provincial repudiaba los respectivos proyectos de
autonomía de Catamarca y Santiago del Estero.
En los años posteriores al Congreso, centró su
vida en el sacerdocio, pero sus posturas políticas lo llevaron a la cárcel: en
Buenos Aires por orden de Sarratea, en 1820, y diez años después en Santiago
del Estero, por disposición del gobernador Juan Felipe Ibarra. Uriarte falleció
a los 81 años, mientras celebraba misa.
Moldes y Rivera. Los concresales (IV)
Presentarlo por sus “títulos” más notables permite
acercarnos a un hombre de perfil peculiar. Fue teniente gobernador de Mendoza,
intendente de Cochabamba, vicepresidente, en Buenos Aires, de la Asamblea General
Constituyente del Año XIII y, en 1816, diputado al Congreso de Tucumán por
Salta del Tucumán. Y todo ello antes de cumplir los treinta y dos años. Cómo
dudarlo, José Moldes, que murió antes de cumplir cuarenta, vivió intensamente.
Su
adolescencia y juventud marcaron ya ese rumbo de vivencias enérgicas que
lo caracterizaría toda su vida. Nació en Salta el primer día de 1785 y era hijo
de una de las familias más adineradas de su provincia, especialmente rica por
su ubicación estratégica en el tránsito comercial entre el Alto Perú, Córdoba y el puerto
de Buenos Aires. Tanto era así que la llamada “aristocracia republicana”
salteña se hará famosa ante el resto del país por sus características
distintivas, consecuencia de un menor mestizaje que en el resto del virreinato
y una mayor distinción de castas entre la minoritaria población “blanca”, con
(supuesta) “pureza de sangre” y los “gauchos” de tez morena.
Moldes era parte
de la elite y, caso raro (como el de Belgrano y otros pocos), tras cursar en
Buenos Aires su familia decidió enviarlo a España, en 1803, para que continuara
sus estudios. De temple indómito, el joven Moldes rechazó el mandato familiar:
en la Península abandonó la abogacía y se incorporó como cadete en el Cuerpo de
Guardias del Rey, un grupo de elite. En la lucha contra los franceses ascendió
a teniente coronel, pero en 1808 cayó preso de los invasores, aunque logró
escapar. Retomó entonces relación con grupos de americanos que se organizaban
con planes independentistas, entre los que estaba un amigo entrañable,
Francisco de Gurruchaga, con quien integró, como presidente, la
"Conjuración de Patriotas” que confluiría luego en la conformación de la
Logia Lautaro, trabando relación con Carlos de Alvear, Matías Zapiola y Manuel
Guillermo Pinto. Su escape tuvo ribetes novelescos. Moldes, Gurruchaga y
Pueyrredón fueron encarcelados juntos y, juntos, escaparon: sobornaron a los
guardias, Gurruchaga se hizo pasar por "cochero" y escondieron a
Pueyrredón dentro de un carruaje ligero que les permitió huir.
De regreso en
América, fue un importante activista de la Revolución de Mayo, acompañó a
Belgrano en la campaña al Paraguay y, a los veinticinco años, fue teniente
gobernador en Mendoza. Sumado luego al
ejército, combatió en la batalla de Tucumán y
se convirtió en coronel por despacho de Belgrano, con el encargo de reorganizar
las fuerzas tras las derrotas sufridas en la primera campaña. Moldes donó
entonces al ejército sumas de importancia y fue uno de sus principales
sostenes. Se lo encuentra luego en Buenos Aires, donde actúa como jefe de
policía y es diputado por Salta a la Asamblea del Año XIII. Tuvo a su cargo la
jefatura del regimiento de Granaderos de Infantería y, con ese cuerpo, cruzó
hasta Colonia del Sacramento para sumarse al sitio de Montevideo, en el que
llegó a tener el mando durante un tiempo, como jefe interino. Su personalidad
versátil y su espíritu inquieto le provocaban repetidos roces con otros jefes
militares y políticos: hacia 1814 se distancia de la Logia Lautaro y sus
críticas airadas hacia el director Gervasio Posadas motivaron su destierro a la
Patagonia.
De regreso en Salta, fue electo diputado,
pero, a pesar del momentáneo respaldo de Güemes, nunca se le aceptaron los
pliegos y no pudo incorporarse al Congreso. En el momento de elegirse nuevo
director supremo, Moldes fue el candidato de los "federales" y
calculaba contar con los votos de Salta y Córdoba. La influencia de San Martín
se hizo sentir y se expresaron en abiertos choques del salteño con el mendocino Godoy Cruz,
vocero del Libertador: el Congreso se inclinó por Pueyrredón por veintitrés
votos contra dos. La visión de Moldes era violentamente contraria al Congreso.
Estos individuos del Congreso -escribió a un
amigo- han dado crueles puñaladas a las entrañas de la patria, cometiendo
horrendos delitos, pues abusando de su encargo, de hecho han promovido odios y
rencores muy grandes, que han de ocasionar estragos, sediciones y convulsiones
en descrédito del mismo Congreso y del pueblo de Salta, igualmente que en los
demás que lo han elegido, ante cuyos electores deben ser y serán acusados como
reos y monstruos de la humanidad. El Congreso necesita
ropa limpia y
mientras no haya esta, nunca habrá ni orden ni acierto y todos los pueblos
americanos, reducidos a unos hormigueros sin leyes y sin gobierno, serán el
teatro de los vicios. Por falta de pactos o leyes, unos cuantos se han hecho
dueños de la revolución y quieren hacernos felices a su modo. Doscientos
hombres a lo más...
Moldes creía contar con el apoyo de Cüemes,
pero le falló el cálculo. El salteño no comulgó con el artiguismo y prefirió
convertirse en la "cuarta pata" de la independencia, sumando su
aporte a los de Belgrano, Pueyrredón y San Martín, que lo hacían desde
distintas latitudes: Moldes quedó sin respaldo político.
Como consecuencia
de esos conflictos, perdió sus derechos civiles y fue sometido a prisión.
Además, sus intentos de resistencia y sus críticas públicas a la propuesta
monárquica realizada por el creador de la bandera, lo malquistaron con
Belgrano, que era su jefe en el Ejército del Norte y que lo deportó a
Valparaíso, en Chile, donde permaneció encarcelado por orden de San Martín.
Los pasos
posteriores de Moldes, que no cesaba de enfrentar a la "oligarquía de la
capital", como él llamaba a los porteños, continuaron sacándolo de un
problema e ingresando en otro: en 1819 escapó de Chile y apoyó públicamente los
reclamos federalistas del deportado Manuel Dorrego. En 1822 se radicó en
Córdoba, bajo el ala protectora de Juan Bautista Bustos y, a principios de
1824, regresó a Buenos Aires. Pero el 18 de abril falleció súbitamente en
condiciones extrañas. Se dice que fue envenenado...
Dijimos en líneas
previas que casi ninguno de los congresales era militar de profesión. La
excepción eran, justamente, Moldes y Pueyrredón, y ninguno de ambos -antiguos
colegas que disputaron el lugar de director supremo- estuvo presente el día 9
de julio en las sesiones.

En quechua, la palabra mishki quiere decir "dulce". De ella deriva el término Mizque, una localidad del departamento de Cochabamba que, en la actualidad, apenas supera los 40.000 habitantes. Pero en los tiempos del virreinato tuvo mucha importancia: fundada en 1603, hasta 1767 fue sede del obispado de la provincia de Santa Cruz de la Sierra. En el siglo xvn llegó a tener cerca de 15.000 habitantes, con industrias textiles y buenos viñedos. Se la llamaba "la ciudad de los 500 quitasoles", en alusión a las elegantes sombrillas que lucían las damas de la sociedad local, varias de ellas distinguidas con títulos de nobleza.
Durante la Guerra
de la Independencia, la Republiqueta de Mizque estuvo bajo el control de
Álvarez de Arenales y, desde un inicio, se integró plenamente al proceso
revolucionario iniciado en el Plata: envió diputados a la Asamblea
Constituyente de 1813 y al Congreso celebrado en Tucumán: en ambos casos, la
responsabilidad recayó en Pedro Ignacio de Rivera, quien ya en 1809 había
participado del movimiento revolucionario altoperuano.
A Tucumán arribó
el 26 de marzo -dos días después de iniciadas las sesiones- y fue elegido
vicepresidente por unanimidad de votos. En la sesión del 24 de abril urgió al
Congreso a brindar apoyo inmediato al Ejército Auxiliar del Perú, que estaba
desarticulado y desmoralizado. Entendiendo las necesidades que reclamaba el
desarrollo de la guerra de la independencia, fue autor de un proyecto para la
formación de un Ejército "nacional", que debía constituirse con el
apoyo de las provincias, correspondiendo a cada una de ellas aportar un cinco
por ciento de reclutas, calculado sobre el número de habitantes.
Cuando se
discutió el tema del régimen político fue taxativo: en su extenso discurso,
reproducido en El Redactor, subrayó que
constituía "un acto de necesidad, de conveniencia y de justicia, adoptar
la forma monárquica temperada, bajo la dinastía de los antiguos incas".
Otro testimonio
similar permite leer una extensa alocución que dio el 9 de julio de 1817, al
celebrarse el primer año de la Declaración de la
Independencia. En
la oportunidad, Rivera fue la voz del Congreso que debatió con la arenga del
director Pueyrredón aunque, en 1819, acompañó la sanción de la Constitución
unitaria.
Rodríguez y Del Corro. Los congresales (V)
Varios patriotas ordenados sacerdotes han pasado a la
historia con su apellido antecedido por “fray”, apócope de fraile, tal el caso
de Justo Santa María de Oro, Luis Beltrán y Cayetano Rodríguez. Fraile proviene
defrater, hermano, y refiere a los miembros de órdenes cuyos
integrantes se entregan a la acción apostólica y evangelizadora. El sanjuanino
Oro, por ejemplo, era dominico, mientras que Rodríguez, franciscano. Los
frailes trabajan en el “reino de Dios”, o sea, en contacto con el pueblo y sus
necesidades; en consecuencia, suelen cambiar de residencia de acuerdo con las
indicaciones de sus superiores. El caso de Rodríguez es típico de este tipo de
sacerdote: nacido en San Pedro, al norte de Buenos Aires, en 1761, se formó en
un colegio franciscano. Talentoso, fue ordenado sacerdote antes de la edad
requerida, con solo dieciséis años y, en 1783, se trasladó a Córdoba, donde
tomó a su cargo las cátedras de Teología y Filosofía.
Juan M. Gutiérrez destaca que
“sabía inspirar en sus discípulos, a un mismo tiempo amor por la ciencia y
respeto por la religión, que él hacía adorable en sus virtudes y la pasión por
la libertad” y que, como protector y maestro de Mariano Moreno “contribuyó en
gran parte a proporcionarle una carrera honrosa”.
En 1790,
Rodríguez retornó a Buenos Aires y dictó clases en el Convento Franciscano y
ofició como capellán de las monjas catalinas y clarisas y de la Santa Casa de
Ejercicios. Dedicó un poema a los esclavos que participaron de las invasiones
inglesas y, al asumir la Primera Junta
en 1810, se desempeñó como director de la Biblioteca
Pública, cargo que ocupó hasta 1814 En la Asamblea Constituyente de 1813
redactó los diarios de sesiones durante todas las deliberaciones. Entretanto,
fue encumbrado como superior provincial de la orden franciscana. Era, además,
de los contados poetas que había en el Río de la Plata: redactó una letra para
el Himno Nacional -que fue desestimada- y escribió odas y panegíricos a Carlos
de Alvear, al cruce de los Andes, a la victoria de Chacabuco y al general Manuel
Belgrano, cuando falleció en 1820. Su pluma, que reescribía los debates y las
ponencias, dejó testimonio de los momentos iniciales del Congreso:
Los representantes de las Provincias Unidas no han
podido desentenderse del clamor universal de los pueblos, viendo armada la
negra tempestad que va a descargar sobre ellos y se han decidido a no defraudar
sus esperanzas, presentando a la faz de las provincias una autoridad que
resuelva la incertidumbre de las opiniones y calme los recelos que inspiraban
necesariamente unos gobiernos que jamás concentraron dignamente el poder y la
voluntad general de los que debían prestarle sumisión.
Cayetano
Rodríguez realizó entonces "una triste pintura del miserable estado de la
nación, en el momento de iniciar sus tareas", líneas en las que puede
percibirse la "amenazante" sombra del artiguismo con una descripción
sobreabundante, casi barroca.
Se lo presume
también redactor principal del Acta de la Declaración de la Independencia; de
allí que Vicente F. López lo considerara "uno de los personajes más
honorables y uno de los patriotas más sinceros, más reflexivos y más
influyentes de ese Congreso". Se destacó luego como periodista y
polemista, sobre todo, cuestionando las reformas eclesiásticas tomadas en los
primeros años de Rivadavia. En medio de ese combate, falleció, en enero de
1823, a los 62 años: recibió entonces
sinceros
tributos, incluso de periódicos con los que había rivalizado como el Argos, de la facción
unitaria, que le dedicó una elogiosa nota necrológica.
Entre el grupo de
sacerdotes revolucionarios, uno de los más entusiastas fue Miguel Calixto del
Corro. Hemos dado cuenta ya de sus cercanías con la causa federalista, común a
toda la delegación cordobesa. También él estudió en el Colegio de Monserrat y
en las aulas cordobesas de la "Casa de Trejo", la universidad más
antigua -en rigor, la única- de la actual Argentina y la cuarta de América, de
la que será rector en los mismos tiempos en que fue designado como diputado al
Congreso de Tucumán, al que llegó en reemplazo del deán Gregorio Funes, que
renunció a presentarse. Del Corro, años antes, había sido designado como
diputado a la Asamblea del Año XIII, a la que no llegó a incorporarse. Tampoco
pudo participar de la reunión del 9 de julio: por entonces estaba comisionado
por el Congreso para intentar un convenio de paz con la Liga Federal. Resultó
virtualmente lo opuesto: del Corro se convenció de la justeza de los planteos
de Artigas y, de hecho, se convirtió en su emisario.
Un nuevo pleito
se suscitaría cuando se planteó el traslado del Congreso a Buenos Aires.
Mientras, ahora sí, el deán Funes decidía sumarse junto con Salguero, los otros
diputados cordobeses -Cabrera, Bulnes y Del Corro- se negaron a acompañarlo,
por lo que el gobierno cordobés los reemplazó
Estos cambios
respondían a un nuevo planteo político del gobernador Díaz: mientras los
anteriores diputados simpatizaban claramente con el federalismo y se
manifestaban republicanos, el deán Funes era un monárquico convencido y
propugnó una constitución unitaria. De este modo, Córdoba se separó de sus
compromisos anteriores con Artigas aliándose con Pueyrredón. Desde finales de
1817, Funes se encargó de redactar el periódico oficial del Congreso, El
Redactor.
![]() |
Corro, por su lado, retomó tiempo después su responsabilidad a la cabeza de la universidad provincial, apoyó la causa de José María Paz y la Liga del Interior enfrentada con Rosas y en 1831 -cuando Paz fue detenido- se retiró a la vida privada. Falleció en Córdoba en 1841.
Graaner. El espía del zar
Entre 1816 y 1819 estuvo oficialmente por el Río de la
Plata un enviado especial del príncipe Bernadotte de Suecia, que, en realidad,
era un espía al servicio del zar de todas las Rusias, Alejandro I. Bernadotte,
dada su dependencia militar y financiera, era casi un “títere” del zar.
Jean Adam Graaner era un oficial sueco que había
participado, en ambos bandos, en las guerras napoleónicas. Afable, era un
hombre muy culto, de excelente presencia y dominaba varios idiomas.
En
julio de 1816 se lo encuentra en Tucumán, actuando como “observador
diplomático”. Sus precisos informes hicieron que Bernadotte y Alejandro, poco
después, lo hicieran regresar a las Provincias Unidas con el especial encargo
de precisar la exacta influencia de Inglaterra en estas tierras. Se sospecha
también que el objetivo de su presencia en estas tierras era sondear la
viabilidad de reclamar el trono de una eventual monarquía en la región y hacer lobbie
con tal fin. Graaner, capitán del Estado Mayor de Suecia, fue el único
extranjero notable presente en la jornada del 9 de julio y hubo quienes, tiempo
después, recordaban sus insistentes preguntas de aquellos días: tanta
curiosidad despertaba sospechas.
Su detallado
relato del día de la jura de la Independencia es-testimonio de un hombre de
mirada profunda y entrenada.
El 25 del mismo mes fue fijado para la celebración de
la independencia en Tucumán. Un pueblo innumerable concurrió en estos días a
las inmensas llanuras de San Miguel. Más de cinco mil milicianos de las
provincias se presentaron a caballo armados de lanzas, sable y algunos con
fusiles; todos con las armas originarias del país, lazos y boleadoras.
Comentaba que la descripción de las boleadoras
"me obligaría a ser demasiado minucioso, pero tengo ejemplares en mi
poder".
Tocó a este agente
sueco-ruso ser testigo de un momento trascendental y, por suerte, dejó plasmada
su vivida impresión.
Graaner retornó a
estas tierras en 1817 y estableció una cercana relación con Pueyrredón, con
quien mantenía extensas tertulias: el director intentaba convencerlo de que el
gobierno sueco ofreciera un reconocimiento diplomático a la nación recién
independizada. Graaner intimó también con los principales jefes militares, como
San Martín, Rondeau y Belgrano. Sus partes son precisos y no se detienen solo en
las cuestiones políticas o militares, sino que abundan en datos sobre caminos y
pueblos, la fauna, las riquezas del suelo, el carácter de los criollos y hasta
esboza prolijas semblanzas de las principales autoridades.
Su presencia
coincide con el momento en que la Santa Alianza, en especial el llamado
"Grupo Continental" integrado por Rusia, Austria y Prusia, pretendían
intervenir en la reconquista de las colonias hispanas para equilibrar de algún
modo la potencia marítima de Inglaterra y Francia. El hábil juego diplomático
inglés intervenía en la situación intentando evitar la restauración virreinal
en América. La emancipación de estas tierras abría las puertas de un inmenso
mercado en el que colocar su producción manufacturera y multiplicar sus
negocios e influencia.
Por su lado, el
repuesto rey Fernando de España alentaba su relación con el zar, especulando
con la posibilidad de que Rusia se lanzara a formar una fuerza expedicionaria
-hasta de cien mil hombres, se barajó-
hacia América. La corte de Saint James, con su
largo brazo diplomático articulado en Río de Janeiro desbarató ese osado plan
español.
En 1816, salvo
las Provincias Unidas del Río de la Plata, todas las anteriores colonias
hispanas habían sido reconquistadas por España: Chile, derrotada; Venezuela,
ocupada desde diciembre de 1815 por el general Morillo que, tras tomar
Cartagena, ingresaba en Bogotá en mayo de 1816 y aplicaba las más impiadosas
represalias; Bolívar, desterrado en Jamaica a la espera de mejores vientos tras
el abierto fracaso de un intento de desembarco en marzo de 1816; Quito, en
poder hispánico desde 1812 y el Perú, como centro del poder realista y en las
fronteras más cercanas, la presencia militar acechante desde el Alto Perú.
Craaner luego de sus dos viajes, haber elaborado
informes certeros y conquistado la confianza de varios hombres públicos,
encontró una misteriosa muerte a bordo de un buque inglés. Sus papers permitieron al
zar Alejandro no aventurar planes osados en el Río de la Plata optando por una
actitud cautelosa hacia Inglaterra; y ayudaron a que Bernadotte consolidara la
protección rusa: con el nombre de Carlos XIV, se coronará rey de Suecia en
1824. Por cierto, una curiosa refracción de las observaciones de Graaner sobre
la revolución en Sudamérica.
Anchorena. ¿Un hermano de Túpac Amaru?
Uno de los debates principales del Congreso de Tucumán y
Buenos Aires, giró en torno del régimen político o forma de gobierno. La
mayoría de los congresales acordaban en dos ideas: “orden” y “unidad” en las
fases político-militar y, también, geográfica, atendiendo a que los territorios
del antiguo virreinato estaban “desmembrados”: los “Pueblos libres” del Litoral
confederados contra el Directorio, el Paraguay avanzando en su propio camino,
el Alto Perú bajo control realista y la Banda Oriental en disputa, ocupada por
los portugueses. La guerra de
independencia exhibía flancos
abiertos y tareas urgentes en el Norte y el Oeste y la guerra civil latía con
la aparición de la disidencia federal en el Este.
La
tendencia centralista -a la que adscribían Güemes, Belgrano y San Martín- se
inclinó entonces por un gobierno monárquico y comenzaron a rondar nombres sobre
la posible casa o familia reinante, que abarcó propuestas que contemplaron
desde ancianos incas desplazados del Cuzco, hasta niños borbónicos de París,
sin descartar complejas componendas con la Corte del Brasil.
Belgrano insistía
en el modelo de monarquía "temperada o constitucional" al estilo
inglés. Para ganar el apoyo de los pueblos aborígenes, sugirió que reinara un
descendiente de los incas. Su coronación permitiría legitimar el poder y
favorecer una sublevación general en el Alto y Bajo Perú, retomando el hilo
histórico de las campañas de Túpac Amaru II, Túpac Katari y la más reciente de
Pumacahua. Desde ya que, desde el punto de vista social, el plan parecía
adecuado. El proyecto tenía, sin embargo, un serio escollo: el único candidato
más o menos fuerte era un hermano de Túpac Amaru, muy anciano, que se
encontraba retenido en España. O sea, su nominación implicaba que se casara con
alguna princesa de la Casa Real Hispana -los Borbones- para imponer una
regencia provisoria.
La idea cuajó en
la mayoría de los congresales. Solo uno de ellos, el fraile Santa María de Oro
se opuso firmemente, mientras otro, el astuto Tomás de Anchorena, la objetó.
Sus posiciones no eran, sin embargo, claramente republicanas; incluso ellos
apoyaban, aunque con reservas, la variante monárquica. Don Anchorena,
representante de los intereses comerciales porteños, se oponía, sobre todo,
para que no cambiara el centro geopolítico de las Provincias Unidas: un monarca
inca desplazaba a Buenos Aires de su rol de capital y aduana de ultramar. Los
fundamentos y razones argüidos por Anchorena fueron tan peregrinos
que merecen ser
consignadas en las páginas de la historia. Sus dichos sirven para conocer las
limitaciones teóricas de muchos de los políticos de aquella época. Según él,
existía un antagonismo entre el genio, los hábitos y
costumbres de los habitantes de los llanos y los habitantes de las montañas,
siendo los de estas más apegados a la forma monárquica y los primeros los que
más resistencia le oponían; que en la imposibilidad de conciliar una forma de
gobierno igualmente adaptable a los llanos y a las montañas, no había más medio
que adoptar el sistema de una federación de provincias.
En tono
provocador, el citado Anchorena rechazó la ¡dea con observaciones
despreciativas hacia un posible rey "de la casta de los chocolates",
como recordó años después en una carta privada.
Oro se asoció al frente de diputados
"críticos" y, el día 15, cuando la opinión de iniciar tratativas para
nombrar un rey tomaba cuerpo, planteó la necesidad de que, ante la gravedad del
tema en cuestión, se consultara "a los pueblos" de los que ellos eran
solo representantes. Esa sola propuesta demoró una resolución al respecto y, de
hecho, empantanó la discusión dejándola pendiente.
En la sesión del 19 [de julio] el diputado
Serrano hizo su profesión de fe monárquica abjurando sus principios
republicanos y dijo que aunque había sido partidario del gobierno federal por
creerlo el más a propósito para el progreso y la felicidad de las Provincias
Unidas, después de meditar seriamente sobre la necesidad del orden y
de la unión, la rápida ejecución de las leyes, etc., se había
decidido por la monarquía temperada que conciliando la libertad del ciudadano y
el goce de los derechos principales del hombre con la salvación del país, la
hacía preferible a toda otra forma en la
crisis que se hallaban envueltos, declarándose sin
embargo contra la dinastía de los Incas. Fue apoyado por los diputados Paso y
Acevedo, insistiendo este sobre la dinastía de los Incas.
Una resolución,
además, dejó claro hasta dónde se limitaba todo intento federal: para la
elección de gobernadores se reservaba al titular del Poder Ejecutivo el derecho
de nombrarlo en cada provincia a partir de una terna presentada por el Cabildo
de la ciudad capital. De este modo, el director supremo -exactamente eso,
"supremo"- tenía derecho a veto -podía rechazar la terna- y, como
señala Emilio Ravignani, se reservaba la última palabra en la decisión sobre
cualquier acto del gobierno provincial. El "Manifiesto a las
naciones", que se redactó poco después, comunicó al mundo la independencia
de las Provincias Unidas del Río de la Plata sin expedirse sobre la forma de
gobierno a adoptar. Pero ningún país "se dio por enterado” fehacientemente
y la nueva nación independiente recién obtendrá su primer reconocimiento seis
años después, cuando los Estados Unidos validaron la "independencia americana"
en 1822. Inglaterra lo hizo el 31 de diciembre de 1824.[5]
Entretanto, en
Buenos Aires, el enunciado realizado por Belgrano se convirtió en un flanco
débil: la prensa bonaerense del "partido popular", los republicanos
simpatizantes del federalismo, lanzaron sus habituales escritos irónicos y
chistes gráficos. Algunos de ellos fueron:
Es la monarquía
en ojotas (Pedro J. Agrelo)
Este es un rey de
patas sucias (Manuel Dorrego)
¡Esta es ía
vuelta del rey don Sebastián! (Pazos Kanki)
Vo seré el
primero que salga a recibir al rey mi amo... con un fusil en la mano (Nicolás
de Vedia)
La variante
monárquica tejió una larga comedia de enredos con tintes dramáticos para
algunos de sus protagonistas -como Rivadavia, Sarratea y Belgrano y Valentín
Gómez- cuando los diplomáticos peregrinen con mucha pena y escasa gloria por
las Cortes europeas buscando alguien a quien coronar monarca del Plata. Muy a
pesar de las ¡deas dominantes, la República siguió abriéndose camino entre
luchas civiles, empujada por la dinámica inexorable de la Guerra de la
Independencia.
confinado
(preso) desde que el movimiento del 8 de octubre de 1812 desplazó del poder al
Primer Triunvirato.
[2] Corro se reincorporó al
Congreso, pero cuando se dispuso el trasladó a Buenos Aires se negó a
continuar, aduciendo que el Congreso sería indebidamente presionado en favor de
los intereses de la capital.
[3] Chile, Paraguay y
Bolivia son repúblicas unitarias. También lo es Uruguay, aunque tiene una
amplia descentralización funcional y territorial. Chile se define también como
unitaria, pero "descentralizada". Del Cono Sur, por lo tanto, solo la
Argentina y el Brasil son repúblicas nominalmente federales.
[4] La provincia de Salta -herencia
de la Intendencia de Salta del Tucumán- comprendía, además de Tanja (hoy, parte
de Bolivia), a la actual de Jujuy, cuya batalla por la autonomía se extendió
casi dos décadas para terminar por ser la última de las provincias que eligió
gobernador propio y dictó su constitución: recién en noviembre de 1834 proclamó
su autonomía de Salta.
[5] El reino de España
reconoció la Independencia argentina -lo que consecuentemente normalizó las
relaciones diplomáticas entre ambos países- durante la presidencia de Bartolomé
Mitre en 1864, al firmarse el Tratado de Reconocimiento, Paz y Amistad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario