domingo, 1 de noviembre de 2015

Cap VIII - Breve Historia de la Independencia - Gustavo Levene

Capítulo VIII
El fracaso de la invasión de Napoleón en Rusia (1812) modificó el rumbo de la política europea. -Con el regreso de Fernando VII al trono, marzo de 1814, se reanuda el tradicional absolutismo español -Inglaterra se desentiende de las revoluciones americanas y les niega su apoyo. -El gobierno de Buenos Aires solicita al presidente Madison de los Estados Unidos, “armas y municiones para sostener la causa de la libertad”. -Las autoridades de Washington prefieren no malquistarse con España. -En 1815 la Revolución Argentina era la única de la América hispánica que no había sido sofocada. -Un Congreso reunido en Tucumán encuentra en la adhesión popular, los elementos morales y materiales para continuar la lucha y proclama, el 9 de julio de 1816, la independencia argentina.
Desde mayo de 1810 hasta fines de 1813 la Revolución vivió los altibajos de victorias y derrotas en lo militar y de cambios ansiosamente intentados, y nunca del lodo satisfactoriamente logrados, en el orden institucional.
Por otra parte, sin esperar la conclusión de la guerra contra la metrópoli, ya habían asomado inquietantes síntomas de discordias y violencias dentro de la propia Revolución. Pero, de cualquier manera, el proceso se venía cumpliendo con una situación que lo favorecía: la de una España obligada a defenderse de la invasión napoleónica y sin poder volcar, contra la Revolución Argentina y sus similares en América, todo el peso de sus vastos recursos. Para decirlo más claramente, hasta fines de 1813 la lucha de la Revolución Argentina y de sus congéneres continentales, no había sido contra la metrópoli, sino solamente contra los recursos que los partidarios de la metrópoli pudieron disponer en el Nuevo Mundo. A partir de 1814, tal esquema va a modificarse. Y otra vez será Napoleón el factor determinante: en las estepas rusas la nieve amortajaba a trescientos mil soldados franceses que en 1812 habían invadido aquel país, y la derrota moscovita de Bonaparte modificaría el rumbo de la política europea y de la nuestra.
Obligado a pasar a la defensiva, Napoleón retiraba las fuerzas de ocupación que tenía en España y devolvía a Femando VII su libertad (marzo de 1814). Poco después, Femando obtenía el trono; Napoleón, en cambio, perdía el suyo, y los monarcas absolutistas entraban en París.
Durante el cautiverio de Femando VII, España había iniciado una importante evolución política: un Parlamento (en España se le daba el nombre de “Cortes”) había sancionado, en marzo de 1812, una Constitución.
Entre otras declaraciones, esa Constitución afirmaba: “la Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios: no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona (1). La soberanía reside en la Nación, y pertenece a ésta, exclusivamente, el derecho de establecer sus leyes fundamentales. El gobierno de la Nación española es una monarquía moderada”...
Pero Femando, nada moderado... reanudó su oficio desconociendo la Constitución y dispuesto a gobernar de acuerdo con la tradición absolutista: perseguir a los liberales “de ambos hemisferios” resultó su más claro propósito. Precisamente como la Revolución de Buenos Aires parecía una de las más peligrosas, se preparó contra ella una expedición de 10.000 soldados. La caída de Montevideo en poder de los revolucionarios argentinos (2), al privar a la proyectada expedición española de una indispensable “base de operaciones”, trajo un cambio de itinerario: los 10.000 soldados de Fernando marcharon contra Venezuela y allí aplastaron (aunque temporariamente) la revolución que encabezaba el libertador Simón Bolívar,

quien debió abandonar su país y refugiarse en la isla de Jamaica.
El horizonte político europeo se ensombrecía para la Revolución Argentina y en general para toda la América insurrecta. Al gobierno de Londres, ya lo dijimos antes, le pareció innecesario a partir de entonces tratar con los rebeldes; y, en reciprocidad a las ventajas comerciales que la España de Femando VII le acordaba por el tratado del 5 de julio de 1814, Inglaterra prohibió a sus súbditos la entrega de armas y auxilios a los insurgentes (3). Era en el momento que Femando VII decidía el envío, contra Buenos Aires, de una expedición de 10.000 hombres.
Reflejando el viraje de la política inglesa respecto de la América española, el ministro inglés de ese país en Río de Janeiro, le escribía al Director Supremo el 15 de julio de 1814 que no existía ya “sombra de justificación para que estas provincias resistan la autoridad de Fernando VII”, “señalándoles”... “La conveniencia de suspender las hostilidades con España” y sugería “el envío a Madrid de representantes diplomáticos para negociar con la metrópoli”. Con indeclinable dignidad, el gobernante argentino le contestaba a lord Strangford: “los pueblos de las Provincias Unidas han peleado por sus derechos; ellos no han sido los primeros en entrar en la lucha, pero no pueden verla concluida sin asegurar su libertad”. Y le agregaba que se enviaría una diputación al rey Fernando VII, pero “no para obtener un perdón vergonzoso de culpas que no se han cometido, ni para contentarse con un olvido humillante de las ocurrencias pasadas”. Las instrucciones reservadas dadas al efecto a los enviados, explicaban “que las miras del gobierno”... “sólo tienen por objeto la independencia política de este Continente”... “como debe ser obra del tiempo y de la política, el diputado tratará de entretener la conclusión de este negocio todo lo que pueda”... Y para la difícil empresa se envió a Europa a Belgrano y Rivadavia. El primero regresó un año después de permanecer en Europa e intentar con Rivadavia una negociación que fracasó tendiente a coronar, en el Río de la Plata, a un hijo de Carlos IV, el infante don Francisco de Paula. Rivadavia, que continuó en el Viejo Mundo varios años, multiplicó en París su búsqueda de apoyos: trabó amistad con Lafayette, el famoso noble francés de tan importante participación en la libertad norteamericana; se vinculó con el general ruso Harpe, “a quien debe el emperador Alejandro su educación”; entrevistó en Madrid, disimulando su identidad, al ministro español de relaciones exteriores, el cual aceptó recibirlo en secreto... Por cierto que la vaguedad de las respuestas de Rivadavia, tanto como las deficiencias de las credenciales y la aparición, por ese entonces, frente a Cádiz, de barcos corsarios que obedeciendo a Buenos Aires, amenazaban al comercio español, hicieron fácil la desconfianza del ministro español, y comprendiendo que el tal comisionado sólo pretendía “ganar tiempo”, se lo dijo y le notificó (julio de 1816), en forma terminante, que “el decoro del Rey no permite que se prolongue más la permanencia de usted en la península”.
En marzo de 1817, preocupado Rivadavia por la orientación del gobierno británico, le escribía al Director Supremo de las Provincias Unidas: “La política que ejerce el Gabinete de Londres es la única causa que retarda el reconocimiento de la independencia de América y amenaza su libertad. Este gabinete ha empleado todo su influjo con el gobierno de los Estados Unidos para impedir se venda a los llamados insurgentes buques, armas y municiones; él consiente que el Brasil invada nuestro territorio; él se aprovecha de nuestro comercio sin aceptar reciprocidad; él, por la ultrajante vía de hecho, pretende mantener un influjo exclusivo en ese país y en todos nuestros asuntos”... Y terminaba aconsejando: “Lo que debe manifestarse es una disposición igualmente cordial y amigable para con todos los gobiernos y todas las naciones, y un justo discernimiento y vivo celo por nuestros intereses y conveniencias doquiera las encontremos... Esto es lo que nos corresponde si hemos de ser verdaderamente independientes: lo contrario sería servir a intereses ajenos subordinando a ellos los nuestros”.
Comprendiendo la gravedad de la situación ya en 1814 el primer Director de las Provincias Unidas se había apresurado a escribir al presidente de los Estados Unidos de Norteamérica, James Madison, solicitándole “armas y municiones para sostener la causa de la libertad” y ofreciendo en cambio “un tratado de comercio que resulte ventajoso para los Estados Unidos”.
Por su parte, el cónsul norteamericano en Buenos Aires, Thomas Lloyd Halsey, en nota al Secretario de Estado norteamericano James Monroe, opinaba en favor del apoyo solicitado.
Acaso el documento más revelador de este enfoque, que convertía al gobierno de Washington en una influencia importante en el destino de la Revolución Argentina es la nota del entonces Director Supremo Alvarez Thomas, que el 16 de enero de 1816 decía al presidente Madison: “Y tenemos la fortuna de poder enviar cerca de V. E. un diputado para implorar de V. E. la protección y los auxilios necesarios para la defensa de una causa justa y sagrada en sus principios y que además ha ennoblecido el heroico ejemplo de los Estados Poderosos que V. E. tiene la gloria de presidir. Una serie de acontecimientos extraordinarios y las inesperadas variaciones que han sucedido en nuestra antigua metrópoli, nos han obligado a no hacer una formal declaración de la Independencia Nacional, sin embargo de que nuestra conducta y nuestros papeles públicos han expresado suficientemente nuestra resolución.
“Cuando llegue la presente carta a manos de V. E. ya se habrá reunido el Congreso General de nuestros representantes y puede asegurarse que uno de los primeros actos será la solemne Declaración de la Independencia que hagan estas provincias de los monarcas españoles y de cualquiera otros soberanos o potencias extranjeras. Entre tanto, nuestro diputado cerca de V. E. no será investido de un carácter público, ni dejará trascender el objeto de su misión”...
Y las instrucciones reservadas del enviado del gobierno de Buenos Aires señalaban... “pedir toda clase de auxilios”... “... e introducir la preponderancia de los Norteamericanos sobre los británicos”...
La vinculación argentino-norteamericana señaló, en ese mismo año de 1816, la presencia en Buenos Aires del coronel Devereux, quien en representación de un grupo de capitalistas de esa nación, ofreció un empréstito de dos millones de pesos como apoyo financiero a la lucha por la independencia. Pero, a pesar del interés que por la realización del empréstito manifestaron el cónsul norteamericano, el Congreso reunido en Tucumán y el Director Supremo, Juan Martín de Pueyrredón, quien se dirigió por carta al propio Presidente de los Estados Unidos, el apoyo norteamericano no llegó a concretarse: para entonces Washington negociaba con España la compra a este país de la península de la Florida y no deseaba entorpecer la gestión adoptando actitudes que el gobierno de Madrid consideraría inamistosas. Esto explica también por qué el gobierno norteamericano demoraría, hasta 1822, el reconocimiento de la independencia de las Provincias Unidas, reclamado por las mismas reiteradas veces.
A la indiferencia que a partir de 1814 evidenciaron para la Revolución de Mayo Gran Bretaña y los Estados Unidos, y a la oposición de la Europa absolutista, se agregó pronto el fracaso de las revoluciones de la América española: la maquinaria militar de Femando VII derrotaba a los patriotas chilenos, mejicanos y venezolanos. Para ensombrecer el porvenir de la insurrección argentina, la única que en 1815 seguía resistiendo en América, la provincia de la Banda Oriental era ocupada por los portugueses y las discordias civiles se ahondaban: cuando se convocó a un Congreso que en Tucumán debía tratar los problemas de independencia y organización de las Provincias Unidas, varias de éstas, desmintiendo el nombre, se negaron a enviar allí a sus diputados.
¿En dónde encontrar la fe esperanzada para proseguir la lucha?... ¿De dónde obtener los recursos necesarios para triunfar?...
En ese momento, el más dramático de la historia argentina, la adversidad agrandó a los dirigentes: se volvieron hacia sí mismos, se volvieron hacia el propio país. Probaron, con los hechos, que tenían fe en la democracia o lo que es igual, que tenían fe en su capacidad para movilizar los valores populares. Y éstos respondieron eficientemente, e hicieron posible la victoria, estructurando, con su fe en los dirigentes, la solidaria comunión de pueblo y de gobierno que esa hora difícil imponía... La independencia argentina debe a esa fe en sus propias energías y destino, el haber triunfado, sin aliados, en un instante sombrío de la historia universal. Cumple recordarlo en elemental homenaje de gratitud para el pasado y en previsora lección como ejemplo para el porvenir...
El Congreso General al que aludía la ya mencionada carta del Jefe del Estado al presidente norteamericano Madison, se reunió en
Tucumán, en marzo de 1816.
Una reciente derrota de las armas criollas en el Alto Perú había, por entonces, obligado a evacuar, nuevamente, las gobernaciones intendencias de esa región y ellas estuvieron representadas, en las deliberaciones del Congreso, por patriotas emigrados.
Esta derrota, interpretada en la metrópoli como el colapso de la Revolución Argentina, la única que en América, según dijimos, continuaba en pie, fue festejada con alborozados tedeums en las catedrales españolas. Tal alegría iba a resultar por lo menos prematura... Pues cubriendo la frontera norte una tenaz oposición de guerrilleros frenó el avance realista.
Organizados en pequeños grupos de audaces combatientes, los gauchos salteños resultaron la base de una resistencia fantasmagórica: de día inofensivos agricultores o pastores, pocas horas les bastaban para reunirse y bajo un jefe y en lugares convenidos de antemano, constituir la “partida”, como se denominaba a los treinta hombres que aproximadamente formaban la “unidad operativa”. Ni qué decir que la ocultación que de estas actividades de guerrilleros hacían las poblaciones civiles, y el mejor conocimiento, por parte de los gauchos, de los senderos y de los vados, facilitaban los exitosos “golpes de mano” de semejantes soldados para quienes la imaginación de esa lucha clandestina suponía insuperable incentivo sicológico.
La situación económica del país era penosa: las regiones norte y oeste, a consecuencia de los triunfos militares españoles, veían casi paralizadas sus industrias y comercio: el avance del enemigo había cerrado los habituales mercados de consumo. Pero, al parecer, es una ley de la conducta de los pueblos revolucionarios que, como los individuos, más valientemente reaccionan cuanto menor es la prosperidad que disfrutan. Testimonio de la modesta situación financiera de las Provincias Unidas en esos tiempos heroicos es el humilde edificio donde se realizó el Congreso: una sencilla casa particular, cuyo comedor, convertido en recinto de sesiones, fue el escenario donde se adoptaron resoluciones decisivas para la nación (4).
Después de elegir Director Supremo a don Juan Martín de Pueyrredón, designación feliz, pues este gobernante equilibrado cumplió la hazaña de permanecer tres años en el cargo, los diputados encararon, no sin vacilaciones, la declaración de la independencia.
Sin pertenecer al congreso, dos hombres representativos de la Revolución, Belgrano y San Martín, influyeron en el sentido de la necesidad de una definición categórica acerca de los propósitos del movimiento.
Belgrano acababa de regresar de su misión diplomática en Europa, y los diputados escucharon con extraordinario interés su informe acerca del “panorama internacional”. En cuanto a San Martín, preparaba entonces en Cuyo el ejército con el cual realizaría, poco después, su plan de expandir militarmente la Revolución Argentina. “Es ridículo (le escribía San Martín a un diputado amigo) acuñar moneda, tener bandera y escarapela nacional y hacer la guerra al soberano de quien se dice dependemos”... “... Si declarar la independencia tiene riesgos, para los hombres de coraje se han hecho las empresas”...
Venciendo las vacilaciones, aquellos diputados “demostraron su coraje”. En la sesión del 9 de julio de 1816, ante un público numeroso que presenciaba la sesión, se formuló a los diputados la pregunta que concretaba la cuestión en debate: “Si querían que las Provincias Unidas fueran una nación libre e independiente de los Reyes de España”...
Recibidas estas palabras con afirmativas y entusiastas aclamaciones, se redactó el acta: “En nombre de los pueblos era voluntad unánime de las Provincias Unidas romper los violentos vínculos que las ligaban a los Reyes de España, sus sucesores y metrópoli”... El cumplimiento de esta resolución, decía el acta, “será garantizado con la vida, haberes y fama” de los diputados... Que la voluntad popular respaldaba la decisión, lo atestigua un observador del ambiente de esos días tucumanos: Jean Adam Graaner, oficial sueco, emisario de Bemadotte, el principe heredero de Escandinavia, quien en el informe a su gobierno, expresaba: “... El día fijado para la celebración de la independencia un pueblo innumerable concurrió... a las inmensas llanuras de San Miguel de Tucumán... Las lágrimas de alegría, los transportes de entusiasmo que se advertían por todas partes dieron a esta ceremonia un carácter de solemnidad... Sobre el mismo campo de batalla donde cuatro años antes las tropas españolas fueron derrotadas por los patriotas (5), juraron ahora éstos sobre la tumba de sus compañeros de armas defender con su sangre... la independencia de la patria”.
El día 19 de julio fue votada una modificación al acta; a continuación de la frase que determinaba la independencia respecto de la metrópoli, se agregó: “Y de toda otra dominación extranjera”.
Con ello se desautorizaban los rumores de que se negociaba instalar una monarquía bajo el protectorado de alguna potencia europea. Desde Córdoba, San Martín comentaba la decisión de los diputados: “Ha dado el congreso el golpe magistral”... “...sólo hubiera deseado que al mismo tiempo hubiera hecho una pequeña exposición de los justos motivos que tenemos los americanos para tal proceder”...
Coincidiendo con este deseo de San Martín, el Congreso encargó a tres de sus miembros la redacción de un documento explicativo de la actitud asumida y él apareció en octubre de 1817, bajo un título sobradamente explícito: “Manifiesto que hace a las Naciones el Congreso General Constituyente de las Provincias Unidas del Río de la Plata, sobre el tratamiento y crueldades que han sufrido de los españoles, y motivado la declaración de su Independencia” ...
Y la acción revolucionaria de Belgrano era simbólicamente recordada por el Congreso: en la sesión del 25 de julio éste adoptó, como insignia de la nueva nación, la bandera celeste y blanca “que se ha usado hasta el presente”...

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