viernes, 25 de septiembre de 2015

HOBSBAWM, Eric; La era de la revolución, 1789-1848 - EL MUNDO EN 1780-1790

1. EL MUNDO EN 1780-1790

                                                                                      Le dix-huitieme siecle doit etre mis au Panthéon.
SAINT-JUST[1]

                                                                           I
     Lo primero que debemos observar acerca del mundo de 1780-1790 es que era a la vez mucho más pequeño y mucho más grande que el nuestro.
     Era mucho más pequeño geográficamente, porque incluso los hombres más cultos y mejor informados que entonces vivían-por ejemplo, el sabio y viajero Alexander von Humboldt (1769-1859)- sólo conocían algunas partes habitadas del globo. (Los «mundos conocidos»  de otras comunidades menos expansionistas y avanzadas científicamente que las de la Europa occidental eran todavía más pequeños, reducidos incluso a los pequeños segmentos de la tierra dentro de los que el analfabeto campesino de Sicilia o el cultivador de las colinas birmanas  vivía su vida y más allá de los cuales todo era y sería siempre absolutamente desconocido.) Gran parte de la superficie de los océanos, por no decir toda, ya había sido explorada y consignada en los mapas gracias a la notable competencia de los navegantes del siglo XVIII, como James Cook, aunque el conocimiento humano del lecho de los mares seguiría siendo insignificante hasta mediados del siglo xx. Los principales contornos de los continentes y las islas eran conocidos, aunque no con la seguridad de hoy. La extensión y altura de las cadenas montañosas europeas eran conocidas con relativa exactitud, pero las de América Latina lo eran escasamente y sólo en algunas partes, las  de Asia apenas y las de África(con excepción del Atlas)eran totalmente ignoradas afines prácticos. Excepto los de China y la India, el curso de los grandes ríos del mundo era desconocido para todos, salvo para algunos cazadores de Siberia y madereros norteamericanos, que conocían o podían conocer los de sus regiones. Fuera de unas escasas áreas--en algunos continentes no alcanzaban más que unas cuantas millas al interior desde la costa-, el mapa del mundo consistía en espacios blancos [15] cruzados  por las pistas marcadas por los mercaderes o los exploradores. Pero por las burdas informaciones de segunda o tercera mano recogidas por los viajeros o funcionarios en los remotos puestos avanzados, esos espacios blancos habrían sido incluso mucho más vastos de lo que en realidad eran.
  No solamente el «mundo conocido» era más pequeño, sino también el mundo real, al menos en términos humanos. Por no existir censos y empadronamientos con finalidad práctica, todos los cálculos demográficos son puras conjeturas, pero es evidente que la tierra tenía sólo una fracción de la población de hoy; probablemente, no más de un tercio. Si es creencia general que Asia y Africa tenían una mayor proporción de habitantes que hoy, la de Europa, con unos 187millones en 1800(frente aunos600milloneshoy), era más pequeña, y mucho más pequeña aún la del continente americano. Aproximadamente, en 1800, dos de cada tres pobladores del planeta eran asiáticos, uno de cada cinco europeo, uno de cada diez africano y uno de cada treinta y tres americano y oceánico. Es evidente que esta población mucho menor estaba mucho más esparcida por la superficie del globo, salvo quizá en ciertas pequeñas regiones de agricultura intensiva o elevada concentración urbana, como algunas zonas de China, la India y la Europa central y occidental, en donde existían densidades comparables a las de los tiempos modernos. Si la población era más pequeña, también lo era el área de asentamiento posible del hombre. Las condiciones climatológicas (probablemente algo más frías y más húmedas que las de hoy, aunque no tanto como durante el período de la «pequeña edad del hielo», entre 1300y1700) hicieron retroceder los límites habitables en el Ártico. Enfermedades endémicas, como el paludismo, mantenían deshabitadas muchas zonas, como las de Italia meridional, en donde las llanuras del litoral sólo se irían poblando poco a poco a lo largo del siglo XIX. Las formas primitivas de la economía, sobre todo la caza y (en Europa) la extensión territorial de la trashumancia de los ganados, impidieron los grandes establecimientos en regiones enteras, como, por ejemplo, las llanuras de la Apulia; los dibujos y grabados de los primeros turistas del siglo XIX nos han familiarizado con paisajes de la campiña romana: grandes extensiones palúdicas desiertas, escaso ganado y bandidos pintorescos. Y, desde luego, muchas tierras que después se han sometido al arado, eran yermos incultos, marismas, pastizales o bosques.
   También la humanidad era más pequeña en un tercer aspecto: los europeos, en su conjunto, eran más bajos y más delgados que ahora. Tomemos un ejemplo de las abundantes estadísticas sobre las condiciones físicas de los reclutas en las que se basan estas consideraciones: en un cantón de la costa ligur, el 72 por 100delos reclutas en 1792-1799 tenían menos de 1,50metros de estatura.[2] Esto no quiere decir que los hombres de finales del siglo XVIII fueran más frágiles que los de hoy. Los flacos y desmedrados soldados de la Revolución francesa demostraron una resistencia física solo [16] igualada en nuestros días por las ligerísimas guerrillas de montaña en las guerras coloniales. Marchas de una semana, con un promedio de cincuenta kilómetros diarios y cargados con todo el equipo militar, eran frecuentes en aquellas tropas. No obstante, sigue siendo cierto que la constitución física humana era muy pobre en relación con la actual, como lo indica la excepcional importancia que los reyes y los generales concedían a los «mozos altos», que formaban los regimientos de elite, guardia real, coraceros, etc.
  Pero si en muchos aspectos el mundo era más pequeño, la dificultad e incertidumbre de las comunicaciones lo hacía en la práctica mucho mayor que hoy. No quiero exagerar estas dificultades. La segunda mitad del siglo XVIII fue, respecto a la Edad Media y los siglos XVI y XVII, una era de abundantes y rápidas comunicaciones, e incluso antes de la revolución del ferrocarril, el aumento y mejora de caminos, vehículos de tiro y servicios postales es muy notable. Entre 1760 y el final del siglo, el viaje de Londres a Glasgow se acortó, de diez o doce días, a sesenta y dos horas. El sistema de mail-coache o diligencias, instituido en la segunda mitad del siglo XVIII  y ampliadísimo entre el final de las guerras napoleónicas y el advenimiento del ferrocarri1, proporcionó no solamente una relativa velocidad -el servicio postal desde
París a Estrasburgo empleaba treinta y seis horas en 1833-, sino también regularidad. Pero las posibilidades para el transporte de viajeros por tierra eran escasas, y el transporte de mercancías era a la vez lento y carísimo. Los gobernantes y grandes comerciantes no estaban aislados unos de otros: se estima que veinte millones de cartas pasaron por los correos ingleses al principio de las guerras con Bonaparte(al final de la época que estudiamos serían diez veces más); pero para la mayor parte de los habitantes del mundo, las cartas eran algo inusitado y no podían leer o viajar-excepto tal vez alas ferias y mercados- fuera de lo corriente. Si tenían que desplazarse o enviar mercancías, habían de hacerla a pie o utilizando lentísimos carros, que todavía en las primeras décadas del siglo XIX transportaban cinco sextas partes de las mercancías francesas menos de 40 kilómetros por día. Los correos diplomáticos volaban a través de largas distancias con su correspondencia oficial; los postillones conducían las diligencias sacudiendo los huesos de una docena de viajeros o, si iban equipadas con la nueva suspensión de cueros, haciéndoles padecer las torturas del mareo. Los nobles viajaban en sus carrozas particulares. Pero para la mayor parte del mundo la velocidad del carretero caminando al lado de su caballo o su mula imperaba en el transporte por tierra.
     En estas circunstancias, el transporte por medio acuático era no sólo más fácil y barato, sino también a menudo más rápido si los vientos y el tiempo eran favorables. Durante su viaje por Italia, Goethe empleó cuatro y tres días, respectivamente, en ir y volver navegando de Nápoles a Sicilia. ¿Cuánto tiempo habría tardado en recorrer la misma distancia por tierra con muchísima menos comodidad? Vivir cerca de un puerto era vivir cerca del mundo. Realmente, Londres estaba más cerca de Plymouth o de Leith que de los pueblos de Breckland en Norfolk; Sevilla era más accesible desde Veracruz que desde Valladolid y Hamburgo desde Bahía que desde el interior de Pomerania. [17] El mayor inconveniente del transporte acuático era su intermitencia. Hasta 1820, los correos de Londres a Hamburgo y Holanda sólo se hacían dos veces a la semana; los de Suecia y Portugal, una vez por semana, y los de Norteamérica, una vez al mes. A pesar de ello no cabe duda de que Nueva York y Boston estaban en contacto mucho más estrecho que, digamos, el condado de Maramaros, en los Cárpatos, con Budapest. También era más fáci1 transportar hombres y mercancías en cantidad sobre la vasta extensión de los océanos -por ejemplo, en cinco años (1769-1774) salieron de los puertos del norte de Irlanda 44,000 personas para América, mientras sólo salieron cinco mil para Dundeeen tres generaciones- y unir capitales distantes que la ciudad y el campo del mismo país. La noticia de la caída de la Bastilla tardó trece días en llegar a Madrid, y, en cambio, no se recibió en Péronne, distante sólo de París 133 kilómetros, hasta el 28 de julio.
    Por todo ello, el mundo de1789 era incalculablemente vasto para la casi totalidad de sus habitantes. La mayor parte de éstos, de no verse desplazados por algún terrible acontecimiento o el servicio militar, vivían y morían en la región, y con frecuencia en la parroquia de su nacimiento: hasta 1861más de nueve personas por cada diez en setenta de los noventa departamentos franceses vivían en el departamento en que nacieron. El resto del globo era asunto de los agentes de gobierno y materia de rumor. No había periódicos, salvo para un escaso número de lectores de las clases media y alta -la tirada corriente de un periódico francés era de 5.000 ejemplares en 1814-, y en
todo caso muchos no sabían leer, Las noticias eran difundidas por los viajeros y el sector móvil de la población: mercaderes y buhoneros, viajantes, artesanos y trabajadores de la tierra sometidos a la migración de la siega o la vendimia, la amplia y variada población vagabunda, que comprendía desde frailes mendicantes o peregrinos hasta contrabandistas, bandoleros, salteadores, gitanos y titiriteros y, desde luego, a través de los soldados que caían sobre las poblaciones en tiempo de guerra o las guarnecían en tiempos de paz. Naturalmente, también llegaban las noticias por las vías oficiales del Estado o la Iglesia. Pero incluso la mayor parte de los agentes de uno y otra eran personas de la localidad elegidas para prestar en ella un servicio vitalicio. Aparte de en las colonias, el funcionario nombrado por el gobierno central y enviado a una serie depuestos provinciales sucesivos, casi no existía todavía. De todos los empleados del Estado, quizás sólo los militares de carrera podían esperar vivir una vida un poco errante, de la que sólo les consolaba la variedad  de vinos, mujeres y caballos de su país.

                                                                             II
     El mundo de 1789 era preponderantemente rural y no puede comprenderse si no nos damos cuenta exacta de este hecho. En países como Rusia, Escandinavia o los Balcanes, en donde la ciudad no había florecido demasiado, del 90 al 97 por 100 de la población era campesina. Incluso en regiones con [18] fuerte, aunque decaída, tradición urbana, el tanto por ciento rural o agrícola era altísimo: el 85 en Lombardía, del 72 al 80 en Venecia, más del 90 en Calabria y  Lucania, según datos dignos de crédito.[3] De hecho, fuera de algunas florecientes  zonas industriales o comerciales, difícilmente encontraríamos un  gran país europeo en el que por lo menos cuatro de cada cinco de sus habitantes no fueran campesinos. Hasta en la propia Inglaterra, la población urbana sólo superó por primera vez a la rural en 1851. La palabra «urbana» es ambigua, desde luego. Comprende a las dos ciudades europeas que en 1789 podían ser llamadas verdaderamente grandes por el número de sus habitantes: Londres, con casi un millón; París, con casi medio, y algunas otras con cien mil más o menos: dos en Francia, dos en Alemania, quizá cuatro en España, quizá cinco en Italia (el Mediterráneo era tradicionalmente la patria de las ciudades), dos en Rusia y una en Portugal, Polonia, Holanda, Austria, Irlanda, Escocia y la Turquía europea. Pero también incluye la multitud de pequeñas ciudades provincianas en las que vivían realmente la mayor parte de sus habitantes: ciudades en las que un hombre podía trasladarse en cinco minutos desde la catedral, rodeada de edificios públicos y casas de personajes, al campo. Del 19 por 100 de los austríacos que todavía al final de nuestro período (1834) vivían en ciudades, más de las tres cuartas partes residían en poblaciones de menos de 20.000 habitantes, y casi la mitad en pueblos de dos mil a cinco mil habitantes. Estas eran las ciudades a través de las cuales los jornaleros franceses hacían su vuelta a Francia; en cuyos perfiles del siglo XVI, conservados intactos por la paralización de los siglos, los poetas románticos alemanes se inspiraban sobre el telón de fondo de sus tranquilos  paisajes; por  encima de las cuales despuntaban las catedrales españolas; entre cuyo polvo los judíos hasidíes veneraban a sus rabinos, obradores de milagros, y los judíos ortodoxos discutían las sutilezas divinas de la ley; alas que el inspector general de Gogol llegaba para aterrorizar a los ricos y Chichikov, para estudiar la compra de las almas muertas. Pero estas eran también las ciudades de las que los jóvenes ambiciosos salían para hacer revoluciones, millones o ambas cosas a la vez. Robespierre salió de Arras; Gracchus Babeuf, de San Quintín; Napoleón Bonaparte, de Ajaccio.
   Estas ciudades provincianas no eran menos urbanas por ser pequeñas. Los verdaderos ciudadanos miraban por encima del hombro al campo circundante con el desprecio que el vivo y sabihondo siente por el fuerte, el lento, el ignorante y el estúpido. (No obstante, el nivel de cultura de los habitantes de estas adormecidas ciudades campesinas no era como para vanagloriarse: las comedias populares alemanas ridiculizan tan cruelmente a las Kraehwinkel, o pequeñas municipalidades, como a los más zafios patanes.) La línea fronteriza entre ciudad y campo, o, mejor dicho, entre ocupaciones urbanas y ocupaciones rurales, era rígida. En muchos países la barrera de los [19] consumos, y a veces hasta la vieja línea de la muralla, dividía a ambos. En casos extremos, como en Prusia, el gobierno, deseoso de conservar a sus ciudadanos contribuyentes bajo su propia supervisión, procuraba una total separación de actividades urbanas y rurales. Pero aún en donde no existía esa rígida división administrativa, los ciudadanos eran a menudo físicamente distintos de los campesinos. En una vasta extensión de la Europa oriental había islotes germánicos, judíos o italianos en lagos eslavos, magiares o rumanos. Incluso los ciudadanos de la misma nacionalidad y religión parecían distintos de los campesinos de los contornos: vestían otros trajes y realmente en muchos casos, excepto en la explotada población obrera y artesana del interior, eran más altos, aunque quizá también más delgados.[4] Ciertamente se enorgullecían de tener  más agilidad mental y más cultura, y tal vez la tuvieran. No obstante, en su manera de vivir eran casi tan ignorantes de lo que ocurría fuera de su ciudad y estaban casi tan encerrados en ella como los aldeanos en sus aldeas. 
   Sin embargo, la ciudad provinciana pertenecía esencialmente a la economía y a la sociedad de la comarca. Vivía a expensas de los aldeanos de las cercanías y (con raras excepciones) casi como ellos. Sus clases media y profesional eran los traficantes en cereales y ganado; los transformadores de los productos agrícolas; los abogados y notarios que llevaban los asuntos de los grandes propietarios y los interminables litigios que forman parte de la posesión y explotación de la tierra; los mercaderes que adquirían y revendían el trabajo de las hilanderas, tejedoras y encajeras de las aldeas; los más respetables representantes del gobierno, el señor o la Iglesia. Sus artesanos y tenderos abastecían a los campesinos y a los ciudadanos que vivían del campo. La ciudad provinciana había declinado tristemente desde sus días gloriosos de la Edad Media. Ya no eran como antaño «ciudades libres» o«ciudades-Estado», sino rara vez un centro de manufacturas para un mercado más amplio o un puesto estratégico para el comercio internacional A medida que declinaba, se aferraba con obstinación al monopolio de su mercado, que defendía contra todos los competidores: gran parte del provincianismo del que se burlaban los jóvenes radicales y los negociantes de las grandes ciudades procedía de ese movimiento de autodefensa económica. En la Europa meridional, gran parte de la nobleza vivía en ellas de las rentas de sus fincas. En Alemania, las burocracias de los innumerables principados -que apenas eran más que inmensas fincas- satisfacían los caprichos y deseos de sus serenísimos señores con las rentas obtenidas de un campesinado sumiso y respetuoso. La ciudad provinciana de finales del siglo XVIII pudo ser una comunidad próspera y expansiva, como todavía atestiguan en algunas partes de Europa occidental sus conjuntos de piedra de un modesto estilo neoclásico o rococó. Pero toda esa prosperidad y expansión procedía del campo [20]

                                                                       III
    El problema agrario era por eso fundamental en el mundo de 1789, y es fácil comprender por qué la primera escuela sistemática de economistas continentales-los fisiócratas franceses- consideraron indiscutible que la tierra, y la renta de la tierra, eran la única fuente de ingresos. Y que el eje del problema agrario era la relación entre quienes poseen la tierra y quienes la cultivan, entre los que producen su riqueza y los que la acumulan.
     Desde el punto de vista de las relaciones de la propiedad agraria, podemos dividir a Europa-o más bien al complejo económico cuyo centro radica en la Europa occidental- en tres grandes sectores. Al oeste de Europa estaban las colonias ultramarinas. En ellas, con la notable excepción de los Estados Unidos de América del Norte y algunos pocos territorios menos importantes de cultivo independiente, el cultivador típico era el indio, que trabajaba como un labrador forzado o un virtual siervo, o el negro, que trabajaba como esclavo; menos frecuente era el arrendatario que cultivaba la tierra personalmente. (En las colonias de las Indias Orientales, donde el cultivo directo por los plantadores europeos era rarísimo, la forma típica obligatoria impuesta por los poseedores de la tierra era la entrega forzosa de determinada cantidad de producto de una cosecha: por ejemplo, café o especias en las islas holandesas.) En otras palabras, el cultivador típico no era libre o estaba sometido a una coacción política. El típico terrateniente era el propietario de un vasto territorio casi feudal (hacienda, finca, estancia) o de una plantación de esclavos. La economía característica de la posesión casi feudal era primitiva y autolimitada, o, en todo caso, regida por las demandas  puramente regionales: la América española exportaba productos de minería, también extraídos por los indios -virtualmente siervos-, pero apenas nada de productos agrícolas, La economía característica de la zona de plantaciones de esclavos, cuyo centro estaba en las islas del Caribe, a lo largo de las costas septentrionales de América del Sur (especialmente en el norte del Brasil) y las del sur de los Estados Unidos, era la obtención de importantes cosechas de productos de exportación, sobre todo el azúcar, en menos extensión tabaco y café, colorantes y, desde el principio de la revolución industrial, el algodón más que nada. Éste formaba por ello parte integrante de la economía europea y, a través de la trata de esclavos, de la africana. Fundamentalmente la historia de esta zona en el período de que nos ocupamos podría resumirse en la decadencia del azúcar y la preponderancia del algodón. Al este de Europa occidental, más específicamente aún, al este de la línea que corre a lo largo del Elba, las fronteras occidentales de lo que hoy es Checoslovaquia, y que llegaban hasta el sur de Trieste, separando el Austria oriental de la occidental, estaba la región de la servidumbre agraria. Socialmente, la Italia al sur de la Toscana y la Umbría, y la España meridional, pertenecían a esta región; pero no Escandinavia (con la excepción parcial de
Dinamarca y el sur de Suecia). Esta vasta zona contenía algunos sectores  [21] de cultivadores técnicamente libres: los colonos alemanes se esparcían por todas partes, desde Eslovenia hasta el Volga, en clanes virtualmente independientes en las abruptas montañas de Iliria, casi igualmente que los hoscos campesinos guerreros que eran los panduros y cosacos, que habían constituido hasta poco antes la frontera militar entre los cristianos y los turcos y los tártaros, labriegos independientes del señor o el Estado, o aquellos que vivían en los grandes bosques en donde no existía el cultivo en gran escala. En conjunto, sin embargo, el cultivador típico no era libre, sino que realmente esta ha ahogado en la marea de la servidumbre, creciente casi sin interrupción desde finales del siglo XV o principios del XVI. Esto era menos patente en la región de los Balcanes, que había estado o estaba todavía bajo la directa administración de los turcos. Aunque el primitivo sistema agrario del pre- feudalismo turco, una rígida división de la tierra en la que cada unidad mantenía, no hereditariamente, a un guerrero turco, había degenerado en un sistema de propiedad rural hereditaria bajo señores mahometanos, Estos señores rara vez se dedicaban a cultivar sus tierras, limitándose asacar lo que podían de sus campesinos. Por esa razón, los Balcanes, al sur del Danubio y el Save, surgieron de la dominación turca en los siglos XIX y XX como países fundamentalmente campesinos, aunque muy pobres, y no como países de propiedad agrícola concentrada. No obstante, el campesino balcánico era legalmente tan poco libre como un cristiano y de hecho tan poco libre como un campesino, al menos en cuanto concernía a los señores.
    En el resto de la zona, el campesino típico era un siervo que dedicaba una gran parte de la semana  a trabajos forzosos sobre la tierra del señor u otras obligaciones por el estilo. Su falta de libertad podía ser tan grande que apenas se diferenciara de la esclavitud, como en Rusia y en algunas partes de Polonia, en donde podían ser vendidos separadamente de la tierra, Un anuncio insertado en la Gaceta de Moscú, en 1801, decía: «Se venden tres cocheros, expertos y de buena presencia, y dos muchachas, de dieciocho y quince años, ambas de buena presencia y expertas en diferentes clases de trabajo manual. La misma casa tiene en venta dos peluqueros: uno, de veintiún años, sabe leer, escribir, tocar un instrumento musical y servir como postillón; el otro es útil para arreglar el cabello a damas y caballeros y afinar pianos y órganos». (Una gran proporción de siervos servían como criados domésticos; en Rusia eran por lo menos el 5 por 100.)[5] En la costa del Báltico-la principal ruta comercial con la Europa occidental-, los siervos campesinos producían grandes cosechas para la exportación al oeste, sobre todo cereales, lino, cáñamo y maderas para la construcción de barcos. Por otra parte, también suministraban mucho al mercado regional, que contenía al menos una región accesible de importancia industrial y desarrollo urbano: Sajonia, Bohemia y la gran ciudad de Viena. Sin embargo, gran parte de la zona permanecía atrasada. La apertura de la ruta del mar Negro y la creciente urbanización [22] de Europa occidental, y principalmente de Inglaterra, acababan de empezar hacia poco a estimular las exportaciones de cereales del cinturón de tierras negras rusas, que serían casi la única mercancía exportada por Rusia hasta la industrialización de la URSS. Por ello, también el área servil oriental puede considerarse, lo mismo que la de las colonias ultramarinas, como una «economía dependiente» de Europa occidental en cuanto a alimentos y materias primas.
    Las regiones serviles de Italia y España tenían características económicas similares, aunque la situación legal de los campesinos era distinta. En términos generales, había zonas de grandes propiedades de la nobleza. No es imposible que algunas de ellas fueran en Sicilia y en Andalucía descendientes directos de los latifundios romanos, cuyos esclavos y coloni se convirtieron en los característicos labradores sin tierra de dichas regiones. Las grandes dehesas, los cereales (Sicilia siempre fue un riquísimo granero) y la extorsión de todo cuanto podía obtenerse del mísero campesinado, producían las rentas de los grandes señores a los que pertenecían.
      El señor característico de las zonas serviles era, pues, un noble propietario y cultivador o explotador de grandes haciendas, cuya extensión produce vértigos ala imaginación: Catalina la Grande repartió unos cuarenta a cincuenta mil siervos entre sus favoritos; los Radziwill, de Polonia, tenían propiedades mayores que la mitad de Irlanda; los Potocki poseían millón y medio de hectáreas en Ucrania; el conde húngaro Esterhazy (patrón de Haydn) llegó atener más de dos millones. Las propiedades de decenas de miles de hectáreas eran  numerosas.[6] Aunque descuidadas y cultivadas con procedimientos primitivos muchas de ellas, producían rentas fabulosas. El grande de España podía -como observaba un visitante francés de los desolados estados de la casa de Medina-Sidonia- «reinar como un león en la selva, cuyo rugido espantaba a cualquiera que pudiera acercarse»,[7]pero no estaba falto de dinero, igualando los amplios recursos de los milores ingleses.
    Además de los magnates, otra clase de hidalgos rurales, de diferente magnitud y recursos económicos, expoliaba también a los campesinos. En algunos países esta clase era abundantísima, y, por tanto, pobre y descontenta. Se distinguía de los plebeyos principalmente por sus privilegios sociales y políticos y su poca afición a dedicarse a cosas -como el trabajo- indignas de su condición. En Hungría y Polonia esta clase representaba el 10 por 100d de la población total, y en España, a finales del siglo XVIII, la componían medio millón de personas, y en 1827 equivalía al 10 por 100de la total nobleza europea;[8]en otros sitios era mucho menos numerosa. [23]

                                                                   IV
     Socialmente, la estructura agraria en el resto de Europa no era muy diferente. Esto quiere decir que, para el campesino o labrador, cualquiera que poseyese una finca era un «caballero», un miembro de la clase dirigente, y viceversa: la condición de noble o hidalgo (que llevaba aparejados privilegios sociales y políticos y era el único camino para acceder a los altos puestos del Estado) era inconcebible sin una gran propiedad. En muchos países de Europa occidental el orden feudal implicado por tales maneras de pensar estaba vivo políticamente, aunque cada vez resultaba más anticuado en lo económico. En realidad, su obsolescencia que hacía aumentar las rentas de los nobles y los hidalgos, a pesar del aumento de precios y de gastos, hacía a los aristócratas explotar cada vez más su posición económica inalienable y los privilegios de su nacimiento y condición. En toda la Europa continental los nobles expulsaban a sus rivales de origen más modesto de los cargos provechosos dependientes de la corona: desde Suecia, en donde la proporción de oficiales plebeyos bajó del 66 por 100 en 1719 (42 por 100 en 1700) al 23 por 100 en 1780,[9] hasta Francia, en donde esta «reacción feudal» precipitaría la revolución. Pero incluso en donde había en algunos aspectos cierta flexibilidad, como en Francia, en que el ingreso en la nobleza territorial era relativamente fácil, o como en Inglaterra, en donde la condición de noble y propietario se alcanzaba como recompensa por servicios o riquezas de otro género, el vínculo entre gran propiedad rural y clase dirigente seguía firme y acabó por hacerse más cerrado.
     Sin embargo, económicamente, la sociedad rural occidental era muy diferente. El campesino había perdido mucho de su condición servil en los últimos tiempos de la Edad Media, aunque subsistieran a menudo muchos restos irritantes de dependencia legal. Los fundos característicos hacía tiempo que habían dejado de ser una unidad de explotación económica convirtiéndose en un sistema de percibir rentas y otros ingresos en dinero. El campesino, más o menos libre, grande, mediano o pequeño, era el típico cultivador del suelo. Si era arrendatario de cualquier clase, pagaba una renta (o, en algunos sitios, una parte de la cosecha) al señor. Si técnicamente era un propietario, probablemente estaba sujeto a una serie de obligaciones respecto al señor local, que podían o no convertirse en dinero (como la obligación de vender su trigo al molino del señor), lo mismo que pagar impuestos al príncipe, diezmos ala Iglesia y prestar algunos servicios de trabajo forzoso, todo lo cual contrastaba con la relativa exención de los estratos sociales más elevados. Pero si estos vínculos políticos se hubieran roto, una gran parte de Europa habría surgido como un área de agricultura campesina; generalmente una en la que una minoría de ricos campesinos habría tendido a convertirse en granjeros comerciales, vendiendo un permanente sobrante de cosecha al [24] mercado urbano, y en la que una mayoría de campesinos medianos y pequeños habría vivido con cierta independencia de sus recursos, a menos que éstos fueran tan pequeños que les obligaran a dedicarse temporalmente a otros trabajos  agrícolas o industriales, que les permitieran aumentar sus ingresos.
     Sólo unas pocas comarcas habían impulsado el desarrollo agrario dando un paso adelante hacia una agricultura puramente capitalista, principalmente en  Inglaterra. La gran propiedad estaba muy concentrada, pero el típico cultivador era un comerciante de tipo medio, granjero-arrendatario que operaba con trabajo alquilado, Una gran cantidad de pequeños propietarios, habitantes en chozas, embrollaba la situación. Pero cuando ésta cambió (entre 1760 y 1830, aproximadamente), lo que surgió no fue una agricultura campesina, sino una clase de empresarios agrícolas -los granjeros- y un gran proletariado agrario. Algunas regiones europeas en donde eran tradicionales las inversiones comerciales en la labranza -como en ciertas zonas de Italia y los Países Bajos-, o en donde se producían cosechas comerciales especializadas, mostraron también fuertes tendencias capitalistas, pero ello fue excepcional. Una excepción posterior fue Irlanda, desgraciada isla en la que se combinaban las desventajas de las zonas más atrasadas de Europa con las de la proximidad a la economía más avanzada. Un puñado de latifundistas absentistas, parecidos a los de Sicilia y Andalucía, explotaban a una vasta masa de pequeños arrendatarios cobrándoles sus rentas en dinero.
     Técnicamente, la agricultura europea era todavía, con la excepción  de unas pocas regiones avanzadas, tradicional, a la vez que asombrosamente ineficiente. Sus productos seguían siendo los más tradicionales: trigo, centeno, cebada, avena y, en Europa oriental, alforfón, el alimento básico del pueblo; ganado vacuno, lanar, cabrío y sus productos, cerdos y aves de corral, frutas y verduras y cierto número de materias primas industriales como lana, lino, cáñamo para cordaje, cebada y lúpulo para la cervecería, etc. La alimentación de Europa todavía seguía siendo regional. Los productos de otros climas eran rarezas rayanas en el lujo, con la excepción quizá del azúcar, el más importante producto alimenticio importado de los trópicos y el que con su dulzura ha creado más amargura para la humanidad que cualquier otro. En Gran Bretaña (reconocido como el país más adelantado) el promedio de consumo anual por cabeza en 1790era de 14libras. Pero incluso en Gran Bretaña el promedio de consumo de té per capita era 1,16libras, o sea, apenas dos onzas al mes.
      Los nuevos productos importados de América o de otras zonas tropicales habían avanzado algo. En la Europa meridional y en los Balcanes, el maíz (cereal indio) estaba ya bastante difundido -y había contribuido a asentar a los campesinos nómadas en sus tierras de los Balcanes- y en el norte de Italia el arroz empezaba a hacer progresos. El tabaco se cultivaba en varios países, más como monopolio del gobierno para la obtención de rentas, aunque su consumo era insignificante en comparación con los tiempos modernos: el inglés medio de 1790 que fumaba, tomaba rapé o mascaba tabaco no consumía más de una onza y un tercio por mes. El gusano de seda [25] se criaba en numerosas regiones del sur de Europa. El más importante de esos productos – la patata – empezaba a abrirse paso poco a poco, excepto en Irlanda, en donde su capacidad alimenticia por hectárea, muy superior a la de otros, la había popularizado rápidamente. Fuera de Inglaterra y los Países Bajos, el cultivo de los tubérculos y forrajes era excepcional, y sólo con las guerras napoleónicas empezó la producción masiva  de remolacha azucarera.
    El siglo XVIII  no supuso, desde luego, un estancamiento agrícola. Por el contrario, una gran era de expansión demográfica, de aumento de urbanización, comercio y manufactura, impulsó y hasta exigió el desarrollo agrario. La segunda mitad del siglo vio el principio del tremendo, y desde entonces ininterrumpido, aumento de población, característico del mundo moderno: entre
1755 y 1784, por ejemplo, la población rural de Brabante (Bélgica) aumentó en un 44 por 100.[10]  Pero lo que originó numerosas campañas para el progreso agrícola, lo que multiplicó las sociedades de labradores, los informes gubernamentales y las publicaciones propagandísticas desde Rusia hasta España, fue, más que sus progresos, la cantidad de obstáculos que dificultaban el avance agrario.


                                                                       V

    El mundo de la agricultura resultaba perezoso, salvo quizá para su sector capitalista. El del comercio y el de las manufacturas y las actividades técnicas e intelectuales que surgían con ellos era confiado, animado y expansivo, así como eficientes, decididas y optimistas las clases que de ambos se beneficiaban. El observador contemporáneo se sentía sorprendidísimo por el vasto despliegue de trabajo, estrechamente unido a la explotación colonial. Un sistema de comunicaciones marítimas, que aumentaba rápidamente en volumen y capacidad, circundaba la tierra, beneficiando alas comunidades mercantiles de la Europa del Atlántico Norte, que usaban el poderío colonial para despojar a los habitantes de las Indias Orientales[11] de sus géneros, exportándolos a Europa y África, en donde estos y otros productos europeos servían para la compra de esclavos con destino a los cada vez más importantes sistemas de plantación de las Américas. Las plantaciones americanas exportaban por su parte en cantidades cada vez mayores su azúcar, su algodón, etc., a los puertos del Atlántico y del mar del Norte, desde donde se redistribuían hacia el este junto con los productos y manufacturas tradicionales del intercambio comercial este-oeste: textiles, sal, vino y otras mercancías. [26] Del oriente europeo venían granos, madera de construcción, lino (muy solicitado en los trópicos), cáñamo y hierro de esta segunda zona colonial. y entre las economías relativamente desarrolladas de Europa-que incluían, hablando en términos económicos, las activas comunidades de pobladores blancos en las colonias británicas de América del Norte(desde 1783,los Estados Unidos de América)-la red comercial se hacía más y más densa.
     El nabab o indiano,  que regresaba de las colonias con una fortuna muy superior a los sueños de la avaricia provinciana; el comerciante y armador, cuyos espléndidos puertos-Burdeos, Bristol, Liverpool- habían sido construidos o reconstruidos en el siglo, parecían los verdaderos triunfadores económicos de la época, sólo comparables a los grandes funcionarios y financieros que amasaban sus caudales en el provechoso servicio de los estados, pues aquella erala época en la que el término «oficio provechoso bajo la corona» tenía un significado literal. Aparte de ellos, la clase media de abogados, administradores de grandes fincas, cerveceros, tenderos y algunas otras profesiones que acumulaban una modesta riqueza a costa del mundo agrícola, vivían unas vidas humildes y tranquilas, e incluso el industrial parecía poco más que un pariente pobre. Pues aunque la minería y la industria se extendían con rapidez en todas partes de Europa,  el mercader (y en Europa oriental muy a menudo también el señor feudal) seguía siendo su verdadero director.
    Por esta razón, la principal forma de expansión de la producción industrial fue la denominada sistema doméstico, o putting-out system, por la cual un mercader compraba todos los productos del artesano o del trabajo no agrícola de los campesinos para venderlo luego en los grandes mercados. El simple crecimiento de este tráfico creó inevitablemente unas rudimentarias condiciones para un temprano capitalismo industrial. El artesano, vendiendo su producción total, podía convertirse en algo más que un trabajador pagado a destajo, sobre todo si el gran mercader le proporcionaba el material en bruto o le suministraba algunas herramientas. El campesino que también tejía podía convertirse en el tejedor que tenía también una parcelita de tierra. La especialización en los procedimientos y funciones permitió dividir la vieja artesanía o crear un grupo de trabajadores semiexpertos entre los campesinos. El antiguo maestro artesano, o algunos grupos especiales de artesanos o algún grupo local de intermediarios, pudieron convertirse en algo semejante a sub-contratistas o patronos. Pero la llave maestra de estas formas descentralizadas de producción, el lazo de unión del trabajo de las aldeas perdidas o los suburbios de las ciudades pequeñas con el mercado mundial, era siempre alguna clase de mercader. Y los «industriales» que surgieron o estaban a punto de surgir de las filas de los propios productores eran pequeños operarios a su lado, aun cuando no dependieran directamente de aquél. Hubo algunas raras excepciones, especialmente en la Inglaterra industrial. Los forjadores, y otros hombres como el gran alfarero Josiah Wedgwood, eran personas orgullosas y respetadas, cuyos establecimientos visitaban los curiosos de toda [27] Europa. Pero el típico industrial (la palabra no se había inventado todavía) seguía siendo un suboficial más bien que un capitán de industria.
   No obstante, cualquiera que fuera su situación, las actividades del comercio y la manufactura  florecían brillantemente. Inglaterra, el país europeo más próspero del siglo XVIII, debía su poderío a su progreso económico. Y hacia 1780 todos los gobiernos continentales que aspiraban a una política racional, fomentaban el progreso económico y, de manera especial, el desarrollo industrial, pero no todos con el mismo éxito. Las ciencias, no divididas todavía como en el académico siglo XIX en una rama superior «pura»y en otra inferior «aplicada», se dedicaban a resolver los problemas de la producción: los avances más sorprendentes en 1780 fueron los de la química, más estrechamente ligada por la tradición a la práctica de los talleres y a las necesidades de la industria. La gran Enciclopedia de Diderot y D'Alembert no fue sólo un compendio del pensamiento progresista político y social, sino también del progreso técnico y científico. Pues, en efecto, la convicción del progreso del conocimiento humano, el racionalismo, la riqueza, la civilización y el dominio de la naturaleza de que tan profundamente imbuido estaba el siglo XVIII, la Ilustración, debió su fuerza, ante todo, al evidente progreso de la producción y el comercio, y al racionalismo económico y científico, que se creía asociado a ellos de manera inevitable. Y sus mayores paladines fueron las clases más progresistas económicamente, las más directamente implicadas en los tangibles adelantos de los tiempos: los círculos mercantiles y los grandes señores económicamente ilustrados, los financieros, los funcionarios conformación económica y social, la clase media educada, los fabricantes y los empresarios. Tales hombres saludaron a un Benjamin Franklin, impresor y periodista, inventor, empresario, estadista y habilísimo negociante, como el símbolo del futuro ciudadano, activo, razonador y autoformado. Tales hombres, en Inglaterra, en donde los hombres nuevos no tenían necesidades de encarnaciones revolucionarias transatlánticas, formaron las sociedades provincianas de las que brotarían muchos avances científicos, industriales y políticos. La Sociedad Lunar(Lunar Society) de Birmingham, por ejemplo, contaba entre sus miembros al citado Josiah Wedgwood, al inventor de la máquina de vapor, James Watt, y a su socio Matthew Boulton, al químico Priestley, al biólogo precursor de las teorías evolucionistas Erasmus Darwin (abuelo de un Darwin más famoso), al gran impresor Baskerville. Todos estos hombres, a su vez, pertenecían a las logias masónicas, en las que no contaban las diferencias de clase y se propagaba con celo desinteresado la ideología de la Ilustración.
    Es significativo que los dos centros principales de esta ideología –Francia e Inglaterra- lo fueran también de la doble revolución; aunque de hecho sus ideas alcanzaron mucha mayor difusión en sus fórmulas francesas (incluso cuando éstas eran versiones galas de otras inglesas). Un individualismo secular, racionalista y progresivo, dominaba el pensamiento «ilustrado». Su objetivo principal era liberar al individuo de las cadenas que le oprimían: el tradicionalismo ignorante de la Edad Media que todavía proyectaba sus sombras [28] sobre el mundo: la superstición de las iglesias ( tan  distintas de la religión natural» o «racional»); de la irracionalidad que dividía a los hombres en una jerarquía de clases altas y bajas según el nacimiento o algún otro criterio desatinado. La libertad, la igualdad -y luego la fraternidad- de todos los hombres eran sus lemas. (En debida forma serían también los de la Revolución francesa.) El reinado de la libertad individual no podría tener
sino las más beneficiosas consecuencias. El libre ejercicio del talento individual en un mundo de razón produciría los más extraordinarios resultados. La apasionada creencia en el progreso del típico pensador «ilustrado» reflejaba el visible aumento en conocimientos y técnica, en riqueza, bienestar y civilización que podía ver en torno suyo y que achacaba con alguna justicia
al avance creciente de sus ideas. Al principio de su siglo, todavía se llevaba a la hoguera a las brujas; a su final, algunos gobiernos «ilustrados», como el de Austria, habían abolido no sólo la tortura judicial, sino también la esclavitud. ¿Qué no cabría esperar si los obstáculos que aún oponían al progreso los intereses del feudalismo y la Iglesia fuesen barridos definitivamente?
     No es del todo exacto considerar la Ilustración como una ideología de clase media, aunque hubo muchos«ilustrados» -y en política fueron los más decisivos- que consideraban irrefutable que la sociedad libre sería una sociedad capitalista.[12]  Pero, en teoría, su objetivo era hacer libres a todos los seres humanos. Todas las ideologías progresistas, racionalistas y humanistas están implícitas en ello y proceden de ello. Sin embargo, en la práctica, los jefes de la emancipación por la que clamaba la Ilustración procedían por lo general de las clases intermedias de la sociedad -hombres nuevos y racionales, de talento y méritos independientes del nacimiento-, y el orden social que nacería de sus actividades sería un orden «burgués» y capitalista.
     Por tanto, es más exacto considerar la Ilustración como una ideología revolucionaria, a pesar de la cautela y moderación política de muchos de sus paladines continentales, la mayor parte de los cuales -hasta 1780- ponían su fe en la monarquía absoluta «ilustrada». El«despotismo ilustrado» supondría la abolición del orden político y social existente en la mayor parte de Europa. Pero era demasiado esperar que los anciens régimes se destruyeran a sí mismos voluntariamente. Por el contrario, como hemos visto, en algunos aspectos se reforzaron contra el avance de las nuevas fuerzas sociales y económicas. Y sus ciudadelas (fuera de Inglaterra, las Provincias Unidas y algún otro sitio en donde ya habían sido derrotados), eran las mismas monarquías en las que los moderados «ilustrados» tenían puestas sus esperanzas. [29]

                                                                   VI
    Con la excepción de Gran Bretaña (que había hecho su revolución en el siglo  XVII) y algunos estados pequeños, las monarquías absolutas gobernaban en todos los países del continente europeo. Y aquellos en los que no gobernaban, como Polonia, cayeron en la anarquía y fueron absorbidos por sus poderosos vecinos. Los monarcas hereditarios por la gracia de Dios encabezaban jerarquías de nobles terratenientes, sostenidas por la tradicional ortodoxia de las iglesias y rodeadas por una serie de instituciones que nada tenían que las recomendara excepto un largo pasado. Cierto que las evidentes necesidades de la cohesión y la eficacia estatal, en una época de vivas rivalidades  internacionales, habían obligado a los monarcas a doblegar las tendencias anárquicas de sus nobles y otros intereses, y crearse un aparato estatal con servidores civiles, no aristocráticos en cuanto fuera posible. Más aún, en la última parte del siglo XVIII, estas necesidades y el patente éxito internacional del poder capitalista británico llevaron a esos monarcas (o más bien a sus consejeros) a intentar unos programas de modernización económica, social, intelectual y administrativa. En aquellos días, los príncipes adoptaron el sobrenombre de«ilustrados» para sus gobiernos, como los de los nuestros, y por análogas razones, adoptan el de «planificadores». Y como en nuestros días, muchos de los que lo adoptaron en teoría hicieron muy poco para llevarlo a la práctica, y algunos de los que lo hicieron, lo hicieron movidos menos por un interés en las ideas generales que para la sociedad suponían la «ilustración» o la «planificación», que por las ventajas prácticas que la adopción de tales métodos suponía para el aumento de sus ingresos, riqueza y poder.
    Por el contrario, las clases medias y educadas con tendencia al progreso consideraban a menudo el poderoso aparato centralista de una monarquía «ilustrada» como la mejor posibilidad de lograr sus esperanzas..Un príncipe necesitaba de una clase media y de sus ideas para modernizar su régimen; una clase media débil necesitaba un príncipe para abatir la resistencia al progreso de unos intereses aristocráticos y clericales sólidamente atrincherados.
   Pero la monarquía absoluta, a pesar de ser modernista e innovadora, no podía -y tampoco daba muchas señales de quererlo- zafarse de la jerarquía de los nobles terratenientes, cuyos valores simbolizaba e incorporaba, y de los que dependía en gran parte. La monarquía absoluta, teóricamente libre para hacer cuanto quisiera, pertenecía en la práctica al mundo bautizado por
la Ilustración con el nombre de feudalidad o feudalismo, vocablo que luego popularizaría la Revolución francesa. Semejante monarquía estaba dispuesta a utilizar todos los recursos posibles para reforzar su autoridad y sus rentas dentro de sus fronteras y su poder fuera de ellas, lo cual podía muy bien llevarla a mimar a las que eran, en efecto, las fuerzas ascendentes de la sociedad. Estaba dispuesta a reforzar su posición política enfrentando a unas clases, fundos o provincias contra otros. Pero sus horizontes eran los de su historia, [30] su función y su clase. Difícilmente podía desear, y de hecho jamás la realizaría, la total transformación económica y social exigida por el progreso de la economía y los grupos sociales ascendentes.
    Pongamos un ejemplo. Pocos pensadores racionalistas, incluso entre los consejeros de los príncipes, dudaban seriamente de la necesidad de abolir la servidumbre y los lazos de dependencia feudal que aún sujetaban a los campesinos. Esta reforma era reconocida como uno de los primeros puntos de cualquier programa «ilustrado», y virtualmente no hubo soberano desde
Madrid hasta San Petersburgo y desde Nápoles hasta Estocolmo que en el cuarto de siglo anterior a la Revolución francesa no suscribiera uno de estos programas. Sin embargo, las únicas liberaciones verdaderas de campesinos realizadas antesde1789 tuvieron lugar en pequeños países como Dinamarca y Saboya, o en las posesiones privadas de algunos otros príncipes. Una liberación más amplia fue intentada en 1781 por el emperador José II de Austria, pero fracasó frente a la resistencia política de determinados intereses y la rebelión de los propios campesinos para quienes había sido concebida, quedando incompleta. Lo que aboliría las relaciones feudales agrarias en toda
Europa central y occidental sería la Revolución francesa, por acción directa, reacción o ejemplo, y luego la revolución de 1848.
    Existía, pues, un latente -que pronto sería abierto- conflicto entre las fuerzas de la vieja sociedad y la nueva sociedad «burguesa», que no podía resolverse dentro de las estructuras de los regímenes políticos existentes, con la excepción de los sitios en donde ya habían triunfado los elementos burgueses, como en Inglaterra. Lo que hacía a esos regímenes más vulnerables
todavía era que estaban sometidos a diversas presiones: la de las nuevas fuerzas, la de la tenaz y creciente resistencia de los viejos intereses y la de los rivales extranjeros.
 Su punto más vulnerable era aquel en el que la oposición antigua y nueva tendían a coincidir: en los movimientos autonomistas de las colonias o provincias más remotas y menos firmemente controladas. Así, en la monarquía de los Habsburgo, las  reformas de José II hacia 1780 originaron tumultos en los Países Bajos austríacos -la actual Bélgica- y un movimiento revolucionario que en 1789 se unió naturalmente al de Francia. Con más intensidad, las comunidades blancas en las colonias ultramarinas de los países europeos se oponían a la política de sus gobiernos centrales, que subordinaba los intereses estrictamente coloniales a los de la metrópoli. En todas partes de las América-español, francesa e inglesa-,  lo mismo que en Irlanda, se produjeron  movimientos que pedían autonomía -no siempre por regímenes que representaban fuerzas más progresivas económicamente que las de las metrópolis-, y varias colonias la consiguieron por vía pacífica durante algún tiempo, como Irlanda, ola obtuvieron por vía revolucionaria, como los Estados Unidos. La expansión económica, el desarrollo colonial y la tensión de las proyectadas reformas del «despotismo ilustrado» multiplicaron la ocasión de tales conflictos entre los años 1770 y1790.
 La disidencia provincial o colonial no era fatal en sí. Las sólidas monarquías [31] podían soportar la pérdida de una o dos provincias, y la víctima principal del autonomismo colonial - Inglaterra- no sufrió las debilidades de los viejos regímenes, por lo que permaneció tan estable y dinámica a pesar de la revolución americana. Había pocos países en donde concurrieran las condiciones puramente domésticas para una amplia transferencia de los poderes. Lo que hacía explosiva la situación era la rivalidad internacional.
    La extrema rivalidad internacional -la guerra- ponía aprueba los recursos de un Estado. Cuando era incapaz de soportar esa prueba, se tambaleaba, se resquebrajaba o caía. Una tremenda serie de rivalidades políticas imperó en la escena internacional europea durante la mayor parte del siglo XVIII, alcanzando sus períodos álgidos de guerra general en 1689-1713, 1740-1748,1756-1763,1776-1783 y sobre todo en la época que estudiamos, 1792-1815. Este último fue el gran conflicto entre Gran Bretaña y Francia, que también, en cierto sentido, fue el conflicto entre los viejos y los nuevos regímenes. Pues Francia, aun suscitando la hostilidad británica por la rápida expansión de su comercio y su imperio colonial, era también la más poderosa, eminente e influyente y, en una palabra, la clásica monarquía absoluta y aristocrática. En ninguna ocasión se hace más manifiesta la superioridad del nuevo sobre el viejo orden social que en el conflicto entre ambas potencias.
   Los ingleses no sólo vencieron más o menos decisivamente en todas esas guerras excepto en una, sino que soportaron el esfuerzo de su organización, sostenimiento y consecuencias con relativa facilidad. En cambio, para la monarquía francesa, aunque más grande, más populosa y más provista de recursos que la inglesa, el esfuerzo fue demasiado grande. Después de su derrota en la
Guerra de los Siete Años (1756-1763), la rebelión de las colonias americanas le dio oportunidad de cambiar las tornas para con su adversario. Francia la aprovechó. Y naturalmente, en el subsiguiente conflicto internacional Gran Bretaña fue duramente derrotada, perdiendo la parte más importante de su imperio americano, mientras Francia, aliada de los nuevos Estados Unidos, resultó victoriosa. Pero el coste de esta victoria fue excesivo, y las dificultades del gobierno francés desembocaron inevitablemente en un período de crisis política interna, del que seis años más tarde saldría la revolución.

                                                                    VII
     Parece necesario completar este examen preliminar del mundo en la época de la doble revolución con una ojeada sobre las relaciones entre Europa (o más concretamente la Europa occidental del norte) y el resto del mundo. El completo dominio político y militar del mundo por Europa (y sus prolongaciones ultramarinas, las comunidades de colonos blancos) iba a ser él producto de la época de la doble revolución. A finales del siglo XVIII, en varias de las grandes potencias y civilizaciones no europeas, todavía se consideraba iguales al mercader, al marino y al soldado blancos. El gran Imperio chino, entonces en la cima de su poderío bajo la dinastía manchú (Ch'ing), [32] no era víctima de nadie. Al contrario, una parte de la influencia cultural corría desde el este hacia el oeste, y los filósofos europeos ponderaban las lecciones de aquella civilización distinta pero evidentemente refinada, mientras los artistas y artesanos copiaban los motivos-a menudo ininteligibles- del Extremo Oriente en sus obras y adaptaban sus nuevos materiales (porcelana) a los usos europeos. Las potencias islámicas (como Turquía), aunque sacudidas periódicamente por las fuerzas militares de los estados europeos vecinos(Austria y sobre todo Rusia),distaban mucho de ser los pueblos desvalidos en que se convertirían en el siglo XIX. África permanecía virtualmente inmune a la penetración militar europea. Excepto en algunas regiones alrededor del cabo de Buena Esperanza, los blancos estaban confinados en las factorías comerciales costeras.
      Sin embargo, ya la rápida y creciente expansión del comercio y las empresas capitalistas europeas socavaban su orden social; en África, a través de la intensidad sin precedentes del terrible tráfico de esclavos; en el océano Índico, a través de la penetración de las potencias colonizadoras rivales, y en el Oriente Próximo, a través de los conflictos comerciales y militares. La conquista europea directa ya empezaba a extenderse significativamente más allá del área ocupada desde hacía mucho tiempo por la primitiva colonización de los españoles y los portugueses en el siglo XVI, y los emigrados blancos en Norteamérica en el XVII. El avance crucial lo hicieron los ingleses, que ya habían establecido un control territorial directo sobre parte de la India (Bengala principalmente) y virtual sobre el Imperio mogol, lo que, dando un paso más, los llevaría en el período estudiado por nosotros a convertirse en gobernadores y administradores de toda la India. La relativa debilidad de las civilizaciones no europeas cuando se enfrentaran con la superioridad técnica y militar de Occidente estaba prevista. La que ha sido llamada «la época de Vasco de Gama», las cuatro centurias de historia universal durante las cuales un puñado de estados europeos y la fuerza del capitalismo europeo estableció un completo, aunque temporal -como ahora se ha demostrado-, dominio del mundo, estaba a punto de alcanzar su momento culminante. La doble revolución iba a hacer irresistible la expansión europea, aunque también iba a proporcionar al mundo no europeo las condiciones y el equipo para lanzarse al contraataque.  [33]





J. VICENS VIVES HISTORIA GENERAL MODERNA II -SIGLOS XVII-XX - IX. El despotismo ilustrado

IX. El despotismo ilustrado 
   La trayectoria histórica que arranca de la afirmación renacentista, alcanza su apogeo en el siglo XVIII. De un lado, culminan los valores tradicionales que superaron el Renacimiento, asociados a los nuevos factores culturales que fueron asimilados por la sociedad sin perjuicio para su estructura antigua: economía de tipo mercantilista, organi­zación social jerárquica, monarquía absoluta, cultura encua­drada en los marcos nacionales y espíritu religioso creyente en la Revelación -en resumen, lo que ha dado en llamarse Antiguo Régimen-. De otro, se desarrollan los productos genuinos de los postulados renacentistas, los cuales, por su oposición inevitable al sistema político, religioso y cultural imperante, adquieren fuerza y valor subversivos. Raciona­lismo, individualismo, subjetivismo, criticismo, indiferen­tismo, relativismo, se combinan en la filosofía de la Ilustración para preparar la explosión revolucionaria que corona la obra de los pensadores radicales de la centuria.
Sin embargo, durante el Dieciocho se logra una posición de equilibrio entre la Tradición y la Revolución cuyo símbolo cabal se halla expresado en la monarquía del Despotismo Ilustrado. Como indica su mismo nombre, ésta recoge lo viejo y lo nuevo, el pasado y el futuro. La coexistencia de elementos antagónicos en cada uno de los fenómenos históricos del "siglo de las luces" se explica    porque esta centuria, por lo menos en una de sus ramas ideológicas, no fue una época de entusiasmos ni de profundas convicciones. En ella todo se halla adecuada­mente compensado y amortiguado. Sólo hacia su último tercio una nueva generación rompe violentamente el com­promiso cultural y político trabajosamente elaborado y abre cauce al desencadenamiento de las posiciones extre­mas. Con la Revolución empieza la decadencia de los valores renacentistas.
El siglo XVIII es por antonomasia la época de la fe en la razón humana, que ha de inaugurar la era de la "redención por la filosofía". El pensamiento pretende dominar en las diferentes esferas de la actividad histórica y señalar los nuevos rumbos para la economía, la estructura social, el gobierno, las ciencias y la religión de los pueblos. Por esta causa iniciamos el estudio de las características intrínsecas del Setecientos con la exposición de sus nuevas fórmulas ideológicas.

ENCICLOPEDIA y "AUFKLARUNG"
  Formación y difusión del pensamiento "ilustrado". La Ilustración, o Aufklarung en alemán, no es un movimiento cultural, creador e inédito. Se trata de un simple proceso de divulgación y aplicación práctica de los grandes principios establecidos por la filosofía y la investigación científica del siglo precedente. En el aspecto del desarrollo general de la cultura, la intelectualidad "ilustrada" adquiere, por tanto, una influencia muy marcada y su obra es, en verdad, importante y positiva. Pero, en cambio, su actitud es puramente negativa cuando se enfrenta con los grandes problemas de la sociedad de la época, inaugurando el ciclo de crisis espirituales que se suceden sin interrupción hasta culminar en la del siglo XX.
Dos son los principios renacentistas que informan el nacimiento del pensamiento ilustrado: el racionalismo y el naturalismo. Ambos habían triunfado en la última genera­ción del siglo XVII, según hemos examinado al referimos a la titulada "crisis de la conciencia europea" (pág. 542). La labor demo1edora de Bay1e, la nueva concepción política de Locke, la visión del mundo de Newton, el moralismo laico [79] de Shaftesbury, el deísmo de Collins, habían coincidido en la escena intelectual europea como prueba de una cohesión ideológica que hacía prever un brusco y formidable ataque contra el orden establecido. Pero nos engañaríamos -como se engañó Hazard- si considerásemos que la masa genera­cional de aquel entonces se hizo eco de la novísima forma de pensar. Hoy damos un valor de exponente a la obra de aquellos precursores; pero en su tiempo fueron descono­cidos o poco menos: Fénelon permaneció inédito; Grocio, Pufendorf y Locke sólo eran conocidos por los eruditos. Cierto es, en cambio, que el Dictionnaire de Bayle figuraba en la mitad de las bibliotecas particulares; que la Histoire des Oracles, de Fontenelle, fue editada doce veces de 1686 a 1724; que las obras de Saint-Evremond tuvieron una boga inaudita (cincuenta ediciones hasta 1705); pero aun todo ello es poco si se compara con el ciego entusiasmo que despertaban los Caracteres de La Bruyere, crítica epidér­mica de la sociedad versallesca. A excepción de algunos "libertinos" que frecuentaban los salones de Ninon de Lenclos y de Mesdames de La Sabliere y Deshoulieres, la sociedad francesa, en general, recibió con evidente desin­terés la semilla que acababan de sembrar aquellos pensa­dores.
No obstante, continuaba abriéndose paso de modo implacable la crítica contra la mentalidad tradicional. Una crítica en modo alguna violenta, sino fina, irónica, al gusto de la época. El decenio 1720-1730 asistió a una verdadera proliferación de obras imaginativas, cuyo velado objeto era poner en entredicho la estructura social e ideológica hasta entonces aceptada por válida. Siguiendo el camino inaugurado por las Conversazioni de Marana (pág. 546) y seguido con éxito cada vez creciente por Chardin, La Mothe le Boyer y Simon Ockley, una nube de turcos, persas, chinos y árabes se abatió sobre los países de Occidente para enjuiciar sus costumbres y ritos, no a la luz de su experiencia nacional, sino al foco de la "razón" ocultamente manejado por el autor. No debe olvidarse que de 1721 datan las Cartas persas del parlamentario Montesquieu, audaz e ingenioso ataque contra los convencionalismos del Antiguo Régimen. Cinco años las separan de los Viajes de Gulliver, de Johnatan Swift, en cuya obra, a través de unas peripecias sorprendentes, de mentalidad infantil, resalta una acerba [80]
crítica de las prevenciones humanas. En la misma línea puede situarse The Beggar's Opera (1728), de John Gay, apología de los bajos fondos en los que ejerce su papel hegemónico Mr. Peachum y su banda; en realidad, mordaz ataque contra la nobleza y la vida política de Inglaterra.
De otro lado, en el mismo decenio aumentan las diatribas .contra la religión. Dios es combatido; no, desde luego, el Dios de los deístas, sino el de los cristianos, al que se le acusa de ser ilógico e irracional. Ahora no se trata de simples alfilerazo s; las centurias de debeladores de la ortodoxia despliegan sus líneas con encarnizamiento apasio­nado, Ahí están el napolitano Pietro Giannone, quien combatió la iconodulia y la jerarquía en la Istoria civile del regno di Napoli (1723); el sacerdote francés Jean Messlier, quien, en el transcurso de una crisis ideológica paroxísmica, lanzó contra la Iglesia brutales blasfemias (Testament, 1729), y el deísta inglés John Tyndall, quien, en 1730, insistió sobre 'el imperio de la ley natural en las afecciones religiosas de los hombres en la obra Christianity as old as the Creation.
Todo ello revelaba un estado de espíritu. Otro aspecto de la misma tendencia lo constituye la admiración continen­tal hacia Inglaterra, reciente vencedora en Utrecht e ilustrada por una brillante generación intelectual en que Locke, Newton y Shaftesbury se codeaban con el poeta Pope, el dramaturgo Addison y el novelista Swift. En esa atmósfera, las corrientes empiristas inglesas ganaron pronta­mente el continente. El primer país afectado por ellas fue, como es natural, Holanda, donde ya en 1716 se explicaban los principios newtonianos en la Universidad de Leyden y se imprimían los tratados de Locke y los deístas. Pero su asimilación al pensamiento continental y su transformación en la filosofía de la Ilustración se llevó a cabo en Francia. El país del racionalismo admitió las conclusiones más radicales de la filosofía inglesa, su actitud escéptica frente a la monarquía, la religión y las instituciones tradicionales. Los sistemas elaborados en Francia hacia la mitad del si­glo XVIII, que luego estudiaremos detalladamente, irradiaron por toda Europa, ya que en aquella centuria la lengua y el espíritu francés imperaban sin rival en el continente. La Ilustración se difundió desde Francia, concretamente desde París, por España, Italia, Prusia, Austria, Suecia y Rusia. [81]
El éxito de la Ilustración en Francia no se explica sin la existencia de tres factores: el desencanto producido por el fracaso de la política interna y externa de Luis XIV, el poderoso arraigo de la filosofía cartesiana y el desarrollo bastante considerable del libertinaje filosófico-religioso. Fueron condiciones sociales, políticas e intelectuales muy diversas las que formaron el ariete que se lanzó al asalto de la Tradición. Un investigador muy riguroso -Mornet- esta­blece tres fases en este proceso combativo: la etapa inicial, la lucha decisiva y el triunfo. Las dos primeras (hasta 1770) corresponden íntegramente al momento que ahora estu­diamos; ambas se hallan separadas por la fecha de 1748, en que apareció el Espíritu de las Leyes, de Montesquieu.
Una nota peculiar del desarrollo de la nueva corriente intelectual fue su alejamiento de las universidades y aca­demias oficiales donde chocaba, como es lógico, con la resistencia del Estado y las autoridades. Los filósofos y literatos partidarios del pensamiento ilustrado se agrupaban en los salones de París, que en esta época desempeñaron un papel importantísimo en la cristalización de las formas inte­lectuales. El salón, como centro de refinamiento espiritual, tenía en Francia una tradición de dos siglos; pero durante el XVIII se convirtió en crisol de la Ilustración. En el club del Entresuelo, el abate Alary reunió desde 1724 a perso­nalidades relevantes en el campo del doctrinarismo político y del utopismo literario; más tarde fueron muy concurridos los salones de las señoras de Deffand, Lespinasse, Geoffrin, Epinay, etc., a cuyas tertulias asistían Fontenelle, Mon­tesquieu, D'Alembert, Duclos; Grimm y otros jerifaltes de las nuevas corrientes ideológicas.
También hemos de computar la prensa entre los elementos que favorecieron la propagación del pensamiento ilustrado. La edición de libros, folletos y revistas progresó extraordinariamente durante el siglo XVIII, y aunque muchos de ellos eran censurados por las autoridades reales o eclesiásticas, las impresiones de libros prohibidos, realizadas en Holanda, eran introducidas clandestinamente en Francia y de aquí pasaban a otros países. Una vasta organización de libreros y comisionistas difundía los folletos más radicales, a veces ante los mismos ojos de la policía. A fines del siglo, cuando la Ilustración se impuso en la sociedad, las ediciones de las obras enciclopedistas se multiplicaron en escala [82] considerable. Por lo que respecta a la difusión de la cultura y las noticias, el Dieciocho fomentó el auge de los periódicos, aparecidos en la centuria precedente. Hebdomadarios y cotidianos vieron la luz en todos los países europeos. Parece ser que el primer cotidiano propiamente dicho, fue el Daily Courant, aparecido en Londres en 1702.
Aunque sin relación concreta con este proceso intelectual, hemos de considerar la masonería entre los elementos que intervinieron en la divulgación de las nuevas fórmulas ideológicas. Su origen no está todavía puesto en claro;. sin embargo, se señalan sus primeros pasos en la Inglaterra del siglo XVI. A principios del XVIII, en 1717, fundóse en Londres la Gran Logia de Inglaterra, una organización o liga secreta basada en principios deístas con una especial valorización de lo humano. Su deísmo tomó rápidamente una actitud agresiva contra todo lo positivo en la Iglesia, y con ésta forma pasó al continente. En 1732 fundó se la primera logia en París, aunque ya existían grupos anteriores, importados por la emigración británica durante la persecución estuardista en Inglaterra. En 1737 se establecieron logias en Hamburgo, en 1740 en Berlín y en 1742 en Viena. Muy pronto todo el continente fue cubierto por esta red de organizaciones secretas, en las que participaron príncipes, hombres de Estado, generales y grandes comerciantes. La religión natural y un humanitarismo vago continuaron siendo sus principios básicos, concordes en este aspecto, como en tantos otros, con la filosofía de la Ilustración.
La Ciudad ideal del filósofo ilustrado. El ideal de la Ilustración fue la naturaleza; lo natural abarcado por la razón. En consecuencia, estaba en íntima oposición con lo So­brenatural y lo Tradicional, o sea, con lo divino y lo histórico. Sus fórmulas ideológicas reciben los siguientes nombres: religión natural, derecho natural, estado natural, fuerza de la razón humana sin ninguna coacción exterior, predominio de la conciencia libre. En definitiva, el pensamiento ilustrado quería modificar la estructura social legada por la geografía y la historia por las conclusiones derivadas de un racionalismo exclusivista.
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LAS CLASES SOCIALES DEL ANTIGUO REGIMEN
    La población durante el Dieciocho. La población total de Europa a fines del siglo XVIII era, aproximadamente, de 188.000.000 de habitantes, de los que correspondían 122.000.000 a las naciones occidentales. En líneas genera­les, esa centuria había constituido una era de paz y de progreso industrial y comercial, y ese hecho explica que en cien años la población del continente se acrecentara en unos 60.000.000, o sea, casi la mitad de la cifra demográfica de fines del siglo XVII. En este aumento se observa ya el arranque de la vertiginosa trayectoria correspondiente al siglo XIX.
Las naciones más beneficiadas por el aumento de pobla­ción fueron, como denotan las cifras estadísticas globales, las del Occidente de Europa. En 1720 Inglaterra contaba con algo más de cinco millones de habitantes; esa cifra rebasaba los seis millones en 1750 y los nueve en 1801. Para Francia, un análogo acrecentamiento: los 17.000.000 de principios del siglo XVIII se transformaron en los 26.000.000 de la víspera de la Revolución. La misma Alemania (excepto Austria), que en 1700 había recuperado los 15.000.000 que contaba en 1620, poseía a fines del Dieciocho unos 22.000.000 de habi­tantes (Prusia, 5.630.000). Para España las cifras son también halagüeñas: la decadencia de fines del siglo XVII había redu­cido la población a unos 5 800000 habitantes (1723), que fueron casi duplicados en el transcurso del Dieciocho (10.500.000 en 1788). En cuanto a Italia, el final de siglo registraba 17.000 000 de pobladores en la península, contra los 13.000.000 del Diecisiete. [130]
El aumento de población trajo consigo el consiguiente auge de la densidad demográfica. Inglaterra y Holanda tenían a fines del siglo XVIII 65 habitantes por kilómetro cuadrado; Württemberg, 72; Sajonia, 50; Bohemia, 58. Esas naciones o países se beneficiaron del desarrollo de su agricultura o de su industria. La concentración de los obreros en las nacientes ciudades industriales favoreció el desplazamiento de las masas de la población del campo a la ciudad. Según los cálculos de Young, la población inglesa de fines del siglo XVIII se repartía de la siguiente manera: unos cuatro millones de habitantes vivían de la industria y del-comercio y unos cinco de la agricultura (comparando las cifras con las correspondientes al siglo XVII (pág. 493), se puede formar una idea del cambio trascendental que significan). Lógicamente, la población de las grandes ciuda­des aumentó en proporciones desconocidas. A fines del siglo XVIII: Londres contaba cerca de un millón de habitantes; París, 600.000; Roma, Viena y Ámsterdam,cerca de 200.000. Pero el hecho más notable es el rápido desarrollo de las villas o puertos industriales y comerciales sin ninguna tradición histórica, como fruto exclusivo del desarrollo económico. Manchester, Birmingham, Sheffiel y Liverpool, pueblos de 4000 a 6000 habitantes en 1700, ascendían a más de 40 000 a fines del XVIII. Bristol llegó a los 100.000. Simples aldeas, como Leeds, Halifax y Norwich, pasaron a la categoría de ciudades.
En este período las migraciones continentales europeas fueron poco notorias. El centro principal de inmigración fue la Prusia de Federico Guillermo I y Federico el Grande gracias a la política de tolerancia y colonización interior practicada por estos soberanos. Se calcula que a fines del reinado de ese último monarca casi un tercio (aproximada­mente 2.000.000) de la población de Prusia estaba consti­tuido por emigrados o descendientes de emigrados. Cerca de 400.000 personas acudieron a Prusia en este período de tiempo. Otra corriente continental fue motivada por el desplazamiento de los turcos de Hungría: unos 100.000 alemanes se establecieron entonces en la mesopotamia húngara. Pero, sin duda alguna, la emigración mayor fue la registrada entre Europa y América. Según los cálculos más fidedignos, América contaba a fines del siglo XVIII unos 9.100.000 habitantes de origen europeo, de los cuales [131] 6.700.000 vivían en América del Norte y 2.700.000 en América del Sur. Los emigrantes europeos del XVIII fueron especialmente ingleses.


Las clases privilegiadas del Antiguo Régimen. La socie­dad europea aparece como consolidada durante el si­glo XVIII. La inestabilidad propia de los siglos anteriores ha dado paso a un equilibrio entre las diversas clases sociales, a cada una de las cuales parece corresponder una función en las actividades políticas y económicas de la nación. En líneas generales, la nobleza se reserva los altos cargos políticos y eclesiásticos y los mandos militares; la alta burguesía se adueña de las funciones administrativas y judiciales, o bien de los altos puestos del capitalismo comercial y financiero; la burguesía media se dedica a las ocupaciones industriales o liberales; en fin, a las clases bajas de la sociedad queda confiada la agricultura o el trabajo en fábricas y manufacturas. En este orden jerárquico y tradicional viven casi todos los países de Europa, especial­mente los de Occidente.
Un hecho sintomático es que las clases privilegiadas de la sociedad parecen recobrar su categoría tradicional durante el siglo XVIII. Sin tener necesidad de referimos a la potencialidad política y social de los nobles polacos y suecos, que condiciona la evolución misma de sus respecti­vos Estados, recordemos la categoría preeminente que adquiere la nobleza rusa desde el reinado de la emperatriz Isabel y, en particular, durante el de Catalina la Grande. También hemos indicado que la oficialidad del ejército prusiano estaba por completo vinculada a la nobleza de aquel reino. Igual sucedía en Austria y en casi todos los países europeos. Aun en la misma Inglaterra, donde el triunfo del mundo capitalista había roto los moldes de la sociedad antigua, la nobleza continuaba formando la osamenta del país, tanto en las Cámaras como en el gobierno, en las grandes empresas comerciales como en la dirección de las explotaciones agrarias. La renovación agrícola inglesa benefició exclusivamente a los landlords, que en esta época concentraron la tierra en grandes lati­fundios, desarrollo a su grado máximo del principio de las enclosures. No en vano se ha escrito que la administración nacional y local del Dieciocho estaba por completo en [132] manos de la gentry, los propietarios agrícolas, ya nobles de origen, ya mercaderes ennoblecidos y rápidamente asimila­dos a su nueva categoría social.
En los países latinos, la tónica general hemos de buscarla en las altas clases francesas. Los eclesiásticos, en número aproximado de unas 135000 personas, forman un orden oficialmente reconocido, con sus asambleas generales, sus tribunales y sus oficiales propios. Por su intervención en los asuntos parroquiales, en la instrucción pública y en los actos de la vida cristiana, el clero ejerce una función civil de suma importancia. A ella dedican, en parte, las rentas derivadas de sus propiedades, considerables, es cierto, pero mucho menos que en los cómputos realizados imaginaria­mente. El clero francés, a fines del siglo XVIII, posee el 5 ó 6 por 100 del suelo nacional, en propiedades dispersas y fragmentadas; sus bienes urbanos tienen mayor importan­cia. En conjunto, sus rentas se elevan a unos cien millones de diezmos. En cambio, tributa al Estado, gratuita o forzosamente, unas 5.400.000 libras anuales. Cifra inferior a la pagada, en paridad de circunstancias, por la nobleza.
Los altos cargos eclesiásticos están desempeñados exclu­sivamente por miembros pertenecientes a la aristocracia. De 1100 abadías, 850 son de las llamadas en encomienda, es decir, que las familias nobles son sus beneficiarias. Obispos y arzobispos se reclutan en la misma clase social, rompiendo la tradición del siglo XVII, en que aún había posibilidad de encumbramiento para las clases bajas (caso de Bossuet, por ejemplo). Algunas de esas altas jerarquías poseen grandes riquezas, como el arzobispo de Estrasburgo, que se benefi­cia de una renta de 800 000 libras anuales. Con contadas y magníficas excepciones, los obispos viven en París, llevando una vida lujosa, sin preocuparse de la debida instrucción religiosa de sus diocesanos. Son los grandes décimateurs. Otros, en cambio, como Monseñor de la Marche, se desvelan por el cumplimiento de sus deberes episcopales y adminis­tran el bien y la caridad.
   La nobleza sostiene una sola teoría sobre su origen: la de la sangre, demostrada por cuatro generaciones. Sin embar­go; tiene que admitir en su orden a los ennoblecidos por el rey o a los compradores de tierras vinculadas a un título. También figuran en sus filas la nobleza parlamentaria y la municipalidad, ambas correspondientes a la alta burguesía. [133] Todos ellos gozan de privilegios varios: derechos señoriales y honoríficos, exención fiscal y prerrogativas judiciales. No obstante, la alta nobleza, o nobleza presentada a la corte real (unas 4000 personas, aproximadamente), se eleva sobre los restantes miembros de la aristocracia por su importancia social, sus cargos militares y las pensiones reales. Frecuentes enlaces con las hijas de los grandes financieros, dan a la alta nobleza una potencia económica poco despreciable. A su lado la nobleza provincial recaba un papel muy limitado.
La posición de la nobleza frente a las restantes clases sociales es de gran altivez, y sus relaciones no son precisamente idílicas. Aun los mismos nobles embebidos por el enciclopedismo juzgan a los campesinos como de otra casta. Las ideas de la Ilustración hacen mella en los círculos aristocráticos de París; pero no en los de provincia, que, en último caso, sólo las acogen para defender sus intereses personales. El peor enemigo de la nobleza francesa, a fines del siglo XVIII, es que no tiene conciencia de su interés colectivo, pues lo sacrifica a sus ambiciones familiares. La Revolución se introducirá en el reducto del Antiguo Régimen por esa brecha.
La importancia social de la nobleza parlamentaria (de robe) la hace fusionar por completo en el Dieciocho con la aristocracia de sangre. Su posición es fundamentalmente conservadora, aunque querría intervenir en los asuntos políticos del Estado; es galicana por temperamento, pero mantiene la jurisprudencia antigua, censura en parte las nuevas ideas y defiende sus privilegios sociales. La nobleza administrativa, integrada por los altos funcionarios -del Estado, los intendentes y miembros del consejo de Estado, es más activa y decididamente reformista.
En las colonias americanas existe también una aristocra­cia de los privilegiados, más notables desde luego en las posesiones españolas que en las inglesas. En éstas el planter, o gran propietario, desempeña el principal papel. En aquéllas son los eclesiásticos y los funcionarios coloniales. Pero poco a poco cristaliza la aristocracia de sangre blanca de los criollos, disconformes con el predominio político y social de los españoles. En esta clase, abierta a las inquietudes de la nueva ideología ilustrada, se formará el ariete del movimiento independentista americano. [134]
Las clases campesinas y obreras. La cristalización de las clases sociales del Antiguo Régimen y el desarrollo del capitalismo industrial tuvieron como consecuencia general en el siglo XVIII, el empeoramiento de la condición jurídica y económica de los campesinos y de los obreros de Europa. Este fenómeno, que hasta época reciente no ha sido constatado y estudiado, tiene por característica exterior una recrudescencia de antiguos privilegios feudales, que parecían haber caído en desuso. Contraviniendo la antigua hipótesis de la liberación progresiva e ininterrumpida del campesinado europeo, la realidad muestra las inflexiones profundas de esa trayectoria. Una de ellas, como hemos visto, corresponde a últimos del siglo XV; la segunda es propia del siglo XVIII.
En el Oriente de Europa, partiendo de la segunda servidumbre de la gleba, difundida a principios del si­glo XVI, la situación de los campesinos es realmente miserable. Desde el Elba hasta el Valga y del Báltico al Danubio, para no hablar de Turquía, donde imperaba el feudalismo militar de los jenízaros, el campesino se halla sujeto a la gleba y al poder omnímodo del señor o del noble propietario del campo. En Rusia, su situación es muy grave. En el curso del siglo XVIII se acentúan y amplían las facultades de los propietarios, paralelamente a la liberación de la nobleza de servicio y a su transformación en órgano esencial del Estado. Este va delegando en la nobleza una serie de atribuciones judiciales y administrativas sobre sus siervos, que no desembocan en un régimen feudal puro por la solidez de la autocracia imperial. Basta decir que en 1765 Catalina II otorgó a los señores la facultad de enviar sus siervos a trabajos forzados, completando un privilegio de época anterior en que se les confería poder mandarlos a Siberia, y que en el mismo año y en los siguientes extendi6 el área de la servidumbre a los territorios recientemente adquiridos o colonizados. Las violentas insurrecciones de los campesinos, culminando en la de Pugachev (1773-1774), indican desde otro punto de vista la dureza real de la servidumbre de la gleba rusa.
Pero tampoco en Polonia, Prusia, Austria y Hungría la situación de los siervos era más soportable. Aun bajo la égida del "ilustrado" Federico II, los nobles prusianos y sus asambleas consideraban que el campesino de la gleba era [135] "en vida y bienes propiedad de un señor". Las tentativas que realizó aquel monarca para librarlos de la esclavitud "a estilo romano", chocaron con la oposición de los estamentos aristocráticos de Prusia y Pomerania. Sólo entre los "colonizadores" extranjeros se formó una clase social de pequeños y libres propietarios del campo.
Los principados de la Alemania meridional, como Baviera y Württemberg, constituyen una zona de transición entre este tipo de servidumbre y las condiciones sociales agrarias de la Europa occidental. En los Países Bajos holandeses y belgas predomina el arrendatario libre a plazos bastante considerables, con la obligación de satisfacer rentas y censos a los señores patrimoniales. Casi análoga es la situación en los países mediterráneos. En la Italia del siglo XVIII desaparecen los últimos restos de la servidumbre en el Piamonte y Sicilia, aunque aquí subsisten diversos derechos señoriales, entre los cuales el de mero y mixto imperio. En la península Hispánica, el sistema más generali­zado es el cultivo del campo por arrendatarios o enfiteutas libres. Los grandes latifundios del centro y sur de la península impiden el desarrollo de una clase de campesinos pequeños propietarios del campo, mientras que en la periferia cantábrica y mediterránea el suelo se halla mejor repartido y los agricultores, independientes o arrendatarios a largos plazos, son más prósperos.
En el campo inglés la nota más señalada de la centuria es la extinción de la yeomanry y de los campesinos propieta­rios. A principios del siglo XVIII los yeomen, la gente que había hecho, en parte, la revolución de Cromwell, eran todavía cerca de unos 160000. Medio siglo más tarde, ó quizá hacia fines del Dieciocho, habían desaparecido por completo, yendo a integrar la burguesía o el proletariado en las ciudades y los asalariados del campo. El régimen de grandes enclosures y la transformación capitalista de la agricultura, esquematizaron en las siguientes clases la población del campo inglés: landlords, farmers o arrendata­rios en gran escala y número reducido, y la masa de asalariados, cottagers o borders, compartiendo sus ocupa­ciones agrícolas con otras de tipo industrial.
En cuanto a Francia, la mayoría de los campesinos son, en el Dieciocho, personalmente libres. El número de siervos es aproximadamente de un millón, y las áreas geográficas de [136] la servidumbre radican en el Nordeste y centro. Propiamen­te son "manos muertas", sujetos a la servidumbre por la persona o los bienes. Los demás campesinos son, en general, fermiers y métayers, éstos obligados al pago de media cosecha, y aquéllos arrendatarios por plazos de 3, 6 Y 9 años. Los domaniers o pequeños propietarios son en número bastante considerable. Con la excepción de este último grupo, todos los campesinos se hallan sujetos al pago de las prestaciones sobre la tierra: censos, derechos de sucesión, "banalidades", peajes, diezmos, etc. Los señores franceses de fines de la centuria agravan estas cargas de modo sistemático, por la elevación arbitraria de los dere­chos existentes, la reimplantación de los caídos en desuso y la usurpación de los bienes comunales. En este sentido se puede hablar de "reacción feudal" en los últimos tiempos del Antiguo Régimen.
Panorámicamente, la vida y la situación de los campesi­nos es bastante miserable, su alimentación insuficiente y su estado moral deplorable. No mejor es el estado del proletariado, cuyo nacimiento hemos visto producirse en la centuria precedente. Aparte de los obreros que todavía viven en régimen corporativo y de los que dividen sus ocupaciones entre la agricultura yla industria, los trabaja­dores en manufacturas y fábricas están sujetos a una disciplina férrea y a una jornada de trabajo de dieciséis horas, y reciben un sueldo insuficiente, siempre en retraso respecto del aumento general de los precios. Este régimen da lugar a explosiones de cólera que se acentúan a medida que avanza la centuria. Las huelgas empiezan a ser frecuentes, y aunque fracasan por su carácter local y parcial, constituyen síntomas muy claros de las grandes luchas obreristas del siglo XIX.
La situación peor en la escala social la sufren los aprendices. Ávida de manos baratas, la naciente industria no reparó en emplear a muchachos de todas las edades, incluso de siete años. Esos niños, desprovistos de la vigilante tutela del antiguo patrono, cayeron bajo la férula de capataces y contramaestres, que en aquel tiempo fueron los exponentes del "infierno de la crueldad humana", según frase de Hammond, historiador de tal proceso. Muchachos y mucha­chas vivieron sometidos a un régimen fatal de promiscuidad y degradación, de insuficiencia física y de anulamiento  [137]
intelectual. Tal fue la amarga impresión causada entre los contemporáneos, que el gobierno inglés debió preocuparse por la suerte de aquellos miserables seres. Así Peel hizo adoptar por el Parlamento, en 1802 el Acta para la Salud y Moral de los Aprendices, primera piedra de la prolífera legislación social del siglo XIX.
    El Tercer Estado. Entre las clases privilegiadas y las que ocupan los últimos lugares de la jerarquía social, la burguesía del siglo XVIII se afianza como la plataforma en la que va a gravitar, próximamente, el peso total de las manifestaciones políticas, económicas y culturales de la Humanidad. Hemos visto cómo en el transcurso de las centurias precedentes la burguesía nacional se había hecho cargo de la dirección del capitalismo comercial y financiero, había asumido el poder bajo la égida de los grandes reyes e impuesto su criterio político propio en diversas circunstan­cias, a la vez que se infiltraba en la agricultura y en la administración del Estado. Esta gran burguesía llega al Dieciocho ennoblecida, formando parte de las clases aristo­cráticas del país. Pero la masa burguesa, la que en conjunto se apropió el nombre de Tercer Estado, abre las puertas del siglo con nuevo ímpetu, fuerza e ideología. Entre esa burguesía no privilegiada, alta y baja, negociantes, industria­les, hombres de leyes, patriciado urbano, se difunden las nuevas concepciones ideológicas, racionalistas y críticas, que postulan una transformación política y social. Porque la burguesía, de espíritu emprendedor, innovadora y enemi­ga de la reglamentación, conociéndose como elemento vital de la sociedad de su siglo, pretende quebrantar las prescrip­ciones y privilegios que le vedan el acceso a los cargos públicos y al ejército y la colocan en posición desventajosa frente a las clases sociales aristocráticas. Por esta causa, las palabras libertad e igualdad fueron adoptadas por ella como armas sagradas para la conquista de los reductos del Antiguo Régimen, como un recurso biológico supremo.
Sin embargo, la burguesía sólo se manifestó revolucio­naria en aquellos países en los que formaba una clase social poderosa o bien la organización jerárquica de la sociedad propendía a un estancamiento. Ni en el Oriente de Europa ni en las penínsulas mediterráneas, donde el comercio y la industria estaban poco desarrollados, ni en Inglaterra donde la revolución de 1688 había dado completa satisfac­ción a sus deseos politicosociales, hallamos una disposición subversiva en los elementos burgueses. En cambio, a mediados del siglo XVIII, ésta existe de modo indudable en Holanda, Bélgica y, en particular, en Francia y al norte de Italia.
El nuevo espíritu liberal o individualista que germina en el Tercer Estado, se pone de relieve en la desintegración de las instituciones corporativas que la misma burguesía había engendrado en la Baja Edad Media. En el transcurso del siglo XVIII, y a pesar de la acentuación del régimen gremial por la intervención del Estado, las corporaciones y los gremios van perdiendo fuerza y vitalidad. La burguesía los combate porque evitan la competencia, favorecen la rutina, impiden el florecimiento de nuevas ocupaciones y el desarrollo general de la producción. Evidentemente, a medida que se imponen los nuevos postulados capitalistas se hallan cada vez más alejados de las necesidades de la época. Las corporaciones han cumplido una gran misión histórica, social y económica; pero en el siglo XVIII no pueden resistir el descrédito de las fórmulas que ellas mantuvieron. El mercantilismo y la economía nacional ceden el puesto al fisiocratismo, al librecambismo ya la economía mundial; la corporación, análogamente, es sacrificada a la libertad de trabajo. Cuando Turgot, en 1776, aunque de modo efíme­ro, implantó en Francia ese. último principio y prohibió las asociaciones de obreros y patronos, planteaba la crisis de un largo proceso de organización economicosocial de la Huma­nidad.
LA MONARQUIA OMNIPOTENTE
      Caracteres generales del Despotismo Ilustrado. La monar­quía del siglo XVIII, heredera de la afirmación absolutista borbónica de la centuria anterior, alcanza el punto culminante de esa trayectoria política. Con la excepción de Inglaterra y Holanda, los reyes son señores omnipotentes del' Estado y la nación. Todos los antiguos poderes derivados del mundo bajomedieval, están sujetos a su autoridad: nobleza, clerecía, municipios, parlamentos e instituciones judiciales, dietas, cortes y consistorios de toda [139]  especie. El monarca impone su criterio, dicta la ley, administra la suprema justicia, decreta la paz y la guerra, interviene en todas las manifestaciones sociales, económicas y religiosas del país. Una organización en extremo centrali­zada lleva su voluntad hasta los puntos más alejados del Estado. Sus ministros, sus consejos y su corte elaboran las disposiciones del mando supremo; luego, una jerarquía de oficiales provinciales (los intendentes, en Francia; los corregidores, en España, etc.) se encarga de aplicarlas en los distritos (intendencias, corregimientos, provincias, etc.) de su cargo. Unidad, centralización Y omnipotencia, tales son las características generales de la monarquía del Antiguo Régimen.
Como continuación de una trayectoria histórica anterior, cuyos trazos solamente refuerza, el estudio de la monarquía omnipotente tendría escaso interés si su nombre no fuese ligado al del Despotismo o Absolutismo Ilustrado. A media­dos del siglo XVIII, en efecto, un nuevo espíritu hace irrupción en la monarquía y la gana para su causa. No es, propiamente hablando, la ideología de la Ilustración, sino tan sólo algunas de sus facetas, en particular el aprovecha­miento utilitario y racionalista de los recursos del Estado. En un momento de dificultades financieras para todas las monarquías europeas, en que se hace necesaria una renova­ción de los métodos tradicionales hacendísticos Y se impone una serie de reformas en la sociedad, los reyes buscan en las ideas enciclopedistas las fórmulas apropiadas para llevarlas a cabo. Los nuevos procedimientos han de beneficiar exclusi­vamente a la monarquía, como resultado de la mejora de las condiciones sociales y económicas generales de la nación. Por lo tanto, la realeza adopta de la Ilustración lo que puede contribuir a consolidar su omnipotencia y a aumen­tar, si cabe, su poder.
    En conjunto, el Despotismo Ilustrado es una posición de autodefensa de la monarquía, tanto al aprovechar la, conclusiones que le son favorables de la filosofía enciclope­dista como al intentar elevar una barrera ante sus deduccio­nes más radicales. Sin embargo, al combatir los privilegies de la nobleza y el clero y al hacer gala de los principios racionalistas y antitradicionales, la realeza disgrega la estructura esencial que la mantenía. Después de la genera­ción de los déspotas ilustrados, la burguesía penetra por [140] brechas que han abierto esos príncipes en los reductos del Trono, del Altar y de la Espada.
Los reyes y los ministros del Despotismo Ilustrado intentan llevar a cabo una reforma social, civil y económica que no merme los intereses políticos de la monarquía. Su propósito es, en líneas generales, corregir los abusos y hacer desaparecer los privilegios. Aunque las reformas tengan en cada Estado un matiz particular, todas poseen un mismo común denominador: supresión de los residuos de las instituciones feudales; sumisión de la Iglesia al poder del Estado; protección general de la economía, en particular de la agricultura; desarrollo de la instrucción pública; estableci­miento de un nuevo orden judicial, administrativo y municipal. Estos objetivos, como indica su simple enumera­ción, son los mismos de los enciclopedistas. Por esta causa los filósofos aplauden y aconsejan a los reyes y ministros reformadores. Para muchos de ellos, como Voltaire y su escuela, la felicidad del pueblo se resume en el gobierno del Absolutismo Ilustrado. Sin embargo, en la aplicación de tales principios la monarquía choca con los postulados que constituyen su misma esencia. Al no poder resolver adecuadamente el conflicto, crea las circunstancias po­líticas favorables para el desarrollo del movimiento revo­lucionario.
El régimen del Despotismo Ilustrado trató, por tanto, de combinar lo nuevo con lo viejo, manteniendo los principios tradicionales del poder público. Dícese frecuentemente que la forma programática de este sistema de gobierno puede enunciarse de esta manera: todo para el pueblo, pero sin el pueblo. Esta fórmula es verdadera tan sólo en cuanto las reformas se llevaron a cabo de arriba abajo y fueron propuestas por los ministerios. Por lo demás, los monarcas solo se propusieron actuar en beneficio propio. Cuando vieron que las reformas no daban el resultado inmediato apetecido o que provocaban el quebrantamiento de su autoridad, renunciaron a todo método "ilustrado". A la generación de los grandes déspotas del siglo XVIII sucedió la de monarcas reaccionarios. La Revolución francesa había de acentuar esta regresión a los programas del Antiguo Régimen. [141]
                                                                    .                                       
   Los intereses reformistas en Francia durante Luis XV y  Luis XVI. A la muerte del cardenal de Fleury, Luis XV (1715-177 4) se había hallado libre de toda influencia; el poder absoluto recaía en su persona. En situación análoga, Luis XIV había impuesto su autoridad omnímoda; pero al precio de sacrificarse al "oficio" real. Su bisnieto era hombre de temple muy distinto; quiso gozar de los derechos de la realeza; pero no quiso saber nada de sus deberes. De hecho, el gobierno del Estado pasó del rey a la corte de Versalles,  y en particular a las favoritas de Luis XV: la duquesa de Chateauroux, la marquesa de Pompadour (1745-1764)  y la condesa Du Barry. Esta pluralización del poder dio lugar a repetidas intrigas; en todo caso los intereses de la nación fueron pospuestos a los egoísmos y rencillas de la corte. El ejemplo más típico nos lo suministra la provisión de mandos militares: el ejército francés continuaba siendo un buen instrumento militar pero los generales eran incapaces y los oficiales compraban ­y vendían sus cargos.  Esto explica sus descalabros, especialmente durante la guerra de los Siete Años.   
La política de la corte impedía, también, la reorganización de la Hacienda del Estado. Cada año, el déficit financiero se aumentaba en 20 000 000 de francos. Los impuestos (talla, capitación, veintena) recaían  en la burguesía y los campesinos; los privilegiados no se hallaban obligados a tributar; tan sólo la Iglesia concedía “graciosa­mente" unos donativos, que eran insignificantes comparados con sus rentas. La administración de los impuestos indirectos (sal, papel, vino), aduanas y monopolios era defectuosa. Los gastos consistían, en particular, en el pago de una crecida deuda pública y en satisfacer el lujo de la corte de Versalles, las pensiones de los nobles  y los sueldos de una frondosa burocracia. Una reforma tributaria era imposible sin modificar por completo el  sistema, tanto en la percepción de los ingresos como en la distribución de los gastos.
 
Contra este estado de cosas se levantaron las primeras grande y pequeña burguesía, infiltrada por las primeras corrientes de la Ilustración.  La gente del campo  tampoco estaba contenta. Una especie de inquietud  flotaba en el ambiente. La misma nobleza parlamentaria adoptó una actitud frondista contra el "despotismo" Recuérdese que [142] Montesquieu pertenecía a ella. En 1750 D' Argenson preveía ya una futura conmoción revolucionaria.
Sólo algunos ministros de Luis XV intentaron poner remedio a esta situación; pero su obra estuvo siempre pendiente de los caprichos de la Corte. El marqués D'Argenson reformó el ejército francés entre 1748 y 1756; pero su obra fue comprometida por el nombramiento de jefes incapaces. Continuóla con bríos mayores, el duque de Choiseul (1757-1770), el cual restableció la disciplina del ejército, reorganizó la marina de guerra y constituyó el cuerpo de artillería. Sin embargo, no pudo acabar con la intervención de la corte en la colación de grados de oficiales. Su actividad se reflejó, asimismo, en la protección del comercio colonial, al que dio mayores facilidades. Como ministro "ilustrado" presidió el largo proceso de expulsión de los jesuitas de Francia.
La aguda crisis de la Hacienda del Estado impuso al gobierno vastos programas de reformas tributarias. Ma­chault d' Arnouville, nombrado director general de Hacien­da, hizo decretar en 1749 una serie de edictos relativos a la igualdad ante el impuesto, el establecimiento de un impues­to definitivo sobre los ingresos (Edict du Vingtieme, fijando una moderada tasa del 5 por 100) y la creación de una Caja de. Amortización. Nobles, eclesiásticos, parlamentarios y cuerpos provinciales protestaron contra estas medidas. Luis XV cedió ante los privilegiados. Machault dimitió. El déficit fue aumentando aceleradamente con el régimen del bon plaisir. Los ministros acudieron a procedimientos reprobables: bancarrotas parciales, reducción de pensiones, saqueo de las cajas públicas, etc. En este aspecto sobresalió el abate Terray. No tuvo oposición de los Parlamentos, porque en 1771 el canciller Maupeou quebrantó toda resistencia desterrando a los miembros del Parlamento de París y substituyendo este organismo por seis consejos superiores. La facilidad de esta acción demostraba la caducidad de las instituciones francesas. El pueblo permane­ció indiferente. Los "ilustrados" aplaudieron la medida, que, en realidad, significaba una mejora en el procedimiento judicial.
El reinado de Luís XV condujo a Francia al borde del abismo. Sólo una política enérgica podía evitar la catástro­fe. El nieto de Luis XV, Luis XVI (1774-1792), era hombre [143] bondadoso, que quería lo mejor para su pueblo. Pero no tenía preparación para el gobierno, ni entereza suficiente para vencer el cúmulo de dificultades que se levantaban a cada momento, tan pronto como sus ministros rozaban los intereses de las clases privilegiadas. Nunca, por otra parte, hubo obcecación tal entre los miembros de la nobleza, el clero y los Parlamentos; su ceguera había de llevados a la tragedia de la Revolución.
   A indicación de Maurepas, Luis XVI designó un ministe­rio de gente audaz y reformadora: Turgot, en Hacienda; Malesherbes, en Justicia; Sartine, en Marina, y Saint­Germain, en Guerra. Un verdadero gobierno del Despotismo Ilustrado. Su figura más representativa es la de Roberto Jaime Turgot (1727-1781), miembro de la alta burguesía parisina. Fisiócrata distinguido, colaborador de la Enciclo­pedia, había descollado en la intendencia general del Lemosino (1761-1774), donde aplicó los principios genera­les de sus teorías económicas. El éxito acompañó su obra en forma tan rotunda que le valió el cargo ministerial. Elevado en 1774 a la Secretaría de Marina, pasó a poco a ocupar la Dirección General de Hacienda. Desde el lugar de Colbert, quiso dictar para toda la nación las leyes que la práctica; había revelado bienhechoras en el gobierno de su intenden­cia. Así autorizó la libre circulación de cereales y vino por el territorio francés (13 de septiembre de 1774); suprimió la corvée o prestación personal para la construcción  de caminos, substituyéndola por una subvención territorial; abolió el régimen de gremios y corporaciones; reorganizó los monopolios, las comunicaciones y el correo. Estas medidas, contenidas en los llamados Seis Edictos (5 y 9 de enero de 1776) fueron quizá prematuras. Levantaron la oposición de la corte, de los Parlamentos y de los privilegiados. Luis XVI cedió y Turgot fue destituido (12 de mayo de 1776). La política restrictiva de los gastos de la corte y su severa administración financiera contribuyeron a su hundimiento político. Este suceso impidió que Turgot llevase a la práctica sus proyectos de reorganizar el Estado y dar vida a la monarquía mediante la intervención de los propietarios y la burguesía en la administración de los municipios y las provincias.
Análogamente fracasaron Malesherbes, cuya actuación culminó en la supresión de la censura y la abolición del [144] tormento (1776), Y Saint-Germain. Durante dos años (1775-1776) éste combatió la venalidad, reprimió los abusos y restableció la disciplina y el honor del ejército, a ejemplo del prusiano. Estableció un nuevo método para el reclutamiento de la oficialidad, en favor de la pequeña nobleza. Fue esta reforma la que provocó su caída. A pesar de que una orden de 1781 restableció el sistema antiguo en la designación de oficiales, se ha de tener presente que de las reformas de Saint-Germain salió el ejército de la República y de Napoleón Bonaparte.
  El banquero Jaime Nécker (1732-1804), ginebrino, fue llamado a administrar la hacienda pública después de la caída de Turgot. Nécker, establecido desde su juventud en París, había hecho una gran fortuna en los negocios y era hombre muy popular entre sus amistades enciclopedistas. Adversario técnico de Turgot, su hora sonó al sobrevenir el fracaso del gran ministro fisiócrata. Desde octubre de 1774 rigió la Dirección de Hacienda. Más que un político innovador y de amplia visión, fue un financiero hábil. Recurrió al empréstito, a la hipoteca y a la lotería para hacer frente a los gastos ordinarios del Estado y a los extraordinarios derivados de la guerra contra Inglaterra por la independencia de las colonias americanas (p. 725). En el aspecto interior, abolió la servidumbre en los dominios reales, modificó el procedimiento judicial e instituyó en 1778 unas Asambleas Provinciales, compuestas de miem­bros de los tres órdenes que deliberaban en común. De esta manera seguía las huellas de Turgot, cuyo librecambismo había combatido. Pero frente a Nécker se suscitó la misma coalición de los privilegiados que antes había derribado a su predecesor. Para vencerla, Nécker publicó un estado de cuentas (compte-rendu) sobre la situación financiera. La corte impuso entonces la destitución del ministro (1781), pues se hallaba amenazada en sus intereses por la publica­ción de las pensiones que recibían los cortesanos.
  Con la caída de Nécker se inicia en Francia el momento rerrevolucionario.                                                                         

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