domingo, 8 de mayo de 2016

VI. TEODOSIO EL GRANDE. Maier, Franz G


Maier, Franz G.; Las transformaciones del mundo mediterráneo. Siglos III – VIII, Editorial Siglo XXI Editores, Madrid, 1994.


VI. TEODOSIO EL GRANDE
La parálisis interna del estado sasánida y los parciales éxitos militares contra los godos permitieron a Teodosio, a finales del siglo IV y aún por algún tiempo, concentrar las fuerzas del imperio en un conjunto unitario y resistente. El resultado de su trabajo constituyó una solución provisional de los proble­mas políticos y religiosos. Cortesía y liberalidad alternaban en él con accesos de ira y brutalidad; su rigurosa política financie­ra armonizaba con su prudente estrategia militar. Que la his­toria haya sido justa al atribuirle el sobrenombre de Grande es asunto controvertido. Pero él fue la última figura imperial que decidió soberanamente las grandes cuestiones de política ex­terior, de estrategia y de política eclesiástica. Agustín exagera al afirmar que consideraba más importante su pertenencia a la Iglesia Católica que su dominio terrenal. Pero, es cierto que estuvo mucho más convencido que Constantino de la legitima­ción divina de su poder y de la responsabilidad que le incum­bía de comportarse como señor de la Iglesia y de cuidar de la propagación de la fe, reconocida por él como verdadera.
Teodosio impulsó decididamente la unidad religiosa del im­perio e hizo valer inequívocamente la autoridad del emperador, incluso en cuestiones relativas a la fe. La división de la Iglesia quedó eliminada en el concilio de Constantinopla y en las medi­das político-eclesiásticas que le siguieron. Durante algún tiempo se mantuvo la paz, pese al predominio indiscutido de la orto­doxia; pero los nuevos conflictos dogmáticos con los pelagianos y los monofisitas comenzaban a hacerse notar. Naturalmente, seguían existiendo maniqueos, donatistas y un gran número de otras sectas más pequeñas. Frente a ellos, Teodosio siguió una política rigurosa. Recibía a los obispos heréticos y rompía ante (111)  sus ojos los memoriales que le presentaban. Las iglesias de los heréticos fueron confiscadas, y retirados incluso los derechos ci­viles a los restos de algunas sectas.
La ecclesia catholica, el cristianismo del credo niceno, debe­ría convertirse en la religión exclusiva del imperio romano. Para Teodosio, la Iglesia había vencido definitivamente; él quería realizar, como soberano cristiano, el estado cristiano. La fe -li­berada de la cadena jurídica y favorecida por todos los me­dios- debería ser no sólo el fermento de la sociedad, sino también el principio político que informara todo orden terreno. La política teodosiana tampoco escapó al peligro de identificar a Dios con la conservación del estado y de la sociedad, en lugar de poner a la organización humana al servicio de Dios.
Teodosio arremetió con creciente energía contra el paganis­mo. Es de destacar que no se invistió ya del cargo de pontifex maximus. En los comienzos de su reinado, se produjo la última confrontación importante entre paganos y cristianos, que naturalmente se desarrolló pacíficamente y sin fanatismos, gra­cias a la segura posición de la Iglesia. Fue simbólica, por su inutilidad, la lucha de la aristocracia senatorial pagana, bajo la dirección del prefecto de Roma, Símaco, por la reincorporación del altar de la Victoria, en la sala de sesiones del senado, que Graciano había ordenado retirar el año 382. Medidas similares a las dirigidas contra los heréticos -prohibición de reuniones, supresión de templos, restricción de los derechos civiles- fue­ron tomadas ahora contra los paganos. Se cerraron sus templos y se prohibieron, bajo amenaza de graves penas, las ofrendas y la veneración de las estatuas de los dioses, así como la tota­lidad de los ritos de la gentilitia superstitio (superstición pa­gana). En el año 393, tuvieron lugar, por última vez, los juegos olímpicos, lo que constituye también una fase en la represión del paganismo. El paganismo estaba definitivamente destruido; incluso numéricamente se inició un retroceso relativamente rá­pido. La lucha contra el paganismo llegó a pasar incluso al plano político, en conexión con la segunda gran realización de Teodosio: el restablecimiento de la unidad del imperio bajo la soberanía de un solo emperador. Primero hubo de derrotar a Máximo, antiemperador nombrado por el ejército de Inglaterra y las Galias. Pocos años más tarde, tras la muerte de Valen­tiniano II (392), Arbogasto, magister militum franco, proclamó antiemperador a Flavio Eugenio, profesor de retórica. Eugenio se declaró nuevamente en favor del paganismo, aunque de una manera mucho más suave que Juliano, pues tan sólo recomendó tolerancia para con 1os partidarios de los viejos dioses. Pero las      (112) tropas de Teodosio, favorecidas por un huracán, lograron una clara victoria junto al río Frígido, en septiembre del año 394. El resultado de la batalla y el «milagroso huracán» fueron con­siderados como el juicio de Dios y la corroboración reafirmada del triunfo del cristianismo: «Tú eres el emperador amado por Dios sobre todas las cosas ( ...), por quien incluso el éter com­bate y a cuyas banderas los vientos acuden a raudales», poetizó incluso el pagano Claudiano. El praefectus praetorio Nicómaco Flaviano, prominente figura del paganismo, escogió (como un día el joven Catón en Utica) la muerte voluntaria.
La tercera gran aportación de Teodosio se produjo en la política exterior, con la superación del peligro godo, que hizo posible el mantenimiento de la frontera imperial en el nordeste, con lo que la invasión germánica fue, al menos por el momento, apaciguada. El imperio parece haber salido fortalecido de los trastornos y dificultades de los decenios anteriores. De nuevo se restablecía la administración unitaria en todo el imperio, se fortalecía el poder central y se aseguraba la intervención im­perial, incluso en las provincias más alejadas. En las mismas provincias, sobre todo en Oriente, se hizo perceptible una re­generación económica, aún cuando el elevado esfuerzo militar seguía exigiendo una política fiscal muy rígida. El ejército fue reorganizado, dotado de capacidad combativa y presto para la defensa; las fronteras del imperio quedaron nuevamente asegu­radas y sin mengua, tras la situación de peligro del año 378. La natitia dignitatum, aparecida presumiblemente poco después de la muerte de Teodosio, ofrece una representación, en buena medi­da exacta, de la organización y disposición estratégica del ejér­cito. El ejército de campaña estaba formado por más de 135 le­giones y 108 auxilia (tropas auxiliares), que en conjunto for­maban unas 140 grandes unidades de infantería; a esto hay que añadir 88 regimientos de caballería. La fuerza de los efectivos hay que calculada sobre 180.000 hombres de infantería y 44.000 jinetes. La caballería estaba repartida por igual entre Oriente y Occidente; el número de unidades de infantería era aproxima­damente un 10 % más elevado en Occidente que en Oriente. El ejército de campaña estaba organizado y acantonado en los puntos más conflictivos; así, por ejemplo, la reserva estratégi­ca del magister militum per Gallias contaba alrededor de 40.000 hombres. Las tropas de defensa de las fronteras comprendían al­rededor de 317 unidades de infantería y 258 de caballería, a las que hay que añadir 10 flotillas fluviales. Sus efectivos son más difíciles de estimar; debieron ser de cerca de 250.000 hombres para la infantería y de 25.000 para la caballería. Aquí se daba     (113)  una muy acusada diferencia en la distribución: 154 de las 258 unidades de caballería se encontraban en Oriente. El ejército romano era por su número muy inferior a las unidades tribales que avanzaban sobre las fronteras, pero poseía la ventaja de una mejor preparación y organización; además, disponía de la decisiva ventaja estratégica de la línea defensiva interior, con una red de comunicaciones relativamente buena.
La pausa de tranquilidad que creó el esfuerzo desesperado de Teodosio por asegurar las fronteras y lograr la paz interior, tuvo su repercusión también en la cultura. Esta época de relativo sosiego aportó un florecimiento tardío, al que se ha dado el nombre de «renacimiento teodosiano». Junto a las últimas creaciones clasicistas de la literatura pagana, el cénit del huma­nismo cristiano y de la literatura de los Padres de la Igle­sia caracterizó la vida espiritual. Además de grandes figuras, como las de Ambrosio o Gregorio de Nisa, se formó una pléya­de de talentos menores, como Sinesio de Cirene, Teodoro de Mopsuestia o Paulino de Nola, que nos presenta Jerónimo en De viris illustribus, un brillante testimonio de la época. Una co­rrespondencia extraordinariamente activa, que creó un intercambio espiritual en todo el imperio y afectó a todas las cuestiones del tiempo, nos habla de la vivacidad de la época. En el dominio del arte, el estilo teodosiano se basa intensamente en los modelos de la Antigüedad, con un cierto refinamiento en la eje­cución, que anuncia una nueva conciencia capaz de enjuiciar con mayor libertad las tradiciones paganas. El estilo y la voluntad constructiva se manifiestan en mosaicos, como los del ábside de Santa Pudenciana, en Roma (el primer gran mosaico de ábside), o de San Jorge, en Salónica, pero también en los suntuosos mo­numentos conmemorativos de victorias. En Constantinopla, se conserva la base del gran obelisco que ordenó transportar Teo­dosio, en el año 390, al hipódromo, desde la egipcia Heliópolis. Sus bajorrelieves muestran cómo el emperador observa la colocación del obelisco o mira una carrera de carros, mientras músicos y danzarinas entretienen al espectador; es éste un monumento que sigue la tradición de las columnas imperiales romanas y de los arcos de triunfo, pero el estilo solemne, casi hierático, se expresa aquí más perfectamente que en el arco de triunfo de Constantino. El emperador, como ser humano, desaparece casi por completo tras la encarnación del máximo poder sobre la tierra. Tanto en el estilo como en la orientación política, estos monumentos reúnen tradiciones paganas y anhelos cristianos; constituyen una clara expresión de la conciencia de la época y de la autorrepresentación del Imperium Romanum Christianum  (114)
    Teodosio fue también, a los ojos de sus contemporáneos, el gran renovador de la obra constantiniana. Pero fue, al mismo tiempo, el último soberano de un imperio cristiano unificado; su gran esfuerzo carecía de consistencia. Lo característico de su actuación es esa extraña mezcla de lo duradero y lo transitorio. Así como el arte teodosiano fue una corta floración, un fenómeno de transición, de la misma manera gran parte de sus éxi­tos y de sus soluciones, aparentemente destinadas a perdurar, se manifiestan, en el curso de la historia, como algo totalmente provisional. La eliminación del cisma arriano no trajo a la Igle­sia una unidad de credo duradera. A lo largo del siglo V, se desarrolló, con la herejía monofisita, un cisma que afectaba más profundamente a la Iglesia. Algo parecido ocurre en política ex­terior y en los éxitos de la estrategia defensiva del emperador. Incluso aquí no se resolvió verdaderamente el problema que plan­teaban las invasiones de los bárbaros. La política de Teodosio para con los germanos, que, en muchos aspectos, se apoyaba en las excelentes relaciones personales del emperador con los príncipes de las tribus germánicas, unió al problema exterior de la defensa de las fronteras imperiales, ya de por sí irresoluble el problema de  la inmigración germana, un peligroso explosivo, al menos para la parte occidental del imperio. Tampoco estaba liquidada la cuestión persa en el frente oriental; en el siglo V, se agudizó de nuevo. Escoceses y sajones se encontraban en Britania; francos y alamanes, además de burgundios, vándalos y suevos, se hallaban en la frontera del Rin y del alto Danubio, pero, sobre todo, los godos habían penetrado en el bajo Danubio. El emperador no hubiera podido impedir esta marcha amenazadora de las tribus bárbaras sobre las extensas fronteras del imperio.
El mismo Teodosio era posiblemente consciente, al menos en un aspecto, de que la unidad del imperio, por él recobrada, no podría mantenerse. De otra manera no se comprende que, ya en su testamento político, él mismo diese marcha atrás en su mayor éxito político: el imperio romano unificado fue dividido definitivamente a su muerte entre sus hijos, en una parte oriental y otra occidental. Arcadio, el mayor, recibió Oriente como Augusto; Honorio, Occidente. Políticamente se pensó esto, en principio, como una simple estructuración del imperio en dos grandes unidades administrativas, pero no radicalmente separa­das. De facto, ambas unidades administrativas, como era de esperar, se convirtieron rápidamente en conjuntos imperiales autónomos, proceso que se vio favorecido por las diferencias culturales entre la mitad latina del imperio y la mitad greco­-oriental.
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