En el siglo de la conquista
islámica, el nuevo mapa político comprende tres grandes formaciones estatales:
el califato, Bizancio y el reino franco. Pero el mundo mediterráneo no se
transforma sólo en su configuración exterior, sino también en su estructura
interna. Nuevos estímulos espirituales y sociales actúan dentro de los nuevos
espacios políticos; estímulos que ya habían iniciado su resurgir en el siglo
VII: la reforma del estado en Bizancio, la arabización en el imperio de los
Omeyas, la feudalización y creciente poderío de la institución de los mayordomos en el reino
merovingio. Pero estos procesos incipientes -que como en todo cambio histórico
sobrepasan las cesuras impuestas por nosotros- no han modificado aún la imagen
global del periodo; la tenacidad con que resisten las viejas estructuras es
clara en todas partes. El siglo VII es una fase decisiva pero todavía sólo
preparatoria, en la que el viejo orden del mundo -claramente perceptible en el
arte- sigue siendo aun ampliamente determinante para los contemporáneos. Sólo
en los comienzos del siglo VIII presionan las nuevas fuerzas, cada vez con
mayor intensidad, hacia la superficie y comienzan a forjar el proceso histórico.
Una continuidad entre merovingios y carolingios es tan indiscutible como la
existente entre omeyas y abasidas o entre la dinastía de Heraclio y los emperadores isáuricos. Pero los acentos
ciertamente se han desplazado, así como en una partitura un determinado
motivo, introducido como tema secundario, desplaza paulatinamente al tema
principal y se convierte en dominante, Varios elementos aislados de la nueva
sociedad y de la cultura se encuentran ya en los siglos IV y V. Los indicios de
una nueva síntesis se hacen cada vez más precisos en el siglo VII. Sólo el
siglo VIII llegará a tomar el rumbo decisivo.
La política exterior cambia
poco; es más bien una consolidación de las transformaciones acaecidas en el
siglo VII, Se consolidan las fronteras entre las dos nuevas zonas de poder. La
transformación exterior del mundo mediterráneo pierde su importancia, mientras
aumenta la intensidad y rapidez del proceso de transformación interior. Los primeros decenios del
siglo VIII serán decisivos para el desarrollo histórico. Aunque retrospectivamente
aparezcan muchas veces como un corte tajante, la brusca transformación abarca
un espacio de tiempo que es tan largo como el que va desde los comienzos de la
primera guerra mundial hasta hoy; se desarrolla paso a paso, no como una
catástrofe elemental.
La unidad del proceso histórico queda deshecha. Las
formas de vida diferenciadas, cerradas por tanto, del mundo mediterráneo son
definitivamente rechazadas. Se afirman tres nuevos mundos, que por su
estructura social y política, sus formas de pensamiento y de expresión, el sistema de sus convicciones espirituales
y religiosas, se diferencian fundamentalmente: el Occidente latino-germano, el
Imperio bizantino (al que pertenecen también los Balcanes greco-eslavos, cuya
frontera cultural estuvo situada durante mucho tiempo en la región de la actual
Carintia y Estiria), y el mundo oriental
del Islam.
La comunidad de los fundamentos sociales y, sobre todo, culturales, sobre los que se
desarrollan estos tres tipos de civilización, sigue siendo perceptible en la
evolución posterior. Han surgido de la tradición cristiana antigua, en la que
ya se había asimilado mucho del espíritu y de las formas de vida del Oriente.
El intercambio cultural continúa, a pesar de las fronteras. Existe incluso una
especie de tendencias paralelas, como ocurre, por ejemplo, en la clericalización
de la vida espiritual de los siglos VIII y IX. Dentro del mundo mediterráneo se había hecho ya perceptible desde los
siglos IV y V una diferenciación creciente entre el Oriente y el Occidente.
Pero las transformaciones del siglo VIII condujeron a una acentuación del
contraste, al surgir un nuevo centro de poder político, el imperio carolingio,
y al crecer considerablemente la importancia del papado. Además se debilitó la
influencia de la cultura oriental en el Occidente, al abrir la expansión
carolingia regiones no romanizadas y ganar terreno la tradición latina, a
través de la influencia irlandesa-anglosajona. Por otra parte, habían sido
nuevamente incorporadas por el Islam grandes zonas de territorios que en otro
tiempo fueron helenísticos, mientras que la influencia helenista de Bizancio se
limitaba especialmente al Asia Menor y a algunas zonas de los Balcanes. El
centro de gravedad de Europa se desplazó, durante el siglo VIII, del
Mediterráneo a las regiones septentrionales del reino franco, gracias, en buena
parte, al desarrollo de una economía agraria más productiva. 359
I.
CONSOLIDACION DEL MAPA POLITICO DEL MUNDO MEDITERRANEO
En los primeros decenios
del siglo, la situación política externa presenta una estabilidad cada vez
mayor; nuevos campos de fuerza y
fronteras en vías de consolidación se iban perfilando con creciente claridad.
El Islam, con la ocupación de España, se había apoderado en e! año 711 de toda la zona
meridional mediterránea. El intento de penetrar, tanto en Oriente hacia el Asia
Menor como en Occidente hacia la Europa Central fracasó, aunque Bizancio fue
expulsado definitivamente del área mediterránea occidental. La ola de la
expansión árabe pasó todavía los Pirineos; en el año 720 fue conquistada
Narbona, en el 725 Carcasona. La resistencia de los francos bajo Carlos Martel
consiguió detener su avance. La victoria definitiva de caballería franca en
Poitiers, en octubre del año 732, fue solamente posible porque la fuerza árabe
de choque estaba militarmente gastada. Los éxitos decisivos de la defensa no
fueron conseguidos allí, sino en las montañas del Asia Menor y en las costas
del Egeo y de la Italia
meridional.
Bizancio había sufrido
ingentes pérdidas de territorio. A pesar de ello siguió siendo, junto a los
Omeyas, la segunda gran potencia de la época -incluso muy superior en el mar a
los árabes. Así surgió a partir del año 718 un progresivo equilibrio militar en
el Próximo Oriente. La frontera en el Asia Menor se consolidó; el centro vital
del Imperio quedaba por mucho tiempo al amparo de una fuerza militar adecuada.
Un éxito similar se lograba también en el norte: en la lucha defensiva contra
los búlgaros. Después de la primera gran guerra contra ellos (756-763), pudo estabilizarse la frontera hasta finales del siglo
VIII, cuando el reino búlgaro volvió a ser un peligro bajo el destacado monarca
Krum. De esta manera quedaban también definitivamente despejados los
territorios próximos a la capital; Constantinopla se vio así liberada de la
obsesión de ver aparecer casi diariamente ante sus puertas un nuevo grupo
tribal ávaro-eslavo o búlgaro, que podía convertirse en una amenaza mortal para
el imperio. Bizancio sufrió graves pérdidas aún en Occidente, donde las
posesiones de la Italia
central y septentrional pasaron en el año 751 a poder lombardo.
La extensión territorial del reino franco
cambió poco, si se prescinde de Septimania, arrancada primero a los visigodos
por los árabes y después
arrebatada a éstos por los francos (737-759).
La verdadera expansión sólo iba a iniciarse bajo CarIomagno. Este
conquistó Sajonia, Baviera e Italia septentrional. Pero el panorama había
cambiado radicalmente. Con la eliminación del Estado lombardo (774), el [P.
360] reino
franco se convirtió en la única estructura política sólidamente organizada de la Europa Central , a
la cual dominó más por el azar que por méritos propios.
La segunda mitad del siglo señaló en política exterior una fase de
tranquilidad. Las tres potencias crearon un nuevo escenario político, que sólo
fue comprendido y aceptado claramente a principios del siglo IX. Todavía a
fines del 787 el papado romano tenía que fechar sus cartas según los años de
gobierno del emperador bizantino, como única cabeza legítima del mundo
cristiano. Pero en el año 812 el emperador bizantino Miguel I reconocía, por
primera vez, en Carlomagno a un soberano de rango equiparable al de él. De esta
manera, el Imperio bizantino abandonaba las aspiraciones universales de
soberanía, fundadas en su calidad de único heredero del imperio romano, aun
cuando en el fondo, los bizantinos consideraron al emperador occidental como un
antiemperador y un usurpador. Sigue hablándose aún de la «familia de los
reyes». Pero la imagen, en la que se concreta la concepción bizantina del orden
de categoría de los soberanos, se transforma radicalmente. El soberano de
Occidente no es ya el «hijo» sino el «hermano» del emperador de Bizancio. Aquí
se encuentran indudablemente los fundamentos espirituales del Imperium
Romanum occidental de los Otones.
Si en el período precedente hubo cambios importantes en mapa político, ahora aparece una frontera defensiva elástica en la margen oriental y occidental del mundo árabe: en España, entre el emirato de Córdoba y los pequeños reinos cristianos de Asturias y Cantabria; en la región fronteriza de Siria y del Asia Menor, a lo largo de la línea del Taurus. Un status quo que ya no volvió a ser discutido seriamente, pero donde los habitantes militarizados de ambos lados se consideraban en estado de guerra permanente. Se repetía la situación del limes, que encontró expresión lírica legendaria en la epopeya franca dela Canción
de Rolando, así como en la leyenda bizantina de Digenis Akritas. Sólo en el
siglo XI este estado de escaramuza permanente dio paso a un nuevo movimiento
ofensivo, que se inicia con las Cruzadas.
Pero no en todas partes existían tales fronteras defensivas. Dos campos constituían las zonas neurálgicas, porque en ellas las fronteras de los ámbitos de soberanía no estaban aún fijadas: el mundo eslavo y el centro del área mediterránea, con Italia meridional y Sicilia. Aquí se libraba una lucha por la influencia política, poderío naval y ventajas comerciales, que ocupó a la diplomacia en los dos siglos siguientes. Las ciudades comerciales de Italia, como Venecia, Nápoles, Amalfi y Bari, supieron obtener notables ventajas de situaciones y alianzas constantemente cambiantes.
Más allá de las fronteras políticas, se consolidaron líneas de demarcación en el campo religioso, cultural y, también en parte, económico. El mundo mediterráneo terminó, por consiguiente, dividiéndose en una mitad septentrional y otra meridional. También la línea fronteriza anterior, que había dividido el área en una mitad oriental y en otra occidental, en una zona latina y otra helenística, seguía siendo claramente perceptible en la frontera entre Bizancio y Occidente, entre ortodoxos y latinos. Pero la línea decisiva corría ahora de Oriente a Occidente, entre el Islam y la cristiandad. «La diferencia cultural entre la costa europea y la sirio-egipcia (y sus zonas inmediatas), que era ya considerable hacia el fin dela Antigüedad , aumentó con la retirada de Europa y
el florecimiento de la cultura islámica en los primeros siglos después de la
muerte de Mahoma; esta línea de demarcación se profundizó aún más, también
psicológicamente, después del año 750 por
la política de expansión de los califas, enteramente orientada hacia el Este y
Nordeste» Las fronteras surgidas
entonces entre las áreas europea e islámica son, en el fondo, válidas aun hoy,
con ligeros retoques, si se prescinde del hecho de que España ha vuelto al área
europea, mientras que el Asia Menor ha sido absorbida en la islámica.
Si en el período precedente hubo cambios importantes en mapa político, ahora aparece una frontera defensiva elástica en la margen oriental y occidental del mundo árabe: en España, entre el emirato de Córdoba y los pequeños reinos cristianos de Asturias y Cantabria; en la región fronteriza de Siria y del Asia Menor, a lo largo de la línea del Taurus. Un status quo que ya no volvió a ser discutido seriamente, pero donde los habitantes militarizados de ambos lados se consideraban en estado de guerra permanente. Se repetía la situación del limes, que encontró expresión lírica legendaria en la epopeya franca de
Pero no en todas partes existían tales fronteras defensivas. Dos campos constituían las zonas neurálgicas, porque en ellas las fronteras de los ámbitos de soberanía no estaban aún fijadas: el mundo eslavo y el centro del área mediterránea, con Italia meridional y Sicilia. Aquí se libraba una lucha por la influencia política, poderío naval y ventajas comerciales, que ocupó a la diplomacia en los dos siglos siguientes. Las ciudades comerciales de Italia, como Venecia, Nápoles, Amalfi y Bari, supieron obtener notables ventajas de situaciones y alianzas constantemente cambiantes.
Más allá de las fronteras políticas, se consolidaron líneas de demarcación en el campo religioso, cultural y, también en parte, económico. El mundo mediterráneo terminó, por consiguiente, dividiéndose en una mitad septentrional y otra meridional. También la línea fronteriza anterior, que había dividido el área en una mitad oriental y en otra occidental, en una zona latina y otra helenística, seguía siendo claramente perceptible en la frontera entre Bizancio y Occidente, entre ortodoxos y latinos. Pero la línea decisiva corría ahora de Oriente a Occidente, entre el Islam y la cristiandad. «La diferencia cultural entre la costa europea y la sirio-egipcia (y sus zonas inmediatas), que era ya considerable hacia el fin de
a) Bizancio y la lucha iconoclasta.
La
desintegración del viejo mundo, en el curso de una crisis donde vinieron a
manifestarse tendencias activas desde mucho tiempo atrás, se expresó en
Bizancio con la disputa de las imágenes, que sirve de fondo a toda la historia
bizantina durante el siglo VIII. Esta lucha no era sólo un fenómeno teológico y
político-eclesiástico, sino que afectó a la estructura estatal hasta lo más
profundo. Todavía se encontraba Bizancio empeñada en la defensa y
reorganización del núcleo territorial que había conservado. Los problemas
políticos correspondían en gran medida los del siglo VII, con algunas notorias
diferencias. En política exterior pudo ser despejada la situación paso a
paso y, al término del gobierno de León III (717-741), la frontera oriental del
363
Asia Menor quedó asegurada
desde ahora en adelante. Fueron concertadas alianzas contra el Islam (con los
cázaros), que iban a marcar el estilo de la diplomacia bizantina en los siglos
siguientes. En Occidente, Bizancio perdió la Italia septentrional: pero la meridional fue
defendida con éxito, frente a los ataques árabes. La situación en los Balcanes
estaba definida, al menos temporalmente; la amenaza exterior quedó reducida a
una proporción soportable, que no ponía en peligro la supervivencia de imperio.
En el interior
proseguía la reforma del Estado y la
política de los emperadores isáuricos aspiraba, sobre todo, a la consolidación
de la institución de los themas. El ordenamiento los themas fue
proseguido, tanto para lograr una mayor flexibilidad, de la administración como
para neutralizar los peligros de orden interno, mediante la división de las
originariamente ingentes extensiones de los themas. En el Asia Menor se
constituyeron, en lugar de cuatro, catorce themas; junto a Tracia y Hélade,
surgían los nuevos themas de Macedonia y Peloponeso (cf. arriba
p. 304), y a comienzos del siglo IX,
los de Cefalonia, Tesalónica y Durazzo,
que presagiaban ya una reconquista de los Balcanes. Puesto que la fuerte eslavización de esas
regiones era un elemento de inseguridad, siguieron aplicándose las medidas
políticas de recolonización, lo que
también constituía una herencia del siglo VII (cf. arriba p. 305). Esto provocó desasosiego interno, sobre
todo a principios del siglo IX, pero supuso a largo plazo también una
rehelenización de la región meridional de los Balcanes.
Si bien la
política interior de la nueva dinastía mantenía los planteamientos del siglo
VII, se actualiza ahora, sin embargo, la
tendencia general a una sacralización de la vida y la política como lo demostraron las bien perfiladas creencias
religiosas de los
soberanos durante el surgimiento y agudización de la crisis iconoclasta. Esta
se convirtió en un nuevo peligro para el orden interno y para la cohesión del
imperio bizantino: un momento de recuperación política interna y externa. El
conflicto iconoclasta, como las controversias arrianas y monofisitas, fue mucho
más que una querella teológica. El movimiento penetró profundamente en la
situación política y social llevó una
vez más a Bizancio al borde de la disolución
El punto de partida era un problema
teológico. La imagen, el culto de las imágenes, el ornato de iglesias con mosaicos,
frescos e íconos, se había convertido desde el siglo IV, precisamente en el
oriente griego, en un elemento esencial de la religión popular. Los teólogos
partidarios de las imágenes justificaban la veneración de éstas con la encarnación de
Cristo (que hacía aparecer posible y llena de sentido también la representación
de su figura humana) y con la
diferenciación de imagen y arquetipo; según su interpretación, en el icono era
venerado Dios, no la imagen material en sí. Pero en la religión popular no
existía naturalmente esa diferenciación entre imagen y arquetipo; la imagen
misma era venerada como un objeto taumatúrgico y milagroso. La oposición
veía, por el contrario, en la veneración de las imágenes simplemente una
reminiscencia del culto pagano de los ídolos. Más tarde, a partir de Constantino V (741-775), la disputa, aunque diferenciada de
las controversias cristológicas, se
desenvolvió siempre en íntima relación con ellas.
Bajo la premisa de una similitud esencial de la representación y lo
representado, la copia de la naturaleza humana de Cristo fue declarada
imposible y sacrílega. Son
indiscutibles las conexiones de esta interpretación con las anteriores
controversias cristológicas, pero también con las corrientes islámicas coetáneas:
en el año 723, un edicto del califa Yazid II ordenó que se retirasen todas las
imágenes de las iglesias cristianas.
El primer edicto formal de León III contra
el culto de las imágenes data del año 726 y provocó
disturbios duraderos y extensos, acompañados de excesos de fanatismo. Decisivas
fueron las fuerzas que se formaron tras
ambas direcciones teológicas. Los iconódulos, partidarios de la
veneración de las imágenes reunían en todo el imperio y especialmente en la parte occidental, a las amplias capas de la
población; a las que hay que añadir una gran parte del clero y, de una manera
acusada, el monacato. Los iconoclastas, enemigos de la veneración de las
imágenes (más exactamente, «destructores de imágenes»), provenían de la casa
imperial, del ejército y de determinadas regiones, sobre todo, del Asia Menor
oriental, en las que subsistían sectas como la de los paulicianos o grupos
minoritarios monofisitas y en donde era claramente perceptible la influencia de
las doctrinas islámicas. La disputa de las imágenes fue también, en un
determinado sentido (por ejemplo, en el conflicto con el monacato y con su personalidad
más influyente, Teodoro de Studión) una confrontación sobre los derechos del
poder eclesiástico y del secular
Pero, sobre todo, era la lucha entre la
tradición helenística occidental y la oriental. Esta contraposición, que en
ciertos aspectos no puede definirse en términos racionales dormitaba bajo el barniz helenista de la región
anatolio-balcánica del imperio. En el momento en que una clase dominante orientalizada
intentaba imponer al imperio y a la
Iglesia su concepción religiosa, se produjo la rebelión del
elemento griego contra el desconocimiento de los orientales de la dignidad de
la criatura humana. El que creyese en la encarnación del logos, debería
considerar legítima para Cristo la representación visible de la realidad
espiritual. Por esto entraron los iconódulos en lucha contra la
iconoclastia y contra el intento de imponer en el mundo bizantino una orientalización
interior de su mundo espiritual, después de haber fallado la inclusión del
imperio en el mundo oriental. La decisión final fue favorable a la veneración
de las imágenes. El séptimo y último concilio ecuménico, que se celebró en
Nicea en el año 787, fue determinante, a pesar de una corta reacción
iconoclasta en el siglo IX (813-842).
El
peligro de una orientalización quedaba definitivamente eliminado. La fórmula
«triunfo del helenismo» es demasiado simplista para definir lo ocurrido. El
mundo sigue sufriendo un proceso de eslavización. El elemento oriental continúa
siendo activo étnica y culturalmente. Pero, de la acción mutua de estas
tradiciones espirituales, surge el medio cultural típicamente bizantino; la
forma espiritual propia y permanente de Bizancio como imperio greco-cristiano
entre Oriente y Occidente. El desenlace de la disputa de las imágenes consolida
su posición mediadora peculiar entre el mundo oriental del Islam y el mundo
occidental de la naciente Edad Media. La feliz solución de la crisis
iconoclasta señaló el comienzo de la ascensión del imperio bizantino, bajo la
dinastía de los macedonios, en el siglo X y XI, a una nueva posición de
potencia mundial.
b) Los
Abasidas y el mundo islámico.
En
la segunda gran región histórica, el conjunto político islámico del califato,
parece discurrir, a primera vista, el procese de transformación de una manera
mucho más superficial. En el año 750, ocupaba el lugar de la primera dinastía
de los califas Omeyas, la casa dinástica de los Abasídas (cf. arriba
p. 286). Damasco perdió su posición rectora a favor de la nueva capital.
Bagdad, fundada por los Abasídas. Pero Bagdad no es una fundación arbitraria,
expresión del capricho de una nueva casa dinástica, sino el signo de una
traslación del centro de gravedad del área islámica-árabe desde Siria, centro
de la vida espiritual en el reino omeya, al Irak. Tras el cambio de la
dinastía y tras el traslado de la capital-que es tan poco casual como lo fue la fundación de Constantinopla-, existe
un cambio fundamental de la clase dirigente y del sistema de gobierno del califato, así como de la cultura islámica. El fundador de la nueva dinastía, Abu'l-' Abbas, era ciertamente de ascendencia árabe. Pero llegó al poder como portavoz de la oposición contra los Omeyas, de los musulmanes no árabes y también de los shiitas. El califato se convirtió en un estado supranacional. En lugar de la hermética aristocracia militar árabe, que había constituido el elemento decisivo en la estructura del reino, hace su aparición una capa dirigente mixta. Los árabes no fueron excluidos; pero la diferencia entre el musulmán, que era de ascendencia árabe, y el neoconverso fue perdiendo significación. En la nueva alta clase islámica estaban representados los pueblos más diversos del Estado abasída, aunque inicialmente predominaban, como era natural, los elementos persa-iraníes.
También la estructura
estatal del califato sufrió una gran transformación en el sentido de una mayor
islamización, así como de una creciente institucionalización. En el ulterior
perfeccionamiento de la organización estatal ya no se tomó de modelo, como bajo
los Omeyas, la estructura bizantina, sino el modelo histórico rival, la
organización política de los sasánidas.
Con la penetración del elemento persa en el
califato se imponen las tradiciones propias del Irán y con ellas las formas
preislámícas de la monarquía oriental. A este cambio de la estructura
política correspondía un proceso similar en la cultura islámica. La cultura de
los Abasídas que, sobre todo en sus comienzos, había dado grandes frutos, no
era pura y simplemente una reminiscencia de las tradiciones iraníes. Sus
elementos determinantes y el grupo social portador no procedían ya de la
herencia helenístico-bizantina y del área siria. La parte oriental de la esfera
de poder islámico, Persia, pero también el Irak, jugaban aquí el papel más
destacado. Así se actualizan tanto las tradiciones sasánidas, como otras más
antiguas, artísticas y espirituales de Mesopotamia, opuestas a los elementos
bizantinos. Junto al cambio de grupo dirigente y de la organización política,
junto a la misma transformación de la cultura, existía un tercer elemento de
cambio en el área islámica. El universalismo de los estados plurinacionales,
que había seguido con los Abasídas a la expansión de la soberanía árabe, obra
de los Omeyas, comenzaba a disolverse. El surgimiento de diferenciaciones regionales
estaba estrechamente unido con el nuevo orden político: con la dinastía de los Abasídas
se iniciaba ya, en realidad, la desmembración del gran imperio islámico en
Estados particulares. Esta evolución sólo terminaría dos siglos más tarde.
Pero ya cinco años después de la subida al poder del primer abasida, España se
independizó de Bagdad. 'Abd-ar-Rahman I (Abderramán, 756-788) [367] - creó en la Península un emirato
omeya, que más tarde se separaría de iure del imperio islámico, mediante
la fundación de su propio califato -el último heredero de este Estado, el
reino moro de Granada, subsistiría hasta 1492. Este proceso de disolución, que
debilita de modo creciente al mundo islámico durante los siglos IX y X, hace
posible el resurgimiento de Bizancio y más tarde la empresa de las Cruzadas. El apogeo del poder político de los Abasídas,
desde al-Mansur (754775) hasta
al-Watiq (842-847), coincide con el período de mayor florecimiento cultural
del reino. La espléndida residencia de Bagdad se convirtió en el centro del
mundo literario y científico. Aquí trabajaban traductores y eruditos, con
frecuencia persas y sirios cristianos, en las obras más importantes, tanto de la
ciencia griega como de la persa e india (las figuras griegas más apreciadas
fueron Aristóteles, los neoplatónicos y Galeno). A través de España y Sicilia;
este tesoro cultural árabe demostró ser un factor importante para la cultura
medieval europea
e) El
ascenso de los carolingios.
La
subida al poder de los carolingios en el reino franco, pareció también en el
siglo VIII un cambio político más. Pero este acontecimiento señalaba el
comienzo de una profunda transformación. En la esfera internacional, el
reino carolingio constituía un poder unitario como no había existido en Europa
occidental desde la destrucción del Imperio Romano de Occidente. La expansión
de la soberanía carolingia hasta las fronteras de España, a través de la Alemania septentrional y
central hasta las regiones fronterizas eslavas y, por el norte de Italia, no
aportó ciertamente una unidad política a todo el espacio comprendido entre las
fronteras islámica y bizantina. El papa y los duques lombardos competirían con
Bizancio por la posesión de la
Italia central; un gran número de pequeños reinos luchaban
por la primacía en Inglaterra; Escandinavia, las regiones germanas y eslavas de
la Europa
central y oriental; así como las posesiones residuales cristianas en España, se
habían dividido en pequeños principados. Sin embargo, surgió una unidad de
Europa fundada en el común cristianismo latino, y en la presencia de una
estructura social similar, pese a la gran división en zonas de soberanía
locales. Que Carlomagno haya dejado a «la totalidad de Europa» en bienestar y paz, es ciertamente una exageración del
cronista carolingio Nitardo '. Pero el concepto de Europa en el sentido de una
unidad espiritual, y no sólo geográfica, está aquí expresado correctamente.
En
su estructura, el reino carolingio era modelo para los demás países de Occidente.
Su sistema estaba determinado por un orden feudal. La vinculación jurídica
personal entre señor feudal y vasallo,
constituía el fundamento de la soberanía. La nobleza territorial llegó a ser
copartícipe en la soberanía del reino, mediante la organización militar, que
formaba el núcleo del vasallaje. La
Iglesia fue también gestora de la administración, tras la
desaparición de la institución laica. La amplia dispersión de las posesiones
del rey, de la aristocracia y de los monasterios creó una vinculación personal
que aseguró la cohesión del reino.
Un segundo elemento
determinante para el ascenso de los carolingios fueron las innovaciones en la
economía rural, que se efectuaron en los siglos VII y VIII e hicieron posible
en e1 norte una producción más abundante y segura que en la zona mediterránea.
La rotación a tres hojas con siembra de primavera, no era rentable en el clima
mediterráneo con sus secos veranos; y careció de importancia al sur de los
Alpes y del Loira. Pero daba progresivamente a las grandes llanuras del norte
una gran ventaja económica sobre las regiones ribereñas del Mediterráneo, y las
ciudades que ahora surgían y florecían vinieron a tener un respaldo económico
más seguro.
A
los cambios políticos iba unida una profunda transformación del mundo
espiritual. Clérigos y monjes pasaron a ser los únicos portadores de la
cultura, la literatura y el arte. En el movimiento espiritual del «renacimiento
carolingio» se reveló una diferencia fundamental con respecto a la cultura de
la época merovingia. La apropiación consciente de formas y contenidos de la Antigüedad nos muestra
el hecho fundamental de que aquí la cultura clásica era considerada como algo
que debía ser nuevamente renovado. Los carolingios no se sintieron ya, al
contrario que los merovingios, herederos naturales de una tradición que había
subsistido hasta entonces. Aspiraban a comenzar de nuevo, basándose en un
modelo que se había convertido ya en algo histórico. Se trataba del
renacimiento de una tradición cristiano-antigua, como lo formuló muy claramente la cabeza rectora del movimiento, Alcuino
de York: «Si vuestros propósitos (los del emperador) llegan a realizarse,
puede surgir en el reino franco una Atenas más espléndida que la antigua. Pues
nuestra Atenas, ennoblecida por las doctrinas de Cristo, superará la sabiduría
de la Academia »
3, Pese a toda vinculación a la tradición
como fuente de vida espiritual, es inconmensurable la transformación operada
con respecto al viejo mundo mediterráneo.
El
«renacimiento carolingio» raramente alcanzó el ambicioso programa de Alcuino;
en muchos casos, el progreso intelectual apenas superó el nivel de la escuela
de gramática La cultura poseía un carácter ecléctico, que respondía a una
mezcla de influencias bizantinas, merovingias y anglosajonas. Carlomagno trajo a su palacio favorito de
Aquisgrán, construido para la corte imperial, a artistas y artífices, sabios y amanuenses, procedentes
en su mayoría del área mediterránea. El emperador aparecía en la literatura,
siguiendo los modelos clásicos, como un héroe germánico de cuño virgiliano; la
residencia verdaderamente rustica de Aquisgrán era designada como la «sede de
David» e incluso como una «segunda Roma». Los scriptoria desarrollaron
una nueva y espléndida caligrafía: la «minúscula carolingia». En la miniatura
de códices, que se asoció a la ilustración y a la escritura y que muestra claras
influencias irlandesas y bizantinas, alcanzó el arte carolingio su punto
culminante en obras como el Evangeliario de Lorsch, escrito (hacia el año 810)
en caracteres de oro, por la escuela cortesana de Carlomagno.
De
la arquitectura de la época, con sus iglesias de planta redonda y orientadas
hacia el oeste, nos da una idea general un documento en pergamino de
principios del siglo IX: el plano de la abadía de San Gall, que puede
considerarse el modelo ideal de monasterio carolingio.
El
testimonio más grandioso del Imperio carolingio y de su renacimiento es la capilla palatina de Aquisgrán, un
edificio octogonal de planta central que incorpora elementos arquitectónicos de
Rávena. Aquí, en el centro de su Imperio, coronó Carlos a su sucesor; aquí fue él
mismo enterrado en el año 814 y canonizado en el 1165 por Federico Barbarroja.
La capilla de palacio, monumental en su sencillez, atestigua las creaciones
que pudo ofrecer el estilo carolingio más allá de todo eclecticismo. Pero
atestigua igualmente la conciencia que de sí tenía el soberano, quien aparece
en múltiples miniaturas e ilustraciones de libros como encarnación del monarca ideal y del buen cristiano. No era solamente el
soberano del reino franco, sino también el emperador de Occidente: imperator
romanum gubernans imperium et per misericordiam Dei rex francorum et
langobardorum. Es dudoso que la idea de un restablecimiento del Imperium
Romanum en Occidente tuviese importancia en la actuación de Carlomagno.
Pero sí es cierto que la transformación interna del reino carolingio quedó
completada mediante el cambio de relaciones entre el emperador y e! papa, en conexión con la posición recientemente
adquirida por la sede de Pedro. La alianza política entre el soberano franco y el Papa tuvo una honda repercusión sobre
la relación entre Iglesia y poder secular durante la Edad Media
Al término de los decenios de transición, comprendidos entre los años 711 y 760, surge un nuevo mundo con tres regiones
históricas: el imperio carolingio en Occidente, el califato islámico de
los Abasídas en Oriente y, entre ambos, el imperio Bizantino.
Esta división tripartita
disolvió definitivamente la unidad política, social y espiritual que había
creado en la zona medIterránea el Imperium Romanum Christianum de Constantino
el Grande, y que fue temporalmente reconstruido por Justiniano. Si seguimos
retrospectivamente en todos los sectores de la vida de la época el constante
mantenimiento de estructuras y, finalmente, su transformación, veremos que el
sistema del dominatus en el estado y en
la sociedad se manifestó mucho más duradero que la misma idea de unidad
política. Es decir, perduró sobre todo el estado burocrático absolutista y centralista, con sus correspondientes
estructuras económicas y sociales. Pero también en este aspecto terminan por
constituirse tres nuevas formas: la constitución bizantina de los themas, el
estado feudal carolingio y el califato
abasida. Las tradiciones comunes que se mantuvieron por más tiempo fueron
esencialmente culturales y religiosas. Las tradiciones artísticas mantuvieron
tenazmente su influencia; el siglo VII, en muchos aspectos, supone una renovada
intensificación de la influencia bizantina. Sólo más tarde se inicia la
disolución de las formas tradicionales con el estilo carolingio y prerrománico, con el arte abasida, de
marcada tendencia iraní, y con el renacimiento bizantino del siglo X. En el
aspecto religioso, se observa una lenta y dispar
decadencia de la unidad entre la Iglesia y el mundo, entre
la vida política y religiosa. Es en Bizancio donde esta unidad tradicional se
conserva con más fuerza; Occidente, por el contrario, manifiesta una tendencia
más acusada hacia una solución dualista, que sólo llega a imponerse con la
disputa de las investiduras.
¿Cuál
fue, en fin, la causa determinante del derrumbamiento del mundo antiguo, del Imperium
Romanum Christianum, que, pese a todas las dificultades provocadas por las
invasiones de los bárbaros, había dado muestras de una inusitada capacidad de
resistencia?
En
el Occidente europeo se plantea también ese interrogante, con el claro cambio
de dirección del proceso histórico que supone la transformación del reino
merovingio en el imperio carolingio. Sin duda, tuvo gran peso en este fenómeno
la barrera lombarda, que separó al reino merovingio de Oriente, del inquietante
mundo de los Balcanes y de los árabes. Los efectos que esta barrera ejerció en
el comercio y en la economía determinaron una especie de servicio diplomático
de información. Las dificultades minaron el desarrollo de la agricultura, base
del feudalismo, pero también la paulatina pérdida de la influencia bizantina en
la cultura y la organización estatal. Este aislamiento permitió que tendencias
del desarrollo social e institucional existentes desde hacía mucho tiempo
pudieran actuar sin oposición alguna. La importancia social y política cada vez
mayor de los señoríos rurales llevó inicialmente a un debilitamiento de la
realeza, pero terminó transformando las antiguas instituciones estatales para
formar un estado basado en los vínculos personales. Hubo, además, otro
elemento que ejerció su influencia en este proceso: la aparición de
instituciones germánicas y celtas en el reino franco y, en general, en toda la Europa septentrional. Durante el último período
del reino merovingio se hizo notar con fuerza, tanto en el plano político como
en el social, la preponderancia de Austrasia. El orden intelectual y religioso siguió también una evolución
similar, como lo demuestra la importancia asumida en la Iglesia y en la cultura por irlandeses y anglosajones; [371] resulta revelador a este respecto el hecho de que la idea del
primado del papa fuera propagada fundamentalmente por anglosajones.
Tales explicaciones sólo pueden tener un carácter
provisional, pues el problema de las causas de la transformación operada en el
reino franco no está resuelto aún y sigue Siendo un problema sumamente
inquietante, pues en estos siglos surge Europa, ese espacio en el que, a
diferencia del mundo bizantino y oriental, la razón y la voluntad determinan la actitud hacia el mundo. [372]
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