martes, 10 de mayo de 2016

La transformación del mundo medite­rráneo a comienzos del siglo - Maier, Franz G.; Las transformaciones del mundo mediterráneo. Siglos III – VIII

La transformación del mundo medite­rráneo a comienzos del siglo VIII
    En el siglo de la conquista islámica, el nuevo mapa político comprende tres grandes formaciones estatales: el califato, Bi­zancio y el reino franco. Pero el mundo mediterráneo no se transforma sólo en su configuración exterior, sino también en su estructura interna. Nuevos estímulos espirituales y sociales actúan dentro de los nuevos espacios políticos; estímulos que ya habían iniciado su resurgir en el siglo VII: la reforma del estado en Bizancio, la arabización en el imperio de los Omeyas, la feudalización y creciente poderío de la institución de los mayordomos en el reino merovingio. Pero estos procesos inci­pientes -que como en todo cambio histórico sobrepasan las cesuras impuestas por nosotros- no han modificado aún la imagen global del periodo; la tenacidad con que resisten las viejas estructuras es clara en todas partes. El siglo VII es una fase decisiva pero todavía sólo preparatoria, en la que el viejo orden del mundo -claramente perceptible en el arte- sigue siendo aun ampliamente determinante para los contemporáneos. Sólo en los comienzos del siglo VIII presionan las nuevas fuerzas, cada vez con mayor intensidad, hacia la superficie y comienzan a forjar el proceso histórico. Una continuidad entre merovingios y carolingios es tan indiscutible como la existente entre omeyas y abasidas o entre la dinastía de Heraclio y los emperadores isáuricos. Pero los acentos ciertamente se han des­plazado, así como en una partitura un determinado motivo, in­troducido como tema secundario, desplaza paulatinamente al te­ma principal y se convierte en dominante, Varios elementos aislados de la nueva sociedad y de la cultura se encuentran ya en los siglos IV y V. Los indicios de una nueva síntesis se hacen cada vez más precisos en el siglo VII. Sólo el siglo VIII llegará a tomar el rumbo decisivo.                                        
                                                                                          
     La política exterior cambia poco; es más bien una consoli­dación de las transformaciones acaecidas en el siglo VII, Se consolidan las fronteras entre las dos nuevas zonas de poder. La transformación exterior del mundo mediterráneo pierde su importancia, mientras aumenta la intensidad y rapidez del proceso de transformación interior. Los primeros decenios del siglo VIII serán decisivos para el desarrollo histórico. Aunque retros­pectivamente aparezcan muchas veces como un corte tajante, la brusca transformación abarca un espacio de tiempo que es tan largo como el que va desde los comienzos de la primera guerra mundial hasta hoy; se desarrolla paso a paso, no como una catástrofe elemental.
La unidad del proceso histórico queda deshecha. Las formas de vida diferenciadas, cerradas por tanto, del mundo mediterrá­neo son definitivamente rechazadas. Se afirman tres nuevos mun­dos, que por su estructura social y política, sus formas de pen­samiento y de expresión, el sistema de sus convicciones espiri­tuales y religiosas, se diferencian fundamentalmente: el Occi­dente latino-germano, el Imperio bizantino (al que pertenecen también los Balcanes greco-eslavos, cuya frontera cultural estuvo situada durante mucho tiempo en la región de la actual Carintia y Estiria), y el mundo oriental del Islam.
La comunidad de los fundamentos sociales y, sobre todo, culturales, sobre los que se desarrollan estos tres tipos de civi­lización, sigue siendo perceptible en la evolución posterior. Han surgido de la tradición cristiana antigua, en la que ya se había asimilado mucho del espíritu y de las formas de vida del Orien­te. El intercambio cultural continúa, a pesar de las fronteras. Existe incluso una especie de tendencias paralelas, como ocurre, por ejemplo, en la clericalización de la vida espiritual de los si­glos VIII y IX. Dentro del mundo mediterráneo se había hecho ya perceptible desde los siglos IV y V una diferenciación cre­ciente entre el Oriente y el Occidente. Pero las transformaciones del siglo VIII condujeron a una acentuación del contraste, al surgir un nuevo centro de poder político, el imperio carolingio, y al crecer considerablemente la importancia del papado. Además se debilitó la influencia de la cultura oriental en el Occidente, al abrir la expansión carolingia regiones no romanizadas y ganar terreno la tradición latina, a través de la influencia irlandesa-­anglosajona. Por otra parte, habían sido nuevamente incorpora­das por el Islam grandes zonas de territorios que en otro tiempo fueron helenísticos, mientras que la influencia helenista de Bizancio se limitaba especialmente al Asia Menor y a algunas zonas de los Balcanes. El centro de gravedad de Europa se des­plazó, durante el siglo VIII, del Mediterráneo a las regiones septentrionales del reino franco, gracias, en buena parte, al de­sarrollo de una economía agraria más productiva.                                                                                     359


I. CONSOLIDACION DEL MAPA POLITICO DEL MUNDO MEDITERRANEO

En los primeros decenios del siglo, la situación política externa presenta una estabilidad cada vez mayor; nuevos campos de fuerza y fronteras en vías de consolidación se iban perfilando con creciente claridad. El Islam, con la ocupación de España, se había apoderado en e! año 711 de toda la zona meridional mediterránea. El intento de penetrar, tanto en Oriente hacia el Asia Menor como en Occidente hacia la Europa Central fracasó, aunque Bizancio fue expulsado definitivamente del área mediterránea occidental. La ola de la expansión árabe pasó todavía los Pirineos; en el año 720 fue conquistada Narbona, en el 725 Carcasona. La resistencia de los francos bajo Carlos Martel consiguió detener su avance. La victoria definitiva de caballería franca en Poitiers, en octubre del año 732, fue sola­mente posible porque la fuerza árabe de choque estaba militar­mente gastada. Los éxitos decisivos de la defensa no fueron conseguidos allí, sino en las montañas del Asia Menor y en las costas del Egeo y de la Italia meridional.

Bizancio había sufrido ingentes pérdidas de territorio. A pesar de ello siguió siendo, junto a los Omeyas, la segunda gran potencia de la época -incluso muy superior en el mar a los árabes. Así surgió a partir del año 718 un progresivo equilibrio militar en el Próximo Oriente. La frontera en el Asia Menor se consolidó; el centro vital del Imperio quedaba por mucho tiempo al amparo de una fuerza militar adecuada. Un éxito similar se lograba también en el norte: en la lucha defensiva contra los búlgaros. Después de la primera gran guerra contra ellos (756-763), pudo estabilizarse la frontera hasta finales del siglo VIII, cuando el reino búlgaro volvió a ser un peligro bajo el destacado monarca Krum. De esta manera quedaban también definitivamente despejados los territorios próximos a la capital; Constantinopla se vio así liberada de la obsesión de ver apare­cer casi diariamente ante sus puertas un nuevo grupo tribal ávaro-eslavo o búlgaro, que podía convertirse en una amenaza mortal para el imperio. Bizancio sufrió graves pérdidas aún en Occidente, donde las posesiones de la Italia central y septentrio­nal pasaron en el año 751 a poder lombardo.
 La extensión te­rritorial del reino franco cambió poco, si se prescinde de Septi­mania, arrancada primero a los visigodos por los árabes y después arrebatada a éstos por los francos (737-759). La verdadera expan­sión sólo iba a iniciarse bajo CarIomagno. Este conquistó Sajonia, Baviera e Italia septentrional. Pero el panorama había cambiado radicalmente. Con la eliminación del Estado lombardo (774), el  [P. 360]  reino franco se convirtió en la única estructura política sólidamente organizada de la Europa Central, a la cual dominó más por el azar que por méritos propios. 
 
 


La segunda mitad del siglo señaló en política exterior una fase de tranquilidad. Las tres potencias crearon un nuevo escenario político, que sólo fue comprendido y aceptado claramente a principios del siglo IX. Todavía a fines del 787 el papado romano tenía que fechar sus cartas según los años de gobierno del emperador bizantino, como única cabeza legítima del mundo cristiano. Pero en el año 812 el emperador bizantino Miguel I reconocía, por primera vez, en Carlomagno a un soberano de rango equiparable al de él. De esta manera, el Imperio bizantino abandonaba las aspiraciones universales de soberanía, fundadas en su calidad de único heredero del imperio romano, aun cuando en el fondo, los bizantinos consideraron al emperador occidental como un antiemperador y un usurpador. Sigue hablándose aún de la «familia de los reyes». Pero la imagen, en la que se concreta la concepción bizantina del orden de categoría de los soberanos, se transforma radicalmente. El soberano de Occidente no es ya el «hijo» sino el «hermano» del emperador de Bizancio. Aquí se encuentran indudablemente los fundamentos espirituales del Imperium Romanum occidental de los Otones.
Si en el período precedente hubo cambios importantes en mapa político, ahora aparece una frontera defensiva elástica en la margen oriental y occidental del mundo árabe: en España, entre el emirato de Córdoba y los pequeños reinos cristianos de Asturias y Cantabria; en la región fronteriza de Siria y del Asia Menor, a lo largo de la línea del Taurus. Un status quo que ya no volvió a ser discutido seriamente, pero donde los habitantes militarizados de ambos lados se consideraban en estado de guerra permanente. Se repetía la situación del limes, que encontró expresión lírica legendaria en la epopeya franca de la Canción de Rolando, así como en la leyenda bizantina de Digenis Akritas. Sólo en el siglo XI este estado de escaramuza permanente dio paso a un nuevo movimiento ofensivo, que se inicia con las Cruzadas.
  Pero no en todas partes existían tales fronteras defensivas. Dos campos constituían las zonas neurálgicas, porque en ellas las fronteras de los ámbitos de soberanía no estaban aún fijadas: el mundo eslavo y el centro del área mediterránea, con Italia meridional y Sicilia. Aquí se libraba una lucha por la influencia política, poderío naval y ventajas comerciales, que ocupó a la diplomacia en los dos siglos siguientes. Las ciudades comerciales de Italia, como Venecia, Nápoles, Amalfi y Bari, supieron obtener notables ventajas de situaciones y alianzas constantemente cambiantes.
   Más allá de las fronteras políticas, se consolidaron líneas de demarcación en el campo religioso, cultural y, también en parte, económico. El mundo mediterráneo terminó, por consiguiente, dividiéndose en una mitad septentrional y otra meridional. También la línea fronteriza anterior, que había dividido el área en una mitad oriental y en otra occidental, en una zona latina y otra helenística, seguía siendo claramente perceptible en la frontera entre Bizancio y Occidente, entre ortodoxos y latinos. Pero la línea decisiva corría ahora de Oriente a Occidente, entre el Islam y la cristiandad. «La diferencia cultural entre la costa europea y la sirio-egipcia (y sus zonas inmediatas), que era ya considerable hacia el fin de la Antigüedad, aumentó con la retirada de Europa y el florecimiento de la cultura islámica en los primeros siglos después de la muerte de Mahoma; esta línea de demarcación se profundizó aún más, también psicológicamente, después del año 750 por la política de expansión de los califas, enteramente orientada hacia el Este y Nordeste»  Las fronteras surgidas entonces entre las áreas europea e islámica son, en el fondo, válidas aun hoy, con ligeros retoques, si se prescinde del hecho de que España ha vuelto al área europea, mientras que el Asia Menor ha sido absorbida en la islámica.


LA TRANSFORMACION INTERNA DE LAS TRES POTENCIAS
a) Bizancio y la lucha iconoclasta.
La desintegración del viejo mundo, en el curso de una crisis donde vinieron a manifestarse tendencias activas desde mucho tiempo atrás, se expresó en Bizancio con la disputa de las imágenes, que sirve de fondo a toda la historia bizantina durante el siglo VIII. Esta lucha no era sólo un fenómeno teológico y político-eclesiástico, sino que afectó a la estructura estatal hasta lo más profundo. Todavía se encontraba Bizancio empeñada en la defensa y reorganización del núcleo territorial que había conservado. Los problemas políticos correspondían en gran medida los del siglo VII, con algunas notorias diferencias. En política exterior pudo ser despejada la situación paso a paso y, al término del gobierno de León III (717-741), la frontera oriental del                                                                            363
Asia Menor quedó asegurada desde ahora en adelante. Fueron concertadas alianzas contra el Islam (con los cázaros), que iban a marcar el estilo de la diplomacia bizantina en los siglos siguientes. En Occidente, Bizancio perdió la Italia septentrional: pero la meridional fue defendida con éxito, frente a los ataques árabes. La situación en los Balcanes estaba definida, al menos temporalmente; la amenaza exterior quedó reducida a una proporción soportable, que no ponía en peligro la supervivencia de imperio.

En el interior proseguía la reforma del Estado y la política de los emperadores isáuricos aspiraba, sobre todo, a la consolidación de la institución de los themas. El ordenamiento los themas fue proseguido, tanto para lograr una mayor flexibilidad, de la administración como para neutralizar los peligros de orden interno, mediante la división de las originariamente ingentes extensiones de los themas. En el Asia Menor se constituyeron, en lugar de cuatro, catorce themas; junto a Tracia y Hélade, surgían los nuevos themas de Macedonia y Peloponeso (cf. arriba p. 304), y a comienzos del siglo IX, los de Cefalonia, Tesalónica y Durazzo, que presagiaban ya una reconquista de los Balcanes.  Puesto que la fuerte eslavización de esas regiones era un elemento de inseguridad, siguieron aplicándose las medidas políticas de recolonización,  lo que también constituía una herencia del siglo VII (cf. arriba p. 305). Esto provocó desasosiego interno, sobre todo a principios del siglo IX, pero supuso a largo plazo también una rehelenización de la región meridional de los Balcanes.
Si bien la política interior de la nueva dinastía mantenía los planteamientos del siglo VII, se actualiza ahora, sin embargo, la tendencia general a una sacralización de la vida y la política como lo demostraron las bien perfiladas creencias religiosas de los soberanos durante el surgimiento y agudización de la crisis iconoclasta. Esta se convirtió en un nuevo peligro para el orden interno y para la cohesión del imperio bizantino: un momento de recuperación política interna y externa. El conflicto iconoclasta, como las controversias arrianas y monofisitas, fue mucho más que una querella teológica. El movimiento penetró profundamente en la situación política y social  llevó una vez más a Bizancio al borde de la disolución
   El punto de partida era un problema teológico. La imagen, el culto de las imágenes, el ornato de iglesias con mosaicos, frescos e íconos, se había convertido desde el siglo IV, precisamente en el oriente griego, en un elemento esencial de la religión popular. Los teólogos partidarios de las imágenes justificaban  la veneración de éstas con la encarnación de Cristo (que hacía aparecer posible y llena de sentido también la representación de su figura humana) y con la diferenciación de imagen y arquetipo; según su interpretación, en el icono era venerado Dios, no la imagen material en sí. Pero en la religión popular no existía naturalmente esa diferenciación entre imagen y arquetipo; la imagen misma era venerada como un objeto taumatúrgico y milagroso. La oposición  veía, por el contrario, en la veneración de las imágenes simplemente una reminiscencia del culto pagano de los ídolos.  Más tarde, a partir de Constantino V (741-775), la disputa, aunque diferenciada de las controversias cristológicas, se desenvolvió siempre en íntima relación con ellas. Bajo la premisa de una similitud esencial de la representación y lo representado, la copia de la naturaleza humana de Cristo fue declarada imposible y sacrílega. Son indiscutibles las conexiones de esta interpretación con las anteriores controversias cristológicas, pero también con las corrientes islámicas coetáneas: en el año 723, un edicto del califa Yazid II ordenó que se retirasen todas las imágenes de las iglesias cristianas.
     El primer edicto formal de León III contra el culto de las imágenes data del año 726 y provocó disturbios duraderos y extensos, acompañados de excesos de fanatismo. Decisivas fueron  las fuerzas que se formaron tras ambas direcciones teológicas. Los iconódulos, partidarios de la veneración de las imágenes reunían en todo el imperio y especialmente en la parte occidental, a las amplias capas de la población; a las que hay que añadir una gran parte del clero y, de una manera acusada, el monacato. Los iconoclastas, enemigos de la veneración de las imágenes (más exactamente, «destructores de imágenes»), provenían de la casa imperial, del ejército y de determinadas regiones, sobre todo, del Asia Menor oriental, en las que subsistían sectas como la de los paulicianos o grupos minoritarios monofisitas y en donde era claramente perceptible la influencia de las doctrinas islámicas. La disputa de las imágenes fue también, en un determinado sentido (por ejemplo, en el conflicto con el monacato y con su personalidad más influyente, Teodoro de Studión) una confrontación sobre los derechos del poder eclesiástico y del secular
   Pero, sobre todo, era la lucha entre la tradición helenística occidental y la oriental. Esta contraposición, que en ciertos aspectos no puede definirse en términos racionales dormitaba  bajo el barniz helenista de la región anatolio-balcánica del imperio. En el momento en que una clase dominante orientalizada intentaba imponer al imperio y a la Iglesia su concepción religiosa, se produjo la rebelión del elemento griego contra el desconocimiento de los orientales de la dignidad de la criatura hu­mana. El que creyese en la encarnación del logos, debería considerar legítima para Cristo la representación visible de la realidad espiritual. Por esto entraron los iconódulos en lucha contra la iconoclastia y contra el intento de imponer en el mundo bi­zantino una orientalización interior de su mundo espiritual, des­pués de haber fallado la inclusión del imperio en el mundo oriental. La decisión final fue favorable a la veneración de las imágenes. El séptimo y último concilio ecuménico, que se celebró en Nicea en el año 787, fue determinante, a pesar de una corta reacción iconoclasta en el siglo IX (813-842).
El peligro de una orientalización quedaba definitivamente eliminado. La fórmula «triunfo del helenismo» es demasiado simplista para definir lo ocurrido. El mundo sigue sufriendo un proceso de eslavización. El elemento oriental continúa siendo activo étnica y culturalmente. Pero, de la acción mutua de estas tradiciones espirituales, surge el medio cultural típicamente bizantino; la forma espiritual propia y permanente de Bizancio como imperio greco-cristiano entre Oriente y Occidente. El desenlace de la disputa de las imágenes consolida su posición mediadora peculiar entre el mundo oriental del Islam y el mundo occidental de la naciente Edad Media. La feliz solución de la crisis iconoclasta señaló el comienzo de la ascensión del imperio bizantino, bajo la dinastía de los macedonios, en el siglo X y XI, a una nueva posición de potencia mundial.
                                                                                                                                         
b) Los Abasidas y el mundo islámico.
En la segunda gran región histórica, el conjunto político islámico del califato, parece discurrir, a primera vista, el procese de transformación de una manera mucho más superficial. En el año 750, ocupaba el lugar de la primera dinastía de los califas Omeyas, la casa dinástica de los Abasídas (cf. arriba p. 286). Damasco perdió su posición rectora a favor de la nueva capital. Bagdad, fundada por los Abasídas. Pero Bagdad no es una fun­dación arbitraria, expresión del capricho de una nueva casa dinástica, sino el signo de una traslación del centro de grave­dad del área islámica-árabe desde Siria, centro de la vida espiri­tual en el reino omeya, al Irak. Tras el cambio de la dinastía y tras el traslado de la capital-que es tan poco casual como lo fue la fundación de Constantinopla-, existe un cambio fun­damental de la clase dirigente y del sistema de gobierno del califato, así como de la cultura islámica. El fundador de la nueva dinastía, Abu'l-' Abbas, era ciertamente de ascendencia árabe. Pero llegó al poder como portavoz de la oposición contra los Omeyas, de los musulmanes no árabes y también de los shiitas. El califato se convirtió en un estado supranacional. En lugar de la hermética aristocracia militar árabe, que había cons­tituido el elemento decisivo en la estructura del reino, hace su aparición una capa dirigente mixta. Los árabes no fueron ex­cluidos; pero la diferencia entre el musulmán, que era de as­cendencia árabe, y el neoconverso fue perdiendo significación. En la nueva alta clase islámica estaban representados los pueblos más diversos del Estado abasída, aunque inicialmente predomi­naban, como era natural, los elementos persa-iraníes.
   También la estructura estatal del califato sufrió una gran transformación en el sentido de una mayor islamización, así como de una creciente institucionalización. En el ulterior perfeccionamiento de la organización estatal ya no se tomó de modelo, como bajo los Omeyas, la estructura bizantina, sino el modelo histórico rival, la organización política de los sasánidas.
   Con la penetración del elemento persa en el califato se impo­nen las tradiciones propias del Irán y con ellas las formas pre­islámícas de la monarquía oriental. A este cambio de la estruc­tura política correspondía un proceso similar en la cultura is­lámica. La cultura de los Abasídas que, sobre todo en sus co­mienzos, había dado grandes frutos, no era pura y simplemente una reminiscencia de las tradiciones iraníes. Sus elementos de­terminantes y el grupo social portador no procedían ya de la herencia helenístico-bizantina y del área siria. La parte oriental de la esfera de poder islámico, Persia, pero también el Irak, jugaban aquí el papel más destacado. Así se actualizan tanto las tradiciones sasánidas, como otras más antiguas, artísticas y espirituales de Mesopotamia, opuestas a los elementos bizantinos. Junto al cambio de grupo dirigente y de la organización política, junto a la misma transformación de la cultura, existía un tercer elemento de cambio en el área islámica. El universalismo de los estados plurinacionales, que había seguido con los Abasídas a la expansión de la soberanía árabe, obra de los Omeyas, comenzaba a disolverse. El surgimiento de diferenciaciones re­gionales estaba estrechamente unido con el nuevo orden político: con la dinastía de los Abasídas se iniciaba ya, en realidad, la desmembración del gran imperio islámico en Estados particu­lares. Esta evolución sólo terminaría dos siglos más tarde. Pero ya cinco años después de la subida al poder del primer abasida, España se independizó de Bagdad. 'Abd-ar-Rahman I (Abderramán, 756-788)                                                                    [367] - creó en la Península un emirato omeya, que más tarde se separaría de iure del imperio islámico, mediante la fundación de su propio califato -el último heredero de este ­Estado, el reino moro de Granada, subsistiría hasta 1492. Este proceso de disolución, que debilita de modo creciente al mun­do islámico durante los siglos IX y X, hace posible el resurgimiento de Bizancio y más tarde la empresa de las Cruzadas. El apogeo del poder político de los Abasídas, desde al-Mansur (754­775) hasta al-Watiq (842-847), coincide con el período de mayor florecimiento cultural del reino. La espléndida residencia de Bagdad se convirtió en el centro del mundo literario y cien­tífico. Aquí trabajaban traductores y eruditos, con frecuencia persas y sirios cristianos, en las obras más importantes, tanto de la ciencia griega como de la persa e india (las figuras griegas más apreciadas fueron Aristóteles, los neoplatónicos y Galeno). A través de España y Sicilia; este tesoro cultural árabe demostró ser un factor importante para la cultura medieval europea                                                                                                       

e) El ascenso de los carolingios.
La subida al poder de los carolingios en el reino franco, pa­reció también en el siglo VIII un cambio político más. Pe­ro este acontecimiento señalaba el comienzo de una profunda transformación. En la esfera internacional, el reino carolingio constituía un poder unitario como no había existido en Euro­pa occidental desde la destrucción del Imperio Romano de Occidente. La expansión de la soberanía carolingia hasta las fronteras de España, a través de la Alemania septentrional y cen­tral hasta las regiones fronterizas eslavas y, por el norte de Ita­lia, no aportó ciertamente una unidad política a todo el espacio comprendido entre las fronteras islámica y bizantina. El papa y los duques lombardos competirían con Bizancio por la posesión de la Italia central; un gran número de pequeños reinos luchaban por la primacía en Inglaterra; Escandinavia, las regiones germanas y eslavas de la Europa central y oriental; así como las posesiones residuales cristianas en España, se habían dividido en pequeños principados. Sin embargo, surgió una uni­dad de Europa fundada en el común cristianismo latino, y en la presencia de una estructura social similar, pese a la gran división en zonas de soberanía locales. Que Carlomagno haya dejado a «la totalidad de Europa» en bienestar y paz, es ciertamente una exageración del cronista carolingio Nitardo '. Pero el concepto de Europa en el sentido de una unidad espiritual, y no sólo geográfica, está aquí expresado correctamente.
En su estructura, el reino carolingio era modelo para los demás países de Occidente. Su sistema estaba determinado por un orden feudal. La vinculación jurídica personal entre señor feudal y vasallo, constituía el fundamento de la sobera­nía. La nobleza territorial llegó a ser copartícipe en la sobe­ranía del reino, mediante la organización militar, que formaba el núcleo del vasallaje. La Iglesia fue también gestora de la administración, tras la desaparición de la institución laica. La amplia dispersión de las posesiones del rey, de la aristocracia y de los monasterios creó una vinculación personal que aseguró la cohesión del reino.
Un segundo elemento determinante para el ascenso de los carolingios fueron las innovaciones en la economía rural, que se efectuaron en los siglos VII y VIII e hicieron posible en e1 norte una producción más abundante y segura que en la zona mediterránea. La rotación a tres hojas con siembra de primavera, no era rentable en el clima mediterráneo con sus secos veranos; y careció de importancia al sur de los Alpes y del Loira. Pero daba progresivamente a las grandes llanuras del norte una gran ventaja económica sobre las regiones ribereñas del Mediterráneo, y las ciudades que ahora surgían y florecían vinieron a tener un respaldo económico más seguro.
A los cambios políticos iba unida una profunda transforma­ción del mundo espiritual. Clérigos y monjes pasaron a ser los únicos portadores de la cultura, la literatura y el arte. En el movimiento espiritual del «renacimiento carolingio» se reveló una diferencia fundamental con respecto a la cultura de la épo­ca merovingia. La apropiación consciente de formas y contenidos de la Antigüedad nos muestra el hecho fundamental de que aquí la cultura clásica era considerada como algo que debía ser nuevamente renovado. Los carolingios no se sintieron ya, al contrario que los merovingios, herederos naturales de una tra­dición que había subsistido hasta entonces. Aspiraban a comen­zar de nuevo, basándose en un modelo que se había convertido ya en algo histórico. Se trataba del renacimiento de una tradición cristiano-antigua, como lo formuló muy claramente la cabeza rectora del movimiento, Alcuino de York: «Si vuestros propó­sitos (los del emperador) llegan a realizarse, puede surgir en el reino franco una Atenas más espléndida que la antigua. Pues nuestra Atenas, ennoblecida por las doctrinas de Cristo, supe­rará la sabiduría de la Academia» 3, Pese a toda vinculación a la tradición como fuente de vida espiritual, es inconmensurable la transformación operada con respecto al viejo mundo mediterráneo.
El «renacimiento carolingio» raramente alcanzó el ambicioso programa de Alcuino; en muchos casos, el progreso intelectual apenas superó el nivel de la escuela de gramática La cultura poseía un carácter ecléctico, que respondía a una mezcla de in­fluencias bizantinas, merovingias y anglosajonas. Carlomagno trajo a su palacio favorito de Aquisgrán, construido para la corte imperial, a artistas y artífices, sabios y amanuenses, procedentes en su mayoría del área mediterránea. El emperador aparecía en la literatura, siguiendo los modelos clásicos, como un héroe germánico de cuño virgiliano; la residencia verdaderamente rustica de Aquisgrán era designada como la «sede de David» e incluso como una «segunda Roma». Los scriptoria desarrollaron una nueva y espléndida caligrafía: la «minúscula carolingia». En la mi­niatura de códices, que se asoció a la ilustración y a la escritura y que muestra claras influencias irlandesas y bizantinas, alcanzó el arte carolingio su punto culminante en obras como el Evangeliario de Lorsch, escrito (hacia el año 810) en caracteres de oro, por la escuela cortesana de Carlomagno.
De la arquitectura de la época, con sus iglesias de planta redonda y orientadas hacia el oeste, nos da una idea gene­ral un documento en pergamino de principios del siglo IX: el plano de la abadía de San Gall, que puede considerarse el modelo ideal de monasterio carolingio.
El testimonio más grandioso del Imperio carolingio y de su renacimiento es la capilla palatina de Aquisgrán, un edificio octogonal de planta central que incorpora elementos arquitectónicos de Rávena. Aquí, en el centro de su Imperio, coronó Carlos a su sucesor; aquí fue él mismo enterrado en el año 814 y canonizado en el 1165 por Federico Barbarroja. La capi­lla de palacio, monumental en su sencillez, atestigua las creacio­nes que pudo ofrecer el estilo carolingio más allá de todo eclec­ticismo. Pero atestigua igualmente la conciencia que de sí tenía el soberano, quien aparece en múltiples miniaturas e ilustraciones  de libros como encarnación del monarca ideal y del buen cristiano. No era solamente el soberano del reino franco, sino también el emperador de Occidente: imperator romanum gubernans impe­rium et per misericordiam Dei rex francorum et langobardorum. Es dudoso que la idea de un restablecimiento del Imperium Romanum en Occidente tuviese importancia en la actuación de Carlomagno. Pero sí es cierto que la transformación interna del reino carolingio quedó completada mediante el cambio de relaciones en­tre el emperador y e! papa, en conexión con la posición recientemente adquirida por la sede de Pedro. La alianza política entre el soberano franco y el Papa tuvo una honda repercusión sobre la relación entre Iglesia y poder secular durante la Edad Media
Al término de los decenios de transición, comprendidos entre los años 711 y 760, surge un nuevo mundo con tres regio­nes históricas: el imperio carolingio en Occidente, el califato islámico de los Abasídas en Oriente y, entre ambos, el imperio Bizantino.
Esta división tripartita disolvió definitivamente la unidad política, social y espiritual que había creado en la zona medI­terránea el Imperium Romanum Christianum de Constantino el Grande, y que fue temporalmente reconstruido por Justiniano. Si seguimos retrospectivamente en todos los sectores de la vida de la época el constante mantenimiento de estructuras y, final­mente, su transformación, veremos que el sistema del dominatus en el estado y en la sociedad se manifestó mucho más duradero que la misma idea de unidad política. Es decir, perduró sobre todo el estado burocrático absolutista y centralista, con sus co­rrespondientes estructuras económicas y sociales. Pero también en este aspecto terminan por constituirse tres nuevas formas: la constitución bizantina de los themas, el estado feudal carolingio y el califato abasida. Las tradiciones comunes que se mantuvie­ron por más tiempo fueron esencialmente culturales y religiosas. Las tradiciones artísticas mantuvieron tenazmente su influencia; el siglo VII, en muchos aspectos, supone una renovada intensi­ficación de la influencia bizantina. Sólo más tarde se inicia la disolución de las formas tradicionales con el estilo carolingio y prerrománico, con el arte abasida, de marcada tendencia iraní, y con el renacimiento bizantino del siglo X. En el aspecto reli­gioso, se observa una lenta y dispar decadencia de la unidad entre la Iglesia y el mundo, entre la vida política y religiosa. Es en Bizancio donde esta unidad tradicional se conserva con más fuerza; Occidente, por el contrario, manifiesta una tendencia más acusada hacia una solución dualista, que sólo llega a imponerse con la disputa de las investiduras.
¿Cuál fue, en fin, la causa determinante del derrumbamiento del mundo antiguo, del Imperium Romanum Christianum, que, pese a todas las dificultades provocadas por las invasiones de los bárbaros, había dado muestras de una inusitada capacidad de resistencia?
En el Occidente europeo se plantea también ese interrogante, con el claro cambio de dirección del proceso histórico que su­pone la transformación del reino merovingio en el imperio ca­rolingio. Sin duda, tuvo gran peso en este fenómeno la barrera lombarda, que separó al reino merovingio de Oriente, del in­quietante mundo de los Balcanes y de los árabes. Los efectos que esta barrera ejerció en el comercio y en la economía determinaron una especie de servicio diplomático de información. Las dificultades­ minaron el desarrollo de la agricultura, base del feudalismo, pero también la paulatina pérdida de la influencia bizantina en la cultura y la organización estatal. Este aislamiento permitió que tendencias del desarrollo social e institucional existentes desde hacía mucho tiempo pudieran actuar sin oposición alguna. La importancia social y política cada vez mayor de los señoríos ru­rales llevó inicialmente a un debilitamiento de la realeza, pero terminó transformando las antiguas instituciones estatales para formar un estado basado en los vínculos personales. Hubo, ade­más, otro elemento que ejerció su influencia en este proceso: la aparición de instituciones germánicas y celtas en el reino franco y, en general, en toda la Europa septentrional. Durante el último período del reino merovingio se hizo notar con fuer­za, tanto en el plano político como en el social, la preponde­rancia de Austrasia. El orden intelectual y religioso siguió tam­bién una evolución similar, como lo demuestra la importancia asumida en la Iglesia y en la cultura por irlandeses y anglosa­jones; [371] resulta revelador a este respecto el hecho de que la idea del primado del papa fuera propagada fundamentalmente por anglosajones.
Tales explicaciones sólo pueden tener un carácter provisional, pues el problema de las causas de la transformación operada en el reino franco no está resuelto aún y sigue Siendo un pro­blema sumamente inquietante, pues en estos siglos surge Europa, ese espacio en el que, a diferencia del mundo bizantino y orien­tal, la razón y la voluntad determinan la actitud hacia el mundo. [372]
  


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