martes, 10 de mayo de 2016

Introducción - Manual de Historia Medieval: siglos III al XV


Si bien establecer límites cronológicos precisos resulta inadecuado, no quedan dudas de que en los siglos III al XV tienen lugar procesos, diálogos, transformaciones que no vacilamos en denominar medievales. Estos siglos medievales, a su vez, se agrupan en una periodización interna, con al menos, tres períodos bastante definidos: la Alta Edad Media, que se extiende desde la caída de Roma al año mil, la Plena Edad Media, que abarca los siglos XI al XIII y la Baja Edad Media, que comprende los siglos XIV y XV. Estos períodos fueron designados por Nilda Guglielmi como “tiempos de cambio”, “tiempos de renovación” y “tiempos difíciles”.
En cada uno de ellos podemos encontrar elementos o rasgos característicos. En la Alta Edad Media centraremos el análisis en el surgimiento de lo que José Luis Romero llamó “la cultura occidental” y de los reinos romano-germánicos (también llamados reinos de síntesis), en la constitución de la Europa carolingia y en las consecuencias de su fragmentación; en la Plena Edad Media, el feudalismo, el crecimiento y la expansión demográfica, económica, cultural y territorial de Europa occidental constituirán temas centrales; finalmente, en la Baja Edad Media, las crisis del XIV y los caminos de recuperación, que implican transformación, serán esenciales para comprender el tránsito del mundo medieval al mundo moderno.
Los tiempos medievales fueron tiempos de diversidad, de contacto entre culturas y grupos diferentes, tanto a nivel local y regional (el vecino, el habitante de la comarca cercana) como a nivel nacional e internacional (el veneciano, el franco, el griego). Estas diversidades también fueron confesionales (el cristiano, el judío, el musulmán), sociales y económicas (el noble, el burgués, el campesino, el siervo, el esclavo), sexuales y etarias (el hombre, la mujer, el niño, el joven, el adulto, el viejo).
Nuestra propia cultura y nuestro propio presente no podrían comprenderse sin la explicación de esos momentos medievales, tal como queda evidenciado en interrogantes similares a los que detallamos: ¿cómo entender las fronteras y la distribución política de Occidente?, ¿cómo comprender los movimientos actuales del islam?, ¿cómo explicar las supervivencias artísticas?, ¿dónde buscar las fuentes de muchos de los idiomas actuales?, ¿cómo no reconocer al sistema bancario, a las organizaciones gremiales y a las universidades como propiamente medievales? Cuántos cómo y por qué de nuestro presente que se explican en términos de historia medieval.
Los seiscientos años que van desde los momentos finales del Imperio romano hasta los inicios de lo que se considera la Plena Edad Media fueron muy complejos. Y esto se muestra tanto o más cabal cuando nos enfrentamos a una historiografía dividida, que aún se disputa una cronología y una terminología reconocible y que por ello carece de un norte que pueda colaborar en dar luz a una etapa que cubre aproximadamente medio milenio. En parte y para dar cuenta de esta situación, surgió el proyecto denominado Las transformaáoms del mundo romano.
Los años finales del Imperio romano, su posterior desmembramiento, la cristalización del cristianismo y su difusión por el territorio oriental y occidental, la formación de los reinos romano-germánicos, el desarrollo del Imperio carolingio y su desaparición, han sido y continúan siendo para los estudiosos, momentos complejos; dado que su interpretación y valoración dependen tanto de una selección del contenido temático, cronológico y documental como de las posibilidades de las periodizaciones y el enfoque historiográfico asumido. Un abordaje intelectual que permita su acceso global depende de numerosos ingredientes que enfoquen algunos aspectos y dejen de lado otros, o bien que se dirijan a la continuidad o la ruptura. Palabras como continuidad, ruptura, transformación, cambio, tradición, innovación, renovación, permanencia, síntesis, imbricación, metamorfosis conforman parte del léxico interpretativo de estos siglos. Eduardo Manzano Moreno, haciéndose eco de estas complejidades y dificultades, afirma que esto es así porque este período es “demasiado bárbaro para los historiadores de la Antigüedad y demasiado antiguo para los medievalistas tradicionales”.
Las perspectivas planteadas para explicar el paso de la Antigüedad a la Edad Media, son los siguientes: la interpretación en términos de transición, cuyo núcleo central está en las explicaciones económicas y sociales que llevarían de la forma de producción esclavista, propia del mundo antiguo, a la forma de producción feudal, propiamente medieval. La misma se liga con la historiografía marxista y, en cuanto a términos temporales, se
superpone con la tardoantigüedad o con el altomedioevo según los autores enfoquen la transición. La conformación de una Temprana Edad Media, coloca el acento en la caída del Imperio romano y la conformación del nuevo marco político e institucional de los denominados reinos romano-germánicos.
Estos primeros siglos eran considerados medievales por la historiografía y su revisión estaba incorporada en dos categorías historiográficas según los autores: la Temprana Edad Media y la Alta Edad Media. En Argentina, Romero introdujo estas etapas, señalando que la Temprana Edad Media abarca los años finales del Imperio romano hasta el Imperio de Carlomagno. Lo que puede notarse es que la noción de Temprana Edad Media en estos tiempos ha quedado en desuso y los estudios se inclinan mayormente por la denominación Alta Edad Media, aunque algunos autores prefieren llevar su límite temporal hasta el año 800 o bien hasta el 1000. Aquellos que optaban por utilizar ambas denominaciones incorporaban en la primera la formación de los reinos romano-germánicos y dejaban al Imperio carolingio integrado en la segunda. De todas maneras, las múltiples encrucijadas saltan a la vista: José Ángel García de Cortázar y José Ángel Sesma Muñoz consideran una Alta Edad Media entre los años 380 a 980; por su parte, Vicente Ángel Álvarez Palenzuela reconoce como Alta Edad Media al período histórico comprendido entre los siglos III y XI (de la crisis del mundo romano a la crisis del año mil). Emilio Mitre reconoce que es posible pensar en una etapa de transformaciones hasta el siglo VIII (¿Tardía Antigüedad o Temprano Medioevo?) y en otra, de apuesta de construcción de una nueva Europa carolingia (¿Génesis de Europa o “siglos oscuros”?, se pregunta), en tanto, Michel Balard, Jean-Philippe Genêt y Michel Rouche se deciden por una Alta Edad Media occidental para los años 410 a 1050. Robert Fossier habla de “la formación del mundo medieval”, ubicándolo entre los años 350 a 950, que se caracteriza por la pervivencia de la romanidad, el predominio gradual de la ruralidad y la degradación de la vida económica en Occidente, la ruptura de la unidad del Mediterráneo y la formulación de nuevas bases para la organización política y cultural.
A estos problemas de interpretación debemos sumar los generados por cuestiones idiomáticas, puesto que cada país tiene su propia terminología que muchas veces es imposible traducir en otro contexto nacional. Por ejemplo, Lester Little y Barbara Rosenwein decidieron traducir Early Middle Ages como Alta Edad Media, a pesar de los matices que es posible reconocer según se trate del ámbito italiano, inglés, alemán, francés o español.
Respecto al problema en términos de transición, pueden apreciarse dos tendencias. Los historiadores de la Antigüedad tratan, desde mediados del siglo XX, de leer la transición del esclavismo al feudalismo en el mundo tardorromano del Occidente europeo. En este contexto se pensaba en las revueltas bagáudicas del siglo V como el acontecimiento que permitía dicho cambio (con autores como Santo Mazzarino y Gonzalo Bravo), lo cual fue valorado críticamente después, e incluso puesto en duda, por Raymon Van Dam para la zona gala, quien mostró que desde los estamentos sociales elevados se produjeron las transformaciones. En tanto, autores como Pierre Bonnassiè llevaron su investigación hasta el año mil, recorriendo el camino de la progresiva desaparición de la esclavitud. Por su parte, Chris Wickham trabajó en lo que se denomina la otra transición, que intenta delimitar hasta cuándo la renta impositiva se impuso en el terreno antes romano y cuándo aparece rigiendo la economía la renta feudal.
Historiadores como Marc Bloch, Charles Parain o Perry Anderson han sostenido que desde temprano, en torno al siglo III y en conjunción con la adscripción de esclavos a las tierras, se amplió también el número de campesinos libres que poco a poco eran anclados a la tierra. La declinación de la esclavitud se argumenta así, o bien en términos de baja rentabilidad, o bien por el debilitamiento de las estructuras coactivas del Estado. La consecuencia lógica de este tipo de razonamientos es postular el desarrollo gradual y constante desde la crisis final del Imperio en adelante, de formas privadas de apropiación de excedente y de renta, que los grupos aristocráticos habrían implementado frente a la desaparición de una fórmula centralizada de poder público.
Por el contrario, otros historiadores, como Jean Durliat, han sostenido la inexistencia de formas de renta privada antes del siglo X, ya que las monarquías germánicas habrían cobrado un tipo de impuesto público usufructuando el sistema fiscal romano. Esta línea analítica se desprende de los estudios de George Duby sobre la región del Maçon, donde se habría verificado una preeminencia de pequeña propiedad alodial (libre) hasta los siglos IX y X, y que habría sido finalmente absorbida hacia el siglo X como consecuencia del agravamiento de las guerras intestinas de la aristocracia. Así, habría habido pervivencia de mano de obra esclava doméstica en las casas aristocráticas conviviendo con campesinos libres en posesión efectiva de parcelas de tierra alodial.
La renovación de la interpretación de los tiempos altomedievales es obra de la historiografía inglesa y, particularmente del mencionado Wickham y de Ian Wood. El primero de ellos, si bien acepta que los germanos mantuvieron en funcionamiento la estructura fiscal del imperio, lo hicieron en un principio y no por mucho tiempo. Para el
siglo V o VI, ya no habrían podido sostener el costo de la infraestructura del sistema de recaudación por lo que se habría desatado una fase recesiva, una crisis a nivel de las fuerzas productivas que se habría caracterizado por una caída demográfica y de los intercambios que significaron la crisis del sistema impositivo. En paralelo, y como la evidencia arqueológica muestra, la evolución de la villa romana hacia el latifundio se potenció en el surgimiento de un grupo de campesinos autónomos, alejados de los grandes centros aglutinantes. Asimismo, se entiende que los reyes germanos que conservaron propiedades las cultivaron con
servís instalados y esclavos domésticos. Como gobernaban distritos donde habitaban campesinos libres, el vínculo de sujeción era laxo. Su modelo analítico se basa en determinadas categorías conceptuales que son las que finalmente permiten su abordaje analítico. Campesinos independientes que funcionaban de acuerdo a lógicas de sociedades arcaicas: se consolidó un modo de producción de base campesina en el que la unidad de producción era la unidad doméstica. Había intercambio con otras unidades que obedecían a redes sociales de reciprocidad (don y contra don). No existía diferenciación de clases, sí de status (este era inestable, se negociaba); las fuerzas productivas tenían nivel bajo de desarrollo; no se verificaba un incentivo al desarrollo técnico ni al aumento de trabajo. Las caídas demográficas son parte de la dinámica del modo de producción. La estructura social era tripartita: hombres libres, dependientes y aristócratas. Los reyes eran vistos como caudillos de hombres libres. En algunos lugares como Italia, este modo coexistió con el feudal, aunque el predominio de campesinos libres autónomos resulta evidente y consecuencia de la involución del estado y debilidad estructural de la capacidad de coacción de la aristocracia, porque al no poder sostener en el tiempo el sistema fiscal, extrajo menos excedente. Las excepciones a esta regla se habrían dado en el norte de Francia donde las formas sostenidas de riqueza en manos de la aristocracia terminaron por modificar los patrones culturales vigentes. Así, para el autor la temprana aparición de estructuras feudales, características por la apropiación privada de renta y de poder político, se habría originado en las grandes estructuras productivas del norte de Francia.
Por su parte, Wood considera que los tiempos altomedievales, que se extienden entre los años 300 al 700, se caracterizan por la transformación del mundo romano en los reinos germánicos, lo que implica la fragmentación del mundo mediterráneo en diferentes regiones y ámbitos “nacionales”. Es esta cuestión por la nación o la nacionalidad la que ha generado, a su juicio, el éxito de la Alta Edad Media en los historiadores de la modernidad, dado que vieron en aquellos tiempos lejanos los orígenes de las cuestiones nacionales del presente. Es en parte por ello que Walter Goffart percibe, en los historiadores de aquellas
centurias, a verdaderos historiadores nacionales (Jordanes, Gregorio de Tours, Isidoro de Sevilla, Beda, Paulo Diácono).
Patrick Geary ha sostenido que “el mundo germánico fue probablemente la creación más importante y duradera del genio político y militar romano” ya que al atraer a generaciones de guerreros bárbaros, terminó por transformar sus sociedades. Los símbolos de poder romanos como el oro o las jerarquías militares, acabaron por convertirse en bienes de prestigio para las sociedades bárbaras lo que intensificó el fenómeno de diferenciación social al interior de las comunidades. Así, la posesión o no de bienes de prestigio y status se convirtieron en agentes de distinción social. Godos, vándalos o francos no fueran enemigos del Imperio, sino miembros federados y sus ataques tuvieron, en todo caso, más de revuelta que de invasión cada vez que atacaron la pax romana. Es por esto que lejos de brindar una imagen de crisis económica, social o política, la evidencia arqueológica del siglo V muestra con claridad el vigor comercial del área mediterránea: todo el norte de África, el sur de Europa occidental y el Cercano Oriente se revelan interconectados por vigorosos sistemas de intercambio que llegaban a tierras lejanas. Una vez instalados, se inició un complejo proceso de mutua influencia cultural entre germanos y romanos, que trascendió el momento para dar nacimiento a la sociedad medieval, en la que difícilmente encontremos rasgos puros o ideales de cada uno de estos actores. Este historiador considera que esta etapa es la de fundación de las naciones.
Roger Collins, a mediados de los años setenta, consideró que la Alta Edad Media abarcaba los años comprendidos entre el 400 y el 1000, prestando atención a los sucesos políticos de dicho período, sucesos que considera fueron magnificados por la historiografía posterior, dado que se interpretaron las estructuras político-institucionales altomedievales con herramientas teóricas del siglo XIX. De esta manera, la estabilidad de los reinos germánicos resultó más un constructo historiográfico que una realidad histórica, según su opinión.
Rosamond McKitterick, por su parte, considera que el mundo carolingio resulta esencial para comprender la Alta Edad Media, puesto que aquí se produjeron los principales cambios desde el mundo romano, las cuales fueron graduales, con lo cual se opone a los argumentos de la visión rupturista.
Las explicaciones que abarcan las transformaciones políticas continúan estando en vigencia, fundamentalmente aquellas que se centran en el último siglo del Imperio romano y la sucesión de emperadores y jefes militares que enfrentaron las desavenencias internas tanto como las externas y a la vez cada una de las migraciones, invasiones y recorridos que
los bárbaros en general realizaron. Esta es la interpretación de Peter Heather, quien ofrece una reconstrucción integral de los acontecimientos, de las explicaciones historiográficas y de los aportes arqueológicos y textuales recientes, referidos al mundo romano. Recrea los sucesos que están entre los años 376 y 476, y explica cómo la injerencia de los diversos pueblos germanos en el interior del territorio imperial fue el resultado de la acción de los hunos. Su aparición en la frontera oriental, su avanzada hacia la llanura húngara, sus movimientos con Atila como líder, su predominio político sobre otros pueblos germanos y su desaparición, jugarán un papel esencial en el desencadenamiento y posterior derrumbe del coloso romano.
Una interpelación interesante a estos siglos es la realizada por los historiadores considerados tardoantigüistas, aunque pareciera que tanto la categoría historiográfica denominada Antigüedad Tardía o bien la de Alta Edad Media fueran totalmente disímiles y no pudieran fundirse. Y esto es así porque los historiadores que se acercan a este período lo hacen desde un punto de vista muy diferente, poniendo especial atención en las temáticas culturales, en un amplio abanico cronológico, que abarca desde el siglo II hasta el IX. Originada hacia mediados del siglo pasado, desde mediados de la década del setenta comenzó a cobrar de nuevo vigor, centrándose en el impacto del cristianismo en las transformaciones del mundo mediterráneo. Hugo Zurutuza afirma que en el polémico campo de la historiografía europea el problema del paso de la Antigüedad a la Edad Media constituye un eje central para el análisis del conjunto de tensiones sociales, económicas, políticas e ideológicas que provocó el surgimiento del cristianismo en el seno de la sociedad tardoantigua y en especial durante el siglo IV. Encontramos en estas palabras el eje que coordina los estudios referidos a la Antigüedad Tardía, puesto que las “tensiones” en amplios espectros fue lo que se produjo con el avance paulatino del cristianismo, la creencia religiosa que revolucionó al mundo antiguo.
Por lo general, los autores que trabajan desde las perspectivas brindadas por la Antigüedad Tardía han analizado de lleno los últimos siglos imperiales, desestimando los acontecimientos políticos en sus explicaciones y asumiendo que la continuidad tanto cultural como religiosa es el principal factor de dinamismo, como expresa Pablo Ubierna. Muchos de ellos se abocaron a analizar la realidad del Imperio romano de Oriente puesto que allí las continuidades también abarcan el aspecto político dado la carencia de invasiones bárbaras. La ampliación de la cronología en los comienzos se contrapone a los siglos de finalización, aunque también aquí hay que hacer una llamada de atención. Los historiadores tienen un registro que incluye los siglos VII a IX, en cambio los literatos denominan
Antigüedad Tardía al período que llega hasta fines del siglo VI, incorporando los textos que denotan la convivencia de la población latina y bárbara en los territorios romanos y prontamente la progresiva desaparición de escritura de calidad; cuestión que será retomada dentro del ámbito de la renovación cultural carolingia, de la cual el Waltharius constituye un ejemplo acabado de síntesis, como bien demuestra Rubén Florio.
¿Quiénes han sido los estudiosos que dieron comienzo a estas nuevas miradas tardoantiguas? ¿Cuál es la cronología que han elegido para determinar dicho período? ¿Cuáles han sido los temas que han estudiado? Hemos de buscar en la intelectualidad italiana y en la francesa para luego seguir con la inglesa, los primeros indicios de investigaciones serias y de investigadores atraídos por el complejo mundo de fines de la Antigüedad que iniciaron el camino hacia una nueva construcción historiográfica conocida como Antigüedad Tardía.
Los historiadores Santo Mazzarino y Arnaldo Momigliano fueron los iniciadores de los estudios que se concentraron en la sociedad y el mundo tardoantiguo. Trabajando desde la década del cuarenta aproximadamente, desde perspectivas, ámbitos y realidades diferentes, encararon diversas temáticas relacionadas con la alteridad bárbara, la confluencia del cristianismo en el seno del paganismo y las tradiciones culturales helenística, judaica y cristiana. Ambos autores encaminan sus estudios no hacia la crisis del mundo que desaparecerá sino hacia los factores emergentes del mundo en formación, donde el cristianismo estará en el eje directo con la sociedad y los poderes eclesiales con la política del Imperio.
En la década del sesenta se publica una obra colectiva, de gran impacto y relevancia, destinada a discutir las conflictivas relaciones entre paganismo y cristianismo. Por lo general, los autores subrayan que en los cambios sociales se aprecia la idea de continuidad y no la de ruptura entre Roma, el cristianismo y los pueblos germánicos. Aunque subrayan la idea de una relación entre la decadencia del Imperio romano y el triunfo del cristianismo, puesto que produjo un nuevo estilo de vida, creó lealtades y surgieron nuevas ambiciones y satisfacciones. Todos estos cambios quedan expresados en la literatura de la época, como bien estudian muchos autores, entre los cuales es necesario mencionar a Henry-Irenée Marrou, por su carácter de pionero. Desde una mirada inicial de san Agustín como representación de un hombre de una época de crisis, asumió luego otra interpretación de lo sucedido, colocándolo ya no en una época de decadencia, concepto que revisaría porque corresponde a un juicio de valor, sino en un contexto de cambios, en los cuáles Agustín era animado por un espíritu distinto y ya no sería un hombre de la Antigüedad. Finalmente, en
la década de los setenta, defenderá el concepto y la independencia de una época, la Antigüedad Tardía, contraponiéndola a la noción de decadencia romana. Su perspectiva apunta a una renovación metodológica de la periodización histórica más clásica, la cual está llena de prejuicios. De este período valoriza lo acontecido en los mundos latino, bizantino y árabe. Describe los aspectos que lo ayudan a reconocer la originalidad del mismo, como el vestido, el libro, el arte, el espíritu entre otros.
Discípulo de Marrou y admirador de Momigliano, Peter Brown ofrece un complejo panorama socio-cultural, religioso y de mentalidad de la Antigüedad Tardía. Panorama en el que presenta y valora las continuidades y cambios que se darán entre los siglos II y VII: la fractura silenciosa en la sociedad romana tras la muerte de Marco Aurelio; la lenta renuncia a los valores clásicos y una crisis económica generalizada que consigue dividir el Imperio y dejarlo indefenso ante las sacudidas de una constante inmigración de pueblos bárbaros. En este contexto, surge un mundo nuevo, del cual serán herederos los tiempos medievales: para él, los siglos de la Antigüedad Tardía fueron calificados demasiado a menudo como un período de desintegración, de huida hacia el más allá. Nada más lejos de la realidad. No ha existido nunca otro período de la historia de Europa que haya legado a los siglos futuros tantas instituciones tan duraderas: los códigos de derecho romano, la consolidación de la estructura jerárquica de la Iglesia católica, el ideal de un Imperio cristiano, el monacato. Desde Escocia hasta Etiopía, desde Madrid hasta Moscú, son muchos los hombres que han vivido esta imponente herencia y no han cesado de referirse a estas creaciones para buscar en ellas la manera de organizar su vida en este mundo. El cristianismo —y no la Iglesia cristiana— se encuentra en el centro de sus estudios, por ello, sus investigaciones amplían nuestro conocimiento acerca del valor del cuerpo, el papel de los santos, las transformaciones de la moral cristiana, la deriva del paganismo, la función de los obispos como responsables de la Iglesia.
Averil Cameron considera una Antigüedad Tardía acotada temporalmente, entre el 395 y el 600, pero amplia en espacio geográfico, dado que la cuenca mediterránea en su conjunto forma parte de sus análisis. En principio, el Mediterráneo es el centro del Imperio romano que en 395 está asistiendo a su bipartición en Oriente y Occidente, cuestión que no tendrá vuelta atrás y que marcará la historia de cada una de las partes. Por un lado Oriente, que salió bien librada del enfrentamiento con persas y germanos no siendo afectada en ninguno de sus territorios; por el otro Occidente, que perdió fuerza hasta que fue definitiva la caída en 476, y con un desmembramiento territorial de la mano del fortalecimiento de la dinastía franca en Galia y de los visigodos en España a fines del siglo VI. Presta atención a
aspectos vinculados con la historia urbana y los tipos de asentamiento, para subrayar los grandes cambios y recurre al aporte de la arqueología y la antropología.
Sean interpretados como tardoantiguos o altomedievales, los siglos II al IX constituyen siglos de transformaciones, renovaciones, innovaciones. Al menos hasta fines del siglo VII, conforman una etapa en la que se observan múltiples procesos en tensión, experimentación literaria, diferentes intentos reajustados y reinterpretados, reciclamiento de códigos desgastados y viejos mitos bajo remozados ropajes, aportaciones insólitas, fusiones, supresiones; también de inestabilidad, inseguridad y confusión.
Estas discusiones historiográficas muestran que la transformación del mundo romano en los tiempos medievales constituyó uno de los procesos históricos más complejos e importantes de la historia universal.
Entre los años 400 y 1000, las bases materiales de Occidente reconocieron diferentes situaciones, tanto jurídicas como sociales, que merecen diferentes conceptualizaciones historiográficas: desde las miradas clásicas de Marc Bloch y Georges Duby a las renovaciones planteadas por Wickham, desde los análisis señoriales clásicos, como los de Robert Boutruche a las perspectivas feudales, descriptas por Lodolf Kuchenbuch y Bernd Michael. Estas centurias fueron esencialmente rurales, dado que el trabajo en el campo y las riquezas que de él provenían constituyeron el sostenimiento económico y determinaron las relaciones sociales de entonces.
Las tierras eran trabajadas por una multiplicidad de hombres y mujeres, que por su condición jurídica (tenían libertad o estaban privados de ella) o por su condición socioeconómica (diferentes status derivados de una mejor o peor situación cotidiana), podían ser esclavos, colonos (se encontraban adscriptos a la tierra), campesinos tenentes (tenían la tierra para su uso pero no como su propiedad), siervos (campesinos adscriptos a la tierra y sometidos al pago de tributo), campesinos propietarios. Las dueñas de la tierra eran, en gran parte, las élites, propietarias de amplias extensiones de tierras, conocidas como grandes dominios o señoríos, aunque también los pequeños campesinos podían ser propietarios de sus tierras, llamadas alodios.
Cada una de estas estructuras productivas tenía su propia organización interna y sus áreas de difusión: mientras que en el norte europeo los grandes dominios eran predominantes, en las regiones mediterráneas y del centro Europa era posible reconocer la presencia y la importancia de los pequeños campesinos propietarios de sus tierras.
El gran dominio conformaba una vasta unidad productiva, caracterizada por la afirmación de espacios que le daban identidad: los territorios explotados por esclavos y
campesinos tenentes (mansos), las reservas de bosques y pasturas, las tierras del señor. Los campesinos tenentes y los siervos debían, a cambio de la tenencia, del usufructo de la tierra, entregar parte de la producción al señor o bien trabajar en la reserva señorial (explotando la tierra, construyendo un camino, reparando un granero) o pagar un tributo en especies (que con el paso del tiempo se reemplazó por moneda), también conocido como renta. Los esclavos, colonos, tenentes y siervos recibían, a cambio de sus labores, protección por parte del señor, protección que resultaba relevante en momentos de inestabilidad política, de
guerras entre reinos, de tensiones entre diversos señores.
Los alodios, por su parte, constituyeron la pequeña propiedad de aquellos campesinos que pudieron resistir o evitar el dominio señorial. Caracterizados por su reducida extensión y su escasa diversidad productiva, sus dueños debieron extremar los mecanismos para aumentar la producción, ya fuera por medio del desarrollo tecnológico (uso de arados, colladeras para los animales), ya de la mejoras en los rendimientos de los suelos (uso de excrementos de los animales como fertilizantes naturales, rotación de las parcelas de tierras). Pero la situación de los campesinos propietarios de alodios era muy endeble, dado que una mala cosecha, una guerra o una sequía podían dejarlos, a ellos y a sus familias, en los límites de la subsistencia misma.
Junto con las actividades rurales, el desarrollo del comercio y de la vida urbana dejó su huella en la economía altomedieval, como bien señala Michael McCormick: ya fuera por la necesidad de los grandes señores de obtener artículos suntuarios o de lujo provenientes de tierras lejanas (seda, especias, esclavos de Oriente, oro, esclavos negros de África), ya por la necesidad de los campesinos alodiales de abastecerse de artículos de primera necesidad, los circuitos comerciales se mantuvieron. Las ferias y mercados siguieron desempeñando un papel decisivo en los intercambios, basados tanto en el metálico como en la existencia de una moneda de la tierra o en el trueque. Rutas terrestres y marítimas pusieron en contacto a hombres y productos provenientes de diferentes lugares y culturas, desde el Océano Atlántico al Océano Índico, desde el Mar del Norte al Desierto del Sahara. Estas rutas tuvieron en puertos y ciudades puntos de anclaje territorial, de allí la importancia que los diferentes reinos le otorgaron a su mantenimiento y resguardo.
El cristianismo, que se impuso en Europa, a través de la labor de monjes y misioneros, de la Iglesia, de la acción de sus obispos y de la materialización institucional que supuso la construcción de templos, ofreció un marco espiritual que conjugó ideas teológico-filosóficas profundas y complejas (la idea de la Trinidad: Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo son tres personas en una; la noción de la resurrección de Jesús, en carne y en
espíritu) con marcos de contención social específicos (relacionados con la idea de comunidad cristiana), manifestaciones concretas del poder de Dios (expresado en sus intervenciones milagrosas, que ponían fin a una desgraciada situación: hambre, enfermedad, temor), expresiones materiales relativas a la existencia de reliquias (del propio Jesús, de María, de los santos) que tenían fuerza de acción en la vida cotidiana (su invocación permitía alejar un mal o un peligro) y de conjuros (por ejemplo, aquellos que otorgaban fertilidad de los campos).
El siglo VII representó un siglo de cambios. A la institucionalización de los reinos en Occidente se sumó la retracción del Imperio romano de Oriente y el surgimiento del islam en la península arábiga.
El Imperio romano de Oriente, luego de Justiniano y sus inmediatos sucesores, entró en un proceso de retraimiento territorial (pérdida de los territorios occidentales, problemas en las fronteras con el islam) y de profundas transformaciones internas, que dieron origen a una nueva entidad política: el Imperio bizantino. Entre fines del siglo VII y principios del siglo VIII dos nuevos signos caracterizaron al Imperio: la creciente helenización, que implicó la transformación definitiva de Oriente en un espacio culturalmente griego y la eslavización, vinculada con la presencia y las incursiones de diferentes grupos eslavos (serbios, croatas, ezeritas, meligues), que ocuparon territorios comprendidos entre Macedonia y Mar Egeo. Constantinopla se erigió como centro de la vida de este Imperio, comandado por un basikus, el emperador bizantino considerado como el elegido de Dios, que gobernó sus territorios apoyado en la labor de una nobleza de funcionarios, que nutrió a las principales magistraturas del Imperio: el canciller y ministro del interior, el gobernador de la ciudad, el ministro de justicia, el interventor general.
En esta época tuvo lugar la llamada querella iconoclasta, que con diferentes etapas y momentos, sacudió al Imperio entre el 726 y el 843. La querella fue un debate que cuestionó la función de las imágenes en el culto religioso. En gran parte de esta época, las imágenes fueron prohibidas por considerarse que proponían o favorecían la idolatría o el culto a falsos dioses.
El islam que se desarrollaba en Arabia a partir de la prédica de Mahoma en torno al 610, conjugó tradiciones beduinas, monoteísmo judeo-cristiano y novedad islámica. Esta conjunción permitió la rápida aceptación y expansión, tanto a nivel espiritual como territorial. En el 622 Mahoma abandonaba, por disputas con otros grupos, La Meca la ciudad en la que vivía, y predicaba dirigiéndose a Yatrib, rebautizada por la tradición islámica como Medina (“Ciudad del Profeta”). Esta emigración, llamada hégira, marcó
profundamente la vida de Mahoma y se conoce como el inicio de la era islámica. El islam —cuyo significado es sumisión a un Dios Único— constituye una religión monoteísta revelada por Alá al profeta Mahoma, que recogió tal revelación en un libro sagrado —dado que contiene la palabra de Dios—: el Corán. Impone a todos los creyentes una serie de obligaciones conocidas como “pilares del islamismo”: reconocimiento de Alá como único Dios y de Mahoma como su último profeta; obligación de participar en la peregrinación a La Meca, ciudad sagrada, al menos una vez en la vida; respeto y participación en los cinco rezos diarios, en los que todo buen musulmán se manifiesta sumiso a la voluntad de Dios; respeto del ayuno del mes de Ramadán; entrega de la limosna, al concluir el Ramadán, como manera de hacer efectiva la solidaridad con los más necesitados.
La unidad del mundo islámico, o de la Umma (comunidad de creyentes, comunidad de musulmanes) fue, en un principio, también política: Mahoma tuvo un único sucesor, conocido como califa. Surgió así el llamado califato, que hasta el 750 unificó un espacio geográfico que abarcaba desde el río Indo a los Pirineos, imponiéndose en ámbitos culturales muy diversos. Este éxito se debió, en parte, a la rápida unidad doctrinaria y, en parte también, al reconocimiento de las tradiciones jurídicas previas, que conformaban la sharía (derecho consuetudinario).
Esta expansión dejó sus huellas en la estructura económica y social de los territorios conquistados, dado que promovieron intercambios de largo alcance, basados en la existencia de una red de caminos y postas, dominados por los camellos y la circulación monetaria, y fomentaron la existencia de pequeños campesinos libres, tributarios del poder central, dedicados a la agricultura mediterránea (olivo o aceituna, vid o uva, trigo) y a la cría de ovejas.
Entre el 705 y 715 los árabes conquistaban la Transoxiana (región actualmente repartida entre los países de Uzbekistán, Kazajistán, Turkmenistán y Tayikistán); en 711, las tropas de Tariq, invadieron la península ibérica y en menos de treinta años dominaron casi todo el territorio peninsular, hasta entonces en manos de los visigodos, logrando de esta manera la mayor expansión del islam medieval. En 732, en la Batalla de Poitiers, las tropas francas comandadas por Carlos Martel, mayordomo de palacio del rey merovingio Thierry IV, detuvieron el avance del islam.
Hacia mediados del siglo VIII era posible reconocer tres grandes bloques geopolíticos: el reino franco, el Imperio bizantino y el área bajo dominio musulmán, que marcarán el pulso histórico durante los próximos dos siglos.
El reino franco, establecido en la Galia (Francia) desde el 509, conformaba una estructura política articulada en torno a diferentes regiones geográficas (Galia, Aquitania, Neustria, Borgoña, Austrasia), gobernada desde entonces y hasta el 751 por una dinastía, la de los reyes merovingios.
Los merovingios representaban el grupo que ocupaba los mejores territorios y que, cristianizados desde principios del siglo VI, fueron los encargados de dotar al reino de las primeras estructuras políticas, que plasmaron las alianzas entre ellos y otros grupos, en particular los provenientes de la región de Austrasia (norte de Francia y región occidental y central de Alemania). Estos últimos, conocidos como los mayordomos de palacio, eran en realidad representantes de las élites carolingias. Ambos, merovingios y carolingios, se repartieron el poder: la corona y la administración regia para los merovingios, la conducción del ejército (mayordomo del palacio) para los carolingios.
En este contexto y a medida que los musulmanes se adueñaban del control de las principales rutas comerciales mediterráneas, el eje geopolítico y económico se trasladó hacia el Norte, dando mayor importancia a las regiones controladas por los carolingios que reforzaron su poderío, que se acrecentó luego de la batalla de Poitiers y se consolidó luego de que el obispo de Roma (el Papa) los convocara para asegurar su primacía en el territorio italiano ante el avance y la presión de los lombardos. Esta alianza entre las necesidades papales y la fuerza militar carolingia llevó al papa Zacarías a reconocer como legítimo rey de los francos a Pipino III el Breve, quien se hizo coronar en Soissons en el 751, destronando a Childerico III. Esta nueva dinastía aseguró el dominio franco en Occidente hasta el siglo X, merced en parte a la labor de uno de los monarcas más representativos del medioevo: Carlomagno.
Carlomagno, coronado rey de los francos en el 768 y emperador de los romanos en la Navidad del 800 por el papa León III, expandió los límites del reino franco, incluyendo bajo su dominio a bretones, sajones, ávaros, lombardos. Durante su reinado, el esplendor del antiguo Imperio romano se recuperó, en especial gracias al auge de las letras conocido como renovación cultural carolingia. Esta renovación tuvo bases sólidas y modelos tomados de la literatura clásica y la tradición germánica, aunadas bajo una óptica cristiana. De esta manera, los reyes francos fueron representados como emperadores romanos (Constantino, Teodosio), a la vez que como vicarios de Cristo y valerosos guerreros germanos.
Reyes francos e Iglesia cristiana conformaron una alianza que se consolidó entre los siglos VIII y X. Los papas perdieron independencia política pero ganaron en consolidación
y difusión de la fe cristiana en tanto los carolingios se fortalecieron como el brazo armado de la Iglesia.
Los nobles fueron un factor determinante dentro de la estructuración carolingia, dado que los condes y los marqueses representaban y reproducían a escala local la existencia del Imperio. Gozaron de múltiples beneficios y, en épocas de debilidad de la monarquía, llevaron al reino carolingio a sucesivas guerras civiles y crisis dinásticas. Para enfrentar este poderío creciente de la nobleza, el rey franco se vio obligado a ejercer un control centralizado de la administración del reino y de la fuerza militar, así como controlar a sus funcionarios y tener presencia en las diferentes regiones del Imperio, por medio de una corte que se desplazaba junto con el monarca y atendía cuestiones relativas a la fiscalidad y la justicia. Esta administración imperial carolingia ha sido interpretada de maneras diferentes. Las posturas tradicionales de Louis Halphen o François Louis Ganshof, subrayaban la debilidad propia de esta forma de administración, las valoraciones positivas de McKitterick consideraban que la itinerancia de la corte carolingia permitió la existencia del Imperio.
Por ello y a pesar de los esfuerzos de la monarquía, la estructura política carolingia resultó débil. Las propias bases ideológicas acrecentaron las fricciones y contradicciones, dado que conjugaron la tradición romana de las conquistas territoriales como un ámbito público con la práctica germánica de considerarlas como bienes personales del rey, que podía repartirlos como parte de su herencia. Entonces, varios herederos generaban tensiones y desencadenaban guerras civiles, que conspiraron contra la unidad, que se fracturó definitivamente en 843; año en el cual los nietos de Carlomagno se repartieron el poder y el territorio, a través del Tratado de Verdún, dando origen a tres entidades diferentes: dos reinos (Francia occidental y Francia oriental) y un imperio (conocido como la Lotaringia).
Las bases materiales, el trabajo rural y el desarrollo comercial se mantuvieron dentro de los lineamientos marcados anteriormente: los grandes dominios coexistieron con los alodios. Sin embargo, gran parte de la documentación que poseemos, capitulares y polípticos, se corresponde a las explotaciones de grandes usufructos. Las capitulares eran disposiciones jurídico-legales emanadas de la autoridad carolingia, que hacían referencia a diversos aspectos de la vida de los francos. Una parte importante se relacionaba a la estructuración de una villa o gran dominio, estableciendo desde los utensilios y las formas de producción hasta la protección de la que debían gozar los campesinos tenentes y los siervos. Los polípticos, por su parte, representaban la contabilidad, de bienes y de personas,
llevada a cabo en los grandes dominios eclesiásticos, contabilidad que registró desde las tareas de labranza a los volúmenes comerciados de cada productos, el bautismo de los campesinos, entre otras cuestiones referidas tanto a la vida económica como social.
La estructuración social carolingia reconocía grupos bien diferenciados, cada uno con sus derechos y obligaciones. En la parte superior de la pirámide social, los grupos privilegiados, compuestos por el rey, su entorno familiar y la nobleza (tanto laica como eclesiástica, de sangre como de funcionarios, militar como de toga); en la parte inferior, los campesinos libres, los comerciantes, los trabajadores urbanos, los campesinos tenentes, los siervos y los esclavos.
Hacia finales del siglo IX, el poderío militar carolingio, tanto en Francia occidental como en Francia oriental fue puesto a prueba con la llegada de nuevos pueblos: los normandos o vikingos, los suecos o varegos, los eslavos y los magiares, etapa conocida como “las segundas invasiones”. Estos pueblos, de manera violenta (en su mayoría) o pacífica (los suecos), transformaron la realidad territorial y política, dando lugar a nuevas formas de organización social y política, en especial, el feudalismo.
Originarios del norte de Europa, los normandos o vikingos avanzaron militarmente sobre las costas de Francia e Inglaterra, incluso de España, Portugal y Sicilia, sometiendo a sus poblaciones a pillajes y saqueos. Los pueblos sometidos debieron, en un primer momento, pagar tributos para evitar futuras acciones y luego entregar tierras, donde se asentaron. Estos grupos llegaron incluso, a Islandia, Groenlandia y Canadá. Se caracterizaban por sus fuertes disputas tribales, que resolvían con expulsiones y movimientos migratorios; por su economía, basada en el botín de guerra y el pillaje y el comercio y las actividades vinculadas con la pesca en las heladas aguas del Círculo Polar Ártico. El asentamiento normado en Normandía, el norte de Francia, constituyó un temprano ejemplo de organización territorial. Desde este reino partieron los ejércitos del duque normando Guillermo “el Conquistador”, quien en 1066, derrotó al último rey anglosajón en la batalla de Hastings, instalando, entonces, a una dinastía normanda en el trono inglés. Por su parte, los suecos practicaron un comercio denominado silencioso, que consistía en dejar en la orilla de un río una serie de productos que las poblaciones locales intercambiaban por producciones propias, casi sin establecer contactos humanos directos. De esta manera y navegando los ríos rusos, llegaron hasta el Mar Negro y los límites de la propia ciudad de Constantinopla, fundando, en su camino, poblados que luego y tras la ocupación eslava serían conocidos como Moscú, Kiev, Novgorod.
Los eslavos y los magiares, pueblos provenientes del Este, de las estepas asiáticas, ocuparon grandes extensiones territoriales, que abarcaban los países actuales de Rusia, Rumania, Bulgaria, Hungría, República Checa, Eslovenia, Bosnia-Herzegovina, disputándole al Imperio bizantino y a los reinos cristianos occidentales el control sobre estos territorios, ricos en pasturas para animales, en tierras para la agricultura, en minería y en rutas comerciales terrestres, que unían China con Portugal. Su llegada a tierras europeas generó miedos y terrores: amplias zonas devastadas, regiones despobladas, campesinos que abandonaron sus tierras o las pusieron bajo la protección de un señor local poderoso para poder subsistir. Esta entrega voluntaria de las tierras a cambio de protección implicó, en algunas regiones de Europa y para algunas interpretaciones historiográficas, el surgimiento del feudalismo.
El feudalismo fue una nueva forma de estructuración económica, social, política y cultural imperante en Europa occidental que entre los siglos X y XVIII, según sostiene Bonnassie, consolidó el poder de la nobleza, especialmente militar y generalizó la servidumbre campesina. Este proceso implicó el traspaso de tierras de manos campesinas a las de sus señores, que a cambio de tributo o fuerza de trabajo ofrecían la tenencia de las tierras y la protección militar. Esta entrega de tierras, de fuerza de trabajo y de tributo se dio, en el resto del Occidente europeo, en un marco de presión creciente por parte de un sector de la nobleza, los milites, que generalizaron esta imposición de la servidumbre.
El año mil supuso, además, una fuerte fragmentación política, dado que cada uno de los señores feudales tuvo amplios poderes militares, fiscales y jurídicos dentro de su territorio. Como afirma Alain Guerreau, en el marco de la Europa feudal había que razonar, fundamentalmente, en término de poder y no de derechos. Esta fragmentación se hizo en detrimento del poder real, que perdió el dominio efectivo de vastas zonas territoriales, en las que mantuvo su primacía sólo nominalmente y mediante unas articuladas relaciones feudo-vasalláticas. Si bien reconocían antecedentes en las relaciones de dependencia personal entre hombres libres pertenecientes a la nobleza, usuales tanto en la tradición romana como en la germánica, tomaron, entre los siglos XI y XIII, su cariz distintivo: un señor entregaba a su vasallo tierras, moneda, una renta determinada a cambio de fidelidad y obediencia. El vasallo aceptaba esta fidelidad y obediencia, participando de las campañas militares de su señor, acompañándolo con su propia fuerza, denominada hueste o mesnada, integrando los tribunales de justicia o los concejos consultivos que se conformaban.
Los debates historiográficos vinculan año mil con inicios del feudalismo y plenitud medieval de los siglos XI al XIII, con las discusiones en torno a la revolución feudal, el señorío banal, el encastillamiento, la constatación de la existencia o inexistencia de las tipologías feudales en el Occidente cristiano, la expansión agrícola, comercial y urbana. Sostienen la mayoría de los historiadores, entre ellos Jacques Le Goff, que si hay un período medieval en la historia de Europa es este.
Para los historiadores relacionados con la tradición alemana de la historia del derecho y de las instituciones, conocida como corriente institucionalista, en especial para Ganshof, el feudalismo sólo puede ser entendido y definido a partir de la forma que adquiere la estructura feudo-vasallática, es decir la forma en que todo el estamento nobiliar se relaciona entre sí a partir de la extrema fragmentación de la soberanía en manos privadas. En cambio, para los historiadores de la escuela social francesa, lo que hay que jerarquizar en el estudio del feudalismo son las condiciones materiales de la existencia. Esta escuela habla de sociedad feudal y de la relación de servidumbre entre los señores y los campesinos caracterizada por la obligación de tributar. El feudalismo empieza con ellos a ser visto como un sistema socioproductivo de base agrícola y demarcado por la forma que adquiere la estructura de la propiedad de la tierra. Por su parte, el marxismo inglés plantea al feudalismo como un modo de producción que se caracteriza por la entrega forzosa del excedente. Definen “Modo de producción” como la sumatoria de las relaciones de producción y las fuerzas productivas, aunque generalmente se prioriza el estudio de las fuerzas productivas. Este marco teórico permite plantear la cuestión de la existencia de feudalismo fuera del Occidente europeo. Alguien como Perry Anderson se ha preguntado ¿cómo se explica que sólo en esta región del mundo se haya desarrollado el capitalismo?, dando lugar con ello a una serie de estudios que intentaron analizar si el feudalismo fue posible en otros lugares del mundo.
Surgió así una nueva estructuración social, también jerárquica y piramidal, conocida como sociedad feudal, estudiada con maestría por Duby, que reconoció la existencia de tres grupos u órdenes sociales: los oradores (clérigos y monjes), los guerreros (la nobleza) y los trabajadores (mayormente los campesinos sujetos a servidumbre). La sociedad feudal, en expresión del historiador Marc Bloch, desarrolló unas formas culturales propias, reconocidas en el amor cortés, las justas de caballeros, los torneos, los trovadores y los juglares. Los siglos XII y XIII son los siglos de gran difusión del ciclo artúrico (del rey Arturo, Ginebra y el mago Merlín, de los Caballeros de la Mesa Redonda) y de la empresa
cultural promovida por Leonor de Aquitania (c.1122-1204). Es el mundo de los señores feudales, a la vez brutales y corteses.
En esta sociedad, el cristianismo, a través de la Iglesia, dictaba la normalidad en el pensamiento y en el comportamiento. En esta sociedad resultó fundamental la acción de la Iglesia, dado que en un marco creciente de fragmentación constituyó la única institución que mantuvo una proyección universal, que garantizaba un espacio público, es decir, de todos (los cristianos).
La Iglesia expresó su poderío a través de la construcción de grandes catedrales en las ciudades, que de estilo románico (siglos IX al XII) o gótico (siglos XII al XV) expresaron el poder de papas y obispos y el orgullo de la misma ciudad al mostrar y mostrarse a los demás. Los estilos de estas construcciones religiosas (basílicas, monasterios, iglesias, catedrales) evidencian los estrechos vínculos entre la realidad social y económica, las innovaciones técnicas y artísticas y las construcciones monumentales. Por un lado, el románico expresó el triunfo de un mundo rural y guerrero, defensivo que intentó mostrar solidez en sus muros de piedra; por el otro, el gótico puso de manifiesto el poder consolidado de la Iglesia, que asociado al esplendor y a la luminosidad de las catedrales — propios del triunfo de Dios—, que requirieron de expertos en diferentes oficios (arquitectos, yeseros, vitralistas) para su construcción y que con el manejo de la luz, el color y la perspectiva se adelantaron varios siglos al Renacimiento.
La sociedad se parceló por la acción de la nobleza y se instaló un clima de guerra permanente, en tanto se establecieron lazos de unidad, generados por la pertenencia a una misma comunidad cristiana y por la acción de la Iglesia, que impuso espacios de encuentro y de paz: las denominadas “treguas de Dios”. Estas treguas ofrecieron garantías diplomáticas o salvoconductos a todos aquellos que participaban en determinado circuito productivo, asistían con sus bienes a una feria o bien peregrinaban hacia Santiago de Compostela, Jerusalén o Roma.
La Iglesia encontró en este contexto el momento oportuno para reforzar la figura y la importancia del papado. En 1075, el papa Gregorio VII estableció las bases del papado tal como lo conocemos hasta la actualidad: supremacía papal en el orden espiritual, sometimiento de los poderes terrenales a su poder, noción de infalibilidad papal. Esta situación generó tensiones entre el papado y los emperadores, reyes y príncipes, que se enfrentaron por dos motivos: la elección de los obispos y la supremacía en Occidente.
En Occidente, en la parte oriental del antiguo Imperio carolingio se consolidó una nueva dinastía, la de los otónidas, que debe su nombre a Otón I, coronado rey en
Aquisgrán en 936 y luego emperador, en 962 hasta su muerte en 973. Este monarca y sus sucesores buscaron restaurar el antiguo esplendor imperial, tanto de época romana como carolingia, lo que les generó disputas con otros nobles y, en particular, con el papado.
La disputa por la elección de los obispos, conocida como “querella de las investiduras”, se relacionaba con la noción de sociedad feudal. En el marco de las relaciones feudo-vasalláticas, el obispo debía fidelidad y obediencia a quién lo designaba: el papa o la autoridad civil. Luego de varios enfrentamientos se llegó a una solución de compromiso: el papa designaba al obispo como pastor de una iglesia determinada, otorgándole el símbolo de esta función, el báculo pastoral; en tanto el emperador o el rey le entregaba la iglesia y sus posesiones terrenales, representada en las llaves que abrían sus puertas.
La cuestión de la supremacía en Occidente tiene una historia muy larga pero en estos años (1050-1350) adquirió unas formas y unas justificaciones que le otorgaron al período una identidad propia. Es el momento de la “lucha por el dominio del mundo”, es decir, de la oposición por la supremacía en Occidente. Estas disputas fueron analizadas por diversos historiadores y, de manera reciente por Glauco Maria Cantarella.
A partir del desarrollo del feudalismo en el siglo XI, Europa occidental se expandió y creció. Entre los años 1050 y 1300 surgieron una serie de instituciones, de formas de vida, de objetos que aún hoy tienen vigencia. Las ciudades constituyeron el germen de muchas de las transformaciones y tensiones que darán origen al capitalismo mercantil, a la expansión europea, al Humanismo y el Renacimiento, a las Reformas religiosas que gestadas en la Edad Media lograrán su consolidación luego de la crisis del siglo XIV, llamada por algunos autores “crisis del mundo feudal”.
Los siglos XI al XIII constituyeron los siglos de plenitud medieval dado que en estas centurias Europa se extendió demográfica, económica, tecnológica, territorial y militarmente. En estos siglos Europa prosperó, aunque las causas siguen dando lugar a debates historiográficos, ya que como señala Guerreau, gran parte de esta interpretaciones constituyen verdaderas aporías.
Un primer indicador del cambio lo constituye el evidente crecimiento de las ciudades, que incluye la aparición de nuevos enclaves urbanos y el fortalecimiento de los antiguos, en paralelo a la expansión de la actividad mercantil y al desarrollo de áreas de producción manufacturera orientadas a la producción específica de determinadas mercancías. Tal vez tengamos que buscar el origen de este fenómeno histórico en el campo, en las estructuras productivas que bajo un marcado proceso de crecimiento
poblacional, no alcanzaban a cubrir la demanda efectiva de trabajo. Al mismo tiempo, las rutas de peregrinaje como Santiago de Compostela o la fortaleza política o marítima de ciudades como Frankfurt o Génova, respectivamente, coadyuvaron a la modificación de los consumos materiales y culturales de los sectores hegemónicos. Así, la nobleza feudal comenzó a demandar bienes suntuarios de muy alta calidad, como determinadas telas o vinos que contribuyeron a fortalecer la actividad mercantil a larga distancia. La nota social estuvo dada por la aparición de personajes urbanos, asociados a la actividad mercantil y conocidos en la época como burgueses por habitar en los burgos. Los burgos se encontraban más allá de los muros que protegían las ciudades. Las murallas protegían a los habitantes de las ciudades del exterior, de los peligros de la noche, de los ataques de los animales, de los salteadores. De allí que fuera necesario destinar recursos de manera constante para mantenerlas.
Hacia el siglo XII, los burgueses unidos por intereses en común, comenzarán a manifestar actitudes antiseñoriales, amparados por su importancia o fortaleza económica, reclamando franquicias para ser eximidos del pago de impuestos, lo que posibilitará a la larga, cierta experiencia en el manejo político y público del ámbito urbano y que terminó por traducirse en la aparición de estructuras de gobierno operadas por sectores de las burguesías locales, que trascenderían el plano de acción regional para tener proyección internacional. El caso más evidente fue el de la las ciudades estado-italianas mejor conocidas, y con justicia, como ciudades-repúblicas italianas.
El lento proceso de conformación de la burguesía como clase social coincidió con un potente proceso de movilidad social, atípico en el mundo feudal, en virtud del cual variaron la conformación interna de los estamentos como así también las relaciones intra- estamentales. Para el siglo XIV, fue evidente un contundente fenómeno de marcada estratificación social al interior del estamento campesino y de la burguesía en las ciudades, en correlato con la expansión de una crisis de tipo sistémica que inundó todo el tejido social, con lo que se fueron dislocando las relaciones preestablecidas y se posibilitó la aparición de lógicas urbanas en las que las posiciones que se ocupaban no eran estáticas con lo que se creaban tantas posibilidades de ascenso social como personas capaces de aventurarse en ellas.
El proceso de crecimiento urbano también trajo aparejado el surgimiento de las universidades, fundamentalmente vinculadas a la reaparición de dos corpus de absoluta importancia para el futuro de Europa: el aristotélico y el justinianeo, rescatados a partir de las relaciones comerciales con Oriente y con la influencia cultural que los musulmanes
ejercían sobre el sudoeste del Occidente europeo. Esto sirvió para arrebatar a la Iglesia el monopolio de la educación ya que ahora se ampliaba la base social y podía llegar a los claustros, donde se enseñaba el
digesto o los codex, un número mayor de personas que excedían a los que pertenecían al estamento eclesiástico. La jurisdicción educativa en manos del papado, comenzó a declinar a favor del fortalecimiento de las autonomías universitarias, con lo que se comenzó a conformar una nueva estructura mental e ideológica de justificación del orden social. Los burgueses representaban un nuevo sector social que habiendo nacido de las entrañas del feudalismo contribuyeron a romper, en el largo plazo, la lógica autoreproductiva del mismo.
La burguesía proveía a los nobles de artículos suntuosos aunque era imposible que los burgueses se incorporaran al orden feudal: no guerreaban, no oraban ni labraban la tierra. Un estrato social que no se regía por las lógicas feudales pero que sin embargo, era funcional a la reproducción socio-cultural y económica de la nobleza.
A nivel geográfico, corresponde explicar la diferenciación productiva entre las dos grandes zonas de elaboración de manufacturas del Occidente europeo; la región del Mar del Norte y el área italiana, especialmente Génova y Florencia. Hacia el siglo XII, se puede constatar la existencia de un sistema artesanal de producción de paños en la primera región en tanto que en la segunda, se estaba refinando la producción de paños de alta calidad. Como se podrá observar, esto implicaba la existencia de dos zonas productivas diferenciadas: una que estaba comenzando a producir de forma masiva con trabajo doméstico y en algunos casos asalariado, y otra, que refinaba la manufactura bajo estándares feudales. Esto es: control de los gremios, existencia de topes a las cantidades producidas y política de control de los precios, por citar algunos ejemplos.
Estas dos grandes zonas socio-productivas y comerciales, estaban vinculadas a través de las ferias de Champaña (siglos XII-XIV) y las de Frankfurt (siglos XIII-XIV), compuestas por una multiplicidad de mercados locales y ferias que contribuían a la expansión del fenómeno de urbanización. Todo se compraba y se vendía, utilizándose para ello tanto monedas como instrumentos de pago, que comenzaron a desarrollarse. En los mercados locales y regionales, en las ferias, las monedas eran utilizadas como medio de pago en las transacciones realizadas. Pero recorrer los caminos europeos cargados con ellas resultaba riesgoso, dado que había salteadores de caminos esperándolos antes de las entradas de las ciudades o bien ocultos en los bosques. Surgieron entonces modos alternativos, que reemplazaron, lentamente, el traslado del metálico (no su uso). Las llamadas letras de feria permitían que los mercaderes transitaran los caminos con papeles
que se cambiaban en cada feria por monedas locales. En las plazas de los mercados se instalaban, sentados en bancos de madera, cambistas, que trocaban las monedas de los comerciantes por la moneda local o aceptaban recibir dinero como depósito, que en permuta de un papel firmado sería canjeado por dinero en otra ciudad. De esta manera surgieron los primeros bancos, que desde fines del siglo XII adquirieron una importancia fundamental, dado que se transformaron en prestamistas.
Al compás de este crecimiento mercantil se experimentó el fortalecimiento de las rutas de peregrinación o las concesiones de inmunidades que muchos monarcas concedían a las ciudades para favorecer la producción de productos de consumo de la nobleza.
No es difícil imaginar la incidencia de la consolidación de los linajes en la organización del gobierno urbano. Por ejemplo, algunas familias de mercaderes vinculadas al comercio internacional, lograron asentarse y dejar de ser ambulantes con lo que aparecieron cuerpos de agentes comerciales, emisarios o representantes de estos, que favorecieron en el largo plazo, la aparición de los cheques, o las letras de cambio por lo que el capital financiero comenzó a jugar un rol fundamental. El capital tendrá ahora la forma de capital mercantil y usurario por lo que la ganancia provendrá o se generará de la diferencia de precios que se conseguía a partir de la distancia de los mercados.
A partir del siglo XIII encontramos en el Occidente europeo evidencia de la estructuración de relaciones socio-productivas asociadas a la aparición de una nueva y original forma de articulación económica, social y política: el capitalismo. Esta nueva estructura que abarcará cada uno de los poros del tejido social no es absoluta aún, la encontramos en estado embrionario, con mayor consistencia en el norte de Europa, y sostenida por la gradual desintegración de las relaciones sociales de producción que perduraron por siglos en los espacios rurales y en los nuevos sectores urbanos, liderados por la naciente burguesía.
Desde la perspectiva demográfica, es el momento del crecimiento de la población europea como nunca antes se había visto. Las razones se relacionaron con mejoras concretas en la calidad de vida, que permitieron aumentar la supervivencia de los niños al nacer, la alimentación de los adultos, su capacidad de reproducción. Este mayor número de hombres y mujeres permite explicar los procesos de expansión territorial característicos de esta época: cruzadas, guerras contra los musulmanes establecidos en la península ibérica, expansión de las tierras roturadas en el este europeo (Alemania, Polonia).
Una mejora en la alimentación de la población supuso un crecimiento de la producción. Este crecimiento de la producción agrícola-ganadera se relacionó con los
nuevos espacios dedicados a los cultivos y a la ganadería, con las mejoras climáticas y con razones tecnológicas. Los nuevos espacios ganados para las actividades agrícolas supusieron, principalmente, el desmonte de amplias áreas y su roturación posterior, lo que implicó una transformación radical del paisaje europeo. Los territorios arados ampliaron sus extensiones gracias al bosque, que constituía tanto una realidad material como cultural en la Edad Media.
En estos siglos asistimos a un proceso de calentamiento global que generó un aumento de la temperatura (en una media de dos o tres grados). Este aumento de la temperatura permitió utilizar como tierras para el cultivo amplias áreas del norte y del este europeos que hasta entonces eran espacios fríos, boscosos. Asimismo, aumentó la temperatura de las zonas mediterráneas, cálidas de por sí, lo que motivó la búsqueda de alternativas de riego y la acumulación de agua para enfrentar las sequías, como molinos, acequias y aljibes, propios de la región andaluza bajo control musulmán.
Estas innovaciones técnicas fueron acompañadas con cambios en la utilización de las tierras, generalizándose una forma de rotación efectiva: la rotación trienal, en lugar de la rotación bienal practicada mayormente hasta entonces. Esta rotación trienal permitió que cada dos años de labranza, al tercero la parcela se reservara para el pastoreo. Esto evitó el agotamiento de los nutrientes del suelo a la vez que abonó la tierra con la bosta de los animales. De esta forma, los animales al defecar y caminar sobre la tierra la abonaban y mezclaban, mejorándola para su próxima siembra.
Junto con molinos, acequias y aljibes se aplicaron una serie de innovaciones que posibilitaron esta expansión económica: colleras de tiro y arados. Las colleras permitieron afirmar mejor los arneses de los animales de labranza o de tiro. Hasta entonces se colocaban sobre el cogote del animal, generando que al hacer fuerza se ahorcara, con lo cual debía disminuir la marcha. A partir del siglo XI, estos arneses se colocaron en la grupa, evitando así su ahorcamiento y consintiendo un trabajo más continuo y constante. Los arados mejoraron tanto en su forma de calzar en el arnés como en su vertedera, que se perfeccionó con la incorporación de un filo de metal que posibilitó hacer más profundo los surcos o bien arar tierras duras.
Se introdujeron, además, cambios en la utilización de los animales de tiro y lentamente el caballo, reservado hasta entonces para la guerra, reemplazó al buey (o el ganado bovino en general) como animal de tiro. El caballo tenía mayor resistencia y realizaba mayor fuerza que el buey, razones que pueden explicar el aumento de la productividad de las tierras de labranza o la ampliación de los espacios cultivados.
Los incrementos de la producción habilitaron alimentar bien a la población y sostener la expansión de la actividad comercial, que relacionó diferentes regiones geográficas, europeas y extraeuropeas. Así, productos provenientes del Lejano Oriente y de África se compraban y vendían en ferias, que ponían al alcance de todos, productos de las áreas rurales francesas, de las zonas textiles flamencas o italianas, de las áreas cántabras o hanseáticas, está última dedicadas a la pesca y el comercio con la sal, entre otras.
Las ciudades concentraron un gran número de población y, por lo tanto, constituyeron el ámbito propicio para la prestación de diversos servicios: mesones y hospedajes, hospicios y hospitales, entre otros, y a partir del siglo XII crecieron, transformándose en centros económicos, culturales, políticos. Ofrecieron una gran variedad de oficios: herreros, orfebres, ebanistas, curtidores, peleteros, tintoreros que fueron puestos bajo control de las autoridades municipales (concejiles), que buscaban, con este control, evitar fraudes y aumentos de precios principalmente. Todos aquellos que compartían un oficio se agrupaban, dando origen a los gremios. Los gremios incorporaron a todos los practicantes de un oficio, desde el aprendiz al maestro y brindaban, además del control de calidad, una contención social a sus integrantes, dado que ayudaban a las viudas y huérfanos, asistían a sus miembros enfermos, participaban en diferentes actividades culturales, se ocupaban de los funerales y de las misas de sus muertos.
Las urbes medievales fueron ámbitos de sociabilidad, permitieron el contacto de gentes provenientes de distintos lugares geográficos, mundos culturales y estratos sociales: se hablaban diferentes lenguas, se respetaban diferentes derechos y costumbres (por ejemplo de los judíos, de los genoveses, de los españoles), se predicaba, se comerciaba, se pedía limosna, se expresaba el júbilo con fiestas alegres (como los carnavales o la fiesta del asno), o la piedad religiosa, con solemnes procesiones (como las que tenían lugar en Semana Santa).
Todo se enunciaba en las ciudades por medio de ruidosas manifestaciones o coloridas representaciones. Cada gesto tenía su lectura en esa sociedad, que encontraba en ellos la forma de leer e interpretar lo que pasaba: determinados colores se reservaron a oficios o condiciones sociales específicas, la tonsura de la cabeza era propia de monjes y locos, el uso de campanillas alertaba sobre la presencia de un leproso, el beso (ósculo) mostraba la existencia de lazos feudo-vasalláticos (de acuerdo al lugar en que el vasallo diera el beso a su señor, indicaba los diversos grado de poder y altura social, yendo del beso en la mano, en la frente, en la mejilla y en la boca), el sonido de las campanas (cristianas), el llamado vocinglero del muecín desde el alminar o minarete de las mezquitas (musulmanas),
la convocatoria a los tres rezos del rabino (judío) marcaban los ritmos de la oración, que en muchas ocasiones constituían los ritmos de la ciudad misma.
Las ciudades gozaron de derechos, de autonomías que las hicieron diferentes entre sí y diferentes de las comunidades rurales circundantes. Tuvieron sus propios órganos de gobierno (los concejos), sus propias normativas (las ordenanzas concejiles), sus propias autoridades. Participaron de una estructura política mayor, como el reino, o constituyeron unidades políticas autónomas, como las ciudades italianas (V enecia, Florencia, Amalfi, Pisa, Génova, Milán), que gracias a las riquezas obtenidas del comercio marítimo a larga distancia se enfrentaron al Emperador alemán, confrontaron con el Papa, solventaron cruzadas y el establecimiento de grupos de comerciantes latinos en Oriente, llegando a tener colonias en Creta, la península del Peloponeso, el Mar Negro, Chipre, entre otros lugares lejanos.
En las ciudades también se desarrolló la cultura. Además de la promoción de la enseñanza por medio de maestros pagados por los concejos, que impartían primeras letras a hijos de nobles y burgueses, surgió la Universidad como ámbito de estudios superiores, constituida como un gremio. ¿Por qué se llamó Universidad? Porque allí se abordaban conocimientos genéricos y profundos, “universales” en la denominación medieval. En las universidades, maestros y estudiantes se reunían y analizaban temas determinados: cuestiones inherentes al derecho canónico, al derecho natural, a la teología, a la filosofía, a la medicina, entre otras. El método de estudio, conocido como escolástico, consistía en seleccionar una cuestión a estudiar, abordar todos los argumentos a favor y en contra posibles, someterlos a una discusión profunda para arribar a una conclusión en la que se expresaba con claridad una premisa conceptual.
Tradiciones judías, musulmanas y cristianas se superponían y relacionaban para explicar desde el funcionamiento de los astros a las cuestiones vinculadas a salud y la enfermedad. Sabios provenientes de estas tres religiones dejaron en sus escritos los conocimientos de la época. Abraham ibn Ezra (1092-c.1167), rabino, médico, astrónomo, matemático español introdujo en Occidente, gracias a su Libro del Número, el actual sistema de numeración, basado en el uso del cero de acuerdo a la antigua tradición hindú apropiada y difundida por los musulmanes en su vasta Umma. Tanto él como Maimónides (11351204) y otros muchos médicos judeoespañoles realizaron grandes aportaciones en la medicina teórica y experimental, abordando cuestiones referidas al nombre y uso de las drogas en general a dificultades concretas en el embarazo o parto, por ejemplo. Médicos de las tres religiones, pero fundamentalmente musulmanes, defendieron la importancia de la
lactancia materna durante los primeros tiempos de la vida de un niño (hasta los seis meses en el caso de las mujeres, hasta los dos o tres años en el caso de los varones). El astrónomo musulmán español al-Zaqali (1029-1087), además de inventor de astrolabios, publicó unas
Tablas astronómicas que ofrecían las posiciones en el cielo de los astros, para así poder fechar fenómenos cósmicos y establecer mapas estelares que permitieron la exacta navegación a largas distancias mucho tiempo antes de las expediciones atlánticas portuguesas de fines del siglo XIV o del propio Cristóbal Colón (c.1450-1506).
La expansión europea no fue sólo demográfica, agraria, comercial, urbana y cultural. También fue política y territorial. A nivel político, en Occidente se consolidaron las monarquías en Francia, Inglaterra, Castilla, Aragón, Cataluña, el Sacro-Imperio, monarquías que a través de diferentes mecanismos y alianzas lograron aumentar el poder del monarca. En tanto, el islam occidental y el Imperio bizantino se retrajeron: el ámbito islámico quedó reducido, en el transcurso del siglo XIII, al reino nazarí de Granada, en tanto Bizancio cedió definitivamente territorios en Oriente y Occidente, permitiendo el surgimiento de nuevos reinos, como el búlgaro. Estas monarquías se proyectaron territorialmente, disputaron el control de espacios geográficos cercanos (la expansión entre el río Tajo y los ríos Guadalquivir y Ebro por parte de los monarcas castellanos y catalano-aragoneses) o lejanos (la instalación de los reinos latinos de Oriente).
Una de las expresiones más relacionadas con la expansión fueron las cruzadas. Convocadas por el papado para recuperar los santos lugares, en especial Jerusalén de manos de los musulmanes, se sucedieron en una serie de llamamientos y campañas militares que, entre fines del siglo XI y fines del siglo XIII, tuvieron como objetivo los territorios de Siria, Líbano, Israel, Palestina y Egipto, aunque en algún momento se realizaron cruzadas en el interior de Europa para combatir la herejía cátara, dentro del reino franco.
También viajaron a Oriente religiosos y comerciantes que abrieron puertas al diálogo y a las transacciones comerciales. Así, diferentes personajes recorrieron y llegaron a tierras en Mongolia, Tíbet, China. Uno de los más conocidos, Marco Polo (1254-1324), nos dejó un detallado informe de la vida en Oriente, en especial de la deslumbrante vida cortesana y los suntuosos palacios del Gran Kan, en el que mezcla realidad (descripciones de caminos, costumbres) con fantasía (la existencia de unicornios, de hombres sin cabeza o de pies gigantes).
Este crecimiento, esta expansión tuvo primero un freno, hacia fines del siglo XIII y luego entró, en el transcurso del siglo XIV, en una etapa de retracción y crisis.
La simple pregunta relativa a por qué se detuvo el crecimiento requiere de una respuesta compleja, que puede resumirse en los siguientes términos: la población creció más que la producción, la tecnología y los recursos, por lo que en algún momento fue necesario un ajuste, en este caso, una reducción de la población.
Dos fenómenos del período bajomedieval se han convertido en las variables históricas más notorias que enlazan aquellos siglos con la sociedad contemporánea: el surgimiento del capitalismo como sistema económico y social dominante con irradiación universal, y la consolidación de las formas representativas del poder político y del Estado Moderno como condición necesaria para el buen gobierno del reino porque, como es de suponer, de allí en adelante las voces de las mayorías comenzaron a hacerse oír, condicionando desde entonces la dinámica política de la sociedad.
Si bien la aparición de relaciones capitalistas en el Occidente europeo suele estar asociada a la expansión ultramarina de algunas monarquías y la consecuente creación de mercados de larga distancia, en realidad deviene de un complejo proceso histórico que hunde sus raíces en la dinámica socioeconómica de los siglos bajomedievales. En este sentido, tanto la génesis de la acumulación capitalista como la desintegración de la lógica que articulaba la sociedad tardomedieval son parte constitutiva de un mismo fenómeno histórico.
Si bien en la Baja Edad Media coexistían y se complementaban funcionalmente las lógicas productivas de la ciudad y del campo, con la expansión del comercio urbano y la incipiente penetración del capital comercial en la organización productiva de la agricultura, lo que nos permite comprender lo nodal del período, es la gradual y sostenida separación del productor directo (el campesino), de los medios de producción secundarios que termina por definirse con la aparición de la clásica tríada capitalista en la agricultura inglesa: el yeoman, campesino rico arrendatario, el campesino empobrecido que le vende a éste su fuerza de trabajo y el señor, que es quien cobra el arrendamiento de los enchsum (tierras cercadas que habían sido parte de los viejos señoríos). Una síntesis de estos procesos, comparativamente a nivel europeo, lo brindan los trabajos de Susana Bianchi y Fabián Campagne.
Por estas cuestiones, el período que transcurrió entre los siglos XIV y XVI estuvo signado por un frágil equilibrio social que integraba, al mismo tiempo que enfrentaba, a un mundo rural, caracterizado por la desestructuración de las relaciones serviles, y a una sociedad urbana dinámica en su construcción, que atraía a la población que huía de los campos. Si bien la relación servil pervivió más allá del siglo XVI en el paisaje agrario del
continente europeo, esto no impidió que se generara un proceso de demanda creciente de bienes de consumo, que acompañaba el desarrollo urbano y la disminución de los ingresos señoriales producto de la tasa decreciente de la renta. Esto sucedía de forma conexa con la baja demográfica que se dio desde las primeras décadas del siglo XIV y hasta mediados del siglo XV, cuando las tasas de natalidad comenzaron a manifestar el crecimiento poblacional que sostendría la expansión del siglo XVI. Así, se terminó por alentar el mercado ultramarino y la intensificación de la circulación monetaria. Asimismo, se inició un acelerado proceso de comercialización de la producción agrícola, que presupuso la intensificación y la especialización de la producción.
También se transformó la organización de la producción, que efectivamente debía enfrentar la mayor demanda de productos alimenticios de los centros urbanos, lo que implicó una modificación de la relación socioeconómica entre los señores y los productores directos, fenómeno nada menor si tenemos en cuenta que los campesinos componían casi el 85% de la población.
Por lo dicho, es claro que en lo relativo a la explicación del surgimiento del capitalismo y la creciente participación del pueblo en las cuestiones del Estado y del gobierno, el nudo gordiano resulta de evaluar si la dinámica histórica de este período contiene, o no, los gérmenes del futuro sistema. De ser afirmativa la respuesta, debemos considerar que habría existido un periodo de tiempo en el que se habrían interrumpido las relaciones sociales que hasta el momento habían sido dominantes, para dar paso al nacimiento de la nueva relación capitalista. Veamos ahora, con datos empíricos, qué es lo que explica la crisis de la sociedad estamental y la potenciación, al mismo tiempo, del capitalismo comercial y de la moderna representación popular.
El siglo XIV se caracteriza por una marcada depresión demográfica que acompañó un período de crisis y transformación de las estructuras socioeconómicas. Si bien desde el siglo XI se venían sucediendo roturaciones, nuevos cultivos y ocupaciones de nuevas tierras, hacia la segunda mitad del siglo XIII la expansión comenzó a menguar hasta que dos períodos de malas cosechas, 1315 y 1330, mostraron los límites del crecimiento de las fuerzas productivas.
Cuando la peste negra llegó al Occidente europeo en 1348, encontró condiciones óptimas para su reproducción: una población hambrienta que se diezmó en los dos años siguientes. Para 1350 dos tercios de la población habían muerto en Alemania y en Inglaterra, lo que tuvo un fuerte impacto psicológico que influyó en las prácticas reproductivas y determinó la huida de los campesinos del campo a la ciudad.
Así, primero se detuvo la roturación de tierras y el aumento de los cultivos, luego se generaron malas cosechas, producto de un nuevo cambio climático (un descenso de las temperaturas, en esta ocasión de un grado promedio), guerras y conflictos entre señores y entre estados. Hubo repetidas situaciones de escasez y luego de varios años de hambres generalizadas se dio una situación de hambruna, que diezmó a las poblaciones, que quedaron en el límite mismo de la subsistencia. Sobre esta población disminuida por la falta de alimentos, por la violencia endémica, golpearon diferentes enfermedades, que entre 1348 y 1351 se transformaron en una epidemia: la peste negra (que en realidad se trata de la peste bubónica). Esta enfermedad afectó las vías respiratorias y se manifestó con dificultades para respirar, altas fiebres, dolores musculares y la aparición de llagas henchidas de pus, que adquirían un color violáceo, negruzco (de allí el nombre de peste negra). Trasmitida por roedores (ratas pero probablemente también por conejos y ardillas), por medio de sus excrementos, de su mordida o a través de las pulgas infectadas que vivían como parásitos huéspedes en ellos, afligió a hombres y mujeres de todas las edades y condiciones sociales y no tuvo cura o remedio.
El terror se apoderó de las gentes, que veían cómo rápidamente, con fuertes dolores y olores nauseabundos, sus familiares y sus conocidos morían. Giovanni Boccaccio (c.1313-1375), en el Decameron, dejó un gran testimonio literario de esta angustia y desesperación. Miedo, desolación, acomodamiento a la nueva realidad pero también esperanzas ante los nuevos tiempos por venir. Todo esto generó la llamada “crisis del siglo XIV”: el mundo conocido quedó trastocado, las personas y las instituciones perdieron la perspectiva de la situación, los conceptos y las ideas con que enfrentaban el mundo malograron su funcionalidad, de acuerdo a la expresión de Ferdinand Seibt.
Dos fenómenos se asociaron a esta peste: la idea de la muerte macabra, la muerte representada como un esqueleto cubierto por un sayal y con una guadaña en la mano y las llamadas danzas de la muerte, en las cuales la muerte invitaba a danzar a todos los miembros de la sociedad, de manera jerárquica y, al hacerlo, les reprochaba sus vicios y pecados. Esta muerte se manifestaba como igualadora social, ya que todos morirían, independientemente de la fortuna o posición social.
También las nuevas técnicas de la guerra contribuyeron a este descenso demográfico: por caso, en Castilla los Trastámara comenzaron a utilizar armas de fuego, artillería, que complementaban con ejércitos más numerosos: en proporción se pasó de tropas de 400 a 4000 efectivos, de los cuales muchos eran mercenarios. Esto estaba vinculado con una mayor fiscalidad real por encima de la división de los señoríos;
aparecieron así nuevas cargas como las “monedas” en España, que solían convertirse en detonantes de conflictos sociales urbanos y grandes sublevaciones de campesinos en contra de sus señores.
Un caso singular es la revuelta de campesinos ingleses en 1381, que se originó en la triplicación de la capitación, la tasación de bienes de acuerdo al nivel de riqueza que cada uno debía pagar. Como las comunidades de base se negaron a pagarlo, el poder señorial reprimió a los evasores, lo que hizo que los campesinos comenzaran a organizarse en asambleas, primero en Essex y luego en Kent. Las asambleas coincidieron con ataques a los bienes del señor y quemas masivas de los documentos que testimoniaban la condición servil del campesinado. Así, en una noche de la primavera de 1381, entre 50.000 y 100.000 campesinos marcharon hacia Londres para presentarse con sus reclamos frente al monarca. Cuando fueron recibidos, le demandaron el otorgamiento de cartas de libertad, la derogación del estatuto de trabajadores que imponía salarios máximos y también la amnistía para los detenidos. En un segundo encuentro con el rey, las demandas se habían radicalizado: apareció por primera vez en la historia del feudalismo europeo una programática antisistema pergeñada por los campesinos. Pidieron la abolición del señorío, la confiscación de los bienes de la Iglesia y la derogación de la condición servil; con lo que se atacaba de raíz los fundamentos de la sociedad estamental.
Los sacerdotes que lideraban la revuelta, Wat Tyler y John Ball, son la muestra de un complejo fenómeno social que evidencia la polarización social de los subalternos y la vinculación de algunos miembros de la Iglesia con sectores enriquecidos del campesinado en todo lo relativo al surgimiento de posiciones anticlericales y antiseñoriales. Aunque la revuelta fue de momento reprimida, en el largo plazo se hizo evidente que había significado un quiebre del status quo vigente: el campesinado inglés logró a lo largo del siglo XV la emancipación legal de la condición servil, es por esto que en la perspectiva analítica de la lucha de clases, la revuelta inglesa de 1381 es un hito histórico ya que cambiaron las condiciones de la tenencia enfitéutica. Así, la renta fue derogada en dos sentidos: el señor ya no podía ni establecer ni aumentar unilateralmente el monto de la renta, que quedaba de acá en más establecido por medio de la firma de un contrato enfitéutico, el copybold.
Desde la composición social, la revuelta fue llevada a cabo por campesinos que contaron con apoyo de sectores artesanales urbanos y si bien los líderes pertenecían al campesinado, eran miembros de la fracción enriquecida.
Lo dicho inserta la revuelta campesina inglesa en el concierto de un proceso que se generalizó a lo largo del siglo XIV y que informa del surgimiento de relaciones capitalistas
en el campo inglés tempranamente y la profunda estratificación socio económica del campesinado, que retroalimenta el fenómeno porque aporta la fuerza de trabajo necesaria para que el sistema se concretase.
El aumento de la presión sobre el campesinado frente a la caída de las rentas, terminó por generar una crisis de sobreexplotación por lo que el señor intentó paliar la situación ensayando diferentes salidas de acuerdo al nivel de estratificación del campesinado, ya que es esto lo que determina los distintos niveles de explotación. En Inglaterra el sistema farmer fue una de las respuestas a la crisis general: se trató de un sistema tripartito que presupuso la acción conjunta de un señor, un campesino rico arrendatario capitalista y un asalariado que permitió el comienzo de la explotación competitiva de las tierras. Otra de las respuestas fue la expansión formal e informal del mercado de tierras con el consecuente despliegue de prácticas especulativas en las comunidades de base.
Desde la corriente demografista, el historiador inglés Michael Postan observó que la variable que condiciona la alternancia de los ciclos crecientes y decrecientes de las fuerzas productivas es la población. Así, él sostenía que la evolución de la renta dependía de la ecuación hombres-tierra ya que las bajas poblacionales hacían que el señor hiciera concesiones, con lo que se originaban las crisis que generaban micropropiedad y polarización social.
Esta crítica social fue también de índole religiosa y frente a la desolación de la peste y ante la magnificencia del papado muchos se preguntaron dónde estaba Dios. Esta angustia existencial generó rechazos hacia la religión, pedidos de transformaciones institucionales y reformas, como las promovidas, sin éxito, en Bohemia e Inglaterra.
Surgieron nuevas formas de explicar el mundo, que dejaron de lado interpretaciones centradas en Dios para dar lugar a otras, de corte humanista, es decir, centradas en las posibilidades del entendimiento humano. El humanismo, tan característico de los fines de la Edad Media, encuentra sus raíces en un pensador cristiano: Dante Alighieri (1265-1321). Del mismo modo, la devoción moderna, que insistía en la vida espiritual interior, tuvo su génesis en las experiencias místicas conocidas desde la segunda mitad del siglo XII.
El equilibrio entre los poderes espiritual y temporal se vio afectado e incluso el papado debió enfrentar un proceso de deterioro que llevó al traslado de la corte pontificia a Avignon y, posteriormente, al Cisma de Occidente (1378-1429), época durante la cual hubo dos papas reconocidos, uno en Francia y otro en Roma.
En el transcurso de los siglos XIV y XV los principales reinos occidentales se desangraban en luchas internas y externas. Francia e Inglaterra se enfrentaron en la Guerra de los Cien Años (1337-1453). El conflicto, con diferentes etapas de tregua, superó los marcos feudales y constituyó el preámbulo de las grandes guerras del siglo XVI. Motivada por razones dinásticas, territoriales, económicas y sociales, esta guerra generó la aparición de uno de los personajes más representativos de la Baja Edad Media: Juana de Arco. Inglaterra encaró un cruel enfrentamiento entre la Casa de Lancaster (cuyo emblema era una rosa roja) y la Casa York (cuyo emblema era una rosa blanca), conocida como la Guerra de las Dos Rosas (1455-1485), que implicó la desaparición de la casa Plantagenet (instaurada en el siglo XII) y el surgimiento de la nueva dinastía Tudor. Este cambio dinástico posibilitó el ascenso de la burguesía inglesa, en detrimento de la vieja nobleza que había quedado aniquilada tras casi 150 años de guerra, contando desde el inicio de la Guerra de los Cien Años. Castilla y Aragón superaron la guerra de sucesión castellana y la crisis dinástica aragonesa y, a partir de 1479, tuvieron una experiencia singular de gobierno: los Reyes Católicos, Fernando e Isabel (contrajeron matrimonio en 1469) reinaron conjuntamente hasta la muerte de la reina en 1504, desarrollando un programa político basado en la pacificación interior, en el ejercicio de la autoridad y justicia regias así como en la concentración de energías bélicas hacia el exterior (reino nazarí de Granada, Norte de África, América).
Más allá de las corrientes historiográficas no podemos negar la evidencia de que, a lo largo del siglo XIV, se despliegan procesos acumulativos en las comunidades de base que nos permiten argumentar que es en la sociedad bajomedieval donde debemos buscar la génesis del capitalismo y de la moderna teoría política.
La reconfiguración de las bases del poder político y la aparición de nuevas formas de estatalidad son uno de los ejes que definen el periodo bajomedieval. La revalorización de la noción romana de soberanía popular, la desacralización del Estado, el poder político popular como fundamento del gobierno y la aparición de derechos de propiedad individual, son algunas de las claves que informan un nuevo contrato político social.
Si bien la naturaleza del poder político medieval, fragmentado y privatizado, impide que lo podamos disociar analíticamente de la estructura económica, a partir del siglo XIV encontramos determinados elementos que nos permiten observar el surgimiento de la sociedad civil como actor político diferenciado. El sistema político de corte representativo que caracteriza a las sociedades contemporáneas, es consecuencia directa del mapa ideológico conciliar de la Iglesia y de las prácticas parlamentarias de algunos de los reinos
medievales. Tanto los concilios ecuménicos como los parlamentos laicos, consiguieron imponer límites jurídico-ideológicos al poder del rey.
Aunque el rey seguía ejerciendo la facultad de gobernar, al estar cuestionado el carácter unívoco de la misma, ya no podía condicionar la aceptación popular de su poder que comenzaba a depender de la aprobación parlamentaria. Una de los caracteres constitutivos del poder político contemporáneo es que quien detenta la propiedad de los medios de producción no es quien ejecuta los medios de gestión y coacción política. En resumen: el capitalismo requiere de la formación de un cuerpo de burócratas que se diferencian en su función social del poder dominante; en el feudalismo el señor feudal era al mismo tiempo propietario de la tierra y quien ejercía derechos políticos sobre los siervos. No obstante, la génesis de la burocracia moderna se encuentra en el feudalismo.
En la mayoría de los casos, la transformación es indudable ya que se comienza por reconocer la presencia política de la comunidad a partir del rescate de las nociones de soberanía popular y comunidad política, la legitimación de la participación institucional de cada uno de los estamentos y la revigorización de los contratos/pactos políticos. Sin embargo, el Estado bajomedieval seguía perpetuando el dominio de la nobleza. No fueron pocas las regiones en que incluso se produjo una refeudalización de las relaciones sociales. Es por esto que la expansión económica del siglo XVI no implicó el fin del equilibrio de fuerzas feudal, sino que lo que hizo fue agudizar las tensiones socioeconómicas y políticas de la sociedad estamental.
Sin duda, el surgimiento de nuevas formas de estatalidad fue uno de los rasgos más significativos del período. Más allá de la mayor o menor influencia que cada una de las fuerzas políticas ejercieran y que iban desde los intereses dinásticos de los príncipes hasta la praxis política de una elite burocrática en formación, se desarrolló un proceso de centralización estatal que trajo aparejada la implantación de un sistema fiscal que desde el poder central recaudaba en todo el territorio. Si bien en líneas generales podemos decir que se exceptuaba a la nobleza del pago de impuestos, en el siglo XV aparecieronn impuestos indirectos que todos debían pagar, por lo que dejaba de ser axiomática la identificación de los tributarios con la ausencia del privilegio. Esto señaló el inicio de la crisis de la sociedad estamental.
El Estado requería, de forma creciente, a la par que la legitimación religiosa tradicional, una legitimación racional que provenía de las novedosas teorías de la soberanía. Para ello, era necesaria la domesticación política de cada uno de los actores, básicamente de
la nobleza. No obstante el tipo de organización política y social dependió de la coyuntura, de la estructura social y del desarrollo económico de cada una de las monarquías.
Así, el Estado Absolutista no fue la única vía de la centralización porque su implantación se enfrentó con no pocos obstáculos como resistencias populares o demandas burguesas de mayores cuotas de poder político, como lo pone de manifiesto la revuelta de las comunidades castellanas en 1520-1522. Esto mostró que los levantamientos opositores fueron algo más que simples intentos de reclamo. Fueron parte constitutiva del mismo proceso de gestación de la nueva estatalidad. Este período registra, no en vano, la mayor cantidad de revueltas, rebeliones y revoluciones de la historia. Las causas, los motivos y los objetivos fueron muy diversos, aunque todos dirigieron sus ataques contra la presión centralizada que ponía en riesgo la autonomía tanto del poder señorial como la de las comunidades de base.
El gran desafío que enfrentaron las monarquías del Occidente europeo de los siglos XIV al XVI fue llegar a posicionarse como sistemas de poder estables, que contuvieran y dieran respuesta a las demandas políticas de los diferentes grupos de poder. Tal vez lo esencial del proceso fuera la pervivencia en paralelo de formas centralizadas de poder, como la corte, con otras formas descentralizadas, como los señoríos particulares de titularidad nobiliar. Se trata de una condición dual y contradictoria del poder que caracterizó las relaciones políticas del periodo. No obstante, los fundamentos del Estado moderno tenían anclaje en una sociedad esencialmente feudal, que comenzaba a vislumbrar la capacidad humana de comprensión del mundo material en el que la existencia se despliega; una sociedad que percibía al individuo y lo individual como posibilidad, por lo que la consecuencia de esto a nivel del psiquismo colectivo fue decisiva. El mundo empezaba a secularizarse, ya no era necesario Dios como explicación total de lo real por lo que la Iglesia declinó la hegemonía del discurso al tiempo que la relación del hombre con la divinidad se personalizó. En estos siglos, Europa creó las condiciones decisivas para la estructuración de la sociedad actual y el fundamento de su dinámica. En el curso de la génesis del Estado moderno y del capitalismo no se llegó a la disolución del sistema feudal, sino a la racionalización de la estructuración del orden social, político y económico. El pasaje de un tipo de sociedad a otro no constituyó un pasaje automático, sino que la aparición del nuevo sistema de gobierno se efectuó, en gran medida, a costa de la sustracción de poder del pueblo y de la destrucción de la cultura subalterna tradicional, como la desaparición de los mecanismos de solidaridad que habían caracterizado a los campesinos.
Desde mediados del siglo XV, tras un largo período de estancamiento, comenzaron a detectarse los primeros síntomas de reactivación que darían origen a un proceso de expansión económica a lo largo del siglo XVI. El fenómeno más notable fue el proceso de expansión ultramarina iniciado por España y Portugal que llevó a la construcción de dos enormes imperios coloniales. Metales americanos, pimienta de Oriente y esclavos de África se transformaron en el trípode que convirtió al mercado europeo en un mercado mundial. Sin embargo, los dos imperios asumieron formas diferentes: Portugal prefirió establecer una extensa línea costera (puertos, depósitos, factorías) destinada a controlar el tráfico marítimo. España, en cambio, optó por la conquista de territorios y poblaciones. No obstante, la organización imperial era producto de su tiempo ya que sendos imperios se guiaron por el precepto que establecía que la riqueza no se creaba sino que se acumulaba. Era una concepción estática de la riqueza que la entendía como un bien fijo e inmóvil. Por lo tanto, era necesario monopolizar los mercados como garantías de mayor acumulación. Todo ese proceso de expansión dio origen a lo que Immanuel Wallerstein llamó “economía mundo europea”. No se trataba de un Imperio, aunque se desplegara sobre grandes territorios. Se trataba de un sistema social novedoso, caracterizado por ser una entidad económica pero no política. Era un sistema mundial, no porque incluyera la totalidad del mundo, sino porque era mayor a cualquier unidad política jurídicamente definida. Y era una economía mundo debido a la naturaleza del vínculo entre las partes del sistema: lo económico y lo político se relacionaban llegando a constituir estructuras confederales. La conformación de la economía mundo se asentó sobre la expansión ultramarina y sobre todo, sobre la producción de manufacturas con vistas al mercado de ultramar, producidas a través de trabajo doméstico y rural. Así, desde mediados del siglo XV y durante el siglo XVI la industria rural a domicilio terminó por transformar la estructura social y económica de Europa que se expandía al compás de la creciente demanda de bienes de consumo (cereales, productos textiles) así como de la disminución del rendimiento del suelo, lo que puso de manifiesto los límites productivos del feudalismo.
El resultado de la ampliación de las relaciones comerciales y de intercambio fue la comercialización a gran escala de la producción agrícola. Tanto campesinos como señores comenzaron a producir para el mercado, lo que llevó a una ampliación de las superficies cultivadas, a una especialización en los cultivos y a una transformación de la organización del trabajo. La expansión de las relaciones de intercambio sobre la base de una acumulación de capital comercial que tuvo lugar a mediados del siglo XVI difícilmente habría podido
prosperar si el proceso no hubiera estado dirigido o apoyado por innovaciones o condiciones técnicas y organizativas.
Todo este proceso puede ser caracterizado como una fase secular de crecimiento, expresada a través del aumento de la población que se basó más en la reducción de la mortalidad que en un aumento de la fertilidad. Por el contrario, los muy poblados territorios del Mediterráneo sufrieron un descenso notable de la población. Es posible constatar que la tendencia al crecimiento fue más evidente en las regiones que se iban perfilando como centros económicos y políticos del mundo moderno. Como en otros planos, se produjo un desplazamiento desde el Mediterráneo al norte de Europa que implicó que el eje de poder económico se desplazara del sur hacia el norte. Así, la importancia de Sevilla y Venecia resultó eclipsada por la emergente centralidad de Londres y Amsterdam. Sin duda, el rasgo demográfico más sobresaliente de este período lo constituyó el crecimiento desproporcionado de la población en torno a las ciudades, que no puede atribuirse únicamente a un incremento natural. Es de suponer que la densidad urbana de los países estancados económicamente (sobre todo el sur) se explica por un excedente de servicios. En cambio, la urbanización del norte pareciera haber estado motivada por la expansión de la producción agrícola y artesanal.
En conclusión, el crecimiento demográfico llevó a una mayor producción de alimentos (cereales) y por ende una nueva expansión de la superficie cultivada. Esta mayor necesidad de alimentos encontró sustento en la creación de un sistema mixto de producción agropecuaria y cultivos rotativos. Este nuevo sistema, desarrollado en especial en Gran Bretaña y Países Bajos, tuvo un alto impacto en el mundo rural: transformó la estructura de la aldea campesina porque acabó con la antigua organización productiva basada en campos abiertos y trabajo comunitario. Se dio un proceso de concentración y cercamiento de los campos. Los promotores de estos cercamientos fueron generalmente los grandes terratenientes. Para los campesinos la suerte fue dispar: algunos pudieron aprovechar la coyuntura y convertirse en pequeños arrendatarios, aunque la mayoría necesitó vender fuerza de trabajo. Las leyes del mercado comenzaron a penetrar en el mundo rural y surgió una incipiente acumulación de capital. El otro polo de desarrollo fue el Oriente europeo (básicamente Rusia y Polonia) que ensayó una respuesta diferente a la crisis estructural: allí se produjo una refeudalización de las relaciones sociales, aunque a diferencia del feudalismo clásico del Occidente europeo, la producción ya no estaba destinada a la subsistencia sino al mercado mundial, lo que manifestaba hasta qué punto el mundo se había transformado.
En 1492 Cristóbal Colón llegó a tierras americanas. En su primer viaje hacia Occidente, traía en su bitácora, anotado, El libro de las maravillas de Marco Polo. Este libro le permitiría al Almirante reconocer a los habitantes y a las raras especies de Oriente así como coordenadas geográficas para encontrar las rutas a Japón, China y el Paraíso. Buscar estas tierras cargadas de riquezas y misterios supuso grandes riesgos y desafíos, dado que los mares estaban poblados de monstruos, de ballenas gigantes, sirenas y serpientes pero también de lugares paradisíacos. Por ejemplo, durante la expedición de Hernando de Magallanes (1480-1521) se recorrió gran parte del litoral atlántico del actual territorio argentino. Antonio de Pigafetta (c.1491-1534), registró las razones dadas para denominar así a la Bahía de Sanborombón y a la Patagonia. La bahía lleva ese nombre en reconocimiento a un santo y viajero medieval, que buscó la Isla del Paraíso, san Brandán, san Brendán, san Borondán; Patagonia hace referencia a los “patagones” (patones) que habitan dichas tierras, semejante a los “pie grande” vistos por Marco Polo en Oriente.

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