
El siglo V fue espectacular desde varios puntos de
vista, pero sobre todo porque en su transcurso cayó y desapareció el coloso
político más grande de la historia de Occidente, que sobrevivió con su forma
imperial durante 500 años. Si las principales motivaciones provinieron desde el
interior o bien desde el exterior, son cuestiones discutidas por los diferentes
historiadores. Empero, no puede dejar de reconocerse el papel esencial que
cumplieron los bárbaros en su desmoronamiento final.
Si a fines del siglo IV una persona hubiera estado
presente en el territorio romano, habría percibido que el temor más grande era
hacia el Imperio persa, que durante el último siglo se había levantado y
afirmado como una potencia. La dinastía sasánida puso en jaque la parte
oriental romana y la mayor parte del ejército se encontraba abocada a las
necesidades de aquella área.
Germania era un conglomerado de pueblos que no
representaba ningún peligro real en comparación con los persas. La situación
fronteriza era compleja. Los germanos hacía muchos siglos que estaban en
contacto con los romanos y, aunque se alude continuamente a sus características
migratorias, habían permanecido en el limes pudiendo considerarlos, en la práctica,
sedentarios. Estaban ubicados en los grandes bosques de Europa occidental y en
las llanuras de Ucrania y Rusia. Entre ellos había pueblos de habla germana:
burgundios, godos —ostrogodos y visigodos— suevos, sajones, vándalos, francos;
iranios: sármatas; eslavos y los que no estaban emparentados con los germanos
como los hunos y los alanos provenientes del Asia central. Ni siquiera a fines
del siglo IV se hallaban en condiciones de generar una identidad común entre
sus distintos pueblos ni de unificar sus estructuras políticas. La perspectiva
que se tenía de ellos era justamente lo opuesto a los romanos: un cuerpo que
dominaba la mente y, por ello, les encantaba el alcohol, el sexo y las riquezas
mundanas. Los continuos enfrentamientos en la frontera hacían que los romanos
estuvieran listos a pagar los impuestos para sostener al ejército. Pronto, la
estrategia
mantenida con los germanos cambió a fin de maximizar las ventajas de dominio romano. Se optó por saqueos, batallas o bien un sistema de tratados diplomáticos. Sin embargo, la región vigilada se reducía a algunos centenares de kilómetros quedando gran parte expuesta y en condiciones de vulnerabilidad.
mantenida con los germanos cambió a fin de maximizar las ventajas de dominio romano. Se optó por saqueos, batallas o bien un sistema de tratados diplomáticos. Sin embargo, la región vigilada se reducía a algunos centenares de kilómetros quedando gran parte expuesta y en condiciones de vulnerabilidad.

El cruce de los godos en el año 376, empujados por
las fuerzas hunas, y la consecuente batalla de Adrianópolis en 378, provocaron
situaciones nuevas. La violación del limes por parte de los germanos cambió el eje desde el
riesgo inminente representado por los persas al de los germanos, y de Oriente a
la frontera del Rin. El fallecimiento del emperador Valente en dicha batalla
dio cuenta del grado de vulnerabilidad que no había sido previsto. El posterior
asentamiento de los godos en territorio romano, tras la recorrida por la
península balcánica, con el saqueo de los territorios de Tracia y Macedonia,
reubicó el peligro en el interior latino.
La violencia germana se acentuó cuando los godos de
Radagaiso provocaron las invasiones de los años 405 y 406 sobre Italia.
Paralelamente ocurrió la penetración de los vándalos, alanos y suevos a través
del Rin a fines de 406, que continuó con un gran raid por el continente y culminó en la península
ibérica. El avance hacia el oeste lo protagonizaron poco después los
burgundios. Todo este viaje tuvo como punto culminante la entrada a la Ciudad
Eterna, Roma, en el año 410 por parte de los godos comandados por Alarico, que
causó traumas insuperables para la mayoría de sus habitantes. Hacia el 418 los
godos se asentaron, a través de un foedus, en la región al sur de la Galia, entre Toulouse y
el Atlántico. A cambio de luchar en nombre de Roma contra suevos y alanos, ubicados
en Hispania en el 409, conformaron uno de los primeros reinos dentro del
territorio imperial. En el año 507, luego de una batalla contra los francos en
la que resultaron vencidos, migraron a la península iniciando el reino de
Toledo, que perduró hasta el año 711 cuando fueron derrotados por el gran
avance musulmán.
Los vándalos decidieron cruzar el estrecho de
Gibraltar en el 429 y tomando Cartago iniciaron la vida del reino vándalo
durante aproximadamente cien años. Quitándole de este modo al Imperio una de
las provincias más importantes por el sostenimiento
económico que le brindaba. De nuevo mostraron su cara violenta cuando cruzaron en barco el Mediterráneo, llegaron a la ciudad de Roma y nuevamente la atacaron en 455. Su estancia en estos territorios se hará efectiva hasta el año 536, momento en que serán derrotados por los bizantinos al mando del emperador Justiniano, quien se había propuesto rearmar el Imperio occidental.
económico que le brindaba. De nuevo mostraron su cara violenta cuando cruzaron en barco el Mediterráneo, llegaron a la ciudad de Roma y nuevamente la atacaron en 455. Su estancia en estos territorios se hará efectiva hasta el año 536, momento en que serán derrotados por los bizantinos al mando del emperador Justiniano, quien se había propuesto rearmar el Imperio occidental.

En tanto los hunos, que según una de las hipótesis
más fuertes para los historiadores, fueron los verdaderos responsables de todos
estos grandes movimientos de pueblos en la frontera, hacia el 440 cruzaron
Europa como un torbellino y llegaron, desde las Puertas de Hierro del Danubio,
hasta Constantinopla, Lutecia y la propia Roma, afincando su base en la zona de
Panonia. Con su jefe Atila, apodado el “azote de Dios”, se enfrentaron al
ejército de coalición —formado por romanos, visigodos, burgundios, francos
ripuarios y salios, sajones, alanos y armoricanos— del romano Aecio en la
batalla de los montes Cataláunicos en 451. Luego de perderla, aunque no se sabe
fehacientemente cuáles fueron los acontecimientos, saqueó parte de la península
itálica muriendo en 453, en situación sospechosa, después de una de sus bodas.
A continuación, la formación militar huna —compuesta por un conglomerado de
pueblos que eran fieles a Atila, producto de su carisma— se desarmó pues sus
parientes no fueron capaces de continuarla. Según Peter Heather, esto inició
una guerra de ofertas en la que se gastó hasta el último de los bienes de que
disponía Occidente en un inútil esfuerzo por reunir el suficiente número de
partidarios poderosos como para generar estabilidad. Pero el poder de Occidente
ya era demasiado exiguo como para impedir que se constituyeran reinos independientes.
Esta comprensión condujo al rápido desmembramiento de las últimas partes del
Imperio entre los años 468 y 476.
Luego de la muerte de Atila y tras la desaparición
de la dinastía teodosiana, los siguientes titulares del Imperio de Occidente
carecieron de fuerza y prestigio, depositando el poder en los grandes jefes
militares de ascendencia germánica. Entre ellos destacaron Ricimero, quien
ostentó el dominio entre los años 456 y 472, y Odoacro, nombrado rey por las
propias tropas imperiales, quien se mantuvo hasta la entrada de los ostrogodos
en Italia en el año 489. El destronamiento de Rómulo Augústulo en el año 476,
por su antiguo protector Odoacro, pondrá fin a cualquier nuevo intento de
restauración del Imperio romano de Occidente. El caudillo hérulo remitió a
Constantinopla las insignias imperiales
en señal de acatamiento al único emperador con poder efectivo que quedaba, Zenón, salvaguardando la fuerza militar en Occidente. Pero la situación final de este territorio fue que los francos decidieron tomar Galia en 481 y finalmente acabaron con el poderío romano en la zona con la victoria sobre Siagrio en 486, conquistando el Somme y el Loire. Los ostrogodos, con Teodorico el Grande, se asentaron en Italia y crearon un sistema político de alianzas entre germanos para luchar contra Bizancio. La instauración de estos nuevos reinos y la concreción de sus proyectos, lograrían que la fisonomía de Europa cambiara totalmente.
en señal de acatamiento al único emperador con poder efectivo que quedaba, Zenón, salvaguardando la fuerza militar en Occidente. Pero la situación final de este territorio fue que los francos decidieron tomar Galia en 481 y finalmente acabaron con el poderío romano en la zona con la victoria sobre Siagrio en 486, conquistando el Somme y el Loire. Los ostrogodos, con Teodorico el Grande, se asentaron en Italia y crearon un sistema político de alianzas entre germanos para luchar contra Bizancio. La instauración de estos nuevos reinos y la concreción de sus proyectos, lograrían que la fisonomía de Europa cambiara totalmente.

Asimismo, se puede hablar de un retroceso del
romanismo en las diferentes provincias a medida que el romanismo central
también iba desapareciendo. En primer lugar, las islas británicas, hacia
comienzos del siglo V, habían perdido la aristocracia que hablaba latín y era
cristiana, la producción económica y los asentamientos militares, junto a las
costumbres y al estilo de vida romanos. En Galia, los terratenientes locales
llegaron a distintos arreglos con los nuevos gobernantes germanos. También en
Hispania y en Italia lograron mantenerse y perdurar por los mismos medios. En
el África vándala, luego de una serie de confiscaciones, pudieron sostenerse de
igual modo. Estas diferencias regionales de los sucesos históricos invita a
reflexionar acerca de la forma en que el Imperio romano cayó: en todo caso, no
hubo cambios súbitos y totales, y este hecho da hoy en día nuevo impulso a la
noción de continuidad. Una noción que pasa por comprender la realidad histórica
más en términos de evolución orgánica que de cataclismo.
Un aspecto político a
tener en cuenta es que, durante el siglo V existió una continuidad evidente
entre la jefatura del Imperio occidental (y, de hecho, el oriental) y los reyes
“bárbaros”. Ninguno de ellos intentó apoderarse del trono por la fuerza: el
Imperio romano fue sustituido por una serie de reinos independientes que no
aspiraron a la legitimidad imperial.
Hablar de la caída o la ruina del Imperio romano de
Occidente, así como de la transición que supone la noción de Antigüedad tardía
en términos sociales, es mucho más que una cuestión de perspectiva. Supone
pensar en las formas en que se articula una trama social, estimando el modo en
que se integran de forma individual y colectiva los distintos grupos humanos de
acuerdo al estatus económico, nivel de educación, condición jurídica y
posibilidad de influencias.
Lo cierto es que la situación se presentaba
configurada como una tensión entre fuerzas exógenas y endógenas. La adecuación
a la nueva coyuntura, en un esquema caracterizado por la asunción localizada,
de manera formal y autónoma, del poder por parte de los pueblos (que había
constituido una fuerza rival en las décadas precedentes), estuvo signada tanto
por la transmisión de estructuras sociales como por la implicación de la
sociedad romana en la lógica organizacional de los pueblos. Para ese tiempo
hacía décadas que habían dejado de ser un elemento extraño. Sin negar con ello la
potencialidad del conflicto incluso dentro de los mismos pueblos germánicos que
ocuparon el Imperio.
Se puede hablar de tres momentos en la relación
entre romanos y pueblos germanos: 1) el de la conquista y colonización romana,
en el que las guerras entre ambos formaron parte de la creación de fronteras
fijas y estables por parte del Imperio romano. Lapso en el que diversos pueblos
se encontraban en un proceso de búsqueda de tierras para colonizar; 2) el de
las migraciones de las poblaciones germanas a las provincias imperiales.
Movimientos conformados por hombres, mujeres y niños que pretendían asentarse al
servicio del Imperio, (esencialmente los siglos II al IV). En ellos se
intensificaron las relaciones diplomáticas y comerciales, y grupos guerreros
estrecharon relaciones de amistad (amicitia), hospitalidad (hospitalitas) y clientelaje (clientelae); 3) finalmente, el de las invasiones violentas,
protagonizadas por guerreros que por diversos motivos se adentraron en el
territorio latino siguiendo a líderes en busca de botín. Concluyeron, en
algunos casos, en razzias a diferentes zonas, ocupaciones pacíficas en otras pero
con desplazamientos de verdaderos pueblos con el propósito de poseer y gobernar
un determinado territorio.

La estructura social germana se basaba en tres
tipos de solidaridades. La primera era la sippe, o familia amplia, que aseguraba la protección de
la parentela en torno al padre quien ostentaba el mund, la autoridad o soberanía doméstica. A los quince
años los varones eran armados en la asamblea de guerreros; las mujeres quedaban
bajo la tutela paterna hasta su matrimonio. Las esposas eran guardianas de la
tradición, del contrato matrimonial y de las prestaciones económicas del
esposo. La segunda solidaridad era la tribu y la tercera el gau o pueblo, formado por un conjunto de tribus con un
jefe común, elegido en la reunión anual de guerreros. Las mismas se realizaban
en lugares sagrados y eran ocasión para rever cuestiones judiciales y la
llamada a la guerra. La posición del individuo dependía de esta red de
solidaridades.

En relación al derecho, los germanos tenían uno
consuetudinario y de transmisión oral, en el que se mantendrían elementos de
derecho personal y territorial. Al contacto con Roma acabarían por dejarlo por
escrito. La justicia quedaba mayormente en manos de la familia, a la cual
competía la responsabilidad colectiva y la venganza de sangre, también dar
cuenta de los delitos, jurar la inocencia de una persona, y el pago o cobro de
las multas judiciales. El derecho germánico agregó la convocatoria de un
combate para determinar culpabilidades y el juicio a través de la ordalía.
La religión se basaba en la concepción del universo
como un gran campo de batalla, en donde se enfrentaban los diferentes dioses y
fuerzas naturales. Había dioses de la fertilidad, fenómenos atmosféricos (Frey,
Freya), dioses de la estirpe (Wotan, Odín) y estaba Thor, dios del trueno y
protector de los campesinos. También se adoraban objetos y lugares sagrados,
había celebraciones de fiestas con sacrificios de animales y de agradecimiento
a los dioses que habían ayudado en las victorias militares.
Uno de los pasos más relevantes en el proceso de
integración de los germanos fue su aceptación del cristianismo ortodoxo. El
pasaje de los que ya eran arrianos al catolicismo marcó un momento clave en la
historia de pueblos como los visigodos. Aún más complicada y decisiva fue la
transición del paganismo al catolicismo de pueblos como francos o anglosajones.
Las dificultades estribaron en que, a menudo, en estos casos la conversión se
realizaba por decisión del líder del grupo, es decir que el pueblo, sin previo
conocimiento del traspaso, se vio forzosamente incluido en una nueva religión,
lo cual no significaba el abandono de antiguas prácticas y creencias.
Las fronteras siempre habían constituido un espacio
permeable promotor de contacto e intercambios. Las relaciones con el Estado
romano se dieron en un marco de coacción y negociación en el que el uso de la
fuerza, real o potencial, marcó el curso de las sesiones e imposiciones de
ambas partes. En un plano menos institucional, los vínculos se
constituían en los márgenes con la interacción de mercaderes, viajantes, antiguos soldados y habitantes locales. Ellos eran los principales difusores de noticias, costumbres, modos de hacer y pensar romanos que les proporcionaban, a los recién llegados, la experiencia necesaria para organizar e integrar las estructuras institucionales dentro de las cuales obtenían una relativa autonomía y poder. Por su parte, el Imperio se beneficiaba convirtiéndolos en agentes locales en los que depositaba, en reiteradas oportunidades, la obligación de contribuir al mantenimiento del orden por medio de pactos de federación e integración del ejército. Es evidente que la relación era inestable puesto que dependía del equilibrio interno y de la presión de grupos periféricos.
constituían en los márgenes con la interacción de mercaderes, viajantes, antiguos soldados y habitantes locales. Ellos eran los principales difusores de noticias, costumbres, modos de hacer y pensar romanos que les proporcionaban, a los recién llegados, la experiencia necesaria para organizar e integrar las estructuras institucionales dentro de las cuales obtenían una relativa autonomía y poder. Por su parte, el Imperio se beneficiaba convirtiéndolos en agentes locales en los que depositaba, en reiteradas oportunidades, la obligación de contribuir al mantenimiento del orden por medio de pactos de federación e integración del ejército. Es evidente que la relación era inestable puesto que dependía del equilibrio interno y de la presión de grupos periféricos.

Los reiterados intentos de recuperar la unidad
imperial terminaron por minar la posición de los romanos en la estructura
estatal. La defensa de la frontera estaba en manos de diversos pueblos
germanos, entre los que se realizaba el reclutamiento militar, e incluso eran
las provincias más antiguamente romanizadas las que proporcionaban los hombres
de la administración civil. En la primera mitad del siglo V, con el saqueo de
Roma por Alarico en Occidente y las derrotas infligidas por los godos en
Oriente, se agudizaron las tensiones sociales que consolidaron una reacción
senatorial en contra del componente “bárbaro” del ejército. En consecuencia, se
intentó limitar el reclutamiento de los mandos y las tropas entre los germanos,
una tendencia que había resultado conveniente al Imperio además de efectiva. En
Constantinopla, por ejemplo, las guarniciones locales pasarían a estar formadas
por poblaciones nativas de Asia Menor como parte de una reafirmación helénica.
Las circunstancias se impusieron sobre cualquier intención de rechazar la
presencia bárbara, dada la dependencia que sufrían los emperadores sobre
quienes ejercían tutela, en muchos casos, ciertos individuos que disputaban la
autoridad en regiones estratégicas como la Galia, Hispania o África.
En la segunda mitad del siglo V, el territorio de
dominio romano en Occidente comenzó a fragmentarse paulatinamente dando lugar a
la conformación de reinos que, a pesar de su autonomía, continuaban
reconociendo la autoridad imperial asentada en Constantinopla. Los visigodos se
instalaron en la Galia y gran parte de la península ibérica, en la que aún
tenían el control en el noroeste los suevos y los vascones en la costa noreste.
En el norte de la Galia disputaban el territorio los
francos, flanqueados al este por burgundios y alamanes, mientras que en Italia
se habían ubicado los ostrogodos. En Britania contendían pictos, escotos,
sajones y anglos. Por su parte, el norte de África se encontraba ocupado por
los vándalos.

En términos poblacionales los indicadores no son
fáciles de interpretar pero no cabría asumir una drástica disminución de la
población como causa directa de los acontecimientos políticos, sino más bien
como una tendencia registrada desde el siglo III. El número de asentamientos,
tomados como evidencia arqueológica, pudo ser mayor de lo que se estima, sin
embargo los materiales de construcción que reemplazaron a los empleados por los
romanos eran de menor durabilidad. De la misma forma, la reparación y
sostenimiento de las construcciones públicas feneció ante las limitaciones
propias de las iniciativas locales. En efecto, sólo el Estado romano había
podido reunir los recursos materiales y humanos, así como también, garantizar
la transmisión de las técnicas necesarias para realizar empresas de notable
envergadura, incluso en los lugares más recónditos.
La agudización de las tensiones sociales,
ocasionada por la multiplicación de conflictos que demandaban más y mayores
esfuerzos de la población para sostener la unidad imperial, permitió el
desarrollo de revueltas que plasmaban el descontento de
diversos grupos. Los principales objetivos de estos movimientos, en los que participaban campesinos, desertores del ejército, esclavos fugitivos, colonos y plebe urbana, eran los representantes del poder político —ya fuera por la ausencia o ineficacia del gobierno o por su onerosa carga— y en no menor medida, las propiedades de los terratenientes contra los que dirigían su furia. Las bagáudicas, a las que nos hemos referido en otros capítulos, cuyo surgimiento se asocia temporalmente al movimiento campesino del siglo III, comprendieron una forma de protesta social muy conflictiva en la Galia e Hispania durante la primera mitad del siglo V. Un fenómeno complejo con distintos grados de organización jerárquica que englobaba de manera general tanto el enfrentamiento entre honestiores y humiliores como el rechazo al control romano, expresión de la lucha por la asunción del poder local.
diversos grupos. Los principales objetivos de estos movimientos, en los que participaban campesinos, desertores del ejército, esclavos fugitivos, colonos y plebe urbana, eran los representantes del poder político —ya fuera por la ausencia o ineficacia del gobierno o por su onerosa carga— y en no menor medida, las propiedades de los terratenientes contra los que dirigían su furia. Las bagáudicas, a las que nos hemos referido en otros capítulos, cuyo surgimiento se asocia temporalmente al movimiento campesino del siglo III, comprendieron una forma de protesta social muy conflictiva en la Galia e Hispania durante la primera mitad del siglo V. Un fenómeno complejo con distintos grados de organización jerárquica que englobaba de manera general tanto el enfrentamiento entre honestiores y humiliores como el rechazo al control romano, expresión de la lucha por la asunción del poder local.

La conversión del cristianismo en religión
dominante tuvo efectos sociales notables en la conformación del poder. Se
produjo una romanización de la jerarquía eclesiástica con la paulatina
afiliación de instrumentos de gobierno similares a los del poder imperial. La
carrera eclesiástica se manifestó, para las familias prominentes, como una
opción que rivalizaba con otras actividades menos redituables y prestigiosas en
el gobierno civil. Consecuencia de ello fue el destacado protagonismo que
adquirió la figura del obispo como sustituto de la autoridad en el ámbito
urbano. Puesto que se convirtió en actor clave de la articulación social de
distintas esferas tanto jurídicas como fiscales, con la capacidad de concertar el
apoyo suficiente como para organizar, por ejemplo, la defensa de las ciudades.
Entender la economía del Bajo Imperio supone un reto muy
particular. Por lo general presume aplicar el concepto de “decadencia” y de
indicadores negativos. Todo esto ha sido criticado últimamente, sumado a los
resultados de las excavaciones arqueológicas y de nuevos testimonios que han
traído renovados planteos.

La diferencia más evidente entre Oriente y
Occidente tuvo que ver con las constantes incursiones de los bárbaros sufridas
por la parte occidental durante el siglo V. Su base económica era más débil y
el consumo mucho mayor, a la vez que contaba con un gobierno que se había
debilitado y con una clase senatorial con tanta riqueza como exenciones
económicas. Lógicamente, los factores locales a partir de 395 adquirieron cada
vez mayor relieve y a finales del período la mitad occidental se hallaba muy
fragmentada. Las guerras de reconquista llevadas adelante por Justiniano
condujeron a acrecentar el debilitamiento occidental.
Dos factores denotaron los cambios que llevarían a
Occidente hacia otro rumbo: por un lado, los asentamientos bárbaros a gran
escala; por otro, el desarrollo de la Iglesia como una gran institución que
comenzó a marcar ciertos lineamientos diferentes, en las ciudades y en las
zonas rurales de la mano de los obispos, con los recursos dedicados a la
construcción de iglesias, de monasterios y el impacto sobre la economía local.
A comienzos del siglo V, la burocracia era aún
bastante eficaz. La mayoría de los recursos del Estado provenía de las tierras
públicas. Formaban parte de ellas las haciendas
confiscadas a los traidores y a los templos paganos, los bienes intestados o inexplotados, las zonas destruidas por las guerras o abandonadas por sus habitantes.
confiscadas a los traidores y a los templos paganos, los bienes intestados o inexplotados, las zonas destruidas por las guerras o abandonadas por sus habitantes.

De acuerdo con Finley, la economía antigua se
fundaba en una sociedad agraria en la que las ciudades no constituían centros
de producción industrial y en las que el mercado y los beneficios estaban
relativamente poco o nada desarrollados. Con esto, podemos dar por sentado
algunas premisas: la riqueza del Imperio provenía de la agricultura, es decir,
que eran los ingresos más importantes del Estado y el ejército se llevaba la
mayor parte. Los restantes gastos eran muy limitados en comparación con los de
los Estados actuales. Podríamos preguntarnos si en este tiempo hubo crecimiento
o recesión económica teniendo en cuenta asuntos relacionados con la producción,
la prosperidad o decadencia del campo, y los intercambios comerciales a larga
distancia.
En Occidente, las tierras por las que el Estado
podía exigir el pago de impuestos disminuyeron debido a la guerra y al
establecimiento de colonias. También es posible que la población hubiera tenido
una merma importante durante la crisis del siglo III. Incluso en el siglo V
esta población se habría visto afectada por los nuevos colonizadores bárbaros
con los que habría tenido que compartir sus tierras en condiciones que aún no
conocemos bien. Pero esta diferencia entre guerra y paz ha sido el principal
elemento para separar lo ocurrido entre Oriente y Occidente: el primero habría
conocido un tiempo de prosperidad durante los siglos V y VI, en tanto que el
segundo sufrió guerras y una fragmentación territorial que dañó campos y
ciudades, por no nombrar también a la mano de obra.
Occidente además parece haber padecido
inconvenientes antes de las invasiones, dado que el ejército habría sido
ubicado en lugares interiores del propio Imperio y no ya en las fronteras, lo
cual habría limitado la circulación de la moneda y los pagos se habrían
comenzado a realizar en especie. Puede haber sido posible una disminución de
las materias primas considerando que hubo destrucción de la base agrícola,
sumada quizá a otros factores naturales. El gasto para el mantenimiento del ejército
habría sido importante, principalmente si se tiene en cuenta que su número se
habría incrementado desde la época de Diocleciano. Sin embargo, lo oneroso
desde el punto de vista militar debió ser la defensa de una frontera de las
dimensiones y con las dificultades que mantuvo.
Un tema importante fue el suministro de alimentos a
Roma, cuestión que era solucionada acudiendo al norte de África, con lo que se
garantizaba el pan. Su pérdida a manos de los vándalos constituyó un severo
quebranto. Sin embargo, la Iglesia se consolidó como la institución que
continuó con este reparto cuando el Estado ya no pudo hacerlo.
Puede concluirse que,
en tanto el gobierno del Imperio romano siguió sobreviviendo la economía
también lo hizo en la medida de sus limitaciones, puesto que para una economía
agraria tradicional, los factores imprevisibles y de carácter local son los que
mayor impacto tienen. Las tendencias más dramáticas fueron: el profundo choque
de las invasiones y asentamientos de los bárbaros (acontecidos a partir del
siglo V), la propensión a la acumulación de grandes cantidades de tierra en
manos de unos pocos, la reinstauración del pago de los impuestos en dinero
(concretamente en oro) y no en especie, el abismo entre Oriente y Occidente —y
las dificultades de gobernar recaudando impuestos—, la aparición de los reinos
bárbaros en Occidente que acentuaron nuevas formas económicas, y las
consecuencias de las guerras en las diferentes regiones.
Las transformaciones culturales revelan la búsqueda de
fórmulas ideológicas para comprender el mundo y la adecuación de las
estructuras a los requerimientos temporales. A lo largo de la centuria se
produjeron importantes debates doctrinales en la Iglesia, cambiaron los
registros discursivos y se consolidaron modificaciones en la fisonomía y en la
topografía de las ciudades.
Las mutaciones originadas en el Imperio romano de
Occidente no emergieron de súbito con la instalación de los pueblos germanos en
las fronteras, aunque resulta innegable la influencia decisiva de los mismos en
los ajustes dispuestos por la administración imperial. Lo cierto es que la
unidad territorial no estaba amenazada únicamente desde el exterior sino que los
conflictos internos habían desencadenado un proceso paralelo de
descentralización de los espacios políticos desde los cuales emanaban las
disposiciones de los emperadores.
Ello coincidió con un desplazamiento mental de las
oposiciones básicas que habían configurado las relaciones de los romanos con
los que no pertenecían al horizonte cultural por ellos definido. En efecto, en
principio, no establecían distinciones acerca de los pueblos que denominaban
bárbaros, a los que concebían sin distinción como una amenaza potencial. En la
media en que fueron incorporados al Imperio, alcanzando algún nivel de
participación en la estructura organizacional, colaborando con el sustento del
orden, apareció la diferenciación como elemento de precisión de la proximidad
cultural. La oposición romano-bárbaro que se puede traducir en una relación
amigo-enemigo tendió a desaparecer al menos en lo que refería a la conformación
del ejército. La diferenciación entre tropas regulares y ejércitos auxiliares
se desvaneció por una oposición más clara que comprendía a aquellos enrolados
en la defensa de la frontera y las bandas de grupos que saqueaban las
provincias.

La Iglesia se transformó en el espacio de reunión
de la comunidad de fieles, a los que debía albergar dentro de su estructura
para transmitir el mensaje. En el interior de los templos la escultura ocupaba
un lugar menor que en los edificios de culto pagano, en contraposición, ganaron
espacio los mosaicos, las pinturas y los relieves de los sarcófagos como
soportes de una activa propaganda que tomaba como íconos las figuras que
remitían a la historia cristiana.
Este arte comenzó a trascender el ámbito religioso
para encontrar lugar en las ciudades y grandes villas rurales. Los suntuosos
mosaicos que decoraban los pisos, frentes y murales de las casas representaban
escenas cotidianas que reflejaban parte del simbolismo cristiano.

La educación clásica, a la que habían aspirado
todos los hombres prominentes, dejó de ser una condición esencial para
desempeñar funciones políticas. La instrucción pasó a ser algo más elemental,
en ella convergieron elementos contrapuestos de la cultura pagana con la
formación cristiana, indispensable para una carrera en la jerarquía
eclesiástica y particularmente útil para rebatir la herejía.
En el siglo V tuvieron lugar una serie de disputas
doctrinales que demuestran el poder político y económico alcanzado por la
Iglesia. La capacidad de presionar sobre el emperador para lograr su arbitraje
o la proclamación de edictos en favor de la ortodoxia, evidencian un intensa
actividad eclesiástica que asumió el liderazgo espiritual que se proyectó sobre
la esfera temporal.
Las controversias teológicas en Occidente a menudo
estaban exacerbadas por conflictos que expresaban el descontento socioeconómico
de la población. En este sentido, las discusiones religiosas no pueden
circunscribirse a ámbitos intelectuales sino que, por el contrario, ocupaban un
lugar central en la época, despertando pasiones entre las multitudes que
acompañaban a obispos atraídas por sus propuestas. Un ejemplo de singular
crueldad y fanatismo obsecuente fue el asesinato de la filósofa neoplatónica
Hypatia en la ciudad de Alejandría en 415. Las rivalidades superaban el marco
doctrinal convirtiéndose en verdaderas luchas de facciones que alcanzaban todas
las esferas sociales, sobrepasando incluso la escala provincial.
En este sentido, es posible distinguir tres tipos
de conflictos religiosos conforme al grado de implicación política, impacto
social y alcance de la disputa. Existían, en primer lugar, querellas internas
como resultado de las diferencias doctrinales en la interpretación del
cristianismo. En este caso, se trataba de uno de los rasgos más sobresalientes
de un fenómeno plural caracterizado por la divergencia de miradas sobre los
hechos de Jesús, el significado de la venida del reino y la sustancia divina.
En segundo lugar había disputas
político-religiosas, categoría que engloba la lucha por el control de la jerarquía eclesiástica. El control de una diócesis en muchos casos implicaba un acceso más directo a recursos económicos e influencia política, a partir de la cual, promovían su propia interpretación de la Iglesia. Por último, los enfrentamientos entre los seguidores de un determinado grupo en contra de las autoridades civiles y religiosas que los reprimían.
político-religiosas, categoría que engloba la lucha por el control de la jerarquía eclesiástica. El control de una diócesis en muchos casos implicaba un acceso más directo a recursos económicos e influencia política, a partir de la cual, promovían su propia interpretación de la Iglesia. Por último, los enfrentamientos entre los seguidores de un determinado grupo en contra de las autoridades civiles y religiosas que los reprimían.

La cuestión de la naturaleza de Cristo produjo una
fuerte tensión entre las diócesis que concluirá con una nueva escisión
doctrinal basada en un concilio ecuménico que separó la ortodoxia de la
heterodoxia. En este sentido, Nestorio, monje de Antioquía, sostenía que Jesús
tenía dos naturalezas enfatizando la humana, lo que lo llevó a enfrentarse con
Cirilo, obispo de Alejandría desde 412, quien por el contrario destacaba una
única y divina naturaleza en Cristo. El nombramiento de Nestorio como obispo de
Constantinopla en 428 despertó el recelo de la iglesia alejandrina, cuando
difundió abiertamente la existencia de una naturaleza humana separada de la
naturaleza divina en Cristo. Un concilio realizado en Éfeso en 431 condenó al
recién nombrado obispo, lo que obligó a que muchos de sus seguidores debieran
refugiarse en el Imperio persa. Estableció además que Cristo era una sola
persona con dos naturalezas, pero que éstas eran inseparables. Dos décadas más
tarde, en 451 el Concilio de Calcedonia reafirmó el acuerdo en Éfeso,
rechazando definitivamente las ideas de Nestorio y la prédica de Eutiques, para
quien Cristo sólo tenía una naturaleza y ésta era divina.
Entre los conflictos político-religiosos, el
priscilianismo ocupó un lugar destacado en Hispania, puesto que la
interpretación de Prisciliano representaba un peligro para la autoridad de la
Iglesia. En efecto, el ideal ascético que proponía para la vida religiosa se
basaba en una idea de la dualidad del mundo, en la que el abandono de los
placeres de la

El cisma donatista de la iglesia africana excedió
los marcos institucionales y se transformó en una problemática nodal para el
gobierno del emperador Honorio. La instrumentalización de la pacificación
religiosa permitiría restaurar parcialmente la cuestionada autoridad imperial
con la recuperación del control sobre un lugar estratégico para la
supervivencia del Imperio. Los enfrentamientos entre donatistas y obispos
numidios, que consolidaron su lugar en la ortodoxia con el apoyo imperial,
motivaron una serie de edictos que muestran la agudización de las tensiones
sociales y la necesidad de cerrar la cuestión. Los donatistas pasaron de ser
cismáticos a convertirse en herejes lo que planteaba un nivel de exclusión que
habilitaba la persecución. En febrero del año 405, un edicto imperial
proclamaba la unidad religiosa del Imperio en favor de los católicos, lo que
significaba la expropiación de los bienes de los cismáticos. Tres años más
tarde, en octubre del año 408, los desórdenes causados por los circunceliones
fueron la causa del edicto que establecía la pena de muerte a las autoridades
locales que actuaran en connivencia con los grupos perseguidos. La agudización
de los conflictos muy violentos produjo avances y retrocesos en la política
seguida. En la primavera del año 410 el gobierno emitió un edicto de tolerancia
que rápidamente fue revocado por Honorio. En agosto de ese mismo año, se
decretó la proscripción de los donatistas y se convocó a una conferencia en
Cartago que se realizó el 1 de junio de 411, donde al final se consideró una
herejía el don de gracia que reclamaban los donatitas al momento de otorgar los
sacramentos.
Uno de los principales promotores del debate, que
en primera instancia se había negado a la intervención del Estado, fue el
destacado intelectual Agustín de Hipona, quien bregó por exponer
incansablemente la verdad para así mitigar la confusión. Sin embargo, pronto
comprobó que el diálogo entre donatistas y católicos no llevaría al acuerdo y
se mostró partidario de la aplicación de las leyes civiles.
Por último, el citado Concilio de Calcedonia
consolidó la etapa de formación del monacato. El que había surgido en primera
instancia como una exhortación al ascetismo y el sacrificio, pero que luego
tomó otras vertientes particulares entre las que cuentan el retiro
de la vida pública y la organización de centros de asistencia a los más desprotegidos. En su forma egipcia, el abandono de los bienes y propiedades implicaba el retiro al desierto para llevar una vida basada en la contemplación y la oración.
de la vida pública y la organización de centros de asistencia a los más desprotegidos. En su forma egipcia, el abandono de los bienes y propiedades implicaba el retiro al desierto para llevar una vida basada en la contemplación y la oración.

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