martes, 10 de mayo de 2016

SIGLO V - Manual

El año 395 vio al Imperio romano dividirse en dos partes: la parte occidental con Rávena como capital principal y Honorio de emperador, y la oriental, con capital en Constantinopla con Arcadio como su emperador. Italia, las islas, el norte de África, la península ibérica, la Galia hasta el Rin, Gran Bretaña hasta Escocia, y los países ilirios, panonio, nórico y rético hasta el Danubio, formaron un conjunto unificado por Roma pero terriblemente codiciado por los bárbaros.
El siglo V fue espectacular desde varios puntos de vista, pero sobre todo porque en su transcurso cayó y desapareció el coloso político más grande de la historia de Occidente, que sobrevivió con su forma imperial durante 500 años. Si las principales motivaciones provinieron desde el interior o bien desde el exterior, son cuestiones discutidas por los diferentes historiadores. Empero, no puede dejar de reconocerse el papel esencial que cumplieron los bárbaros en su desmoronamiento final.
Si a fines del siglo IV una persona hubiera estado presente en el territorio romano, habría percibido que el temor más grande era hacia el Imperio persa, que durante el último siglo se había levantado y afirmado como una potencia. La dinastía sasánida puso en jaque la parte oriental romana y la mayor parte del ejército se encontraba abocada a las necesidades de aquella área.
Germania era un conglomerado de pueblos que no representaba ningún peligro real en comparación con los persas. La situación fronteriza era compleja. Los germanos hacía muchos siglos que estaban en contacto con los romanos y, aunque se alude continuamente a sus características migratorias, habían permanecido en el limes pudiendo considerarlos, en la práctica, sedentarios. Estaban ubicados en los grandes bosques de Europa occidental y en las llanuras de Ucrania y Rusia. Entre ellos había pueblos de habla germana: burgundios, godos —ostrogodos y visigodos— suevos, sajones, vándalos, francos; iranios: sármatas; eslavos y los que no estaban emparentados con los germanos como los hunos y los alanos provenientes del Asia central. Ni siquiera a fines del siglo IV se hallaban en condiciones de generar una identidad común entre sus distintos pueblos ni de unificar sus estructuras políticas. La perspectiva que se tenía de ellos era justamente lo opuesto a los romanos: un cuerpo que dominaba la mente y, por ello, les encantaba el alcohol, el sexo y las riquezas mundanas. Los continuos enfrentamientos en la frontera hacían que los romanos estuvieran listos a pagar los impuestos para sostener al ejército. Pronto, la estrategia
mantenida con los germanos cambió a fin de maximizar las ventajas de dominio romano. Se optó por saqueos, batallas o bien un sistema de tratados diplomáticos. Sin embargo, la región vigilada se reducía a algunos centenares de kilómetros quedando gran parte expuesta y en condiciones de vulnerabilidad.
El año 376 y la aparición de los godos en la frontera del río Rin constituyeron el primer eslabón de una cadena de acontecimientos que conduciría desde el ascenso del poderío huno, en los límites de Europa, al derrocamiento del último emperador de Occidente, Rómulo Augústulo, casi exactamente cien años después. Esta llegada de los germanos significó una reorganización de los equilibrios de poder en toda Europa y la pérdida progresiva de territorios: el hundimiento final del Imperio de Occidente.
El cruce de los godos en el año 376, empujados por las fuerzas hunas, y la consecuente batalla de Adrianópolis en 378, provocaron situaciones nuevas. La violación del limes por parte de los germanos cambió el eje desde el riesgo inminente representado por los persas al de los germanos, y de Oriente a la frontera del Rin. El fallecimiento del emperador Valente en dicha batalla dio cuenta del grado de vulnerabilidad que no había sido previsto. El posterior asentamiento de los godos en territorio romano, tras la recorrida por la península balcánica, con el saqueo de los territorios de Tracia y Macedonia, reubicó el peligro en el interior latino.
La violencia germana se acentuó cuando los godos de Radagaiso provocaron las invasiones de los años 405 y 406 sobre Italia. Paralelamente ocurrió la penetración de los vándalos, alanos y suevos a través del Rin a fines de 406, que continuó con un gran raid por el continente y culminó en la península ibérica. El avance hacia el oeste lo protagonizaron poco después los burgundios. Todo este viaje tuvo como punto culminante la entrada a la Ciudad Eterna, Roma, en el año 410 por parte de los godos comandados por Alarico, que causó traumas insuperables para la mayoría de sus habitantes. Hacia el 418 los godos se asentaron, a través de un foedus, en la región al sur de la Galia, entre Toulouse y el Atlántico. A cambio de luchar en nombre de Roma contra suevos y alanos, ubicados en Hispania en el 409, conformaron uno de los primeros reinos dentro del territorio imperial. En el año 507, luego de una batalla contra los francos en la que resultaron vencidos, migraron a la península iniciando el reino de Toledo, que perduró hasta el año 711 cuando fueron derrotados por el gran avance musulmán.
Los vándalos decidieron cruzar el estrecho de Gibraltar en el 429 y tomando Cartago iniciaron la vida del reino vándalo durante aproximadamente cien años. Quitándole de este modo al Imperio una de las provincias más importantes por el sostenimiento
económico que le brindaba. De nuevo mostraron su cara violenta cuando cruzaron en barco el Mediterráneo, llegaron a la ciudad de Roma y nuevamente la atacaron en 455. Su estancia en estos territorios se hará efectiva hasta el año 536, momento en que serán derrotados por los bizantinos al mando del emperador Justiniano, quien se había propuesto rearmar el Imperio occidental.
En el año 436, tras una marcha lenta, los burgundios se asentaron en el valle del Ródano como federados del Imperio. Su debilidad fue notoria y hacia 543, los francos acabaron conquistándolos e incorporándolos en el interior de su reino
En tanto los hunos, que según una de las hipótesis más fuertes para los historiadores, fueron los verdaderos responsables de todos estos grandes movimientos de pueblos en la frontera, hacia el 440 cruzaron Europa como un torbellino y llegaron, desde las Puertas de Hierro del Danubio, hasta Constantinopla, Lutecia y la propia Roma, afincando su base en la zona de Panonia. Con su jefe Atila, apodado el “azote de Dios”, se enfrentaron al ejército de coalición —formado por romanos, visigodos, burgundios, francos ripuarios y salios, sajones, alanos y armoricanos— del romano Aecio en la batalla de los montes Cataláunicos en 451. Luego de perderla, aunque no se sabe fehacientemente cuáles fueron los acontecimientos, saqueó parte de la península itálica muriendo en 453, en situación sospechosa, después de una de sus bodas. A continuación, la formación militar huna —compuesta por un conglomerado de pueblos que eran fieles a Atila, producto de su carisma— se desarmó pues sus parientes no fueron capaces de continuarla. Según Peter Heather, esto inició una guerra de ofertas en la que se gastó hasta el último de los bienes de que disponía Occidente en un inútil esfuerzo por reunir el suficiente número de partidarios poderosos como para generar estabilidad. Pero el poder de Occidente ya era demasiado exiguo como para impedir que se constituyeran reinos independientes. Esta comprensión condujo al rápido desmembramiento de las últimas partes del Imperio entre los años 468 y 476.
Luego de la muerte de Atila y tras la desaparición de la dinastía teodosiana, los siguientes titulares del Imperio de Occidente carecieron de fuerza y prestigio, depositando el poder en los grandes jefes militares de ascendencia germánica. Entre ellos destacaron Ricimero, quien ostentó el dominio entre los años 456 y 472, y Odoacro, nombrado rey por las propias tropas imperiales, quien se mantuvo hasta la entrada de los ostrogodos en Italia en el año 489. El destronamiento de Rómulo Augústulo en el año 476, por su antiguo protector Odoacro, pondrá fin a cualquier nuevo intento de restauración del Imperio romano de Occidente. El caudillo hérulo remitió a Constantinopla las insignias imperiales
en señal de acatamiento al único emperador con poder efectivo que quedaba, Zenón, salvaguardando la fuerza militar en Occidente. Pero la situación final de este territorio fue que los francos decidieron tomar Galia en 481 y finalmente acabaron con el poderío romano en la zona con la victoria sobre Siagrio en 486, conquistando el Somme y el Loire. Los ostrogodos, con Teodorico el Grande, se asentaron en Italia y crearon un sistema político de alianzas entre germanos para luchar contra Bizancio. La instauración de estos nuevos reinos y la concreción de sus proyectos, lograrían que la fisonomía de Europa cambiara totalmente.
Todos estos fenómenos transcurridos a lo largo de los últimos cien años, desde el comienzo de las grandes invasiones en 376, provocaron un daño irreparable en las provincias romanas de Occidente debido a las prolongadas guerras con los invasores. Sobre todo, unido a la pérdida permanente de territorios, se generó una formidable disminución de ingresos al Estado central. En primer lugar, los visigodos causaron enormes estragos en las zonas situadas en torno a Roma. Casi una década después esas provincias seguían sin aportar a las arcas del Estado más que una séptima parte del montante normal de sus impuestos. Luego del 406, los vándalos, alanos y suevos avanzaron durante cinco años por la Galia, dejándola arrasada, antes de sustraer, del control del Imperio central, durante casi dos décadas la mayor parte de Hispania. El apoderamiento de los vándalos y alanos del norte de África privó al Occidente romano de sus provincias más ricas en el año 439. Toda pérdida de territorios, ya fuera temporal o permanente, traía consigo un descenso de los ingresos del Imperio, el sustento vital del Estado, y reducía su capacidad para mantener sus fuerzas armadas.
Asimismo, se puede hablar de un retroceso del romanismo en las diferentes provincias a medida que el romanismo central también iba desapareciendo. En primer lugar, las islas británicas, hacia comienzos del siglo V, habían perdido la aristocracia que hablaba latín y era cristiana, la producción económica y los asentamientos militares, junto a las costumbres y al estilo de vida romanos. En Galia, los terratenientes locales llegaron a distintos arreglos con los nuevos gobernantes germanos. También en Hispania y en Italia lograron mantenerse y perdurar por los mismos medios. En el África vándala, luego de una serie de confiscaciones, pudieron sostenerse de igual modo. Estas diferencias regionales de los sucesos históricos invita a reflexionar acerca de la forma en que el Imperio romano cayó: en todo caso, no hubo cambios súbitos y totales, y este hecho da hoy en día nuevo impulso a la noción de continuidad. Una noción que pasa por comprender la realidad histórica más en términos de evolución orgánica que de cataclismo.
Un aspecto político a tener en cuenta es que, durante el siglo V existió una continuidad evidente entre la jefatura del Imperio occidental (y, de hecho, el oriental) y los reyes “bárbaros”. Ninguno de ellos intentó apoderarse del trono por la fuerza: el Imperio romano fue sustituido por una serie de reinos independientes que no aspiraron a la legitimidad imperial.
Hablar de la caída o la ruina del Imperio romano de Occidente, así como de la transición que supone la noción de Antigüedad tardía en términos sociales, es mucho más que una cuestión de perspectiva. Supone pensar en las formas en que se articula una trama social, estimando el modo en que se integran de forma individual y colectiva los distintos grupos humanos de acuerdo al estatus económico, nivel de educación, condición jurídica y posibilidad de influencias.
Lo cierto es que la situación se presentaba configurada como una tensión entre fuerzas exógenas y endógenas. La adecuación a la nueva coyuntura, en un esquema caracterizado por la asunción localizada, de manera formal y autónoma, del poder por parte de los pueblos (que había constituido una fuerza rival en las décadas precedentes), estuvo signada tanto por la transmisión de estructuras sociales como por la implicación de la sociedad romana en la lógica organizacional de los pueblos. Para ese tiempo hacía décadas que habían dejado de ser un elemento extraño. Sin negar con ello la potencialidad del conflicto incluso dentro de los mismos pueblos germánicos que ocuparon el Imperio.
Se puede hablar de tres momentos en la relación entre romanos y pueblos germanos: 1) el de la conquista y colonización romana, en el que las guerras entre ambos formaron parte de la creación de fronteras fijas y estables por parte del Imperio romano. Lapso en el que diversos pueblos se encontraban en un proceso de búsqueda de tierras para colonizar; 2) el de las migraciones de las poblaciones germanas a las provincias imperiales. Movimientos conformados por hombres, mujeres y niños que pretendían asentarse al servicio del Imperio, (esencialmente los siglos II al IV). En ellos se intensificaron las relaciones diplomáticas y comerciales, y grupos guerreros estrecharon relaciones de amistad (amicitia), hospitalidad (hospitalitas) y clientelaje (clientelae); 3) finalmente, el de las invasiones violentas, protagonizadas por guerreros que por diversos motivos se adentraron en el territorio latino siguiendo a líderes en busca de botín. Concluyeron, en algunos casos, en razzias a diferentes zonas, ocupaciones pacíficas en otras pero con desplazamientos de verdaderos pueblos con el propósito de poseer y gobernar un determinado territorio.
Los diferentes dialectos permiten acercarnos a algunas de sus características: hablaban dialectos nórdicos o escandinavos, ósticos (godos, burgundio y vándalo), wésticos (francos, alamanos, bávaros, lombardos), dialectos del Elba y del mar del Norte (anglos, sajones y frisones). Sus formas económicas se hallaban mayormente emparentadas con la ganadería, con el ganado equino los godos y con el bovino los sajones y frisones. La práctica mercantil era rudimentaria, sin utilización de la moneda aunque con atesoramiento de oro y plata. A partir del contacto con los romanos, quizá en tiempos de los hunos, la situación ya había cambiado. Una revolución económica, sobre todo en la producción agrícola, pero también en la de determinados artículos manufacturados, había generado a un tiempo una población mucho mayor y una riqueza nueva. La estratificación social había aumentado y las estructuras políticas de alguna manera se fortalecieron.
La estructura social germana se basaba en tres tipos de solidaridades. La primera era la sippe, o familia amplia, que aseguraba la protección de la parentela en torno al padre quien ostentaba el mund, la autoridad o soberanía doméstica. A los quince años los varones eran armados en la asamblea de guerreros; las mujeres quedaban bajo la tutela paterna hasta su matrimonio. Las esposas eran guardianas de la tradición, del contrato matrimonial y de las prestaciones económicas del esposo. La segunda solidaridad era la tribu y la tercera el gau o pueblo, formado por un conjunto de tribus con un jefe común, elegido en la reunión anual de guerreros. Las mismas se realizaban en lugares sagrados y eran ocasión para rever cuestiones judiciales y la llamada a la guerra. La posición del individuo dependía de esta red de solidaridades.
En torno a la aristocracia se formaron clientelas militares ligadas a su jefe por vínculos personales de fidelidad. La calidad guerrera y el sentido de la lealtad personal hacia el jefe serán cuestiones que se mantendrán en la sociedad medieval. Los jefes más destacados podían ser elegidos para dirigir la guerra y alcanzar, incluso, la consideración de reyes del pueblo en armas. Junto a esta forma de realeza militar, dependiente de la elección coyuntural, los pueblos germanos conocieron otra cimentada en el supuesto origen divino del linaje, que tendía a ser dinástica, y en torno a la cual se formaban las grandes confederaciones de pueblos. Debajo de la población libre se hallaban los semi-libres y los esclavos.
En relación al derecho, los germanos tenían uno consuetudinario y de transmisión oral, en el que se mantendrían elementos de derecho personal y territorial. Al contacto con Roma acabarían por dejarlo por escrito. La justicia quedaba mayormente en manos de la familia, a la cual competía la responsabilidad colectiva y la venganza de sangre, también dar cuenta de los delitos, jurar la inocencia de una persona, y el pago o cobro de las multas judiciales. El derecho germánico agregó la convocatoria de un combate para determinar culpabilidades y el juicio a través de la ordalía.
La religión se basaba en la concepción del universo como un gran campo de batalla, en donde se enfrentaban los diferentes dioses y fuerzas naturales. Había dioses de la fertilidad, fenómenos atmosféricos (Frey, Freya), dioses de la estirpe (Wotan, Odín) y estaba Thor, dios del trueno y protector de los campesinos. También se adoraban objetos y lugares sagrados, había celebraciones de fiestas con sacrificios de animales y de agradecimiento a los dioses que habían ayudado en las victorias militares.
Uno de los pasos más relevantes en el proceso de integración de los germanos fue su aceptación del cristianismo ortodoxo. El pasaje de los que ya eran arrianos al catolicismo marcó un momento clave en la historia de pueblos como los visigodos. Aún más complicada y decisiva fue la transición del paganismo al catolicismo de pueblos como francos o anglosajones. Las dificultades estribaron en que, a menudo, en estos casos la conversión se realizaba por decisión del líder del grupo, es decir que el pueblo, sin previo conocimiento del traspaso, se vio forzosamente incluido en una nueva religión, lo cual no significaba el abandono de antiguas prácticas y creencias.
Las fronteras siempre habían constituido un espacio permeable promotor de contacto e intercambios. Las relaciones con el Estado romano se dieron en un marco de coacción y negociación en el que el uso de la fuerza, real o potencial, marcó el curso de las sesiones e imposiciones de ambas partes. En un plano menos institucional, los vínculos se
constituían en los márgenes con la interacción de mercaderes, viajantes, antiguos soldados y habitantes locales. Ellos eran los principales difusores de noticias, costumbres, modos de hacer y pensar romanos que les proporcionaban, a los recién llegados, la experiencia necesaria para organizar e integrar las estructuras institucionales dentro de las cuales obtenían una relativa autonomía y poder. Por su parte, el Imperio se beneficiaba convirtiéndolos en agentes locales en los que depositaba, en reiteradas oportunidades, la obligación de contribuir al mantenimiento del orden por medio de pactos de federación e integración del ejército. Es evidente que la relación era inestable puesto que dependía del equilibrio interno y de la presión de grupos periféricos.
La estructura política del Imperio permitió el sostenimiento de caminos y rutas comerciales que redundaron en beneficios económicos para los pueblos extranjeros, profundizando las diferencias de riquezas y estatus. La rivalidad entre sus líderes se tradujo en disensiones internas que imposibilitaron la constitución, de manera permanente, de grupos de gran tamaño.
Los reiterados intentos de recuperar la unidad imperial terminaron por minar la posición de los romanos en la estructura estatal. La defensa de la frontera estaba en manos de diversos pueblos germanos, entre los que se realizaba el reclutamiento militar, e incluso eran las provincias más antiguamente romanizadas las que proporcionaban los hombres de la administración civil. En la primera mitad del siglo V, con el saqueo de Roma por Alarico en Occidente y las derrotas infligidas por los godos en Oriente, se agudizaron las tensiones sociales que consolidaron una reacción senatorial en contra del componente “bárbaro” del ejército. En consecuencia, se intentó limitar el reclutamiento de los mandos y las tropas entre los germanos, una tendencia que había resultado conveniente al Imperio además de efectiva. En Constantinopla, por ejemplo, las guarniciones locales pasarían a estar formadas por poblaciones nativas de Asia Menor como parte de una reafirmación helénica. Las circunstancias se impusieron sobre cualquier intención de rechazar la presencia bárbara, dada la dependencia que sufrían los emperadores sobre quienes ejercían tutela, en muchos casos, ciertos individuos que disputaban la autoridad en regiones estratégicas como la Galia, Hispania o África.
En la segunda mitad del siglo V, el territorio de dominio romano en Occidente comenzó a fragmentarse paulatinamente dando lugar a la conformación de reinos que, a pesar de su autonomía, continuaban reconociendo la autoridad imperial asentada en Constantinopla. Los visigodos se instalaron en la Galia y gran parte de la península ibérica, en la que aún tenían el control en el noroeste los suevos y los vascones en la costa noreste.
En el norte de la Galia disputaban el territorio los francos, flanqueados al este por burgundios y alamanes, mientras que en Italia se habían ubicado los ostrogodos. En Britania contendían pictos, escotos, sajones y anglos. Por su parte, el norte de África se encontraba ocupado por los vándalos.
Todos estos pueblos —heterogéneos, pero, como rasgo esencial, unidos entre sí por un único jefe— fueron los que se apoderaron de las provincias occidentales, y, de hecho, las rebautizaron como Regnum Francorum en lugar de o además de Galia, regnum Vandalorum en lugar de o además de África. Cuando hubo pasado un tiempo olvidaron estos orígenes diversos llamándose francos o vándalos, y dejaron de ser romanos. El proceso que ha sido denominado por Herwig Wolfram “etnogénesis”, corresponde al modo en que un pueblo construyó su identidad recogiendo elementos humanos diferentes: a partir de la transferencia y la propagación de determinadas actuaciones, comportamientos, lealtades, recuerdos y olvidos, que actuaron como factores coadyuvantes que cooperaron en consolidarla. Un “núcleo de tradición”, es decir, un grupo humano perteneciente quizá a la nobleza, que conservó tanto un pasado remoto como próximo, de manera suficientemente estable como para poder transmitirlo a toda una etnia y capaz de otorgarle una identidad propia. Así, la cohesión permite comprender los acontecimientos del siglo V. El procedimiento que habría conservado el nombre tribal de los antiguos pueblos germánicos, fue en principio oral y habría determinado la convivencia, de acuerdo a determinados valores y normas, de un conjunto heterogéneo que logró imponerse como propio, para llegar a la constitución de una verdadera comunidad étnica.
En términos poblacionales los indicadores no son fáciles de interpretar pero no cabría asumir una drástica disminución de la población como causa directa de los acontecimientos políticos, sino más bien como una tendencia registrada desde el siglo III. El número de asentamientos, tomados como evidencia arqueológica, pudo ser mayor de lo que se estima, sin embargo los materiales de construcción que reemplazaron a los empleados por los romanos eran de menor durabilidad. De la misma forma, la reparación y sostenimiento de las construcciones públicas feneció ante las limitaciones propias de las iniciativas locales. En efecto, sólo el Estado romano había podido reunir los recursos materiales y humanos, así como también, garantizar la transmisión de las técnicas necesarias para realizar empresas de notable envergadura, incluso en los lugares más recónditos.
La agudización de las tensiones sociales, ocasionada por la multiplicación de conflictos que demandaban más y mayores esfuerzos de la población para sostener la unidad imperial, permitió el desarrollo de revueltas que plasmaban el descontento de
diversos grupos. Los principales objetivos de estos movimientos, en los que participaban campesinos, desertores del ejército, esclavos fugitivos, colonos y plebe urbana, eran los representantes del poder político —ya fuera por la ausencia o ineficacia del gobierno o por su onerosa carga— y en no menor medida, las propiedades de los terratenientes contra los que dirigían su furia. Las bagáudicas, a las que nos hemos referido en otros capítulos, cuyo surgimiento se asocia temporalmente al movimiento campesino del siglo III, comprendieron una forma de protesta social muy conflictiva en la Galia e Hispania durante la primera mitad del siglo V. Un fenómeno complejo con distintos grados de organización jerárquica que englobaba de manera general tanto el enfrentamiento entre
honestiores y humiliores como el rechazo al control romano, expresión de la lucha por la asunción del poder local.
Las clases dirigentes romanas lograron sacar provecho de la riqueza obtenida por la nobleza bárbara, alentando a sus miembros a establecer un gobierno basado en el modelo imperial como una forma de contener a los inquietos rivales. Muchos de los esquemas culturales y organizativos se presentaron funcionalmente renovados. Fuera de Britania, donde la presencia romana era insignificante, las cortes germanas permitieron el acceso directo de los provinciales romanos al poder. El grado de colaboración dependía del nivel de explotación de los nuevos recaudadores de impuesto, cuestión en apariencia más sensible (según sugieren los especialistas), que el avance de menor intensidad, sobre las tierras. Los terratenientes llegaron a acuerdos favorables en la Galia, Hispania e Italia, con la excepción del reino burgundio que realizó mayores confiscaciones de tierras, aunque es probable que demandara menores impuestos. En África, por su parte, los vándalos lograron minimizar el impacto de las confiscaciones con la incorporación de territorios.
La conversión del cristianismo en religión dominante tuvo efectos sociales notables en la conformación del poder. Se produjo una romanización de la jerarquía eclesiástica con la paulatina afiliación de instrumentos de gobierno similares a los del poder imperial. La carrera eclesiástica se manifestó, para las familias prominentes, como una opción que rivalizaba con otras actividades menos redituables y prestigiosas en el gobierno civil. Consecuencia de ello fue el destacado protagonismo que adquirió la figura del obispo como sustituto de la autoridad en el ámbito urbano. Puesto que se convirtió en actor clave de la articulación social de distintas esferas tanto jurídicas como fiscales, con la capacidad de concertar el apoyo suficiente como para organizar, por ejemplo, la defensa de las ciudades.
Entender la economía del Bajo Imperio supone un reto muy particular. Por lo general presume aplicar el concepto de “decadencia” y de indicadores negativos. Todo esto ha sido criticado últimamente, sumado a los resultados de las excavaciones arqueológicas y de nuevos testimonios que han traído renovados planteos.
Es importante remarcar la progresiva separación entre Oriente y Occidente. El sistema fiscal del Bajo Imperio tenía por objeto hacer frente a una situación en la que la devaluación continua de la moneda había conducido casi a su hundimiento absoluto. Así, las contribuciones se concretaban en especie y también los pagos a las tropas; la realización regular del censo y el establecimiento de la indicción por cinco años tenían por objeto garantizar la recaudación de las contribuciones del Estado. El principal gasto del presupuesto era para sufragar al ejército. Pronto éste comenzó a ubicarse en los lugares en donde se aseguraba su subsistencia, es decir, en las ciudades y no en las fronteras. Su aprovisionamiento fue el rasgo fundamental de la economía, tanto en lo que tenía que ver con la organización de la producción como en lo concerniente a su incentivo; pero la desaparición de esta función del Estado durante el siglo V se constituyó en un factor decisivo para la fragmentación económica del Imperio, lo mismo que la supresión del abastecimiento oficial de grano a la ciudad de Roma.
La diferencia más evidente entre Oriente y Occidente tuvo que ver con las constantes incursiones de los bárbaros sufridas por la parte occidental durante el siglo V. Su base económica era más débil y el consumo mucho mayor, a la vez que contaba con un gobierno que se había debilitado y con una clase senatorial con tanta riqueza como exenciones económicas. Lógicamente, los factores locales a partir de 395 adquirieron cada vez mayor relieve y a finales del período la mitad occidental se hallaba muy fragmentada. Las guerras de reconquista llevadas adelante por Justiniano condujeron a acrecentar el debilitamiento occidental.
Dos factores denotaron los cambios que llevarían a Occidente hacia otro rumbo: por un lado, los asentamientos bárbaros a gran escala; por otro, el desarrollo de la Iglesia como una gran institución que comenzó a marcar ciertos lineamientos diferentes, en las ciudades y en las zonas rurales de la mano de los obispos, con los recursos dedicados a la construcción de iglesias, de monasterios y el impacto sobre la economía local.
A comienzos del siglo V, la burocracia era aún bastante eficaz. La mayoría de los recursos del Estado provenía de las tierras públicas. Formaban parte de ellas las haciendas
confiscadas a los traidores y a los templos paganos, los bienes intestados o inexplotados, las zonas destruidas por las guerras o abandonadas por sus habitantes.
Detrás de las muchas dificultades sociales que existían, se ocultaba la necesidad de los de impuestos y los problemas inherentes a su recaudación. Según una opinión muy difundida, durante estos últimos años del Imperio los impuestos fueron sumamente altos y de aquí la decadencia que se habría generado. Analizaremos algunos puntos para verificar cuál fue la realidad a la que se tuvo que enfrentar el Estado romano.
De acuerdo con Finley, la economía antigua se fundaba en una sociedad agraria en la que las ciudades no constituían centros de producción industrial y en las que el mercado y los beneficios estaban relativamente poco o nada desarrollados. Con esto, podemos dar por sentado algunas premisas: la riqueza del Imperio provenía de la agricultura, es decir, que eran los ingresos más importantes del Estado y el ejército se llevaba la mayor parte. Los restantes gastos eran muy limitados en comparación con los de los Estados actuales. Podríamos preguntarnos si en este tiempo hubo crecimiento o recesión económica teniendo en cuenta asuntos relacionados con la producción, la prosperidad o decadencia del campo, y los intercambios comerciales a larga distancia.
En Occidente, las tierras por las que el Estado podía exigir el pago de impuestos disminuyeron debido a la guerra y al establecimiento de colonias. También es posible que la población hubiera tenido una merma importante durante la crisis del siglo III. Incluso en el siglo V esta población se habría visto afectada por los nuevos colonizadores bárbaros con los que habría tenido que compartir sus tierras en condiciones que aún no conocemos bien. Pero esta diferencia entre guerra y paz ha sido el principal elemento para separar lo ocurrido entre Oriente y Occidente: el primero habría conocido un tiempo de prosperidad durante los siglos V y VI, en tanto que el segundo sufrió guerras y una fragmentación territorial que dañó campos y ciudades, por no nombrar también a la mano de obra.
Occidente además parece haber padecido inconvenientes antes de las invasiones, dado que el ejército habría sido ubicado en lugares interiores del propio Imperio y no ya en las fronteras, lo cual habría limitado la circulación de la moneda y los pagos se habrían comenzado a realizar en especie. Puede haber sido posible una disminución de las materias primas considerando que hubo destrucción de la base agrícola, sumada quizá a otros factores naturales. El gasto para el mantenimiento del ejército habría sido importante, principalmente si se tiene en cuenta que su número se habría incrementado desde la época de Diocleciano. Sin embargo, lo oneroso desde el punto de vista militar debió ser la defensa de una frontera de las dimensiones y con las dificultades que mantuvo.
Un tema importante fue el suministro de alimentos a Roma, cuestión que era solucionada acudiendo al norte de África, con lo que se garantizaba el pan. Su pérdida a manos de los vándalos constituyó un severo quebranto. Sin embargo, la Iglesia se consolidó como la institución que continuó con este reparto cuando el Estado ya no pudo hacerlo.
Puede concluirse que, en tanto el gobierno del Imperio romano siguió sobreviviendo la economía también lo hizo en la medida de sus limitaciones, puesto que para una economía agraria tradicional, los factores imprevisibles y de carácter local son los que mayor impacto tienen. Las tendencias más dramáticas fueron: el profundo choque de las invasiones y asentamientos de los bárbaros (acontecidos a partir del siglo V), la propensión a la acumulación de grandes cantidades de tierra en manos de unos pocos, la reinstauración del pago de los impuestos en dinero (concretamente en oro) y no en especie, el abismo entre Oriente y Occidente —y las dificultades de gobernar recaudando impuestos—, la aparición de los reinos bárbaros en Occidente que acentuaron nuevas formas económicas, y las consecuencias de las guerras en las diferentes regiones.
Las transformaciones culturales revelan la búsqueda de fórmulas ideológicas para comprender el mundo y la adecuación de las estructuras a los requerimientos temporales. A lo largo de la centuria se produjeron importantes debates doctrinales en la Iglesia, cambiaron los registros discursivos y se consolidaron modificaciones en la fisonomía y en la topografía de las ciudades.
Las mutaciones originadas en el Imperio romano de Occidente no emergieron de súbito con la instalación de los pueblos germanos en las fronteras, aunque resulta innegable la influencia decisiva de los mismos en los ajustes dispuestos por la administración imperial. Lo cierto es que la unidad territorial no estaba amenazada únicamente desde el exterior sino que los conflictos internos habían desencadenado un proceso paralelo de descentralización de los espacios políticos desde los cuales emanaban las disposiciones de los emperadores.
Ello coincidió con un desplazamiento mental de las oposiciones básicas que habían configurado las relaciones de los romanos con los que no pertenecían al horizonte cultural por ellos definido. En efecto, en principio, no establecían distinciones acerca de los pueblos que denominaban bárbaros, a los que concebían sin distinción como una amenaza potencial. En la media en que fueron incorporados al Imperio, alcanzando algún nivel de participación en la estructura organizacional, colaborando con el sustento del orden, apareció la diferenciación como elemento de precisión de la proximidad cultural. La oposición romano-bárbaro que se puede traducir en una relación amigo-enemigo tendió a desaparecer al menos en lo que refería a la conformación del ejército. La diferenciación entre tropas regulares y ejércitos auxiliares se desvaneció por una oposición más clara que comprendía a aquellos enrolados en la defensa de la frontera y las bandas de grupos que saqueaban las provincias.
La llegada de los pueblos bárbaros no supuso desaparición alguna de los parámetros civilizatorios del mundo romano, pero estos ya no servían a los mismos fines y, por lo tanto, su funcionalidad se limitó a las exigencias de la centuria, constriñendo el uso de técnicas y medios disponibles hasta ese entonces. La fisonomía de las ciudades es un ejemplo notable de los cambios experimentados. En primer lugar, se modificó su estatus con la transferencia de la capital y el surgimiento de los reinos en la Galia e Hispania. En segundo lugar, la retracción de la planta urbana fue acompañada por la fortificación y la reutilización del material disponible. En tercer lugar, como consecuencia de la aceptación del cristianismo como religión oficial, se produjo un aumento de las edificaciones urbanas de tipo religioso, que reemplazaron a las construcciones públicas, y la disposición de espacios en el interior de la ciudad reservados a los enterramientos.
La Iglesia se transformó en el espacio de reunión de la comunidad de fieles, a los que debía albergar dentro de su estructura para transmitir el mensaje. En el interior de los templos la escultura ocupaba un lugar menor que en los edificios de culto pagano, en contraposición, ganaron espacio los mosaicos, las pinturas y los relieves de los sarcófagos como soportes de una activa propaganda que tomaba como íconos las figuras que remitían a la historia cristiana.
Este arte comenzó a trascender el ámbito religioso para encontrar lugar en las ciudades y grandes villas rurales. Los suntuosos mosaicos que decoraban los pisos, frentes y murales de las casas representaban escenas cotidianas que reflejaban parte del simbolismo cristiano.
Otra cuestión relevante tiene que ver con la definición de nuevas formas de comunicar las ideas y los acontecimientos de la época. La crónica reemplazó a la historia analítica narrativa, basada en el modelo de Tito Livio, presentando los eventos en una estructura cronológica basada en breves anotaciones sobre aquello que más le interesaba al autor. Cuestión que se refleja por ejemplo, en el título de la obra de Zósimo, Nueva Historia, de mediados del siglo V. Entre los autores destacados cabe citar, continuando el ejemplo de las Crónicas de San Jerónimo, a Próspero de Aquitania e Hidacio. Por otro lado, pervivió el comentario exegético de los textos clásicos. El estudio de la retórica y el género biográfico será cultivado para reconocer un resurgimiento en el siglo siguiente.
La educación clásica, a la que habían aspirado todos los hombres prominentes, dejó de ser una condición esencial para desempeñar funciones políticas. La instrucción pasó a ser algo más elemental, en ella convergieron elementos contrapuestos de la cultura pagana con la formación cristiana, indispensable para una carrera en la jerarquía eclesiástica y particularmente útil para rebatir la herejía.
En el siglo V tuvieron lugar una serie de disputas doctrinales que demuestran el poder político y económico alcanzado por la Iglesia. La capacidad de presionar sobre el emperador para lograr su arbitraje o la proclamación de edictos en favor de la ortodoxia, evidencian un intensa actividad eclesiástica que asumió el liderazgo espiritual que se proyectó sobre la esfera temporal.
Las controversias teológicas en Occidente a menudo estaban exacerbadas por conflictos que expresaban el descontento socioeconómico de la población. En este sentido, las discusiones religiosas no pueden circunscribirse a ámbitos intelectuales sino que, por el contrario, ocupaban un lugar central en la época, despertando pasiones entre las multitudes que acompañaban a obispos atraídas por sus propuestas. Un ejemplo de singular crueldad y fanatismo obsecuente fue el asesinato de la filósofa neoplatónica Hypatia en la ciudad de Alejandría en 415. Las rivalidades superaban el marco doctrinal convirtiéndose en verdaderas luchas de facciones que alcanzaban todas las esferas sociales, sobrepasando incluso la escala provincial.
En este sentido, es posible distinguir tres tipos de conflictos religiosos conforme al grado de implicación política, impacto social y alcance de la disputa. Existían, en primer lugar, querellas internas como resultado de las diferencias doctrinales en la interpretación del cristianismo. En este caso, se trataba de uno de los rasgos más sobresalientes de un fenómeno plural caracterizado por la divergencia de miradas sobre los hechos de Jesús, el significado de la venida del reino y la sustancia divina. En segundo lugar había disputas
político-religiosas, categoría que engloba la lucha por el control de la jerarquía eclesiástica. El control de una diócesis en muchos casos implicaba un acceso más directo a recursos económicos e influencia política, a partir de la cual, promovían su propia interpretación de la Iglesia. Por último, los enfrentamientos entre los seguidores de un determinado grupo en contra de las autoridades civiles y religiosas que los reprimían.
Un ejemplo del primer tipo de disputa fue el que enfrentó a nicenos y arrianos desde la primera mitad del siglo IV. La interpretación de Arrio, presbítero de Alejandría, que cuestionaba la eternidad del Hijo como creación del Padre, luego del Concilio de Nicea en 325, no se encontraba resuelto y tenía una enorme vitalidad entre los pueblos que adoptaron el cristianismo, en parte, gracias a la difusión de las ideas de Arrio que realizaba el ejército. El concilio no había dejado conformes a muchos teólogos orientales, grandes conocedores de las escrituras, puesto que no podían concebir la consustancialidad que implicaba la identidad del Hijo con el Padre. Estos últimos identificando sustancia con naturaleza comenzaron a hablar de tres personas distintas pero una sola naturaleza divina. También surgieron otras alternativas, no necesariamente arrianas, que reemplazaban la idea de misma sustancia por la de similar sustancia.
La cuestión de la naturaleza de Cristo produjo una fuerte tensión entre las diócesis que concluirá con una nueva escisión doctrinal basada en un concilio ecuménico que separó la ortodoxia de la heterodoxia. En este sentido, Nestorio, monje de Antioquía, sostenía que Jesús tenía dos naturalezas enfatizando la humana, lo que lo llevó a enfrentarse con Cirilo, obispo de Alejandría desde 412, quien por el contrario destacaba una única y divina naturaleza en Cristo. El nombramiento de Nestorio como obispo de Constantinopla en 428 despertó el recelo de la iglesia alejandrina, cuando difundió abiertamente la existencia de una naturaleza humana separada de la naturaleza divina en Cristo. Un concilio realizado en Éfeso en 431 condenó al recién nombrado obispo, lo que obligó a que muchos de sus seguidores debieran refugiarse en el Imperio persa. Estableció además que Cristo era una sola persona con dos naturalezas, pero que éstas eran inseparables. Dos décadas más tarde, en 451 el Concilio de Calcedonia reafirmó el acuerdo en Éfeso, rechazando definitivamente las ideas de Nestorio y la prédica de Eutiques, para quien Cristo sólo tenía una naturaleza y ésta era divina.
Entre los conflictos político-religiosos, el priscilianismo ocupó un lugar destacado en Hispania, puesto que la interpretación de Prisciliano representaba un peligro para la autoridad de la Iglesia. En efecto, el ideal ascético que proponía para la vida religiosa se basaba en una idea de la dualidad del mundo, en la que el abandono de los placeres de la
carne era la única vía posible para alcanzar la luz. Los seguidores que perseguían este camino pasaron a prestar juramento, lo que despertó la alerta del obispo Higinio de Córdoba, quien convocó a un concilio en Zaragoza, al cual, no se presentaron los priscilianos. El emperador Graciano ordenó el retiro de las iglesias y decretó su exilio, pero hacia el año 400 el movimiento se había extendido hasta la Galia. El Concilio de Toledo, de ese mismo año, condenó a Prisciliano por conducta herética acusado de realizar lecturas de textos apócrifos y difundir creencias maniqueas.
El cisma donatista de la iglesia africana excedió los marcos institucionales y se transformó en una problemática nodal para el gobierno del emperador Honorio. La instrumentalización de la pacificación religiosa permitiría restaurar parcialmente la cuestionada autoridad imperial con la recuperación del control sobre un lugar estratégico para la supervivencia del Imperio. Los enfrentamientos entre donatistas y obispos numidios, que consolidaron su lugar en la ortodoxia con el apoyo imperial, motivaron una serie de edictos que muestran la agudización de las tensiones sociales y la necesidad de cerrar la cuestión. Los donatistas pasaron de ser cismáticos a convertirse en herejes lo que planteaba un nivel de exclusión que habilitaba la persecución. En febrero del año 405, un edicto imperial proclamaba la unidad religiosa del Imperio en favor de los católicos, lo que significaba la expropiación de los bienes de los cismáticos. Tres años más tarde, en octubre del año 408, los desórdenes causados por los circunceliones fueron la causa del edicto que establecía la pena de muerte a las autoridades locales que actuaran en connivencia con los grupos perseguidos. La agudización de los conflictos muy violentos produjo avances y retrocesos en la política seguida. En la primavera del año 410 el gobierno emitió un edicto de tolerancia que rápidamente fue revocado por Honorio. En agosto de ese mismo año, se decretó la proscripción de los donatistas y se convocó a una conferencia en Cartago que se realizó el 1 de junio de 411, donde al final se consideró una herejía el don de gracia que reclamaban los donatitas al momento de otorgar los sacramentos.
Uno de los principales promotores del debate, que en primera instancia se había negado a la intervención del Estado, fue el destacado intelectual Agustín de Hipona, quien bregó por exponer incansablemente la verdad para así mitigar la confusión. Sin embargo, pronto comprobó que el diálogo entre donatistas y católicos no llevaría al acuerdo y se mostró partidario de la aplicación de las leyes civiles.
Por último, el citado Concilio de Calcedonia consolidó la etapa de formación del monacato. El que había surgido en primera instancia como una exhortación al ascetismo y el sacrificio, pero que luego tomó otras vertientes particulares entre las que cuentan el retiro
de la vida pública y la organización de centros de asistencia a los más desprotegidos. En su forma egipcia, el abandono de los bienes y propiedades implicaba el retiro al desierto para llevar una vida basada en la contemplación y la oración.
El ascetismo encontró una particular aceptación a pesar de los rigurosos patrones de vida que proponía, como una forma de acercarse al ideal igualitario predicado en los primeros tiempos del cristianismo. Sin embargo, se convirtió en un elemento discordante puesto que invalidada el ideal comunitario y atentaba contra la unidad del tejido social.

No hay comentarios:

Publicar un comentario