martes, 10 de mayo de 2016

SIGLO IV - Manual

Diocleciano y Constantino fueron dos emperadores asociados a la implementación de una serie de medidas que decidieron el rumbo del Imperio romano durante los dos últimos siglos. Durante cincuenta y tres años desde el 284 en que asumió Diocleciano, ambos fueron los personajes significativos que tuvieron en sus manos la voluntad y la capacidad de reorganizar el Imperio. El primero tomó medidas de renovación del estado y de la sociedad, el segundo sobresalió con el reconocimiento del cristianismo y la vinculación que estableció entre éste y el estado a la vez que enfrentó las numerosas consecuencias sociales y culturales que aquél produjo.
Diocleciano asumió el trono imperial en el año 284 aclamado por el ejército, lo cual manifestaba la tendencia que se siguió para la elección de los emperadores desde 235 y que es vista por la historiografía con la denominación de “anarquía militar” que signó todos esos años. Durante este período, los emperadores fueron soldados que llegaron al poder luego de sucesivas luchas por el trono, que permanecieron poco tiempo en él y cuyas muertes fueron violentas. La situación que debió asumir al momento de su llegada al poder era grave en diferentes aspectos: las fronteras exteriores estaban rotas, los germanos y los persas se introdujeron en los territorios romanos aprovechando que el ejército se había mantenido en las regiones del norte y del noreste en situación sólo defensiva, y el sostenimiento de este doble frente lo debilitaba aún más. La violencia también encontró su contraparte en el interior habiéndose generado luchas civiles por el poder que llevaron a numerosos conflictos sociales. La economía sufrió los desajustes de las guerras, ocasionando una depresión manifestada en la disminución de la producción agrícola e industrial así como una inseguridad general, inflación y baja en la población.
Fue fundamental para su trascendencia la imposición de una nueva forma de enfrentar la debilidad de la sucesión imperial a través de la tetrarquía (gobierno de cuatro); su finalidad era neutralizar a los diferentes pretendientes al trono y repartir las grandes tareas políticas y militares. Nombrándose augusto de Oriente, nombró a Maximiano augusto de Occidente, teniendo cada uno de ellos un césar, Galerio en el caso oriental y Constancio Cloro en el occidental, que los sucedería al momento en que los augustos renunciasen a continuar en sus mandos, designando éstos a su vez a los siguientes césares. Estos cuatro cargos tenían una función activa y coordinada tanto política como militarmente en las fronteras y Diocleciano dirigía de forma centralizada al sistema; cabe
acotar que la seguridad del mismo descansaba en la palabra empeñada por cada uno de los integrantes, de lo cual se puede deducir su debilidad. Sin embargo, la larga duración de su reinado, otorgó al período prosperidad política y militar que ayudó a legitimarlo. En el año 305 en que se pone en funcionamiento la maquinaria de traspaso, comienzan las luchas por el poder dado que se carecía de una figura fuerte que lo liderara.
Constantino, nacido en 273, fue hijo de Constancio, quien asumió como augusto en 305, luego de la renuncia de Maximiano. Acompañó a Diocleciano y a Galerio en varias de sus campañas militares. Encontrándose con su padre en La Mancha, lo acompañó hasta York donde falleció y allí fue proclamado augusto por su tropa en julio de 306. Majencio, hijo de Maximiano, en 310 se había adueñado de la situación de Roma y en el año 312 se enfrentó a Constantino en la batalla de Puente Milvio y fue derrotado. Esta batalla ha sido uno de los puntos controversiales de su ascenso político puesto que su victoria la habría obtenido de una promesa realizada durante un sueño del Dios cristiano. De esta manera, Constantino obtuvo el dominio de la parte occidental del imperio, en tanto que Licinio mantuvo la oriental.
Desde ya que los documentos que hablan de Constantino resultan ambivalentes, puesto que dependen de la política religiosa y su adhesión al cristianismo. Los autores cristianos (Eusebio de Cesarea, Lactancio) lo defienden hasta transformarlo en un santo, en cambio los aspectos seculares de su gobierno deben buscarse en Zósimo. Entre los historiadores modernos también cabe observar las posturas abiertas o encubiertas que defienden. Es así que escribir sobre Constantino representa optar entre fuentes conflictivas o bien, adoptar una postura ante Eusebio, cuya Vida de Constantino representa una especie de biografía cristiana del emperador.
La obra de Constantino en materia religiosa es considerada revolucionaria puesto que otorgó al cristianismo la calidad de religión válida dentro del Imperio y su conversión le proporcionó ser una religión favorecida de todas maneras, a diferencia del paganismo. Hasta el siglo IV el cristianismo fue una religión más, sin embargo fue perseguida varias veces gracias a las decisiones de sus miembros de evitar participar en las festividades políticas, y, en última instancia por Diocleciano, que en el año 303 inició una de las persecuciones más severas, aunque su desarrollo en las diferentes regiones fue irregular. Esto fue lógico por el marco de la ideología de la tetrarquía que llevó a buscar un control sobre las creencias y una sanción moral a quienes no aceptasen el carácter religioso de la autoridad tetrárquica. En 311 Galerio ordenó el cese de la persecución. El Edicto de Milán establecido en 313 confirmó la tolerancia religiosa, es decir, tratar a los súbditos paganos y
cristianos en pie de igualdad; aunque fue atribuida a Constantino, se trató en realidad de una carta imperial enviada por Licinio y promulgada por convención en el nombre de los dos.
Hasta el año 324, en que derrotó a Licinio en Crisópolis, Constantino no se convirtió en el único emperador del Imperio. En el año 316 se había producido un choque no definitivo entre ellos que llevó a dejar como césares a sus hijos y remendaron su alianza. Las peleas por el poder cobraron un nuevo vigor: fueron luchas civiles que enfrentaron a ejércitos a favor de un candidato, lo cual fue característico durante este siglo IV en que se intentó solucionar, sin resultados positivos, el problema de la sucesión imperial.
Desde la muerte de Constantino en 337 sus hijos continuaron reinando con un imperio dividido: Constantino II, que fue muerto en 340 mientras intentaba invadir el territorio de Constante en el norte de Italia; Constante que se había encargado de Occidente falleció en 350, por lo que Constancio II reinó solo y sin heredero hasta 361, siguiendo los lineamientos generales dados por su padre, con la diferencia de que apoyó a la secta arriana.
Juliano (361-363) era hijo de Julio Constancio, uno de los hermanastros de Constantino, que salvó su vida junto a su hermano mayor de la masacre que se efectuó contra su familia a favor de los hijos de Constantino. A la muerte de Constancio II le sucede, con la característica de ser un pagano, defensor a ultranza de las antiguas creencias. Su historia está asociada con la batalla ante germanos y persas, ante los cuales muere en el año 363. Su sucesor Joviano se vio en la difícil situación de tener que negociar condiciones de paz que incluían la cesión a Persia de una fortaleza fronteriza en Nisibis. Con la muerte de Juliano finalizaba el período de gobierno dirigido por la familia de Constantino.
Muerto Joviano en el viaje de regreso de la campaña militar contra Persia, fue elegido emperador Valentiniano por los mandos del ejército y los altos funcionarios civiles. Permanece como augusto de Occidente desde 364 hasta 375 y de Oriente Valente desde 364 hasta su asesinato en la batalla de Adrianópolis, en el año 378. Luego de tres años en el gobierno, el primero cayó gravemente enfermo y cuando se recobró nombró a su hijo Graciano de ocho años su sucesor. En Oriente se hizo cargo Teodosio, quien reinó hasta 395. Durante este período hubo momentos en que reinaron varios augustos de manera simultánea pero el Imperio no había llegado a dividirse hasta que murió Teodosio. Sus dos hijos Honorio y Arcadio acabaron gobernando las dos partes del territorio, Occidente y Oriente respectivamente.
Estos últimos años de reinado estuvo signado por luchas dinásticas por el poder enlazadas con el tema religioso. Ya los hijos de Constantino se dividieron el poder con peleas que culminaron con Constancio II gobernando hasta 361 y allí ubicamos como muy diferente a Juliano, dado que restauró el paganismo aunque con un gobierno de corta duración.
Las dos problemáticas graves del siglo fueron la cuestión arriana y la invasión germánica y sasánida. La primera, dentro del marco del cristianismo, ocupó buena parte de la política oficial de Constantino pues se adentró y actuó en defensa de la ortodoxia cristiana confirmada en el Concilio de Nicea en 325, llevando el tema a las armas inclusive. Este conflicto amenazó la unidad del Imperio, hubo guerras civiles y pérdidas de lealtades políticas. El problema se extendió desde 318 hasta 381 en que fue condenada como herejía en el concilio de Constantinopla. Sin embargo, el papel del emperador fue central en la resolución del conflicto y una de las consecuencias más graves fue la conversión al arrianismo de numerosas tribus germánicas, cuya creencia pasó a ser una marca de identidad.
La segunda tiene su momento de mayor crisis con la presión huna sobre la frontera este, especialmente en el último cuarto del siglo, en que el Imperio se vio imbuido de una serie de invasiones violentas que lograron romper el limes romano. Sin embargo, ya Constantino había pasado los primeros años de su reinado dirigiendo un ejército romano contra las tribus de los francos en la Galia. También con él se habían desarrollado hostilidades entre Roma y la Persia sasánida, la cual dejó a su hijo Constancio II una herencia de campañas en Mesopotamia. Juliano continuó las campañas en la Galia derrotando a los alamanes y atacó a los francos, aunque la situación se tornaba difícil puesto que el ejército romano no era superior al de los bárbaros y los problemas que planteaba a largo plazo entrañaban una peligrosa mezcla de acciones militares, iniciativas diplomáticas y concesiones.
Los godos, por un lado, representaron un peligro cuando entraron al territorio romano. El mayor desastre fue la batalla de Adrianópolis en la que fue derrotado y murió el emperador Valente; junto a otros pueblos, como los francos y los alamanes, se constituyeron en un factor a tener en cuenta. Hacia el siglo IV era evidente que tenían un gran control sobre zonas de territorio al norte del mar Negro, entre el Danubio y el Don. Los visigodos comenzaron un raid desde los Balcanes hasta Italia que tendría graves consecuencias en el siglo siguiente. Alanos y vándalos, por otro lado, fueron los dos grupos que iniciaron un recorrido por diferentes provincias latinas para asentarse y provocar,
lentamente, la separación del territorio. Teodosio, al final del siglo IV, efectuaba un tratamiento que era habitual en la relación con estas tribus: el ofrecimiento de dinero y provisiones. Empero, no fue suficiente para encarar los problemas fundamentales transcurridos desde 395 hasta 410 en que Alarico se convirtió en líder de los visigodos.
En la práctica, los emperadores del siglo IV fueron capaces de enfrentar la situación, aunque luego de muchos esfuerzos y de enormes gastos; recién el siglo V fue el de las grandes invasiones y asentamientos germanos en las provincias latinas. Sin embargo, estos sucesos deben situarse dentro del contexto de lo que estaba ocurriendo en la frontera oriental con Persia. Las guerras entre Persia y Roma eran las de dos imperios que estaban en un estado de guerra casi constante, situación que se mantuvo hasta el siglo VII. La zona oriental carecía de una frontera natural por lo que se organizaron fuerzas permanentes con Diocleciano. Durante todo este siglo los ataques se concentraron en Mesopotamia: los persas atacaron con regularidad esas ciudades o exigieron una satisfacción económica considerable a sus habitantes, a quienes el ejército romano muchas veces dejaban solos para su defensa.
Diocleciano instauró una serie de cambios en materia militar, que incluyó una reorganización administrativa del territorio y la presencia de unidades especiales dentro del ejército: tropas especiales de choque, divisiones de infantería de asalto, una guardia de corps imperial. Su estrategia era el retorno a fronteras estables y la prepotente seguridad, la construcción de vías y fortificaciones, un sistema de reclutamiento anual, entre otras. Constantino estableció un cambio fundamental en la estrategia romana: organizó un gran ejército de campaña móvil (quizá de 100.000 soldados o más) con tropas sacadas de las fronteras, con lo cual dejaba a éstas debilitada. La defensa partía de la idea de que las fronteras no eran impenetrables y que los ataques exteriores podían sobrepasarla. En tanto, estas invasiones podían ser contrarrestadas mediante el sostenimiento de un sistema de fortines con una unión fuerte y un ejército móvil dentro del Imperio. Los primeros resistirían el ataque contando para ello con provisiones mientras que el segundo se apresuraría a llegar hasta el lugar atacado cuanto antes. A nivel general esta estrategia dio resultados positivos aunque con dos consecuencias: la tropa móvil pasó a ser central en los enfrentamientos y se esperaba que hiciera el gasto de lucha, mientras que la fronteriza cayó en un lugar muy secundario; se socavó a la infantería romana puesto que las unidades móviles con la caballería, tendió a ser favorecida.
El siglo III fue el siglo que promovió importantes cambios en la organización de la sociedad romana que había funcionado en el Alto Imperio, con sus estamentos privilegiados a un lado y las masas de la población humilde al otro. Ya desde Constantino se impuso la idea de que la población se dividía en tres grupos principales y el Código Teodosiano habla de possessores, curiales y plebei. Los órdenes de los curiales apuntaron en dirección de un nuevo modelo en el que la nobleza se separaba cada vez más de la capa alta de las ciudades; comenzaron a notarse diferencias importantes entre éstos y los estratos inferiores, pero también con los terratenientes y los representantes del poder estatal.
El estado romano tardoantiguo intervino en la escala social para garantizar la permanencia de ciertas estructuras que eran beneficiosas para sus intereses. A este respecto se encuentra toda una legislación que fijaba el carácter hereditario de la pertenencia a ciertos grupos y subgrupos, como los cohni y los curiales. Por ello en obras antiguas aparece esta sociedad denominada como “sociedad de castas”. Sin embargo, los últimos avances en el período tardoantiguo desmerecen esta contemplación y autores como Cameron han dado un vuelco a estas consideraciones ampliando sus perspectivas de que la movilidad social era un hecho cierto, e incluso en ocasiones promovido por el mismo Estado cuyo discurso no lo evidencia.
La clase senatorial se benefició de la crisis del siglo III incrementando su riqueza. Estos terratenientes tenían al menos una casa en la ciudad, en la cual vivirían rodeados de lujos, además de grandiosas fincas que muchas veces ni siquiera pisaban. Sin embargo, su mantenimiento era costoso puesto que tenía gran cantidad de subalternos y un complicado sistema de producción y suministro de bienes. Como rasgo típico del Bajo Imperio, estos terratenientes se dedicaban a buscar el beneficio propio con otros individuos de su misma posición, y a efectuar transacciones que representaban dadivosidad y ostentación. En este sentido, el marco en el cual se realizaban las negociaciones no sobrepasaba el de sus latifundios o el de sus amigos con lo que la relación económica tenía una apariencia de tipo patronal.
Los senadores y su clase se vieron incrementados durante el siglo IV gracias a la creación de un segundo senado en la nueva ciudad de Constantinopla creada por Constantino, que se sumaba al romano. La vieja clase ecuestre cayó en desgracia y acabó desapareciendo cuando sus funciones fueron asumidas por los senadores. Hacia el año 372 Valentiniano I estableció una jerarquía de clarissimi, cuya cabeza eran los spectabiles y, por encima, los illustres; cada uno de estos títulos desempeñaba determinados cargos y
privilegios que pronto se vieron incrementados. El senado de Constantinopla estaba formado por homines novi, a diferencia del romano cuyas familias eran muy ricas y con pretensiones de pertenecer a los linajes prestigiosos, con lo cual se entablaron diferencias y enfrentamientos entre éstos y el gobierno imperial, cuestión que fue evitada en la nueva capital. Empero, los senadores orientales también fueron incluidos en las exenciones tributarias, y, al igual que los occidentales, mantuvieron muchos de los privilegios del estatus senatorial.
El papel desempeñado por los nuevos senadores era muy diferente del desempeñado durante el Alto Imperio. Durante el siglo III, Constantino empleó a miembros de las grandes familias romanas en su administración: como correctores, como gobernadores de las provincias italianas, como prefectos de la ciudad de Roma y en los puestos que ya eran honoríficos, de cónsules.
Los ciudadanos del Bajo Imperio se caracterizaron por tener un alto grado de competitividad y alcanzar un estatus y acceder a la riqueza y los privilegios. Esta cuestión se observa en el desempeño de los hombres en la burocracia imperial, puesto que estos cargos permitían librarse de ciertas obligaciones y ser muy lucrativas. Por ejemplo, los curiales de los municipios tenían grandes talentos y el gobierno incluso dictaba medidas para obligarlos a sostenerse en sus cargos, puesto que tenía necesidades económicas y administrativas que ellos solventaban. La idoneidad de sus ocupantes era fundamental ya que sobre ellos recaían las responsabilidades financieras y las obligaciones fiscales a nivel local.
Tenemos que hablar de que la sociedad tardoantigua tenía un alto grado de movilidad social, y los cargos oficiales y cortesanos mostraban una tendencia natural a incrementarse a causa de la atracción que ejercían. Los cargos imperiales pronto adquirieron prestigios similares a los militares, con lo cual se veían recompensados. Sobre todo la burocracia y el ejército son las dos instituciones que se vieron afectados por esta movilidad, que además vino de la mano del Estado. La Iglesia acabó por sumarse a esta escala. Una de las vías clave por las cuales se veía ascender a determinados individuos era la educación. Uno de los ejemplos más claros está representado por san Agustín, de quien tenemos considerable cantidad de fuentes y puede hacerse una lectura bastante aproximada de las relaciones sociales que lo llevaron al lugar donde se situó.
Otro de los rasgos que caracterizaron al sistema administrativo del Bajo Imperio fue el patronazgo. En este caso, encontramos que nuevos individuos con poder secular y también religioso aparecieron para ocupar el lugar de protectores de los más débiles por parte de los ricos. Estos nuevos actores, que pudieran ser obispos o funcionarios estatales,
trajeron un quiebre del equilibrio existente. Por ejemplo, en el año 415 una ley permitía a las iglesias constantinopolitanas y alejandrinas quedarse con las aldeas que tuvieran bajo su protección a cambio del pago de sus respectivas deudas fiscales. También encontramos que la dependencia y el “trabajo obligado” eran también característicos de la época tardoantigua. A su vez, la práctica de distribuir alimentos, pan o trigo, aceite y carne de cerdo, que venía haciéndose desde tiempos antiguos en Roma, continuó efectuándose tanto en esta ciudad como en Constantinopla.
La Iglesia también trajo consigo una multiplicidad de formas de distribución de la riqueza. Importante fue la que se produjo a partir de las herencias que fueron a parar a manos de la Iglesia cuando el Estado así lo permitió, con lo cual acabó por transformarse en una gran terrateniente. Pronto, los obispos se vieron gestionando las grandes haciendas al igual que cualquier terrateniente laico y enfrentando la situación de los esclavos, los colonos y otros. También jugó un papel importante la donación de grandes propiedades de cristianos ricos, con lo cual se afirmó la situación anterior. En otro nivel, la caridad funcionó para mantener alimentados a los pobres con las donaciones que realizaban con frecuencia, que asimismo sostenía a hospicios, asilos de ancianos y orfanatos.
La legislación constantiniana continuó con las medidas introducidas por Diocleciano, restringiendo la libertad de movimientos de decuriones y coloni. Las cargas fiscales que recaían sobre los primeros eran importantes, tanto que los descontentos frecuentes debieron ser reprimidos. Asimismo, se prohibió a los segundos a abandonar las tierras que trabajaban, cuestión que también tenía severas consecuencias, a veces asimilándolos con los esclavos.
Respecto de la esclavitud y del “modo de producción esclavista”, tan mencionada en la bibliografía y sobre la que hay múltiples opiniones, puede afirmarse que funcionó en Italia, aunque también existía la mano de obra remunerada en los momentos de cosechas, por ejemplo, en las grandes haciendas. Sin embargo, y de acuerdo al desarrollo de los diferentes momentos bélicos, que promovía un incremento de la esclavitud, ésta siguió existiendo a lo largo de la Edad Media hasta que fue asimilada por los campesinos.
Hubo repercusiones importantes en cuanto a que los cristianos se adentraron en el mundo del arte y construyeron importantes edificios, como iglesias, basílicas, establecimientos clericales de baños —en Italia fundamentalmente— esculturas y otras, aunque es difícil su evaluación.
Respecto a la vida cotidiana del Bajo Imperio, las fuentes cristianas incorporan una perspectiva que hasta ahora no había aparecido: la de personas de baja condición social. Si
Si seguimos el planteamiento de Georges Depeyrot, su mirada de la crisis e inflación entre la Antigüedad y la Edad Media es negativa. Los fenómenos naturales atentaron contra el crecimiento en el campo: el clima era menos clemente, las epidemias más numerosas y las poblaciones se vieron disminuidas con los desórdenes políticos y las invasiones, hacia fines del siglo IV. Las tierras cultivables sumando al siglo V disminuyeron una tercera parte, dependiendo de las regiones.
Una de las cuestiones a remarcar es el grado de continuidad entre este período y el anterior, puesto que es difícil distinguir entre las medidas de Diocleciano y las de Constantino. Tampoco se dispone de mucha información sobre las medidas políticas seculares del gobierno de Constantino.
Las últimas reformas del período anterior se mantuvieron durante el gobierno de Constantino y por ello se notaría una cierta recuperación, lo cual pudo deberse a que los cambios ahora se hacían sentir de forma gradual. Las guerras de los primeros años de Constantino promovieron que se asentara en el poder y trajera calma y afianzamiento.
Tres fueron los factores que influyeron en la evolución del sistema monetario del Bajo Imperio:
• El Estado intentando asegurar ingresos estables y a largo plazo, procuró métodos de percepción de impuestos, mejorar el rendimiento de las recaudaciones y prepararse ante los problemas de inflación que afectaran a sus recursos. Al Estado le interesó que los recaudadores fuesen personas que se hallaran cerca de los contribuyentes para poder pedir con eficacia el pago en moneda, que había sufrido poco deterioro. Estas reformas
tuvieron la conformidad de las clases dominantes dado que estaba de acuerdo con sus intereses.
       La clase dominante: que por lo general era también la dirigente. El modelo dominante era la propiedad territorial. Las medidas que garantizaban su apoyo eran las que aseguraban también su preponderancia, esto es, el mantenimiento de la renta. Apoyó al Estado en la lucha contra la inflación, en la recaudación de impuestos, ya fuera en dinero, especie o trabajo y en asegurar la estabilidad de recursos, sobre todo los humanos que representaban contribuyentes, cuyas medidas últimas tuvieron a bien vincular a los campesinos a la tierra.
       La Iglesia: intentó adquirir legitimidad económica puesto que en poco tiempo se transformó de secta a religión reconocida. Su camino fue justificar al Estado y a las clases dirigentes y dominantes, con lo cual muy pronto pasó a escudar al nuevo sistema económico. Sus intereses muchas veces coincidían con los de la clase dominante, de la cual también salía buena parte de su capital humano.
Tanto con Diocleciano como con Constantino se comenzó un proceso que daría como resultado la introducción de un nuevo sistema monetario en el Imperio romano, que sustituyó la deteriorada moneda de la segunda mitad del siglo III, dada en el marco de las reformas de Caracalla y Aureliano. La moneda de plata (antoniniano), que había ido reduciendo su cantidad de plata de forma notable, fue sustituida, gradualmente, por el solidus de oro, por una moneda de plata fuerte y emisiones de bronce. Este sistema funcionaba de la mano de otras circunstancias y medidas, como la adquisición por Constantino de los tesoros de sus rivales vencidos, la confiscación de los tesoros de oro y plata de los templos paganos y la exacción de nuevos tributos pagaderos en oro y la compra forzada de oro a los ricos. Las reformas monetarias se fueron sucediendo (Constantino, Constancio II, Juliano, etc.), llegando a las piezas denominadas nummi, pequeñas monedas de bronce que durante el final del siglo IV y el siglo V serán la única moneda circulante, junto a las piezas de oro y plata. El sistema no conseguía la estabilidad necesaria. Sin embargo, nuestra comprensión del sistema monetario no es total: las fuentes no brindan seguridades al respecto y mientras que algunas muestran al oro como cierta extravagancia en los intercambios, por el contrario hay discrepancias en la utilización normal del oro y el cobre. Debemos agregar que los estudios han estimado que a mediados del siglo IV las reservas de oro monetario eran de unas 220 toneladas y cayeron hacia finales del siglo V hasta unas 100 toneladas. Esta desaparición del oro se podría explicar por la progresiva
desaparición de las estructuras de los circuitos económicos y su evolución desde fines del siglo IV y durante el siglo V.
Durante el reinado de Constantino la inflación continuó su ascenso, aunque Diocleciano había tomado varias medidas para contrarrestarla a través del control de precios y la reforma en la acuñación. La base de la economía continuaba siendo la agricultura pero los datos que se tienen de los intercambios comerciales no acusan un cambio en la situación que comenzara en el siglo III. Parece improbable que los impuestos hubieran podido elevarse demasiado, sin embargo, el ejército ha de haber sido en estos tiempos muy difícil de financiar. La desaceleración en la caída de la economía pareciera que tuviera más que ver con un perfeccionamiento en la forma de recaudación impositiva. Claramente estas situaciones que estamos marcando se manifiestan en mayor o menor medida de acuerdo a la región que se esté observando. Es así que en España, la minería de oro, plata y estaño continuó durante el siglo IV. Además, los datos acerca de la población de Oriente sugieren que hubo un aumento considerable desde finales del siglo IV y comienzos del siglo V.
El alza de los precios evidencia la importancia de las necesidades de oro durante la primera mitad del siglo IV, y el cambio de tendencia a mediados del siglo. Entre finales del siglo III y 367 los precios aumentaron aproximadamente un 17 por 100 anual. Después de 367 el alza se redujo a un 3 por 100, de acuerdo a las mediciones de Depeyrot. Si bien el Estado intentó sostener los precios, fue en vano. Las medidas se tomaron sobre la marcha, en función de las necesidades y las crisis monetarias, agrícolas o económicas. Muchas veces, estas crisis habrían desembocado en revueltas que había que solucionar, por ello, la técnica seguida era tasar los precios durante unos meses en todo el territorio imperial, tal como lo señala la medida de Diocleciano. Por lo que se sabe, no ponía fin a la crisis más que de manera momentánea.
Diocleciano había reformado el sistema de impuesto con la intención de incrementar la recaudación y hacer frente a las nuevas necesidades de la cada vez mayor administración, que incluía ahora un aumento de las provincias imperiales, de la reconstrucción edilicia y de infraestructura y del ejército. En su mejora estableció nuevos censos para adquirir una base administrativa más asimilable a la realidad imperial. Los mismos implicaron a personas, animales y la superficie de los bienes. No gravó la riqueza sino la fuerza de producción de cada campesino, es decir, la capacidad para producir riqueza. Aquellos que no la generaban se vieron incluidos en una serie de excenciones o adecuaciones, a los clérigos y a la plebe urbana. En adelante, se siguió registrando estos
censos y tanto la recaudación en suba o su disminución era a consecuencia de estas cifras. De las fuentes se desprende la resistencia que hubo hacia su pago, en las primeras décadas del siglo IV, relacionada con la creación de nuevos catastros, los nuevos modos de percepción de las tasas y la relación que había hacia los recaudadores que podían abusar de su cargo y cobrar un monto extra. Parece que durante la época de Diocleciano buena parte de los impuestos del siglo III habían desaparecido, la puesta en funcionamiento de este sistema reforzó la presión fiscal y de aquí las quejas más amplias. Con Constantino disminuyó la presión fiscal, las críticas son menores cuando se dirigen a Constancio y a Juliano. El alza nominal de los precios y las tasas tuvo que ser compensada por un alza similar del poder de compra de las monedas. Es decir, primero hubo una época difícil de adaptación a las nuevas demandas estatales y luego las obligaciones se suavizaron.
Una importante modificación de la ley fue el cobro a los latifundistas de la parte que los colonos producían, con lo cual se transmitía el cambio en la situación del campesinado al colonato. Se incluyeron nuevos impuestos: la capitatio (un impuesto personal) y la iugatio (territorial) que simplificó el sistema fiscal.
Las confiscaciones realizadas por Diocleciano a la Iglesia y las traídas como botines de guerra, por ejemplo, de los persas, eran elementos del presupuesto del Estado. Sin embargo, es difícil evaluar la importancia de los mismos. Constantino, en un camino inverso, comenzó a traspasar riquezas desde los templos paganos a la Iglesia católica, política que prosiguió con sus hijos, destruyendo templos. Juliano apoyó a los paganos y se transformó en un perseguidor de cristianos y de sus bienes, aunque por poco tiempo. Las mismas eran caminos que facilitaban cumplir con los pagos al ejército cuando era necesario hacerlo y no se contaban con los medios necesarios. La búsqueda de oro varias veces obligó a determinados emperadores a confiscar, sin embargo, dependía de la situación financiera por la que se estuviera atravesando.
Respecto de las ciudades y sus contribuciones, Constantino colaboró en mantener su exigencia y poco a poco la riqueza individual de las mismas fue agotándose. En algunos casos, como el de Juliano, hubo una restitución de propiedades a las ciudades, las cuales pudieron rentar y restituir sus ingresos. Sin embargo, a nivel general, hubo un descenso importante de los recursos urbanos, lo cual no hizo más que agravar la situación de las ciudades del Bajo Imperio.
Las fuentes tardoantiguas acreditan que hubo un empobrecimiento de los curiales. Sin embargo, los datos de finales del siglo IV aún manifiestan que la recaudación y la
entrega de oro en los impuestos de capitación y la
iugatio, a pesar de que en determinadas zonas, como Bretaña, se denota la falta de un control estricto.
Uno de los principales cambios de este siglo IV fue la aparición de la Iglesia en la vida económica y política. Su trascurso vio acumular numerosos bienes y una riqueza que le permitió asumir un rol fundamental en la política. Los medios fueron las donaciones públicas o de funcionarios que apoyaban a la Iglesia y satisfacían sus necesidades, si venía de manos de los emperadores cuya función debía ser la de proteger a esta institución. Por su parte, la Iglesia apoyaba al Estado por su fuerza moral, cuyos obispos participaban de los acontecimientos de la vida pública y privada del emperador, cuyas justificaciones condenaban a quienes no pagaban sus impuestos.
Constantino inició una tradición de donaciones a la Iglesia debiendo modificar la legislación para hacerlo posible. Consistieron en bienes inmobiliarios o en dinero, los primeros a partir de una transferencia de propiedad de los bienes paganos a los cristianos y de la construcción de nuevas iglesias. Sus hijos continuaron la labor de su progenitor y reforzaron la cantidad de bienes en manos eclesiásticas. A continuación se aumentaron las prerrogativas de la Iglesia, permitiéndole recibir ciertas multas fiscales que afectaban a los obispos.
Formaba parte de la redistribución de las riquezas los numerosos donativos que el emperador hacía a sus soldados y servidores. El reparto de sumas de dinero tenía ocasión con el nombramiento de emperadores o césares o bien por acontecimientos militares o políticos. La evolución del ejército, que pasó de un ejército de frontera a uno móvil, favoreció el desarrollo de las gratificaciones monetarias, en detrimento de las gratificaciones en especie. Durante el gobierno de Diocleciano se conocen algunos donativos imperiales; entre 305 y 313 se realizaron hasta veinte repartos de dinero, bastantes más que en años anteriores, lo cual se relaciona con las numerosas luchas civiles que se produjeron. Terminadas éstas, los donativos disminuyeron aunque Constantino tuvo fama de derrochador. En esta política se vieron más favorecidas las ciudades, entre ellas Constantinopla. A Atenas se le ofreció gran cantidad de trigo. Sus hijos, como Constancio, se dice que enriquecieron a sus cortesanos, por lo que también es importante considerar los donativos individuales. Muchos fueron otorgados por Juliano al ejército, aunque también los prodigó a particulares con lo que se le otorgó la fama de generoso; asimismo repartió privilegios y devolvió rentas a algunas ciudades. La Iglesia participó de estos donativos justificándolos por su obligación de socorrer a los pobres, a las viudas, a los cautivos y a los necesitados.
Había determinadas ventajas, sobre todo fiscales, en algunos casos. Las tierras imperiales gozaron de numerosos privilegios que redujeron la base tributaria: por un lado, las exoneraciones fiscales, de modo que el emperador limitaba la presión fiscal sobre sus propias tierras; por otro, propiciaba la puesta en cultivo de tierras abandonadas a causa de las guerras o, del éxodo de campesinos. A veces estas mismas ventajas se otorgaban a tierras privadas que compensaban con otras cargas. Quienes también recibían beneficios eran los administradores a cambio del ejercicio de cargos, los empleados del palacio acumularon varios privilegios, también los miembros del “servicio secreto”, los asistentes y los miembros del palacio imperial. Asimismo, los integrantes del ejército, principal apoyo del poder, gozaban de numerosas ventajas, tanto durante el servicio como después, las cuales se extendían a sus familias. En la época de Constantino, después del servicio activo, se gozó de numerosas exenciones, como de servicios municipales obligatorios, de servir en trabajos públicos, de tasas, de tributo, en los mercados, entre otros. Del mismo modo, los miembros del clero disfrutaron muy pronto de los privilegios que libraron a la Iglesia de impuestos y cargas. Las ventajas de la función eclesiástica tentaron a numerosos decuriones a incursionar en estas tareas y abandonar la recaudación de los impuestos. Quedaron exceptuados de los servicios públicos obligatorios, las cargas de perceptores y cobradores de tasas En 326, a causa de la importante función que desempeñaba en la ayuda a los pobres, convenía otorgarle beneficios; con esto, debía asegurar cierta cohesión social socorriéndolos. Dos oficios disfrutaron de exenciones: las profesiones dedicadas al embellecimiento de los edificios, que abarcaba a artesanos especializados, y los artesanos del dominio rural, tales como panaderos y navegantes. También los profesores y los médicos gozaron pronto de ventajas y exenciones.
Una transformación hacia fines del siglo IV fue el pago de grandes cantidades en oro a las tribus bárbaras, en calidad de subsidios anuales o por única vez, a efectos de evitar los enfrentamientos. Esta política se continuó en Oriente y se convirtió en la pieza fundamental de la diplomacia bizantina.
“Sin Constantino, el cristianismo habría seguido siendo una secta de vanguardia” asegura Paul Veyne. En verdad, Constantino fue el emperador que marcó un antes y un después en la vida de esta religión. Diocleciano había puesto el acento en el paganismo, cuyas consecuencias en su diagrama político había tenido consecuencias nefastas para los cristianos, que no habían querido jurar a favor del emperador y habían sufrido la última de
las persecuciones en su contra entre 303 y 311. Licinio reconoció la esterilidad de la persecución porque los cristianos que renegaron de su fe no abrazaron el paganismo.
Algunos evocan para justificar la conversión de Constantino la importancia de la devoción monoteísta al culto solar que seguía su padre. Las circunstancias que narra Lactancio acerca de ella se debieron a un sueño que tuvo la noche anterior a la batalla de Puente Milvio, frente a Majencio, en la que se le habría asegurado la victoria si colocaba en los escudos de los soldados el llamado crismón, formado por las dos primeras letras del nombre de Cristo, a saber, las letras griegas X y P, superpuestas y cruzadas. Si se considera cierta la idea de que en Roma en el siglo IV la religión estaba más mezclada con la vida de los hombres y que los dioses tenían como función ayudar a los humanos, ampararlos, asistirlos, darles bendiciones, y que su hostilidad o su indiferencia eran fuente de desgracias, así como el fracaso de la tetrarquía y sus dioses, puede comprenderse que Constantino se volcara hacia una religión monoteísta que pudiera salvar aquel desastre y que su conversión fuera verdadera.
Luego de la batalla mandó promulgar un edicto de tolerancia, librando a los cristianos de su perseguidor. Licinio y Constantino se pusieron de acuerdo en Milán para tratar a paganos y cristianos en pie de igualdad, afirmando el derecho a la libertad de culto y de creencias religiosas, con lo que cualquier ciudadano podía seguir una religión diferente de la oficial sin que ello supusiese una deslealtad hacia el Imperio o el emperador. Este edicto constituye un hito extraordinario en la historia de la libertad.
En el año 322 Constantino logró reunir las dos mitades del Imperio bajo su cetro cristiano, con lo cual acababa de nacer lo que de aquí en adelante se llamaría Imperio cristiano o Cristiandad. Así como en 312 el cristianismo era la religión tolerada, en 324 el paganismo lo era. Una serie de datos pueden apuntarse junto a Veyne respecto de la política religiosa de Constantino:
       En todas las regiones del Imperio se prepararon las decisiones que comprenderían a un futuro cristiano.
       Constantino será el emperador de un Imperio cristiano que mantendrá la religión pagana.
       Su cristianismo obedece a una convicción personal que hará que establezca a la Iglesia, en cambio no impondrá su religión a nadie.
       En los ámbitos que atañen a su persona no tolerará el paganismo.
       No perseguirá a los paganos, política que seguirán sus sucesores, dado que la Iglesia llevará adelante la conversión basada en la persuasión en principio.
       Lo más urgente no será la conversión sino la anulación de los sacrificios paganos.
       Su función ante la Iglesia es inédita, inclasificable y autoproclamada ya que intervendrá en asuntos eclesiásticos y actuará con rigor no contra los paganos sino contra las desviaciones cristianas, separatistas o heréticas.
La mentalidad romana que hacía del emperador la autoridad suprema de los temas religiosos, sin importar de qué signo fuesen, explica que se proclamase “obispo de los de fuera”, según Eusebio, y que fuese reconocido como la última instancia de apelación en los asuntos disciplinarios y dogmáticos de las comunidades cristianas.
La instancia en que mejor se aprecia esto es el Concilio de Nicea del año 325. El emperador se ocupó de reunir el mayor número de representantes del episcopado, puso a su disposición las postas imperiales, cargó con todos los gastos de los viajes. Unos trescientos obispos fueron reunidos, entre los cuales se hallaban Arrio y su oponente Atanasio. El emperador en persona se hizo presente y exhortó a que se tomaran las medidas necesarias para mantener la unidad doctrinal. Luego de una serie de discusiones acerca de la naturaleza del Verbo se decidió que el Hijo es “engendrado no hecho, consustancial con el Padre”. Los arrianos se retiraron de la reunión. La importancia de este concilio fue la sanción de la ortodoxia cristiana: Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres personas en una sola, tras lo cual, todos aquellos que no lo aceptaran quedarían excluidos del seno cristiano, cuestión que el mismo emperador se manifestó dispuesto a hacer respetar utilizando todos los medios necesarios.
El fervor cristiano de Constantino se acentuó durante la etapa en que dominó todos los territorios, momento en el que marginó a la religión pagana y prohibió sus ritos supersticiosos. El edicto impuesto luego de vencer a Licinio estableció que sería beneficiada la Iglesia cristiana de Oriente con todos los mandatos dados en Occidente: rehabilitación de cristianos exiliados, expropiados, incluidos en listas de curiales, condenados a trabajos forzados o esclavizados, degradados de sus empleos militares o de sus rangos nobiliarios.
Constantino mantuvo una dimensión política en su pensamiento religioso y la Iglesia no se opuso a esto puesto que era la mentalidad de la época. El emperador se propuso que la nueva religión adoptase las funciones institucionales que siempre había ocupado el paganismo y los clérigos el lugar de los sacerdotes paganos, con lo cual cada vez más adquirió manifestaciones externas de poder y menos la sencillez evangélica.
El caso donatista fue un problema emblemático. Se extendió por las zonas africanas, siendo las más romanizadas las que optaron por el seguimiento de la ortodoxia. Luego de las grandes persecuciones del siglo III hubo muchos cristianos que, por miedo,
abjuraron de su fe, participaron en los sacrificios y entregaron los libros sagrados a las autoridades romanas para su quema. Los grupos más puritanos pretendieron negarles el reingreso en la Iglesia una vez pasado los hechos pues su crimen era considerado contaminante y dejaba fuera de la Iglesia —y sin validez a los sacramentos que hubiesen administrado— no sólo al culpable sino también a quienes hubiesen ordenado. Donato creó una Iglesia paralela, rígida y de la que se expulsaba a los ministros indignos. Su mayor peligro fue su aceptación por parte de gran cantidad de población indígena, de allí hay quienes hablan del donatismo como una herejía nacional africana con fuertes matices de lucha social. Luego de dos concilios convocados por Constantino, el de Roma (313) y el de Arlés (314), que no fueron acatados por los donatistas, se avanzó en una condenación y confiscación de bienes. El problema quedó circunscripto a esta región, contó entre sus detractores con la figura de Agustín pero hacia 411 aún quedaban numerosos obispos donatistas. Luego, con la irrupción vándala y la conquista bizantina, seguiría teniendo adeptos que poco a poco fueron quedando eclipsados, desapareciendo de forma definitiva con la conquista musulmana.
El aspecto mejor conocido de la política religiosa de Constantino es su legislación a favor de la Iglesia y la ayuda material con la construcción de iglesias y donativos. El clero se convirtió en un orden privilegiado que se definía por sus características religiosas y no familiares ni políticas. Los problemas suscitados por esto fueron numerosos y es que cada facción eclesiástica se consideraba la ortodoxa y única y reclamaba para sí y sus miembros los beneficios estatales. El criterio por el que se definió la ortodoxia fue la adhesión a un determinado credo por decisión del emperador, con lo cual las herejías fueron vistas como enemigas del Estado y quedaron excluidas del socorro estatal. Los privilegios clericales trajeron problemas a las ciudades cuya situación ya hacía tiempo que estaba menoscabada. En principio, ordenó que el clero occidental quedara librado de muñera, que no fuesen forzados a participar en sacrificios paganos, les concedió capacidad para recibir donaciones y herencias, y el derecho a manumitir esclavos dentro de las iglesias; a los obispos se les otorgó autoridad judicial, la llamada audientia episcopalis, que obligaba a los jueces a reconocerlo y a dejar que los ciudadanos arreglaran sus litigios ante él lo cual les confirió prestigio; finalmente dio apoyo al calendario cristiano concediendo el die solis como día festivo.
El evergetismo constantiniano consistió en dotar a la Iglesia de ayuda económica y financiar la construcción y mantenimiento de numerosos edificios de culto. Roma fue una de las ciudades beneficiadas: se levantó la basílica Constantiniana, hoy de Letrán, concebida
como iglesia catedral y residencia de los papas.
Extra muros se erigió el Vaticano en honor al discípulo Pedro y la basílica de San Pablo. En los lugares santos de Palestina se construyó una basílica en el lugar donde habitó Abraham, aunque más importancia tuvieron los edificios de Jerusalén, ciudad venerada por Helena, madre del emperador. Si bien dice la leyenda que encontró el madero que habría sostenido el cuerpo de Jesús lo cierto es que, a su pedido, construyó el martyrium o Iglesia del Santo Sepulcro, levantado en el lugar de su sepultura y resurrección. Más fama adquirió la basílica de la Natividad construida en Belén. Constantinopla fue otra de las ciudades agraciadas según las circunstancias: aprestarse a ser nueva capital del Imperio. Se estableció allí la iglesia catedral de Santa Irene y la de los Apóstoles, ésta última planificada como lugar que albergaría las reliquias de los apóstoles y los restos del emperador.
La conversión de Constantino supuso el alejamiento de algunas costumbres paganas, como fue su negativa de subir al capitolio de Roma y el expolio a algunos de sus templos; en tanto Constantinopla fue embellecida con ellos y no relegados, tal como muestra el símbolo de la ciudad, una hermosa columna coronada por una estatua de Apolo a cuyos pies se decía que estaba enterrado el Pattadium, la estatua de Atenea que llevó consigo Eneas luego de la guerra de Troya y que hacía de esa ciudad invencible. Mantuvo su política de no obligar a los paganos a convertirse, con lo cual evitó ponerlos en su contra; designó a paganos para desempeñar funciones elevadas de Estado, no promulgó ninguna ley contra los cultos paganos y dejó que el Senado de Roma sumase créditos a los sacerdotes oficiales y a los cultos públicos del Estado romano. Tras lo cual se puede decir que su Imperio fue a la vez cristiano y pagano.
Bien poco parece que tuvo que ver el cristianismo y su moralización en el comportamiento de Constantino, quien no dudó en emplear hasta los métodos más violentos si estaba convencido de la presencia de una traición. Parece que se vio influido en dos ámbitos legales: en cuanto a la relación con los judíos, a los cuales se les prohibía tener esclavos cristianos, y eran castigados si no permitían que alguno se convirtiera al cristianismo. Respecto del matrimonio y la familia se dio mayor valor al compromiso esponsalicio, se prohibió al marido tener una concubina en el hogar, los solteros y los casados sin hijos.
En cuanto a la historiografía cristiana hasta el momento habían sido concebidos los géneros apocalíptico y el apologético, éste último acorde a los momentos de persecución que había sufrido y la necesidad de defensa de sus creencias ante el paganismo. Las obras históricas cristianas surgirán recién en el siglo IV, con un providencialismo que excederá los
marcos nacionales puesto que la Iglesia guiará al pueblo de Dios a través de obispos y mártires. Las aportaciones más originales estarán dadas por la historia eclesiástica, cuyo mejor exponente es Eusebio de Cesarea y la hagiografía con Atanasio de Alejandría.

Con los hijos de Constantino la continuidad es la característica que sobresale respecto de la política de privilegios hacia el clero. La dispensa de cargas municipales, la excepción a albergar tropas en sus casas, exenciones clericales de cargos públicos entre otras. Hubo una extraordinaria difusión del cristianismo en todas las capas de la sociedad y en todas las instituciones del Imperio. La simbología cristiana del crismón fue tomada por los emperadores Constante y Magnencio, que la colocaron en las monedas de bronce. Se mantuvieron los problemas enmarcados en el arrianismo oriental y la ortodoxia occidental, cuyas desavenencias los emperadores intentaron subsanar. Algunos movimientos extremistas cristianos se presentaron para acabar con el paganismo; las medidas legales en su contra se endurecieron incluyendo la prohibición de los sacrificios diurnos y nocturnos y el cierre de templos.
Un momento especial en el transcurso de este siglo, que logró afianzar el cristianismo en el Imperio, fue el reinado de Juliano, sobrino de Constantino. Su admiración por los antiguos lo llevó a manifestarse contra los cristianos e iniciar una restauración social y religiosa. Su programa político era seguir el del filósofo Marco Aurelio que requería del restablecimiento de los cultos tradicionales y poner fin a los privilegios cristianos. Para tal fin comenzó dejando en libertad a todas las facciones del cristianismo para que se aniquilaran mutuamente y dejaran el camino libre a la piedad tradicional, cuyos templos fueron reconstruidos y enriquecidos y se le restituyeron los bienes. En este contexto debe entenderse su apoyo al judaísmo. Quizá la medida más destacada para la posteridad ha sido la voluntad del emperador de que los cristianos fuesen apartados de la docencia, ya que se enseñaban contenidos antiguos que éstos, en definitiva, no compartían.
La reforma juliana no tuvo éxito debido a dos aspectos: que careció de apoyos sociales, ni la aristocracia pagana lo sostuvo ni las curias ni las ciudades; que la fortaleza que había cobrado el cristianismo, su sólida organización interna, su sistema de asistencia a los más necesitados, su instalación en las esferas del Estado, en la administración, el ejército y los gobiernos provinciales y locales, hicieron imposible su erradicación. Las medidas no tuvieron gran efectividad en tanto los cristianos se dieron cuenta y manejaron sus actitudes tratando de neutralizar sus diferencias y mantenerse unidos. Se vieron fortalecidos y defendieron sus iglesias y sus ideas aunque no fue la de Juliano una persecución abierta, por el contrario, pretendió llevar adelante las voluntades minando y corrompiendo a los fieles
con compras y lisonjas. Una muerte prematura, apenas dos años después de su ascenso al

trono, eliminó todo rastro reformista.

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