martes, 10 de mayo de 2016

SIGLO III - Manual

Los límites cronológicos del presente capítulo comprenden poco más de una centuria. La crisis del siglo tercero, tal como se denominó tradicionalmente al período, se extiende desde los inicios de la dinastía de los Severos (193) hasta la abdicación de Diocleciano (305). Un tiempo crítico en lo que confiere a la redefinición del orbe romano en sus diversos aspectos, cuya evolución política motivó interpretaciones de connotación negativa. La idea de crisis estuvo muy vinculada a la de decadencia, entendida como un proceso de degradación y corrupción de las formas que dotan de sentido y cohesión a una trama social compleja. Esta idea es deudora de una metáfora organicista, por la cual, el desarrollo del cuerpo social es homologado al ciclo vital de los seres vivos. Concebir que las sociedades nacen, crecen, se desarrollan y perecen, tras haber alcanzado su máximo esplendor, impide comprender las variaciones, las múltiples transformaciones, en suma, las mutaciones originadas en procesos de enriquecimiento y diversificación de los elementos definitorios de una cultura.
En consecuencia, podemos decir que el siglo III se trató de un momento típico de reelaboración de la estructura vigente que dio origen a un orden con un sistema de valores diferentes, el Dominado. La consolidación de una nueva concepción del poder tuvo lugar en un contexto de fuertes cambios políticos, económicos y sociales.
La evolución política de la periferia comenzó a afectar cada vez más lo que era, hasta ese momento, el centro de la administración imperial, lo que se tradujo en la adopción de nuevas funciones y prerrogativas por parte de esos espacios. En poco más de una década (260-273), las provincias pasaron a depender eventualmente de gobiernos diferentes. El Imperio quedó bajo la administración e influencia de emperadores legítimos a los que pronto se sumaron los usurpadores y pretendientes al trono. Las provincias occidentales, bajo la preponderancia de los emperadores galos, entre los años 260 y 286; las orientales, del gobierno de Palmira, de 268 a 270; y las centrales, del o los emperadores de Roma.
El problema sucesorio no era algo excepcional en esencia. No obstante, la acción decisiva del ejército otorgó mayor variabilidad al proceso al prescindir de la autoridad senatorial para proclamar a un nuevo emperador. Por tomar sólo un ejemplo podemos contar veintisiete gobernantes legítimos, seguidos de una extensa lista de usurpadores, entre
los años 235 y 284. Sólo en el año 238, seis emperadores ocuparon el trono en diversas partes del Imperio: Maximino, Gordiano I, Gordiano II, Pupieno, Balbino y Gordiano III.
Los historiadores suelen escindir al período en dos momentos claramente diferenciados que marcaron la progresión de la inestabilidad política. El primero, vinculado a la dinastía de los Severos, recibió el nombre de monarquía militar, como expresión del creciente poder del ejército en la configuración y sustento del Estado. El segundo, caracterizado como una época de anarquía, comprendió la guerra civil entre diversos comandantes de frontera, signada por la dispersión de la autoridad. De Septimio Severo a Maximino y de éste último a Diocleciano se produjeron una serie de reformas que reflejaban el derecho de urgencia que primaba sobre las decisiones de gobierno. En el último cuarto de la centuria, los emperadores ilirios propiciaron un período de recuperación que se consolidó con el ascenso al trono de Valerio Diocles, al que se le atribuye, sesgadamente, la providencia de haber salvado al Imperio con la imposición de un férreo control sobre los diversos aspectos de la vida política, económica, social y cultural.
En este contexto, se produjo la conformación simultánea dentro del ejército de sectores caracterizados por detentar una legitimidad fragmentaria y parcializada. El problema ya se había planteado durante el reinado de Cómodo (180-192). En efecto, las conspiraciones urdidas contra el emperador generaron una peligrosa dependencia del poder imperial para con la voluntad de los pretorianos.
La muerte de Cómodo posibilitó la expresión abierta de las rivalidades. Se originaron proclamaciones imperiales en casi todo el Imperio que dieron como vencedor al comandante de Panonia. Lucio Septimio Severo (193-211) fue el primero de una extensa lista de emperadores de origen provincial, de rango ecuestre, que tomó el control de la administración imperial. Comprendió que la única forma de afirmar su dominio era asegurar el apoyo de las legiones a través de un flujo constante de recursos. Para ello, reorganizó la gestión de las provincias conflictivas y modificó los mandos provinciales asignando legados imperiales, a los cuales controlaba a través de un sistema de recompensas. Además, asoció al poder a sus hijos como una forma de resolver la cuestión sucesoria evitando el enfrentamiento de las legiones. Sin embargo, la estrategia pronto fracasó puesto que el reconocimiento del mecanismo implicaba relegar la posibilidad de acceder al poder político.
En el año 219, luego del sangriento y no menos turbulento gobierno de Caracalla, el arribo de Heliogábalo al trono imperial posibilitó la reconciliación de la dinastía gobernante con el Senado. Sin embargo, la falta de aptitud militar del joven emperador, sacerdote de
Emesa, despertó el descontento e irritó a diversos grupos que vieron con desprecio la introducción de prácticas consideradas degradantes para un romano, como por ejemplo, la proskynesis o inclinación ante el emperador. Un motín de guardias pretorianos terminó con su vida para reemplazarlo rápidamente por Severo Alejando, primo del depuesto. Severo Alejandro, intentó favorecer los intereses senatoriales, pero pronto se opuso el ejército. En los años siguientes, los motines y alzamientos fueron intercalados con intentos, con escasa suerte, de recuperar la tradición y restaurar la paz. Entre ellos, el efímero gobierno de Decio (249-251) seguido, dos años más tarde, por el de Valeriano (253-260).
Otra de las cuestiones que condicionó el desarrollo de la centuria fue la constante presión sobre los límites del Imperio. Los desplazamientos poblacionales de las tribus germanas, en la frontera renano-danubiana, fueron la causante de innumerables pérdidas. Los sajones avanzaron sobre las costas de Britania y de Galia, flanqueada en el centro por francos, y en el sur por alamanes (258-264). Intermitentemente grupos de alamanes, burgundios, jutungos, vándalos y sármatas se enfrentaron a las tropas estacionadas en Retia, Nórica y Panonia a lo largo de la década del cincuenta y sesenta. En Oriente, los godos se desplazaron hasta las fronteras septentrionales, donde aunaron a los pueblos de la región incursionando en Dacia, las provincias balcánicas y las ciudades griegas del mar Egeo, causando la muerte del emperador Decio en al año 251.
En Oriente la situación se agravó con el reemplazo de la dinastía arsásida por la sasánida en la hegemonía política de la región. El Imperio persa llevó adelante una política de enfrentamiento y ocupación de las plazas dominadas por los romanos en Mesopotamia. El éxito militar de Sapor I alertó a los emperadores acerca de la peligrosidad del enemigo. El propio emperador Valeriano fue capturado en batalla y humillado en una demostración, sin precedentes, de la pérdida de la capacidad militar romana.
En este sentido, la organización de ciertas entidades autónomas debe considerarse como la consecuencia lógica de la organización local de la defensa del territorio y no como la voluntad de establecer un poder opuesto al de Roma. También posibilitó la aparición de movimientos sociales conformados por bandas armadas de campesinos que, a partir del año 260, se desplazaron desde la Galia por las riberas del Rin.
Si bien es cierto que los contemporáneos interpretaron con tintes melodramáticos las incursiones de los pueblos “bárbaros”, la magnitud de los desplazamientos fue mucho menor que la de los siglos posteriores. La situación se restableció lentamente con la llegada de los denominados emperadores ilirios, provenientes de Dalmacia, en el año 268 (con la excepción de Tácito y Floriano entre diciembre de 275—276 y Caro, Carino y Numeriano de
octubre de 282 a 284; que no pertenecían por origen a dicho grupo). Estos emperadores no sólo lograron infligir derrotas decisivas a los principales oponentes, sino que establecieron iniciativas para recuperar la producción en las tierras y mejorar la situación monetaria, aumentando la presión fiscal.
En el año 284 la situación no era diferente de las décadas precedentes. El emperador Caro murió en extrañas circunstancias mientras llevaba una campaña exitosa en Oriente. Su hijo Numeriano, encargado de replegar las tropas, fue asesinado por el prefecto de pretorio. Valerio Diocles, un jefe militar de origen ilirio, se proclamó defensor del emperador depuesto y terminó con la vida del prefecto del pretorio como presunto asesino. Posteriormente se impuso sobre Carino, que logró vencer en batalla, pero fue asesinado por un oficial de sus propias filas.
Los cambios operados por Diocleciano deben comprenderse en el marco de las transformaciones acaecidas en el siglo precedente. En efecto, la propia conformación de la autoridad imperial respondía a la necesidad de establecer a un gobernante que fuera capaz de asegurar el orden. La naturaleza del poder se modificó y con ella la relación del emperador con los ciudadanos, quienes adquirieron el estatus de súbditos. El emperador dejó de ser únicamente el princeps o el primer ciudadano para convertirse en el dominus o señor.
Diocleciano estableció el sistema de corregencia que le permitió transferir su autoridad sobre la parte occidental del Imperio, sin poner en riesgo la integridad del Estado. Presionado por la circunstancias —por entonces se produjo un alzamiento militar en Britania— designó a Maximiano primero como César en 285 y, posteriormente, en el siguiente año, como Augusto. Cada uno de los Augustos asoció a un general en carácter de César —C. Galerio (en Oriente) y Flavio Valerio Constancio (en Occidente)— destinados a sucederlos en el cargo en caso de muerte o incapacidad. De esta forma, el gobierno directo del Imperio quedó divido en cuatro grandes áreas de influencia.
En cada una de las reformas de Diocleciano es posible identificar la existencia de un principio de racionalidad administrativa que tenía como fin último reforzar la posición del emperador y la estructura estatal. En el ámbito militar buscó mejorar la distribución de las legiones sin incrementar el número de tropas. Para ello convirtió a la legión de cinco mil efectivos en una unidad de menores dimensiones, que apenas sobrepasaba los tres mil. Además, creó unidades móviles, de mil soldados, mucho más efectivas en el combate irregular que presentaban las incursiones de los pueblos que habitaban las fronteras.
También reconfiguró el gobierno de las provincias implantando una precisa separación entre las funciones civiles y militares. Algunos historiadores sostienen que las reformas remitían exclusivamente a la necesidad de mejorar la recaudación de impuestos, pero en realidad se trataba de una forma de limitar la independencia de los mandos intermedios. Los tetrarcas dividieron el territorio, sobre todo aquellos espacios más conflictivos, multiplicando el número total de provincias, a cargo de un gobernador civil o praesides y de un jefe militar o dux. Estas estaban agrupadas en 17 unidades mayores a cargo de un vicario, denominadas diócesis, distribuidas en 4 prefecturas a la cabeza de las cuales se encontraba un Augusto o un César. Sólo los prefectos del pretorio mantuvieron los poderes civiles y militares articulando las dos esferas en cada una de las provincias.
Las reformas afectaron al círculo más cercano del emperador. Diocleciano modificó el consejo imperial, como resultado de la fusión del consejo del príncipe y la cancillería, e integró a los jefes de los despachos, la administración imperial y otros miembros que él mismo seleccionaba. La división de funciones civiles y militares redundó en un incremento considerable del número de funcionarios pero fue lo que permitió, al menos por un tiempo, detener el crecimiento de figuras individuales con el suficiente poder como para romper el equilibrio logrado.
Desde el punto de vista social el panorama del siglo tercero no parece ser nada alentador. Las guerras periódicas, las pestes, la merma de la actividad económica, la ralentización de los intercambios, así como también, las constantes presiones fiscales y exacciones de hombres fueron argumentos suficientes para aceptar la subordinación, no sin resistencias, de los intereses individuales al fortalecimiento de la cosa pública por parte de una autoridad fuertemente asentada.
La restauración del orden se dio en el marco de notables transformaciones políticas y económicas que impactaron en la estructura social. En efecto, a lo largo de la centuria se produjo un desplazamiento en la posición relativa de los principales grupos y centros de poder. Esta redefinición comprendió el ascenso del orden ecuestre frente a la tradicional
aristocracia senatorial, a la cual, reemplazó paulatinamente en funciones administrativas y militares.
Los senadores en tanto actores individuales —y el Senado como institución— perdieron buena parte de su influencia política. Se trataba de una consecuencia lógica de las transformaciones en la administración y la defensa del Imperio. El destacado predominio militar impactó de lleno en la estructura social transfiriendo los altos cargos y los mandos militares al orden ecuestre.
Los miembros del orden senatorial habían abandonado poco a poco el desempeño de funciones militares, convirtiéndose en un grupo incapaz de afrontar los desafíos externos. Por otro lado, la renovación del cuerpo pocas veces contempló el ingreso de individuos vinculados al ámbito castrense, pese al prestigio que detentaba el Senado aún en el siglo III.
El emperador Galieno comprendió la necesidad de proporcionar efectivos militares profesionalizados en la conducción de los ejércitos. En consecuencia, en el año 262 dictó un edicto excluyendo a los senadores de los comandos militares y los gobiernos de las provincias con destacamentos permanentes. La medida no implicaba una prohibición formal y algunos senadores continuaron desempeñando las funciones que otrora les correspondieran. Sin embargo, el antiguo papel dirigente del orden senatorial quedó reducido al desempeño de cargos administrativos menores y al gobierno de provincias sin el control de las tropas acantonadas allí. Aun así, los senadores, toda vez que las condiciones así lo permitieron, actuaron como un grupo de poder haciendo uso de las influencias para imponer o arbitrar soluciones en su favor.
La carrera militar confería prestigio, riqueza y permitía el ascenso social de la oficialidad. Se trataba en su mayoría de personas de origen provincial que alcanzaban los puestos de mando tras una extensa carrera profesional. La situación económica de los legionarios se fortaleció con el aumento de la soldada, así como también, los donativos recibidos con motivo del acceso al trono de un nuevo emperador y el bono especial por licenciamiento. Muchas familias hicieron de la carrera militar una posición hereditaria, promoviendo el ascenso de sus propios hijos en la jerarquía del ejército. Este lugar de primer orden fue refrendado socialmente con el otorgamiento de títulos que, hasta ese momento, habían sido asignados al orden senatorial, como un reconocimiento del prestigio que confería servir al Estado en las fronteras.
Las diferencias hacia el interior del orden ecuestre eran mucho mayores en el siglo III que en el Principado, sobre todo, entre aquellos involucrados política o militarmente.
El orden decurional cumplió un papel muy importante en las finanzas imperiales. Eran los encargados de remitir los impuestos recogidos en el ámbito de los municipios. En ellos recayó el peso, de forma más o menos institucionalizada a partir de Septimio Severo, de recaudar la contribuciones extraordinarias y solventar con sus propias fortunas la provisión de agua, abastecer la ciudad, fortificar las murallas, reparar los caminos y costear la administración municipal, sobre la cual, perdieron poder e independencia. Los métodos empleados para recolectar las contribuciones fiscales infligieron una fuerte presión aunque no cabría exagerar el carácter coercitivo del sistema. Sin lugar a dudas, para este grupo lo que antes era concebido como un privilegio, pasó a ser una pesada carga que siempre que pudieran, intentaban eludir.
La crisis económica estaba incardinada en diversas capas sociales, con independencia de su condición socio-jurídica. La figura del liberto rico prácticamente desapareció en este período, en esencia por la interrupción de la actividad comercial, fuente principal de recursos. También se ha señalado el fin de las relaciones esclavistas, pero asumir esa posición implica concebir que la principal fuente de extracción del excedente era la renta obtenida del trabajo esclavo. Lo que sucedió en cambio fue que en esta sociedad el esclavo-mercancía ya no tenía objeto, puesto que el Estado redefinió los mecanismos que garantizaban su abastecimiento, bajo otras formas de explotación de la tierra.
A lo largo del siglo tercero tuvo lugar el resurgimiento del fenómeno asociativo como dispositivo de autoprotección corporativa. Florecieron collegia de navegantes, comerciantes, herreros, panaderos, medidores de trigo, zapateros y vendedores de cerdos. Estas agrupaciones se habían caracterizado por proporcionar una base social de apoyo con diversos fines mutuales y religiosos entre los que contaban la asistencia de la familia al momento del fallecimiento de uno de sus miembros.
El Estado encontró en los collegia o sodalitates una estructura organizativa que le permitía garantizar la producción necesaria para abastecer al Imperio. Además proporcionaban una buena base de control social sobre una forma de integración horizontal que había demostrado, en reiteradas oportunidades, su potencialidad conflictiva. Para ello, fijó las profesiones a determinadas familias, llegando al caso, de prohibir los casamientos de los miembros con personas no asociadas a los collegia. Incluso se establecieron penas para aquellos que abandonaran la profesión.
La intromisión no sólo se produjo sobre las personas, sino principalmente sobre su actividad. En cada caso se establecieron parámetros acerca de cómo desarrollar el oficio, el tipo de herramientas que debían emplearse, con quién se debía comerciar y los tiempos de
producción. El Estado se erigió como el principal destinatario de los servicios ofrecidos y como contrapartida otorgó excepciones impositivas, contratos y compensaciones por pérdidas eventuales.
Uno de los cambios fundamentales, cuyas derivaciones admiten diversas interpretaciones, fue la extensión de la ciudadanía romana al conjunto de los habitantes del Imperio. En el año 212, el emperador Caracalla concedió, por medio de la Constitución antoniana, el derecho de ciudadanía a toda la población libre. La medida lejos estaba de reflejar la generosidad del emperador motivada por el ideal comunitario de la romanidad. Se trataba de una unificación de los criterios jurídicos, que igualaba a los sujetos de derecho, marcando una diferencia entre los más ricos y los más pobres. Dión Casio menciona que la medida tenía un fin sólo impositivo, pero resulta difícil ponderar el impacto sobre las arcas del Estado de la incorporación a la ciudadanía plena de todos los habitantes del Imperio. Sobre todo, teniendo en cuenta que los principales impuestos seguían recayendo sobre la tierra. Lo cierto es que con posterioridad, el emperador duplicó el valor de las contribuciones tales como el impuesto sobre las herencias.
En la práctica la Constitución antoniana derogaba el derecho de ciudadanía como salvaguarda jurídica, puesto que colocaba en un mismo nivel a personas que de otro modo nunca lo hubieran estado. El privilegio estatutario que reportaba la ciudadanía dejó de ser el principio básico de diferenciación social.
Las transformaciones sociales, operadas como consecuencia de las múltiples dimensiones de la crisis, ocasionaron la agudización de las tensiones que venían desarrollándose desde el siglo precedente. La reelaboración de la estructura vigente afectó tanto al orden senatorial y ecuestre como a las masas de hombres libres, libertos y esclavos que habitaban las ciudades y campos. La plebe de las ciudades también demostró su descontento cuando el Imperio comenzó a demostrar los límites de los donativos y la entrega de provisiones, que cubrían una mínima pero inestimable parte de las necesidades populares.
Las condiciones en el mundo rural no eran diferentes a las enunciadas para la ciudad. Allí, las circunstancias económicas motivaron levantamientos de campesinos que debían enfrentar las difíciles condiciones de vida que imponía el ciclo de producción agrícola, sujeto a los imponderables climáticos y a las presiones humanas sobre el terreno. En estas circunstancias muchos colonos abandonaron las tierras, las cuales pasaron a ser objeto de una reforma del sistema de producción. En la segunda mitad del siglo III los Bagaudae, constituyeron un desafío para las autoridades. Tomaron parte en el movimiento
amplios grupos de campesinos independientes, colonos fugitivos y ladrones que, pese a las derrotas infligidas, lograban revitalizar la agitación.
La restauración de la estabilidad se produjo en una sociedad cuyas bases tradicionales se habían modificado en poco más de una centuria. Es absolutamente cierto que el Imperio sobrevivió, pero lo hizo en el curso de la lucha que transformó una serie de instituciones y prácticas que habían sido fundamentales para el funcionamiento de los primeros años desde su instauración. En términos sociales la crisis se reflejó en una serie de puntos de inflexión que se resolvieron dando lugar a una nueva configuración cultural que, a todas luces, resulta injusto calificar sobre la base de la época dorada de los Antoninos.
De acuerdo con las fuentes literarias, escasas y relativamente parciales, los indicadores económicos fueron la manifestación más ostensible de la crisis del siglo tercero: interrupción parcial de los intercambios comerciales, desaceleración del crecimiento económico, abandono de la producción por parte de la población campesina, baja demográfica, depreciación de la moneda e incremento de los precios. Sin embargo, el Imperio había atravesado en diversas ocasiones por coyunturas en las que se habían dado la conjunción de elementos internos y externos que ejercían una enorme presión sobre los recursos y cuestionaban la capacidad de respuesta del Estado. Además, una crisis económica generalizada extendida inexorablemente en el tiempo habría imposibilitado la recuperación y el desarrollo de ciertas áreas geográficas que aportaron los medios necesarios para recobrar la unidad del territorio. Existieron problemas de diverso orden que estaban vinculados tanto con las consecuencias concretas de la guerra como a las medidas arbitradas en la práctica por los diversos emperadores.
A lo largo de la centuria, y en particular con la llegada de los emperadores ilirios, se intentó imponer un principio de racionalidad que apuntaba a optimizar la gestión, normalizando procedimientos e institucionalizando funciones y responsabilidades. El desequilibrio básico generado por la guerra fue superado sólo cuando el sistema pudo adecuar las exigencias de la centralización gubernamental a la tributación obtenida. Es claro que el Imperio no debe considerarse una unidad, incluso este equilibrio implicó una percepción desigual de los beneficios de una provincia a otra.
Las recientes excavaciones arqueológicas aportan evidencia que contribuye a ponderar el impacto de la crisis en la compleja geografía del Imperio. Es decir, mientras que en algunos casos existía una clara interdependencia entre una región y otra, en otros, la
evolución de un espacio determinado podía ser independiente del acontecer político, económico y social del conjunto. Una realidad tan compleja reflejaba la desigual integración del Imperio al tiempo que propiciaba las bases de la reorganización socioeconómica. Como en otros períodos, los emperadores tomaron aquello que mejor funcionaba para perpetuar el orden romano.
Algunas provincias mostraron signos de progreso económico durante todo el período, incrementando y consolidando su posición en el comercio de manufacturas y productos agrícolas tales como cereales, aceites y vino. Se trató de las provincias que lograron organizar eficientemente la defensa de las fronteras o permanecieron incólumes ante la presión de los pueblos extranjeros, como por ejemplo Britania, Egipto y, en menor medida, el norte de África. Una suerte dispar corrieron las provincias danubianas de Panonia, Mesia y Dacia cuyas oscilaciones correspondieron ante todo a los éxitos y fracasos militares. La zona más afectada por los desplazamientos poblacionales correspondió a las provincias de Hispania, Galia y Siria. En todo caso, la guerra fue el elemento que generó las condiciones críticas de la economía y, al mismo tiempo, motorizó las reformas que consolidaron un nuevo tipo de Estado.
La fragmentación política deterioró paulatinamente el sistema de intercambios comerciales. Las rutas terrestres y marítimas, por las cuales transitaban las mercancías que abastecían los principales centros urbanos, se convirtieron en vías de comunicación inseguras pobladas por salteadores de caminos que imposibilitaban el libre tránsito de los productos. Si bien es cierto que las legiones cubrían en parte la función de custodia de los caminos, en las circunstancias reinantes de la centuria, su actuación se limitó más bien a persuadir que a imposibilitar el robo y el saqueo.
La interrupción de los contactos comerciales impidió la colocación de los productos en los mercados más distantes ocasionando la escasez de todo tipo de mercaderías. La incertidumbre imperante generó mayor especulación económica, lo que se tradujo en el acopio de productos y el aumento de los precios en el mercado libre. Entre otras consecuencias, la virtual suspensión de los intercambio perturbó la percepción del tributo que proveía la moneda de plata, indispensable para cubrir la proporción en metálico del estipendio pagado a los soldados.
Para poder costear los crecientes gastos oficiales, los emperadores apelaron a dos estrategias complementarias. En primer lugar, tomaron posesión de las rentas existentes, en particular, de los ingresos percibidos en las ciudades en calidad de contribuciones locales.
En segundo lugar, recurrieron a la acuñación de moneda, rebajando la aleación empleada, lo que causó la pérdida del valor adquisitivo del dinero.
De Nerón en adelante se produjo una rebaja sistemática del contenido metálico noble de la moneda. En el transcurso del siglo III algunos emperadores intentaron controlar la situación restableciendo la paridad cambiaria con la incorporación de una moneda que tomara como parámetro el escaso denario de plata. Así, Caracalla introdujo el antoniano, con una aleación fijada en un cincuenta por ciento de plata y un valor nominal de dos denarios. La pérdida del valor del antoniano afectó la equivalencia que mantenía el denario con el áureo, que también fue modificado por Caracalla. Por el contrario, las monedas de bronce no sufrieron una modificación sustancial de su valor intrínseco, llegando a competir finalmente con las de oro y plata.
En el año 274, Aureliano introdujo una segunda gran reforma monetaria que tenía por objetivo reemplazar al antoniano cuya depreciación había afectado a los restantes valores monetarios. La nueva moneda de plata, Aureliano o nummus, estableció una paridad cambiaria, que aún hoy se encuentra en discusión, de dos a cinco denarios. El áureo también sufrió las consecuencias de la introducción de nuevas monedas y su valor nominal disminuyó. La necesidad de contar con mayor cantidad de oro hizo que se rebajara el material precioso utilizado en la fundición. Hacia el final de la centuria lo que se produjo fue una notable escasez de oro y plata, tanto por el acopio de las monedas más antiguas de mayor ley como por la fundición del circulante con la intención de obtener su contenido. La carestía de metálico fue tan apremiante que incluso se establecieron impuestos pagaderos en oro y plata.
La reducción del metal noble en la moneda circulante, que puede entenderse en términos actuales como una devaluación, ocasionó un aumento considerable de los precios en el mercado. Los productores buscaban con ello minimizar la rápida depreciación de la moneda transfiriendo las pérdidas a los consumidores. Paralelamente, se produjo una retracción de la economía monetaria ante el avance de otras formas de comercio basadas en el trueque de especies. Este dato fue interpretado como una demostración de la decadencia de las ciudades y la vida urbana, síntoma del retorno a una economía primitiva. No obstante, el intercambio monetario siempre habría convivido con otras formas y medios de comercio.
En estas circunstancias la totalidad de las contribuciones, que reclamaba el Estado, pasaron a recolectarse en especie. Para ello fue necesario delinear una compleja red de funcionarios de la administración imperial encargados de estimar con precisión el tributo
en cada región, con el fin de adecuar las requisas a las necesidades. Una de las consecuencias de las contribuciones en especie fue la necesaria descentralización de los lugares de acopio y distribución. El incremento de los oficiales de gobierno contribuyó a agravar la situación fiscal puesto que aumentaba el número de retribuciones que el Estado debía realizar. El sistema era muy oneroso para la población local y, en ocasiones, las comunicaciones lo tornaban en extremo lento ocasionando graves problemas de suministro.
Otro de los aspectos de la crisis económica fue la disminución de la productividad agrícola. Las contribuciones en especie recaían principalmente sobre la tierra, arruinando a los pequeños propietarios y colonos sobre los cuales pesaba la carga de sobretasación fiscal y las exacciones extraordinarias. El abandono de las tierras fue completado con una perceptible baja demográfica producto de la guerra y las epidemias que se abatieron sobre toda Italia y las provincias centrales desde el año 250. Con mayor precisión, el siglo tercero mostró la reconversión de las estructuras agrarias que, bajo la formalización de nuevas figuras jurídicas de sujeción a la tierra, cobró un renovado impulso.
Las tierras abandonadas pasaron a ser parte de la gran propiedad. Esto no quiere decir que la pequeña propiedad desapareciera en su totalidad, sino que la unidad de producción organizada para el autoconsumo perdió importancia en el contexto de una fuerte acumulación de tierras. Los emperadores comprendieron la necesidad de asegurar la continuidad de la producción agrícola y para ello tuvieron que garantizar la disponibilidad de mano de obra. La legislación imperial delimitó la situación de la tenencia de la tierra. Por un lado, el beneficiario de las leyes agrarias que recibía en propiedad la tierra pública con la obligación de mantener la producción y no abandonar el cultivo. Por otro, el colono que no poseía título de propiedad pero sí la tenencia de la tierra para explotación independientemente del régimen o forma de producción. El plazo convenido para éstos últimos era por lo general, de cinco años y afectaba tanto a las tierras no cultivadas como a las abandonadas.
Ahora bien, para poder garantizar la reproducción del sistema lo que el Estado demandaba debía guardar cierta relación con lo que se producía. Un delicado equilibrio que en la práctica nunca fue alcanzado, puesto que el sistema se retroalimentaba de manera tal que cualquier reforma destinada a aumentar la percepción de recursos implicaba un aumento proporcional en la organización burocrática. No obstante, Diocleciano se encargó de institucionalizar el sistema de contribuciones con la intención de obtener un parámetro
que permitiera calcular los ingresos del Estado y moderar las requisas, que indiscriminadamente se realizaban según las necesidades del momento.
Diocleciano, solicitó el más completo censo de los recursos del Imperio en el año 287. En primer lugar ordenó una revisión de los catastros de las ciudades para obtener el número de contribuyentes y el valor de la contribución. En segundo lugar contrastó estos datos con la naturaleza de la tenencia de las tierras así como también la calidad de las mismas.
El sistema impositivo se basaba en una unidad abstracta de tributación que gravaba tanto las cabezas individuales —en la que se incluía individuos y animales— (capitatio) como las unidades de tierras (iugera). La determinación de la contribución por cabeza implicaba asignar un valor a cada unidad generalmente un caput por cada varón adulto, medio en el caso de las mujeres y una fracción menor para los esclavos. En relación a la tierra, las unidades de cálculo, iugum, comprendían el terreno cultivable o cultivado de las propiedades declaradas. Para determinar el valor de la contribución fiscal, el procedimiento implicaba una operación por la cual se tomaba el monto imponible de una circunscripción divido por el número de capita censados en ella. El sistema se caracterizaba por establecer una fiscalidad progresiva en la que el importe de las contribuciones era proporcional a las unidades imponibles censadas.
Diocleciano, en el año 294, emprendió una nueva reforma monetaria que implicó la introducción de una moneda de bronce (follis) cuya equivalencia con el denario se encuentra actualmente muy discutida. Modificó la ratio de la moneda de plata cuyo contenido se estableció en uno sobre noventa y seis por libra, al tiempo que redujo el áureo de uno sobre cuarenta y cinco a uno sobre sesenta por libra. Las escasas emisiones de monedas de oro minimizaron la eficacia de la medida puesto que se incrementó el uso de las monedas de menor valor, cuyo contenido de metal no era determinante en la asignación de su valor. En septiembre de 301, ensayó otra reforma monetaria, destinada a apreciar los valores nominales asignados al circulante. En virtud de ello, el argentus pasó de 50 a 100 denarios. De esta forma los usuarios de la antigua moneda veían duplicado su poder adquisitivo, puesto que la ley establecía que las deudas debían pagarse a razón de los viejos valores.
El aumento del dinero circulante, paralelamente al incremento del valor del numerario, ocasionó una fuerte subida de precios motivada en parte por la escasa oferta de mercancías, cuyo destino principal era el abastecimiento del ejército y la paga de los funcionarios. En consecuencia, a finales del año 301, Diocleciano promulgó un edicto de precios máximos con el cual intentaba controlar la especulación y el gasto desmesurado que
provocaba la restricción de la oferta a través del aumento de precios. El edicto también establecía una baja en los salarios y sanciones para todos aquellos que transgredieran las normas.
El siglo tercero muestra elementos tanto de continuidad como de ruptura con la tradición clásica precedente. La caracterización de sus componentes esenciales, basada en la adjetivación comparativa entre dos períodos —uno supuestamente brillante y otro aparentemente decadente— permite dar cuenta del horizonte cultural al cual remite el imaginario social, en este caso, signado por el omnipresente pesimismo y la incertidumbre. En este sentido, el momento de mayor expansión del territorio de dominio romano, se convirtió en el recuerdo imperecedero de una época de gloria que fenecía ante los cambios producidos a lo largo de la centuria que nos ocupa. Sin embargo, los parámetros enunciados son poco operativos para comprender y explicar el proceso, entendido la mayor parte de las veces, como una transición.
Por un lado, se reafirmó la educación clásica como horizonte cultural realizable que, desde un punto de vista ético y moral, fundía a las clases altas con los más elevados representantes del pensamiento político y filosófico. La educación continuaba moldeando la mentalidad de aquellos que aspiraban reconstituir una base coherente de ideas en un período en que las tradiciones eran fuertemente contrastadas y cuestionadas. En lo que refiere a la literatura no fue un siglo muy prolífico, exceptuando algunas notables excepciones como Dión Casio, Herodiano o Cipriano de Cartago. En particular, éste último centró su atención en cuestiones doctrinales pero su obra informa de manera general, sobre aspectos económicos y sociales del período. En cambio florecieron la escultura, los retratos y las pinturas con detalles de realismo que adornaban las salas de las grandes residencias rurales y urbanas. En ellas los senadores seguían patrocinando la filosofía griega de corte pagano. De manera análoga, emergió una literatura cristiana que reflejaba las divergencias dogmáticas, producto de las tendencias seguidas por las diversas comunidades, cada una de las cuales tenía su propia definición de la ortodoxia, la heterodoxia y la herejía.
Por otro lado, en términos culturales, se moldeó una nueva sociedad romana, en la cual, la condición de súbditos modificó los patrones de comportamiento básicos que habían caracterizado el ejercicio de la ciudadanía en el marco del Imperio. Las demostraciones típicas de exterioridad, concebidas como representaciones del prestigio y el
servicio personal a la ciudad, perdieron significatividad en el marco de un sistema de asignación de funciones que no dependía ya de la comunidad cívica, sino que estaba exclusivamente determinada por el propio emperador o sus delegados.
La originalidad del período radicó en la instauración de una concepción del poder que modificó la posición de los grupos sociales encargados de sustentar y dirigir al Imperio. Las formas tradicionales de integración política de la comunidad quedaron, en la práctica, derogadas por la extensión del derecho de ciudadanía. La competencia personal que animaba a los hombres prominentes a servir a sus congéneres, con el fin de obtener la consideración de los mismos, fue reemplazada por las demostraciones de lealtad dirigidas al emperador.
El cambio tuvo consecuencias notables en las prácticas sociales, las formas de comportamiento cívico, el paisaje urbano y la sensibilidad religiosa. Estos aspectos permiten vislumbrar las transformaciones culturales que lejos están de demostrar una crisis sin solución, sino que por el contrario advierten acerca de la capacidad de redefinición del Estado.
Durante todo el período se registró una disminución de las construcciones públicas que ornamentaban las ciudades, sumado al descenso del número de inscripciones epigráficas. Sin embargo, el impacto sobre las fortunas personales debe haber sido menos devastador de lo que se supone, puesto que continuaron existiendo personas capaces de fomentar y contribuir al desarrollo de la ciudad bajo otros parámetros. El dinero utilizado en construir edificios públicos fue destinado a fortalecer las defensas de las ciudades, sus murallas y templos. Una consecuencia lógica derivada de las incesantes guerras y enfrentamientos militares. En las villas florecían las residencias de senadores y viri militares que adquirían tierras, en este último caso, fruto del notable incremento de recursos obtenidos por sus servicios. Además, el mantenimiento de los monumentos suponía una onerosa carga para aquellos encargados de recoger los impuestos y proveer el avituallamiento militar, incluso en detrimento de sus recursos personales.
La unidad teórica del Imperio ocultaba una realidad plural y multiforme en la cual convivían pueblos con diversidad de orígenes y lenguas. El latín compartía su hegemonía con el griego, preponderante en ámbitos urbanos de Oriente, junto a otras lenguas como el demótico en Egipto, así como en todo el Imperio las lenguas demostraban la pervivencia de las tradiciones locales.
Las transformaciones sociales propiciaron cambios en el paisaje urbano cuya manifestación más evidente fue la fisonomía de las ciudades. La brecha económica y
cultural se profundizó entre Occidente y las ricas provincias del norte de África y cercano Oriente. La interrupción de las vías comerciales encareció el flujo de bienes suntuarios que, en otro tiempo, habían enriquecido las calles de las capitales y demostraban el poder de sus notables. Las provincias centrales del norte de África, en particular Numidia y África
proconsular, experimentaron un fuerte crecimiento del número de asentamientos y la expansión de los núcleos urbanos, lo que pone en evidencia el incremento de la población y la producción agrícola que la sostenía. Las ciudades más prósperas del sur de Libia, Grecia y Oriente Próximo sobrepasaron a Hispania y el sur de la Galia. Mientras que la mayoría de las ciudades de Italia, la Galia belga, Germania y el norte de Europa, en la frontera del Rin, se contrajeron replegándose tras las murallas.
Entre los cambios culturales producidos, la expansión y consolidación del cristianismo es uno de los procesos más notables del siglo III, cuanto más manifiesto, por las grandes persecuciones de las comunidades cristianas y su jerarquía eclesiástica. El sincretismo que caracterizó a la religión politeísta romana había permitido, hasta ese momento, incorporar fórmulas religiosas que renovaban la experiencia espiritual, sin entrar en contradicción con el orden que venía a cimentar. En efecto, el principio fundamental que guiaba el culto a los dioses era la preservación de la paz con el mundo divino, el cual aseguraba la prosperidad y grandeza del Imperio, a través de la estricta observancia de los rituales.
Junto a esta religiosidad oficial, fuertemente formalizada, convivían una innumerable cantidad de prácticas populares, consideradas por la élite simples supersticiones, destinadas a salvar la distancia que separaba los intereses del individuo con los de la comunidad. La difusión de oráculos y la proliferación de adivinos, manuales de astrología, libros de sueños y tratados de magia demuestran la necesidad de ampliar el espectro de recursos con los cuales mermar la incertidumbre sobre el futuro.
En el siglo tercero se manifestó un cambio más profundo en la actitud de las personas que pareció reflejar un retraimiento de la vida pública a la cual habían aspirado los hombres en el pasado. En las clases bajas el espíritu dominante que guiaba la búsqueda espiritual era la salvación de una vida que presentaba estrepitosos portentos. En este sentido, las denominadas religiones mistéricas —entre las que contaban los extendidos cultos a Mitra, Eleusis y Deméter— proporcionaban un mensaje de protección y salvación para la comunidad de fieles, que encontró amplia aceptación. El individuo, tras una iniciación en la que alcanzaba la revelación, pasaba a formar parte de un grupo que se constituía en un apoyo social inestimable.
En este contexto, la expansión del cristianismo parece menos sorprendente puesto que el avance hacia el monoteísmo aparecía prefigurado desde diversas perspectivas. En primer lugar, el culto al emperador, en nombre del cual se realizaban sacrificios, se convirtió en el instrumento más utilizado para mantener la cohesión ideológica del Imperio. En este sentido, la identificación del emperador con el Sol Invicto habría promovido una especie de jerarquía divina que ponía de relevancia la primacía de Júpiter por sobre el resto de los dioses. En segundo lugar, en ámbitos letrados del estoicismo el universo era producto de un dios, una divinidad suprema de la que se desprendían el resto de los dioses. En tercer lugar, el impacto del platonismo medio que concebía la existencia de divinidades intermedias entre un dios superior y los hombres. Más tarde el neoplatonismo, en particular con Plotino como una de sus figuras más relevantes, desarrolló una concepción en la que del Uno trascendente e incognoscible derivaba la inteligencia, el pensamiento múltiple y el alma eterna del mundo.
El cristianismo ofrecía un discurso simple que rápidamente se difundió entre las capas más bajas de la sociedad y terminó por erigirse como una alternativa ideológica. Jesús había predicado la venida del reino de Dios para la comunidad de fieles. Este mundo no se imponía en la corrompida sociedad sino que era alcanzado gracias al desprendimiento material y corpóreo de las ataduras temporales. La ley divina a través de la cual los hombres pretendían conseguir la paz y el bienestar, que auguraba la proximidad de Dios, implicaba la exclusión de la participación en la vida cívica y desaparición de las barreras sociales. En efecto, los hombres se manifestaban iguales en su naturaleza ante los ojos de Dios.
Las divergencias entre las diversas comunidades cristianas hablan de un fenómeno plural en el que convivían un conjunto de tradiciones. A mediados del siglo III se consolidan básicamente tres grandes interpretaciones: la pre-ortodoxa, la marcionita y la gnóstica. Sin embargo, desde los primero tiempos, a diferencia de otras religiones de tradición local, los cristianismos se caracterizaron por una marcada pretensión universalista. El Dios único y trascendente excluía del universo religioso a los antiguos dioses paganos y asumía la soberanía como una revelación de la verdad.
Desde el punto de vista de la mentalidad romana el cristianismo era un elemento rupturista que amenazaba la unidad del Imperio. El alejamiento de las antiguas tradiciones y de los deberes cívicos se encontraba entre las principales causas que explican las persecuciones desatadas contra las comunidades cristianas.
En la primera mitad del siglo los decretos imperiales tuvieron un impacto relativo, puesto que el Estado no disponía de los medios para efectivizar las medidas dispuestas.
Estos condenaban principalmente las manifestaciones públicas de las comunidades cristianas. En el año 202, Septimio Severo prohibió el proselitismo, fuera judío o cristiano, ya que advertía la peligrosidad del crecimiento del número de seguidores y su capacidad de organización. Luego Maximino comprendió que eran las jerarquías eclesiásticas las que otorgaban cohesión al grupo y, por lo tanto, ordenó que fueran perseguidas. Los edictos no lograron el efecto esperado, pese a la persecución el cristianismo continuó expandiéndose.
En la segunda mitad de la centuria, la política pareció ser mucho más contradictoria puesto que la intransigencia se revelaba mediada por un período de tolerancia. En el año 250, el emperador Decio promulgó un edicto que obligaba a todos los ciudadanos a realizar los sacrificios en nombre del Estado y estableció graves penas para todos aquellos que no cumplieran la orden imperial, cuya trasgresión ameritaba la pena de muerte. Esto produjo una fractura entre los que renegaron de la fe cristiana para eludir el castigo y los que lo hicieron sin abjurar su religión. Valeriano decretó la persecución de las jerarquías y la confiscación del patrimonio eclesiástico, en este contexto, muchos cristianos fueron martirizados en Roma, África, Hispania y Oriente. Apenas tres años después, en el 260, Galeno reconoció una situación que se daba de hecho y publicó un edicto de tolerancia con el cual intentaba recuperar la paz con la Iglesia.
Si al comienzo el cristianismo no había reportado un interés particular para Diocleciano, la influencia de Galerio, acérrimo defensor de las tradiciones religiosas paganas, motivó la acción del tetrarca. La restauración de la unidad imperial debía asegurarse por todos los medios y las divisiones religiosas ameritaban una solución. Al cabo de un año, del 303 al 304, promulgó cuatro edictos sucesivos. El primero de ellos afectó los bienes materiales de la Iglesia, ordenó la destrucción de los lugares de culto, libros y vasos sagrados, así como también, la persecución de los funcionarios cristianos. El segundo edicto decretaba la encarcelación de todo el clero. También previó, por medio del tercero, la reincorporación a la comunidad de todos los cristianos que sacrificasen en nombre del emperador. Por último, rectificó la obligación de todos los habitantes del Imperio a realizar sacrificios a los dioses paganos bajo la amenaza de pena de muerte o deportación.
El impacto de la persecución a los cristianos muchas veces borra las marcas de otros grupos, como los maniqueos, que fueron reprimidos con dureza. En el año 297 Diocleciano promulgó un edicto contra esta religión, procedente originalmente de Persia, acusando a los seguidores de entablar vínculos peligrosos con el Imperio sasánida.
La inestabilidad política fue el elemento catalizador de los cambios producidos a nivel económico, social y cultural. Las condiciones para salvaguardar la existencia del
Estado romano incrementaban la presión sobre las estructuras que debían operar el cambio.













1 comentario:

  1. Hola Jorge, estaría bueno que pusieras cuál es la fuente de donde extractaste estos datos.

    Un saludo.

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