
En consecuencia,
podemos decir que el siglo III se trató de un momento típico de reelaboración
de la estructura vigente que dio origen a un orden con un sistema de valores
diferentes, el Dominado. La consolidación de una nueva concepción del poder
tuvo lugar en un contexto de fuertes cambios políticos, económicos y sociales.
La evolución
política de la periferia comenzó a afectar cada vez más lo que era, hasta ese
momento, el centro de la administración imperial, lo que se tradujo en la
adopción de nuevas funciones y prerrogativas por parte de esos espacios. En
poco más de una década (260-273), las provincias pasaron a depender
eventualmente de gobiernos diferentes. El Imperio quedó bajo la administración
e influencia de emperadores legítimos a los que pronto se sumaron los
usurpadores y pretendientes al trono. Las provincias occidentales, bajo la
preponderancia de los emperadores galos, entre los años 260 y 286; las
orientales, del gobierno de Palmira, de 268 a 270; y las centrales, del o los
emperadores de Roma.
El problema
sucesorio no era algo excepcional en esencia. No obstante, la acción decisiva
del ejército otorgó mayor variabilidad al proceso al prescindir de la autoridad
senatorial para proclamar a un nuevo emperador. Por tomar sólo un ejemplo
podemos contar veintisiete gobernantes legítimos, seguidos de una extensa lista
de usurpadores, entre
los años 235 y 284. Sólo en el año 238, seis emperadores ocuparon el trono en diversas partes del Imperio: Maximino, Gordiano I, Gordiano II, Pupieno, Balbino y Gordiano III.
los años 235 y 284. Sólo en el año 238, seis emperadores ocuparon el trono en diversas partes del Imperio: Maximino, Gordiano I, Gordiano II, Pupieno, Balbino y Gordiano III.

En este contexto,
se produjo la conformación simultánea dentro del ejército de sectores
caracterizados por detentar una legitimidad fragmentaria y parcializada. El
problema ya se había planteado durante el reinado de Cómodo (180-192). En
efecto, las conspiraciones urdidas contra el emperador generaron una peligrosa
dependencia del poder imperial para con la voluntad de los pretorianos.
La muerte de Cómodo
posibilitó la expresión abierta de las rivalidades. Se originaron
proclamaciones imperiales en casi todo el Imperio que dieron como vencedor al
comandante de Panonia. Lucio Septimio Severo (193-211) fue el primero de una
extensa lista de emperadores de origen provincial, de rango ecuestre, que tomó
el control de la administración imperial. Comprendió que la única forma de
afirmar su dominio era asegurar el apoyo de las legiones a través de un flujo
constante de recursos. Para ello, reorganizó la gestión de las provincias
conflictivas y modificó los mandos provinciales asignando legados imperiales, a
los cuales controlaba a través de un sistema de recompensas. Además, asoció al
poder a sus hijos como una forma de resolver la cuestión sucesoria evitando el
enfrentamiento de las legiones. Sin embargo, la estrategia pronto fracasó
puesto que el reconocimiento del mecanismo implicaba relegar la posibilidad de
acceder al poder político.
En el año 219,
luego del sangriento y no menos turbulento gobierno de Caracalla, el arribo de
Heliogábalo al trono imperial posibilitó la reconciliación de la dinastía
gobernante con el Senado. Sin embargo, la falta de aptitud militar del joven
emperador, sacerdote de

Otra de las
cuestiones que condicionó el desarrollo de la centuria fue la constante presión
sobre los límites del Imperio. Los desplazamientos poblacionales de las tribus
germanas, en la frontera renano-danubiana, fueron la causante de innumerables
pérdidas. Los sajones avanzaron sobre las costas de Britania y de Galia,
flanqueada en el centro por francos, y en el sur por alamanes (258-264).
Intermitentemente grupos de alamanes, burgundios, jutungos, vándalos y sármatas
se enfrentaron a las tropas estacionadas en Retia, Nórica y Panonia a lo largo
de la década del cincuenta y sesenta. En Oriente, los godos se desplazaron
hasta las fronteras septentrionales, donde aunaron a los pueblos de la región
incursionando en Dacia, las provincias balcánicas y las ciudades griegas del
mar Egeo, causando la muerte del emperador Decio en al año 251.
En Oriente la
situación se agravó con el reemplazo de la dinastía arsásida por la sasánida en
la hegemonía política de la región. El Imperio persa llevó adelante una
política de enfrentamiento y ocupación de las plazas dominadas por los romanos
en Mesopotamia. El éxito militar de Sapor I alertó a los emperadores acerca de
la peligrosidad del enemigo. El propio emperador Valeriano fue capturado en
batalla y humillado en una demostración, sin precedentes, de la pérdida de la
capacidad militar romana.
En este sentido, la
organización de ciertas entidades autónomas debe considerarse como la
consecuencia lógica de la organización local de la defensa del territorio y no
como la voluntad de establecer un poder opuesto al de Roma. También posibilitó
la aparición de movimientos sociales conformados por bandas armadas de
campesinos que, a partir del año 260, se desplazaron desde la Galia por las
riberas del Rin.
Si bien es cierto
que los contemporáneos interpretaron con tintes melodramáticos las incursiones
de los pueblos “bárbaros”, la magnitud de los desplazamientos fue mucho menor
que la de los siglos posteriores. La situación se restableció lentamente con la
llegada de los denominados emperadores ilirios, provenientes de Dalmacia, en el
año 268 (con la excepción de Tácito y Floriano entre diciembre de 275—276 y
Caro, Carino y Numeriano de
octubre de 282 a 284; que no pertenecían por origen a dicho grupo). Estos emperadores no sólo lograron infligir derrotas decisivas a los principales oponentes, sino que establecieron iniciativas para recuperar la producción en las tierras y mejorar la situación monetaria, aumentando la presión fiscal.
octubre de 282 a 284; que no pertenecían por origen a dicho grupo). Estos emperadores no sólo lograron infligir derrotas decisivas a los principales oponentes, sino que establecieron iniciativas para recuperar la producción en las tierras y mejorar la situación monetaria, aumentando la presión fiscal.

Los cambios
operados por Diocleciano deben comprenderse en el marco de las transformaciones
acaecidas en el siglo precedente. En efecto, la propia conformación de la
autoridad imperial respondía a la necesidad de establecer a un gobernante que
fuera capaz de asegurar el orden. La naturaleza del poder se modificó y con
ella la relación del emperador con los ciudadanos, quienes adquirieron el
estatus de súbditos. El emperador dejó de ser únicamente el princeps o el primer ciudadano para convertirse en el dominus o señor.
Diocleciano
estableció el sistema de corregencia que le permitió transferir su autoridad
sobre la parte occidental del Imperio, sin poner en riesgo la integridad del
Estado. Presionado por la circunstancias —por entonces se produjo un alzamiento
militar en Britania— designó a Maximiano primero como César en 285 y,
posteriormente, en el siguiente año, como Augusto. Cada uno de los Augustos
asoció a un general en carácter de César —C. Galerio (en Oriente) y Flavio
Valerio Constancio (en Occidente)— destinados a sucederlos en el cargo en caso
de muerte o incapacidad. De esta forma, el gobierno directo del Imperio quedó
divido en cuatro grandes áreas de influencia.
En cada una de las
reformas de Diocleciano es posible identificar la existencia de un principio de
racionalidad administrativa que tenía como fin último reforzar la posición del
emperador y la estructura estatal. En el ámbito militar buscó mejorar la
distribución de las legiones sin incrementar el número de tropas. Para ello
convirtió a la legión de cinco mil efectivos en una unidad de menores
dimensiones, que apenas sobrepasaba los tres mil. Además, creó unidades
móviles, de mil soldados, mucho más efectivas en el combate irregular que
presentaban las incursiones de los pueblos que habitaban las fronteras.

Las reformas afectaron al círculo más cercano del emperador.
Diocleciano modificó el consejo imperial, como resultado de la fusión del
consejo del príncipe y la cancillería, e integró a los jefes de los despachos,
la administración imperial y otros miembros que él mismo seleccionaba. La
división de funciones civiles y militares redundó en un incremento considerable
del número de funcionarios pero fue lo que permitió, al menos por un tiempo,
detener el crecimiento de figuras individuales con el suficiente poder como
para romper el equilibrio logrado.
Desde el punto de vista social el panorama del
siglo tercero no parece ser nada alentador. Las guerras periódicas, las pestes,
la merma de la actividad económica, la ralentización de los intercambios, así
como también, las constantes presiones fiscales y exacciones de hombres fueron
argumentos suficientes para aceptar la subordinación, no sin resistencias, de
los intereses individuales al fortalecimiento de la cosa pública por parte de
una autoridad fuertemente asentada.
La restauración del
orden se dio en el marco de notables transformaciones políticas y económicas
que impactaron en la estructura social. En efecto, a lo largo de la centuria se
produjo un desplazamiento en la posición relativa de los principales grupos y
centros de poder. Esta redefinición comprendió el ascenso del orden ecuestre
frente a la tradicional
aristocracia senatorial, a la cual, reemplazó paulatinamente en funciones administrativas y militares.
aristocracia senatorial, a la cual, reemplazó paulatinamente en funciones administrativas y militares.

Los miembros del
orden senatorial habían abandonado poco a poco el desempeño de funciones
militares, convirtiéndose en un grupo incapaz de afrontar los desafíos
externos. Por otro lado, la renovación del cuerpo pocas veces contempló el
ingreso de individuos vinculados al ámbito castrense, pese al prestigio que
detentaba el Senado aún en el siglo III.
El emperador
Galieno comprendió la necesidad de proporcionar efectivos militares
profesionalizados en la conducción de los ejércitos. En consecuencia, en el año
262 dictó un edicto excluyendo a los senadores de los comandos militares y los
gobiernos de las provincias con destacamentos permanentes. La medida no
implicaba una prohibición formal y algunos senadores continuaron desempeñando
las funciones que otrora les correspondieran. Sin embargo, el antiguo papel
dirigente del orden senatorial quedó reducido al desempeño de cargos
administrativos menores y al gobierno de provincias sin el control de las
tropas acantonadas allí. Aun así, los senadores, toda vez que las condiciones
así lo permitieron, actuaron como un grupo de poder haciendo uso de las
influencias para imponer o arbitrar soluciones en su favor.
La carrera militar
confería prestigio, riqueza y permitía el ascenso social de la oficialidad. Se
trataba en su mayoría de personas de origen provincial que alcanzaban los
puestos de mando tras una extensa carrera profesional. La situación económica
de los legionarios se fortaleció con el aumento de la soldada, así como
también, los donativos recibidos con motivo del acceso al trono de un nuevo
emperador y el bono especial por licenciamiento. Muchas familias hicieron de la
carrera militar una posición hereditaria, promoviendo el ascenso de sus propios
hijos en la jerarquía del ejército. Este lugar de primer orden fue refrendado
socialmente con el otorgamiento de títulos que, hasta ese momento, habían sido
asignados al orden senatorial, como un reconocimiento del prestigio que
confería servir al Estado en las fronteras.
Las diferencias
hacia el interior del orden ecuestre eran mucho mayores en el siglo III que en
el Principado, sobre todo, entre aquellos involucrados política o militarmente.

La crisis económica
estaba incardinada en diversas capas sociales, con independencia de su
condición socio-jurídica. La figura del liberto rico prácticamente desapareció
en este período, en esencia por la interrupción de la actividad comercial,
fuente principal de recursos. También se ha señalado el fin de las relaciones
esclavistas, pero asumir esa posición implica concebir que la principal fuente
de extracción del excedente era la renta obtenida del trabajo esclavo. Lo que
sucedió en cambio fue que en esta sociedad el esclavo-mercancía ya no tenía
objeto, puesto que el Estado redefinió los mecanismos que garantizaban su
abastecimiento, bajo otras formas de explotación de la tierra.
A lo largo del
siglo tercero tuvo lugar el resurgimiento del fenómeno asociativo como
dispositivo de autoprotección corporativa. Florecieron collegia de navegantes, comerciantes, herreros, panaderos, medidores de trigo,
zapateros y vendedores de cerdos. Estas agrupaciones se habían caracterizado
por proporcionar una base social de apoyo con diversos fines mutuales y
religiosos entre los que contaban la asistencia de la familia al momento del
fallecimiento de uno de sus miembros.
El Estado encontró
en los collegia o sodalitates una
estructura organizativa que le permitía garantizar la producción necesaria para
abastecer al Imperio. Además proporcionaban una buena base de control social
sobre una forma de integración horizontal que había demostrado, en reiteradas
oportunidades, su potencialidad conflictiva. Para ello, fijó las profesiones a
determinadas familias, llegando al caso, de prohibir los casamientos de los
miembros con personas no asociadas a los collegia. Incluso se establecieron penas para aquellos que abandonaran la
profesión.
La intromisión no
sólo se produjo sobre las personas, sino principalmente sobre su actividad. En
cada caso se establecieron parámetros acerca de cómo desarrollar el oficio, el
tipo de herramientas que debían emplearse, con quién se debía comerciar y los
tiempos de
producción. El Estado se erigió como el principal destinatario de los servicios ofrecidos y como contrapartida otorgó excepciones impositivas, contratos y compensaciones por pérdidas eventuales.
producción. El Estado se erigió como el principal destinatario de los servicios ofrecidos y como contrapartida otorgó excepciones impositivas, contratos y compensaciones por pérdidas eventuales.

En la práctica la
Constitución antoniana derogaba el derecho de ciudadanía como salvaguarda
jurídica, puesto que colocaba en un mismo nivel a personas que de otro modo
nunca lo hubieran estado. El privilegio estatutario que reportaba la ciudadanía
dejó de ser el principio básico de diferenciación social.
Las
transformaciones sociales, operadas como consecuencia de las múltiples
dimensiones de la crisis, ocasionaron la agudización de las tensiones que
venían desarrollándose desde el siglo precedente. La reelaboración de la
estructura vigente afectó tanto al orden senatorial y ecuestre como a las masas
de hombres libres, libertos y esclavos que habitaban las ciudades y campos. La plebe
de las ciudades también demostró su descontento cuando el Imperio comenzó a
demostrar los límites de los donativos y la entrega de provisiones, que cubrían
una mínima pero inestimable parte de las necesidades populares.
Las condiciones en
el mundo rural no eran diferentes a las enunciadas para la ciudad. Allí, las
circunstancias económicas motivaron levantamientos de campesinos que debían
enfrentar las difíciles condiciones de vida que imponía el ciclo de producción
agrícola, sujeto a los imponderables climáticos y a las presiones humanas sobre
el terreno. En estas circunstancias muchos colonos abandonaron las tierras, las
cuales pasaron a ser objeto de una reforma del sistema de producción. En la
segunda mitad del siglo III los Bagaudae, constituyeron un desafío para las autoridades. Tomaron parte en el
movimiento
amplios grupos de campesinos independientes, colonos fugitivos y ladrones que, pese a las derrotas infligidas, lograban revitalizar la agitación.
amplios grupos de campesinos independientes, colonos fugitivos y ladrones que, pese a las derrotas infligidas, lograban revitalizar la agitación.

De acuerdo con las fuentes literarias, escasas
y relativamente parciales, los indicadores económicos fueron la manifestación
más ostensible de la crisis del siglo tercero: interrupción parcial de los
intercambios comerciales, desaceleración del crecimiento económico, abandono de
la producción por parte de la población campesina, baja demográfica,
depreciación de la moneda e incremento de los precios. Sin embargo, el Imperio
había atravesado en diversas ocasiones por coyunturas en las que se habían dado
la conjunción de elementos internos y externos que ejercían una enorme presión
sobre los recursos y cuestionaban la capacidad de respuesta del Estado. Además,
una crisis económica generalizada extendida inexorablemente en el tiempo habría
imposibilitado la recuperación y el desarrollo de ciertas áreas geográficas que
aportaron los medios necesarios para recobrar la unidad del territorio.
Existieron problemas de diverso orden que estaban vinculados tanto con las
consecuencias concretas de la guerra como a las medidas arbitradas en la
práctica por los diversos emperadores.
A lo largo de la
centuria, y en particular con la llegada de los emperadores ilirios, se intentó
imponer un principio de racionalidad que apuntaba a optimizar la gestión,
normalizando procedimientos e institucionalizando funciones y
responsabilidades. El desequilibrio básico generado por la guerra fue superado
sólo cuando el sistema pudo adecuar las exigencias de la centralización
gubernamental a la tributación obtenida. Es claro que el Imperio no debe
considerarse una unidad, incluso este equilibrio implicó una percepción
desigual de los beneficios de una provincia a otra.
Las recientes
excavaciones arqueológicas aportan evidencia que contribuye a ponderar el
impacto de la crisis en la compleja geografía del Imperio. Es decir, mientras
que en algunos casos existía una clara interdependencia entre una región y
otra, en otros, la
evolución de un espacio determinado podía ser independiente del acontecer político, económico y social del conjunto. Una realidad tan compleja reflejaba la desigual integración del Imperio al tiempo que propiciaba las bases de la reorganización socioeconómica. Como en otros períodos, los emperadores tomaron aquello que mejor funcionaba para perpetuar el orden romano.
evolución de un espacio determinado podía ser independiente del acontecer político, económico y social del conjunto. Una realidad tan compleja reflejaba la desigual integración del Imperio al tiempo que propiciaba las bases de la reorganización socioeconómica. Como en otros períodos, los emperadores tomaron aquello que mejor funcionaba para perpetuar el orden romano.

La fragmentación
política deterioró paulatinamente el sistema de intercambios comerciales. Las
rutas terrestres y marítimas, por las cuales transitaban las mercancías que
abastecían los principales centros urbanos, se convirtieron en vías de
comunicación inseguras pobladas por salteadores de caminos que imposibilitaban
el libre tránsito de los productos. Si bien es cierto que las legiones cubrían
en parte la función de custodia de los caminos, en las circunstancias reinantes
de la centuria, su actuación se limitó más bien a persuadir que a imposibilitar
el robo y el saqueo.
La interrupción de
los contactos comerciales impidió la colocación de los productos en los
mercados más distantes ocasionando la escasez de todo tipo de mercaderías. La
incertidumbre imperante generó mayor especulación económica, lo que se tradujo
en el acopio de productos y el aumento de los precios en el mercado libre.
Entre otras consecuencias, la virtual suspensión de los intercambio perturbó la
percepción del tributo que proveía la moneda de plata, indispensable para
cubrir la proporción en metálico del estipendio pagado a los soldados.
Para poder costear
los crecientes gastos oficiales, los emperadores apelaron a dos estrategias
complementarias. En primer lugar, tomaron posesión de las rentas existentes, en
particular, de los ingresos percibidos en las ciudades en calidad de
contribuciones locales.
En segundo lugar, recurrieron a la acuñación
de moneda, rebajando la aleación empleada, lo que causó la pérdida del valor
adquisitivo del dinero.

En el año 274,
Aureliano introdujo una segunda gran reforma monetaria que tenía por objetivo
reemplazar al antoniano cuya depreciación había afectado a los restantes
valores monetarios. La nueva moneda de plata, Aureliano o nummus, estableció una paridad cambiaria, que aún hoy se encuentra en
discusión, de dos a cinco denarios. El áureo también sufrió las consecuencias
de la introducción de nuevas monedas y su valor nominal disminuyó. La necesidad
de contar con mayor cantidad de oro hizo que se rebajara el material precioso
utilizado en la fundición. Hacia el final de la centuria lo que se produjo fue
una notable escasez de oro y plata, tanto por el acopio de las monedas más
antiguas de mayor ley como por la fundición del circulante con la intención de
obtener su contenido. La carestía de metálico fue tan apremiante que incluso se
establecieron impuestos pagaderos en oro y plata.
La reducción del
metal noble en la moneda circulante, que puede entenderse en términos actuales
como una devaluación, ocasionó un aumento considerable de los precios en el
mercado. Los productores buscaban con ello minimizar la rápida depreciación de
la moneda transfiriendo las pérdidas a los consumidores. Paralelamente, se
produjo una retracción de la economía monetaria ante el avance de otras formas
de comercio basadas en el trueque de especies. Este dato fue interpretado como
una demostración de la decadencia de las ciudades y la vida urbana, síntoma del
retorno a una economía primitiva. No obstante, el intercambio monetario siempre
habría convivido con otras formas y medios de comercio.
En estas
circunstancias la totalidad de las contribuciones, que reclamaba el Estado,
pasaron a recolectarse en especie. Para ello fue necesario delinear una
compleja red de funcionarios de la administración imperial encargados de
estimar con precisión el tributo
en cada región, con el fin de adecuar las requisas a las necesidades. Una de las consecuencias de las contribuciones en especie fue la necesaria descentralización de los lugares de acopio y distribución. El incremento de los oficiales de gobierno contribuyó a agravar la situación fiscal puesto que aumentaba el número de retribuciones que el Estado debía realizar. El sistema era muy oneroso para la población local y, en ocasiones, las comunicaciones lo tornaban en extremo lento ocasionando graves problemas de suministro.
en cada región, con el fin de adecuar las requisas a las necesidades. Una de las consecuencias de las contribuciones en especie fue la necesaria descentralización de los lugares de acopio y distribución. El incremento de los oficiales de gobierno contribuyó a agravar la situación fiscal puesto que aumentaba el número de retribuciones que el Estado debía realizar. El sistema era muy oneroso para la población local y, en ocasiones, las comunicaciones lo tornaban en extremo lento ocasionando graves problemas de suministro.

Las tierras
abandonadas pasaron a ser parte de la gran propiedad. Esto no quiere decir que
la pequeña propiedad desapareciera en su totalidad, sino que la unidad de
producción organizada para el autoconsumo perdió importancia en el contexto de
una fuerte acumulación de tierras. Los emperadores comprendieron la necesidad
de asegurar la continuidad de la producción agrícola y para ello tuvieron que
garantizar la disponibilidad de mano de obra. La legislación imperial delimitó
la situación de la tenencia de la tierra. Por un lado, el beneficiario de las
leyes agrarias que recibía en propiedad la tierra pública con la obligación de
mantener la producción y no abandonar el cultivo. Por otro, el colono que no
poseía título de propiedad pero sí la tenencia de la tierra para explotación independientemente
del régimen o forma de producción. El plazo convenido para éstos últimos era
por lo general, de cinco años y afectaba tanto a las tierras no cultivadas como
a las abandonadas.
Ahora bien, para
poder garantizar la reproducción del sistema lo que el Estado demandaba debía
guardar cierta relación con lo que se producía. Un delicado equilibrio que en
la práctica nunca fue alcanzado, puesto que el sistema se retroalimentaba de
manera tal que cualquier reforma destinada a aumentar la percepción de recursos
implicaba un aumento proporcional en la organización burocrática. No obstante,
Diocleciano se encargó de institucionalizar el sistema de contribuciones con la
intención de obtener un parámetro
que permitiera calcular los ingresos del Estado y moderar las requisas, que indiscriminadamente se realizaban según las necesidades del momento.
que permitiera calcular los ingresos del Estado y moderar las requisas, que indiscriminadamente se realizaban según las necesidades del momento.

El sistema
impositivo se basaba en una unidad abstracta de tributación que gravaba tanto
las cabezas individuales —en la que se incluía individuos y animales— (capitatio) como las unidades de tierras (iugera). La determinación de la contribución por cabeza implicaba asignar un
valor a cada unidad generalmente un caput por cada varón adulto, medio en el caso de las mujeres y una fracción
menor para los esclavos. En relación a la tierra, las unidades de cálculo, iugum, comprendían el terreno cultivable o cultivado de las propiedades
declaradas. Para determinar el valor de la contribución fiscal, el
procedimiento implicaba una operación por la cual se tomaba el monto imponible
de una circunscripción divido por el número de capita censados en ella. El sistema se caracterizaba por establecer una
fiscalidad progresiva en la que el importe de las contribuciones era
proporcional a las unidades imponibles censadas.
Diocleciano, en el
año 294, emprendió una nueva reforma monetaria que implicó la introducción de
una moneda de bronce (follis) cuya
equivalencia con el denario se encuentra actualmente muy discutida. Modificó la
ratio de la moneda de plata cuyo contenido se estableció en uno sobre noventa y
seis por libra, al tiempo que redujo el áureo de uno sobre cuarenta y cinco a
uno sobre sesenta por libra. Las escasas emisiones de monedas de oro
minimizaron la eficacia de la medida puesto que se incrementó el uso de las
monedas de menor valor, cuyo contenido de metal no era determinante en la
asignación de su valor. En septiembre de 301, ensayó otra reforma monetaria,
destinada a apreciar los valores nominales asignados al circulante. En virtud
de ello, el argentus pasó de
50 a 100 denarios. De esta forma los usuarios de la antigua moneda veían
duplicado su poder adquisitivo, puesto que la ley establecía que las deudas
debían pagarse a razón de los viejos valores.
El aumento del dinero circulante, paralelamente al incremento del valor
del numerario, ocasionó una fuerte subida de precios motivada en parte por la
escasa oferta de mercancías, cuyo destino principal era el abastecimiento del
ejército y la paga de los funcionarios. En consecuencia, a finales del año 301,
Diocleciano promulgó un edicto de precios máximos con el cual intentaba
controlar la especulación y el gasto desmesurado que
provocaba la restricción de la oferta a través del aumento de precios. El edicto también establecía una baja en los salarios y sanciones para todos aquellos que transgredieran las normas.
provocaba la restricción de la oferta a través del aumento de precios. El edicto también establecía una baja en los salarios y sanciones para todos aquellos que transgredieran las normas.

Por un lado, se
reafirmó la educación clásica como horizonte cultural realizable que, desde un
punto de vista ético y moral, fundía a las clases altas con los más elevados
representantes del pensamiento político y filosófico. La educación continuaba
moldeando la mentalidad de aquellos que aspiraban reconstituir una base
coherente de ideas en un período en que las tradiciones eran fuertemente
contrastadas y cuestionadas. En lo que refiere a la literatura no fue un siglo
muy prolífico, exceptuando algunas notables excepciones como Dión Casio,
Herodiano o Cipriano de Cartago. En particular, éste último centró su atención
en cuestiones doctrinales pero su obra informa de manera general, sobre
aspectos económicos y sociales del período. En cambio florecieron la escultura,
los retratos y las pinturas con detalles de realismo que adornaban las salas de
las grandes residencias rurales y urbanas. En ellas los senadores seguían
patrocinando la filosofía griega de corte pagano. De manera análoga, emergió
una literatura cristiana que reflejaba las divergencias dogmáticas, producto de
las tendencias seguidas por las diversas comunidades, cada una de las cuales
tenía su propia definición de la ortodoxia, la heterodoxia y la herejía.
Por otro lado, en
términos culturales, se moldeó una nueva sociedad romana, en la cual, la
condición de súbditos modificó los patrones de comportamiento básicos que
habían caracterizado el ejercicio de la ciudadanía en el marco del Imperio. Las
demostraciones típicas de exterioridad, concebidas como representaciones del
prestigio y el
servicio personal a la ciudad, perdieron significatividad en el marco de un sistema de asignación de funciones que no dependía ya de la comunidad cívica, sino que estaba exclusivamente determinada por el propio emperador o sus delegados.
servicio personal a la ciudad, perdieron significatividad en el marco de un sistema de asignación de funciones que no dependía ya de la comunidad cívica, sino que estaba exclusivamente determinada por el propio emperador o sus delegados.

El cambio tuvo
consecuencias notables en las prácticas sociales, las formas de comportamiento
cívico, el paisaje urbano y la sensibilidad religiosa. Estos aspectos permiten
vislumbrar las transformaciones culturales que lejos están de demostrar una
crisis sin solución, sino que por el contrario advierten acerca de la capacidad
de redefinición del Estado.
Durante todo el
período se registró una disminución de las construcciones públicas que
ornamentaban las ciudades, sumado al descenso del número de inscripciones
epigráficas. Sin embargo, el impacto sobre las fortunas personales debe haber
sido menos devastador de lo que se supone, puesto que continuaron existiendo
personas capaces de fomentar y contribuir al desarrollo de la ciudad bajo otros
parámetros. El dinero utilizado en construir edificios públicos fue destinado a
fortalecer las defensas de las ciudades, sus murallas y templos. Una
consecuencia lógica derivada de las incesantes guerras y enfrentamientos militares.
En las villas florecían las residencias de senadores y viri militares que adquirían tierras, en este último caso, fruto del
notable incremento de recursos obtenidos por sus servicios. Además, el
mantenimiento de los monumentos suponía una onerosa carga para aquellos
encargados de recoger los impuestos y proveer el avituallamiento militar,
incluso en detrimento de sus recursos personales.
La unidad teórica
del Imperio ocultaba una realidad plural y multiforme en la cual convivían
pueblos con diversidad de orígenes y lenguas. El latín compartía su hegemonía
con el griego, preponderante en ámbitos urbanos de Oriente, junto a otras
lenguas como el demótico en Egipto, así como en todo el Imperio las lenguas
demostraban la pervivencia de las tradiciones locales.
Las
transformaciones sociales propiciaron cambios en el paisaje urbano cuya
manifestación más evidente fue la fisonomía de las ciudades. La brecha
económica y
cultural se profundizó entre Occidente y las ricas provincias del norte de África y cercano Oriente. La interrupción de las vías comerciales encareció el flujo de bienes suntuarios que, en otro tiempo, habían enriquecido las calles de las capitales y demostraban el poder de sus notables. Las provincias centrales del norte de África, en particular Numidia y África proconsular, experimentaron un fuerte crecimiento del número de asentamientos y la expansión de los núcleos urbanos, lo que pone en evidencia el incremento de la población y la producción agrícola que la sostenía. Las ciudades más prósperas del sur de Libia, Grecia y Oriente Próximo sobrepasaron a Hispania y el sur de la Galia. Mientras que la mayoría de las ciudades de Italia, la Galia belga, Germania y el norte de Europa, en la frontera del Rin, se contrajeron replegándose tras las murallas.
cultural se profundizó entre Occidente y las ricas provincias del norte de África y cercano Oriente. La interrupción de las vías comerciales encareció el flujo de bienes suntuarios que, en otro tiempo, habían enriquecido las calles de las capitales y demostraban el poder de sus notables. Las provincias centrales del norte de África, en particular Numidia y África proconsular, experimentaron un fuerte crecimiento del número de asentamientos y la expansión de los núcleos urbanos, lo que pone en evidencia el incremento de la población y la producción agrícola que la sostenía. Las ciudades más prósperas del sur de Libia, Grecia y Oriente Próximo sobrepasaron a Hispania y el sur de la Galia. Mientras que la mayoría de las ciudades de Italia, la Galia belga, Germania y el norte de Europa, en la frontera del Rin, se contrajeron replegándose tras las murallas.

Junto a esta
religiosidad oficial, fuertemente formalizada, convivían una innumerable
cantidad de prácticas populares, consideradas por la élite simples
supersticiones, destinadas a salvar la distancia que separaba los intereses del
individuo con los de la comunidad. La difusión de oráculos y la proliferación
de adivinos, manuales de astrología, libros de sueños y tratados de magia
demuestran la necesidad de ampliar el espectro de recursos con los cuales
mermar la incertidumbre sobre el futuro.
En el siglo tercero
se manifestó un cambio más profundo en la actitud de las personas que pareció
reflejar un retraimiento de la vida pública a la cual habían aspirado los
hombres en el pasado. En las clases bajas el espíritu dominante que guiaba la
búsqueda espiritual era la salvación de una vida que presentaba estrepitosos
portentos. En este sentido, las denominadas religiones mistéricas —entre las
que contaban los extendidos cultos a Mitra, Eleusis y Deméter— proporcionaban
un mensaje de protección y salvación para la comunidad de fieles, que encontró
amplia aceptación. El individuo, tras una iniciación en la que alcanzaba la
revelación, pasaba a formar parte de un grupo que se constituía en un apoyo
social inestimable.

El cristianismo
ofrecía un discurso simple que rápidamente se difundió entre las capas más
bajas de la sociedad y terminó por erigirse como una alternativa ideológica.
Jesús había predicado la venida del reino de Dios para la comunidad de fieles.
Este mundo no se imponía en la corrompida sociedad sino que era alcanzado
gracias al desprendimiento material y corpóreo de las ataduras temporales. La
ley divina a través de la cual los hombres pretendían conseguir la paz y el
bienestar, que auguraba la proximidad de Dios, implicaba la exclusión de la
participación en la vida cívica y desaparición de las barreras sociales. En
efecto, los hombres se manifestaban iguales en su naturaleza ante los ojos de
Dios.
Las divergencias
entre las diversas comunidades cristianas hablan de un fenómeno plural en el
que convivían un conjunto de tradiciones. A mediados del siglo III se
consolidan básicamente tres grandes interpretaciones: la pre-ortodoxa, la
marcionita y la gnóstica. Sin embargo, desde los primero tiempos, a diferencia
de otras religiones de tradición local, los cristianismos se caracterizaron por
una marcada pretensión universalista. El Dios único y trascendente excluía del
universo religioso a los antiguos dioses paganos y asumía la soberanía como una
revelación de la verdad.
Desde el punto de
vista de la mentalidad romana el cristianismo era un elemento rupturista que
amenazaba la unidad del Imperio. El alejamiento de las antiguas tradiciones y
de los deberes cívicos se encontraba entre las principales causas que explican
las persecuciones desatadas contra las comunidades cristianas.
En la primera mitad
del siglo los decretos imperiales tuvieron un impacto relativo, puesto que el
Estado no disponía de los medios para efectivizar las medidas dispuestas.
Estos condenaban principalmente las manifestaciones
públicas de las comunidades cristianas. En el año 202, Septimio Severo prohibió
el proselitismo, fuera judío o cristiano, ya que advertía la peligrosidad del
crecimiento del número de seguidores y su capacidad de organización. Luego
Maximino comprendió que eran las jerarquías eclesiásticas las que otorgaban
cohesión al grupo y, por lo tanto, ordenó que fueran perseguidas. Los edictos
no lograron el efecto esperado, pese a la persecución el cristianismo continuó
expandiéndose.

Si al comienzo el
cristianismo no había reportado un interés particular para Diocleciano, la
influencia de Galerio, acérrimo defensor de las tradiciones religiosas paganas,
motivó la acción del tetrarca. La restauración de la unidad imperial debía
asegurarse por todos los medios y las divisiones religiosas ameritaban una
solución. Al cabo de un año, del 303 al 304, promulgó cuatro edictos sucesivos.
El primero de ellos afectó los bienes materiales de la Iglesia, ordenó la
destrucción de los lugares de culto, libros y vasos sagrados, así como también,
la persecución de los funcionarios cristianos. El segundo edicto decretaba la
encarcelación de todo el clero. También previó, por medio del tercero, la
reincorporación a la comunidad de todos los cristianos que sacrificasen en
nombre del emperador. Por último, rectificó la obligación de todos los
habitantes del Imperio a realizar sacrificios a los dioses paganos bajo la
amenaza de pena de muerte o deportación.
El impacto de la
persecución a los cristianos muchas veces borra las marcas de otros grupos,
como los maniqueos, que fueron reprimidos con dureza. En el año 297 Diocleciano
promulgó un edicto contra esta religión, procedente originalmente de Persia,
acusando a los seguidores de entablar vínculos peligrosos con el Imperio
sasánida.
La inestabilidad
política fue el elemento catalizador de los cambios producidos a nivel
económico, social y cultural. Las condiciones para salvaguardar la existencia
del
Estado romano incrementaban la presión sobre las estructuras que debían operar el cambio. |

Hola Jorge, estaría bueno que pusieras cuál es la fuente de donde extractaste estos datos.
ResponderEliminarUn saludo.