lunes, 9 de mayo de 2016

.III. EL IMPERIO Y LAS INVASIONES BARBARAS: LA IRRUPCION DE LOS GERMANOS EN LA «ROMANIA» - Maier

.III. EL IMPERIO Y LAS INVASIONES BARBARAS: LA IRRUPCION DE LOS GERMANOS EN LA «ROMANIA»
El verdadero malestar de la época no se debía a la situación política interior, oscura y sangrienta, sino a la política exterior (íntimamente ligada a aquélla); el acontecimiento decisivo, por sus efectos en la nueva estructuración política del mundo medite­rráneo, fue el enfrentamiento con los pueblos invasores. La ex­presión «invasión de los bárbaros», en sentido clásico, como ata­que de germanos y hunos al imperio, da una idea limitada de un acontecimiento, que suele englobarse en un fenómeno migra­torio general, que afectaba a toda la región de los Balcanes y al Oriente y que amenazaba también al imperio desde otros puntos. No sólo los sasánidas se mostraron enemigos peligrosos en el exterior. Ya en el siglo V se inició el ataque de' los nómadas árabes y norteafricanos contra el limes de la estepa sitia y contra la línea defensiva de África, el fossatum Africae. Cuando se desencadenó el gran ataque de los germanos, las fronteras restantes permanecieron relativamente tranquilas, sobre todo el flanco oriental, ya que los sasánidas tenían que enfren­tarse con los hunos en la frontera norte de Persia.
La desintegración del Imperio Romano de Occidente, en el choque con las tribus invasoras, se inició con la ofensiva de los germanos orientales. Después de la batalla de Adrianpolis, la propaganda oficial había repetido las viejas fórmulas de la beata tranquilitas o de los felicia tempora («tranquilidad bienaventu­rada» o «tiempos felices»). Pero ya en los primeros años del siglo V el historiador Zósimo describía al imperio como «morada de los bárbaros». Los germanos (que, en contraposición a los hunos, no eran nómadas) buscaban botín y tributos, pero, sobre todo, tierras donde asentarse, es decir, la simple incorporación a la más elevada civilización del imperio. Pero, en lugar de esto, surgen, en torno al año 500, reinos germánicos independientes, desde Inglaterra al Norte de África.
a) El peligro germánico interior.
El peligro germano ofrecía dos aspectos distintos: el del ataque militar directo y el de las migraciones en el interior del imperio. La penetración creciente de los germanos en el ejército y en los altos cargos del imperio jugó un papel decisivo en la política interior del siglo V. Aquí pudo existir un cierto peligro para la capacidad defensiva del imperio. Sin duda, la idea de una posible toma del poder por parte de los germanos hizo muy difícil posición en el ejército y en los puestos militares directivos. La enorme fuerza de la idea romana del estado no perdía vigencia. Los soldados y generales germánicos no pretendían, en modo alguno, la destrucción del imperio; se declararon decididamente partidarios de su mantenimiento, sosteniéndolo durante bastante tiempo. No cabe duda alguna sobre la participación de los grandes magister militum en las intrigas palaciegas, para satisfacer su orgullo y sus propios intereses. Pero lo que se hizo en defensa del imperio contra los germanos, fue obra de estas tropas y de estos generales. A pesar de ello, la migración interna de los germanos provocaba siempre violentas reacciones. A muchos jefes de tropa se les consideraba sospechosos o se les eliminaba. Esta reacción, no siempre consciente, se disipó cuando hubo hacerse frente a una situación en la que se hacía indispensable el ejército, ampliamente germanizado y mandado por germanos.

En Oriente acertaron a resolver definitivamente el problema interno de los germanos, tras largas confrontaciones. También aquí existía a principios de siglo un claro predominio de los godos en el ejército. El magister militum praesentalis, el godo Gaínas, era la figura dominante y desempeñaba el mismo papel que Estilicón en Occidente. Sin embargo, la resistencia contra el «dominio de los germanos» era lo suficientemente fuerte como para hacer algo más que promover propaganda del tipo de la vertida en los escritos de Sinesio o de Juan Crisóstomo. Un levantamiento en Constantinopla eliminó a Gaínas, con ayuda del godo pagano Fravita; el ejército fue reorganizado con total exclu­sión de los germanos. El primer éxito del antigermanismo no fue de larga duración. Las circunstancias hicieron que los germanos se infiltrasen nuevamente en el ejército. En la última época del gobierno de Teodosio II (450), parecía la situación de nuevo amenazadora, especialmente durante el régimen del magtster mi­litum Aspar que, aún siendo alano, mantenía estrecho contacto con los godos. Pero una vez más, al contrario de lo que ocurría en Occidente, se encontró una solución: el emperador León I trajo de Asia Menor, en el año 466, tropas mercenarias isáuricas. E1 lugar de un grupo de poder germano, hizo su aparición un nuevo estado dentro del estado, que había de durar casi treinta años y que trajo serias dificultades incluso al emperador Zenón, que procedía del círculo de los isaurios mercenarios. El gobierno de Anastasio, apoyado en la población, eliminó el poder isáurico, liquidando por mucho tiempo el problema político que represen­taba en Oriente la migración interna de los pueblos bárbaros venidos en su auxilio. Por el contrario, en Occidente eran losgenerales germánicos los que decidían casi siempre la política imperial. Las reacciones y disturbios antigermánicos, consiguieron, a lo sumo, cambiar a las personas, pero no modificar la situación. De Estilicón a Odoacro gobernó una serie de grandes magistri militum, a la que sólo puso fin la disgregación del imperio. El breve mandato del último general germano terminó consecuente­mente con el sistema. Todo esto ocurría en un momento en que el Imperio de Occidente se encontraba en completa descom­posición por múltiples motivos, y en que ya, de facto, se habían constituido varios estados germánicos.
b) La caída del Imperio Romano de Occidente.

La marcha de las tribus germánicas se había perfilado clara­mente ya en los últimos años del siglo IV. En las fronteras del Rin se encontraban las tribus de los francos; tras ellos, en el Wéser, los sajones; en Schleswig-Holstein, los anglos; en la cuen­ca del Elba, los suevos. La posición estratégica más peligrosa, comprendida entre las cuencas del Rin y del Danubio, se hallaba ocupada por los alemanes; a continuación, en las fronteras de la provincia Nórica, en la depresión de la llanura húngara, se encontraban los burgundios, vándalos y alanos. Los visigodos habían penetrado ya en las provincias imperiales del norte de Grecia, en la zona del bajo Danubio; tras ellos, se encontraban los ostrogodos y los hérulos. Naturalmente, no existía ningún mando unificado de estos grupos de tribus, pero sí enfrentamien­tos sangrientos entre ellos. Los verdaderos ataques, que sólo bajo una perspectiva histórica limitada pueden aparecer como catástrofe única y universal, fueron, pues, ataques locales con fuerzas limitadas. La magnitud de estos grupos tribales es difícil de estimar. Debían contar entre 25.000 y 90.000 hombres, de los cuales, a lo sumo una quinta parte era apta para el combate. Incluso en las grandes batallas entre el ejército romano y los germanos, la cifra de los combatientes apenas superó los 20.000. En el otro bando, el ejército estaba bien organizado y, con fre­cuencia, extraordinariamente dirigido. Ciertamente, tenía que de­fender una frontera que iba desde Escocia, pasando por el Rin, Danubio, Cáucaso, el desierto de Siria y las cataratas del Nilo hasta el Sáhara y el Atlas. El ataque más importante de los pueblos bárbaros, condicionado por la dirección de la migra­ción de los hunos, afectó de lleno a Occidente. La auténtica ruptura de la línea fronteriza se produjo a principios del siglo V; hasta el año 425, cayó sobre las provincias occidentales un verda­dero alud de tribus germanas. En diciembre del año 406 se rompi6 definitivamente la frontera del Rin, frecuentemente desguarnecido de tropas a causa del peligro visigodo en el norte de Italia. Los vándalos y, a continuaci6n los alanos y los suevos, que bajo la presión de los hunos se habían abierto camino desde la llanura del Tisza, a través de Panonia, Nórica y Recia, cruzaron el río helado la noche de San Silvestre. Una vez que atravesaron el frente de los francos foederati, asentados en las orillas occidentales del Rin, cesó toda oposición organizada. Las tribus se lanzaron al saqueo de las Galias, convirtiendo en botín, sin hacer distinciones, ciudades fortificadas, pueblos aislados e iglesias: «uno fumavit Gallia tota rogo» (toda la Galia humeaba como una gigantesca hoguera). Solamente Tolosa, cuya defensa dirigió enérgicamente su obispo, resistió todos los ataques. En los años 408-409, pasaron las tres tribus los Pirineos en dirección
a España, donde la diplomacia romana logró una solución mo­mentánea mediante su asentamiento como foederati entre los hispano-romanos.
Junto a las operaciones militares, se produjeron en estos años intentos de contraofensiva diplomática. Entre el 395 Y el 476, fueron concertados más de 100 pactos entre el imperio y las tribus bárbaras. La ocupación germánica se produjo casi en todas partes, de una manera nominal, como asentamientos regulados por la legislación de Arcadio sobre los foederati'. El manteni­miento de las formas jurídicas no cambiaba, sin embargo, el he­cho de que se hubiera dado un gran paso en la disolución del Imperio Romano de Occidente.
España no conoció la paz durante veinte años. Siguiendo un método acreditado ya en las relaciones con los germanos Walia, rey de los visigodos, recibió el encargo de atacar a los «bárbaros» en España. Una parte de los vándalos fue prácticamente aniquilada y el pequeño resto de los alanos se alió con los vándalos asdingos. Los visigodos empezaron a parecer peligrosos y se les pidió que regresasen y se estableciesen en Aquitania. Para sustituirlos, se apoyó a los suevos contra los vándalos y los alanos. Pero en esto se superó a sí misma la diplomacia romana. El temor de los previsores políticos romanos ante el posible surgimiento de una fuerza naval germánica iba a estar plenamente justificado: una ley de esta época, recogida en el Codex Theodosianus, amenazaba con la pena de muerte a toda persona que iniciase a los bárbaros en la construcción naval.
Los vándalos fueron rechazados por los suevos hacia el sur de España, pero, pese a la fuerte oposición romana, conquistaron las ciudades costeras e iniciaron la construcción de una flota. Genserico, rey de los vándalos desde el año 428 y, junto a Clodoveo y Teodorico, el político germano más dotado y con menos escrúpulos de la época, además de duro soldado, tomó una decisión llena de consecuencias para el futuro, al planear la con­quista del norte de África. El granero de Italia ofrecía ricas tierras de asentamiento para su pueblo; pero el control de la salida del cereal africano iba a poner en sus manos una inapre­ciable arma diplomática. La desorganización general de la pro­vincia facilitaba la realización de la empresa: las tribus bereberes estaban en constante agitación, los donatistas luchaban contra la Iglesia católica y las relaciones entre el comes Bonifacio y Rávena eran tensas. En el año 429, alrededor de 80.000 vándalos pasaron a África; la débil guarnición romana se vio impotente para contener su avance. Sólo las ciudades se mantuvieron durante algunos años. Un contrato de asentamiento (435) era sólo una solución provisional; poco después de la conquista de Cartago (439), hubo de reconocerse la independencia de los vándalos. Surgía así, sobre suelo imperial, el primer estado soberano germánico, con una posición estratégica clave en el Mediterráneo, que se convierte desde ahora en un coto de caza para los piratas vándalos. De aquí en adelante el imperio se verá constantemente amenazado por un desembarco de tropas vándalas en las costas de Italia o de Sicilia.
También en la invasión de Italia por los visigodos jugaría un papel decisivo un gran rey, Alarico, promovido al poder poco después de la muerte de Teodosio. Más intensamente fascinado por el mundo romano que Genserico, es posible que aspirara, en un principio, a seguir la carrera de un influyente magister militum. En 395 se encontraba con sus tribus en el Epiro; marchó después a Grecia y. tras ser nombrado en Iliria magister militum (397), entró Alarico en Italia (401). Todavía consiguió Estilicón, una vez más, detener el avance de los visigodos en Verona, concentrando todas las fuerzas militares disponibles. A la muerte de Estilicón, los visigodos renovaron sus ataques, que condujeron a la conquista de Roma por Alarico en el año 410. No se ensañaron en el saqueo de la ciudad, pero la repercusión que tuvo el acontecimiento entre los contemporáneos fue enorme. Alarico murió en Italia al finalizar el año, tras una serie de marchas anárquicas de los godos, que sufrían dificultades de abastecimiento. La actitud intransigente del gobierno de Rávena y el bloqueo de las tropas godas obligaron a Ataúlfo, cuñado y sucesor de Alarico, a atravesar el norte de Italia, para desviarse luego hacia el sur de Francia. En Ataúlfo se hace patente, como en ningún otro jefe germánico, que el ataque de los germanos no perseguía la destrucción del imperio. Para ellos, el imperio era una forma de organización política, en la que, a fin de cuentas, sólo pretendían encontrar un puesto adecuado. Se atri­buye a Ataúlfo el plan de transformar la «Romania» en una «Gotia» con él mismo a la cabeza como emperador. Este plan, sin embargo, hubo de ser desechado porque los godos eran dema­siado indisciplinados para sustituir a los romanos; por esta razón, Ataúlfo acabó por contentarse con poner a su pueblo al servicio del imperio, convirtiéndose él en un romanae restitutionis auctor, en un renovador del mundo romano. Su sucesor, Walia, luchó también al lado de Roma en España, y a continuación consiguió un tratado que permitía el asentamiento de los visigodos en la región comprendida entre el Loira y el Garona (con Poitiers, Burdeos y Tolosa), respetando a la población provincial romana. El asentamiento se llevó a cabo según el principio de la tertia­-hospitalitas (variable en sus diferentes modalidades de tratado a tratado y con frecuencia imposible de reconstruir con exactitud), En el imperio romano tardío, bospitalitas era el terminus tech­nicus utilizado para el alojamiento de las tropas, que permitía al soldado utilizar la tercera parte de la casa que se le había asig­nado. Este sistema se siguió usando para el asentamiento permanente de los foederati germánicos, al recibir el soldado germánico la tercera parte aproximadamente de una propiedad (sólo se exceptuaban los latifundios) en usufructo permanente (sors). En realidad, se produjo una expropiación parcial de los propietarios romanos. Pero, también aquí, la persistencia nominal de una administración y soberanía romana constituía tan sólo el puente hacia la fundación del reino independiente visigodo de Tolosa. Una reorganización provisional de las relaciones jurídicas en las Galias cerraba la primera fase de la invasión. Esta reorga­nización fue realizada esencialmente por el magister militum Constancio, al que Francia debe, en gran parte, su actual condición de país latino. Pues, al poder asentarse los germanos sin casi contratiempos en suelo romano, tuvieron la oportunidad de asi­milar lentamente la lengua, las costumbres y las instituciones del imperio. Los burgundios, que habían luchado ya en el siglo III junto a los alamanes en la región media del Rin y que habían atravesado el río a principios del siglo IV, consiguieron, en el año 413, concertar un tratado que les permitiera asentarse en la región de Worms, a ambos lados del Rin, para proteger la frontera contra los ataques de los alamanes. Al norte de esta zona, los francos habían amenazado también, a fines del siglo III, la frontera del Rin, obligando a los romanos a trasladar la capital de las Galias de Tréveris a Arlés. También en esta región la situación llegó a estabilizarse mediante tratados con los francos.
Por la misma época, los anglos y 1os sajones establecieron su soberanía en Britania, que ya en torno al 400 había sido abandonada por las tropas romanas.
Así, pues, por los años treinta, parecía posible una solución política, basada en la asimilación pacífica de los agresores germánicos. Pero esta valoración de la situación, que se aceptó por mucho tiempo en Rávena, no hacía la suficiente distinción entre lo jurídico y lo político. En la abstracción jurídica, los compactos grupos colonizadores germánicos se encontraban sobre suelo imperial e incluso bajo la autoridad del gobierno de Occi­dente; habían sido incorporados al imperio mediante el sistema de la hospitalitas. En la realidad política, los reyes burgundios y godos se encontraban ya en camino de alcanzar la misma posi­ción de estados independientes que había conseguido Genserico, cuya flota extendía su piratería hasta Roma (455). La zona de soberanía real del Imperio Romano de Occidente se reducía a Italia, Sicilia, pequeñas partes de África y determinadas regiones de las Galias. E incluso en esta última se anunciaba ya, en las abiertas rivalidades entre la aristocracia gala y la imperial (aquélla colaboraba con frecuencia con los germanos), la incipiente disolución del imperio como federación política

Bajo el enérgico gobierno de Aecio, pudo parecer posible por un momento una estabilización de la situación. La colaboración de la administración imperial con las nuevas tribus germánicas invasoras posibilitó la última victoria militar del Imperio de Occidente: la defensa contra los hunos. El imperio de los hunos era uno de los llamados «reinos de la estepa», que fueron instaurados con increíble rapidez por pueblos de jinetes nómadas de la región de Mongolia y del Altai. La estructura y evolución de estos reinos se ajustaba estrechamente al especial estilo de vida de sus pueblos. Los hunos, en su avance hacia occidente, destruyeron el reino godo del sur de Rusia y cayeron después sobre Rumania y Hungría y, posiblemente también, sobre Silesia y Polonia. El imperio de los hunos, cuyo mando asumió Atila en el año 433, era ya un estado constituido por múltiples pueblos; formaba, por así decirlo, una especie de cuadro de la invasión de los bárbaros. Estaban federados a este imperio, aunque con cierta autonomía, ostrogodos, hérulos gépidos y lombardos, así como ciertos grupos de tribus eslavas. Estratégicamente, amenazando al mismo tiempo las partes oriental y occidental del imperio, Atila concentró inicialmente sus ataques en la frontera romana-oriental del Danubio. Simultáneamente, ponía a dispo­sición de Aecio mercenarios hunos, que contribuyeron decisiva­mente a contener el avance de los burgundios sobre Bélgica (436). De estos combates surgió la leyenda de los Nibelungos, con la historia de la caída del rey Gunter, en la que las figuras de Aecio y de Atila se funden para formar la del mítico Etzel. El resto de los burgundios se asentó, en el año 443, en la región del Jura francés, donde se formó un estado autónomo burgundio.
En el año 450, se agravaron las relaciones entre el imperio de los hunos y Roma. El emperador de Oriente, Marciano, así como el gobierno de Occidente se negaron a seguir pagando tributos, sin duda en una acción calculada. Según las referencias del histo­riador bizantino Prisco, que en el año 449 fue embajador en la corte de Atila, éste debió supervalorar sus fuerzas y sus posi­bilidades, endiosado por sus constantes éxitos y la expansión de su zona de influencia.
El rey de los hunos, que vivía con lujo barbárico en su corte-campamento, estaba claramente decidido a una conquista de gran estilo y, en el año 451, concentró sus fuerzas en las fronteras del Rin. Los hunos alcanzaron el Loira, avanzando sobre los puestos defensivos trabajosamente preparados por Aecio. Sin embargo, el ejército romano, con ayuda de contingentes visigodos, burgundios y francos, consiguió una clara victoria en los Campos Cataláunicos (Champaña) sobre las fuerzas hunas. Es cuestionable si la batalla de los Campos Cataláunicos fue una de las decisivas de la historia del mundo, aunque la valoraran así los cronistas de la época, pues las operaciones de los hunos prosiguieron al año siguiente en el norte de Italia. Sólo merced a los esfuerzos diplomáticos del Papa León 1 (440-461), simultáneos a una ofensiva romana-oriental en e! Danubio, se logró la retirada de los hunos. León representaba el papel de los obispos, que actuaron como verdaderos portadores de la autoridad en aquellos tiempos de confusión y decadencia del poder estatal. El verdadero cambio de la evolución se produjo con la muerte inesperada de Atila, en el año 453. Con ella se inició la rápida desintegración del imperio huno, que parecía gigantesco e invencible; un proceso típico de tales imperios de nómadas procedentes de la estepa.
Se diría que este esfuerzo defensivo hubiese agotado total­mente las fuerzas de occidente. Comenzaba la última fase de la disgregación, de la agonía del Imperio de Occidente. A la muerte de Aecio y de Valentiniano III, se desmoronó el último resto de soberanía sobre España y las Galias, en el rápido cambio de emperadores y magistri militum. La nobleza senatorial de las Galias, en conflicto con la aristocracia italiana, intentaba llenar por sí misma el vacío político existente, contribuyendo también a este continuado desmoronamiento. Pero, aunque tales tendencias centrífugas de la nobleza senatorial favoreciesen la división, en e! orden político constituían ya un elemento de retaguardia. El momento decisivo fue e! de la ulterior expansión y consolidación de las unidades tribales germánicas sobre e! suelo imperial. La flota de los vándalos era dueña y señora del Mediterráneo occidental. Los visigodos ocupaban España (a excepción de la provincia de Galicia, retenida por los suevos) y algunas zonas del sur de Francia; el ámbito de su soberanía iba desde Gibraltar hasta el Loira. En Saboya, los burgundios conquistaron Lyon y extendieron sus dominios hasta Durance y los Alpes Marítimos.
En el interior del reino de los francos de Childerico, que se extendía desde Colonia y Maguncia hacia occidente y que más al sur estaba en lucha con los visigodos, se encontraba una ex­traña reliquia de la soberanía romana en las Galias: el reino de Siagrio. Su padre, Egidio, había sido comandante de las tropas romanas en la zona central de Francia y, al quedarse aislado de Italia por los visigodos y los burgundios, se convirtió en una especie de soberano independiente. El mismo Siagrio ostentaba el curioso título de “Rex Romanorum” y logró mantener durante bastante tiempo sus dominios en torno a su capital, Soissons. En el año 481, Clodoveo tomó el poder sobre una parte de los francos. En un tiempo relativamente corto sometió, por asesinato, intrigas u operaciones militares, toda la Francia central y septentrional. Su primera víctima fue Siagrio, que, tras ser derrotado cerca de Soissons, trató de huir, pero fue entregado a sus ene­migos por los visigodos y ajusticiado. De esta manera se cimen­taban las bases del reino merovingio franco.
El último acto del drama se desarrolló en Italia. Aquí, como en cualquier otra parte en que se encontrasen las tribus germá­nicas, el ejército se había convertido en un factor autónomo, que apenas si tomaba ya en consideración al último emperador romano y lo que quedaba de su administración. Cuando el gobierno de Rávena negó una concesión de tierras al ejército, semejante a la garantizada a los foederati, las tropas aclamaron como rey a su comandante en jefe Odoacro. Este conquistó Rávena y depuso a Rómulo AugústuIo (476). El gobierno romano oriental terminó por reconocer de facto a Odoacro, al otorgarle el título de patricius. Odoacro, haciendo gala de gran tacto político, se mantuvo en el poder durante un decenio, pero después llegó también su fin. El gobierno de Zenón conseguía, en el año 488, mediante maniobras diplomáticas, desviar hacia Italia a los ostrogodos, que marchaban sobre las fronteras de la Roma Oriental. Estos, al mando de Teodorico, conquistaron el país en el año 493. Rávena, último foco de resistencia de Odoacro, estuvo sitiada durante dos años. Finalmente, los dos germanos pactaron un reparto de  la soberanía, pero, a los pocos días, Teodorico apuñalaba a su colega en el palacio de Rávena. La familia de Odoacro y sus tropas fueron también pasadas a cuchillo. Teodorico se convirtió en dueño y señor de Italia, aunque en principio sólo fuera como patricio, lugarteniente del emperador de Occidente, siguiendo la ficción jurídica de derecho público. En realidad, con Teodorico culminaba el proceso desintegrador del Imperio de Occidente:
Italia, su último reducto, se convierte en un reino ostrogodo independiente.
Así, pues, a finales del siglo V, del Imperium Romanum sólo quedaba como realidad política el Imperio Romano de Oriente (bizantino). Pero como idea política, el imperio romano no había desaparecido aún. Esto se manifestó claramente durante estos años y no sólo por la afirmación atribuida por Orosio al godo Ataúlfo de no pretender gobernar una «Gotia», sino una «Ro­mania». Los soberanos germánicos seguían buscando en el empe­rador de Bizancio una legitimación de su poder. Teodorico era patricius, pero también Clodoveo, rey de los francos, mucho menos familiarizado con las tradiciones romanas, se hizo revestir por el emperador del título de consul. Al menos en los comienzos de la creación de los estados germánicos, se reconocía la idea imperial romana en su expresión típicamente bizantina, es decir, en el concepto de «familia del emperador», del cual todos los demás señores y príncipes son «hijos», pues sólo él es la fuente de todo poder legítimo.
c) Conciencia histórica e invasión de los bárbaros.
En estos decenios de brusca transformación, e! drama de los acontecimientos políticos y la pérdida de la seguridad en vastas regiones de! imperio se repite insistentemente en cartas, poemas y obras históricas, tanto de contemporáneos cristianos como pa­ganos. Situación de los refugiados, sitio de ciudades, papel de los obispos como pilares de la resistencia, todo esto se manifiesta pormenorizadamente, así como otras múltiples informaciones sobre los intrusos extranjeros. Muchas cosas importantes pasan lógi­camente desapercibidas: las rutas que seguían, su fuerza real, las formas de sus contactos políticos y personales, etc. Pero aquí y allá surgen pinceladas realistas en forma de cliché convencio­nal: los burgundios medían más de dos metros de estatura, uti­lizaban como pomada mantequilla rancia, tenían un apetito tre­mendo y hablaban con voz estentórea, según las narraciones de Sidonio Apolinar.
     La situación es calificada por muchos contemporáneos como la crisis más profunda que haya conocido Roma desde las guerras civiles, pero, en el fondo, no se percibe en toda su importancia lo que está sucediendo con el imperio romano en esta crisis. El paganismo tardío de las clases altas de occidente vivía los acon­tecimientos de la invasión de los bárbaros como la desaparición del orden mundial, sostenido por la fe en Roma, aquella fe en la que se había encontrado consuelo y seguridad en el pasado. Esta idea de Roma era defendida aún por Claudio Claudiano a comienzos del siglo V con una fuerza inquebrantable. Cuando el poeta y propagandista de la corte de Honorio (talento nada insignificante, formado en los modelos clásicos), no comentaba con hostilidad o con espíritu guerrero la política de cada día; cantaba en sus rimas a la historia romana, al emperador o al estado imperial, como si la batalla de Adrianópolis no se hubiese producido nunca. Estilicón, aseguraba, habría obligado a los bárbaros a convertir sus espadas en rejas de arado y a someterse a la autoridad romana. Aun cuando Roma haya envejecido, sólo caerá cuando caiga el mundo.
La caída de Roma, algunos años más tarde, sacó al paganismo de esta actitud ilusoria; aunque carecía de interés militar, tuvo este acontecimiento un gran valor simbólico. Pero también ahora, del sobresalto inicial se pasa a una laxitud estoica e incluso a una cierta confianza. Al menos en la primera mitad del siglo, renacía la esperanza de que el imperio habría de superar también esta crisis. Un testimonio de esta confianza lo constituye el verso del senador pagano Rutilio Namaciano: «ardo renascendi est cres­cere posse malis» (“para el renacer, es esencial sacar partido de la adversidad”).
También entre los cristianos dominaba este doble sentimiento de fracaso y de esperanza. De todos modos, hubo dos excepcio­nes significativas en esta tónica general de la época: los escritores galos Salviano y Sidonio Apolinar. Ellos percibieron primero y más claramente que otros la realidad de la irrupción de los germanos y de la convivencia con ellos. Salviano, que vivió aproximadamente hasta el año 480 en los alrededores de Marsella, desarrolló ideas sociales radicales y fue el único escritor contem­poráneo que, en su obra capital De gubernatione Dei, defendió la tesis de que el Imperio Romano de Occidente había dejado de existir. La causa de la caída residía, según su concepción moralizante de la historia, en la opresión social de los humiliores  por los potentes y en la desunión de los mismos romanos. Aunque Salviano no idealiza precisamente a los bárbaros -son analfabetos y sin instrucción, de extrañas costumbres, no se lavan y huelen mal-, declara, en tono polémico, que bajo su poder será posible encontrar libertad y humanidad. Su descripción de la ocupación germánica de las Galias es sobremanera penetrante y ciertamente nos ofrece numerosos detalles sobre la miseria general reinan­te.
Sidonio representaba a la clase social opuesta, la de los potentes: sus cartas y poemas arrancan de los comienzos de la segunda mitad del siglo. Ampliamente instruido en la literatura y dueño de una gran finca en Auvernia, estuvo frecuentemente implicado en la política de la alta nobleza gala. Su suegro fue el antiemperador galo Avito. Sidonio le celebró como corres­pondía a los emperadores legítimos, haciéndose de este modo merecedor, en el año 468, de la prefectura romana. Al fin, de una manera casi inesperada, fue nombrado obispo de Clermont-­Ferrand. Dirigió la defensa de la ciudad contra los visigodos y defendió más tarde un entendimiento godo-latino. Sidonio describe el estilo de vida de la nobleza de su tiempo con gran fuerza expresiva. Caza, viajes, visitas recíprocas, deportes ocupaban la vida de la nobilium universitas, junto a la inspección de sus propiedades. La vida de los humiliores en general, así como la de los propios colonos no interesaba. Una política de igualdad entre latinos y godos era para Sidonio una actitud obligada más que una convicción política, como ocurría en Salviano. Sidonio no perdió nunca el espíritu de superioridad de romano noble y civilizado: «Tú te apartas de los bárbaros porque al parecer son malos; yo lo hago aunque fueran buenos». Sólo después de ser nombrado obispo, por su obligado y estrecho contacto con la vida de las capas inferiores, aprendió a comprender que la igual­dad con los nuevos señores era de interés para la población, y aceptó la sustitución de la dominación romana por la goda. Pero siguió profundamente convencido de la superioridad de la cultura romana, como representante de aquella nobleza provincial, que salvó propiedades, cultura y posición social, acomodándose a la dominación germánica, y que influyó de este modo decisivamente en la evolución ulterior del feudalismo en estas regiones.
En los lugares más alejados del escenario de los aconteci­mientos, se mezclaba como en las cartas y sermones de los Padres de la Iglesia Latina- una apasionada y estereotipada representación de las necesidades de la época con la conmoción producida por la catástrofe política. Agustín dirigió a su grey múltiples sermones sobre el tema de tribulationibus el pressuris mundi, con frases centrales como la siguiente: «Toda nuestra tierra no es otra cosa que un gran barco que nos lleva a través de la vida, expuestos a las sacudidas, a los peligros y a todas las tormentas y temporales». Este sentimiento de inseguridad se extendía por regiones que ni siquiera se veían directamente afectadas por el ataque de los germanos (la irrupción de los vándalos tuvo lugar veinte años más tarde).
La conmoción de la seguridad política desembocó fácilmente entre los súbditos cristianos del imperio en la desespe­ración, cuando no en la seguridad del próximo fin del mundo. La combinación de fe cristiana y conciencia imperial romana había dado lugar a un patriotismo peculiar teñido de religiosidad: orbis romanus fue identificado con orbis christianus; pax chris­tiana y pax romana eran en el fondo una misma cosa. Prudencio dio expresión, con mucho calor, a esta conciencia misionera ro­mana y cristiana. Con su renacimiento en el cristianismo, comen­zó Roma a realizar su destino verdadero: «Sólo ahora soy en verdad digna de veneración, como cabeza del círculo terráqueo», declara Roma en uno de sus poemas; «aunque todo lo mortal envejezca, a mí me concedieron los tiempos un nuevo siglo». Para Prudencio, Teodosio inició la eterna soberanía cristiana, que lleva a cabo la tarea predestinada a Roma, reúne a los pueblos y les conduce a la verdadera fe.
La peligrosa vinculación de la realidad política a la religiosa " residía en semejante conciencia cristiana del imperio. Por esto se elevó entre los cristianos, bajo la impresión de los acontecimientos y, sobre todo, como eco de la caída de Roma en el año 410, la pregunta crítica: « ¿Por qué el Dios cristiano no protege al imperio, si a su ayuda se atribuyó su existencia re­novada?». Con gran fuerza muestran este sentimiento las reac­ciones de Jerónimo. Sus exclamaciones de consternación recar­gadas retóricamente («He olvidado el lenguaje, he callado du­rante mucho tiempo, pues sabía que es el tiempo de las lágri­mas») llevan, cuando Roma es amenazada por primera vez, a la pregunta: «Si Roma perit quid salvum est?» ¿Qué es lo que se salva si perece Roma?). Y la caída de Roma la comenta con esta constatación lapidaria: Orbis terrarum ruit (El mundo se derrumba) ". Precisamente en la exageración retórica se hace vi­sible la inseguridad de los cristianos en la crisis política; se puso de manifiesto lo poco enraizada que estaba la fe cristiana en amplios círculos.
Sólo pocos teólogos de la época percibieron la razón última de esta inseguridad. Para Agustín, provenía del compromiso político demasiado estrecho de los miembros de su grey, de la equiparación de la salvación religiosa con la política en la ideología romana. Su gran obra De civitate Dei, comenzada  bajo la impresión de la caída de Roma, se dirigió no sólo contra los paganos, sino también, y en igual medida, contra el exagerado patriotismo cristiano de sus contemporáneos. Representaba también un ajuste de cuentas con la ideología cristiana de Roma, en la que Agustín veía, no sin razón, lo mismo que en la fe de los paganos en la eternidad del imperio, una forma anticristiana de religiosidad política. Agustín se separó de los modos de pen­samiento cristiano de la época, hacia una nueva posibilidad de conciencia cristiana en sí. Frente a la compacta creencia en Roma de la época, él representaba una sola voz y, por lo demás, poco escuchada.
d) La supervivencia del Imperio Romano de Oriente.
La disolución del Imperio Romano de Occidente fue tan sólo un aspecto de la totalidad del proceso político. El Imperio Romano de Oriente logró la superación del peligro que constituían los germanos en el interior (cf. arriba pp. 124 Y ss.) y se defendió victoriosamente contra la invasión de los bárbaros. El enfrentamiento a los ataques de las tribus invasoras se llevó a cabo en la parte oriental del imperio de una manera comple­tamente distinta a como se realizó en Occidente. Si el peligro germano interno significó aquí una amenaza de tiempo en tiem­po, la tormenta exterior de los germanos pasó, sin embargo, con relativa suavidad. La invasión de los bárbaros sólo afectó a la Roma oriental en tres ocasiones, pudiendo rechazarse a los invasores con relativa facilidad.
El ataque de los visigodos, que por algún tiempo estuvieron asentados en los Balcanes como foederati, bajo el mando de Ala­rico, pero que volvieron sin embargo a revolverse a partir del año 395, y se pusieron en movimiento en dirección a Constan­tinopla, pudo ser desviado gracias a las medidas diplomáticas del prefecto senatorial Rufino, que desvió su marcha hacia Gre­cia y el Epiro. Las negociaciones de Alarico, poco claras en sus particularidades, con Constantinopla y con Estilicón no tuvieron éxito. Después de ser saqueada Grecia durante varios años, se logró finalmente, en el año 401, provocar la retirada de los go­dos hacia Italia, a través de Dalmacia, mediante una encomienda imperial al magister militum Alarico. El Imperio Romano de Oriente se salvo por primera vez de un ataque de los germa­nos a costa de Occidente -procedimiento del que supo apro­piarse rápidamente la diplomacia romano-oriental-. Última consecuencia de esta política fue la ocupación de España por los visigodos.
Siguieron casi cincuenta años de gran tranquilidad política en el exterior, a excepción de las luchas que continuaban en la frontera persa. Esta tregua dio tiempo al Imperio Romano de Oriente a liquidar el problema germano interior, sin molestias exteriores. Después fue el imperio de los hunos el que pro­vocó la segunda gran crisis política exterior. Desde los años cuarenta, las constantes incursiones en los países de los Balca­nes llevaron a la Roma oriental al borde de la ruina financiera, con la lenta devastación de la región y con las siempre nuevas exigencias de pago de tributos por parte de los invasores. Ni la diplomacia romana-oriental ni las acciones mi­litares cambiaron la situación, que sólo pudo salvarse por la desviación de la dirección del ataque de los hunos, inexplica­ble hasta hoy, y la rápida desintegración del imperio huno a la muerte de Atila.
La última crisis política venida del exterior y provocada por los ostrogodos se produjo hacia finales de siglo. Después que el reino ostrogodo de Ermanrico, entre el Dniester y el Don, hubo sucumbido bajo la avalancha de los hunos, Teodosio I asentó en Panonia al grueso de los ostrogodos. Aquí cayeron nuevamente bajo la soberanía de los hunos y lucharon al lado de Atila en los Campos Cataláunicos. A su muerte, siguieron siendo para el imperio romano oriental vecinos incómodos. En el año 471, un príncipe de la dinastía de los Amalos, Teodorico, pasó a ser el jefe de la federación de tribus. En los diez años que había permanecido como rehén en la corte de Constanti­nopla, se había convertido, como Alarico, en un buen conocedor de la situación política y militar del imperio y había entrado en contacto, al menos superficialmente, con la cultura de la época. Bajo Teodorico, nombrado rey, los contingentes ostrogodos pa­saron de la saqueada Panonia a la región de Salónica y fueron arrastrados, de esta manera, a intervenir en las luchas internas del Imperio de Oriente. En el año 473, el emperador León I daba posesión a Teodorico del cargo de magister militum prae­sentalis, con el rango de patricius. y asentaba a los ostrogodos en la Mesia Inferior. Después, durante casi un decenio, el em­perador Zenón intentó enfrentar al rey de los ostrogodos con el influyente general, también ostrogodo, Teodorico Estrabón, que mandaba los contingentes godos del ejército romano-oriental. En el año 488, encontró una solución a la espinosa cuesti6n de los ostrogodos, mediante el alejamiento diplomático hacia el oeste de estos grupos de tribus, que tan peligrosos resultaban en las proximidades del centro del imperio. No se sabe si Zenón acarició alguna vez la idea de recuperar el control político sobre Italia mediante la sustitución de Odoacro por Teodorico. De momento, era decisiva la liberación de la Roma Oriental. En el año 488, los ostrogodos, al mando de Teodorico, nombrado magister militum per Italiam, atravesaron la región de los Bal­canes en dirección a Italia. En el 489 consiguieron una clara victoria junto al Adda y, finalmente, conquistaron Rávena -en la «batalla de los cuervos» de la epopeya nacional germana-. Teodorico, como plenipotenciario del emperador, había elimi­nado a Odoacro, nombrado patricius por el mismo soberano; es éste un aspecto típico de la política romana de la época de la invasión de los bárbaros. Después de largos combates, Teo­dorico se convertía, en el año 493, en el señor de Italia.
La existencia del Imperio Romano de Oriente se compraba una vez más al precio de la renuncia de los intereses imperiales en occidente. Aunque Teodorico, como patricius y magister mi­litum, gobernaba nominalmente en nombre de Zenón (o de Anastasio), aunque la ficción jurídica de derecho público seguía manteniéndose en torno a la unidad imperial, de facto, surgió de entre los restos de la Roma occidental un reino ostrogodo independiente. Las razones de tan distinta evolución no se en­contraban sólo en una diplomacia más acertada por parte de Oriente, sino también en la menor capacidad defensiva de Oc­cidente y en el hecho de que la dirección natural de ataque de la segunda oleada de la invasión de los bárbaros se dirigió especialmente, desde un principio, contra la parte occidental del Imperio.
Debido a la menor dureza del enfrentamiento con los pue­blos bárbaros, falta en Oriente aquel sentimiento de gran crisis. En la literatura de la época, como por ejemplo en las cartas de los Padres de la Iglesia Sinesio y Juan Crisóstomo, se exte­rioriza la reacción antigermánica de la aristocracia imperial y eclesiástica, pero no una conciencia profundamente arraigada de pérdida de la seguridad política. Sin embargo, existían graves problemas políticos y militares: la rebelión latente de los mer­cenarios isaurios, la aparición de nómadas búlgaros en el bajo Danubio, las dificultades surgidas de la disputa monofisita en las provincias orientales del imperio, las ofensivas de los nóma­das árabes en los límites del desierto, los ataques de los blem­nios en la frontera meridional de Egipto y la presión de los hunos, que, momentáneamente, hacía perder significación al fren­te persa. Pero estos problemas eran locales y limitados; no se trataba de una crisis estatal. El Imperio Romano de Oriente superó las crisis del siglo V sin sufrir daños decisivos. La forma de gobierno de la monarquía absoluta hereditaria, con su burocracia rígidamente centralizada y su ejército profesional, se mantuvo como sistema político. El orden social no conoció nin­gún cambio decisivo y, mientras que en la parte occidental del imperio la desintegración política iba ligada a una creciente depresión económica y social, en el Imperio Romano de Oriente se alcanzaba nuevamente un apreciable florecimiento económico. El Imperio Romano de Oriente salió incluso ganando, en cierto sentido, con la caída de Occidente: Bizancio se mostraba ahora como el único sucesor legítimo del imperio y, frente a los es­tados germánicos, era la potencia dominante del Mediterráneo, tanto en el plano político como militar y económico. Esta si­tuación creó las bases de la era justinianea.
La invasión de los bárbaros transformó las tierras compren­didas entre el Danubio, Escocia y el Sáhara. En lugar de un imperio mediterráneo unitario, apareció un sistema político plu­ralista; un mundo de estados, constituído por los estados ger­mánicos, sucesores del imperio de Occidente, y por el imperio bizantino. El resultado de este proceso de transformación, que duró más de cien años, no es tan claro como pudiera parecer ex eventu. Hubo momentos en que el destino parecía in­cierto; momentos, hacia la mitad del siglo, en que parecía po­sible que, bajo la presión del imperio de los hunos y de los vándalos, la evolución histórica pudiese tomar caminos total­mente distintos. Pese a todas las situaciones extremas locales y temporales, el enfrentamiento de los germanos con el mundo romano no revistió nunca un carácter catastrófico, ni siquiera en occidente. Ciertamente, aceleró una evolución ya en marcha. Sobre el suelo del viejo imperio subsistían los elementos de la cultura romano-tardía, de su estructura social y económica y, en parte, de su organización administrativa. La «Romania», como ámbito de cultura común, sólo se encontraba en peligro en las regiones marginales, en las que estaban asentados grupos ger­mánicos cerrados, como en la zona oriental del Rin, en el norte de Bélgica y en las provincias de Recia, Nórica y Pano­nia. En todas partes tuvo una significación decisiva la persis­tencia de los antiguos latifundios y de la vieja aristocracia, con la que rápidamente se aliaron los inmigrantes para formar un compacto grupo de intereses. Era éste un proceso que favorecía el avance de la evolución social y política por caminos ya abiertos.
La invasión de los bárbaros, en un sentido amplio, no ter­mina con los sucesos del siglo V. Hacia el año 500, aparece una especie de factor retardatario; el ala nórdica de todo el eje de movimiento sobre el que discurrieron las migraciones de los germanos y hunos, se aquieta con la formación de nuevos estados sobre el suelo del viejo imperio. El ala oriental se encuentra aún muy retrasada y sólo en los siglos VI y VII podrá desplegar, con los sasánidas primero y después con los árabes, su plena potencia de ataque.

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