martes, 10 de mayo de 2016

SIGLO VI - Manual

La acción en Galia se desarrolló en relación directa con el impulso que imprimieron los pueblos francos sobre las antiguas estructuras romanas. A mediados del siglo V estaban divididos al menos en dos grupos: los ripuarios o renanos, custodiando la orilla izquierda del Rin, y los salios, extendidos sobre los actuales Países Bajos y Bélgica. De entre estos últimos surgió la figura de Clodoveo, llamado también Clovis o Chlodweg, quien en 486 venciera a Siagrio, tomara su capital de Soissons y se proclamara “general romano” además de rey.
Clodoveo se preocupó por unificar las distintas comunidades francas situadas en torno al Loira. Logró a extender su influencia incluso sobre los bretones de Armórica, de modo más nominal que real, y empujó a los alamanes hacia el Alto Rin luego de vencerlos en la batalla de Zulpich o Tolbiac (encuentro de fecha incierta, entre 496 y 500). Esta progresión, sobre todo la que siguió hacia el Mediterráneo, puso al reino franco en contacto con los burgundios y visigodos, con quienes llegó al enfrentamiento directo. Los primeros en recibir el embate fueron los visigodos del reino de Tolosa, contra quienes la religión jugó un papel destacado junto a las armas (francos católicos contra visigodos arrianos). La campaña, que acabó en la victoria franca de Vouillé de 507, incorporó Tolosa y Aquitania al dominio de Clodoveo, aunque no logró mantener el control sobre Provenza y Septimania, hecho que negó, de momento, el acceso franco al mar.
Los sucesores de Clodoveo, a los que ya comenzaba a llamarse merovingios a causa de ese legendario antepasado, Meroveo, continuaron la presión hacia el este y el sur. En dos brillantes campañas en 523 y 526, dislocaron el reino burgundio tras instigar el asesinato de su rey Segismundo. Luego, lanzaron incursiones sobre Italia, llegando tan lejos como Campania y Calabria, de las que obtuvieron grandes botines antes de verse detenidos por griegos, romanos y godos, que allí guerreaban por el territorio. Entre una expedición hacia el sur y otra, en 531 los turingios y en 536 los alamanes cayeron ante Teodeberto mientras que Clotario I dominó a los bávaros en 555. Desde este momento, la Germania meridional se integró en el marco político común del reino franco. Por ende, el territorio franco se vio inmerso en una serie de guerras civiles, conflictos familiares, asesinatos e intrigas que se sucedieron ante la práctica merovingia de fraccionar el territorio entre los hijos de los reyes. Luego de la muerte de Clotario I en 561, comenzó a gestarse la diferencia
entre Neustria (el oeste de la Galia) y Austrasia (el este galo, más el oeste de Germania, los Países Bajos y Bélgica).
Los merovingios no rechazaron por completo la herencia romana, evidente no sólo en la estrecha relación entre reyes y obispos —que unió a germanos con galorromanos, sacralizando la autoridad real y legitimando el papel de la Iglesia en la nueva estructura— sino, además, en la aceptación por parte de Clodoveo de las tablas consulares enviadas a él por el emperador bizantino Anastasio. Con todo, su reino fue esencialmente germánico. El servicio del príncipe estableció una jerarquía entre los hombres libres, beneficiando al conjunto cortesano formado por colaboradores, fieles o leudes que se encomendaban a un soberano cuyo poder era la clave de referencia.
Así como en la Galia y Germania el protagonismo franco fue decisivo, en Hispania e Italia lo fue el de los godos. En palabras de Lucien Musset, los godos, hasta Justiniano, asumieron la jefatura del mundo bárbaro. Ya en el siglo III, se manifestó la división del pueblo godo entre visigodos o tervingi y ostrogodos o greutungi, separación de jefaturas y reinos que no afectó ni la unidad de la lengua ni el sentimiento de estrecho parentesco entre ambos. Fueron los únicos que atravesaron el Imperio de un extremo a otro, los primeros que fundaron Estados duraderos y consiguieron una síntesis de los elementos germánicos y romanos, logrando construir una cultura intelectual autónoma.
La trayectoria de los visigodos los llevó hasta la península ibérica en el siglo V como foederati del Imperio. Para el siglo VI, contenida la amenaza franca luego del desastre de Vouillé, el poder de los reyes visigodos sólo era discutido, aunque débilmente, por el pequeño reino suevo asentado en la actual Galicia y por los vascos, en el norte de Hispania. De la organización de estos últimos no se conoce casi nada, mientras que de los suevos, lo que se ha llegado a saber es también y lamentablemente, muy poco. Se habría tratado de una monarquía que, salvo las acuñaciones de monedas siguiendo los tipos imperiales del siglo precedente, no dejó mayores rastros. Se caracterizó, eso sí, por la larga lucha entre católicos y arrianos, con los primeros ganando terreno lenta pero firme tras la misión encabezada por san Martín de Braga. El rey visigodo Leovigildo, mediante la guerra entre 576 y 585, logró la anexión del reino suevo que, desde ese momento, se fundió con el godo.
El mismo Leovigildo (568-586) fue el artífice de los grandes avances que se realizaron respecto a la unificación política de la península. No sólo absorbió a los suevos, sino que también logró contener a los vascos construyendo la nueva fortaleza de Vitoria. En el mismo sentido, se volvió contra los bizantinos —que habían llegado al este hispano
de la mano de la disputa sucesoria entre el rey arriano y su hijo católico Hermenegildo—, recuperando Córdoba, Medina Sidonia y Sevilla.
Una vez sentadas sólidamente estas bases, será Recaredo, segundo hijo de Leovigildo y su sucesor entre 586 y 601, quien conseguirá la consolidación de la autoridad real y la organización política visigoda. Su conversión al catolicismo fue fundamental para la unión de godos e hispanorromanos, al tiempo que le atrajo la alianza con una Iglesia que demostró ser un poderoso apoyo. Los Concilios de Toledo, a los cuales asistieron los obispos hispanos ante la convocatoria del rey, se transformaron en verdaderas asambleas del reino. Desde aquí, nos encontraremos con una organización basada en una monarquía de tipo teocrático, tomada de los modelos bizantinos, de la que dependían los duques y condes que comandaban los ejércitos y dirigían las divisiones administrativas del reino.
Los ostrogodos, al otro lado del Mediterráneo occidental, no lograron la misma solidez. Sus orígenes fueron, con todo, auspiciosos. Su rey Teodorico (474-526) invadió la península itálica en 489 y venció al rey Odoacro (el destructor del Imperio romano de Occidente) en Verona y, finalmente, en el sitio de Ravena en 493.
La organización del reino ostrogodo respetó una especie de dualismo que mantuvo el equilibrio entre las tradiciones imperiales romanas y las de los germanos. Teodorico, general romano, patricio y rey de los germanos al mismo tiempo, dispuso que godos y romanos vivieran bajo administraciones paralelas pero separadas, con el único contacto entre ellas en la persona del príncipe y en algunas oficinas del gobierno. Así, a la fuerza del ejército godo se le unía el orden que proporcionaba el encuadramiento en las antiguas pautas de la civilización romana, con sus leyes, magistrados y el apoyo del viejo pero influyente orden senatorial. Esta división se mantuvo incluso en la esfera religiosa entre godos arrianos y romanos católicos, si bien con tensiones siempre latentes.
La muerte de Teodorico propició la llegada al trono primero de Atalarico, un niño bajo la regencia de la hija del viejo rey, y luego de Teodato. Este aprovechó la muerte de Atalarico sin herederos para eliminar a la regente Amalasvinta y hacerse con el poder, acabando con la prosperidad del Estado ostrogodo. El emperador bizantino Justiniano se proclamó vengador de Amalasvinta y envió sus ejércitos a Italia bajo el mando del general Belisario. Sin dudas una expresión más del expansionismo oriental que ya los había llevado al norte de África y al este de Hispania.
Jefes como Teodato, Vitiges, Hildibaldo y Totila, que se sucedieron entre 534 y 552, condujeron sin éxito la lucha contra el asalto bizantino, proceso durante el cual el dualismo original fue reemplazado por una notable germanización de las estructuras políticas. Luego
de 552, Italia mostró un cambio notable. Por un lado, los bizantinos fundaron el Exarcado de Ravena, que se hizo con el control de una franja que cortaba en diagonal la península casi desde Roma hasta el Friul. Por el otro, los longobardos o lombardos conducidos por su rey Audoino, avanzaron por el norte como aliados de los griegos y ocuparon el lugar dejado vacante por los derrotados ostrogodos. Los duques lombardos se extendieron en todas direcciones, creando el reino de Pavía y los ducados de Benevento y Espoleto.
Los lombardos, cuya organización política fue establecida por el rey Agilulfo (590616), dispusieron que la circunscripción básica fuera el ducado, jurisdicción de un “exercitus” dirigido por un duque. Las tierras pasaron a los jefes lombardos, muchas veces a la fuerza.
Desde el siglo V, las islas británicas contemplaron el progresivo derrumbe de la vieja organización romana ante el ataque de pueblos germánicos, anglos y sajones, que de simples auxiliares o saqueadores, se habían transformado en grupos que buscaban un lugar donde asentarse. En el siglo VI, las realezas aparecieron de la mano de una nueva oleada de inmigrantes, que, como detalle particular, erigieron su jefatura sobre la base de una ascendencia pretendidamente divina.
Los reinos creados por los recién llegados tuvieron como origen el reagrupamiento de elementos diversos. Sus nombres demuestran esta característica: fueron tomados de la toponimia celtorromana (Kent, quizá Bernicia) o bien tuvieron un carácter sólo geográfico (“gentes de la marca” o Mercia, “gentes del norte del Humber” o Northumbria, Wessex, Essex, etc.). La colonización germánica ocupó las tierras arables, al tiempo que las ciudades perdieron la relevancia y significación que habían tenido en épocas romanas.
Los celtorromanos, pese a verse sumergidos en el alud germánico, no desaparecieron. Identificados con los bretones, resistieron el avance sajón hacia el este de Inglaterra en una serie de batallas difíciles de situar. La más renombrada de ellas fue la del Mons Badonicus, donde los romanobretones estuvieron dirigidos por Ambrosio Aureliano, “el último de los romanos”. Según algunos especialistas, la figura en la que se habría basado al rey Arturo medieval. Su cultura pervivió en Cornualles, Gales (de una de esas familias provenía san Patricio, el evangelizador de Irlanda) y también en la Bretaña armoricana, al otro lado del canal de la Mancha.
En el norte, pictos y escotos organizaron sus pueblos, clanes y jefes luchando entre sí y lanzando incursiones hacia el territorio ocupado ahora por los sajones, e incluso sobre Irlanda, pero sin seguir un plan de expansión preciso.
Las federaciones de tribus germanas que asolaron el Imperio no sustituyeron simplemente al régimen estatal romano, puesto que representaban una minoría frente a la población romana. Sin embargo, su presencia implicó que se integraran no como colonos, sino como líderes y gobernantes. En principio quedaron algunos testimonios de los choques que hubo, como el de Sidonio Apolinar en Francia. En un comienzo, ambos grupos siguieron los principios de sus propias leyes e instituciones. Uno de los motivos más agudos de enfrentamiento fue el tema religioso, los germanos en su mayoría habían adoptado el arrianismo, mientras que los antiguos súbditos del Imperio se mantenían en la fe católica. Algunos elementos esenciales de la antigua estructura romana siguieron existiendo, tales como el ordenamiento administrativo, el comercio y la economía agrícola. En principio, no hubo una interrupción notable en las formas de vida, comprobable en la historia de las ciudades, de la cultura material y de la estructura social.
La sociedad del siglo VI estaba demasiado próxima a la caída del Imperio romano como para no demostrar elementos familiares, en donde los aportes realizados por los germanos encontraron un sustrato sobre el cual asentarse. Sin embargo, la síntesis que se produjo entre ambos conjuntos y que con mayor frecuencia resalta las diferencias, no debe dejar de lado ciertas similitudes básicas.
Es un hecho que tanto germanos como romanos conocían la desigualdad social. Aceptaban la preeminencia de un sector de notables, ya fuera el orden senatorial en el Imperio o bien, entre los germanos, ese grupo integrado por los parientes y compañeros de los jefes de guerra (el llamado “comitatus”), cuyos linajes, al menos en algunas tribus, aparecían dotados con privilegios jurídicos y hasta caracteres mágicos.
Unos y otros conocieron también la esclavitud, alimentada por la guerra permanente, la autoventa, etc., y que mantenía una fuerza de trabajo servil incrementada cada año mediante las razzias dirigidas contra el territorio de los pueblos vecinos, una vez que la posibilidad de adquirirlos en los mercados de tiempos clásicos se hizo dificultosa o innecesaria.
En suma, el cuerpo social destacaba tres grupos claramente diferenciados: el de los esclavos cosificados; el de los libres y, en tercer lugar, el de los “Grandes”, dueños del trabajo de los demás y de sus frutos. En cierta forma, podría incluso decirse que el orden social en Occidente tuvo dos raíces principales: una estructura agraria romana, muy marcada por la propiedad del suelo y otra germánica, caracterizada por las relaciones de dominio personales.
Los primeros a considerar serán los esclavos. Es necesario distinguir dos formas muy diferentes de esclavitud: una de ellas de tipo rural, secuela de la servidumbre de la Antigüedad y que se mantendría hasta los siglos X y XI; otra, una esclavitud de trata, ya practicada en la Alta Edad Media pero que se desarrollaría con mayor fuerza a partir del siglo XIII.
La existencia de la esclavitud resultaba inherente a la idea según la cual, al menos hasta el año Mil, Europa sólo conocía, en términos jurídicos, dos tipos de hombres: los libres (liberi, ingenui) y los no libres (mancipia, servi, analice, entre otras definiciones diversas). Los no libres, además de la guerra y la autoentrega a un amo ya mencionadas, provenían de la reproducción natural, de los matrimonios entre libres y esclavos (la unión con esclavos conducía a la pérdida de la condición de libre de aquel que lo fuera), las condenas judiciales (que castigaban con la pérdida de la libertad una serie de delitos cuya gama variaba de acuerdo a la región, pero que casi siempre incluían el infanticidio, el aborto, la violación, la falsificación de moneda, etc.) y el endeudamiento (temporalmente, hasta saldar la deuda).
La condición de los esclavos era penosa, considerados como seres infrahumanos, sin ningún derecho o protección, desocializados del entorno que habitaban, equiparados al ganado de su amo. La Iglesia, tan importante en las definiciones sociales del período, incluso no condenó o atacó estas prácticas, sino que buscó prohibir (prohibición que no fue más respetada que tantas otras) que se redujese a la servidumbre a los bautizados. Doctrinalmente, se esforzaría por legitimarla, al sostener que la condición servil era una forma de expiar el pecado original y, por tanto, formaba parte del plan divino para la redención de la humanidad. Sin embargo, es necesario destacar que, al tiempo que hacía esto, la institución eclesiástica no careció de una notable ambigüedad. Por ejemplo, desde el momento en que el esclavo fuera admitido en los sacramentos, lo elevaba a la dignidad de persona humana, contribuyendo de esta manera, por lo menos a nivel espiritual si no material, a reducir la brecha que separaba a los esclavos de los libres.
Los hombres libres no se consideraban tales por su independencia personal, sino por el hecho de pertenecer al “pueblo”, es decir, por depender e integrar las instituciones
públicas de su comunidad. Las sociedades germánicas se basaban en un cuerpo de hombres libres, cuya condición se expresaba en el derecho de llevar armas y que fue aprovechado por todos, desde los que formaban el séquito del rey hasta los campesinos más humildes. La posibilidad de integrar la hueste daba el derecho, además, de seguir al rey o jefe guerrero en las expediciones emprendidas cada primavera y, por tanto, de participar en los beneficios del botín capturado. La guerra, que de momento conservaba un marcado carácter tribal, era considerada como una de las principales fuentes de enriquecimiento.
Para los germanos, la libertad como derecho dependía del principio de obligación. Marchar a la guerra, por citar este caso, no sólo implicaba una posibilidad que no todos podían ejercer, sino también era la obligación que llevaba a los hombres a reunirse periódicamente para decidir la ley, para hacer justicia en el marco de la asamblea de guerreros (momento en que se repartía el botín de una campaña), se disponía la explotación colectiva de las partes incultas del territorio y se manifestaba sobre la aceptación o no de los nuevos miembros de la comunidad. Si por alguna razón, la unidad entre derecho- obligación no podía cumplirse, la condición real del hombre se veía alterada. Este era el caso de la gran cantidad de campesinos libres que, por no poseer tierras propias, trabajaban las de otros como “colonos”. Considerados libres, en la práctica eran prisioneros de una red de servicios que limitaban su independencia. Por ejemplo, sus obligaciones militares se transformaron en el deber de contribuir al aprovisionamiento de la hueste, pero ya no a integrarla.
Así, nos encontramos con un límite difuso entre la libertad y formas atenuadas de servidumbre. Esto fue así, quizá, porque junto a los colonos que sobrevivían de un manso o tenencia ajena, también existían aquellos que poblaban los vici, poseían derechos de disfrute de las tierras comunales, o bien, podían sostener la propiedad de un alodio. En un principio designaba un bien familiar legado por los antepasados, transmitido por herencia de generación en generación, para luego referir a la propiedad individual, divisible y alienable sin ningún tipo de trabas.
Por encima de los esclavos y como estrato superior de los libres, aparecieron los que G. Duby, en uno de sus trabajos clásicos, llamó los “Grandes”. En las estructuras creadas luego de las migraciones germánicas, el poder de mandar, de dirigir el ejército y administrar la justicia entre el pueblo correspondió al rey (en muchos casos, junto con la asamblea). La herencia favoreció la acumulación de riquezas en sus manos, pero como las reglas de distribución sucesoria eran, respecto a él, las mismas que se aplicaban en todas las familias (división del patrimonio en partes iguales entre todos los herederos) esa fortuna corría el
riesgo de fraccionarse y desaparecer en las sucesivas particiones. Sin embargo, la cantidad de bienes que podía acumular por su posición era tal que resultaba más simple resistir o mitigar los efectos de este proceso.
Con mucho para distribuir, pues, los reyes favorecieron la existencia de un conjunto de hombres ligados a la persona del soberano por relaciones domésticas, conocidas con el nombre de palatium, lo que daría como resultado una complejización del viejo comitatus. Además de sus familiares y servidores más cercanos se reunía un gran número de jóvenes de familias “aristocráticas” que buscaban completar su educación junto al rey. Así, apareció el grupo de “amigos” o “fieles” unidos al monarca por una fidelidad particular que les otorgaba un valor individual especial. Serán estos personajes los principales ejecutores del poder real, del cual obtenían su riqueza ya fuera por medio de regalos, un mayor beneficio sobre el botín conseguido o por las altas dignidades que el rey era capaz de conceder.
Los “Grandes” entonces, podían ser definidos a partir de la figura real, pero conformaban un grupo complejo, integrado por elementos diversos que se fusionaron estrechamente. En ellos apareció la unión entre los germánicos dominantes, los descendientes de las tribus aliadas o sometidas (era muy común que, en una oleada migratoria, pueblos distintos se unieran bajo el liderazgo de la tribu o clan más fuerte) y los restos del orden senatorial romano. Su poder se expresó a partir de su posición particular en el seno social y su control de la tierra, que poco a poco iría concentrándose. En siglos posteriores hará su aparición el Gran Dominio, que no se limitará a ser la principal estructura productiva de la Alta Edad Media, sino que también constituirá la forma primaria de dominación sobre las personas hasta la aparición del feudalismo.
Este período no presentó como problema el espacio geográfico, pues la disponibilidad de tierras era suficiente. La población, en cambio, sí ofreció particularidades. Crisis como la llamada “Peste justinianea” —que marcó, a mediados de siglo, la introducción de la peste bubónica en Occidente de la mano de las tropas bizantinas y que, de los puertos mediterráneos llegó incluso a Dinamarca e Irlanda— se sumó a la movilidad de las migraciones sobre el terreno. Controlar la disponibilidad de hombres era una manera de asegurar los brazos capaces de llevar adelante la producción y las fuentes de obtención de riquezas. En este contexto, la división entre humiliores ypotentiores, entre humildes y ricos; y a menudo entre pauperes y potentes, pobres y poderosos, no parece casualidad, sino el fruto de un proceso que puede rastrearse en las condiciones sociales generadas por los esquemas que comenzaron a cristalizar en las nuevas realidades romano-germánicas.

El paisaje mediterráneo se caracterizó, en época romana, por los límites entre los campos, con una clara separación entre el ager (campos cultivables) y el saltus (la pradera), que aparecían como espacios muy bien definidos, con un tipo rectilíneo e incluso con hitos o mojones de piedra que establecían los derechos de cada propietario. Los germanos y los celtas, en cambio, privilegiaron la zona imprecisa, con el bosque como frontera y el seto vivo, valorizando la silva como espacio a aprovechar junto con la agricultura, dados los intereses pastoriles de los recién llegados. Por ejemplo, resulta notable cómo desde principios del siglo V, árboles, helechos y zarzales progresaron a costa de los prados y cultivos, pero ya en el siglo VI estos últimos reaparecieron con mayor fuerza.
En este marco, la explotación agraria tomó una relevancia fundamental, ya fuera a partir de las propiedades más o menos pequeñas de tipo familiar, como a través de grandes concentraciones en manos de los potentes. No obstante, es necesario observar que el problema de la existencia y/o supervivencia de grupos de pequeños propietarios libres tiene más importancia para la historia social que para la historia económica.
En efecto, a partir del momento en que se comprobó que una proporción importante de la tierra estaba acaparada por la gran propiedad, resultó evidente que también había que admitir que esta última desempeñó un papel motor en el conjunto del proceso de desarrollo. Por las técnicas puestas en práctica, por sus formas de gestión más racionales, por una preocupación más acusada por la rentabilidad y, quizá, por niveles de producción más elevados, es muy probable que corresponda otorgar al Gran Dominio el reconocimiento de ser aquel que impuso las características salientes a la estructura agraria medieval.
Ahora bien, la consolidación del Gran Dominio será cosa de siglos posteriores. En este (y en muchos otros sentidos) el siglo VI será parte de un período de transición que se encaminará hacia los modelos, mucho más conocidos, del siglo VIII bajo el Imperio carolingio. De momento, puede sostenerse sin demasiados problemas que la producción agraria corría a cargo de campesinos agrupados en comunidades aldeanas o en familias amplias, que explotaban en conjunto los terrenos comunales y avanzaban hacia las tierras incultas cuando lo necesitaban o les era posible. Esto no significa que la concentración de la tierra no se conociese o tuviera una relevancia menor (los potentes eran tenidos por tales, entre otras cosas, por sus grandes propiedades) sino que es destacable la multiplicidad de la estructura agraria del período.
Una indicación de esa complejidad estructural es la gran variedad de términos que es posible encontrar para referirse a las tenencias agrícolas. Si bien parecen, muchos de ellos, haber sido formulados en siglos posteriores, no dejarían de formalizar realidades presentes de algún modo en el siglo VI.
A principios del siglo VII, se documentó por primera vez el vocablo mansus para referirse a las tenencias, entre el Loira y el Rin. Más al sur, en las regiones mediterráneas, se las llamó cobnica. Por su parte, en la zona germánica encontramos menciones a la hufe o al hide en el espacio anglosajón. Si bien cada una indicaba, además, una variedad de situaciones respecto a la condición de su ocupante, a criterios de libertad, fijación a la tierra y obligaciones ligadas a su permanencia o no en ella, todas definirían a la tierra ocupada por una familia que estaba a cargo de su explotación. Los cultivos de cereales como el trigo y la cebada, eran mayoritarios en la región mediterránea. También se podía optar por el centeno y el lino, mejor adaptados a las condiciones climáticas de la Europa occidental. Las variaciones regionales, por cierto, eran notables: la avena y la cebada eran características de Inglaterra, usadas en la elaboración de cerveza; el mijo y el sorgo en las llanuras del Po y Gascuña; la espelta en Francia, etc. Junto a los cereales, las legumbres secas se destacaron por su capacidad para conservarse por largo tiempo: habas, garbanzos, lentejas, por sólo mencionar los más habituales.
Las tierras eran trabajadas de modo muy similar al de la época romana: restos arqueológicos indican que el aratrum era predominante, con sus surcos poco profundos y asimétricos. Esta situación se mantendría hasta el siglo VIII, donde se registrará por primera vez la existencia de arados de reja, aparentemente llegados de Moravia.
En cuanto a las grandes propiedades, la bipartición entre una reserva señorial y un conjunto de tenencias a cargo de campesinos ya era posible encontrarla en Galia, la Italia lombarda y Flandes. El aprovechamiento de la parte central se hacía por medio de la explotación directa, por esclavos y con la ayuda de algunos días de trabajo anuales cedidos por los tenentes. En cuanto a esta unión orgánica del tributo, en días de “corvea”, entre la reserva y las tenencias, puede decirse que ya estaba registrada en los dominios imperiales del norte de África durante el siglo II, caracterizados por poseer parcelas instaladas en amplias llanuras. En estos casos, los colonos debían al intendente de uno a seis días de trabajo al año. En el siglo que nos ocupa, la pervivencia de esta práctica está marcada por el ejemplo de la Iglesia de Ravena, donde tres tenentes estaban obligados a cumplir de uno a seis días de corvea a la semana.
Ahora bien, la existencia de una articulación entre las dos partes que componían un dominio por medio del trabajo obligatorio de sus colonos o tenentes, no debería crear la ilusión de que encontramos aquí la corvea que resultaría común en los grandes dominios de los siglos VIII a X. Esa consistirá de prestaciones en trabajo (y raramente en dinero) que llevará adelante la explotación del espacio agrario casi en reemplazo de la mano de obra esclava. En el siglo VI, estos casos de corvea se hallaban mucho más ligados a las corvatae romanas y su extensión era limitada al punto de parecer excepcional. Además, estos dominios diferían en gran medida, de aquellos consolidados bajo los carolingios, ya que en general eran mucho menos extensos y estaban casi explotados en forma directa por sus dueños, según un sistema puramente esclavista. Así, los dominios de los siglos VI y VII constituirían una suerte de organización intermedia en cuanto a lo cronológico, sobre todo, entre el viejo fundus romano y el sistema curtense clásico, donde la síntesis entre elementos germánicos y romanos es una clave interesante a considerar.
La economía de este período, pues, se constituyó en torno a una base fundamentalmente agraria, a la cual se le conectaron otros elementos, como por ejemplo, cierta vigencia del comercio. En efecto, quedan registros de que, aunque reducidas y en peor estado, las carreteras siguieron estando transitadas por carros que llevaban productos tales como hierro, materiales de construcción, aceite, papiros, especias (estos últimos, considerados “exóticos”). Reafirmando la vigencia de esta actividad, se encontraron fórmulas que aludían claramente a actividades de compra-venta, como así también a puntos de percepción de impuestos que constituían la carga de los mercatores o mercaderes. Estos podían ser, muchas veces, hombres que actuaban en nombre de un señor para ocuparse en otras tierras de los negocios del dueño; pero también es posible que hubiese verdaderos mercaderes que hacían del comercio su actividad primaria. Con todo, las fuentes son vagas al respecto.
Una última consideración que resta por realizar consiste en la existencia de una circulación monetaria. Es cierto que su presencia, basada aún en tipos romanos y con sus específicos pesos y ley, fue mucho más notable luego del siglo VII. Sin embargo, en lugares como la cuenca occidental mediterránea, nunca desapareció del todo y siguió registrándose el precio de las cosas por un cierto número de monedas, lo que demostraría que continuaba confiándose en ella como referencia. Así y todo, la moneda durante el siglo VI bajo control regio será en general, más un objeto simbólico de prestigio y poder, que un medio de cambio extendido.
En los aspectos culturales, tanto como en los políticos, sociales y económicos, la palabra que mejor define la situación del siglo VI es síntesis. Desde hace mucho tiempo se ha abandonado la idea de una gran masa humana o de oleadas incontenibles de personas y pueblos, atravesando el Imperio romano, destruyéndolo todo a su paso. En ningún lugar se impuso un orden nuevo traído por un número relativamente bajo de invasores bárbaros. Por lo que la fusión de elementos en los reinos romano-germánicos fue una constante, que no hacía más que adaptarse a un proceso de larga data, en donde las infiltraciones de grupos étnicos de recién llegados se integraban con poblaciones ya muy heterogéneas de por sí.
En líneas generales, puede plantearse que existió una resistencia romana, en tanto buscaba mantener los modos de vida, la lengua y el derecho tradicionales. Esta resistencia no tuvo un carácter uniforme. Fue más simple en aquellos puntos donde la existencia de ciudades bien consolidadas, con sus guarniciones, grandes núcleos administrativos y mercados prósperos, brindaban el apoyo que permitía sobrevivir a la “romanidad”.
Zonas como Germania junto al Rin, la región del Mosela, el norte de Galia, Hispania e Italia, por sólo mencionar algunos ejemplos significativos, fueron notables por la pervivencia de una cultura y ordenamiento clásico, que, aunque sufrió modificaciones no desapareció por completo y hasta esporádicamente se fortaleció. Por ejemplo, muchas ciudades decayeron en demografía y extensión, las guarniciones casi desaparecieron y los mercados sufrieron los vaivenes propios de una época convulsionada. Notable, en este sentido, fue el caso de Italia donde en un contexto de lucha contra ostrogodos y lombardos, se encuentran expresiones que buscaron enaltecer las virtudes bárbaras o germanas. La llegada de los bizantinos enviados por Justiniano para restablecer la autoridad imperial en la península, trajo consigo la recuperación de las antiguas tradiciones e incluso, la incorporación de las nuevas enseñanzas de Oriente en el plano espiritual y artístico.
Ahora bien, esta resistencia no fue mérito sólo de los romanos. Los germanos tuvieron su papel destacado en este proceso, cuando tomaron los códigos legales romanos y los mantuvieron luego de adaptarlos a sus principios consuetudinarios, aceptando la idea de la ley como el fundamento de la sociedad y el gobierno justo. El Liber ludicum visigodo es el ejemplo más conocido en estos términos, pero podrían mencionarse las evidencias presentes en las Variae de Casiodoro bajo los ostrogodos y, en el mismo espacio, el Edictum Theodorici, como así también el corpus de la Lex Burgundiorum.
Del mismo modo, si bien se ha marcado que las ciudades bajo los germanos decayeron en muchos casos, no significa que pueda caracterizárselos como enemigos de ellas. Los reyes francos y godos no fueron reyes nómadas, sino que tuvieron sus palacios en varias ciudades administrativas. La importancia del centro urbano germánico radicaba en su función de capitales o residencias reales, enriquecidas por una corte, la administración, escuelas, santuarios y una basílica funeraria para la dinastía. Junto a los reyes, los obispos también propiciaron el mantenimiento de las ciudades en torno a la catedral y sus dependencias y si bien es cierto que muchos de ellos provenían de un origen romano, otros no y actuaron igualmente como activos defensores de esos núcleos.
La relación entre reyes y obispos, entre el Estado y la Iglesia, no sólo puede aplicarse a un hecho puntual como la preservación de lo urbano. También puede extenderse a una larga serie de elementos que resultaron propios de toda la Edad Media y que, por supuesto, tuvieron su eco a nivel cultural. En particular, los obispos recibieron una valoración especial en esta etapa, pues se creía que ellos, por sus especiales características, estarían en condiciones de practicar la consideratio, ese balance entre las demandas de la vida espiritual y las presiones de la vida mundana. Dicho de otro modo, serían los poseedores de una visión privilegiada y depositarios de una ciertapaideia, esto es, un modo de comportamiento y una forma de expresión basada en una educación específica. A partir de ella, estarían en condiciones de convertirse en la autoridad que, legítimamente, ofrecería al pueblo cristiano las herramientas necesarias para la salvación.
En general, la Iglesia, ya desde los siglos IV-V, se transformó en una referencia casi obligada para la sociedad, ocupando el lugar que la administración pública romana ya no podía desempeñar, corroída como estaba por la situación de caos ligada a la guerra y las disputas políticas. Así, la institución eclesiástica (a su vez, todavía en formación) extendió su influencia sobre los hombres, brindando protección (el famoso asilo), propiciando fundaciones de hospitales para enfermos, hospicios para los peregrinos y viajeros, orfelinatos para niños abandonados, etc. También, de la mano de una sólida posición material, se encargó del cuidado de viudas y desposeídos.
Ahora bien, esta penetración en la realidad social llevó a que el conjunto del pueblo se viera, a su vez, inmerso en las disputas doctrinarias y de poder propias de la nueva institución. En este sentido, podemos citar los casos que plantearon el arrianismo y el priscilianismo, aunque el primero resultó de mayor relevancia y extensión.
Las invasiones bárbaras favorecieron, sin dudas, el resurgimiento de antiguas herejías latentes muchas veces, en las poblaciones del Imperio. Tal fue el caso del arrianismo,
reintroducido por los godos, que se habían convertido a él ya en el siglo IV, por la prédica del obispo Ulfilas.
Los arríanos sostenían que el Hijo fue la primera criatura creada por Dios antes del principio de los tiempos. Este Hijo, que luego se encarnaría en Jesús, era un ser creado con atributos divinos, pero no era Dios en y por sí mismo, teniendo una substancia semejante pero no igual a la de su Creador. Por ende, la Doctrina Trinitaria postulada por los católicos se veía reñida, en lo que marcó uno de los inicios de las discusiones cristológicas.
La superposición entre católicos y arrianos generó un notable antagonismo, ya que no solamente los godos, sino además burgundios, suevos y lombardos se instalaron en la Europa occidental profesando la fe arriana. Se desarrollaron así una serie de tensiones ligadas a la existencia de iglesias separadas, matrimonios prohibidos y conversiones a menudo difíciles y acompañadas de persecuciones. Si bien a lo largo del siglo VI y principios del VII, el catolicismo logró imponerse —con la desaparición del reino suevo, la conversión del rey visigodo Recaredo en 589 y del lombardo Agilulfo en 607— es cierto que puede considerarse con fundamento que el problema del arrianismo retrasó, en general, la posibilidad de unificación entre ambos conjuntos y amenazó la paz interna.
La disputa con los priscilianos fue mucho más acotada, pero al mismo tiempo reveladora de las fricciones presentes aún en la sociedad altomedieval. Prisciliano, un predicador del siglo IV, basó sus sermones en ideales de austeridad y pobreza. Instó a la Iglesia a abandonar su opulencia y riqueza como un modo de acercarse a los que menos tenían. Además, proponía una mayor igualdad social condenando la esclavitud e integrando a las mujeres en los oficios y funciones religiosas, al tiempo que apelaba a la espectacularidad en la práctica de la fe, por ejemplo, a través del baile.
El priscilianismo resultó, sin dudas, muy atractivo en un período en donde se acentuaban las diferencias entre los sectores sociales. Se extendió por el norte de África y con fuerza en Hispania, en donde el Concilio de Braga lo condenó formalmente como herejía en 561.
Más allá de las tensiones mencionadas, es un hecho comprobado que el apego a las supersticiones y el paganismo fueron una característica del siglo VI. Un paganismo popular que resistió primero los esfuerzos de evangelización romana y luego, de los monarcas y obispos de los reinos romano-germánicos. Buena prueba de ello la constituyen las pervivencias de amuletos mágicos en los ajuares funerarios, las ceremonias en espacios abiertos con fuegos y ofrendas a los viejos dioses, la circulación de la literatura religiosa del momento —vidas de santos, manuales misioneros como el De correctione rusticorum de Martín
de Braga o amplios compendios pedagógicos como los
Diahgi de Gregorio Magno, etc.—, por sólo citar unos ejemplos. Por cierto, se trató de un período en el cual las parroquias cristianas eran poco numerosas y se mantenían aisladas. Los colegios de clérigos (los presbyterium) recién comenzaban a organizarse, muchas veces gracias a la voluntad y las donaciones pías de los notables locales.
Mención aparte merecen las acciones de los monjes que evangelizaron Irlanda y Escocia desde el siglo V, quienes a imitación de san Patricio, sembraron de conventos esa parte de Europa (Clonmacnoise, Durrow, Derry, Iona). Conventos que, tras un muro circular defensivo, ofrecían a los monjes y sus fieles iglesias, refectorios, hospicios, escuelas, etc.
En líneas generales, la cultura del siglo VI respetó la vieja base romana, donde la lengua latina y la pasión por la retórica encontró expresiones destacadas en manos de hombres como Boecio, Casiodoro, Gregorio Magno, Leandro e Isidoro de Sevilla. Con todo, no fueron meras imitaciones, sino producciones originales asentadas en la adhesión a sus tiempos y a las nuevas estructuras que se estaban construyendo.
El arte presentó también una marcada síntesis de elementos diversos. Se centró mucho más en las producciones mobiliarias que en la arquitectura y en la gran escultura. Ambas de estilo simple, sin recargas de relieve o detalle, aunque los estilos abstractos y formas estilizadas resultaron hermosos en su sobriedad.

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