
Clodoveo se preocupó por unificar las distintas
comunidades francas situadas en torno al Loira. Logró a extender su influencia
incluso sobre los bretones de Armórica, de modo más nominal que real, y empujó
a los alamanes hacia el Alto Rin luego de vencerlos en la batalla de Zulpich o
Tolbiac (encuentro de fecha incierta, entre 496 y 500). Esta progresión, sobre
todo la que siguió hacia el Mediterráneo, puso al reino franco en contacto con
los burgundios y visigodos, con quienes llegó al enfrentamiento directo. Los
primeros en recibir el embate fueron los visigodos del reino de Tolosa, contra
quienes la religión jugó un papel destacado junto a las armas (francos
católicos contra visigodos arrianos). La campaña, que acabó en la victoria
franca de Vouillé de 507, incorporó Tolosa y Aquitania al dominio de Clodoveo,
aunque no logró mantener el control sobre Provenza y Septimania, hecho que
negó, de momento, el acceso franco al mar.
Los sucesores de Clodoveo, a los que ya comenzaba a
llamarse merovingios a causa de ese legendario antepasado, Meroveo, continuaron
la presión hacia el este y el sur. En dos brillantes campañas en 523 y 526,
dislocaron el reino burgundio tras instigar el asesinato de su rey Segismundo.
Luego, lanzaron incursiones sobre Italia, llegando tan lejos como Campania y
Calabria, de las que obtuvieron grandes botines antes de verse detenidos por
griegos, romanos y godos, que allí guerreaban por el territorio. Entre una
expedición hacia el sur y otra, en 531 los turingios y en 536 los alamanes
cayeron ante Teodeberto mientras que Clotario I dominó a los bávaros en 555.
Desde este momento, la Germania meridional se integró en el marco político
común del reino franco. Por ende, el territorio franco se vio inmerso en una
serie de guerras civiles, conflictos familiares, asesinatos e intrigas que se
sucedieron ante la práctica merovingia de fraccionar el territorio entre los
hijos de los reyes. Luego de la muerte de Clotario I en 561, comenzó a gestarse
la diferencia
entre Neustria (el oeste de la Galia) y Austrasia (el este galo, más el oeste de Germania, los Países Bajos y Bélgica).
entre Neustria (el oeste de la Galia) y Austrasia (el este galo, más el oeste de Germania, los Países Bajos y Bélgica).

Así como en la Galia y Germania el protagonismo
franco fue decisivo, en Hispania e Italia lo fue el de los godos. En palabras
de Lucien Musset, los godos, hasta Justiniano, asumieron la jefatura del mundo
bárbaro. Ya en el siglo III, se manifestó la división del pueblo godo entre
visigodos o tervingi y ostrogodos o greutungi, separación de jefaturas y reinos que no afectó ni
la unidad de la lengua ni el sentimiento de estrecho parentesco entre ambos.
Fueron los únicos que atravesaron el Imperio de un extremo a otro, los primeros
que fundaron Estados duraderos y consiguieron una síntesis de los elementos
germánicos y romanos, logrando construir una cultura intelectual autónoma.
La trayectoria de los visigodos los llevó hasta la
península ibérica en el siglo V como foederati del Imperio. Para el siglo VI, contenida la
amenaza franca luego del desastre de Vouillé, el poder de los reyes visigodos
sólo era discutido, aunque débilmente, por el pequeño reino suevo asentado en
la actual Galicia y por los vascos, en el norte de Hispania. De la organización
de estos últimos no se conoce casi nada, mientras que de los suevos, lo que se
ha llegado a saber es también y lamentablemente, muy poco. Se habría tratado de
una monarquía que, salvo las acuñaciones de monedas siguiendo los tipos
imperiales del siglo precedente, no dejó mayores rastros. Se caracterizó, eso
sí, por la larga lucha entre católicos y arrianos, con los primeros ganando
terreno lenta pero firme tras la misión encabezada por san Martín de Braga. El
rey visigodo Leovigildo, mediante la guerra entre 576 y 585, logró la anexión
del reino suevo que, desde ese momento, se fundió con el godo.
El mismo Leovigildo (568-586) fue el artífice de
los grandes avances que se realizaron respecto a la unificación política de la
península. No sólo absorbió a los suevos, sino que también logró contener a los
vascos construyendo la nueva fortaleza de Vitoria. En el mismo sentido, se
volvió contra los bizantinos —que habían llegado al este hispano
de la mano de la disputa sucesoria entre el rey arriano y su hijo católico Hermenegildo—, recuperando Córdoba, Medina Sidonia y Sevilla.
de la mano de la disputa sucesoria entre el rey arriano y su hijo católico Hermenegildo—, recuperando Córdoba, Medina Sidonia y Sevilla.

Los ostrogodos, al otro lado del Mediterráneo
occidental, no lograron la misma solidez. Sus orígenes fueron, con todo,
auspiciosos. Su rey Teodorico (474-526) invadió la península itálica en 489 y
venció al rey Odoacro (el destructor del Imperio romano de Occidente) en Verona
y, finalmente, en el sitio de Ravena en 493.
La organización del reino ostrogodo respetó una
especie de dualismo que mantuvo el equilibrio entre las tradiciones imperiales
romanas y las de los germanos. Teodorico, general romano, patricio y rey de los
germanos al mismo tiempo, dispuso que godos y romanos vivieran bajo
administraciones paralelas pero separadas, con el único contacto entre ellas en
la persona del príncipe y en algunas oficinas del gobierno. Así, a la fuerza
del ejército godo se le unía el orden que proporcionaba el encuadramiento en
las antiguas pautas de la civilización romana, con sus leyes, magistrados y el
apoyo del viejo pero influyente orden senatorial. Esta división se mantuvo
incluso en la esfera religiosa entre godos arrianos y romanos católicos, si
bien con tensiones siempre latentes.
La muerte de Teodorico propició la llegada al trono
primero de Atalarico, un niño bajo la regencia de la hija del viejo rey, y
luego de Teodato. Este aprovechó la muerte de Atalarico sin herederos para
eliminar a la regente Amalasvinta y hacerse con el poder, acabando con la
prosperidad del Estado ostrogodo. El emperador bizantino Justiniano se proclamó
vengador de Amalasvinta y envió sus ejércitos a Italia bajo el mando del
general Belisario. Sin dudas una expresión más del expansionismo oriental que
ya los había llevado al norte de África y al este de Hispania.
Jefes como Teodato, Vitiges, Hildibaldo y Totila,
que se sucedieron entre 534 y 552, condujeron sin éxito la lucha contra el
asalto bizantino, proceso durante el cual el dualismo original fue reemplazado
por una notable germanización de las estructuras políticas. Luego
de 552, Italia mostró un cambio notable. Por un lado, los bizantinos fundaron el Exarcado de Ravena, que se hizo con el control de una franja que cortaba en diagonal la península casi desde Roma hasta el Friul. Por el otro, los longobardos o lombardos conducidos por su rey Audoino, avanzaron por el norte como aliados de los griegos y ocuparon el lugar dejado vacante por los derrotados ostrogodos. Los duques lombardos se extendieron en todas direcciones, creando el reino de Pavía y los ducados de Benevento y Espoleto.
de 552, Italia mostró un cambio notable. Por un lado, los bizantinos fundaron el Exarcado de Ravena, que se hizo con el control de una franja que cortaba en diagonal la península casi desde Roma hasta el Friul. Por el otro, los longobardos o lombardos conducidos por su rey Audoino, avanzaron por el norte como aliados de los griegos y ocuparon el lugar dejado vacante por los derrotados ostrogodos. Los duques lombardos se extendieron en todas direcciones, creando el reino de Pavía y los ducados de Benevento y Espoleto.

Desde el siglo V, las islas británicas contemplaron
el progresivo derrumbe de la vieja organización romana ante el ataque de
pueblos germánicos, anglos y sajones, que de simples auxiliares o saqueadores,
se habían transformado en grupos que buscaban un lugar donde asentarse. En el
siglo VI, las realezas aparecieron de la mano de una nueva oleada de
inmigrantes, que, como detalle particular, erigieron su jefatura sobre la base
de una ascendencia pretendidamente divina.
Los reinos creados por los recién llegados tuvieron
como origen el reagrupamiento de elementos diversos. Sus nombres demuestran
esta característica: fueron tomados de la toponimia celtorromana (Kent, quizá
Bernicia) o bien tuvieron un carácter sólo geográfico (“gentes de la marca” o
Mercia, “gentes del norte del Humber” o Northumbria, Wessex, Essex, etc.). La
colonización germánica ocupó las tierras arables, al tiempo que las ciudades
perdieron la relevancia y significación que habían tenido en épocas romanas.
Los celtorromanos, pese a verse sumergidos en el
alud germánico, no desaparecieron. Identificados con los bretones, resistieron
el avance sajón hacia el este de Inglaterra en una serie de batallas difíciles
de situar. La más renombrada de ellas fue la del Mons
Badonicus, donde los
romanobretones estuvieron dirigidos por Ambrosio Aureliano, “el último de los
romanos”. Según algunos especialistas, la figura en la que se habría basado al
rey Arturo medieval. Su cultura pervivió en Cornualles, Gales (de una de esas
familias provenía san Patricio, el evangelizador de Irlanda) y también en la
Bretaña armoricana, al otro lado del canal de la Mancha.
En el norte, pictos y escotos organizaron sus
pueblos, clanes y jefes luchando entre sí y lanzando incursiones hacia el
territorio ocupado ahora por los sajones, e incluso sobre Irlanda, pero sin
seguir un plan de expansión preciso.

La sociedad del siglo VI estaba demasiado próxima a la
caída del Imperio romano como para no demostrar elementos familiares, en donde
los aportes realizados por los germanos encontraron un sustrato sobre el cual
asentarse. Sin embargo, la síntesis que se produjo entre ambos conjuntos y que
con mayor frecuencia resalta las diferencias, no debe dejar de lado ciertas
similitudes básicas.
Es un hecho que tanto germanos como romanos
conocían la desigualdad social. Aceptaban la preeminencia de un sector de
notables, ya fuera el orden senatorial en el Imperio o bien, entre los
germanos, ese grupo integrado por los parientes y compañeros de los jefes de
guerra (el llamado “comitatus”), cuyos linajes, al menos en algunas tribus,
aparecían dotados con privilegios jurídicos y hasta caracteres mágicos.
Unos y otros conocieron también la esclavitud,
alimentada por la guerra permanente, la autoventa, etc., y que mantenía una
fuerza de trabajo servil incrementada cada año mediante las razzias dirigidas contra el territorio de los pueblos
vecinos, una vez que la posibilidad de adquirirlos en los mercados de tiempos
clásicos se hizo dificultosa o innecesaria.
En suma, el cuerpo social destacaba tres grupos
claramente diferenciados: el de los esclavos cosificados; el de los libres y,
en tercer lugar, el de los “Grandes”, dueños del trabajo de los demás y de sus
frutos. En cierta forma, podría incluso decirse que el orden social en
Occidente tuvo dos raíces principales: una estructura agraria romana, muy
marcada por la propiedad del suelo y otra germánica, caracterizada por las
relaciones de dominio personales.

La existencia de la esclavitud resultaba inherente
a la idea según la cual, al menos hasta el año Mil, Europa sólo conocía, en
términos jurídicos, dos tipos de hombres: los libres (liberi,
ingenui) y los no libres (mancipia,
servi, analice, entre otras
definiciones diversas). Los no libres, además de la guerra y la autoentrega a
un amo ya mencionadas, provenían de la reproducción natural, de los matrimonios
entre libres y esclavos (la unión con esclavos conducía a la pérdida de la
condición de libre de aquel que lo fuera), las condenas judiciales (que
castigaban con la pérdida de la libertad una serie de delitos cuya gama variaba
de acuerdo a la región, pero que casi siempre incluían el infanticidio, el
aborto, la violación, la falsificación de moneda, etc.) y el endeudamiento
(temporalmente, hasta saldar la deuda).
La condición de los esclavos era penosa,
considerados como seres infrahumanos, sin ningún derecho o protección,
desocializados del entorno que habitaban, equiparados al ganado de su amo. La
Iglesia, tan importante en las definiciones sociales del período, incluso no
condenó o atacó estas prácticas, sino que buscó prohibir (prohibición que no
fue más respetada que tantas otras) que se redujese a la servidumbre a los
bautizados. Doctrinalmente, se esforzaría por legitimarla, al sostener que la
condición servil era una forma de expiar el pecado original y, por tanto,
formaba parte del plan divino para la redención de la humanidad. Sin embargo,
es necesario destacar que, al tiempo que hacía esto, la institución
eclesiástica no careció de una notable ambigüedad. Por ejemplo, desde el momento
en que el esclavo fuera admitido en los sacramentos, lo elevaba a la dignidad
de persona humana, contribuyendo de esta manera, por lo menos a nivel
espiritual si no material, a reducir la brecha que separaba a los esclavos de
los libres.
Los hombres libres no se consideraban tales por su
independencia personal, sino por el hecho de pertenecer al “pueblo”, es decir,
por depender e integrar las instituciones

Para los germanos, la libertad como derecho
dependía del principio de obligación. Marchar a la guerra, por citar este caso,
no sólo implicaba una posibilidad que no todos podían ejercer, sino también era
la obligación que llevaba a los hombres a reunirse periódicamente para decidir
la ley, para hacer justicia en el marco de la asamblea de guerreros (momento en
que se repartía el botín de una campaña), se disponía la explotación colectiva
de las partes incultas del territorio y se manifestaba sobre la aceptación o no
de los nuevos miembros de la comunidad. Si por alguna razón, la unidad entre
derecho- obligación no podía cumplirse, la condición real del hombre se veía
alterada. Este era el caso de la gran cantidad de campesinos libres que, por no
poseer tierras propias, trabajaban las de otros como “colonos”. Considerados
libres, en la práctica eran prisioneros de una red de servicios que limitaban
su independencia. Por ejemplo, sus obligaciones militares se transformaron en
el deber de contribuir al aprovisionamiento de la hueste, pero ya no a
integrarla.
Así, nos encontramos con un límite difuso entre la
libertad y formas atenuadas de servidumbre. Esto fue así, quizá, porque junto a
los colonos que sobrevivían de un manso o tenencia ajena, también existían aquellos
que poblaban los vici, poseían derechos de disfrute de las tierras comunales, o
bien, podían sostener la propiedad de un alodio. En un principio designaba un
bien familiar legado por los antepasados, transmitido por herencia de
generación en generación, para luego referir a la propiedad individual,
divisible y alienable sin ningún tipo de trabas.
Por encima de los esclavos y como estrato superior
de los libres, aparecieron los que G. Duby, en uno de sus trabajos clásicos,
llamó los “Grandes”. En las estructuras creadas luego de las migraciones
germánicas, el poder de mandar, de dirigir el ejército y administrar la
justicia entre el pueblo correspondió al rey (en muchos casos, junto con la
asamblea). La herencia favoreció la acumulación de riquezas en sus manos, pero
como las reglas de distribución sucesoria eran, respecto a él, las mismas que
se aplicaban en todas las familias (división del patrimonio en partes iguales
entre todos los herederos) esa fortuna corría el
riesgo de fraccionarse y desaparecer en las sucesivas particiones. Sin embargo, la cantidad de bienes que podía acumular por su posición era tal que resultaba más simple resistir o mitigar los efectos de este proceso.
riesgo de fraccionarse y desaparecer en las sucesivas particiones. Sin embargo, la cantidad de bienes que podía acumular por su posición era tal que resultaba más simple resistir o mitigar los efectos de este proceso.

Los “Grandes” entonces, podían ser definidos a
partir de la figura real, pero conformaban un grupo complejo, integrado por
elementos diversos que se fusionaron estrechamente. En ellos apareció la unión
entre los germánicos dominantes, los descendientes de las tribus aliadas o
sometidas (era muy común que, en una oleada migratoria, pueblos distintos se
unieran bajo el liderazgo de la tribu o clan más fuerte) y los restos del orden
senatorial romano. Su poder se expresó a partir de su posición particular en el
seno social y su control de la tierra, que poco a poco iría concentrándose. En
siglos posteriores hará su aparición el Gran Dominio, que no se limitará a ser
la principal estructura productiva de la Alta Edad Media, sino que también
constituirá la forma primaria de dominación sobre las personas hasta la
aparición del feudalismo.
Este período no presentó como problema el espacio
geográfico, pues la disponibilidad de tierras era suficiente. La población, en
cambio, sí ofreció particularidades. Crisis como la llamada “Peste justinianea”
—que marcó, a mediados de siglo, la introducción de la peste bubónica en
Occidente de la mano de las tropas bizantinas y que, de los puertos
mediterráneos llegó incluso a Dinamarca e Irlanda— se sumó a la movilidad de
las migraciones sobre el terreno. Controlar la disponibilidad de hombres era
una manera de asegurar los brazos capaces de llevar adelante la producción y
las fuentes de obtención de riquezas. En este contexto, la división entre humiliores ypotentiores, entre humildes y ricos; y a menudo entre pauperes y potentes, pobres y poderosos, no parece casualidad, sino el
fruto de un proceso que puede rastrearse en las condiciones sociales generadas
por los esquemas que comenzaron a cristalizar en las nuevas realidades
romano-germánicas.

En este marco, la explotación agraria tomó una
relevancia fundamental, ya fuera a partir de las propiedades más o menos
pequeñas de tipo familiar, como a través de grandes concentraciones en manos de
los potentes. No obstante, es necesario observar que el problema de la existencia y/o
supervivencia de grupos de pequeños propietarios libres tiene más importancia
para la historia social que para la historia económica.
En efecto, a partir del momento en que se comprobó
que una proporción importante de la tierra estaba acaparada por la gran
propiedad, resultó evidente que también había que admitir que esta última
desempeñó un papel motor en el conjunto del proceso de desarrollo. Por las
técnicas puestas en práctica, por sus formas de gestión más racionales, por una
preocupación más acusada por la rentabilidad y, quizá, por niveles de
producción más elevados, es muy probable que corresponda otorgar al Gran
Dominio el reconocimiento de ser aquel que impuso las características salientes
a la estructura agraria medieval.
Ahora bien, la consolidación del Gran Dominio será
cosa de siglos posteriores. En este (y en muchos otros sentidos) el siglo VI
será parte de un período de transición que se encaminará hacia los modelos,
mucho más conocidos, del siglo VIII bajo el Imperio carolingio. De momento,
puede sostenerse sin demasiados problemas que la producción agraria corría a
cargo de campesinos agrupados en comunidades aldeanas o en familias amplias,
que explotaban en conjunto los terrenos comunales y avanzaban hacia las tierras
incultas cuando lo necesitaban o les era posible. Esto no significa que la
concentración de la tierra no se conociese o tuviera una relevancia menor (los potentes eran tenidos por tales, entre otras cosas, por sus
grandes propiedades) sino que es destacable la multiplicidad de la estructura
agraria del período.
Una indicación de esa complejidad estructural es la
gran variedad de términos que es posible encontrar para referirse a las
tenencias agrícolas. Si bien parecen, muchos de ellos, haber sido formulados en
siglos posteriores, no dejarían de formalizar realidades presentes de algún
modo en el siglo VI.

Las tierras eran trabajadas de modo muy similar al
de la época romana: restos arqueológicos indican que el aratrum era predominante, con sus surcos poco profundos y
asimétricos. Esta situación se mantendría hasta el siglo VIII, donde se
registrará por primera vez la existencia de arados de reja, aparentemente
llegados de Moravia.
En cuanto a las grandes propiedades, la bipartición
entre una reserva señorial y un conjunto de tenencias a cargo de campesinos ya
era posible encontrarla en Galia, la Italia lombarda y Flandes. El
aprovechamiento de la parte central se hacía por medio de la explotación
directa, por esclavos y con la ayuda de algunos días de trabajo anuales cedidos
por los tenentes. En cuanto a esta unión orgánica del tributo, en días de “corvea”, entre
la reserva y las tenencias, puede decirse que ya estaba registrada en los
dominios imperiales del norte de África durante el siglo II, caracterizados por
poseer parcelas instaladas en amplias llanuras. En estos casos, los colonos
debían al intendente de uno a seis días de trabajo al año. En el siglo que nos
ocupa, la pervivencia de esta práctica está marcada por el ejemplo de la
Iglesia de Ravena, donde tres tenentes estaban obligados a cumplir de uno a seis días de corvea a la semana.

La economía de este período, pues, se constituyó en
torno a una base fundamentalmente agraria, a la cual se le conectaron otros
elementos, como por ejemplo, cierta vigencia del comercio. En efecto, quedan
registros de que, aunque reducidas y en peor estado, las carreteras siguieron
estando transitadas por carros que llevaban productos tales como hierro,
materiales de construcción, aceite, papiros, especias (estos últimos, considerados
“exóticos”). Reafirmando la vigencia de esta actividad, se encontraron fórmulas
que aludían claramente a actividades de compra-venta, como así también a puntos
de percepción de impuestos que constituían la carga de los mercatores o mercaderes. Estos podían ser, muchas veces,
hombres que actuaban en nombre de un señor para ocuparse en otras tierras de
los negocios del dueño; pero también es posible que hubiese verdaderos
mercaderes que hacían del comercio su actividad primaria. Con todo, las fuentes
son vagas al respecto.
Una última consideración que resta por realizar
consiste en la existencia de una circulación monetaria. Es cierto que su
presencia, basada aún en tipos romanos y con sus específicos pesos y ley, fue
mucho más notable luego del siglo VII. Sin embargo, en lugares como la cuenca
occidental mediterránea, nunca desapareció del todo y siguió registrándose el
precio de las cosas por un cierto número de monedas, lo que demostraría que
continuaba confiándose en ella como referencia. Así y todo, la moneda durante
el siglo VI bajo control regio será en general, más un objeto simbólico de
prestigio y poder, que un medio de cambio extendido.

En líneas generales, puede plantearse que existió
una resistencia romana, en tanto buscaba mantener los modos de vida, la lengua
y el derecho tradicionales. Esta resistencia no tuvo un carácter uniforme. Fue
más simple en aquellos puntos donde la existencia de ciudades bien
consolidadas, con sus guarniciones, grandes núcleos administrativos y mercados
prósperos, brindaban el apoyo que permitía sobrevivir a la “romanidad”.
Zonas como Germania junto al Rin, la región del
Mosela, el norte de Galia, Hispania e Italia, por sólo mencionar algunos
ejemplos significativos, fueron notables por la pervivencia de una cultura y
ordenamiento clásico, que, aunque sufrió modificaciones no desapareció por
completo y hasta esporádicamente se fortaleció. Por ejemplo, muchas ciudades
decayeron en demografía y extensión, las guarniciones casi desaparecieron y los
mercados sufrieron los vaivenes propios de una época convulsionada. Notable, en
este sentido, fue el caso de Italia donde en un contexto de lucha contra
ostrogodos y lombardos, se encuentran expresiones que buscaron enaltecer las
virtudes bárbaras o germanas. La llegada de los bizantinos enviados por
Justiniano para restablecer la autoridad imperial en la península, trajo
consigo la recuperación de las antiguas tradiciones e incluso, la incorporación
de las nuevas enseñanzas de Oriente en el plano espiritual y artístico.
Ahora bien, esta resistencia no fue mérito sólo de
los romanos. Los germanos tuvieron su papel destacado en este proceso, cuando
tomaron los códigos legales romanos y los mantuvieron luego de adaptarlos a sus
principios consuetudinarios, aceptando la idea de la ley como el fundamento de
la sociedad y el gobierno justo. El Liber
ludicum visigodo es el ejemplo
más conocido en estos términos, pero podrían mencionarse las evidencias
presentes en las Variae de Casiodoro bajo los ostrogodos y, en el mismo espacio,
el Edictum Theodorici, como así también el corpus de la Lex
Burgundiorum.

La relación entre reyes y obispos, entre el Estado
y la Iglesia, no sólo puede aplicarse a un hecho puntual como la preservación
de lo urbano. También puede extenderse a una larga serie de elementos que
resultaron propios de toda la Edad Media y que, por supuesto, tuvieron su eco a
nivel cultural. En particular, los obispos recibieron una valoración especial
en esta etapa, pues se creía que ellos, por sus especiales características,
estarían en condiciones de practicar la consideratio, ese balance entre las demandas de la vida
espiritual y las presiones de la vida mundana. Dicho de otro modo, serían los
poseedores de una visión privilegiada y depositarios de una ciertapaideia, esto es, un modo de comportamiento y una forma de
expresión basada en una educación específica. A partir de ella, estarían en
condiciones de convertirse en la autoridad que, legítimamente, ofrecería al
pueblo cristiano las herramientas necesarias para la salvación.
En general, la Iglesia, ya desde los siglos IV-V,
se transformó en una referencia casi obligada para la sociedad, ocupando el
lugar que la administración pública romana ya no podía desempeñar, corroída
como estaba por la situación de caos ligada a la guerra y las disputas
políticas. Así, la institución eclesiástica (a su vez, todavía en formación)
extendió su influencia sobre los hombres, brindando protección (el famoso
asilo), propiciando fundaciones de hospitales para enfermos, hospicios para los
peregrinos y viajeros, orfelinatos para niños abandonados, etc. También, de la
mano de una sólida posición material, se encargó del cuidado de viudas y
desposeídos.
Ahora bien, esta penetración en la realidad social
llevó a que el conjunto del pueblo se viera, a su vez, inmerso en las disputas doctrinarias
y de poder propias de la nueva institución. En este sentido, podemos citar los
casos que plantearon el arrianismo y el priscilianismo, aunque el primero
resultó de mayor relevancia y extensión.
Las invasiones bárbaras favorecieron, sin dudas, el
resurgimiento de antiguas herejías latentes muchas veces, en las poblaciones
del Imperio. Tal fue el caso del arrianismo,
reintroducido por los godos, que se habían convertido a él ya en el siglo IV, por la prédica del obispo Ulfilas.
reintroducido por los godos, que se habían convertido a él ya en el siglo IV, por la prédica del obispo Ulfilas.

La superposición entre católicos y arrianos generó
un notable antagonismo, ya que no solamente los godos, sino además burgundios,
suevos y lombardos se instalaron en la Europa occidental profesando la fe
arriana. Se desarrollaron así una serie de tensiones ligadas a la existencia de
iglesias separadas, matrimonios prohibidos y conversiones a menudo difíciles y
acompañadas de persecuciones. Si bien a lo largo del siglo VI y principios del
VII, el catolicismo logró imponerse —con la desaparición del reino suevo, la
conversión del rey visigodo Recaredo en 589 y del lombardo Agilulfo en 607— es
cierto que puede considerarse con fundamento que el problema del arrianismo
retrasó, en general, la posibilidad de unificación entre ambos conjuntos y
amenazó la paz interna.
La disputa con los priscilianos fue mucho más
acotada, pero al mismo tiempo reveladora de las fricciones presentes aún en la
sociedad altomedieval. Prisciliano, un predicador del siglo IV, basó sus
sermones en ideales de austeridad y pobreza. Instó a la Iglesia a abandonar su
opulencia y riqueza como un modo de acercarse a los que menos tenían. Además,
proponía una mayor igualdad social condenando la esclavitud e integrando a las
mujeres en los oficios y funciones religiosas, al tiempo que apelaba a la
espectacularidad en la práctica de la fe, por ejemplo, a través del baile.
El priscilianismo resultó, sin dudas, muy atractivo
en un período en donde se acentuaban las diferencias entre los sectores
sociales. Se extendió por el norte de África y con fuerza en Hispania, en donde
el Concilio de Braga lo condenó formalmente como herejía en 561.
Más allá de las tensiones mencionadas, es un hecho
comprobado que el apego a las supersticiones y el paganismo fueron una
característica del siglo VI. Un paganismo popular que resistió primero los
esfuerzos de evangelización romana y luego, de los monarcas y obispos de los
reinos romano-germánicos. Buena prueba de ello la constituyen las pervivencias
de amuletos mágicos en los ajuares funerarios, las ceremonias en espacios
abiertos con fuegos y ofrendas a los viejos dioses, la circulación de la literatura
religiosa del momento —vidas de santos, manuales misioneros como el De
correctione rusticorum de
Martín
de Braga o amplios compendios pedagógicos como los Diahgi de Gregorio Magno, etc.—, por sólo citar unos ejemplos. Por cierto, se trató de un período en el cual las parroquias cristianas eran poco numerosas y se mantenían aisladas. Los colegios de clérigos (los presbyterium) recién comenzaban a organizarse, muchas veces gracias a la voluntad y las donaciones pías de los notables locales.
de Braga o amplios compendios pedagógicos como los Diahgi de Gregorio Magno, etc.—, por sólo citar unos ejemplos. Por cierto, se trató de un período en el cual las parroquias cristianas eran poco numerosas y se mantenían aisladas. Los colegios de clérigos (los presbyterium) recién comenzaban a organizarse, muchas veces gracias a la voluntad y las donaciones pías de los notables locales.

En líneas generales, la cultura del siglo VI
respetó la vieja base romana, donde la lengua latina y la pasión por la
retórica encontró expresiones destacadas en manos de hombres como Boecio,
Casiodoro, Gregorio Magno, Leandro e Isidoro de Sevilla. Con todo, no fueron
meras imitaciones, sino producciones originales asentadas en la adhesión a sus
tiempos y a las nuevas estructuras que se estaban construyendo.
El arte presentó también una marcada síntesis de elementos diversos. Se
centró mucho más en las producciones mobiliarias que en la arquitectura y en la
gran escultura. Ambas de estilo simple, sin recargas de relieve o detalle,
aunque los estilos abstractos y formas estilizadas resultaron hermosos en su
sobriedad.
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