Maier, Franz G.; Las
transformaciones del mundo mediterráneo. Siglos III – VIII, Editorial
Siglo XXI Editores, Madrid, 1994.
1. Imperiurn Romanum Christianum .
El 20 de
noviembre del año 284, fue aclamado como emperador el general dálmata Diocles,
comandante de la guardia imperial, después de una revuelta general, en
Calcedonia, de los ejércitos romanos de Oriente. La proclamación de C. Aurelius
Valerius Diocletianus, como se llamó el nuevo emperador, pareció solamente
repetir lo que el mundo romano, en el lapso de pocas generaciones, había
conocido hasta la saciedad: el ascenso de un nuevo emperador procedente del
circulo de los grandes jefes militares, que dirigiría el imperio durante esta
época de crisis, por breve tiempo y con éxito cambiante, a
menudo en colaboración, pero más frecuentemente en agotadora pugna con otros
regentes. 1mperatorem facit exercitus (el ejército hace al emperador):
para millones de súbditos romanos, desde Cádiz hasta más allá de Palmira,
desde Tréveris hasta Asuán, tal axioma parecía tan natural que apenas merecía
ser discutido. El ejército no sólo era, como en los días de Augusto, la base
del poder imperial, al que respaldaba con su sola presencia desde el fondo de
la escena política. Ahora intervenía directamente en las decisiones políticas.
No sólo proclamaba a los emperadores, sino que además escogía para ello a
hombres de sus propias filas.
Los éxitos de la permanente
dictadura militar eran, evidentemente, escasos. La paz imperial, que en otro
tiempo había hecho del Mediterráneo y de
sus márgenes una gran zona cultural y económica, no era ya más que un tópico
gastado, sin relación con la realidad. El aparentemente invencible sistema de
defensa de las fronteras imperiales, basado en las líneas fortificadas de los límites,
había sido roto en múltiples lugares. En el interior, el imperio era
sacudido por las guerras civiles, los conflictos sociales, y la depresión
económica. Sin embargo, las monedas del nuevo régimen celebraban al nuevo
emperador como parens aurei saeculi, como padre de una edad de oro.
Tampoco esta expresión constituía ninguna novedad para los súbditos. Esto era
ya natural predicado y promesa de cada nuevo emperador. Ciertamente, el
carácter programático de estas leyendas numismáticas que constituían un medio
oficioso de mentalización, poseía una peculiar ambivalencia. La contraposición de su temática tranquilizadora y optimista
-con amarga ironía se repiten una y otra
vez las fórmulas pax, securitas, abundantia, felicitas temporum, fides
mutua augustorum-, a la cruda
realidad de la vida, era brutal. A pesar de todo, estas leyendas no sólo son
propaganda sugestiva, sino también expresión de la inagotable esperanza de las
masas en que el nuevo hombre creará y garantizará,
esta vez de verdad, el orden, la paz y el
bienestar.
Nadie podía sospechar en aquel
lluvioso día anatolio de noviembre que Diocleciano era, efectivamente, el
emperador destinado a inaugurar no una edad dorada, pero sí un nuevo y duradero orden de cosas. Algunos años más tarde, son
restablecidas la paz y la unidad en el imperio; Se provee a las fronteras de
nuevas fortificaciones y se las protege con un
ejército reorganizado y combativo. Diocleciano es, como pocas figuras
históricas, un hombre a caballo de dos edades. Por la forma de llegar al poder, por los
métodos con que lo ejerce, por su mismo
carácter, es un hijo del mundo antiguo, un soldado-emperador. Pero lo que creó
como soberano miraba hacia adelante y habría de perdurar, aunque
tuviera sus raíces en el «viejo» mundo del siglo III.
l. EL VIEJO MUNDO DEL
IMPERIUM ROMANUM:
IMPERIO Y CRISIS IMPERIAL EN EL SIGLO III
Con la muerte de Cómodo en el año 192 terminaba aquella
época del estilo alciónico, que sería para Edward Gibbon el punto culminante de
la cultura de la
Antigüedad. En los decenios siguientes, la anarquía y la
amenaza de desmembración produjeron un estado permanente de desasosiego social,
político y espiritual. Bajo el terror y la violencia se produjeron entonces
enfrentamientos, que no pertenecían ya a aquellas normales condiciones de la
existencia histórica, en las que el organismo social se adapta a su propio
crecimiento. El antagonismo entre la vieja religiosidad pagana y las religiones orientales de redención y
de los misterios no fue sino un exponente de los conflictos más profundos que
aquejaban a la sociedad. Las concepciones del hombre sobre el mundo y su
posición en él sufrieron una brusca transformación. Al abrigo de la confusión,
se abrieron camino transformaciones que tendrían gran influencia en el futuro.
a)
Orbis romanus y orbis
terrarum
El imperium romanum de principios del siglo
III se diferenciaba poco del que habían creado los emperadores, desde Augusto a
Adriano. El orbis romanus era
para sus habitantes el orbis terrarum, el
mundo de la cultura por antonomasia. Este “mundo” romano abarcaba desde las
fronteras de Escocia y las orillas del Rin y del Danubio hasta los
límites del Sáhara y del Sudán; desde Portugal hasta más allá de Anatolia
oriental, el Éufrates y Transjordania. Su verdadero centro era el mar Mediterráneo,
que ofrecía gran seguridad a la navegación.
La población de este inmenso imperio apenas alcanzaba una cuarta parte de la
actual. Además se encontraba muy desigualmente repartido; Asia menor, Siria y Egipto eran, con gran diferencia, las más
densamente pobladas; sólo en Egipto vivía probablemente una octava parte de la
población total del imperio.
En el interior, la
administración y las vías de comunicación, el uso del derecho romano y de la
lengua latina contribuyeron a unificar economía, cultura y estilo de vida. Una
red de carreteras, base de un intenso comercio interior, unió entre sí las innumerables ciudades del
imperio, que eran al mismo tiempo centros económicos y administrativos. Desde
Siria hasta España, las ciudades provinciales. Con su red geométrica de
carreteras, sus templos y basílicas, sus mercados y parques, sus acueductos,
sus circos y baños públicos y sus bibliotecas, testimoniaban la unidad cultural
del orbis romanus. Pero también
el campo se vio afectado por esta civilización, al menos las grandes villas de
los terratenientes y altos
funcionarios, con sus soportales, baños y suelos
de mosaicos.
Pero, pese a su unidad,
existen en un área geográfica tan extensa diferencias perceptibles. Las provincias
de Oriente eran las fuentes principales de la fuerza productiva y de los
ingresos en concepto de impuestos; allí se encontraban los mayores centros
industriales y de oficios artesanales.
El Occidente actuaba más bien como consumidor y proveedor de materias primas,
si bien algunas regiones de las Galias se hallaban entre las más ricas del
imperio, con importantes industrias de lana y terra sigilata. También la influencia de la cultura romano-helenística era de
distinto tipo según las regiones. En algunas provincias, como África, Siria y Egipto, se agitaban tradiciones locales, encubiertas durante
mucho tiempo, capaces de marcar una evolución que terminó por romper la unidad
cultural del imperio. Más allá de sus fronteras se mantenía en las tinieblas el mundo de los bárbaros: en el Oeste, el
océano desconocido y apenas transitado; en el Sur, [18] el
desierto del Sahara con sus indomables tribus bereberes, y más allá, la
desconocida África interior. El Norte y el
Nordeste permanecían en la penumbra: la región de las estepas, de los bosques y de las zonas pantanosas, en las que vivían
las tribus ilirias y germanas, era conocida a grandes rasgos. El limes no era aquí una frontera cerrada.
Un sistema de puertos comerciales, situados en los extremos de las carreteras
romanas, suministraba al imperio materias primas como cuero y ámbar y esclavos.
Propiamente, el mundo
romano se abría hacia el Este, donde limitaba con el gran estado constituido
por el nuevo imperio persa de los sasánidas. Centros comerciales como
Antioquía, Damasco o Alejandría, eran puntos terminales de las grandes caravanas
y de las rutas marítimas, a través del Golfo Pérsico y del Mar Rojo; rutas que
abrían al comercio romano el camino de Arabia meridional, de Uganda por
Etiopía, de Ceilán por la India ,
hasta
de China. Trabajos en plata, instrumentos de vidrio y cobre, artículos de
lencería y vinos iban hacia Oriente, a
cambio de objetos de lujo codiciados
en el mundo romano: madera de ébano, de teca, marfil, seda, diamantes, perlas,
especias e incienso "El mundo se hace cada vez más civilizado y rico; por todas partes hay carreteras, por
todas partes comercio”. Este cuadro de una vida económica floreciente y
pacífica, esbozado por Tertuliano a principios de siglo, conoció profundas
transformaciones en los siguientes decenios,
b) Evolución de la política
exterior: de la actitud defensiva a la lucha
por la existencia.
El comienzo del proceso de
transformación se debe en parte al nacimiento de una auténtica política
exterior en el siglo III. Durante dos siglos, el imperio había sido un espacio
mundial que no tuvo, en el fondo, oponente alguno. En la ideología del
imperialismo romano, el mundo, el orbis
terrarum, fue equiparado al pacificador orden romano, a la pax romana. El imperio estaba protegido
por sus fronteras naturales: el cinturón desértico del Sáhara y del desierto
sirio, la zona montañosa de Anatolia oriental y
las grandes cuencas del Rin y del
Danubio. En las zonas abiertas, como Alemania sud occidental y el norte de
Inglaterra, tales barreras naturales eran sustituidas por fortificaciones
fronterizas. Los intentos de invasión eran rechazados por las legiones
estacionadas en los límites, preparadas
para entrar inmediatamente en acción. El emperador garantizaba con la paz del
imperio la continuidad de la vida cultural. Pero, desde comienzos del siglo
III, llovieron los ataques sobre las fronteras imperiales del Nordeste y del
Este, lo que condujo a un notable cambio en la situación: de su acostumbrada
posición de superioridad defensiva hubo de pasar a una verdadera lucha por su
existencia. Esta situación de crisis debió producir un shock en la
mentalidad de extensas zonas de la población imperial. Para una burguesía, privada de intereses y de
responsabilidad política, que se había consagrado con especial cuidado a lograr
ventajas para su vida privada y sus negocios, desapareció la conciencia de
seguridad, fraguada a lo largo de dos siglos. Motivos de la peligrosa crisis fueron las simultáneas
transformaciones operadas en el frente
germánico y en el persa,
viejas zonas de fricción militar. Los enfrentamientos con tribus germánicas
constituían un tema rutinario de la política romana. Durante doscientos años,
Roma había defendido sus fronteras contra pequeños grupos tribales desde una posición
de clara superioridad. Ahora aparecían nuevas y más poderosas agrupaciones y federaciones de tribus:
alamanes, francos, marcomanos, cuados. Su inquietud encontró potentes acicates
en los territorios europeos centrales y
orientales, como consecuencia de las migraciones de godos, vándalos,
hérulos y burgundios, procedentes de Escandinavia.
En los Balcanes se produjo la expansión de los sármatas iraníes, cuyos
dominios se extendieron desde el Sur de Rusia hasta el Tisza (Theiss) y el
Danubio, donde se convirtieron en peligrosos vecinos del imperio. La
rapiña, el hambre y la presión de los sármatas
comprimieron a las federaciones tribales germánicas contra las fronteras
romanas en un gran arco, que iba desde los Países Bajos hasta la desembocadura
del Danubio.
Una evolución similar se
produjo en la frontera oriental,
donde el imperio tuvo como enemigo una formación estatal sólidamente organizada,
en lugar de conjuntos de tribus sin coordinación entre sí. El problema
fronterizo tampoco era aquí nuevo. En el siglo III a. C., el reino parto
de los Arsácidas había restituido al Irán su independencia política, tras el
dominio de Alejandro y los Seléucidas. El conflicto con Roma empezó cuando los
partos se anexionaron Mesopotamia y trasladaron la capital a Cresifonte.
Craso pagó con la muerte su derrota en el Éufrates, en el año 53a. C. Desde
Trajano hasta Septimio Severo, los emperadores intentaron una y otra vez
asegurar las fronteras mediante puestos avanzados junto al Éufrates y en
Armenia. No obstante, el imperio parto, con su débil estructura feudal, no
constituyó hasta entonces un serio peligro.
La situación cambió
radicalmente como consecuencia de una revolución en el reino parto, que en el año
224 puso en el trono [20] a
su jefe Ardasir (Artajerjes) I, de la familia imperial de los Sasánidas. El «imperio neo-persa» se vio a sí mismo como un renovado estado
nacional persa. Los Sasánidas mantuvieron a la privilegiada nobleza feudal del
reino parto en sus cargos militares y administrativos, pero fortalecieron la
hasta entonces dispersa confederación de estados vasallos, mediante una rígida
centralización y una magnífica organización. La superior fuerza combativa del
ejército se basaba en el arma más moderna del siglo: la caballería pesada
acorazada. En el resurgimiento nacional tuvo parte decisiva el renacimiento de
la religión de Zoroastro, que, con su influyente jerarquía, constituyó un
elemento unificador del imperio sasánida (cf. esta Historia
Universal, tomo VIII). La aspiración al dominio del mundo del antiguo
imperio persa se convirtió en el lema político de los Sasánidas. Esto
significaba equiparación con Roma y «liberación» de los antiguos territorios
persas en Asia Menor, Siria y Egipto.
El nuevo estado era suficientemente fuerte como para emprender una política dirigida a la expulsión de Roma de
estos territorios; esto se hizo patente ya a los pocos decenios (cf. idem). En el año 260, tras sangrientas derrotas, el emperador Valeriano cayó prisionero del
monarca sasánida Sapor I (241-272), El prestigio de Roma en el Oriente Medio
quedó gravemente quebrantado; los Sasánidas celebraron su victoria en
múltiples representaciones, como en el gran relieve en roca de Naqs-i-Rustam
(en Persépolis).
Así, pues, desde los años
treinta del siglo, el imperio hubo de sostener una guerra en dos frentes, que
se diluía en un complicado mosaico de constantes acciones aisladas. Hasta los
años setenta no cedió la presión de constantes agresiones. La peligrosa
caballería persa avanzó muchas veces hasta el corazón de Asia Menor y Siria, Simultáneamente, francos, alamanes,
cuados y godos lograban penetrar profundamente en las provincias fronterizas
del Rín y del Danubio. Sus devastadoras expediciones alcanzaron incluso Italia y el norte de España. Los piratas
sajones dominaban el Canal; flotas de godos y
hérulos, partiendo de sus bases en el Mar Negro, saqueaban el norte del
Egeo. Las fuerzas militares del imperio, debilitadas por conflictos internos,
no eran suficientes en ninguna parte. De este modo, volvieron a su anterior
agresividad tribus trabajosamente pacificadas en otras fronteras: en la
fortificación de Adriano, los pictos escoceses; en el sur de Egipto, los
blemnios; y en el limes desértico del norte de África, los bereberes,
que, con sus dromedarios, habían conseguido ampliar el campo de sus acciones de
rapiña. Para comprender tal estado de cosas, basta con observar las nuevas o
renovadas fortificaciones de las hasta ahora abiertas ciudades, incluso de
aquellas [21] situadas en
el corazón del imperio. La misma capital tuvo bajo el emperador Aureliano
(desde el 271) sus murallas. No es
casual que la lucha contra los bárbaros constituyera en esta época un típico
motivo ornamental de los sarcófagos de las altas clases romanas.
c) Estado y sociedad en crisis.
La crisis en la política
exterior tuvo enormes repercusiones en la interior. La defensa del imperio
constituía el objetivo primordial y, por tanto, comenzaron a primar
inmediatamente los intereses militares, lo que tuvo muy graves consecuencias.
En los decenios de la anarquía militar (235-284), gobernaron tres docenas de
emperadores-soldados, procedentes la mayor parte de ellos de las legiones. Sus
mandatos eran extraordinariamente cortos: dos años y medio de promedio. Las
luchas por el trono estaban al orden del día; casi todos los emperadores y
pretendientes murieron de muerte violenta.
La dificultad de mantener
y reclutar grandes ejércitos, en un mundo acostumbrado a un largo periodo de
paz y al libre ejercicio de las actividades económicas, obligó a tomar medidas
que incidieron profundamente en la estructura política y social del imperio. En
los dos primeros siglos de la época imperial, el concepto de principado liberal
coexistió siempre con el de monarquía absoluta. Con Cómodo terminó el
absolutismo ilustrado del imperio adoptivo. El principado comenzó a
transformarse, a grandes rasgos, en una monarquía militar absoluta.
El absolutismo militar se
basó en dos postulados decisivos, en los que se hace patente el papel dirigente
jugado por la dinastía de los Severos. Por una parte, tendía a completar la
estructura estatal del imperio. La administración fue unificada y el status de
los ciudadanos nivelado: la constitutio Antoniniana del año 212 concedía
a todos los súbditos del estado la plena ciudadanía romana. Pero esto
significaba menos una política de igualdad jurídica de todos los ciudadanos
(que eran ya súbditos hacía mucho tiempo), que un nuevo elemento de
unificación. En segundo lugar, y éste es el factor más importante, se modifica
la estructura del ejército, que acoge cada vez mayor número de bárbaros. En vez
de por itálicos, la espina dorsal de las reservas militares está formada por súbditos
semi-romanizados del imperio, como los ilirios, pero también por partos y germanos. Al mismo tiempo los legados de
la clase senatorial fueron substituidos en los cargos directivos del ejército
por oficiales de carrera, desapareciendo con ello definitivamente la antigua
estructura romana del mando. El paso de la tropa al cuerpo de oficiales fue considerablemente facilitado, y
constituyó la vía de ascenso de muchos emperadores-soldados. Junto a las
transformaciones étnicas y sociológicas, se impusieron los cambios de táctica
y organización. Como tropa de ataque para las zonas de peligro en la frontera
imperial surgieron los incipientes ejércitos móviles de reserva, cuerpos
armados que podían asumir un papel político decisivo en el momento en que su
comandante no se contentase ya con ejercer una función puramente militar. Las
formas de combate de los principales adversarios del imperio obligaron a la
creación de una caballería pesada como tropa de choque.
Desde el punto de vista político, el aspecto fundamental
de la nueva forma de poder residía en la diferente posición del emperador. En los
primeros tiempos del principado existía aún un frágil triángulo de poder entre
el emperador, el ejército y el senado. Ahora, el senado se ve cada vez más
apartado del juego político. Su formal asentimiento al nombramiento del
emperador pronto dejó de ser requerido: importantes atribuciones pasaron al consilium
principis, el consejo de estado del emperador. En lugar de la vieja
aristocracia, ocupó el senado la nobleza de espada proveniente del ejército y,
a menudo, superficialmente romanizada. A finales del siglo, el senado era una
institución que se reducía a aprobar por aclamación las órdenes imperiales. El
auténtico sostén del poder lo constituyen las legiones, sobre las que disponía
el emperador, como comandante en jefe de un ejército que le era sumiso. No se
debe infravalorar el papel de los militares ya en el temprano principado; pero
ahora, el ejército se convierte en el fundamento absoluto de la soberanía. El
espíritu profesional de cuerpo, propio de un ejército mercenario, hizo
desaparecer los últimos vestigios de lealtad al estado. La dependencia
personal del ejército respecto al emperador se hizo cada vez más estrecha. El
ejército no era, con todo, un fácil instrumento de poder. El poder del
emperador a través del ejército descansaba en un precario equilibrio, que
fácilmente podía romperse a favor del dominio del ejército sobre el emperador.
El siglo III ofreció muchos y peligrosos ejemplos de esto, cuando las legiones
proclamaban o deponían emperadores en cortos periodos de tiempo, sin consideración
alguna hacia los intereses del imperio. Los intereses particulares de los
grandes grupos militares de los frentes
del Rin, Danubio y Tigris hicieron surgir de facto, cada cierto tiempo,
verdaderos estados independientes, como el de la Galia , bajo Póstumo y Tétrico
(259-274), o el de Palmira, la metrópoli del comercio oriental, bajo Odenato y
Zenobia ( 262-273). 23
La nueva posición del
emperador encontró su expresión en el culto a su persona y en el ceremonial
imperial. El poder fue ideologizado. Si en los primeros siglos el emperador fue
solamente magistrado y. primer
ciudadano, al menos en teoría, ahora se convierte en señor absoluto del estado,
en fuente de paz y bienestar, como representante de la divinidad. Este proceso
alcanzó su punto culminante con Aureliano, que subió al trono como dominus et deus (señor y dios),
gobernando en su inaccesible majestad por encima de los mortales.
A lo largo del siglo II,
en la administración del imperio, se constituyó una burocracia centralizada que
actuaba como instrumento de dominio del emperador. En contraposición a la
tradicional unidad de los puestos de mando civiles y militares, fueron
rigurosamente separadas las carreras del ejército y de la administración civil.
Sin embargo, existía un común denominador para ambos instrumentos del
absolutismo imperial: la militarización alcanzó también a la administración
civil, en la que se colocaban, sobre todo en sus cargos más elevados, muchos de
los antiguos oficiales. Esta administración, de carácter centralista, extendió
también, paulatinamente, sus tareas y competencias
a la vida económica. Se elaboró escrupulosamente un más riguroso sistema de
exacción de impuestos y de reglamentación estatal de la economía.
La economía
sufrió gravemente las consecuencias de las constantes incursiones militares, de
las guerras civiles y de las
requisiciones. Las ciudades eran saqueadas y destruidas, las cosechas
devastadas y los ganados robados. La producción agrícola y la actividad
comercial e industrial disminuyeron intensamente a causa de la inseguridad
general y del bloqueo de numerosas vías de comunicación. «El campo es menos
productivo, la producción del suelo y el número de campesinos disminuye ». La inflación, provocada en parte por la
política monetaria estatal, empujó salarios y precios al alza (cf. el tomo
VIII de esta Historia Universal). Muy
probablemente, la población del imperio disminuyó de manera sensible a lo
largo de este confuso siglo. Al mismo
tiempo, las permanentes guerras civiles y defensivas hicieron cada vez mayores
las exigencias fiscales y las requisiciones. Mediante medidas coercitivas, la
burocracia intentó expoliar los últimos bienes del campo, con lo que
naturalmente no se detuvo la decadencia económica. Lo que originariamente se
concibió como medidas de emergencia, sirvió de base a un nuevo planteamiento
que contenía los elementos más significativos de la estructura social del
siglo IV: prestación de servicios al estado por personas o ciudades;
explotación de los arrendatarios
campesinos; formación forzosa de
corporaciones de trabajadores manuales y profesionales del transporte. El peso
económico comenzó a desplazarse de las ciudades, en parte gravemente afectadas
por la crisis, al campo. Estaba naciendo un sistema que significaba algo más
que el mero reparto del poder político. Las medidas tomadas por los emperadores
y las nuevas funciones de la
burocracia tuvieron repercusiones decisivas en la vida social, preparando
aquellas profundas transformaciones de la economía y la sociedad, que
alcanzaron su pleno desarrollo en el siguiente siglo.
d) Cambios
culturales.
Las causas de la gran
crisis se encontraban en la interacción de factores y conflictos políticos y
sociales; el factor originante o al menos, acelerador fue la situación de la
política exterior Pero también en la cultura se operó un cambio en el
comportamiento social, que corría paralelo a la separación del individuo de las
viejas agrupaciones. La insatisfacción e inseguridad del individuo en el orden
tradicional condujeron a un cambio fecundo en la mentalidad de la sociedad. La
religión politeísta pagana y el mundo cultural clásico, estrechamente ligado a
ella, fueron poco a poco sustituidos por nuevas formas religiosas de
pensamiento. Los hombres de la época comenzaban a poseer una elevada
sensibilidad religiosa. Fenómeno destacado fue la penetración de los cultos y
las religiones de los misterios orientales, favorecida por el reclutamiento de
parte de las tropas en Oriente. El Mitra persa, la Cibeles frigia, el dios
del sol de Emesa, Isis y Serapis, Sol Invictus, etc., encontraron cada vez
mayor número de creyentes entre la población del imperio. A ellos se unió,
especialmente en los territorios periféricos, h teoría de la gnosis, con su rígido
dualismo entre espíritu y materia, que sobre todo fue adoptada como religión
por la gente culta. Manifestaciones marginales de esta situación religiosa
fueron la difusión de un bárbaro sincretismo y un portentoso auge de la
astrología, la magia y la hechicería.
Las nuevas religiones
eran, en oposición a la tradicional, religiones monoteístas de revelación y de
salvación. Respondían el las exigencias
de los tiempos respecto a una mayor seguridad religiosa y a un contacto personal con la divinidad, prometiendo el
conocimiento mediante la iluminación y la
redención a través de la revelación; se propugnaba, pues, una ruptura
fundamental con el universalismo racional de la antigüedad, clásica
greco-romana. (P.25)
También en filosofía se anunciaba
la disolución del racionalismo. Con el neoplatonismo se introducían en el
edificio aparentemente racional de la filosofía elementos místico-extáticos y ascético-contemplativos. Se trataba más de
una forma de vida que de un estricto sistema de pensamiento.
Esta situación espiritual
no se limitaba al imperio romano; existían casos paralelos, sumamente
instructivos, en la Persia
sasánida, con la renovación del zoroastrismo y el surgimiento de la religión de
Mani y su rígida doctrina severamente dualista. El monoteísmo y la severa
regulación del culto estatal encontraron su expresión tanto en Persia como en
Roma. Fue Aure1iano quien intentó convertir el Sol lnvictus de su fe
personal en la máxima divinidad del estado y en patrono del imperio.
Evidentemente, la conversión
de las nuevas religiones en culto oficial del estado era solo una posibilidad.
A diferencia de los cultos tradicionales, ligados al poder político, las nuevas
religiones, en un principio extrañas al estado, podían actuar políticamente,
procurando un mayor distanciamiento o una más acusada unión con éste. En aquel
tiempo, el maniqueísmo y, sobre todo, el cristianismo entraron en conflicto con
el estado a causa de su actitud hostil a la autoridad. Para sus contemporáneos,
el cristianismo era solamente una de tantas religiones orientales, con sus
ritos secretos, prescripciones ascéticas, fiestas y santos. A lo sumo, llamó la
atención por su rigurosa oposición a las exigencias puramente formales del
culto oficial. En sus múltiples comunidades, sobre todo en las de Oriente,
pero también en Italia, Galia y África, comenzaron a crearse las bases de una
ordenada jerarquía y organización
(cf. el tomo VIII de esta Historia Universal). Clemente y Orígenes, los
grandes teólogos alejandrinos, habían concedido la máxima importancia a la
lucha contra la gnosis y la
filosofía pagana. A excepción de algunas sectas, el conjunto de la Iglesia no se opuso
sistemáticamente al estado. Pero su negativa a presentar las ofrendas
prescritas por el estado, fundada en razones religiosas, desencadenó las
abiertas persecuciones de Decio y Valerio. De tales persecuciones surgió la ecclesia
martyrum, con aquella nueva confianza en sí misma, que el apasionado
africano Tertuliano resumió en la orgullosa fórmula de militia Christi (el
ejército de Cristo).
El poder militar logró
atajar la amenazadora desintegración del imperio; el estado autoritario actuó
como factor de orden, defendiendo al imperio del caos completo y de la
barbarie. Hacia la mitad del siglo, cuando el imperio, bajo el poder de Valerio
y de Galieno (253-268), parecía al borde de la ruina, se produjo la superación
política de la crisis imperial. Esta fue la obra de los emperadores ilirios, militares austeros, que por sus dotes de
mando habían sido escogidos por el ejército para dirigir los difíciles
combates defensivos y para restablecer
el orden.
El proceso de estabilización
comenzó con Claudio Gótico (268-270); avanzó con Aureliano (270-275), Probo
(276-282) y Caro (282-283), para
concluir con Diocleciano. Las incursiones germánicas se rechazaron
victoriosamente; Persia sufrió una derrota; los reinos autónomos de Galia y
Palmira fueron barridos. El admirable balance fue que, a partir del año 280,
las fronteras del imperio pudieron ser afianzadas casi en los mismos límites
del siglo II, lo que representaba un
admirable balance. Únicamente dos pequeñas regiones fueron definitivamente
evacuadas: Dacia y los Agri
decumates en la Germania
sudoccidental, entre el alto Rin y el lago de Constanza, ocupados por los alamanes
desde el año 254. A
pesar de operarse esta trabajosa recuperación en política exterior, la
decadencia monetaria y económica no fue en modo alguno eliminada. La situación
política interior siguió siendo inestable y
la posición del emperador
precaria, como lo prueba el que Aureliano fuera eliminado a los cinco años de
mandato, por una conjuración de oficiales y que Probo y Caro murieran a manos
de sus prefectos pretorianos.
Pero la estabilización de
la política exterior era la condición necesaria para el desarrollo, durante las
dos generaciones siguientes, de las nuevas
formas de vida que habían surgido a la sombra
de los desórdenes. El absolutismo militar, que constituyó durante mucho tiempo
un mero sistema de emergencia, llegó a transformarse en un orden estable.
II. NUEVAS FORMAS DE VIDA: ABSOLUTISMO y CRISTIANISMO
a) El reinado de Diocleciano y Constantino: de la tetrarquía
a la monarquía.
La propaganda oficial
saludó al emperador Diocleciano como parens auret saeculi y, al
contrario de lo que había ocurrido con sus antecesores, existía en esta fórmula
algo de verdad. De todas formas, esta fase de la evolución del Imperio está
ligada a dos nombres: los creadores de las nuevas formas de vida del lmperium
Romanum Christianum fueron Diocleciano y Constantino. Incomparablemente más
significativos como gobernantes que sus antecesores, afrontaron la herencia
caótica de la anarquía militar, con la desesperada voluntad de conservar y
renovar la organización del imperio, logrando realizar con éxito tan gran
empresa. Resulta imposible distinguir los logros
de cada emperador en la reforma y reorganización del estado. Frecuentemente,
apenas es posible atribuir con certeza determinadas medidas a Dioc1eciano o a
Constantino. Sin duda, en la transformación del imperio pueden observarse dos
aspectos diferentes que, según los casos, van estrechamente ligados al nombre
de uno de los dos emperadores. En la reorganización del estado y la sociedad -
proceso reformador esencialmente evolutivo-, muchas decisiones fueron tomadas
ya por Diocleciano. Lo que Constantino continuó, pero también lo que cambió,
estaba ya orientado por tales decisiones en una determinada dirección. Por el
contrario, Constan tino fue el único responsable del reconocimiento del
cristianismo y de su vinculación con el estado, lo que tuvo grandes
consecuencias sociales y culturales. Constantino representa el modo revolucionario
de actuar en este periodo de profundo cambio histórico. Por eso lleva, con más
derecho que ningún otro, el sobrenombre de “Grande”.
Los cuarenta años que van
desde el 284 hasta la instauración de la monarquía por Constantino, en el 324,
fueron una casi ininterrumpida cadena de luchas internas por el poder. Al mismo
tiempo siguieron desarrollándose los combates defensivos en las fronteras,
aunque la presión de las tribus había cedido momentáneamente. Los primeros años
de gobierno de Diocleciano se caracterizaron por frecuentes luchas contra
francos, alamanes y sármatas, así como por revueltas
internas, entre las que destacan la de Carausio en Inglaterra, que se prolongó
hasta el año 293. Ya en el 286, Diocleciano había nombrado corregente, con el
título de Augusto, a un jefe militar capacitado y leal: Maximiano. En el año
293, creó el sistema de la tetrarquía, con el fin de neutralizar a los posibles
pretendientes al trono, pero sobre todo para repartir la inmensa carga de las
tareas políticas y militares. Diocleciano, Augusto de Oriente, nombró a Galerio
césar asociado y Maximiano, Augusto de Occidente, hizo lo mismo con Constancia
Cloro, ambos distinguidos militares. La buena inteligencia de los cuatro
soberanos (simbolizada en el retrato de grupo situado en el exterior de la
basílica de San Marcos de Venecia) y el funcionamiento del sistema sin
fricciones, bajo una dirección unificada, fueron asegurados por la indiscutida
autoridad de Diocleciano. El fue en la tetrarquía el verdadero emperador. Los
césares ejercían la función de gestores de una activa y coordinada política militar
en las fronteras: Constantino lucha contra los alamanes (victoria de Langres en
el año 298) y Galerio dirige las campañas contra
carpos y godos y contra los persas, en
Armenia. (p.28)
La primera tetrarquía proporcionó al imperio una época de relativa
tranquilidad: tranquillo orbis statu et in gremio altissimae quietis
locato·. En el año 303, poco después de una solemne visita a Roma para
festejar su veinte aniversario de mandato, se quebrantó seriamente la salud
del casi sexagenario Senior Augustus y, en el año 305, abdicó juntamente
con Maximiano. Constancio y Galerio pasaron a ser augustos, y Severo y Maximino
Daia fueron nombrados césares. Diocleciano vivió después de esto más de ocho
años, retirado en su inmenso palacio de Espalato en admirable détachement del
poder y apenas interviniendo ya en la política.
Diocleciano fue uno de
esos grandes personajes, silenciosos y austeros,
extraordinariamente pragmáticos, como Felipe el Bueno de Borgoña o Guillermo de
Orange. Un pragmático que, sin duda, creía al mismo tiempo con fe ciega en
Mitra, el dios de los legionarios, el «sol invencible», y en un orden eterno del
mundo, cuyos secretos podía desentrañar la astrología. Es posible que el viejo
organizador del absolutismo monárquico viera desmoronarse la obra de su vida
en los tumultos de la segunda tetrarquía; sentimiento que, a la vez, tenía y no
tenía justificación. La autocracia imperial fue mantenida por Constantino,
aunque sin el sistema artificial de la tetrarquía. Pero el espíritu del nuevo
estado fue profundamente transformado por el cristianismo, contra el que
Diocleciano había luchado inútilmente.
En el relevo del año 305,
funcionó el sistema de tetrarquía previsto por Diocleciano. La soberanía de la
segunda generación se disolvió muy pronto en las luchas por el poder, debido a
la ausencia de una gran autoridad. Ya en el año 306, murió Constancio en York; mientras que las legiones aclamaban a
su hijo Constantino como sucesor, en Roma se nombró augusto a Majencio, hijo de
Maximiano. Siguieron años de larga lucha militar y diplomática por el poder. El
año 308, la conferencia de Carnunto declaró a Majencio (que seguía manteniendo
sus posiciones en Italia y África) enemigo del imperio, sin que se llegara a un
compromiso efectivo entre sus comunes adversarios. La muerte de Galerio (311) condujo
a un nuevo reagrupamiento de fuerzas y a un conflicto abierto. En el año 312,
Constantino marchó sobre Italia y, tras duros combates, derrotó a Majencio en Turín, Verona y el puente Milvio, frente
a Roma. Fueron victorias ganadas instinctu divinitatis (por inspiración
divina), como prudentemente el Senado hizo inscribir en el arco de triunfo
erigido en honor del emperador, teniendo en cuenta su reciente conversión.
Licinio, el aliado de Constantino, aniquiló en los años siguientes a Maximino
Daia en Oriente. Los augustos Constantino y Licinio se convirtieron, por tanto, en soberanos
absolutos de Occidente y Oriente. Sus relaciones fueron
tirantes desde un principio. En el año 323, al plantear Licinio en el oriente
una política hostil a los cristianos, se inició la batalla decisiva. En el
otoño del 324, Constantino obligó a Licinio a abdicar y, poco después, ordenó
ejecutarlo como enemigo del imperio. Constantino había alcanzado su meta: la
monarquía universal, bajo la forma del Dominado. La tetrarquía, lo mismo que el triunvirato al final de la
República, se había manifestado como una solución transitoria. Los trece años
de monarquía absoluta (aunque nominalmente sus hijos Crispo, Constantino II, Constancio II y Constante
eran corregentes con el título de césares) se vieron ensombrecidos por una
tragedia familiar: la ejecución de Crispo y de la emperatriz Fausta. En estos años Constantino consolidó y completó el
edificio del nuevo orden, cuyos cimientos y líneas fundamentales
había creado Diocleciano.
b) Restauración:
El estado reformado.
En el ordenamiento político y militar,
social y económico, que surgió en casi cincuenta años, culminó la
institucionalización Y fundamentación ideológica del absolutismo militar. El
sistema del Dominado adquirió validez jurídica. De ahí que hubiera pocas
formas nuevas o creadoras en este ordenamiento estatal; constituyen sus rasgos
característicos la adaptación realista a la situación del momento, la
reorganización y la restauración. Ciertamente, dentro de estos límites,
alcanzó una gran transcendencia, al resumir en una sola fórmula las tendencias
aisladas y fragmentarias precedentes.
En sus reformas,
Diocleciano no partió, en modo alguno, de un proyecto total y sistemático, sino del limitado objetivo de asegurar las
necesidades del ejército y la defensa del imperio. Pero, su
mismo carácter y el desarrollo de las medidas conscientemente tomadas por sus
sucesores transformaron pronto el inicial pragmatismo de una «constitución de
excepción» en un complejo sistema de grandes reformas políticas, sociales y económicas, de enorme resonancia, que condujeron a una
monarquía absoluta- cuyo aparato de poder se caracterizaba por la
centralización, la burocracia y el militarismo. El emperador era la única
fuente del poder y del derecho; gobernaba con autoridad ilimitada. Desapareció
para siempre la ficción jurídico-constitucional de principado imperial, como
estado de excepción continuamente prorrogado. Senado y funcionarios
senatoriales asumieron funciones puramente representativas, aunque los senadores,
como capa social, siguieron manteniendo un considerable prestigio y gran
influencia. «A partir de entonces, se fortaleció el poder militar y se retiró al senado la facultad y el derecho de crear emperadores». Este
juicio, de una generación posterior, resultaba evidentemente unilateral 5. El ejército siguió siendo el fundamento
decisivo del poder, pero el orden jerárquico del Dominado había sido sustraído
a la arbitrariedad de las legiones. Junto a la fuerza pura y simple,
apareció una nueva legitimación de la autoridad imperial: el ejercicio de la
soberanía en virtud del derecho divino.
El poder absoluto del
soberano no era sólo institucional y de derecho público, sino
que se fundaba también en una ideología religiosa. En Roma, la identificación
del emperador con lo divino o con la divinidad, no era algo completamente
nuevo. Tal concepción ganó terreno con la penetración de las religiones
orientales. También la tetrarquía fue, según la concepción de Diocleciano, un
sistema teocrático, por el que, en virtud de su ascendencia divina y del
derecho divino, gobernaban Diocletianus
Jovius, como hijo de Júpiter, y Maximianus
herculeus, como hijo de Hércules. Evidentemente, el cristianismo no
podía identificar al emperador con Dios, pero su legitimación y autoridad
moral las recibía necesariamente de Él. El carisma de la soberanía y del poder
emanaba de la gracia divina. El verdadero origen del poder lo anuncian las
monedas de finales del periodo constantiniano, en las que una mano surgida del
cielo sostiene la diadema imperial. La figura del emperador como administrador
terreno del poder divino está ya presente, en el fondo, en el concepto paulino
de la soberanía. A partir de aquí se desarrollaron, tanto en la teología
cristiana como en la fe popular, las representaciones del emperador como
sustituto de Cristo en la tierra. El emperador tenía el derecho y el deber de realizar en la tierra el orden divino; al
mismo tiempo, era el «origen de todas las buenas acciones, la «luz del mundo».
En los campamentos militares, en las oficinas y en las viviendas, su imagen se
hallaba iluminada por las velas.
Tanto en los emperadores-dioses paganos
como en los emperadores cristianos por la gracia de Dios, el origen divino del
poder se manifestaba también en el atuendo y el ceremonial, de intensa
influencia persa. La diadema de perlas incrustadas, el manto de oro y púrpura guarnecido de piedras preciosas, y el cetro y el globo, el incienso, las genuflexiones de
los súbditos y el recogimiento en las recepciones y ceremonias oficiales
-preservado por un cuerpo especial, el de los silentiari-, servía para informar al común de los
mortales de la elevada majestad del soberano. Como Cristo y los Santos, el
emperador era representado con el nimbo, atributo de la majestad. También en el
lenguaje oficial se reflejaba el carácter teocrático del poder. Todo lo que,
aún lejanamente, tuviese algo que ver con la persona del emperador era ahora «santo»
y «divino»: el palacio, un sacrum palatium; las promulgaciones
imperiales, divinae institutiones; incluso el presupuesto anual de los
impuestos se designaba como divina delegatio. El imperio ha cubierto el
camino que va de la magistratura a la grandeza eterna; su titular, el camino
que llega hasta Dios o hasta la representación de Dios en la tierra.
Órganos del ilimitado poder del
emperador fueron la reorganizada administración imperial y el ejército recientemente
reformado. Un gigantesco aparato burocrático, directamente subordinado al
emperador, debía imponer su voluntad hasta en el último pueblo. Tal aparato se
distinguió del sistema administrativo tradicional en múltiples aspectos. Un
extremado centralismo se conjugó con una amplia unidad y nivelación en el aparato administrativo (que se reflejó,
por' ejemplo, en la supresión de la diferencia entre provincias senatoriales e
imperiales) Con el centralismo administrativo vino, como siempre, la burocratización.
Concebida como garantía del absolutismo imperial, esta administración, por su
intrincada complejidad y largos trámites, así como
por sus polémicas sobre competencias y por su
abandono, entorpeció y paralizó en gran medida la vida del imperio. Hubo dos
elementos característicos en este burocratismo del tardío imperio romano. En
primer lugar, un cuerpo de funcionarios -cuya formación estaba exactamente
regulada con un plan de estudios jurídico-teórico- estructurado conforme a una
rigurosa escala jerárquica, lo que hacía surgir en cada funcionario una aguda
conciencia de su rango_ Tratamientos y títulos correspondían a un sistema
exactamente fijado de acuerdo con la categoría de los funcionarios: del vir
perfectissímus, pasando por el clarissímus, hasta el spectabilis
e illustris. . El nombramiento para ciertos cargos llevaba
consigo la incorporación automática de los elegidos a una clase similar a la de
los senadores. Con todo, el título más elevado en cuanto a rango, el de patricíus, era puramente honorífico y
no correspondía a ninguna función determinada.
El segundo elemento
fundamental del sistema burocrático era la fuerte diferenciación de estrechos y
deberes de cada funcionario, lo que creó notables dificultades en la
coordinación de las diversas funciones administrativas. Ya la separación
iniciada por Galieno (253-268) entre el ámbito militar y la administración
civil había constituido parte de este proceso. Ahora, la escala jerárquica se
asocia a una detallada separación de tareas y delimitación
de competencias. Este proceso se vislumbraba ya en los rasgos fundamentales de
la administración imperial, en la que las 57 provincias iniciales se
convirtieron primero en 100 y, finalmente (a comienzos del siglo V), en 120, al
tiempo que hacían su aparición diócesis y prefecturas
como divisiones intermedias. Una causa de esta evolución residía en la
tendencia propia de la burocracia, de multiplicarse y de crear nuevas
divisiones administrativas. Un prefecto pretoriano tenía a su cargo alrededor
de seiscientos funcionarios y su sustituto, a trescientos. A ello obligaba, en
parte, la existencia de las nuevas y amplias funciones de control y las tareas
económico-fiscales de la burocracia. A esto se añadió el intento de alcanzar
una estricta supervisión de la administración, a través de una recíproca
vigilancia, lo que condujo, como en todo sistema centralista y absolutista, a
un intenso clima de desconfianza. Elementos clave del sistema fueron los magistri
offícii del ejército y del aparato administrativo, que actuaban como
secretarios de cancillerías o jefes militares y debían refrendar decretos u órdenes de funcionarios u oficiales,
cumpliendo así importantes funciones de control. Resulta significativo que el
perfeccionamiento de la policía secreta alcanzara su punto culminante en este
tiempo. El cuerpo especial de los agentes in rebus no sólo sirvió para
el servicio de la correspondencia y las normales funciones de policía (llevaba,
entre otras cosas, una lista de las personas sospechosas, desde los ladrones
hasta los cristianos), sino también para el control de la administración y,
especialmente, de la opinión pública. Para mantener en calma al pueblo y conseguir
información, disponía de la censura de
la correspondencia y de un amplio servicio de espías y delatores. El agent
provocateur estaba presente en todas partes y la amenaza constante del
(error policial hacía soñar a todo hombre influyente en «torturas, cadenas y
oscuras mazmorras». Como instrumento
de control de la opinión pública el sistema fue extraordinariamente eficaz,
sobre todo si tenemos en cuenta las posibilidades técnicas de la época. Existía
además una base formal jurídica, extensible a voluntad, para todos aquellos
casos de crimen laesae maíestatis.
La estructura del nuevo aparato
político fue compilada a principios del siglo V en la Notitía dignitatum, especie
de manual sobre el estado. En ella se distinguen cuatro grandes sectores: la
administración central, la administración
civil general (administración regional), el ejército y la corte. La administración
central constituía el centro nervioso político y administrativo del imperio y
trabajaba en el lugar de residencia del emperador. El dignatario y funcionario
de mayor rango era el magister officiorum, al que incumbía la
supervisión y responsabilidad de los cargos cortesanos, de la totalidad de la administración y de las relaciones
diplomáticas. Mandaba también (lo que contribuía a su gran poder) la guardia
particular, a caballo, del emperador (scholae palatinae) y la policía
secreta. Apenas menos influyente era el quaestor, especie de secretario
de estado y ministro de justicia del emperador, por el que pasaban todos los
escritos de súplica. De los dos ministros de finanzas, uno era responsable del
fisco y de la administración financiera pública (comes sacrarum
largitionum), el otro, de los ingresos privados del emperador (comes
rerum privalarum). A sus órdenes trabajaba el cuerpo de empleados de la
administración central, distribuido en múltiples negociados (scrinia). Junto
con alguno, otros altos dignatarios, oficiales y juristas, los ministros
formaban el Consejo del emperador o sacrum consistorium. En las sesiones
de este gabinete (que llevaba el significativo nombre de silentium) se
preparaban las principales medidas políticas y administrativas. La dirección de
la administración imperial, centralizada de este modo, hubo de enfrentarse con
múltiples fricciones y disputas sobre competencias, teniendo en cuenta sobre
todo que en la administración civil regional existían cargos importantes, cuyos
titulares disponían de considerable poder e influencia: los cuatro prefectos
del pretorio (praflecti praetorio) eran una especie de virreyes, que,
con su cuerpo de funcionarios, dirigían las prefecturas de las Galias (con
España e Inglaterra). Italia (con África y los Balcanes noroccidentales) Iliria
(Balcanes y región del Danubio) y Oriente. En las zonas que administraban,
tenían también 1a responsabilidad del suministro y reclutamiento del ejército.
En las cuatro grandes prefecturas la administración imperial se estructuró en
diócesis (primero doce, después diecisiete), administradas por un vicarius, y
en 120 provincias. Estas habían sido sensiblemente reducidas para facilitar el
trabajo administrativo y como medida de precaución. Como el gobernador provincial
(consularis, pero también procónsul, corrector o praeses) no
poseía ya ninguna competencia militar, existía en los límites provinciales un dux
o comandante en jefe del ejército. Sólo la vieja y la nueva capital
fueron excluidas de este sistema rígidamente articulado: Roma y Constantinopla
eran administra-das, cada una por separado (pero bajo el control de un vicarius
imperial), por los praefecti urbi senatoriales.
La administración civil
incluía una extensa y racional burocracia encargada de las finanzas y de los
impuestos, ya que parte esencial de la reforma administrativa consistía en la
elaboración de un nuevo sistema tributario. La reforma fiscal de Diocleciano
creó por primera vez la posibilidad de calcular previa- mente con exactitud los
ingresos del fisco y elaborar con ello un presupuesto estatal. El capítulo
principal de impuestos del siglo III descansaba en la annona, un
impuesto de derrama cobrado en especie a los propietarios de tierras. La annona
se transformó después en un impuesto legalmente tasado (que podía seguir
pagándose en especie). Su cuantía se fijaba por la superficie y calidad de las
posesiones y según la
producción del suelo en relación al número de colonos, esclavos y
ganado doméstico allí acomodados. Esta capitatio-iugatio (impuesto mixto,
agrario y .personal) se tasaba de nuevo cada cinco años, y a partir del 312, cada quince años. Esta «indicción» tuvo
tal significación en la vida pública y privada, que se convirtió hasta muy
avanzada la Edad Media
en la base para llevar la cuenta del calendario. Desde el año 297, cayó sobre los súbditos un diluvio de
declaraciones de impuestos y de notificaciones de reparto: «Los recaudadores
aparecían por todas partes ( ... ). Los campos eran medidos palmo a palmo; se
calculaban las superficies cultivadas de viñedos y frutales; se anotaba el
número de animales de todo género y se contaba a los hombres
uno a uno». Informes completos y
exactos calculaban detalladamente la potencia económica y la capacidad
contributiva del imperio. El sistema impositivo, aplicado rigurosamente, sin
tener muy en cuenta las particularidades económicas o las diferencias de la estructura
social de cada provincia, fue, sobre todo inicialmente, muy duro para la población. Pero,
indudablemente, dio lugar a un reparto más justo de las cargas fiscales y fue
durante siglos el fundamento de las finanzas
estatales.
El ejército seguía
teniendo un peso decisivo. Persistió la situación defensiva; la paz ya
sólo podía asegurarse con grandes esfuerzos y ambiciosos planes militares. El
emperador era comandante en jefe del ejército; le estaban directamente subordinados los más importantes jefes
militares, los magistri militum. El sistema, iniciado ya en el siglo
III, de separación del ejército de campaña y de las guarniciones fronterizas es
completado ahora: sólo una defensa estrechamente articulada podía responder a
la situación estratégica. Para la vigilancia rutinaria de las fronteras
se estacionaron permanentemente en determinados sectores de los límites, en
parte fortificados, guarniciones integradas por aborígenes, llamados limitanei
o ripenses. En situaciones difíciles servía por el contrario, como
reserva estratégica de choque en diferentes puntos, un ejército móvil de
campaña, el exercitus comitatensis (derivado del comitatus
Augustorum, tropas que acompañaban al emperador). Esta tropa de élite,
generalmente de a caballo, estaba formada esencialmente por mercenarios
extranjeros, sobre todo romanos. Tanto la guardia como el ejército de campaña
estaban al mando de los magistri militum praesentales.
Armamento, organización y
táctica experimentaron ulteriores cambios para adaptarse a la estrategia del
enemigo persa y germánico. Las legiones fueron reducidas a una tercera parte
de su capacidad numérica, mientras que las formaciones auxiliares bárbaras,
muy apreciadas en el plano militar, pasaron a jugar un papel cada vez más
importante. Pero la medida más radical fue el ulterior reforzamiento de la
caballería acorazada, organizada en vexillationes, que pasó a ser el
arma de choque más importante del ejército.
La fuerza total de todas
las tropas alcanzó los 400.000 hombres, aunque, evidentemente, se trataba en
su mayor parte de milicias y guarniciones de escaso valor combativo.
Un cuarto elemento era la
corte, que no debe infravalorarse en el plano político. A la cabeza de un
ejército de chambelanes, eunucos, silentiarii y servidores se encontraba
el Chambelán Mayor (praepositus sacri cubiculi). Este cargo, pronto
equiparado en rango al de los más altos dignatarios y generalmente ocupado por
eunucos, tenía una destacada influencia en los asuntos del imperio.
En el nuevo estado, el
aparato centralizado del poder, con su burocracia y su ejército profesional,
estaba coordinado por el emperador, fuente de todo poder, al que competía el
control del complejo funcionamiento del conjunto. El ciudadano era ya sólo un
súbdito, cuyo primer y principal deber consistía en servir al estado y trabajar
para su mantenimiento. Tras haber perdido, hacía ya mucho tiempo su libertad
política, entregaba ahora su libertad social y económica para asegurar el orden
y la supervivencia colectivas. Esta aspiración a organizar incluso la vida
social y económica se mantuvo siempre viva. Las interminables guerras
fronterizas y el aparato burocrático, constantemente ampliado, elevaron cada
vez más las necesidades financieras del tardío estado romano. El inicial
estatismo del sistema se transformó pronto en fiscalismo. La burocracia
imperial, al tiempo que constituía un instrumento de administración y de poder,
era también un medio de explotación. La corrupción crónica de la burocracia no
contribuyó a mejorar la situación.
Es difícil comprender
cómo se desarrollaba en realidad la vida en este sistema y cuál era el
verdadero grado de eficacia de tal aparato. Las exageraciones de sus
contemporáneos son perfectamente lógicas en esta situación. Que la
reglamentación de la vida fue en aumento lo testimonian los síntomas
paralizadores, típicos en estos sistemas. Sin duda, existían limitaciones técnicas:
la amplitud territorial del imperio y el estado en que se
encontraban en aquella época los medios de comunicación y de correspondencia,
impedían el perfeccionamiento del sistema. A pesar de todo, cualquiera podía
darse cuenta de la actividad coercitiva del estado, que mostraba la peligrosa
tendencia de inmiscuirse cada vez más en todo, con el natural fastidio de sus
contemporáneos.
Este estado absoluto fue,
en cierto sentido, una creación restauradora. Estabilidad y conservación
constituían sus metas principales. Mediante una decidida simplificación del
aparato estatal, aunque a costa de la libertad personal, el mundo romano estaba
en disposición de seguir viviendo bajo nuevas formas y de defenderse aún por
mucho tiempo de los ataques exteriores. Contrariamente a lo que podría suponerse, este orden estatal
mostró una increíble resistencia y tenacidad. Cierto que, a la larga,
desaparecieron destacados elementos (como la nueva supresión en el siglo VII de
la separación del poder civil y militar), al tiempo que cambiaron competencias,
cargos y títulos. Pero el absolutismo imperial, de carácter
autocrático-oriental, y la burocracia
centralizada, con sus múltiples cargos y su
sistema fiscal, constituyeron -los puntales del estado bizantino hasta el momento
de su caída. También los estados germánicos recogieron la herencia del estado
diocleciano-constantiniano, así como las decisiones de Constantino en el plano
religioso.
c)
Revolución: Constantino y el
Cristianismo.
Junto a la reorganización del estado como un sistema de soberanía basado en
la fuerza, vino con Constantino el aspecto revolucionario de su obra histórica:
el reconocimiento del cristianismo como legítima religión del estado, lo que
iba unido a su conversión personal. Esta decisión causó gran impacto en la
antigua religión y en la
Iglesia y la fe cristianas, teniendo también extraordinaria
trascendencia en todo el mundo histórico de los siglos siguientes. Tanto sus
contemporáneos como las generaciones que les siguieron percibieron claramente
su carácter revolucionario.
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