martes, 10 de mayo de 2016

HACIA LA SINTESIS - Anderson, Perry; Transiciones de la antigüedad al feudalismo

3. HACIA LA SINTESIS

La síntesis histórica que finalmente tuvo lugar fue, por supuesto, el feudalismo. El término exacto —Synthese— es de Marx, junto con otros historiadores de su tiempo.[1] La colisión catastrófica de dos modos anteriores de producción —primitivo y antiguo— en disolución produjo finalmente el orden feudal que se extendió por toda la Europa medieval. Que el feudalismo occidental fue el resultado específico de una fusión de los legados romano y germánico era ya evidente para los pensadores del Renacimiento, cuando por primera vez se puso a debate su génesis[2]  La controversia moderna sobre esta cuestión se remonta esencialmente a Montesquieu, que en la Ilustración afirmó que los orígenes del feudalismo eran germánicos. Desde entonces, el problema de las «proporciones» exactas de la mezcla de elementos romano-germánicos que finalmente generó el feudalismo ha suscitado las pasiones de los sucesivos historiadores nacionalistas, e incluso el mismo timbre del final de la Antigüedad se ha alterado frecuentemente de acuerdo con el patriotismo del cronista. Para Dopsch, que escribía en Austria después de la primera guerra mundial, el colapso del Imperio romano fue la mera culminación de siglos de absorción pacífica por los pueblos germánicos y fue vivido por los habitantes de Occidente como una tranquila liberación. «El mundo romano fue conquistado gradualmente desde dentro por los germanos, que habían penetrado en él pacíficamente durante siglos y habían asimilado su cultura e incluso asumido frecuentemente su administración, de tal forma que la remoción de su dominio político fue simplemente la consecuencia final de un largo proceso de cambio, como la rectificación de la nomenclatura de una empresa cuyo viejo nombre ha dejado de corresponder desde hace tiempo a los verdaderos directores de la firma [. .. ] Los germanos no fueron enemigos que destrozaron o aniquilaron la cultura romana, sino que, por el contrario, la conservaron y desarrollaron”[3] . Para Lot, que escribía en Francia aproximadamente en la misma época, el fin de la Antigüedad fue un desastre inimaginable, el holocausto de la civilización: el derecho germánico fue responsable de la “perpetua, desbocada y frenética violencia” y de la “inseguridad en la propiedad” de la época siguiente, cuya “espantosa corrupción” la convirtió en un “periodo de la historia verdaderamente desventurado[4]. En Inglaterra, donde no hubo confrontación, sino una simple cesura, entre los órdenes romano y germánico, la controversia se desplazó hacia la inversa invasión de la conquista normanda, y Freeman y Round polemizaron sucesivamente sobre los méritos relativos de las contribuciones «anglosajona» o «latina» al feudalismo local[5] . Los rescoldos de estas disputas todavía están candentes hoy y los historiadores soviéticos tuvieron duros intercambios sobre ellos en una reciente conferencia celebrada en Rusia[6] . Naturalmente, la mezcla exacta de los antiguos elementos romanos o germánicos en el modo de producción feudal puro como tal tiene, en realidad, mucha menos importancia que su respectiva distribución en las diversas formaciones sociales que aparecieron en la Europa medieval. En otras palabras, lo que se necesita, como veremos más adelante, no es tanto una simple genealogía como una tipología del feudalismo europeo.

    El origen primigenio de las instituciones específicamente feudales parece a menudo inextricable, dada la ambigüedad de las fuentes y el paralelismo de la evolución de los dos sistemas sociales antecedentes. Así, el vasallaje puede haber tenido sus raíces fundamentales tanto en el comitatus germano como en la clientela galorromana: dos formas de séquito aristocrático que existieron en ambos lados del Rin mucho antes del fin del Imperio y contribuyeron indudablemente a la aparición definitiva del sistema vasallático[7] . El beneficio, con el que finalmente se fundió para formar el feudo, puede remontarse igualmente a las prácticas eclesiásticas romano-tardías y a los repartos tribales de tierra de los germanos[8] . El señorío, por su parte, procede ciertamente del fundus o villa galorromana, que no tiene ningún equivalente bárbaro porque son grandes fincas autosuficientes, cultivadas por campesinos dependientes o coloni que entregan a su señor terrateniente productos en especie, en lo que es un obvio presagio de una economía señorial[9] . Por el contrario, los enclaves comunales de la aldea medieval fueron básicamente una herencia germánica, vestigio de los primeros sistemas rurales forestales después de la evolución general del campesinado bárbaro desde las tenencias alodiales a las dependientes. La servidumbre desciende probablemente del estatuto clásico del colonus y de la lenta degradación de los campesinos germanos libres por la «encomendación» casi coercitiva a los guerreros de los clanes. El sistema legal y constitucional que se desarrolló durante la Edad Media fue igualmente híbrido. Una justicia de carácter popular y una tradición de obligaciones formalmente recíprocas entre dominantes y dominados dentro de una comunidad tribal común dejaron una profunda huella en las estructuras jurídicas del feudalismo, incluso allí donde los tribunales populares no sobrevivieron, como en Francia. El sistema de Estados que más tarde apareció dentro de las monarquías feudales debía mucho, en especial, a esta última. Por otra parte, el legado romano de un derecho codificado y escrito tuvo también una “importancia capital para la específica síntesis jurídica de la Edad Media, mientras que la herencia conciliar de la Iglesia cristiana clásica fue sin duda alguna fundamental para el desarrollo del sistema de Estados[10]  En la cumbre del sistema político medieval, la institución de la monarquía feudal representó inicial- mente una cambiante amalgama entre el jefe guerrero germánico, semielectivo y con rudimentarias funciones seculares, y el soberano imperial romano, autócrata sagrado de poderes y responsabilidades ilimitados.
Tras el colapso y la confusión de la Edad Oscura, el complejo infra y supraestructural que habría de constituir la estructura general de una totalidad feudal en Europa tenía, pues, un doble origen. Una sola institución, sin embargo, abarcó todo el período de transición de la Antigüedad a la Edad Media en una esencial continuidad: la Iglesia cristiana. La Iglesia fue, desde luego, el principal y frágil acueducto a través del cual las reservas culturales del mundo clásico pasaron al nuevo universo de la Europa feudal, cuya cultura se había hecho clerical. La Iglesia, extraño objeto histórico par excellence, cuya peculiar temporalidad nunca ha coincidido con la de una simple secuencia de un sistema económico o político a otro, sino que se ha superpuesto y sobrevivido a muchos en un ritmo propio, nunca ha recibido un tratamiento teórico en el marco del materialismo histórico[11] . Aquí no podemos hacer nada para remediar esta laguna. Pero son precisos algunos breves comentarios sobre la importancia de su papel en la transición de la Antigüedad al feudalismo) ya que alternativamente se ha exagerado o descuidado en buena parte de los estudios históricos de esta época. En la Antigüedad tardía, la Iglesia cristiana contribuyó indudablemente —como ya hemos visto— al debilitamiento de la capacidad de resistencia del sistema imperial romano. Y lo hizo, no por sus doctrinas desmoralizantes o por sus valores extramundanos, como creían los historiadores de la Ilustración, sino por su enorme volumen mundano. En efecto, el vasto aparato clerical que engendró en el Imperio tardío fue una de las principales razones del excesivo peso parasitario que agotó a la economía y la sociedad romanas, porque de esta forma una segunda y superpuesta burocracia se sumó a la ya opresiva carga del Estado secular. En el siglo VI, los obispos y el clero de lo que quedaba del Imperio eran mucho más numerosos que los funcionarios y agentes administrativos del Estado, y recibían sueldos considerablemente más altos[12]  La carga intolerable de este pesadísimo edificio fue un determinante fundamental del colapso del Imperio. La límpida tesis de Gibbon de que el cristianismo fue una de las dos causas fundamentales de la caída del Imperio romano —resumen expresivo del idealismo de la Ilustración— permite así una actual reformulación materialista.

     Con todo, esa misma Iglesia fue también el ámbito movedizo de los primeros síntomas de la liberación de la técnica y la cultura de los límites de un mundo construido sobre la esclavitud. Las extraordinarias realizaciones de la civilización grecorromana fueron propiedad de un pequeño estrato dirigente, enteramente divorciado de la producción. El trabajo manual estaba identificado con la servidumbre y, eo ipso, era degradante. Económicamente, el modo de producción esclavista condujo a una parálisis técnica: en su marco no existía ningún impulso para introducir mejoras que ahorraran trabajo. Como ya hemos visto, la tecnología alejandrina persistió en conjunto durante todo el Imperio romano: se produjeron pocos inventos importantes y ninguno de ellos fue ampliamente aplicado. Por otra parte, la esclavitud hacía culturalmente posible la elusiva armonía entre el hombre y el universo natural que caracterizó al arte y la filosofía de la mayor parte de la Antigüedad clásica: la exención no cuestionada del trabajo fue una de las condiciones que posibilitaron su serena ausencia de tensión con la naturaleza. El trabajo de transformación material e incluso su supervisión fue un ámbito sustancialmente excluido de su esfera. Con todo, la grandeza del legado intelectual y cultural del Imperio romano no sólo se acompañó de un inmovilismo técnico, sino que, por sus mismas condiciones, estuvo limitada al estrato más reducido de las clases dirigentes de la metrópoli y las provincias. El índice más elocuente de su limitación vertical fue el hecho de que la gran masa de la población residente en el Imperio pagano no sabía latín. La lengua del gobierno y de las misivas era el monopolio de una pequeña élite. La ascensión de la Iglesia cristiana supuso por vez primera una subversión y transformación de este modelo, porque el cristianismo rompió la unión entre el hombre y la naturaleza, el espíritu y el mundo de la carne, dando la vuelta potencialmente a las relaciones entre ambas en dos direcciones opuestas y atormentadas: el ascetismo y el activismo [13] De forma inmediata, la victoria de la Iglesia en el Imperio tardío no hizo nada para cambiar las actitudes tradicionales hacia la tecnología o la esclavitud. Ambrosio de Milán expresó la nueva opinión oficial cuando condenó como impías incluso las ciencias puramente teóricas de la astronomía y la geometría: «No conocemos los secretos del emperador y, sin embargo, pretendemos conocer los de Dios» [14], Igualmente, los Padres de la Iglesia, desde Pablo hasta Jerónimo, aceptaron unánimemente la esclavitud, limitándose a aconsejar a los esclavos que fueran obedientes con sus amos y a éstos que fueran justos con sus esclavos. Después de todo, la verdadera libertad no podía encontrarse en este mundo[15] . En la práctica, la Iglesia de estos siglos fue con frecuencia una gran propietaria institucional de esclavos, y sus obispos pudieron ejercer en ocasiones sus derechos legales sobre su propiedad fugitiva con algo más que un ordinario celo punitivo [16].
    Sin embargo, en los márgenes del específico aparato eclesiástico, el desarrollo del monaquismo apuntaba en una diferente y posible dirección. El campesinado egipcio poseía una tradición de retirada a ermitas solitarias y desiertas, o anachoresis, como forma de protesta contra la recaudación de impuestos y otros males sociales. A finales del siglo III d. C., Antonio transformó esa tradición en su anacoretismo ascético y religioso. A principios del siglo IV, Pacomio la desarrolló hacia un cenobitismo comunal en las zonas cultivadas a orillas del Nilo, donde se impuso el trabajo agrícola y el estudio tanto como la oración y el ayuno[17] . Finalmente, en la década del 370, Basilio ligó por vez primera el ascetismo, el trabajo manual y la instrucción intelectual en una regla monástica coherente. Sin embargo, y aunque esta evolución pueda considerarse retrospectivamente como uno de los primeros signos de un lento y profundo cambio de las actitudes sociales hacia el trabajo, la expansión del monaquismo en el tardío Imperio romano probablemente se limitó a agravar el parasitismo económico de la Iglesia al alejar de la producción a un mayor volumen de mano de obra. Posteriormente tampoco desempeñó un papel especialmente tónico en la economía bizantina, donde el monaquismo oriental se hizo muy pronto, en el mejor de los casos, meramente contemplativo y, en el peor, ocioso y oscurantista. Por otra parte, trasplantado a Occidente y reformulado por Benito de Nursia durante las sombrías profundidades del siglo VI, los principios monásticos se mostraron desde la tardía Edad Oscura organizativamente eficaces e ideológicamente influyentes, porque en las órdenes monásticas de Occidente, el trabajo intelectual y el manual quedaron provisionalmente unidos al servicio de Dios. Las faenas agrícolas adquirieron Ja dignidad de la adoración divina y fueron realizadas por monjes instruidos: laborare est orare. Con ello caía indudablemente una de las barreras culturales para el descubrimiento y el progreso tecnológico. Sería un error atribuir este cambio a algún poder autosuficiente en el seno de la Iglesia [18]: el diferente rumbo de los acontecimientos en el este y el oeste debía ser por sí solo suficiente para poner de manifiesto que fue el complejo total de relaciones sociales —y no la específica institución religiosa— lo que en última instancia asignó las funciones económicas y culturales del monaquismo. Su carrera productiva sólo pudo comenzar cuando la desintegración de la esclavitud clásica hubo liberado los elementos de una dinámica diferente que habría de culminar con la formación del feudalismo. Más que el rigorismo, lo sorprendente es la ductilidad de la Iglesia en esta difícil transición.
   Al mismo tiempo, sin embargo, la Iglesia fue sin duda alguna directamente responsable de otra enorme y silenciosa transformación en los últimos siglos del Imperio. La misma vulgarización y corrupción de la cultura clásica, que Gibbon habría de denunciar, fue en realidad parte de un gigantesco proceso de asimilación y adaptación a una población más amplia, que habría de arruinarla y, simultáneamente, rescatarla en medio del colapso de su tradicional infraestructura. La más sorprendente manifestación de esta transmisión fue, una vez más, el idioma. Hasta el siglo III, los campesinos de la Galia o Hispania habían hablado sus propias lenguas celtas, impermeables a la cultura de la clase dirigente clásica: en esta época, una conquista germánica de esas provincias habría tenido consecuencias incalculables para la posterior historia de Europa. Sin embargo, con la cristianización del Imperio, los obispos y el clero de las provincias occidentales, al emprender la conversión de las masas de población rural, latinizaron para siempre su lengua en el transcurso de los siglos IV y V[19].  Las lenguas romances fueron el resultado final de esta popularización, uno de los esenciales vínculos sociales de continuidad entre la Antigüedad y la Edad Media. Para hacer evidentes las consecuencias de una conquista germánica de estas provincias occidentales sin una previa latinización, sólo hay que considerar la trascendental importancia de esta hazaña.
       Esta realización fundamental de la primera Iglesia indica su verdadero lugar y función en la transición hacia el feudalismo. Su eficacia autónoma no hay que encontrarla en el ámbito de las relaciones económicas o de las estructuras sociales - donde a veces se ha buscado equivocadamente -, sino en toda la limitación y la inmensidad de la esfera cultural situada por encima de aquéllas. La civilización de la Antigüedad clásica se definía por el desarrollo de unas superestructuras de una sofisticación y complejidad sin igual, situadas sobre unas infraestructuras materiales de una tosquedad y simplicidad relativamente invariantes: en el mundo grecorromano siempre existió una dramática desproporción entre la bóveda del- cielo intelectual y político y la estrechez del suelo económico. Cuando llegó su colapso final, nada era menos obvio que el hecho de que su legado superestructural —ahora inmensamente distante de las inmediatas realidades sociales— habría de sobrevivirle, por muy suavizada que fuera su forma. Para ello era necesaria una vasija específica, suficientemente alejada de las instituciones clásicas de la Antigüedad y, sin embargo, moldeada en su seno y, por tanto, capaz de librarse de la hecatombe general para transmitir los misteriosos mensajes del pasado a un futuro menos avanzado. La Iglesia cumplió objetivamente esa función. En determinados aspectos fundamentales, la civilización superestructural de la Antigüedad fue superior a la del feudalismo durante un milenio, esto es, hasta la época que habría de llamarse conscientemente a sí misma su Renacimiento, para poner de manifiesto la regresión intermedia. La condición de su poder diferido, a través de los siglos caóticos y primitivos de la Edad Oscura, fue la duración de la Iglesia. Ninguna otra transición dinámica de un modo de producción a otro revela la misma difusión en el desarrollo superestructural; ninguna otra contiene tampoco una institución de tanta envergadura.
      La Iglesia fue, pues, el puente indispensable entre dos épocas en una transición «catastrófica» y no «acumulativa» entre dos modos de producción (cuya estructura divergió necesariamente in toto de la transición entre el feudalismo y el capitalismo). Significativamente la Iglesia fue el mentor oficial del primer intento sistemático para «renovar» el Imperio en Occidente, la monarquía carolingia. Con el Estado carolingio comienza la historia del feudalismo propiamente dicho, porque este enorme esfuerzo ideológico y administrativo para «recrear» el sistema imperial del viejo mundo, gracias a una típica inversión, contení a y encubría la involuntaria colocación de los cimientos del nuevo. En la era carolingia fue cuando se dieron los pasos decisivos para la formación del feudalismo.
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    La imponente expansión de la nueva dinastía franca dio, sin embargo, pocas señales inmediatas de su legado final a Europa. Su tema claramente dominante fue la unificación política y militar de Occidente. La victoria de Carlos Martel en Poitiers frente a los árabes en el año 753 detuvo el avance del Islam, que acababa de absorber al Estado visigodo en España. Después, en treinta veloces años, Carlomagno anexionó la Italia lombarda, conquistó Sajonia y Frisia e incorporó Cataluña. Así se convirtió en el único soberano del continente cristiano fuera de las fronteras de Bizancio, con la excepción del inaccesible litoral asturiano. En el año 800, Carlomagno asumió el título de emperador de Occidente, inexistente desde hacía mucho tiempo. La expansión carolingia no fue un mero engrandecimiento territorial. Sus pretensiones imperiales respondían a una verdadera revitalización administrativa y cultural dentro de las fronteras del Occidente continental. El sistema monetario se reformé y estandardizó y se volvió a recuperar el control central sobre la acuñación de monedas. En estrecha coordinación con la Iglesia, la monarquía carolingia patrocinó una renovación de la literatura, la filosofía y la educación. Se enviaron misiones religiosas a las tierras paganas situadas fuera del Imperio. La extensa y nueva zona fronteriza de Alemania, ampliada por el sometimiento de las tribus sajonas, fue cuidadosamente atendida por vez primera y sistemáticamente convertida al cristianismo, programa facilitado por el desplazamiento de la corte carolingia hacia el este, a Aquisgrán, situada a mitad de camino entre el Loira y el Elba. Además, se tejió una red administrativa, muy elaborada y centralizada, sobre todas las tierras que se extienden desde Cataluña a Schleswig y desde Normandía a Estiria. Su unidad básica fue el condado, derivado de la antigua civitatis romana. Los nobles de confianza eran nombrados condes con poderes militares y judiciales para gobernar esas regiones en una clara y firme delegación de la autoridad pública, revocable por el emperador. Quizá hubo en todo el Imperio entre 250 y 350 de estos dignatarios, a quienes no se pagaba un salario, sino que recibían una parte proporcional en las rentas locales de la monarquía y concesiones territoriales en el condado [20]. Las carreras condales no estaban limitadas a un solo distrito: un noble competente podía ser transferido sucesivamente a distintas regiones, aunque en la práctica no eran frecuentes las revocaciones ni los traslados de condado. Los lazos intermatrimoniales y las emigraciones de las familias terratenientes desde las diversas regiones del Imperio crearon cierta base social para una aristocracia «supraétnica», imbuida de ideología imperial [21] Al mismo tiempo, a este sistema regional de condados se superpuso un grupo central más reducido de magnates clericales y seculares, procedentes en su mayoría de Lorena y Alsacia y que a menudo estaban más cerca del séquito personal del propio emperador. De este grupo salían los missi dominici, reserva móvil de agentes imperiales directos, enviados en calidad de plenipotenciarios para enfrentarse a los problemas especialmente duros y difíciles de las provincias remotas. Los missi se convirtieron en una institución regular del gobierno de Carlomagno a partir del año 802; enviados normalmente en parejas, progresivamente se reclutaron de entre los obispos y abades, para aislarlos de las presiones locales que pudieran ejercerse sobre sus misiones. Ellos eran quienes aseguraban en principio la efectiva integración de la extensa red condal. Cada vez se utilizaron más los documentos escritos, en un esfuerzo por mejorar las tradiciones del analfabetismo sin adornos heredado de los merovingios[22] . Pero en la práctica había muchas rupturas y demoras en esta maquinaria, cuyo funcionamiento siempre fue extremadamente lento y molesto, a falta de una sería burocracia palatina que proporcionara la integración impersonal del sistema. Con todo, y dadas las condiciones de la época, el alcance y la magnitud de los ideales administrativos carolingios constituyeron un logro formidable.
Pero las verdaderas y prometedoras innovaciones de la época estaban en otra parte, esto es, en la gradual aparición de las instituciones fundamentales del feudalismo por debajo del aparato del gobierno imperial. La Galia merovingia ya había conocido el juramento de fidelidad personal al monarca reinante y 1a concesión de tierras reales a los servidores nobles. Pero estos dos hechos nunca se combinaron en un solo e importante sistema. Los soberanos merovingios distribuyeron normalmente las tierras directamente a sus seguidores leales, tomando el término eclesiástico beneficium para designar estas concesiones. Más tarde, muchas de las tierras distribuidas de esta for
ma fueron confiscadas a la Iglesia por el linaje de los Arnulfos con objeto de reunir nuevos soldados para sus ejércitos[23] , mientras la Iglesia era compensada por Pipino III con la introducción de los diezmos, que en adelante constituyeron la única aproximación a un impuesto general en el reino franco. Pero fue la época de Carlomagno la que anunció el comienzo de la síntesis fundamental entre las donaciones de tierra y los vínculos del servicio. Durante el último período del siglo VIII, el «vasallaje (homenaje personal) y el «beneficio» (concesión de tierras) se fundieron lentamente, y en el transcurso del siglo IX el «beneficio» se asimiló progresivamente, a su vez, al «honor» (cargo y jurisdicción públicos)[24]  Las concesiones de tierra por los soberanos dejaron de ser simples regalos para convertirse en tenencias condicionadas, disfrutadas a cambio de servicios dados bajo juramento, y los cargos administrativos más bajos tendieron a aproximarse legalmente a ellas. Una clase social de vassi dominici, vasallos directos del emperador que recibían sus beneficios del propio Carlomagno, se desarrolló ahora en
el campo, formando una clase terrateniente local entremezclada con las autoridades condales del Imperio. Estos vassí reales fueron quienes constituyeron el núcleo del ejército carolingio, llamado año tras año para prestar sus servicios en las continuas campañas extranjeras de Carlomagno. Pero el sistema se extendió mucho más allá de la directa lealtad al emperador. Otros vasallos eran titulares de beneficios de príncipes que, a su vez, eran vasallos del supremo soberano. Al mismo tiempo, las «inmunidades» legales inicialmente específicas de la Iglesia —exenciones jurídicas de los perjudiciales códigos germánicos concedidas a principios de la Edad Oscura— comenzaron a extenderse a los guerreros seculares. A partir de entonces, los vasallos dotados de estas inmunidades estaban a salvo de las interferencias de los condes en sus propiedades. El resultado final de esta evolución convergente fue la aparición del «feudo», como concesión delegada de tierra investida con poderes jurídicos y políticos a cambio del servicio militar. Aproximadamente en la misma época, el desarrollo militar de una caballería fuertemente armada contribuyó a la consolidación del nuevo vínculo institucional, aunque no fue directamente responsable de su aparición. Tuvo que pasar un siglo para que el pleno sistema de feudos se moldeara y echara raíces en Occidente, pero su primer e inconfundible núcleo ya era visible bajo Carlomagno.

     
A la muerte de Carlomagno, las instituciones fundamentales del feudalismo ya estaban presentes bajo la bóveda de un Imperio seudorromano centralizado. De hecho, muy pronto se hizo evidente que la rápida expansión de beneficios, y su creciente condición hereditaria, tendía a socavar el pesado aparato Estado carolingio, cuyo ambicioso crecimiento nunca había correspondido a su verdadera capacidad de integración administrativa, debido al nivel extremadamente bajo de las fuerzas productivas en los siglos VIII y IX. La unidad interna del Imperio se hundió muy pronto entre las guerras civiles dinásticas y la creciente regionalización de las clases de los magnates que antes lo habían mantenido unido. A esto siguió una precaria división tripartita de Occidente. Los salvajes e inesperados ataques exteriores, procedentes de todos los puntos cardinales, por mar y tierra, realizados por los invasores vikingos, sarracenos y magiares, pulverizaron entonces todo el sistema para- imperial de gobierno condal que todavía quedaba en pie. No había ningún ejército o armada permanente que pudiera resistir esos asaltos; la caballería franca era lenta y torpe de movimientos; la flor y nata ideológica de la aristocracia carolingia había perecido en las guerras civiles. La estructura política centralizada, que Carlomagno había legado, se derrumbó. En el año 850, prácticamente todos los beneficios eran hereditarios en todas partes; en el 870 ya se habían desvanecido los últimas missi dominici; en la década de 880, los vassi domínici habían derivado en potentados locales; en la de 890 los condes se habían convertido realmente en señores regionales hereditarios[29]  En las últimas décadas del siglo IX, a medida que las bandas vikingas y magiares asolaban las tierras de Europa occidental, fue cuando comenzó a utilizarse por vez primera el término feudum, la verdadera palabra medieval para designar el «feudo». También fue entonces cuando especialmente el campo de Francia se vio surcado de castillos y fortificaciones privados, erigidos por señores rurales sin ninguna autorización imperial, con objeto de resistir los nuevos ataques bárbaros y afincar su poderío local. Para la población rural este nuevo paisaje lleno de castillos era tanto una protección como una prisión. El campesinado, que ya había caído en una creciente sujeción durante los últimos años del gobierno de Carlomagno, deflacionistas y desgarrados por la guerra, fue ahora definitivamente arrojado a una condición de servidumbre generalizada. El afincamiento de los condes y terratenientes locales en las provincias por medio del naciente sistema de feudos y la consolidación de sus dominios y de su señorío sobre el campesinado serian los cimientos del feudalismo que lentamente se solidificó por toda Europa en los dos siglos siguientes.
    Mientras tanto, las continuas guerras del reinado tendieron a degradar progresivamente la situación de la mayoría de la población rural. Las condiciones del campesinado libre y guerrero de la sociedad germánica tradicional habían sido los desplazamientos en el cultivo de tierras y un tipo de guerra local y estacional. Cuando los asentamientos agrícolas se estabilizaron y las campañas militares se hicieron más amplias y prolongadas, la base material de la unidad social entre la guerra y el cultivo se quebré inevitablemente. La guerra se convirtió en la lejana prerrogativa de una nobleza montada, mientras que un campesinado sedentario trabajaba en casa para mantener un ritmo permanente de cultivo, desarmado y cargado con la provisión de suministros para los ejércitos reales[25] El resultado fue un deterioro general en la posición de la masa de población agraria y, así, también fue en este período cuando tomó forma la característica unidad feudal de producción, cultivada por un campesinado dependiente. En la práctica, el Imperio carolingio fue una zona territorial cerrada, con un comercio exterior insignificante, a pesar de sus fronteras de los mares Mediterráneo y del Norte, y con escasa circulación monetaria. Su respuesta económica al aislamiento fue el desarrollo de un sistema señorial. La villa del reinado de Carlomagno ya anticipaba la estructura del señorío de comienzos de la Edad Media, esto es, una gran finca autárquica compuesta por las tierras del señor y una multitud de pequeñas parcelas de los campesinos. La extensión de estos dominios nobiliarios o clericales era con frecuencia muy considerable, de 800 a 1.600 hectáreas. Debido a los primitivos métodos de cultivo, el rendimiento agrario era muy bajo e incluso la proporción 1: 1 no era en absoluto desconocida[26] . La específica reserva señorial, el mansus indominicatus, podía abarcar quizá hasta un cuarto de toda la extensión; el resto era cultivado normalmente por los servi o mancipia asentados en pequeños «mansos”. Estos siervos constituían la gran masa de la mano de obra rural dependiente y, aunque su denominación legal era todavía la de la palabra romana equivalente a «esclavo», su condición estaba realmente más cerca de la del futuro «siervo» medieval, cambio que quedó registrado por un desplazamiento semántico en el uso del término servus en el siglo VIII. El ergastullum ya había desaparecido. Los mancipia carolingios eran generalmente familias campesinas adscritas a la tierra y obligadas a entregas en especie y a la prestación de trabajo personal a sus señores; exacciones que, de hecho, eran probablemente superiores a las de los antiguos colonos galorromanos. Las grandes fincas carolingias podían contener también campesinos arrendatarios libres (en los mansos ingenuiles), obligados a entregas y prestaciones pero sin una dependencia servil; pero éstos eran mucho menos comunes [27] Lo más frecuente era que los mancipia fuesen complementados, para el trabajo en las tierras del señor, con trabajadores asalariados y con verdaderos esclavos, que en modo alguno habían desaparecido todavía. Dada la ambigua terminología de la época, es imposible fijar con alguna exactitud el volumen de la verdadera mano de obra esclava en la Europa carolingia, pero se ha calculado entre un 10 y un 20 por ciento de la población rural[28] . El sistema de villae no significa, naturalmente, que la propiedad de la tierra se hubiera hecho exclusivamente aristocrática. Entre las grandes extensiones de los dominios señoriales todavía subsistían pequeñas parcelas alodiales, poseídas y cultivadas por campesinos libres (pagenses o mediocres). Su cantidad relativa todavía no ha sido determinada, aunque está claro que en los primeros años de Carlomagno una parte apreciable de la población campesina se situaba por encima de la condición de servidumbre- Pero, a partir de entonces, las relaciones rurales básicas de producción de una nueva era se implantaron de forma progresiva.
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[1] En su principal exposición del método histórico, Marx hablaba de los resultados de las conquistas germánicas como un proceso de “interacción”. (Wechselwirkung) y “fusión”. (Verschmelzung), el cual generó un nuevo “modo de producción”. (Produktionweise), que fue una “síntesis”. (Synthese) de sus dos predecesores: Grundrisse der Kritik der potitischen Ókonomie (Einleitung), Berlín, 1953, p. 18. [Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (Borrador), Madrid, Siglo XXI, 1972.]

[2] Para el debate del Renacimiento, véase D. R. Kelley, «De origine feudorum: The beginnings of a historical problem., Speculum, xxxix, abril de 1964, núm. 2, pp. 207-28; las afirmaciones de Montesquieu están en De l’esprit des lois, libros XXX y XXXI.
[3] Alfons Dopsch, Wirtschaffliche und soziale Grundiagen der curopiischen Kulturentwicklung aus der Zeit von Caesar bis auf Karl den Grossen, Viena, 1920-1923, vol. i, p. 413.

[4] Ferdinand Lot, La fin da monde antique cf le début da Moyen Age, París, 1952 (reedición), pp. 462, 469 y 463. Lot acabó su libro a finales de 1921.

[5] Para Freeman, «la conquista normanda supuso el derrocamiento temporal de nuestra entidad nacional. Pero fue sólo un derrocamiento temporal. Para un observador superficial puede parecer que el pueblo inglés fue borrado momentáneamente de la lista de las naciones, o que solamente existió como cautivo de señores extranjeros en su propia tierra. Pero en unas pocas generaciones llevamos al cautiverio a nuestros conquistadores. Inglaterra volvió a ser Inglaterra una vez más.. Edward A. Freeman, The history of the Norman conquest of England, its causes and results, Oxford, 1867, vol. I, p. 2. El panegírico del legado anglosajón de Freeman fue atacado por Round en su exaltación no menos vehemente le la llegada normanda. En el año 1066, «el larguísimo cáncer de la paz había dado sus frutos. La tierra estaba madura para el invasor, y un Salvador de la Sociedad estaba cerca.; la conquista normanda llevó por fin a Inglaterra «algo mejor que los áridos apuntes de nuestra desierta crónica nativa., J.H. Round, Feudal England, Londres, 1964 (reedición), páginas 304,5, 247.
[6] Véase la larga discusión en Srednie Veka, fasc. 31, 196B, del informe realizado por A. D. Liublinskaia, «Tipologiia Rannevo Feodalizma y Za padnoi Europe i Problema Roxnano-Germnanskovo Sinteza., pp. 17-44. Los participantes fueron: O. L, Vainshtein, M. Ya. Siuziumov, Ya. L. Bessmertny, A. P. Kazhdan, M. D. Lordkipanidze, E.V. Gutnova, 5. M. Stam, M. L. Abramson, T.I. Desnitskaia, M. M. Friedenberg y y. T. Sirotenko. Obsérvese en particular el tono de las intervenciones de Vainstein y Siuziumov, defensores respectivamente de las contribuciones bárbara e imperial al feudalismo; el segundo —un historiador de Bizancio— pone una inconfundible nota nacional antigermana. En general, los bizantinistas soviéticos parecen profesionalmente inclinados a privilegiar el peso de la Antigüedad en la síntesis feudal. La respuesta de Liublinskaia a la discusión es serena y está llena de sensibilidad.
[7] Compárese Dopsch, Wirtschaftliche und soziale Grundiagen, Ix, páginas 225-7, que sitúa a los leudes como directos antecesores de los medias fueron los bucellarii o lugartenientes galorromanos, y los antrustiones (guardia palatina) o leudes (séquito militar) francos. Para estos últimos, véase Carl Stephenson, Mediaeval institutions, Ithaca, 1954, páginas 225-7, que sitúa a los leudes como los directos antecesores de los vassi carolingios.

[8]  Dopsch, Wirtschaft!iche und soziale Grundlagen, II, pp. 332-6.
[9] Dopsch, ibid., m, pp. 332-9. La etimología de los términos clave del feudalismo europeo arroja quizá una pequeña luz sobre sus variados orígenes. “Fief” [feudo] se deriva del germano antiguo vieh, que significa rebaños. «Vassal» [Vasallo] procede del celta kwas, que originalmente significaba esclavo. Por otra parte, .village» [aldea] se deriva de la villa romana; «serf” [siervo], de servus, y «manor» de mansus.
[10] Hintze subraya esta filiación en su ensayo «Weltgeschichtliche Bedingungen der Reprasentativeverfassung., en Otto Hintze, Gesamnelte Abhandiungen, vol., I, Leipzig, 1941, pp. 134-5.

[11] Procedente de una minoría étnica postribal, triunfante en la Antigüedad tardía, dominante en el feudalismo, decadente y renaciente bajo el capitalismo, la Iglesia romana ha sobrevivido a cualquier otra institución —cultural, política, jurídica o lingüística— históricamente coetánea suya. Engels reflexionó brevemente sobre su larga odisea en Ludwig Feuerbach and the end of tlze German classical philosophy (Marx-Engels, .Selected works, Londres, 1968, pp. 628-51) [Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, en Marx-Engels, Obras escogidas, vol. Ir, Madrid, Akal, 1975. pp. 377426], pero se limitó a registrar la dependencia de sus transformaciones con respecto a las experimentadas por la historia general de los modos de producción. Su específica autonomía y adaptabilidad regional —extraordinaria desde cualquier perspectiva que se adopte— todavía tienen que ser seriamente exploradas. Lukács creía que
radicaba en una relativa permanencia de la relación del hombre con la naturaleza, sustrato invisible del cosmos religioso, pero nunca se aventuró más allá de algunas notas marginales sobre la cuestión. Véase O. Lukács, History and class consciousness, Londres, 1971, pp. 235-6 [Historia y conciencia de clase, Barcelona, Grijalbo, 1976].
[12] Jones, The later Roman Empire, vol. II, pp. 9334, 1046.

[13] Naturalmente, la ruptura no fue exclusiva de la nueva religión, sino que también se extendió al paganismo tradicional. Brown evoca este hecho de forma característica: después de varias generaciones de actividad pública aparentemente satisfactoria, fue como si una corriente que pasara suavemente desde la experiencia interior del hombre al mundo exterior se hubiera interrumpido. El calor que procedía del entorno familiar […] La máscara clásica ya no encajaba en el amenazador e inescrutable centro del universo’, The world of late Antiquity, pp. 51-2. Pero, como Browns indica) la respuesta pagana más intensa a este hecho fue el neoplatonismo, última doctrina de reconciliación interior entre el hombre y la naturaleza y primera teoría de la belleza sensual redescubierta y apropiada en otra época por el Renacimiento.
[14] E. A. Thompson, A Roman reformer and inventor, Oxford, 1952, páginas 44-5.
[15] Engels observó con desdén que cel cristianismo no ha tenido absolutamente nada que ver en la extinción gradual de la esclavitud. Durante siglos coexistió con la esclavitud en el Imperio romano y más adelante jamás ha impedido el comercio de esclavos de los cristianos’, Marx Engels, Selected works, p. 570 [Obras escogidas, vol. u, p. 3171. Esta afirmación es algo perentoria, como puede apreciarse por el matizado análisis de Bloch sobre la actitud de la Iglesia ante la esclavitud en «Comment et pourquoi finit lesclavage antique?’ (especialmente pp. 37- 41). Pero las conclusiones sustanciales de Bloch no se alejan demasiado de las de Engels, a pesar de los necesarios matices que le añade. Para estudios más recientes y confirmativos sobre las primeras actitudes cris- lianas hacia la esclavitud, véase Westerrnann, The slave systems ol Greek and Roman Antiquity, pp. 149-162; A. Hadjinicolaou-Marava, Recherches sur la vie des esclaves dans le monde byzantin, Atenas, 1950, pp. 13-8.
[16] Por ejemplo, véase Thompson, The Goths in Spain, pp. 305-8.
[17] D. J. Chitty, The desert a city, Oxford, 1966, pp. 20-1, 27. Es una Lástima que lo que posiblemente sea el único estudio reciente y completo el primer monaquismo tenga un carácter tan unilateralmente devocioa1. Los comentarios de Iones sobre los resultados mixtos del monaquis. rio en la Antigüedad tardía son agudos y pertinentes; The later Roma, Empire, u, pp. 930-3.

[18] Este es el principal defecto del ensayo de Lynn White, «What acceerated technological progress in the Western Middle Ages?, en A. Crombie (comp.), Scientiffic change, Londres, 1963, pp. 272-91, exploración audaz de las consecuencias del monaquismo que, en cierto modo, es superior a su Mediaeval technology   and  social change, porque aquí no se fetichiza a la técnica como primera causa histórica, sino que por lo me- os se la liga a las instituciones sociales. La afirmación de White sobre a importancia de las desanimízación ideológica de la naturaleza por el ristianismo como una condición previa de su posterior transformación tecnológica parece seductora, pero olvida el hecho de que el Islam fue responsable poco después de una Entzauberung der WeIt mucho más completa, sin que ello produjera un impacto notable sobre la tecnología muulmana. La importancia del monaquismo como disolvente premonitor del sistema clásico de trabajo no debe exagerase
[19] Brown, Tire world of late Antiquity, p. 130. En ciertos aspectos, esta obra es la más brillante meditación sobre el fin de la época clásica producida en muchos años. Uno de sus tenas centrales es la creatividad vital de la adulterada transmisión, a órdenes más bajos y a épocas posteriores, de la cultura clásica por el cristianismo, que produjo el arte típico de la Antigüedad tardía. La degradación social e intelectual fue la prueba saludable que lo salvó. La semejanza de esta concepción —expresada por Brown con mucha más fuerza que por cualquier otro escritor— con la típica noción de Gramsci de la relación entre el Renacimiento y la Reforma es digna de atención. Gramsci opinaba que el esplendor cultural del Renacimiento —refinamiento de una élite aristocrática— tuvo que hacerse tosco y sombrío en el oscurantismo de la Reforma para así pasar a las masas y reaparecer en último término sobre unos fundamentos más amplios y más libres, II materialismo storico, Turin, 1966. p. 85 [El materialismo histórico, Buenos Aires, Nueva Visión, 1971].
[20] F.L. Ganshof, The Carolingians and Frankish Monarchy, Londres, 1971, p.91
[21] H. Fichtenau, The Carolingian Empire, Oxford, 1957, pp. 110-3
[22] F.L. Ganshof, The Carolingians and Frankish Monarchy, Londres, 1971, p 125-35
[23] D. Bullough, The age ot Charlemagne, Londres, 1965, pp. 35-6.
[24] L. Halphen, Charlemagne et l’Ernpire carolingien. París, 1949, páI9R-206 456-93: Boutruche, Seigneurie et féodalité, i, pp. 150-9.

[25] Véanse las penetrantes observaciones de Duby: Guerriers et paysans, p. 55.
[26] Broussar, The civilization of Chartemagne, Londres. 1*8, pp. 57- 60; Duby, Guerriers el paysans, p. 38,
[27] R.-H. Bautier, The economic development of mediaeval Europe, Londres, 1971, pp. 44-5.
[28] Boutniche, Seigneurie et féodalié, s, pp. 130-1; véase también el análisis de Duby, Guerriers et paysans, pp. 100-3. Hay un buen análisis del cambio general experimentado en la Francia carolingia entre la esclavitud y la servidumbre como estatus legal ea C. Verlinden, L‘esclavage dans I’Europe médiávale, i, pp. 73347
[29] Boussard, The civilization of Charlemagne, pp. 227-9; L. Musset, Les invasions. Les second assaut contre l‘Europe chretienne, ParIs, 1965, páginas 158-65 [Las invasiones. El segundo asalto contra la Europa cristiana, Barcelona, Labor, 1968).

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