3. HACIA LA
SINTESIS
La síntesis histórica que finalmente tuvo lugar fue, por
supuesto, el feudalismo. El término exacto —Synthese—
es de Marx, junto con otros historiadores de su tiempo.[1] La colisión catastrófica
de dos modos anteriores de producción —primitivo y antiguo— en disolución
produjo finalmente el orden feudal que se extendió por toda la Europa medieval. Que el
feudalismo occidental fue el resultado específico de una fusión de los legados
romano y germánico era ya evidente para los pensadores del Renacimiento, cuando
por primera vez se puso a debate su génesis[2] La controversia moderna sobre esta cuestión
se remonta esencialmente a Montesquieu, que en la Ilustración afirmó que
los orígenes del feudalismo eran germánicos. Desde entonces, el problema de las
«proporciones» exactas de la mezcla de elementos romano-germánicos que
finalmente generó el feudalismo ha suscitado las pasiones de los sucesivos
historiadores nacionalistas, e incluso el mismo timbre del final de la Antigüedad se ha
alterado frecuentemente de acuerdo con el patriotismo del cronista. Para
Dopsch, que escribía en Austria después de la primera guerra mundial, el
colapso del Imperio romano fue la mera culminación de siglos de absorción
pacífica por los pueblos germánicos y fue
vivido por los habitantes de Occidente como una tranquila liberación. «El mundo
romano fue conquistado gradualmente desde dentro por los germanos,
que habían penetrado en él pacíficamente durante siglos y habían asimilado su cultura e incluso asumido
frecuentemente su administración, de tal forma que la remoción de su dominio
político fue simplemente la consecuencia final de un largo proceso de cambio,
como la rectificación de la nomenclatura de una empresa cuyo viejo nombre ha
dejado de corresponder desde hace tiempo a los verdaderos directores de la
firma
[. .. ] Los germanos no fueron enemigos que destrozaron o
aniquilaron la cultura romana, sino que, por el contrario, la conservaron y
desarrollaron”[3]
. Para Lot, que escribía en Francia aproximadamente en la misma época, el fin
de la Antigüedad
fue un desastre inimaginable, el holocausto de la civilización: el derecho
germánico fue responsable de la “perpetua, desbocada y frenética violencia” y
de la “inseguridad en la propiedad” de la época siguiente, cuya “espantosa
corrupción” la convirtió en un “periodo de la historia verdaderamente
desventurado”[4].
En Inglaterra, donde no hubo confrontación, sino una simple
cesura, entre los órdenes romano y germánico, la controversia se desplazó hacia
la inversa invasión de la conquista normanda, y Freeman y Round
polemizaron sucesivamente sobre los méritos relativos de las contribuciones
«anglosajona» o «latina» al feudalismo local[5] . Los rescoldos
de estas disputas todavía están candentes hoy y los historiadores soviéticos
tuvieron duros intercambios sobre ellos en una reciente conferencia celebrada
en Rusia[6] . Naturalmente, la mezcla exacta de los antiguos elementos
romanos o germánicos en el modo de producción feudal puro como tal tiene, en
realidad, mucha menos importancia que su respectiva distribución en las
diversas formaciones sociales que aparecieron en la Europa medieval. En otras
palabras, lo que se necesita, como veremos más adelante, no es tanto una simple
genealogía como una tipología del feudalismo europeo.
El origen primigenio de las instituciones específicamente feudales parece a menudo inextricable, dada la ambigüedad de las fuentes y el paralelismo de la evolución de los dos sistemas sociales antecedentes. Así, el vasallaje puede haber tenido sus raíces fundamentales tanto en el comitatus germano como en la clientela galorromana: dos formas de séquito aristocrático que existieron en ambos lados del Rin mucho antes del fin del Imperio y contribuyeron indudablemente a la aparición definitiva del sistema vasallático[7] . El beneficio, con el que finalmente se fundió para formar el feudo, puede remontarse igualmente a las prácticas eclesiásticas romano-tardías y a los repartos tribales de tierra de los germanos[8] . El señorío, por su parte, procede ciertamente del fundus o villa galorromana, que no tiene ningún equivalente bárbaro porque son grandes fincas autosuficientes, cultivadas por campesinos dependientes o coloni que entregan a su señor terrateniente productos en especie, en lo que es un obvio presagio de una economía señorial[9] . Por el contrario, los enclaves comunales de la aldea medieval fueron básicamente una herencia germánica, vestigio de los primeros sistemas rurales forestales después de la evolución general del campesinado bárbaro desde las tenencias alodiales a las dependientes. La servidumbre desciende probablemente del estatuto clásico del colonus y de la lenta degradación de los campesinos germanos libres por la «encomendación» casi coercitiva a los guerreros de los clanes. El sistema legal y constitucional que se desarrolló durante
Tras
el colapso y la confusión de la
Edad Oscura , el complejo infra y supraestructural que habría
de constituir la estructura general de una totalidad feudal en Europa tenía,
pues, un doble origen. Una sola institución, sin embargo, abarcó todo el
período de transición de la
Antigüedad a la
Edad Media en una esencial continuidad: la Iglesia cristiana. La Iglesia fue, desde luego,
el principal y frágil acueducto a través del cual las reservas culturales del
mundo clásico pasaron al nuevo universo de la Europa feudal, cuya cultura se había hecho
clerical. La Iglesia ,
extraño objeto histórico par excellence,
cuya peculiar temporalidad nunca ha coincidido con la de una simple secuencia
de un sistema económico o político a otro, sino que se ha superpuesto y
sobrevivido a muchos en un ritmo propio, nunca ha recibido un tratamiento
teórico en el marco del materialismo histórico[11] . Aquí no podemos hacer
nada para remediar esta laguna. Pero son precisos algunos breves comentarios
sobre la importancia de su papel en la transición de la Antigüedad al
feudalismo) ya que alternativamente se ha exagerado o descuidado en buena parte
de los estudios históricos de esta época. En la Antigüedad tardía, la Iglesia cristiana
contribuyó indudablemente —como ya hemos visto— al debilitamiento de la
capacidad de resistencia del sistema imperial romano. Y lo hizo, no por sus
doctrinas desmoralizantes o por sus valores extramundanos, como creían los
historiadores de la
Ilustración , sino por su enorme volumen mundano. En efecto,
el vasto aparato clerical que engendró en el Imperio tardío fue una de las
principales razones del excesivo peso parasitario que agotó a la economía y la
sociedad romanas, porque de esta forma una
segunda y superpuesta burocracia se sumó a la ya opresiva carga del Estado
secular. En el siglo VI, los obispos y el clero de lo que quedaba del Imperio
eran mucho más numerosos que los funcionarios y agentes administrativos del
Estado, y recibían sueldos considerablemente más altos[12] La carga intolerable de este pesadísimo
edificio fue un determinante fundamental del colapso del Imperio. La límpida
tesis de Gibbon de que el cristianismo fue una de las dos causas fundamentales de
la caída del Imperio romano —resumen expresivo del idealismo
de la Ilustración —
permite así una actual reformulación materialista.
Con todo, esa misma Iglesia fue también el
ámbito movedizo de los primeros síntomas de la liberación de la técnica y la
cultura de los límites de un mundo construido sobre la esclavitud. Las
extraordinarias realizaciones de la civilización grecorromana fueron propiedad
de un pequeño estrato dirigente, enteramente divorciado de la producción. El
trabajo manual estaba identificado con la servidumbre y, eo ipso, era degradante. Económicamente, el modo de producción
esclavista condujo a una parálisis técnica: en su marco no existía ningún
impulso para introducir mejoras que ahorraran trabajo. Como ya hemos visto, la
tecnología alejandrina persistió en conjunto durante todo el Imperio romano: se
produjeron pocos inventos importantes y ninguno de ellos fue ampliamente
aplicado. Por otra parte, la esclavitud hacía culturalmente posible la elusiva
armonía entre el hombre y el universo natural que caracterizó al arte y la
filosofía de la mayor parte de la
Antigüedad clásica: la exención no cuestionada del trabajo
fue una de las condiciones que posibilitaron su serena ausencia de tensión con
la naturaleza. El trabajo de transformación material e incluso su supervisión
fue un ámbito sustancialmente excluido de su esfera. Con todo, la grandeza del
legado intelectual y cultural del Imperio romano no sólo se acompañó de un
inmovilismo técnico, sino que, por sus mismas condiciones, estuvo limitada al
estrato más reducido de las clases dirigentes de la metrópoli y las provincias.
El índice más elocuente de su limitación vertical fue el hecho de que la gran
masa de la población residente en el Imperio pagano no sabía latín. La lengua
del gobierno y de las misivas era el monopolio de una pequeña élite. La
ascensión de la Iglesia
cristiana supuso por vez primera una subversión y transformación de este
modelo, porque el cristianismo rompió la unión entre el hombre y la naturaleza,
el espíritu y el mundo de la carne, dando la vuelta potencialmente a las
relaciones entre ambas en dos direcciones opuestas y atormentadas: el ascetismo
y el activismo [13]
De forma inmediata, la victoria de la Iglesia en el Imperio tardío no hizo nada para
cambiar las actitudes tradicionales hacia la tecnología o la esclavitud.
Ambrosio de Milán expresó la nueva opinión oficial cuando condenó como impías
incluso las ciencias puramente teóricas de la astronomía y la geometría: «No
conocemos los secretos del emperador y, sin embargo, pretendemos conocer los de
Dios» [14], Igualmente, los Padres
de la Iglesia ,
desde Pablo hasta Jerónimo, aceptaron unánimemente la esclavitud, limitándose a
aconsejar a los esclavos que fueran obedientes con sus amos y a éstos que
fueran justos con sus esclavos. Después de todo, la verdadera libertad no podía
encontrarse en este mundo[15] . En la práctica, la Iglesia de estos siglos
fue con frecuencia una gran propietaria institucional de esclavos, y sus
obispos pudieron ejercer en ocasiones sus derechos legales sobre su propiedad
fugitiva con algo más que un ordinario celo punitivo [16].
Sin embargo, en los márgenes del específico
aparato eclesiástico, el desarrollo del monaquismo apuntaba en una diferente y
posible dirección. El campesinado egipcio poseía una tradición de retirada a
ermitas solitarias y desiertas, o anachoresis,
como forma de protesta contra la recaudación de impuestos y otros males
sociales. A finales del siglo III d. C., Antonio transformó esa tradición en su
anacoretismo ascético y religioso. A principios del siglo IV, Pacomio la
desarrolló hacia un cenobitismo comunal en las zonas cultivadas a orillas del
Nilo, donde se impuso el trabajo agrícola y el estudio tanto como la oración y
el ayuno[17]
. Finalmente, en la década del 370, Basilio ligó por vez primera el ascetismo,
el trabajo manual y la instrucción intelectual en una regla monástica
coherente. Sin embargo, y aunque esta evolución pueda considerarse
retrospectivamente como uno de los primeros signos de un lento y profundo cambio
de las actitudes sociales hacia el trabajo, la expansión del monaquismo en el
tardío Imperio romano probablemente se limitó a agravar el parasitismo
económico de la Iglesia
al alejar de la producción a un mayor volumen de mano de obra. Posteriormente
tampoco desempeñó un papel especialmente tónico en la economía bizantina, donde
el monaquismo oriental se hizo muy pronto, en el mejor de los casos, meramente
contemplativo y, en el peor, ocioso y oscurantista. Por otra parte,
trasplantado a Occidente y reformulado por Benito de Nursia durante las
sombrías profundidades del siglo VI, los principios monásticos se mostraron
desde la tardía Edad Oscura organizativamente eficaces e ideológicamente
influyentes, porque en las órdenes monásticas de Occidente, el trabajo
intelectual y el manual quedaron provisionalmente unidos al servicio de Dios.
Las faenas agrícolas adquirieron Ja dignidad de la adoración divina y fueron
realizadas por monjes instruidos: laborare
est orare. Con ello caía indudablemente una de las barreras culturales para
el descubrimiento y el progreso tecnológico. Sería un error atribuir este
cambio a algún poder autosuficiente en el seno de la Iglesia [18]: el diferente rumbo de
los acontecimientos en el este y el oeste debía ser por sí solo suficiente para
poner de manifiesto que fue el complejo total de relaciones sociales —y no la
específica institución religiosa— lo que en última instancia asignó las
funciones económicas y culturales del monaquismo. Su carrera productiva sólo
pudo comenzar cuando la desintegración de la esclavitud clásica hubo liberado
los elementos de una dinámica diferente que habría de culminar con la formación
del feudalismo. Más que el rigorismo, lo sorprendente es la ductilidad de la Iglesia en esta difícil
transición.
Al mismo tiempo, sin embargo, la Iglesia fue sin duda
alguna directamente responsable de otra enorme y silenciosa transformación en
los últimos siglos del Imperio. La misma vulgarización y corrupción de la
cultura clásica, que Gibbon habría de denunciar, fue en realidad parte de un
gigantesco proceso de asimilación y adaptación a una población más amplia, que
habría de arruinarla y, simultáneamente, rescatarla en medio del colapso de su
tradicional infraestructura. La más sorprendente manifestación de esta transmisión
fue, una vez más, el idioma. Hasta el siglo III, los campesinos de la Galia o Hispania habían
hablado sus propias lenguas celtas, impermeables a la cultura de la clase
dirigente clásica: en esta época, una conquista germánica de esas provincias
habría tenido consecuencias incalculables para la posterior historia de Europa.
Sin embargo, con la cristianización del Imperio, los obispos y el clero de las
provincias occidentales, al emprender la conversión de las masas de población
rural, latinizaron para siempre su lengua en el transcurso de los siglos IV y V[19]. Las lenguas romances fueron el resultado
final de esta popularización, uno de los esenciales vínculos sociales de
continuidad entre la
Antigüedad y la Edad Media. Para hacer evidentes las consecuencias
de una conquista germánica de estas provincias occidentales sin una previa
latinización, sólo hay que considerar la trascendental importancia de esta
hazaña.
Esta realización fundamental de la
primera Iglesia indica su verdadero lugar y función en la transición hacia el
feudalismo. Su eficacia autónoma no hay que encontrarla en el ámbito de las
relaciones económicas o de las estructuras sociales -
donde a veces se ha buscado equivocadamente -, sino en toda la limitación y la
inmensidad de la esfera cultural situada por encima de aquéllas. La
civilización de la
Antigüedad clásica se definía por el desarrollo de unas
superestructuras de una sofisticación y complejidad sin igual, situadas sobre
unas infraestructuras materiales de una tosquedad y simplicidad relativamente
invariantes: en el mundo grecorromano siempre existió una dramática
desproporción entre la bóveda del- cielo intelectual y político y la estrechez
del suelo económico. Cuando llegó su colapso final, nada era menos obvio que el
hecho de que su legado superestructural —ahora inmensamente distante de las
inmediatas realidades sociales— habría de sobrevivirle, por muy suavizada que
fuera su forma. Para ello era necesaria una vasija específica, suficientemente
alejada de las instituciones clásicas de la Antigüedad y, sin
embargo, moldeada en su seno y, por tanto, capaz de librarse de la hecatombe
general para transmitir los misteriosos mensajes del pasado a un futuro menos
avanzado. La Iglesia
cumplió objetivamente esa función. En determinados aspectos fundamentales, la
civilización superestructural de la Antigüedad fue superior a la del feudalismo
durante un milenio, esto es, hasta la época que habría de llamarse
conscientemente a sí misma su Renacimiento, para poner de manifiesto la regresión
intermedia. La condición de su poder diferido, a través de los siglos caóticos
y primitivos de la Edad
Oscura , fue la duración de la Iglesia. Ninguna
otra transición dinámica de un modo de producción a otro revela la misma
difusión en el desarrollo superestructural; ninguna otra contiene tampoco una
institución de tanta envergadura.
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La imponente expansión de la nueva dinastía
franca dio, sin embargo, pocas señales inmediatas de su
legado final a Europa. Su tema claramente dominante fue la unificación política y militar de Occidente. La
victoria de Carlos Martel en Poitiers frente a los árabes en el año 753 detuvo
el avance del Islam, que acababa de absorber al Estado visigodo en España. Después, en treinta veloces años, Carlomagno anexionó la Italia lombarda, conquistó
Sajonia y Frisia e incorporó Cataluña. Así se convirtió en el único soberano
del continente cristiano fuera de las fronteras de Bizancio, con la excepción
del inaccesible litoral asturiano. En el año 800, Carlomagno asumió el título
de emperador de Occidente, inexistente desde hacía mucho tiempo. La expansión
carolingia no fue un mero engrandecimiento territorial. Sus pretensiones
imperiales respondían a una verdadera revitalización administrativa y cultural
dentro de las fronteras del Occidente continental. El sistema monetario se
reformé y estandardizó y se volvió a recuperar el control central sobre la
acuñación de monedas. En estrecha coordinación con la Iglesia , la monarquía
carolingia patrocinó una renovación de la literatura, la filosofía y la
educación. Se enviaron misiones religiosas a las tierras paganas situadas fuera
del Imperio. La extensa y nueva zona fronteriza de Alemania, ampliada por el
sometimiento de las tribus sajonas, fue cuidadosamente atendida por vez primera
y sistemáticamente convertida al cristianismo, programa facilitado por el
desplazamiento de la corte carolingia hacia el este, a Aquisgrán, situada a
mitad de camino entre el Loira y el Elba. Además, se tejió una red administrativa,
muy elaborada y centralizada, sobre todas las tierras que se extienden desde
Cataluña a Schleswig y desde Normandía a Estiria. Su unidad básica fue el
condado, derivado de la antigua civitatis
romana. Los nobles de confianza eran nombrados condes con poderes militares y
judiciales para gobernar esas regiones en una clara y firme delegación de la
autoridad pública, revocable por el emperador. Quizá hubo en todo el Imperio
entre 250 y 350 de estos dignatarios, a quienes no se pagaba un salario, sino
que recibían una parte proporcional en las rentas locales de la monarquía y
concesiones territoriales en el condado [20]. Las carreras condales no estaban limitadas a un solo
distrito: un noble competente podía ser transferido sucesivamente a distintas
regiones, aunque en la práctica no eran frecuentes las revocaciones ni los
traslados de condado. Los lazos intermatrimoniales y las emigraciones de las
familias terratenientes desde las diversas regiones del Imperio crearon cierta
base social para una aristocracia «supraétnica», imbuida de ideología imperial [21] Al mismo tiempo, a este
sistema regional de condados se superpuso un grupo central más reducido de
magnates clericales y seculares, procedentes en su mayoría de Lorena y Alsacia
y que a menudo estaban más cerca del séquito personal del propio emperador. De
este grupo salían los missi dominici,
reserva móvil de agentes imperiales directos, enviados en calidad de
plenipotenciarios para enfrentarse a los problemas especialmente duros y
difíciles de las provincias remotas. Los missi
se convirtieron en una institución regular del gobierno de Carlomagno a partir
del año 802; enviados normalmente en parejas, progresivamente se reclutaron de
entre los obispos y abades, para aislarlos de las presiones locales que
pudieran ejercerse sobre sus misiones. Ellos eran quienes aseguraban en
principio la efectiva integración de la extensa red condal. Cada vez se
utilizaron más los documentos escritos, en un esfuerzo por mejorar las
tradiciones del analfabetismo sin adornos heredado de los merovingios[22] . Pero en la práctica
había muchas rupturas y demoras en esta maquinaria, cuyo funcionamiento siempre
fue extremadamente lento y molesto, a falta de una sería burocracia palatina
que proporcionara la integración impersonal del sistema. Con todo, y dadas las
condiciones de la época, el alcance y la magnitud de los ideales
administrativos carolingios constituyeron un logro formidable.
Pero
las verdaderas y prometedoras innovaciones de la época estaban en otra parte,
esto es, en la gradual aparición de las instituciones fundamentales del
feudalismo por debajo del aparato del gobierno imperial. La Galia merovingia ya había
conocido el juramento de fidelidad personal al monarca reinante y 1a concesión
de tierras reales a los servidores nobles. Pero estos dos hechos nunca se
combinaron en un solo e importante sistema. Los soberanos merovingios
distribuyeron normalmente las tierras directamente a sus seguidores leales,
tomando el término eclesiástico beneficium
para designar estas concesiones. Más tarde, muchas de las tierras
distribuidas de esta for
ma
fueron confiscadas a la
Iglesia por el linaje de los Arnulfos con objeto de reunir
nuevos soldados para sus ejércitos[23] , mientras la Iglesia era compensada por
Pipino III con la introducción de los diezmos, que en adelante constituyeron la
única aproximación a un impuesto general en el reino franco. Pero fue la época
de Carlomagno la que anunció el comienzo de la síntesis fundamental entre las
donaciones de tierra y los vínculos del servicio. Durante el último período del
siglo VIII, el «vasallaje (homenaje personal) y el «beneficio» (concesión de
tierras) se fundieron lentamente, y en el transcurso del siglo IX el
«beneficio» se asimiló progresivamente, a su vez, al «honor» (cargo y
jurisdicción públicos)[24] Las concesiones de tierra por los soberanos
dejaron de ser simples regalos para convertirse en tenencias condicionadas,
disfrutadas a cambio de servicios dados bajo juramento, y los cargos
administrativos más bajos tendieron a aproximarse legalmente a ellas. Una clase
social de vassi dominici, vasallos
directos del emperador que recibían sus beneficios del propio Carlomagno, se
desarrolló ahora en
el
campo, formando una clase terrateniente local entremezclada con las autoridades
condales del Imperio. Estos vassí
reales fueron quienes constituyeron el núcleo del ejército carolingio, llamado
año tras año para prestar sus servicios en las continuas campañas extranjeras
de Carlomagno. Pero el sistema se extendió mucho más allá de la directa lealtad
al emperador. Otros vasallos eran titulares de beneficios de príncipes que, a
su vez, eran vasallos del supremo soberano. Al mismo tiempo, las «inmunidades» legales inicialmente específicas de la Iglesia —exenciones
jurídicas de los perjudiciales códigos germánicos concedidas a principios de la Edad Oscura —
comenzaron a extenderse a los guerreros seculares. A partir de entonces, los
vasallos dotados de estas inmunidades estaban a salvo de las interferencias de
los condes en sus propiedades. El resultado final de esta evolución convergente
fue la aparición del «feudo», como concesión delegada de tierra investida con
poderes jurídicos y políticos a cambio del servicio militar. Aproximadamente en
la misma época, el desarrollo militar de una caballería fuertemente armada
contribuyó a la consolidación del nuevo vínculo institucional, aunque no fue
directamente responsable de su aparición. Tuvo que pasar un siglo para que el
pleno sistema de feudos se moldeara y echara raíces en Occidente, pero su
primer e inconfundible núcleo ya era visible bajo Carlomagno.
A la muerte de Carlomagno, las instituciones fundamentales del feudalismo ya estaban presentes bajo la bóveda de un Imperio seudorromano centralizado. De hecho, muy pronto se hizo evidente que la rápida expansión de beneficios, y su creciente condición hereditaria, tendía a socavar el pesado aparato Estado carolingio, cuyo ambicioso crecimiento nunca había correspondido a su verdadera capacidad de integración administrativa, debido al nivel extremadamente bajo de las fuerzas productivas en los siglos VIII y IX. La unidad interna del Imperio se hundió muy pronto entre las guerras civiles dinásticas y la creciente regionalización de las clases de los magnates que antes lo habían mantenido unido. A esto siguió una precaria división tripartita de Occidente. Los salvajes e inesperados ataques exteriores, procedentes de todos los puntos cardinales, por mar y tierra, realizados por los invasores vikingos, sarracenos y magiares, pulverizaron entonces todo el sistema para- imperial de gobierno condal que todavía quedaba en pie. No había ningún ejército o armada permanente que pudiera resistir esos asaltos; la caballería franca era lenta y torpe de movimientos; la flor y nata ideológica de la aristocracia carolingia había perecido en las guerras civiles. La estructura política centralizada, que Carlomagno había legado, se derrumbó. En el año 850, prácticamente todos los beneficios eran hereditarios en todas partes; en el 870 ya se habían desvanecido los últimas missi dominici; en la década de 880, los vassi domínici habían derivado en potentados locales; en la de 890 los condes se habían convertido realmente en señores regionales hereditarios[29] En las últimas décadas del siglo IX, a medida que las bandas vikingas y magiares asolaban las tierras de Europa occidental, fue cuando comenzó a utilizarse por vez primera el término feudum, la verdadera palabra medieval para designar el «feudo». También fue entonces cuando especialmente el campo de Francia se vio surcado de castillos y fortificaciones privados, erigidos por señores rurales sin ninguna autorización imperial, con objeto de resistir los nuevos ataques bárbaros y afincar su poderío local. Para la población rural este nuevo paisaje lleno de castillos era tanto una protección como una prisión. El campesinado, que ya había caído en una creciente sujeción durante los últimos años del gobierno de Carlomagno, deflacionistas y desgarrados por la guerra, fue ahora definitivamente arrojado a una condición de servidumbre generalizada. El afincamiento de los condes y terratenientes locales en las provincias por medio del naciente sistema de feudos y la consolidación de sus dominios y de su señorío sobre el campesinado serian los cimientos del feudalismo que lentamente se solidificó por toda Europa en los dos siglos siguientes. Mientras tanto, las continuas guerras del reinado tendieron a degradar progresivamente la situación de la mayoría de la población rural. Las condiciones del campesinado libre y guerrero de la sociedad germánica tradicional habían sido los desplazamientos en el cultivo de tierras y un tipo de guerra local y estacional. Cuando los asentamientos agrícolas se estabilizaron y las campañas militares se hicieron más amplias y prolongadas, la base material de la unidad social entre la guerra y el cultivo se quebré inevitablemente. La guerra se convirtió en la lejana prerrogativa de una nobleza montada, mientras que un campesinado sedentario trabajaba en casa para mantener un ritmo permanente de cultivo, desarmado y cargado con la provisión de suministros para los ejércitos reales[25] El resultado fue un deterioro general en la posición de la masa de población agraria y, así, también fue en este período cuando tomó forma la característica unidad feudal de producción, cultivada por un campesinado dependiente. En la práctica, el Imperio carolingio fue una zona territorial cerrada, con un comercio exterior insignificante, a pesar de sus fronteras de los mares Mediterráneo y del Norte, y con escasa circulación monetaria. Su respuesta económica al aislamiento fue el desarrollo de un sistema señorial. La villa del reinado de Carlomagno ya anticipaba la estructura del señorío de comienzos de
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[1] En su principal exposición del método histórico, Marx
hablaba de los resultados de las conquistas germánicas como un proceso de “interacción”.
(Wechselwirkung) y “fusión”. (Verschmelzung), el cual generó un nuevo “modo de
producción”. (Produktionweise), que fue una “síntesis”. (Synthese) de sus dos
predecesores: Grundrisse der Kritik der
potitischen Ókonomie (Einleitung), Berlín, 1953, p. 18. [Elementos fundamentales para la crítica de
la economía política (Borrador), Madrid, Siglo XXI, 1972.]
[2] Para el debate del Renacimiento, véase D. R.
Kelley, «De origine feudorum: The beginnings
of a historical problem., Speculum, xxxix, abril de 1964, núm. 2, pp.
207-28; las afirmaciones de Montesquieu están en De l’esprit des lois, libros XXX
y XXXI.
[3] Alfons Dopsch, Wirtschaffliche
und soziale Grundiagen der curopiischen Kulturentwicklung aus der Zeit von
Caesar bis auf Karl den Grossen, Viena, 1920-1923, vol. i, p. 413.
[4] Ferdinand Lot,
La fin da monde antique cf le début da
Moyen Age, París, 1952 (reedición), pp. 462, 469 y 463. Lot acabó su libro a
finales de 1921.
[5] Para Freeman, «la conquista
normanda supuso el derrocamiento temporal de nuestra entidad nacional. Pero fue
sólo un derrocamiento temporal. Para un observador superficial puede parecer
que el pueblo inglés fue borrado momentáneamente de la lista de las naciones, o
que solamente existió como cautivo de señores extranjeros en su propia tierra.
Pero en unas pocas generaciones llevamos al cautiverio a nuestros
conquistadores. Inglaterra volvió a ser Inglaterra una vez más..
Edward A. Freeman, The history of the
Norman conquest of England, its
causes and results, Oxford, 1867, vol. I, p. 2. El panegírico del legado
anglosajón de Freeman fue atacado por Round en su exaltación no menos vehemente
le la llegada normanda. En el año 1066, «el larguísimo cáncer de la paz había
dado sus frutos. La tierra estaba madura para el invasor, y un Salvador de la Sociedad estaba cerca.;
la conquista normanda llevó por fin a Inglaterra «algo mejor que los áridos
apuntes de nuestra desierta crónica nativa., J.H. Round, Feudal England,
Londres, 1964 (reedición), páginas 304,5, 247.
[6] Véase la larga discusión en
Srednie Veka, fasc. 31, 196B, del informe realizado por A. D. Liublinskaia,
«Tipologiia Rannevo Feodalizma y Za padnoi Europe i Problema
Roxnano-Germnanskovo Sinteza., pp. 17-44. Los participantes fueron: O. L,
Vainshtein, M. Ya. Siuziumov, Ya. L. Bessmertny, A. P. Kazhdan, M. D.
Lordkipanidze, E.V. Gutnova, 5.
M . Stam, M. L. Abramson, T.I. Desnitskaia, M. M.
Friedenberg y y. T. Sirotenko. Obsérvese en particular el tono de las
intervenciones de Vainstein y Siuziumov, defensores respectivamente de las
contribuciones bárbara e imperial al feudalismo; el segundo —un historiador de
Bizancio— pone una inconfundible nota nacional antigermana. En general, los
bizantinistas soviéticos parecen profesionalmente inclinados a privilegiar el
peso de la Antigüedad
en la síntesis feudal. La respuesta de Liublinskaia a la discusión es serena y
está llena de sensibilidad.
[7] Compárese Dopsch,
Wirtschaftliche und soziale Grundiagen, Ix, páginas 225-7, que sitúa a los leudes como directos antecesores de los medias
fueron los bucellarii o
lugartenientes galorromanos, y los antrustiones
(guardia palatina) o leudes (séquito
militar) francos. Para estos últimos, véase Carl Stephenson, Mediaeval institutions, Ithaca, 1954, páginas
225-7, que sitúa a los leudes como
los directos antecesores de los vassi carolingios.
[9] Dopsch, ibid., m, pp. 332-9. La
etimología de los términos clave del feudalismo europeo arroja quizá una
pequeña luz sobre sus variados orígenes. “Fief” [feudo] se deriva del germano
antiguo vieh, que significa rebaños. «Vassal» [Vasallo] procede del celta kwas,
que originalmente significaba esclavo. Por otra parte, .village» [aldea] se
deriva de la villa romana; «serf” [siervo], de servus, y «manor» de mansus.
[10] Hintze subraya esta filiación en su ensayo «Weltgeschichtliche Bedingungen der Reprasentativeverfassung.,
en Otto Hintze, Gesamnelte Abhandiungen, vol., I, Leipzig, 1941, pp. 134-5.
[11] Procedente de una minoría étnica postribal, triunfante en la Antigüedad tardía,
dominante en el feudalismo, decadente y renaciente bajo el capitalismo, la Iglesia romana ha
sobrevivido a cualquier otra institución —cultural, política, jurídica o
lingüística— históricamente coetánea suya. Engels reflexionó brevemente sobre
su larga odisea en Ludwig Feuerbach and
the end of tlze German classical philosophy (Marx-Engels, .Selected works,
Londres, 1968, pp. 628-51) [Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica
alemana, en Marx-Engels, Obras escogidas, vol. Ir, Madrid, Akal, 1975. pp.
377426], pero se limitó a registrar la dependencia de sus transformaciones con
respecto a las experimentadas por la historia general de los modos de
producción. Su específica autonomía y adaptabilidad regional —extraordinaria
desde cualquier perspectiva que se adopte— todavía tienen que ser seriamente
exploradas. Lukács creía que
radicaba
en una relativa permanencia de la relación del hombre con la naturaleza,
sustrato invisible del cosmos religioso, pero nunca se aventuró más allá de
algunas notas marginales sobre la cuestión. Véase O. Lukács, History and class consciousness,
Londres, 1971, pp. 235-6 [Historia y conciencia de clase, Barcelona, Grijalbo,
1976].
[13] Naturalmente, la ruptura
no fue exclusiva de la nueva religión, sino que también se extendió al
paganismo tradicional. Brown evoca este hecho de forma característica: después
de varias generaciones de actividad pública aparentemente satisfactoria, fue
como si una corriente que pasara suavemente desde la experiencia interior del
hombre al mundo exterior se hubiera interrumpido. El calor que procedía del
entorno familiar […] La máscara clásica ya no encajaba en el amenazador e
inescrutable centro del universo’, The
world of late Antiquity, pp. 51-2. Pero, como Browns indica) la respuesta
pagana más intensa a este hecho fue el neoplatonismo, última doctrina de
reconciliación interior entre el hombre y la naturaleza y primera teoría de la
belleza sensual redescubierta y apropiada en otra época por el Renacimiento.
[14] E. A. Thompson, A Roman reformer and inventor, Oxford,
1952, páginas 44-5.
[15] Engels observó con desdén
que cel cristianismo no ha tenido absolutamente nada que ver en la extinción
gradual de la esclavitud. Durante siglos coexistió con la esclavitud en el
Imperio romano y más adelante jamás ha impedido el comercio de esclavos de los
cristianos’, Marx Engels, Selected works, p. 570 [Obras escogidas, vol. u, p.
3171. Esta afirmación es algo perentoria, como puede apreciarse por el matizado
análisis de Bloch sobre la actitud de la Iglesia ante la esclavitud en «Comment et pourquoi finit lesclavage antique?’
(especialmente pp. 37- 41). Pero las conclusiones sustanciales de Bloch no se
alejan demasiado de las de Engels, a pesar de los necesarios matices que le
añade. Para estudios más recientes y confirmativos sobre las primeras actitudes
cris- lianas hacia la esclavitud, véase Westerrnann, The slave systems ol Greek and Roman Antiquity, pp. 149-162; A.
Hadjinicolaou-Marava, Recherches sur la
vie des esclaves dans le monde byzantin, Atenas, 1950, pp. 13-8.
[16] Por ejemplo, véase
Thompson, The Goths in Spain, pp.
305-8.
[17] D. J. Chitty, The desert a city, Oxford , 1966, pp. 20-1,
27. Es una
Lástima que lo que posiblemente sea el único estudio reciente y completo el
primer monaquismo tenga un carácter tan unilateralmente devocioa1. Los
comentarios de Iones sobre los resultados mixtos del monaquis. rio en la Antigüedad tardía son
agudos y pertinentes; The later Roma, Empire, u, pp. 930-3.
[18] Este es el principal defecto del ensayo de
Lynn White, «What acceerated
technological progress in the Western Middle Ages?, en A. Crombie (comp.), Scientiffic change, Londres, 1963, pp.
272-91, exploración audaz de las consecuencias del monaquismo que, en cierto
modo, es superior a su Mediaeval
technology and social change, porque aquí no se fetichiza
a la técnica como primera causa histórica, sino que por lo me- os se la liga a
las instituciones sociales. La afirmación de White sobre a importancia de las
desanimízación ideológica de la naturaleza por el ristianismo como una
condición previa de su posterior transformación tecnológica parece seductora,
pero olvida el hecho de que el Islam fue responsable poco después de una Entzauberung der WeIt mucho más completa,
sin que ello produjera un impacto notable sobre la tecnología muulmana. La
importancia del monaquismo como disolvente premonitor del sistema clásico de
trabajo no debe exagerase
[19] Brown, Tire world of late
Antiquity, p. 130. En ciertos
aspectos, esta obra es la más brillante meditación sobre el fin de la época
clásica producida en muchos años. Uno de sus tenas centrales es la creatividad
vital de la adulterada transmisión, a órdenes más bajos y a épocas posteriores,
de la cultura clásica por el cristianismo, que produjo el arte típico de la Antigüedad tardía. La
degradación social e intelectual fue la prueba saludable que lo salvó. La
semejanza de esta concepción —expresada por Brown con mucha más fuerza que por
cualquier otro escritor— con la típica noción de Gramsci de la relación entre
el Renacimiento y la Reforma
es digna de atención. Gramsci opinaba que el esplendor cultural del
Renacimiento —refinamiento de una élite aristocrática— tuvo que hacerse tosco y
sombrío en el oscurantismo de la
Reforma para así pasar a las masas y reaparecer en último
término sobre unos fundamentos más amplios y más libres, II materialismo
storico, Turin, 1966. p. 85 [El materialismo histórico, Buenos Aires, Nueva
Visión, 1971].
[24] L. Halphen,
Charlemagne et l’Ernpire carolingien. París, 1949, páI9R-206 456-93: Boutruche,
Seigneurie et féodalité, i, pp. 150-9.
[26] Broussar, The civilization of Chartemagne,
Londres. 1*8,
pp. 57- 60; Duby, Guerriers el paysans, p. 38,
[27]
R.-H. Bautier, The economic development
of mediaeval Europe , Londres, 1971, pp.
44-5.
[28] Boutniche, Seigneurie et féodalié, s, pp. 130-1; véase
también el análisis de Duby, Guerriers et
paysans, pp. 100-3. Hay un
buen análisis del cambio general experimentado en la Francia carolingia entre
la esclavitud y la servidumbre como estatus legal ea C. Verlinden, L‘esclavage dans I’Europe médiávale, i,
pp. 73347
[29] Boussard, The
civilization of Charlemagne, pp. 227-9; L. Musset, Les invasions. Les second assaut contre l‘Europe chretienne, ParIs,
1965, páginas 158-65 [Las invasiones. El
segundo asalto contra la Europa
cristiana, Barcelona,
Labor, 1968).
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