martes, 10 de mayo de 2016

LA EXPANSION DEL OCCIDENTE CRISTIANO (1060-1180) - Le Goff, Jacques; La Baja Edad Media

Le Goff, Jacques; La Baja Edad Media; Siglo XXI Editores, México, 1996

PRIMERA PARTE                  
LA EXPANSION DEL OCCIDENTE CRISTIANO
(1060-1180)

1. Los puntos de partida
Los bárbaros de Occidente
     Cuando, en el año 1096, los bizantinos vieron llegar a los cruzados occidentales que les pedían paso para ir a Tierra Santa, sintieron ante su aspecto y ante su comportamiento un estupor que en seguida se transformó en desprecio e indignación. Tanto si se trataba de las hordas populares dirigidas por Pedro el Ermitaño, como de la segunda oleada de tropas señoriales, que además les recordaban desagradablemente a los agresivos normandos de Italia, los bizantinos no vieron en ellos más que bárbaros groseros, ávidos y petulantes: salvajes.
    Quizá los aventureros que componían en su mayor parte las bandas de la primera cruzada no dieran la imagen más halagüeña de la cristiandad occidental. Sin embargo, los jefes de esa cristiandad veían en ellos la más selecta flor de Occidente. Pero es preciso reconocer que el occidente cristiano, en la segunda mitad del siglo XI, no es más que la extremidad todavía mal desbastada del área civilizada que se extiende desde el mar del Japón a las columnas de Hércules.
    Sin duda las civilizaciones orientales conocen entonces crisis políticas y reveses militares que revelaban un profundo malestar económico y social: ocaso de los Fujiwara en el Japón y oleada de terror colectivo (pensamos en el pueblo a la caída de la ley búdica en 1052); crisis del Islam oriental en donde el protectorado de los turcos Selyúcidas en Bagdad (1055), a pesar de que parece reafirmar la ortodoxia religiosa y la posición del califa, va a acentuar el retroceso de las capas medias urbanas y rurales; en África del Norte, la invasión almorávide a partir de 1051 comienza sus irreparables estragos. En las puertas mismas de la cristiandad, los dos grandes núcleos de civilización bizantina e hispano-árabe, sufren un eclipse. Bizancio revela sus dificultades no solamente por algunos desastres militares espectaculares (la catástrofe de Manzikert ante los Selyúcidas (1071) anuncia la pérdida de Asia Menor del mismo modo que la toma de Bari por los normandos de Roberto Guiscardo, el mismo año, preludia la de Italia y el Mediterráneo occidental) sino también por una serie de medidas interiores muy significativas para el historiador: la moneda de oro, el numisma, que había llegado a ser el símbolo de la potencia económica en Occidente (donde se le llama besante, es decir, bizantino) y al         11
que Robert López ha llamado el dólar de la Edad Media, sufrió su primera devaluación bajo Nicéforo BotaniaIes (1078-1081). Este debe retirarse ante Alejo Comneno, cuya proclamación sanciona la victoria de la aristocracia feudal que va a precipitar la decadencia bizantina. En la España musulmana, el último califa omeya de Córdoba, Hisham III, es muerto en 1031 y la anarquía impera en los veintitrés pequeños estados de «taifas» que se han repartido el país.
       Sin embargo, el esplendor de estas civilizaciones no se puede parangonar con la mediocridad y el primitivismo de la cristiandad occidental. Civilizaciones urbanas, ante las que se fascinan las canciones de gesta que comienza a componer Occidente. En el Pélerinage de Charlemagne, contemporáneo poco más o menos de la Chanson de Roland y por tanto anterior a 1100, se narra el descubrimiento maravillado de Bizancio que hacen el emperador y sus pares. Lo mismo sucede en el ciclo de la Gesta de Guillermo de Orange donde se narra la seducción que ejercen sobre los caballeros cristianos las ciudades musulmanas: Orange, Narbona, y, más allá, las inaccesibles ciudades de Córdoba y, más lejos todavía, Bagdad. Civilizaciones que han producido ya obras maestras deslumbrantes por su arte y su técnica, mientras en Occidente los primeros arquitectos románicos intentan cubrir con bóvedas las nuevas naves: desde fines del siglo VIII a comienzos del siglo XI, los artistas de Córdoba han edificado una mezquita que puede rivalizar con Santa Sofía de Constantinopla, y el Occidente cristiano solo puede ofrecer frente a estas dos maravillas esbozos de pequeñas dimensiones. Además, los occidentales tienen conciencia de su inferioridad. La Gesta de Guillermo de Orange pinta también al ejército agrupado por el rey musulmán Deramed: «Ha reagrupado cien mil hombres en Córdoba, en España, y tiene antes de partir una corte plenaria que debe durar cuatro días. Se sienta en un trono de marfil, sobre una alfombra de seda blanca, en el centro de un espacio muy amplio. Detrás suyo llevan al dragón que le sirve de enseña … Mira con orgullo al inmenso ejército que le rodea. Hay allí congregados cuarenta pueblos mandados por cuarenta reyes: Teobaldo  conduce a 1os estormarantes, Sinagón a los armenios, Aeroflio a los esclavones, Harfú a los hunos, Malacra a. los negros, Borek a los vaqueros, el viejo  Tempestad a los asesinos, el gigante Haucebit a los húngaros y no sabría nombrároslos a todos, porque muchos han llegado de países del otro lado de Occidente donde jamás ha acudido ningún cristiano. Sus espadas de acero, sus mantos, sus sellos dorados, sus lanzas de hierro llamean al sol por millares...» 12.                                               
  
Un mundo pobre de calveros y poblaciones aisladas
    Frente a este mundo de productos raros: ricos tejidos, cueros repujados, metales preciosos, e incluso, y sobre todo, hierro, la cristiandad occidental es un mundo de materias primas pobres. Apenas comienza a reemplazarse en los edificios más importantes, y en primer lugar en las iglesias, la madera por piedra. Abades y obispos, constructores del siglo XI, se ven aplicar con transposición de materiales el elogio que hacía Suetonio de Augusto por haber encontrado una Roma de ladrillo y haberla dejado de mármol. Uno de los primeros laicos urbanos que osa hacerse construir una casa de piedra es un natural de Arrás hacia el año 1015. El abad de Saint-Vaast alzó a la población contra el insolente y la casa fue quemada. Las ermitas de piedra son sólo algo anteriores (la de Langeais, alzada en 994, es una de las primeras) y su planta revela la influencia de las construcciones anteriores en madera. Esta sustitución, a decir verdad, no hace más que comenzar, porque la cristiandad occidental permanece todavía durante mucho tiempo más ligada a la madera que a la piedra. Después de su victoria en Hastings (1066), Guillermo el Conquistador hace construir con la piedra extraída de los alrededores de Caen, que es transportada a costa del tesoro real, de Normandía a Inglaterra, la abadía votiva de Batzulle (Batle Abbey), pero en cambio manda construir todavía en madera el castillo destinado a defender el lugar, y es preciso esperar un siglo para que Enrique II en 1171-1172, haga construir en piedra »la torre de Hastings». Un mundo de madera en el cual es tan raro el hierro que los herreros siguen estando aureolados por prestigio mágico que les atribuían las sociedades germánicas; por eso los herreros de aldea ocupan durante mucho tiempo en la sociedad campesina medieval un lugar privilegiado. «Desde numerosos puntos de vista, escribe Bartolomé el Inglés hacia 1260, el hierro es más útil para el hombre que el oro.»
  Hasta tal punto sigue siendo esencial la madera que el arquitecto seguirá siendo llamado maestro carpintero casi tantas veces como maestro de obras y se le exigirá competencia en los dos dominios. En la cristiandad septentrional, además, la falta de piedra en .un mundo en donde los transportes son difíciles impone durante mucho tiempo el uso de la madera incluso para las construcciones de prestigio, como las iglesias, donde a veces se sustituye la piedra por el ladrillo. Se conoce la larga vida de las iglesias en madera, stavkirken, en los países escandinavos, sobre todo en Noruega, y también que desde Brema hasta Riga, la arquitectura de ladrillo, recibida de    [13] los Países Bajos, ha dado a la Hansa su más típico aspecto monumental.
   Tampoco hay que olvidar que ni siquiera la madera se ofrecía a los constructores de la Edad Media sin plantearles problemas. La búsqueda de la madera era una empresa ardua en cada obra de carpintería importante: encontrar los árboles idóneos, abatirlos y transportarlos, dependía a veces del milagro. En un célebre texto, Sigerio, abad de Saint-Denis, habla del que le proporcionó las vigas necesarias para la construcción de la famosa basílica, a mediados del siglo XII. «Cuando en nuestro intento de encontrar vigas pedíamos consejos a nuestros carpinteros y a los de París, nos respondían que en su opinión no podríamos encontradas en la región, dada  la escasez de bosque, sino que tendríamos que obtenerla en la comarca de Auxerre. Todos, sin excepción, se expresaban en el mismo sentido y mucho nos desanimaba tamaño inconveniente y la pérdida de tiempo que parecía implicar. Pero una noche, al ir a acostarme después maitines, reflexioné y decidí adentrarme personalmente en nuestros bosques y atravesados en todas direcciones, por ver de ahorrar tiempo y trabajo caso de encontrar en ellos los deseados troncos. Con el alba de la mañana y abandonando toda nuestras otras obligaciones nos dirigimos a buen paso, acompañados de nuestros carpinteros y leñadores al bosque Iveline. Llegamos en esto, atravesando nuestras tierras al valle de Chevreuse, hicimos llamar a sus guardas forestales y a otros conocedores del bosque para que nos dijesen si podríamos encontrar allí, no importaba con qué esfuerzo, troncos del grueso preciso. Sonrieron sorprendidos y de buena gana hubieran hecho mofa de nosotros si a ello hubiesen podido osar. ¿Acaso desconocíamos por completo que nada semejante podría encontrarse en toda la región, tanto más cuanto que Milo, nuestro alcalde en Chevreuse, que junto a otro había recibido en feudo de nosotros la mitad del bosque, no hubiese dejado intacto uno de semejantes árboles, con tal de dotar al castillo de torres y empalizadas? No hicimos caso, sin embargo, de sus pláticas y confiando con audacia en nuestra fe, comenzamos a recorrer el bosque hasta encontrar, tras una hora, un tronco del tamaño adecuado. Pero hubo más. Transcurridas nueve horas o quizá menos y para maravilla de todos y en especial de los del lugar, entresacamos de entre los matorrales y zarzales del bosque hasta doce troncos, exactamente los que nos eran precisos. Transportados a la Santa Basílica, la nueva construcción se vio enriquecida con ellos, para nuestro júbilo y alabanza y gloria del Señor Jesús, que los había preservado del pillaje y conservado para sí mismo y para los santos mártires.»                        14
    En efecto, ¿cuál era la realidad física de Occidente a mediados del siglo XI ? Una especie de negativo geográfico del mundo musulmán. Es éste un mundo de estepas y de desiertos salpicados de oasis y de algunos islotes con arbolado, el más amplio de los cuales es el Maghreb. Allá, un manto de bosques agujereados por algunos calveros en donde se instalaban comunidades aisladas (ciudades embrionarias difícilmente aprovisionadas por su pequeño contorno de cultivos; aldeas, castillos, monasterios) mal relacionadas entre sí a través de caminos mal conservados, de un trazado en muchos casos demasiado vago, y expuestas a los ataques de bandidos de toda catadura, señoriales o populares. Las relaciones entre ellas se realizan especialmente, cuando son vadeables, a través de los cursos de agua que cortan con su recorrido el alfombrado y cerrado bosque. Esta omnipresencia del bosque se plasma en la literatura. Un jabalí, perseguido por Guillermo de Orange y sus compañeros, les lleva desde Narbona a Tours «a través de la foresta». La ciudad está envuelta por los bosques: «Cuando llega a la linde del bosque, ante la ciudad de Tours, Guillermo ordena detenerse bajo el cobijo de los árboles... La noche llega, las grandes puertas de la ciudad se cierran. Cuando ha anochecido totalmente, Guillermo deja a la entrada del bosque cuatrocientos caballeros y lleva consigo a doscientos... Llega al foso, grita al portero: «Abre la puerta, baja el puente...»
    Sin embargo, no siempre aparecía cubierta la tierra por el bosque alto, por el arbolado. El bosque había retrocedido ante el monte bajo no sólo a causa del clima y de la naturaleza del suelo que, especialmente al norte de la cristiandad, había convertido los parajes en el dominio de la landa y los pantanos, sino también por las talas incompletas y temporales que se venían sucediendo desde el Neolítico. Ya se ha visto con qué dificultad logra Sigerio una arboleda accesible.
    Pero incluso en el umbral de esta época, que va a ser en el occidente cristiano un período de roturaciones y de conquista de suelos vírgenes (aunque son en primer lugar las landas, los pantanos y 1os montes bajos, los que son aprovechados) es preciso insistir en este predominio del bosque durante el medioevo. Seguirá siendo el marco natural y psicológico de la cristiandad medieval de occidente. Horizonte de peligros de donde salen las fieras salvajes y los hombres-guerreros y bandidos, peores que animales, pero al mismo tiempo mundo de refugio para los cazadores, los amantes, los ermitaños y los oprimidos. Límite siempre opresor de la prosperidad agrícola, contra el que luchan los difíciles progresos obtenidos en el cultivo, pero, al mismo tiempo, mundo de riquezas al alcance de la mano: bellotas y follaje para la alimentación, madera y carbón de leña, miel salvaje, caza. El cronista (Gallus Anonymus) que describe Polonia a principios del siglo XII enseña cómo esta tierra, que es sólo, con un poco más de exageración, la imagen física de la cristiandad occidental, se halla prisionera entre la opresión y la beneficencia del bosque. «Este país», dice «a pesar de ser muy boscoso, está bien provisto de oro
plata, de pan y carne, de pescado y de miel.» Sin duda, el valor económico que representa para toda la cristiandad el bosque es el del primitivismo de una economía en donde la recolección desempeña todavía un gran papel. Además, gran número de las alegrías y los terrores de los hombres de la Edad Media, de los siglos XI al XIV, provienen del bosque y se dan en el bosque. ¡Cuántos se han perdido o se han encontrado en él, como Berta la de los pies grandes o Tristán e Isolda; ¡Qué de miedos y qué de encantamientos han hecho vibrar en él a los hombres, en «el hermoso bosque» de los Minnessanger y los Goliardos, la «selva oscura» de Dante ...!

La impotencia frente a la naturaleza: ineficacia de la técnica
     La más terrible impotencia de los hombres del siglo XI frente a la naturaleza no es ya su dependencia con relación a un dominio forestal donde se van introduciendo más que explotándolo, ya que su débil instrumental (su principal instrumento de ataque es la azuela, más eficaz contra el monte bajo que contra las ramas gruesas o los troncos) impone un freno. Sino que reside sobre todo en su incapacidad para extraer del suelo una alimentación suficiente en cantidad y en calidad.
   La tierra es, en efecto, la realidad esencial de la cristiandad medieval. En una economía que es ante todo una «economía de subsistencia», dominada por la simple satisfacción de las necesidades alimenticias, la tierra es el fundamento y casi todo de la economía. El verbo latino que expresa el trabajo: laborare, a partir de la época carolingia significa esencialmente trabajar la tierra, remover la tierra. Fundamento de la vida económica, la tierra es la base de la riqueza, del poder, de la posición social. La clase dominante, que es una aristocracia militar, es al mismo tiempo la clase de los grandes propietarios de la tierra. La entrada en esta clase se hace recibiendo por herencia, o por otorgación de un superior, un regalo, un beneficium, un feudo. Esencialmente, un trozo de tierra.                                                                                           16

       Ahora bien, aquella tierra era ingrata. La debilidad de la herramientas impedía cavarla, removerla, quebrantada con suficiente fuerza y la necesaria profundidad para hacerla más fértil. El instrumento más primitivo, el antiguo arado de madera (en latín, aratrum; en flamenco, eergetouw; en danés ard; en eslavo, oralo; en alto alemán, erling) simétrico, sin rueda, que apenas removía la tierra, aún se utilizaba ampliamente incluso fuera de la zona mediterránea, en la cual se había adaptado al relieve y a los suelos ligeros. El uso de otro tipo de arado más moderno (en latín, carruca, en germánico; pflug, voz de misterioso origen, transmitida a las lenguas eslavas en las que, sin embargo, el vocabulario del antiguo eslavo revela el empleo de este instrumento antes del siglo VI que se extiende sobre todo al norte de la zona mediterránea, seguía siendo embrionario y la debilidad de la tracción por bueyes que era aún general, no le permitía mostrar toda su eficacia. Es preciso añadir la insuficiencia de los abonos, lo que hacía necesario emplear todo tipo de recursos: como las rentas de estiércol exigidas por los señores, ya fuera bajo la forma de «pote de excrementos}) o bajo la modalidad de obligación por parte de los campesinos de hacer acampar a sus rebaños durante un determinado número de días en las tierras señoriales para que dejaran en ellas sus excrementos; o el recurrir a las cenizas de las malezas, a las hojas podridas o a los rastrojos de los cereales, razón por la cual el campesino segaba con su hoz los tallos a media altura o un poco más cerca de la espiga. Todo esto explica la extrema debilidad de los rendimientos. En uno de los raros casos en que ha podido calcularse este rendimiento antes del siglo XII, para el trigo cultivado (en los dominios borgoñones de Cluny en 1155-1156) las cifras oscilan entre 2 y 4 veces
lo sembrado y la media parece, antes de 1200, situarse alrededor de 3,10 o un poco por debajo de tres (entre 1750 y 1820 Europa noroccidental alcanzará un índice de rendimiento del 10,6).
  Además, las tierras sólo llegaban a producir esos resultados se las dejaba tiempo para reconstituirse, es decir, incluso en las superficies cultivadas, una gran parte de las tierras permanecían en barbecho, en añojal. Lo más frecuente era que el terreno arable se dividiera cada año en dos partes aproximadamente iguales, y s6lo una de ellas producía cosecha. Cada campo no daba más que una cosecha cada dos años: la rotación bienal del cultivo era, a mediados del siglo XI, la regla general en Occidente.
   Incluso, a veces, muchas tierras no podían mantener ese ritmo de producci6n y debían abandonarse al cabo de algunos  [17 ] años: Como compensación, otras tierras Se ganaban para el cultivo mediante la roza o quema de bosques. Por tanto la agricultura era devoradora de espacio, extensiva y semi-nómada. Se comprende que, en estas condiciones, toda inclemencia climatológica fuese catastrófica. Un mal año, debido a sucesivas lluvias, helada, sequías, enfermedades de las plantas o plagas de insectos, ocasionaba e! que las cosechas bajaran por debajo de! mínimo necesario para la subsistencia. El hambre amenazaba sin cesar al hombre del siglo XI. Hambres que muy a menudo eran generales en toda la cristiandad. Cuando quedaban localizadas en una región, las poblaciones afectadas encontraban difícilmente remedio para ellas, dado que la debilidad de los rendimientos impedía la constitución de stocks importantes y que la importación de reservas de una región preservada se resentía de esta misma debilidad de excedente. Además del egoísmo y del espíritu particularista, otra deficiencia técnica agravaba el problema: la insuficiencia y la dificultad de los transportes. 1005-1006, 1043-1045, 1090-1095 son años (la repetición de malas cosechas durante dos o tres años resultaban catastróficas) de hambre general, o casi general. Pero entre estos cataclismos comunes no pasa un año sin que un cronista señale aquí o allá la desolación local o regional provocada por el hambre.
    Si se abandona e! campo de la economía rural, sólo se encuentra una actividad económica superficial que versa sobre cantidades pequeñas, de poco valor, y que sólo interesa a un número restringido de individuos.
    La economía doméstica o señorial satisfacía las necesidades esenciales, además de la alimentación: el propio campesino, la mujeres, más raramente un artesano especializado, como el herrero de la aldea, construían las casas, confeccionaban los vestidos, e! equipo doméstico y las herramientas rudimentarias, donde lo  esencial es de madera, de tierra o de cuero .
  Las ciudades que tienen pocos habitantes cuentan también con pocos artesanos y los mercaderes son poco numerosos y sólo comercian productos de primera necesidad, como el hierro, u objetos de lujo, tejidos preciosos, orfebrerías, marfiles, especias. Todo esto requiere poca moneda. La cristiandad no acuña ya piezas de oro. Es hasta tal punto débil la parte que ocupa la moneda, que la economía puede ser calificada de «natural».
   A este primitivo estado de la economía corresponde una organización social retrógrada, que paraliza el despliegue económico en tanto que ella misma está condicionada por el primitivismo de las condiciones tecnológicas y económicas.
Los clérigos describen osta sociedad, cada vez más a partir [18] del año mil, según un modelo nuevo: la sociedad tripartita. «La casa de Dios», escribe hacia 1016 el obispo Adalberón de Laón que se dirige al rey Roberto el Piadoso, «está dividida en tres: unos ruegan, los otros combaten, y por último los demás trabajan». El esquema, fácil de recoger bajo su forma latina (oratores, bellatores, laboratores), distingue por tanto al clero, a los caballeros y a los campesinos. Imagen simplificada, sin duda, pero que corresponde sin embargo, grosso modo, a la estructura de la sociedad. El clero, en donde se distinguían dos categorías en la época carolingia: clérigos y monjes, tiene cada vez más conciencia de su unidad frente a los laicos.
     La aristocracia laica está a punto de organizarse en una clase estructurada en el interior de la jerarquía feudal de los señores y los vasallos, y el carácter militar de esta aristocracia se revela en la terminología: la palabra miles (guerrero, caballero) «conoce un éxito particular en el siglo XI». Por último, la masa de los trabajadores, que es una masa campesina, conoce a su vez una unificación impulsada por condiciones jurídicas y sociales: siervos y hombres libres tienden a confundirse en su situación concreta en el grupo de dependientes de un señorío, y se comienzan a llamar indistintamente villanos o rústicos.
       Teóricamente, estas tres clases son solidarias, se proporcionan una ayuda mutua y forman un todo armonioso. «Estas tres partes que coexisten», escribe Adalberón de Laón, «no sufren por estar desunidas; los servicios prestados por una de ellas son la condición para el trabajo de las otras dos; cada una se encarga a su vez de ayudar al conjunto. De este modo, este triple ensamblaje no deja de ser uno ... » . 
      Punto de vista ideal e idealista que la realidad desmiente y Adalberón es el primero en reconocerlo: «La otra dase (de laicos) es la de los siervos: esa desgraciada casta no posee nada si no es al precio de su trabajo. ¿Quién podría, con el ábaco en la mano, contar las fatigas que pasan los siervos, sus
largas caminatas, sus duros trabajos ? Dinero, vestimenta, alimento, los siervos proporcionan todo a todo el mundo: ni un solo hombre libre podría subsistir sin los siervos. ¿Hay un trabajo que realizar? ¿Quiere alguien meterse en gastos? Vemos a reyes y prelados hacerse los siervos de sus siervos, el dueño es nutrido por el siervo, él, que pretende alimentarle. Y el siervo no ve fin a sus lágrimas y a sus suspiros.»
   Más allá de estas efusiones sentimentales y moralistas, hay que observar que la estructura social, si por una parte ofende la justicia, opone a la vez al progreso lamentables obstáculos.
      La aristocracia, y esto es válido tanto para la aristocracia eclesiástica como para la laica, monopoliza la tierra y la producción. Es indudable que queda un determinado número de tierras sin señor, los alodios. Pero los detentadores de un alodio dependen económica y socialmente de los poderosos que controlan la vida económica y la vida social, ya que estos poderosos explotan a los que les están sometidos de una forma estéril y esterilizante. Los dominios son divididos, regularmente, en dos porciones, una explotada directamente por el señor, sobre todo con la ayuda de la mano de obra servil que le debe prestaciones en trabajo, prestación personal (corvée), y la otra bajo la forma de arrendamientos a los campesinos, siervos o libres, que deben, a cambio de la protección del señor y de esta concesión de tierra, prestaciones: algunos en trabajo y todos en especie o en dinero. Pero ese impuesto señorial que constituye la renta feudal, apenas deja a la masa campesina el mínimum vital La gran mayoría de los villanos sólo disponen de una posesión (tenure) correspondiente a lo necesario para la subsistencia de una familia (era en la época precedente el manso, definido por Beda en el siglo VII como Terra unius familiae) y la constitución de un excedente les es prácticamente imposible. Lo más grave es que a la imposibilidad de la clase campesina de disponer de un excedente corresponde la dilapidación de éste por la clase señorial que lo acopia.
       De los beneficios de su dominio, una vez apartada a un lado la simiente, los señores apenas reinvierten nada, como hemos dicho. Consumen y despilfarran. En efecto, el género de vida y la mentalidad se combinan para imponer a esta clase gastos improductivos. Para mantener su rango deben unir el prestigio a la fuerza. El lujo de la mansión, de los ropajes, de la alimentación, consume e! beneficio de la renta feudal. El desprecio por el trabajo y la ausencia de mentalidad tecnológica hacen que consideren a las manifestaciones y a los productos de la vida económica como presas. Al botín de la renta feudal añaden los impuestos extraordinarios, sobre todo los del comercio que puede pasar bajo su jurisdicción: tasas sobre los mercados y las ferias, peajes e impuestos sobre las mercancías. Las dos tarifas del tonlieu (peaje) de Arrás (comienzo del siglo XI y comienzo del siglo XII) percibido por el abad de Saint Vaast, comprendían una tasa sobre las mercancías intercambiadas por el vendedor y el comprador, un derecho de establecimiento por tener un lugar en el mercado, un derecho de peso y medida con empleo obligatorio de las pesas y medidas de la abadía y un impuesto sobre el transporte. El pago se hacía en parte en dinero y en parte en especie para aquellas mercancías que la abadía no producía por sí misma: sal, hierro y objetos de hierro (guadañas, palas, cuchillos). Hay que añadir las destrucciones qué [20]                                                                                                                                                                   producían las ocupaciones «profesionales» de la aristocracia: guerra y caza. Si se observa ese documento excepcional, que sirve para finales del siglo XI, e! bordado de Bayeux llamado «el tapiz de la reina Matilde», un relato en imágenes de la conquista de Inglaterra por los normandos en 1066, se puede ver que el desembarco es seguido de un gran banquete bendecido por el obispo y que la campaña es inaugurada con el incendio de una casa. La guerra medieval es de hecho sistemáticamente destructiva, porque se trata más de debilitar la potencia económica y social de! adversario (incendio y destrucción de las cosechas, construcciones y aldeas) que de abatirle militarmente. «El coste económico de la violencia» ha sido considerable en el occidente medieval.
   La acción paralizadora de la Iglesia en este campo, a pesar de que en general se ejerce por medios no violentos, no fue menos gravosa. Las cargas que ella impone principalmente sobre los frutos de la tierra, sobre el ganado, y, también, sobre todos los productos de la actividad económica, pesan sobre la producción más que cualquier otra exacción. El desprecio que predica, aunque no siempre lo pone en práctica ella misma, hacia las actividades terrestres, la «vita activa» refuerza la mentalidad antieconómica. El lujo con que envuelve a Dios (riqueza de los edificios, que exigen de un modo desproporcionado en relación con las condiciones normales materiales de construcción, mano de obra, objetos preciosos y lujos ceremoniales) realiza una punción severa sobre los mediocres medios de la miserable cristiandad. Los grandes abades del siglo XI son felicitados tradicionalmente por los cronistas y los hagiógrafos por el interés que manifiestan en el opus aedificiale, en la obra de construcción y ornamentación de las iglesias. Por ejemplo, el austero San Pedro Damián, de quien Jotsoldo en su vida de San Odilón, abad de Cluny, muerto en 1049, sitúa en primer lugar al hablar de sus méritos, sus títulos de gloria y de piedad, su «glorioso celo para construir, adornar y restaurar, al precio de adquisiciones hechas en todas partes, los edificios de los santos lugares». Y tanto San Hugo, abad de CIuny de 1049 a 1109, como Didier, abad de Montecassino de 1058 a 1087, ya eran famosos en su época por ser los constructores de dos maravillas arquitectónicas. Pero este lujo suscitó ya entonces reacciones: los herejes de Arrás en 1035 niegan que el culto requiera edificios particulares, y en el mismo seno de la Iglesia se dan algunos casos de rechazo, como el de San Bruno, que desde 1084 vigila para que el monasterio de la Gran Cartuja sea lo más sobrio posible.                                    21
Para arbitrar los conflictos de esta sociedad primitiva hubiera, sido preciso un estado fuerte. Pero el feudalismo había hecho desaparecer el estado y hacía pasar, a través del juego de las inmunidades y las usurpaciones, lo esencial del potencial público a manos de los señores. La Iglesia, que participa por si misma en la opresión de las masas, está además en poder de los laicos, es decir, de la aristocracia feudal, que nombra abades, curas, obispos y les da la investidura de sus funciones religiosas al mismo tiempo que la de sus feudos. También el poder real e imperial es en parte cómplice y en parte impotente. Cómplice, porque el emperador y las leyes son la cabeza de la jerarquía feudal. Impotente, porque cuando quiere imponer su voluntad no posee ni los recursos financieros ni los medios militares suficientes, lo esencial de los cuales proviene de sus propias rentas señoriales y de la servidumbre feudal. En este punto todavía hay una anécdota más significativa. Según el cronista Juan de Worcester, el rey Enrique I de Inglaterra, estando en Normandía en 1130, tuvo una pesadilla. Vio sucesivamente que le amenazaban las tres categorías de la sociedad: primero los campesinos con sus herramientas, después los caballeros con sus armas, y, por fin, los obispos y abades con las suyas. «y he aquí lo que atemoriza a un rey vestido de púrpura, cuya palabra, según dice Salomón, debe aterrorizar como el rugido del león.»
  Todo esto se debe a que, en efecto, según las teorías de la época, que influyen profundamente en las mentalidades, esta estructura social es sagrada, de naturaleza divina. Las tres categorías son órdenes salidos de la voluntad divina. Rebelarse contra ese orden social es rebelarse contra Dios.
  
  Calamidades y terrores                                                                                                                               Acechada por el hambre, la masa oprimida de los cristianos del siglo XI vive en la miseria fisiológica, especialmente lastimosa en las capas inferiores de la sociedad. Las hambres, la subalimentación crónica, favorecen ciertas enfermedades: la tuberculosis, el cáncer y las enfermedades de la piel, que mantienen una espantosa mortalidad infantil y propagan las epidemias. El ganado no está exento de ellas y las epizootias acrecientan las crisis alimenticias y debilitan la fuerza animal de trabajo, agravando así las necesidades económicas. Rodolfo el Lampiño (Raúl Glaber) cuenta que durante la gran hambre de 1032-033 «cuando se comieron las bestias salvajes y los pájaros, los hombres se pusieron, obligados por el hambre devoradora, a recoger para comer todo tipo de carroñas y de cosas horribles         [22] de describir. Algunos, para escapar de la muerte, recurrieron a las raíces de los bosques y a las hierbas. Un hambre desesperada hizo que los hombres devoraran carne humana. Dos viajeros fueron muertos por otros más robustos que ellos, sus miembros despedazados, cocidos al fuego y devorados. Muchas gentes que se trasladaban de un lugar a otro para huir del hambre y encontraban en el camino hospitalidad, fueron degolladas durante la noche y sirvieron de alimento a aquellos que les habían acogido. Muchos, enseñando a los niños una fruta o un huevo los atraían a lugares apartados, los asesinaban y los devoraban. Los cuerpos de los muertos fueron arrancados de la tierra en muchos lugares y sirvieron también para calmar el hambre. En la región del Mâcon muchas personas extraían del suelo una tierra blanca que se parecía a la arcilla, la mezclaban con lo que tenían de harina o de salvado y hacían con esta mezcla panes, gracias a los cuales esperaban no morir de hambre; pero esta práctica no aportaba más que la esperanza de salvación y un consuelo ilusorio. Sólo se veían rostros pálidos y demacrados, muchos presentaban una piel salpicada de inflamaciones; incluso la voz humana se hacía endeble, parecida a pequeños grititos de pájaros  expirando... »
   La misma letanía sobre la mortandad se puede encontrar en todos los cronistas de la época. Desde 1066 a 1072 según Adán de Brema «el hambre reinó en Brema y podían hallarse muchos pobres muertos en las plazas públicas». En 1083, en Sajonia «el verano fue abrasador; muchos niños y viejos murieron de disentería». En 1094, según la crónica de Cosme, «hubo una gran mortalidad, sobre todo en los países germánicos. Los obispos que volvían de un sínodo en Maguncia pasando por Amberg, no pudieron entrar en la iglesia parroquial, que sin embargo era amplia, para celebrar misa, porque todo el pavimento estaba cubierto de cadáveres ...»
    El cornezuelo del centeno, un parásito del centeno y de otros cereales, aparecido en Occidente a fines del siglo x, continúa sus destrozos. Desencadena grandes epidemias de la gangrena del cornezuelo, el «fuego sagrado» o «fuego de San Antonio» que hizo grandes daños en 1042, 1076, 1089 Y 1094. En 1089, escribe el cronista Sigilberto de Gembloux, «muchos se pudrían hechos pedazos, como quemados por un fuego sagrado que les devoraba las entrañas; sus miembros enrojecidos poco a poco, ennegrecían como carbones: morían de prisa y con atroces sufrimientos o continuaban sin pies ni manos una existencia todavía más miserable; otros muchos se retorcían con contorsiones nerviosas».
   Estos shocks físicos se prolongaban en perturbaciones de la             [ 23] sensibilidad y en traumas mentales. Por todas partes se multiplicaban los signos anunciadores de calamidades.
   En 1033, según RodoIfo el Lampiño, «el tercer día del calendario de julio, sexta feria, día veintiocho de la luna, se produjo un eclipse de sol que duró desde la sexta hora de ese día hasta la octava, y fue verdaderamente terrible. El sol adquirió el color del zafiro y llevaba en su parte superior la imagen de la luna en su primer cuarto. Los hombres, mirándose unos a otros, se veían pálidos como muertos. Todas las cosas parecían bañadas de un vapor color azafrán. Entonces, un estupor y un terror inmenso se adueñó del corazón de los hombres. Este espectáculo, lo comprendían bien, presagiaba algún desastre lamentable que iba a abatirse sobre e! género humano...».
     El invierno de 1076-1077, según un cronista fue tan riguroso en la Galia, en Germania y en Italia que «las poblaciones de numerosas regiones temblaban con un miedo similar ante la posibilidad de que volviera la época terrible en la que José fue vendido por sus hermanos, a los que la privación y el hambre habían hecho huir a Egipto...». 
     Siglo de grandes terrores colectivos, el siglo XI es aquel en el que e! diablo ocupa su lugar en la vida cotidiana de los cristianos de Occidente. «A las vicisitudes de todo tipo», añade aún RodoIfo el Lampiño, «a las variadas catástrofes que ensordecían, aplastaban, y embrutecían a casi todos los mortales de aquel tiempo, se añadían los desmanes de los espíritus malignos...» Aparición del diablo, que el mismo Rodolfo el Lampiño ha visto bajo la forma de un «hombre diminuto, horrible a la vista... con cuello endeble, un rostro demacrado, ojos muy negros, la frente rugosa y crispada, las narices puntiagudas, la boca prominente, los labios abultados, la barbilla huidiza y muy estrecha, una barba de chivo, las orejas velludas y afiladas, los cabellos erizados como una maleza, dientes de perro, cráneo puntiagudo, el pecho hinchado, una joroba sobre la espalda, las nalgas temblorosas...». Siglo XI, en el que el miedo colectivo se alimenta con las escenas apocalípticas que multiplica el arte románico naciente.
   En este estado donde todo parece que se acaba, para volver a usar la expresión de RodoIfo el Lampiño, los hombres sólo encuentran refugio y esperanza en lo sobrenatural. La sed de milagros se multiplica, la búsqueda de reliquias se intensifica, y la arquitectura románica ofrece a la devoción de los fieles todas las facilidades para esa piedad, ávida de ver y de tocar: numerosos altares, capillas y deambulatorios.
   La floración intelectual de la época carolingia, ambiciosa a     [24] pesar de sus límites, de la que Gerberto ha sido el último gran testigo, se borra ante una literatura más inmediatamente utilizable frente a los peligros: obras litúrgicas y devotas, crónicas llenas de supersticiones. Ante tantos peligros evidentes y ante signos tan claros, dedicarse a las ciencias profanas sería locura. El desprecio del mundo, el contemptus mundi se da en un Gerardo de Czanad (muerto en 1046),un Otloh de Saint- Ehmmeran (1010-1070), y sobre todo en San Pedro Damián (1007-1072): «Platón escudriña los secretos de la misteriosa naturaleza, fija los límites de las órbitas de los planetas y calcula el curso de los astros: lo rechazo con desdén. Pitágoras divide en latitudes la esfera terrestre: hago poco caso de ello; ...Euclides se entrega a los problemas complicados de sus figuras geométricas: yo lo aparto del mismo modo; enguanto a todos los retóricos con sus silogismos y sus cavilaciones sofísticas, los descalifico como indignos...» La ciencia monástica se repliega a posiciones místicas. La ciencia urbana balbucea: a pesar de Fulberto (muerto en 1028), la escuela episcopal de Chartres no brilla todavía. Incluso en la Italia septentrional, donde en Pavía y en Milán se encuentra sin duda el medio escolar más vivo (Adhémar de Chabannes declara hiperbólicamente: «In Longobardia est fans sapientiae (la fuente de la sabiduría está en Lombardía), la actividad intelectual es muy débil: de su principal representante a mediados del siglo XI, Anselmo de Besate, llamado el Peripatético autor de una Rhetorimachia, se ha podido decir que justificaba    abundantemente la acusación de puerilidad que recaía sobre él y sus colegas.   
   La cristiandad occidental revela a mediados del siglo XI debilidades estructurales en todos los campos, desventajas fundamentales considerables: una técnica y una economía atrasadas, una sociedad dominada por una minoría de explotadores y dilapidadores, la fragilidad de los cuerpos, la inestabilidad de una sensibilidad tosca, primitivismo del instrumental lógico, el imperio de una ideología que predica el desprecio del mundo y de las ciencias profanas. E indudablemente todos estos rasgos se seguirán dando a lo largo de todo el período que abordamos y que, sin embargo, es el de un despertar, un auge, un progreso.

Los triunfos de Occidente
  A partir de 1050-1060 se pueden descubrir los primeros signos de ese desarrollo y captar sus resortes. La cristiandad medieval, al lado de sus debilidades y sus desventajas, dispone
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de estimulantes y triunfos. Los analizaremos y los veremos actuar en la primera parte de este libro. Es preciso señalarlos partir de ahora.
   Lo más espectacular es el aumento demográfico. Por múltiples índices se ve que la población de Occidente crece sin cesar a mediados del siglo XI. La duración de esta tendencia prueba que la vitalidad demográfica era capaz de superar los estragos de una mortandad estructural y coyuntural (la fragilidad física endémica y las hecatombes de las hambres y las epidemias), y el hecho más importante y más favorable es que el crecimiento económico supera a este crecimiento demográfico. La productividad de la población fue superiora su consumo.
   La base de este auge occidental fue, en efecto, un conjunto de progresos agrícolas a los que, no sin alguna exageración, se ha dado el nombre de «revolución agrícola».Los progresos en las herramientas (arado con ruedas, utensilios de hierro) y los métodos de cultivo (rotación trienal), a la vez que el acrecentamiento de las superficies cultivadas (desmontes) y el aumento de la fuerza de trabajo animal (el buey es reemplazado por el caballo; nuevo sistema de enganche), han supuesto un aumento de los rendimientos, una mejora en la cantidad y en la calidad de los regímenes alimenticios.
   El desarrollo artesanal, y en algunos sectores puede decirse que incluso industrial, duplica el progreso agrícola. Desde el siglo XI es sorprendente en un dominio: el de la construcción. La  del construcción del «blanco manto de iglesias» de que habla Rodolfo el Lampiño lleva consigo el desarrollo de técnicas de extracción y de transporte, el perfeccionamiento de las herramientas, la movilización de grandes masas de mano de obra, la búsqueda de medios más potentes de financiación, la incitación al espíritu de aventura y de perfeccionamiento de los descubrimientos,
y, por último, la movilización en determinadas obras de gran tamaño (iglesias y castillos) de un conjunto de medios técnicos, económicos, humanos e intelectuales excepcional.
   Sin embargo, los centros de atracción esenciales y los principales motores de la expansión se hallan quizá en otra parte. Los excedentes demográficos y económicos impulsan la formación y el crecimiento de centros de consumo: las ciudades. Indudablemente, el progreso agrícola es el que permite y alimenta el auge urbano. Pero en cambio éste crea obras donde se desarrollan experiencias técnicas, sociales, artísticas o intelectuales decisivas. La división del trabajo que se realiza en ellas lleva consigo la diversificación de los grupos sociales y da un impulso [26] nuevo a la lucha de clases que hace progresar la cristiandad y el desarrollo occidental. La aparición de excedentes agrícolas de centros de consumidores, aumentan la participación de la moneda en la economía. Este progreso de la economía monetaria trastorna a su vez todas las estructuras económicas y sociales, y va a ser el motor de la evolución de la renta feudal. Después de una larga fase de desarrollo y de adaptación del mundo feudal a estas condiciones nuevas, estallará una crisis al final del siglo XIII y en el XIV, de la que saldrá el mundo moderno precapitalista. La historia de las transformaciones de la sociedad de la cristiandad medieval, entre este despertar y esta crisis, es el tema de este libro.
  A partir de 1060 aparece ya el nuevo Occidente, por lo menos en dos zonas de la cristiandad: al noroeste de la baja Lotaringia y en Flandes, donde se pueden resaltar dos de sus manifestaciones espectaculares, el éxito inicial del movimiento social político urbano con la caída de las franquicias de Huy (1066) y las primeras obras maestras del arte del Mosa. Hay que señalar además que esta floración afecta del mismo modo a los centros monásticos tradicionales que a los focos urbanos en expansión. Al lado de la escuela episcopal de Lieja, cuyo gran hombre es el obispo Wazo († 1048), los talleres de Huy y  de Dinant, las abadías, en muchos casos además urbanas, de Lobbes, de Waulsort, Stavelot, Saint-Hubert, Gembloux, Saint Trond, Saint·Jacques y Saint-Laurent de Lieja y, algo más lejos, Saint·Vanne de Verdún y Gorze, se hallan en el más alto grado de irradiación. Es preciso señalar que seria estéril y  falso oponer demasiado radicalmente los aspectos de civilización que, a pesar de pertenecer unos a la tradición del pasado y los otros al porvenir, por no decir a lo nuevo, han sido captados en el mismo impulso y son dos caras de un mismo rostro, el de esta cristiandad bifronte de la Edad Media.
   Podemos situar otro foco al sur de la cristiandad, en Italia septentrional, donde las revueltas de Milán entre 1045 y 1059 (la de los burgueses y la de los patarinos) revelan, a través del replanteamiento de las estructuras políticas y de las prácticas religiosas, la eclosión de una economía, de una sociedad y de una mentalidad nuevas. En las costas italianas, los primeros triunfos de Venecia, Génova, Pisa y Amalfi, completan esta impresión, destacando la parte que el gran comercio empieza a desempeñar en las transformaciones de Occidente.
    El sincronismo de estos dos fenómenos, al norte y al sur, significa también que las llanuras septentrionales, teatro principal del auge demográfico y del progreso agrícola, van a desempeñar
[27] un papel de primer plano en la cristiandad y a acentuar el desplazamiento hacia el norte de los centros motores de Occidente; pero el mundo mediterráneo se halla lejos de haber perdido su importancia.
     Por último, podemos decir que en toda la cristiandad, desde Asturias a Escandinavia, a la Gran Polonia y a Hungría, el ímpetu ascendente de Occidente deja un signo de su fuerza creadora: el arte románico.


                                                                                   


                                                              

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