lunes, 9 de mayo de 2016

IV. LA SOCIEDAD EN EL IMPERIUM ROMANUM CHRISTIANUM: ECONOMIA y ORDEN SOCIAL - Maier, Franz G.; Las transformaciones del mundo mediterráneo. Siglos III – VIII



Maier, Franz G.; Las transformaciones del mundo mediterráneo. Siglos III – VIII, Editorial Siglo XXI Editores, Madrid, 1994.
IV. LA SOCIEDAD EN EL IMPERIUM ROMANUM CHRISTIANUM: ECONOMIA y ORDEN SOCIAL
La vida de los hombres del siglo IV estaba regida por el estado romano tardío, gobernado por monarcas militares absolutistas, y administrado por una burocracia centralizada. Junto a este poder del saeculum, claramente perceptible por todos, se alineaba la autoridad espiritual y el poder social de la Iglesia. Tras los grandes movimientos políticos y religiosos, se produjo una general transformación de la estructura social del imperio, que si bien estaba mediatizada por la Iglesia, repercutía, a su vez, en ella. La ley que rige la evolución de la sociedad entraña un proceso más lento que la que regula el desarrollo político, interno y externo. Sólo en las grandes crisis, en los procesos revolucionarios, que también sacuden la sociedad, ésta se ve envuelta en un rápido proceso de transformación.
       Va surgiendo así una nueva sociedad, extraordinariamente estratificada en clases y estamentos, con una economía estatal centralizada, en cuyo marco aumenta constantemente la propiedad latifundista; esta estructura social no es, en muchos aspectos, sino el fruto de una evolución de las tendencias sociales del siglo III. Sin embargo, existen determinadas diferencias de gran importancia. Ya en el siglo III, la sociedad se encontraba pro­fundamente enfrentada a las formas sociales y económicas crea­das por la paz imperial. El proceso de transformación había tenido lugar de muy diversas formas, tanto en las diferentes regiones del imperio como en los diversos sectores sociales. Aho­ra se consolidaban y definían en formas y estructuras univer­sales, que sólo fueron vagas tendencias o manifestaciones aisla­das de la vida social. La sociedad del siglo IV dejó de ser una frágil y precaria estructura, necesitada de medidas de urgencia. Se decantaron nuevas formas y el proceso social recobró, en gran medida, su estabilidad, que, a veces, iba ligada a la recuperación económica. Junto a la constante crítica se exteriorizó también una conciencia de esperanza; nuevas fuerzas creadoras hallaron su expresión en el arte y en la literatura.

a) Cambios de las formas económicas.
Fundamento y factor determinante en la construcción del nuevo edificio social son los profundos cambios operados en la estructura económica. El sistema económico de la época impe­rial estaba decisivamente determinado por dos elementos. Por una parte, el intercambio de bienes en todo el imperio hizo posible la especialización de algunas provincias en monocultivos particularmente rentables o en determinadas actividades arte­sanales. Por otro lado, las formas productivas propias de las ciudades (que comprendían, sobre todo, el comercio y la in­dustria) coexistían con una economía predominantemente agraria a escala imperial. El grado de urbanización era evidentemente muy distinto en cada una de las regiones del imperio, pero, solo en algunas de ellas, las ciudades, con sus características formas económicas y de explotación, jugaban un papel impor­tante. Además, la ciudad de la época imperial, a pesar de sus industrias y empresas comerciales, era más un centro de resi­dencia y administración, que de actividad económica. No existía una industria y un capitalismo modernos, como se deduce del escaso desarrollo de las instituciones bancarias y crediticias.
  Con el constante crecimiento del ejército y de la burocracia, como consecuencia de las guerras defensivas del siglo III, el estado hubo de afrontar crecientes necesidades financieras, al tiempo que se producía un retroceso en la producción, la desvalorización de la moneda y, por consiguiente, la disminución de los ingresos fiscales. Agricultura, artesanía y comercio se veían dañados por las guerras, las luchas civiles y las requisici­ones. La creciente presión de los impuestos tuvo consecuencias ruinosas para todas las clases sociales. «Diariamente podía verse cómo aquellos que ayer eran los más ricos se veían obligados hoy a recurrir a la mendicidad». Las consecuencias econó­micas de las incursiones de los bárbaros y de las guerras civiles del siglo III se perciben con gran claridad en las Galias, una de las provincias de Occidente más ricas y productivas, pero también de las más vulnerables, a causa de sus exportaciones de vino y cerámica, que llegaban hasta África y Siria. Una mani­festación complementaria de las tendencias depresivas de la eco­nomía es la desvalorización inflacionista de la moneda, ligada, a su vez, a las subidas de precios. La moneda más usada, el dena­rio, descendió, hacia la mitad del siglo III, a 1/30 de su poder adquisitivo precedente. Para remediar esta situación, Caracalla introdujo una segunda moneda de plata, el antoninianus. Pero también su contenido en plata se fue reduciendo y, bajo Claudio Gótico, ya sólo era una moneda de bronce o cobre, recubierto con un ligero baño de plata.  
   Los males del siglo III - retroceso de la producción, reducción de los ingresos y aumento de los gastos estatales-  persistieron durante el siglo IV. El imperio seguía estando militarmente a la defensiva. Es cierto que se redujo la fuerza de 1a amenaza exterior, pero, a partir de los años setenta, volvió a recrudecerse. Los gastos en burocracia y ejército subieron de  nuevo: la annona tenía que subvenir diariamente a los gastos de mantenimiento de 300.000 a 400.000 soldados y a medio millón aproximadamente de beneficiarios de la atención pública en las grandes ciudades; se mantuvo, pues, la incongruencia de necesidades y medios. Escritores de la época describieron -no sin cierta exageración-el cuadro impresionante de la despoblación del campo y del empobrecimiento de las ciudades de las Galias. Esta difícil situación, provocada por la amenaza exterior, motivó ciertas reformas, que fueron mucho más allá de la meta que, en principio, se perseguía: asegurar la defensa del imperio. Diocleciano y Constantino comenzaron por adoptar medidas pragmáticas para el saneamiento de la situación militar y financiera, pero, a partir de ellas, se creó en seguida un amplio y complejo sistema de reformas económicas y sociales. Esta reforma social entrañaba, junto a meras tentativas restauradoras, extraordinarias innovaciones e introdujo cambios de enorme transcendencia en la sociedad romano-tardía. El paso de las reformas pragmáticas a un verdadero sistema de reformas sociales se basaba en la lógica interna y en la obligatoriedad de tales medidas. Pero, además, Diocleciano y Constantino, junto con algunos de sus seguidores, pensaban y planeaban como verdaderos reformadores: «Corresponde a nuestra sabia previsión, a nosotros, padres del género humano, acabar con situaciones insostenibles mediante leyes justas y otras medidas que puedan convertir en realidad las viejas e insatisfechas esperanzas de los hombres en el bienestar general».
   Tanto sus intenciones reformistas como sus medidas, no siempre eficaces, se aprecian con todo detalle en aquella colección de constituciones imperiales que mandó codificar Teodosio II en el año 438: el Codex Theodosianus.
    La economía dirigista-fiscalista se mostró incapaz de mejorar la situación e, incluso, ahogó muchas fuerzas e iniciativas. La bienintencionada reforma condujo muchas veces a un dañino circulus vitiosus: tales intromisiones provocaron, directa o indirectamente, transformaciones sociales, que condujeron a un rígido sistema social, lo que, a su vez, provocó nuevos retrocesos en la situación económica.
La política fiscal elevó aún más, mediante el aumento de los impuestos, la explotación de los súbditos. El impuesto mixto por terreno y por cabeza (capitatio-iugatio), espina dorsal de la política impositiva, era en sí mismo útil y, desde el punto de vista de una política financiera, justo. Pero, en la práctica, resultaba extremadamente gravoso para toda la población imperial, pues junto a él existían los odiados impuestos de pro­ducción (collatio lustralis) y todo un sistema de tributos en especies y de prestaciones personales (munera), destinados, so­bre todo, al aprovisionamiento del ejército. Innumerables funcionarios del fisco, corrompidos, codiciosos y sin escrúpulos, fijaban el volumen de los impuestos y exigían el pago de los atrasos. Algunos contemporáneos, como Lactancio, Zósimo o Li­banio, nos describen escenas terribles: la población es reunida en la plaza del mercado y, aplicando tormentos o haciendo que los niños denuncien a sus padres, se fijan impuestos exorbitan­tes. Los niños son entregados a la esclavitud o a la prostitución para reunir las sumas demandadas. Resultaban proverbiales la corrupción y el enriquecimiento de los recaudadores y los curiales, encargados de llevar a cabo en las ciudades las exacciones estable­cidas. Al final, sólo llegaba a las arcas estatales una pequeña parte de las elevadas recaudaciones. Salviano decía en el siglo V que el estado romano moriría encadenado por su propio sis­tema impositivo, como alguien que es estrangulado por un ladrón. Incluso si prescindimos de lo que haya en estas descripciones de intencionada exageración, resulta innegable el hecho de que las exigencias fiscales superaban, a veces, las posibilidades de los sectores productivos. El dudoso éxito de tal política se manifiesta claramente, por una parte, en la siem­pre creciente presión fiscal y, por otra, en la considerable ex­tensión del fraude, hecho muy significativo en aquel tiempo.
    Mediante privilegios, se garantizó la exención del pago de impuestos a la Iglesia y al clero, pero también a muchos miem­bros de las clases altas, sobre todo a los terratenientes, cuando no se negaban sin más a pagar los impuestos, escudados en su posición frecuentemente invulnerable. «El deber general, demandado por Nos a cada uno, de prestar los servicios prescritos, debe ser observado por todo el mundo, sin consideración de méritos o de personas. De todas formas, existen casos en que hacemos excepciones a esta regla general, bien por el rango bien por el mérito de las personas ( ... ) los más grandes em­pleados de la corte y los miembros del Consistorio Imperial, así como las iglesias, los retóricas y los gramáticas deben ser eximidos de la prestación de los más bajos servicios». Excluidas las clases superiores del pago de impuestos, el peso fiscal se cargó sobre las clases productoras propiamente dichas. Presión fiscal, requisiciones violentas, impedimentos a la producción, provocados por crisis interiores y exteriores, condujeron a la desaparición de los capitales de la burguesía de las ciudades y a un insoportable endeudamiento de los agricultores, originado por los préstamos que habían de pagar hasta con un 50 % de interés. Como consecuencia de ello, se produjo una nueva regresión en los ingresos y, finalmente, como último pasó de este círculo vicioso, volvió a apretarse el torniquete de los impuestos: «Existen muchos propietarios cuyas exenciones fiscales soportan los pobres, es decir, existen muchos propietarios cuyas cargas tributarias hacen perecer a los pobres».
Ya en el siglo III, sobre todo en Egipto, se difundió un nuevo tipo de evasión del sistema tributario: la huída al desierto, no para dedicarse a la contemplación, como ocurría con los anacoretas religiosos, sino para evitar a los recaudadores. Por varios motivos, este tipo de aislamiento fue muchas veces un subterfugio para ocultar intereses terrenales, lo que motivó una fuerte reacción estatal, que no siempre se vio coronada por el éxito. «Algunos sujetos, poco amigos de trabajar, se han substraído a sus obligaciones para con la comunidad y, bajo el pretexto de la religión y de perseguir la soledad, se han reunido con los monjes en lugares escondidos. Por tanto, ordenamos con la mejor intención, que todas las personas de esta especie, que se encuentren en Egipto, sean sacadas de sus escondrijos, por el comes orientis y llevadas a cumplir los servicios públicos, a que están obligadas».
Pero no sólo la explotación directa, mediante los impuestos, frenaba la vida económica. En estrecha concordancia con el sistema tributario, se desarrollaron toda una serie de medidas contra el fraude fiscal, que terminaron por configurar una economía dirigista y forzada. El remedio universal de la política consistía, pues, en el intento de regular más exactamente aún todas las prestaciones de servicios y, al mismo tiempo, asignar a cada súbdito su puesto de trabajo, para mejor controlarlo.
Ejemplo del intento de reglamentar la vida económica hasta en sus últimos detalles fue el edicto de precios máximos (Edictum de prettis rerum venalium), promulgado por Diocleciano en el año 301, en el que se fijaban, considerando especialmente las necesidades del ejército, los precios máximos de los alimentos de los bienes de consumo, y de los salarios para las di­versas prestaciones personales. Según Lactancio, el único efecto del edicto fue que los bienes enumerados en él desaparecieron del mercado. Ya en tiempos de Constantino el edicto hubo de ser derogado; con medidas dirigistas no se podía atajar la elevación de precios.
El sistema de seguridad estatal en materia de impuestos y prestaciones personales, basado en la colaboración de las cor­poraciones, se expresaba con singular relieve en la responsabi­lidad fiscal de los curiales (o decuriones) y en la transforma­ción de todos los gremios que eran importantes para satisfacer las necesidades públicas y para el abastecimiento de la pobla­ción y del ejército, en institutos coercitivos. Desde hacía siglos la administración de las ciudades romanas dependía de la Curia o Consejo Comunal, reclutado entre las clases altas de la ciudad. Incluso ahora, la posición de los curiales era dignísima y entrañaba múltiples prerrogativas; oficialmente, su rango venía inmediatamente después del de los clarissimi y, de hecho, ocu­paban el lugar de la vieja orden ecuestre. Pero, el estado les impuso, además de sus obligaciones en la administración de la ciudad, la responsabilidad de las recaudaciones, tanto en dinero como en especies, y de las prestaciones para el abastecimiento del ejército.
A la función propia de alcaldes y concejales, ya de por sí pesada (financiación de juegos y construcciones públicas) se añadía ahora también la de funcionarios del fisco, no remunerados. Cada Curia tenía que procurar, en el ámbito de la civitas y, si fuera necesario, con ayuda de sus propios fondos (substantia curialis), que se realizase la recaudación fijada por el prefecto pretoriano, así como las demás prestaciones al estado.
    Ya en el siglo III, apareció un amplio sistema de prestacio­nes de toda índole (munera), destinadas, sobre todo, a satisfacer las necesidades del ejército y de las grandes ciudades: para obras públicas, para mantenimiento y alojamiento de la tropa y de los funcionarios estatales en viaje, para el cambio de caballos del correo estatal, para el transporte de cereales y el aprovisiona­miento de las grandes ciudades. Las corporaciones gremiales, existentes desde hada mucho tiempo (collegia), fueron someti­das ahora al control del estado, como por ejemplo la de los marinos (nautae) o la de los traficantes de cereales (negotiatores frumentarii), y así, paulatinamente, se llegó a una especie de red estatal de transporte y aprovisionamiento. La participación en los collegia era obligatoria para todos los profesionales del ramo. A veces estaban organizados incluso en cohortes y sometidos a la disciplina militar, como, por ejemplo, gremios tan importantes para el transporte como el de los arrieros (mu­liones), los caballerizos (hippocomi), los carreteros (carpentarii) o los veterinarios (mulomedici). Pero también los navieros (navicularii), en cuyas manos se hallaba el negocio del transporte: marítimo, estaban sometidos a control, lo mismo que el importante corpus pistorum, corporación que comprendía a molineros y panaderos y estaba encargada del abastecimiento de las grandes ciudades: «La secretaría de Vuestra Espectabilidad preste atención a que ningún miembro del gremio tenga la más mínima posibilidad de separarse de él, incluso en el caso de que todos los demás panaderos asintiesen a su despido»; de este modo exhortaba la cancillería imperial a Símaco, prefecto de Roma ".                                                                                                                                             
Paralelamente a la supervisión de los collegia por el estado, se crearon empresas estatales, sobre todo para la adquisición de materias primas y para el aprovisionamiento del ejército. Junto a las minas, que en su mayoría se encontraban en poder del estado y cuya mano de obra seguía reclutándose por el sistema de condena ad metalla, surgieron fábricas de armas y tejedurías de lana y lino. Los fabricenses, que trabajaban en las fundiciones de armas del estado, estaban militarizados y llevaban un distintivo en el brazo. Entre los grupos sociales más fuertemente ligados a su profesión se encontraban los colonos. En realidad, el colono sólo dependía de su señor y únicamente a él estaba obligado a prestar determinados servicios, pero, en interés de la política fiscal, para asegurar la continuidad en el pago de los impuestos y la realización de las prestaciones (munera), se les vinculó jurídicamente a su puesto de trabajo.
Como reacción contra el sistema de seguridad de prestaciones e impuestos, algunos individuos e, incluso, grupos enteros, intentaron escapar a tales obligaciones. Tales tentativas se hicieron particularmente significativas y masivas en el llamado movimiento de los patrocinios. El sometimiento al poder protector de los altos funcionarios civiles y militares (patrocinium potentiorum) parece haber jugado al principio un papel más importante en Oriente, pero, ya a finales del siglo IV, se extendió con rapidez a otras regiones del imperio. Puesto que los altos funcionarios eran también terratenientes, terminó por convertirse en una constante la extensión del poder protector del latifundista a los labradores libres de los alrededores. Para escapar de las contribuciones y de los brutales métodos con que a menudo se realizaba su recaudación, labradores libres o pueblos enteros entregaban sus posesiones al terrateniente, del que, a su vez, las recibían en ocasiones algo aumentadas, como arrendatarios (precario), asegurándose, en contrapartida, la protec­ción de estos señores. El paso al patrocinium, que convirtió a los labradores en colonos, fue, en realidad, un intercambio de obligaciones contra terceros, pero resulta significativo que la dependencia de los terratenientes (de hecho, ofrecía también, seguridad económica y protección contra la opresión fiscal) se considerase más suave. De ahí que el patrocinio de bienes se extendiese no sólo a los pequeños labradores sino también a los oficios artesanales e, incluso, a los curiales. La fuerza de atracción y la protección que ofrecían las grandes propiedades con­dujo, a finales del siglo IV, a una masiva huída de las ciudades hacia el campo.
El estado intentó proceder enérgicamente contra tales eva­siones. El Codex Theodosianus está lleno de desesperadas llamadas para retener a los hombres en funciones de por sí ruinosas cuando la Iglesia y la misma administración estatal ofre­cían mejores posibilidades de evasión: «Observamos que muchas personas se ponen bajo la protección de los poderosos para sustraerse a la prestación de los servicios a que están obligados en sus diferentes lugares de residencia. Todo el que violare esta ley, pagará a nuestra caja estatal cinco libras en oro, si es decurión, y una libra, si pertenece a un collegium. Los terratenien­les deben despedir a toda persona que hayan aceptado con estas características, si no quieren seguir provocando la ira de Nues­tra Benevolencia, despreciando Nuestras Leyes». «Declaramos que nadie tendrá libertad para refugiarse en el servicio eclesiástico abandonando el cumplimiento de sus deberes de panadero». «Pa­ra. que los decuriones no se ausenten por tiempo indefinido o entren en la administración imperial, con daño de sus ciudades, sus posesiones pasarán al consejo de la ciudad, a no ser que regresen antes de los cinco años» .
Muchas fuentes parecen mantener la opinión de que el sis­tema de corporaciones forzosas, de industrias estatales y de colonato condujo, al igual que el sistema fiscal directo, a un retroceso de la producción. Paralelamente a esto, se habría pro­ducido una depresión en la economía de las ciudades, a causa de la paralización de la iniciativa privada y de la desaparición de sus fundamentos monetarios, que, a su vez, favorecería el desarrollo de una economía no monetaria basada en explota­ciones agrarias autárquicas. Tales fuentes, como es natural, exa­geran los aspectos negativos de la situación. Sin duda alguna, en el siglo IV, se produjeron fenómenos económicos regresivos en diferentes puntos y momentos, que se manifestaron en el retroceso de la producción y, por consiguiente, en una considerable disminución de los ingresos estatales. Sin embargo, esta tendencia, contrariamente a lo que ocurrió en el siglo III, fue atajada y debilitada con más prontitud. La situación económica de la población en el siglo IV es más comparable a la de fina­les del siglo II que a la profunda depresión de mediados del siglo III.
Ya invita a reflexión el simple hecho de que el imperio, hasta bien avanzado el siglo V, pudiera cumplir sus funciones políticas y militares (aunque, frecuentemente, con dificultades). De hecho, en la vida económica no sólo se manifiestan rasgos de decadencia y estancamiento, sobre todo si no se fija unila­teralmente la atención en el Occidente de imperio. Con la vuelta a condiciones estables y a una situación política ordenada, se consiguió, a grandes rasgos, un buen funcionamiento del siste­ma, una eficacia productiva dentro de determinadas limitaciones, e, incluso, una cierta recuperación de la economía. En la Galia puede hablarse de una recuperación económica relativa­mente importante, pero es, sobre todo, en el Oriente del imperio donde se da un cierto florecimiento económico a finales del siglo IV y durante el siglo V. Los grandes centros productivos y las metrópolis comerciales siguieron floreciendo, sobre todo en Siria y Egipto, regiones apenas afectadas por los trastornos po­líticos. Un rico comercio se desarrolló por el mar Negro hasta Rusia, Turquestán y China, y, a través del mar Rojo, hasta Etiopía y la India. Una red de agencias comerciales se extendía por todo el mar Mediterráneo y, en Occidente, hasta París. Constantinopla fue en aquel tiempo una especie de plataforma del comercio internacional.
La estabilización de la moneda siguió un camino paralelo a la recuperación económica. Junto a la moneda de cobre, el follis, que se utilizaba en los intercambios diarios, el solidus de oro, acuñado en tiempos de Constantino, con un peso apro­ximado de 4,5 gramos, se convirtió en la auténtica base del tráfico monetario. Siguió siendo la moneda más importante del Imperio Romano de Oriente y del Imperio Bizantino y se mostró como una de las más estables de todos los tiempos. Su valor permaneció sustancialmente constante hasta el reinado del emperador Alejo I (1081-1088). El fortalecimiento de la mo­neda, en el siglo IV, llegó a tener consecuencias deflacionistas, hundiéndose los precios de mercancías fundamentales, como los cereales y la carne. De todos modos, fueron las clases altas las que exclusivamente se aprovecharon de la estabilidad de la moneda de oro; grandes grupos de la población fueron excluidos de los beneficios, a causa de la continua elevación de los [80] impuestos y de la costumbre de pagar los salarios en especie. La división de la población en dos grupos totalmente diferenciados por sus posibilidades económicas, fue favorecida por el hecho de que la riqueza y el poder económico descansarían, de ahora en adelante, en una doble acumulación de capital, en oro y en tierras.
A pesar del fiscalismo y de la presión tributaria, a pesar de 1a creciente descomposición del campesinado libre (especialmen­te, en la parte oriental del imperio), la recaudación de impues­tos volvió a elevarse y llegó a cubrir las necesidades, estatales, lo que aseguró, mejor que antes, una normal administración, un ejército capacitado y una mayor capacidad de maniobra en el campo de la diplomacia. Esta situación subsistió hasta las gran­des invasiones de los pueblos bárbaros y aseguró a la parte oriental del imperio pleno éxito en su defensa. Estabilización y recuperación no pudieron, sin embargo, reducir los peligros y las desventajas inherentes al dirigismo económico, que no sólo se reducían a los temporales retrocesos en la producción o a la corrupción de la burocracia, siempre en aumento, pese a todas las medidas tomadas por el emperador. Peores consecuencias tuvieron los intentos de todas las clases sociales de sustraerse a la presión del dirigismo económico estatal; intentos que iban desde la revuelta de los campesinos hasta los ingeniosos métodos de evasión de impuestos. Estos acontecimientos debían con­trolarse sin poner en peligro el funcionamiento de la administración y de la economía. Pero la reacción defensiva del estado consistió en nuevas medidas coercitivas, que, di­recta o indirectamente, a través de la situación económica re­percutieron en el plano social, derivándose de ello importantes consecuencias sociopolíticas. El elemento económico decisivo fue el progreso de los grandes propietarios terratenientes.
Ya en el siglo III comenzó la lenta transmutación del centro de gravedad económico desde las ciudades hacia las grandes pro­piedades agrarias. Esta fue, por sus repercusiones sociales y po­líticas, la consecuencia de este proceso de transformación que más intensamente influyó en el futuro. En este proceso se entre­cruzan dos movimientos opuestos. Por una parte, se observa un retroceso del papel económico del estado. Situaciones críticas, en las que se interrumpieron las comunicaciones interiores, condujeron en muchos casos a la fortificación y simultáneo em­pequeñecimiento de las ciudades. Al mismo tiempo, la especial carga fiscal soportada por los sectores de la producción urbana, como la industria y el comercio, ejerció efectos depresivos sobre su potencial económico.                                                                                                             
De todas formas, la decadencia de las ciudades durante los siglos IV y V no se produjo con gran celeridad y presentó una intensidad muy diferente en las diversas provincias, al ser con­tenida por la estabilización y recuperación económicas que se produjeron a lo largo del siglo IV. En determinadas regiones, como Siria, siguió vigente la atracción de la ciudad sobre la población rural, lo que contuvo provisionalmente el avance del feudalismo.
Sin embargo, estaba en marcha una transformación de la estructura económica, que condujo a una preponderancia de la economía agraria y convirtió a las grandes propiedades rurales, favorecidas por las posibilidades de inmunidad frente a los impuestos y por la seguridad de las inversiones, en auténtico sostén de las clases dirigentes del imperio. Los orígenes de tal evolución son muy antiguos; ya Plinio afirmaba en el siglo I que la mitad de la provincia de África estaba en manos de seis terratenientes. Pero ahora, la absorción del pequeño campesinado independiente por las grandes propiedades -lo que puede verse en la redacción romano-tardía del corpus iuris o en la relación de Salviano- se convirtió en un fenómeno característico de la época.
Los grandes latifundistas no crearon nuevos métodos de administración económica ni renovaron las técnicas agrícolas. El nivel tecnológico era aquí, como en cualquier otra actividad -a excepción de la arquitectura y la ingeniería-, apenas diferente al que alcanzó el helenismo. Paladio, el último representante romano de los estudios agronómicos, repetía inútilmente en su Opus agriculturae las proposiciones de un Plinio o de un Columela. Bien es verdad que las actividades más lucrativas -ganadería, cultivos de olivo y vid y horticultura- se centralizaron en la propiedad agraria principal. Pero, los colonos conservaron las técnicas tradicionales del cultivo de los cereales, lo que convertía cada explotación agraria (fundus) en un gigantesco conglomerado de pequeñas explotaciones campesinas. Aunque las técnicas de explotación no cambiaron, la general difusión de la gran villa rústica introdujo notables transformaciones económicas y sociales. La gran propiedad agraria pasó a ser una unidad económica, al incorporar formas de producción, que originariamente fueron propias de la ciudad; determinadas actividades de la industria y la artesanía pasaron a formar parte de la explotación rústica. Las grandes fincas no producían solamente para cubrir las propias necesidades, sino también las regionales; los mercados dependientes del fundus no sólo comer­cializaban la producción agraria sino también los productos de  alfarería, tejeduría, fragua, panadería y carnicería.    El fundus -que, según Paladio, ahorraba el camino de la ciudad a los campesinos- constituía una unidad económicamente autárquica. La industria rural debía aportar beneficios adicionales.
La mayor concentración de las fuerzas productivas en el cam­po no implicó una transición de la economía monetaria a la no monetaria”. El avance parcial, favorecido por los munera, de las formas económicas no monetarias ofrecía fuertes diferen­cias en las diversas regiones y provincias del imperio. Es digno de señalar que, en el transcurso del siglo, surgió de nuevo en Oriente una tendencia hacia la economía monetaria. Estado y economía comenzaron a recurrir nuevamente al dinero, como la más importante forma de pago.
     Fue decisivo para la transformación de la economía que se operase un retroceso de la compleja estructura anterior del co­mercio, basada en la posibilidad de unas comunicaciones relati­vamente rápidas, en unos mercados en gran medida abiertos y en cierta especialización regional de la producción. Ahora, por el contrario, el fundus se convierte en el centro de gravedad de la economía. La gran propiedad agraria (que, en ciertos aspectos económicos e incluso, en el estilo de vida, entraña algunos rasgos “feudales») aparece, por consiguiente, desde el siglo IV, como el factor dominante en las vastas regiones rurales del im­perio. El poder de la nobleza imperial se apoyaba, económica­mente, sobre todo, en las propiedades rurales. La aristocracia senatorial vivía en el campo, y no sin lujo y refinamiento, de lo que dan claros ejemplos un Ausonio, en el siglo IV, o un Sidonio Apolinar, en el siglo V. En manos de las grandes fa­milias se encontraban extensísimas e innumerables posesiones, la más de las veces en distintas provincias del imperio. Los bienes de los Símacos -administrados, como era habitual, por agentes (procuratores) o arrendatarios (conductores)- estaban situados en el Lacio, Campania, Italia meridional, Sicilia y Mau­ritania; otras familias nobles romanas tenían propiedades en Italia, Sicilia, España y África. A esto hay que añadir que tales familias, por sus inmensos capitales, estaban ampliamente prote­gidas de las crisis económicas y de las inflaciones.
La transición gradual de la civilización urbana a las formas de vida de las grandes propiedades agrarias no se aclara sufi­cientemente sobre la base de simples factores económicos y po­líticos; sobre todo, si tenemos en cuenta que se produjo en una época de gran peligro para las abiertas zonas rurales. La pérdida de poder de una parte de la aristocracia y el menor atractivo ejercido por las ciudades determinó, en gran medida, el regreso a las grandes propiedades rurales. Pero, sin duda, hay que añadir a esto un fenómeno difícilmente concretable: un cambio del estilo de vida, del gusto por determinadas formas de existencia.
Esta evolución tiende hacia un sistema económico basado en pequeñas unidades autárquicas. De él derivan organizaciones políticas, que se asientan sobre la propiedad y el señorío de la tierra: la gran masa de la población vive en el campo en régimen de semilibertad; la clase dominante es sostenida económicamente por la producción de esta población rural. Esta estructura económica es, en realidad, más compleja, debido a su relación con las actividades comerciales y artesanales. Pero, a partir de ella, en un largo proceso de siglos, cristalizarán en Occidente las condiciones básicas de la Edad Media.

b) Una nueva estructura social.
El cambio de la concepción económica, motivado por el progreso del latifundismo, constituyó la base y, al mismo tiempo, el elemento dinámico para la transformación de la estructura social. Se unieron a él otros factores: el profundo cambio de la situación política; el absolutismo, con sus medidas dirigistas y los intentos de oposición contra el sistema de prestaciones de servicios obligatorias. Todas estas motivaciones se hallaban en constante y estrecha interacción, que sólo el espectador posterior intenta separar artificialmente. De ese proceso de interacciones surgió una estructura social, que, en sus rasgos fundamentales, se mantuvo durante siglos. De la transformación de los grupos sociales existentes nació un nuevo sistema de relaciones entre clases, diferenciadas por su poder, posesiones y posición jurídica y se formó una sociedad cerrada, en la que la posición social del individuo estaba establecida de antemano y resultaba, sustancialmente, inmutable.
La sociedad de la época imperial, tal como había salido del viejo orden social del final de la república, se articulaba en las tradicionales clases senatorial, ecuestre y plebeya. Sin embargo, tal articulación, en la que se mezclaban distinciones por nacimiento, méritos y propiedades, no reproduce la auténtica realidad. La sociedad de la época imperial era apolítica y, al mismo tiempo, más abierta y móvil. Tanto la propiedad como el servicio al emperador conducían rápidamente hacia la cúspide. Sin embargo, no se llegó a una total supresión del viejo orden estamental, al paso de una sociedad de clases a una sociedad de rendimien­to. La admirable capacidad creadora y asimiladora de las clases altas neutralizó considerablemente las repercusiones de la fluc­tuación social.
La depauperación de la burguesía y el campesinado dividió a la sociedad romano-tardía en dos grupos extremos. Las clases bajas se empobrecieron cada vez más, oprimidas por el peso económico de los múltiples munera e impuestos; los restos de las viejas clases medias fueron pulverizadas. Por el contrario, el latifundio, protegido por amplias exenciones de impuestos, se apoderó de una manera cada vez más absoluta del poder económico; el capital se concentró en el pequeño círculo de los grandes propietarios terratenientes. Un reducido número de dominadores, cada vez más influyente en el plano económico y político -los potentes u honestiores- se contraponía a la gran masa empobrecida de los dominados o humiliores. Evidentemente, estas capas sociales no eran del todo homogéneas. Entre los humiliores se destacaron varios grupos profesionales. Las diferencias entre los libres empobrecidos, los colonos y los esclavos desaparecieron, tanto jurídica como económicamente; por el contrario, sólo el oficio y la actividad determinaban la posición social y el rango.
En la alta capa social, las diferencias entre la nobleza propiamente latifundista y la alta aristocracia militar y administrativa eran más políticas que económicas. Ya la nobleza de la primera época imperial tenía pocos rasgos comunes con el estamento senatorial de la República. Las grandes familias aristócratas habían desapa­recido hacía mucho tiempo, formándose una especie de aburguesada nobleza militar y administrativa, a la que podían acceder fácilmente las familias más notables del orden ecuestre. Pero incluso este estamento, hasta entonces privilegiado, fue diezmado y desposeído en el transcurso del siglo III. En su lugar, como nueva clase dirigente, se afirma el nuevo grupo de los potentes. Esta nueva aristocracia provenía, en parte, de las familias de la vieja nobleza senatorial y latifundista, pero, sobre todo, de los militares de alta graduación y de los altos funcionarios. A ellos se añadió un grupo de nuevos ricos -restos de la alta burguesía de las ciudades- que, aprovechándose de los conflictos políticos del siglo III, se habían abierto paso hasta la clase de los honestiores. Los clarissimi poseían no sólo una elevada consideración social, sino también importantes privilegios, como el de la inmunidad de impuestos municipales y el de poseer organismos judiciales propios. La nueva clase dirigente no era una clase sin tradición y artificialmente creada. Los nuevos clarissimi se sentían fascinados por los modos de vida de la vieja aristocracia y, al mismo tiempo, el propio interés de clase les movía a tratar de unificar su heterogéneo grupo, formado por cultísimos descendientes de las viejas familias senatoriales y por homines novi, personajes brillantes, aunque sin escrúpulos. En el curso de un proceso muy distinto para cada provincia en intensidad y duración, con los restos de la vieja aristocracia agraria, con la nobleza militar y administrativa, poseedora además de grandes latifundios, y con buen número de familias del orden ecuestre, se formó la nueva nobleza senatorial romano-tardía: la clase de los honestiores, o como eran designados en el lenguaje usual de la época, de los potentes.
Sociológicamente la aristocracia imperial coincide con la clase de los grandes latifundistas. Con sus grandes dominios en África, Galia o Asia Menor, el grupo relativamente pequeño de los latifundistas constituía el centro de gravedad del poder económico y disponía de los medios de producción más importantes. La propiedad de la tierra y la vida en las villas principescas acuñaron con fuerza unificadora el estilo de vida de la nobleza, como se nos muestra vivamente aún hoy en las edificaciones y mosaicos de las grandes residencias señoriales de Sicilia, Siria y Africa: el dominus monta a caballo, va a cazar con su séquito, vigila sus finanzas y, a veces, se ocupa también de libros y mantiene contacto con gentes instruidas. La nobleza senatorial había perdido, hacía ya mucho tiempo, su viejo poder institucional como estamento. Pero recuperaba ahora una posición política clave, como auténtica detentadora de la administración y del poder imperial. Sus miembros eran realmente los potentes: econó­micamente, por la combinación de latifundio e inmunidad frente a los impuestos; desde el punto de vista político, por sus amplias posibilidades de acceso a cargos estatales decisivos. Los clarissimi hicieron valer muy pronto sus propios intereses de grupo frente al régimen absolutista; la misma nobleza de espada, que estaba al servicio del Estado, podía entrar en conflicto con el gobierno central y constituir un poder antagónico. No es ninguna casualidad que el gobierno imperial luchase constantemente, aunque sin resultados, contra la extensión de las grandes posesiones de los magnates. Pues la gran propiedad agraria no sólo constituía un centro de gravedad económico, sino que de ella hicieron los potentes su propia plataforma de poder en constante confrontación con el gobierno y con la administración. Las propiedades de la nobleza se encontraban delimitadas por sus propios mojones y separadas del ámbito administrativo de la ciudad. Su independencia económica y su privilegiada posición jurídica se vio fortalecida por las diversas exenciones fiscales y e! recurso de negar el pago de impuestos a los curiales, incapaces de llevar a cabo su cometido (desde el siglo IV, los nobles disfrutaban  de disposiciones legales que traspasaban la recaudación de los impuestos sobre las grandes fincas al officium del gobernador provincial).
En las grandes posesiones fueron apareciendo paulatinamente milicias privadas (bucellarii), un sistema judicial autónomo y cárceles propias. Se edificaron iglesias (capellae) aisladas, sólo dependientes de la jerarquía. El gran latifundio formaba así una unidad autónoma en los planos económico, fiscal, jurídico y religioso, que tendía a arrogarse las funciones públicas. Se dan aquí, por tanto, determinadas formas del feudalismo, pero no existe una estructura política específica, propia de una aristocracia feudal desarrollada.
Frente a los honestiores o potentes estaban los humiliores o tenuiores, es decir, la población trabajadora, productora, y, en relación a la nobleza, socialmente nivelada. Un proceso de rees­tructuración que, a su modo, fue tan importante como el de la clase dirigente, se produjo también en el extremo opuesto de la escala social. Los esclavos disminuyeron en número y perdieron significación económica. En la medida en que estaban ocupados en la economía agraria, se acercaban al status del proletariado semilibre campesino, pero sólo jugaban un papel hasta cierto punto relevante en los grandes latifundios y, precisamente, junto a los propietarios. En el campesinado, las transformaciones fue­ron decisivas. El número de campesinos libres disminuyó tam­bién de modo constante, pero nunca llegó a ser tan exiguo como el de los esclavos. Por varios motivos, la miseria económica pe­saba especialmente sobre el campesinado, que no siempre podía encontrar un refugio en el anacoretismo.
La política económica estatal, que los precipitaba en el endeudamiento y, por este camino, les hacía perder cada vez más su independencia; la presión fiscal, que les obligaba a buscar una protección eficaz en las grandes propiedades rurales y, final­mente, la natural necesidad de expansión de los latifundios, con su continua búsqueda de una fuente segura de mano de obra, motivaron el que muchos campesinos se hicieran colonos, en parte voluntariamente, en parte forzados por las circunstancias. La entrega jurídicamente formalizada (precario) de la propie­dad convertía al rusticus, vicanus o agrícola en colono de las grandes propiedades rurales. La lucha contra estos movimientos de patrocinio constituyó un aspecto del constante conflicto entre el estado y el latifundio. Pero la transformación de las capas inferiores campesinas en colonos parecía cada vez más irrever­sible.
El colono fue originariamente un arrendatario que pagaba una renta sobre la tierra. La mayor parte del terreno de los grandes latifundios fue arrendado a tales coloni, a cambio de la entrega de parte de la producción y por prestaciones de trabajo ( corvatae) . La dependencia económica que ello implicaba, consolidó las relaciones de sujeción y pertenencia del colono con su señor. Ya en el año 332, a consecuencia de un edicto de Constantino, el colono quedaba sujeto a la gleba (más exactamente, al registro catastral de su finca) y, de esta manera, a su profesión y a su señor.
La transición del campesinado libre al colonato no se produjo en todas partes sin resistencia. Movimientos campesinos, como el de los bagaudas de la Galia, manifestaban bien  a las claras la rebelión de este estamento contra su propio destino.
La aparición de los colonos semilibres, como representantes de un nuevo grupo social, junto a los supervivientes del campesinado libre, de las capas sociales inferiores de las ciudades y de los esclavos, es el envés de la evolución hacia el sistema feudal y constituye el otro extremo de la reestructuración social. Entre la gran masa de coloni y el pequeño grupo de la clase dirigente noble, la clase media burguesa, hasta entonces principal protagonista de la vida económica del imperio, perdió gran parte de su significación social. En un orden económico profundamente mediatizado por las ciudades, la burguesía había jugado un pa­pel importante, tanto en el comercio y la industria como en la administración y en los servicios. Ahora, entraba en una cierta decadencia, con excepción de algunos elementos que pudieron acceder a la nueva clase dirigente de los honestiores. Presión fiscal, confiscaciones, violentas exacciones, entregas forzosas y dificultad de comercio hicieron desaparecer los bienes de los curiales y despojaron a la bien situada burguesía de gran parte de su influencia precedente. Simultáneamente se reducía su importancia numérica, debido en parte a la emigración a las zonas de producción de las grandes posesiones y, en parte también, a su empobrecimiento y consiguiente proletarización. Esto no implica que no existieran burgueses bien situados, sobre todo entre los representantes del gran comercio y, más especialmente, del floreciente comercio oriental. Pero, el que sobrevivía eco­nómicamente, se camuflaba lo mejor posible para no convertirse, como curial, en prenda financiera del estado. Aunque no quedó ningún otro espada vital para una burguesía urbana al viejo estilo, se conservaron, junto a las industrias estatales, una parte de las actividades productoras de las ciudades. En poder de las clases populares medias y bajas, los plebei seguían estando en mu­chas pequeñas industrias artesanas que, junto a artículos alimenticios y otras mercancías de consumo corriente, fabricaban también productos especializados, como la lana y el lino. En Orien­te (Siria, Alejandría), siguieron existiendo industrias que exportaban sus magníficos productos textiles a todo el imperio. También el comercio, sobre todo el comercio con centros distantes, que traficaba con mercancías orientales de lujo, fue mantenido, en proporciones nada despreciables, por las corporaciones de mer­caderes (negotiatores) y navieros (navicularii). Al proceso de formación de nuevos grupos sociales se unió una paulatina con­solidación de los límites entre los distintos estamentos, que condujo a la fosilización del edificio social. El intento, extraor­dinariamente significativo para la comprensión de la evolución social del siglo, de aplicar el principio de nacimiento como índi­ce de pertenencia a un grupo social, fue una consecuencia de la economía de estado del tardío imperio romano; un último resultado del estatismo intervencionista de un sistema burocrá­tico, que se había propuesto hacer frente, por encima de todo, a las exigencias económicas estatales.
Las tentativas de abandonar las responsabilidades civiles y escapar al control de las corporaciones (cf. ut supra, pp. 78 y ss.), provocó contramedidas estatales destinadas a conseguir, aun­que fuera por la fuerza, el regreso a sus lugares de residencia de los escapistas y el cumplimiento de las prestaciones que el estado creía necesarias para su buen funcionamiento. Inicialmen­te, el estado trató de crear algunos responsables para el cumplimiento de determinadas prestaciones, pero en la primera mitad del siglo IV, este proceso se extendió a todos los grupos cuyos servicios o capacidad contributiva fuesen de interés. Legislación y administración desplegaron un esquema de política social ex­traordinariamente ambicioso, que pretendía implantar la depen­dencia hereditaria de cada individuo a un determinado oficio y, por tanto, a un determinado grupo social.
Para la clase senatorial, hacía ya mucho tiempo que regia el derecho de sangre, aunque siempre existieron .algunas posibili­dades de acceso a ella, sobre todo a través del ejército. Los funcionarios no sólo estaban sometidos a un servicio obligatorio, regido por normas casi militares, sino que sus mismas funciones se convirtieron en hereditarias. «Los hijos de todo tipo de fun­cionarios de la administración - se encuentren sus padres en servicio o estén pensionados- han de seguir la actividad de sus padres». El problema de reclutamiento del ejército debería resolverse también dando carácter hereditario al oficio de sol­dado (lo que, junto a condiciones humillantes, como la de mar­car a los soldados una señal en el brazo, no contribuyó precisa­mente a la mejora de su calidad): «Hay hijos de veteranos, útiles para el servicio militar, que, por indolencia, se niegan a entrar en la milicia, servicio que para ellos es obligatorio; otros son tan cobardes que se mutilan para escapar a su obligación. Cuando no resultasen útiles para el servicio militar, por haberse cortado sus dedos, ordenamos que sean incorporados, sin demora alguna, al puesto y deberes de los decuriones». También el grupo de los curiales se transformó muy pronto en casta hereditaria for­zosa. El curialis estaba ligado a la curia del mismo modo que el colonus lo estaba al suelo. Cuando carecía de descendencia directa, el estado procuraba, con ingeniosas medidas, que el comprador de la herencia ocupase el cargo de decurión o que los herederos, económicamente incapaces para ocupar ese puesto, indemnizasen de otro modo a la curia. «Ni rango, ni empleo, al servicio del estado, por mucho tiempo que haya sido ejercido, pueden proteger a nadie, cuando la Curia solicita sus servicios, basándose en que es decurio por su nacimiento». «El que tome la decisión de entrar en el servicio eclesiástico, debe poner en su puesto de decurio a un pariente próximo, transmitiéndole sus propiedades, o entregar sus bienes a la curia que abandona». El fenómeno de la evasión fiscal se produjo también en el otro extremo de la escala social: «En perjuicio de las curias, algunos curiales intentan liberarse de los deberes inherentes a su cargo, alterando ( ... ) su status hereditario, mediante la adopción de las obligaciones de navicularius ( ... ). Su Eminencia, velando por el mantenimiento de los servicios públicos, no debe permitir a nadie, que se sustraiga a la herencia paterna y abandone la curia».
     Los decretos y medidas referentes a los curiales son espe­cialmente detallados y abundantes, pero también se usó en un principio el mismo procedimiento para los miembros de todos los collegia artesanales y comerciales: «Cuando un miembro de un collegium de la ciudad de Roma emigre a otras regiones, debe obligársele a regresar mediante auto administrativo del gobernador provincial, para que siga cumpliendo con las obligaciones de servicio, que, según vieja costumbre, le competen». El estado preveía también los casos en que, por muerte prematura, se produjesen vacantes en el cumplimiento de las obligaciones con- traídas por herencia: «Nos ordenamos que los hijos menores de  los panaderos sean eximidos de su deber de cocer el pan hasta el vigésimo aniversario de su nacimiento. Sin embargo, en sustitución de ellos, deben incorporarse nuevos panaderos, a cargo de todo el gremio. Al cumplir los veinte años, los hijos de los panaderos están obligados a ocupar e! puesto de sus padres. Con  todo, aquellos que les sustituyeron seguirán siendo panaderos”.
De modo similar se procedió con los carniceros (suarii), con los empleados en la De modo similar se procedió con los carniceros (suarii), con los empleados de la construcción (calcis coctores et vectores) o con las empresas navieras privadas (navicularii).
La institución del colonato entró también, finalmente, en el proceso de perfeccionamiento de este sistema de sumisión al oficio, ya que la agricultura era la base de la economía. «El colonus no puede marcharse a su antojo a donde le plazca ( ... ). Está ligado al propietario de la tierra, el cual ( ... ) goza de plenos poderes para obligar a regresar a un fugitivo. El empe­rador recuerda a todos sus súbditos que, por eterno derecho ( ... ), los coloni no pueden abandonar la tierra que les fue asignada para trabajada». Por otro lado, el intento de Constante de hacer también hereditaria la función eclesiástica fue abandonado ".
Este proceso, que establecía la obligatoriedad de la perte­nencia a una corporación y del cumplimiento del servicio al estado, iba mucho más allá de la simple estructuración profesio­nal de los humiliores. La vinculación hereditaria a una profesión determinada y, por consiguiente, a un grupo social dado (ordo), consolidó cada vez más las estructuras sociales. Aunque todavía existiese una cierta fluidez, condicionada por las vicisitudes eco­nómicas y políticas, la tendencia a la rigidez de límites entre los estamentos sociales hizo ya progresos decisivos hacia me­diados del siglo IV. En la relación de Salviano, de la pri­mera mitad del siglo V, aparece ya la contraposición entre potentes y humiliores, en cuanto divites (ricos) y pauperes (po­bres), como la expresión fundamental de la situación de la so­ciedad y de los conflictos sociales. Naturalmente, no se logró implantar con absoluto rigor el sistema de sujeción a la acti­vidad profesional; las constantes ordenanzas imperiales sobre el tema dan muestra de ello. El paso legal o ilegal, de una profe­sión a otra no se podía suprimir con facilidad. Pero, incluso cuando el cambio en la escala social del status hereditario se producía de forma legal, mediante ascensos en la jerarquía es­tatal, seguía existiendo una marcada diferencia con respecto a la época imperial; mientras que entonces, por ejemplo, la adectio (incorporación) al orden senatorial iba precedida de la familiarización con determinadas funciones, ahora, por el contrario, la pertenencia a una clase social venía dada automáticamente por la toma de posesión de un determinado cargo (lo que se hace patente en la estructuración del estamento superior por el sis­tema de categorías).
En última instancia, el cambio de ordo es tan sólo posible en casos excepcionales: «El que hubiere alcanzado antes de la promulgación de esta ley el rango de spectabilis o illustris, poseerá  [91]  en el futuro el derecho a los honores y privilegios que con ella ha adquirido. Pero, de ahora en adelante, el decurio que ( ... ) adquiriese la categoría de un spectabilis, tendrá que cumplir a la vez con sus obligaciones de decurio y de senador. Igualmente, los hijos que nacieren después del acceso al rango senatorial, estarán sujetos a esta doble obligación» ". El cum­plimiento de los deberes y funciones heredados en su día para con los propietarios de la tierra, para con la ciudad o para con el estado pudo ser también impuesto, mediante denuncias a los tribunales. A partir de tan rígido sistema, la tradicional estructura de la sociedad fue evolucionando hacia un nuevo orden social. Se había dado el último paso para la formación de una sociedad jerarquizada, con estructuras cerradas e inmóviles.

c)     El comportamiento de la sociedad.

Una sociedad no es sólo el simple resultado de la inter­acción entre el edificio social, con sus estamentos sociales y profesionales, y determinadas formas económicas. Para su fun­cionamiento se necesita una serie de convicciones fundamentales, que, en conjunto, constituyen la cultura de una época. La co­nexión causal entre esta actitud espiritual y los factores políti­cos y económicos de una sociedad resulta siempre más que pro­blemática. La situación económica y el dirigismo estatal no han provocado por sí solos la transformación de la sociedad. Por ello, debe completarse la descripción del orden estatal del dominado y de los cambios estructurales de la sociedad en esta época con el estudio del comportamiento de la sociedad y sus posibles cambios.
La sociedad estamental, con sus rígidas e inmóviles estructuras, no es sino una consecuencia del concepto de servicio obli­gatorio aceptado por la ideología política de la época; concepto según el cual el ciudadano, en tanto que súbdito, está obligado y debe estar disponible para la prestación de servicios al y al bien común. Aquí lo importante es saber si el servicio general obligatorio fue considerado como una imposición o fue aceptado voluntariamente.
No es fácil contestar a la pregunta de si las disposiciones intervencionistas del estado y de la sociedad fueron acogidas el individuo como una imposición o, por el contrario, gozaron de su consensus.
En el transcurso de la época imperial, el individuo evolucionó de ciudadano a súbdito en su comportamiento político funda­mental. El consensus político y social (la aceptación del orden establecido y de la propia posición en él, por encima de cual­quier conflicto de intereses), destruido al fin de la República, fue restablecido durante el Principado y, a decir verdad, no sólo por la fuerza. Junto a actitudes de resignación y oportu­nismo, existió una amplia aceptación del nuevo régimen. Evi­dentemente, nunca pasó de ser un consensus parcial, incluso entre las clases dirigentes. Las tradiciones políticas de la Repú­blica vivían aún en conflicto con la imposición y el control ejercidos por el nuevo sistema; no es casual que los orígenes de la policía secreta daten de la época de Augusto. La clase alta era presa del dilema de adaptarse a una mentalidad política intermedia entre la del ciudadano y la del súbdito, posición estéril y autodestructiva, si consideramos su impotencia política. Testimonio de esto es la oposición casi patológica de Tácito y de otras muchas voces anónimas, que sólo se comprende a par­tir de dicho dilema. «En estos tiempos, somos educados desde la juventud para la sumisión e iniciados en prácticas serviles; ya no sabemos cuál es el sabor de la libertad, pero somos genios en el arte de la adulación».
Los últimos residuos del viejo sentido romano del estado se volatilizaron completamente en d siglo III. El derecho civil Imperial de la Constitutio Antomniana era un ordenamiento ju­rídico, pero no un derecho político de los ciudadanos. Disponibilidad para el servicio y servilismo fueron conceptos que el estado implantó con puño de hierro en la mentalidad de las gentes.
Parece concluido el camino que lleva hasta el súbdito, en el sentido negativo del término; hasta el individuo que sólo tiene obligaciones, pero ningún derecho, frente al estado, y que, sin oponer resistencia, se somete a un sistema de fuerza, mando y obediencia.
Existen también súbditos que viven en consenso con el orden político, que no sólo aceptan la monarquía absoluta, sino que la reconocen; pero tal tipo de conciencia frente al estado apenas adquirió vigencia en el siglo IV. La existencia de un orden po­lítico asentado en la pura violencia sólo puede darse histórica­mente en periodos de tiempo muy breves y en territorios muy reducidos (por ejemplo, en la paradójica adaptación de la polis griega a la tiranía). Tal situación resulta inverosímil para el Imperio Romano en las condiciones de su tiempo, pero también hemos de admitir que el consensus se manifestó, a lo suma, de modo fragmentario. Sólo en la clase social dominante, en el ejército y en la nueva aristocracia burocrática existió una decidida afirmación del ordenamiento social del imperio, que de paso olvidaba los intereses de otros grupos sociales. Pero tal conciencia estaba, sin duda, fuertemente condicionada por intereses de todo orden, lo que se pone de manifiesto, por ejemplo, en las facciones antigermanas de la nobleza de tiempos de Teodosio, o en los escritos de Sidonio Apolinar. Este consensus se basa, en parte, en la idea de un imperio cristianizado. Con toda la reserva con que deben aceptarse estas exteriorizaciones retóricas, puede decirse que, precisamente durante las crisis que pusieron en peligro la seguridad imperial en los siglos IV y VI el Imperium fue concebido como un ordenamiento total de la vida, que debía ser protegido y conservado. Pero esto sólo es cierto para la exigua capa de los potentes, incluso entre ellos el asentimiento al estado se verá condicionado por los intereses particularistas de la nobleza imperial.
La actitud de los humiliores -hacia quienes se muestran poco favorables escritos y parpiros- es difícil de precisar. Las clases inferiores no parece que llegasen nunca a un verdadero consensus del orden político.
A pesar de existir un reconocimiento condicionado de las ventajas prácticas de la Pax romana, su conducta no respondía a una concepción del estado como realidad fundamental. Para el hombre sencillo, se hallaba en el primer plano lo que siempre había conocido: el eterno sistema de estrechas ataduras y de­pendencias locales. Desórdenes como los provocados por los do­natistas en África o los bagaudas en las Galias, constituyen ejem­plos del inconformismo y la protesta social de las clases bajas. Pero también es verdad que los humiliores no opusieron resis­tencia generalmente a la situación de dependencia de su posi­ción política y social. Esto era, sin embargo, un consenso forzado. Obligados desde hacía mucho tiempo a adoptar una acti­tud de forzado servilismo frente a la autoridad, en los siglos IV y V siguieron comportándose como súbditos, en el plano político, y como vasallos, en el orden social, dentro de un sistema basado en la fuerza, el autoritarismo y la obediencia. Una lealtad auténtica o un positivo sentimiento de subordinación: no podían desarrollarse en aquellas condiciones. Cuando no predominaba la lealtad hacia miembros de la clase dirigente, el humilis soportaba el orden estatal y social con apatía y resignación, cuando no con franca hostilidad. Al colonus le interesaba poco, en el fondo, cuál fuera el estado que le dominara, ya que ello no modificaría su situación de dependencia y miseria. La gran masa de los súbditos estaba formada por gentes sencillas, a  quienes la preocupación diaria por la subsistencia sólo les de­jaba algún tiempo para sus obligaciones religiosas. Juan Crisóstomo (354-407) ha descrito de manera penetrante el agotamien­to de los humiliores por el duro trabajo y su amedrentamiento ante los brutales administradores de fincas y los recaudadores de contribuciones; Salviano, por su parte, nos da cuenta de su apatía e indiferencia. La conciencia imperial de las clases bajas, que, de todos modos, nunca había sido intensa, fue so­focada por el peso de los impuestos y por 1a opresión de los grandes propietarios. En este contexto se han de ver las aspiraciones políticas y sociales, tal y como se manifiestan en las ins­cripciones de las monedas. El abismo que existía entre ideal y realidad era, sin duda, reflejo de la sumisión y debilidad con que se aceptaba tal escapismo y representaba, a su manera, una protesta contra las relaciones existentes.
El papel de la Iglesia en la formación del comportamiento social y, por tanto, también en el proceso de transformación social, fue esencialmente pasivo. A pesar de su poderosa posición económica y de su gran influencia en la cultura de la época, la Iglesia no desarrolló -si se prescinde de actividades aisladas, como sus exhortaciones a la acción caritativa, a la lucha contra la usura, o de sus intervenciones en favor de los eslavos - ­ninguna teoría social propia, ni, en modo alguno, revolucionaria. Consecuentemente, tampoco dio impulso alguno para una trans­formación del proceso social (cf. arriba pp. 66 y ss.). Más bien contribuyó de modo decisivo al reconocimiento de la idea de servicio, omnipresente en la nueva sociedad, y, de esta ma­nera, favoreció indirecta, pero intensamente, la consolidación de las autoridades existentes y de las relaciones de subordinación. Constituía un apoyo para el sistema represivo estatal, aunque sólo fuera por el hecho de que el fenómeno de evasión de las obligaciones estatales estuviera casI siempre en estrecha relación con la herejía y el sectarismo.   












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