
Para el siglo VII, la Hispania visigoda finalmente
logró concluir el proceso de unificación tanto política como religiosa. Dicho
proceso, comenzó a tomar forma, en el siglo anterior, con Atanagildo (555-567)
quién estableció su capital en la ciudad de Toledo a la vez que mantuvo el
dominio de la Septimania. Por su parte, Leovigildo (568-586) llevó adelante una
serie de fuertes ofensivas contra el reino suevo que se tradujo en su
desaparición en el 585. Estas acciones no tuvieron el mismo éxito sobre los
vascos, ya que hicieron que estos sólo modificaran las incursiones de pillaje
hacia la vertiente norte de los Pirineos. Bajo el reinado de Recaredo
(586-601), el proceso de unificación político-religiosa concluyó. La vieja
disputa entre arrianos y católicos fue saldada al producir, en el 586, la
conversión oficial al catolicismo del rey. Con ello, la realeza visigoda
encontró en la Iglesia un poderoso aliado que le permitió materializar a la
monarquía en una teocracia. Así, la unificación territorial definitiva se logró
hacia el 629 cuando los últimos contingentes armados del Imperio bizantino
abandonaron sus puertos de la Bética y Cartagena. No obstante, esta unificación
nunca sería total ya que tanto los vascos como los septimanos se mostraron
completamente reacios a aceptar la autoridad de Toledo. Un claro ejemplo de
ello lo constituyó la rebelión llevada adelante por el duque Paulo de la
Septimania, durante el reinado de Wamba (672-680), en el año 673, quien llegó a
dominar toda la zona y proclamarse rey antes de ser derrotado por el mencionado
monarca visigodo.
Si bien, a partir de Recaredo se logró la
unificación del reino, ello no supuso que las diferentes luchas al interior de
la aristocracia se atenuaran. Por el contrario, dichos conflictos fueron
constantes —estimulados, en parte, por la naturaleza electiva de la monarquía—
y de creciente intensidad, llegando uno de ellos —el que se desató entre los
hijos de Vitiza y el rey Rodrigo— a marcar el inicio de la destrucción del
reino visigodo.
En la Galia, tras la muerte de Clodoveo (511), el
reino merovingio quedó dividido entre sus cuatro hijos pero, en dicho reparto,
el criterio adoptado no tuvo en cuenta las particularidades étnicas o
lingüísticas de las diferentes regiones, sino un reparto equitativo de las
tierras. En virtud de ello, durante la segunda parte del siglo VI e inicios del
VII, el
reino se vio sometido a una serie de interminables conflictos familiares, intrigas palaciegas y guerras que dieron por resultado un enfrentamiento cada vez mayor entre Neustria y Austrasia, a la vez que se consolidaba el poder de los duques —comandantes del ejército— y, sobre todo, de los mayordomos —poseedores de grandes dominios territoriales y capaces de conseguir importantes concesiones reales.
reino se vio sometido a una serie de interminables conflictos familiares, intrigas palaciegas y guerras que dieron por resultado un enfrentamiento cada vez mayor entre Neustria y Austrasia, a la vez que se consolidaba el poder de los duques —comandantes del ejército— y, sobre todo, de los mayordomos —poseedores de grandes dominios territoriales y capaces de conseguir importantes concesiones reales.

Esta turbulenta segunda mitad del siglo VII
desembocó en un claro debilitamiento de la autoridad real y marcó el ascenso
definitivo al poder de los mayordomos de palacio de los cuales, Pipino de
Heristal —mayordomo de Austrasia—, luego de vencer a todos sus adversarios,
aparecerá como el verdadero soberano y fundador de una nueva dinastía.
La llegada de los lombardos —recientemente
convertidos al arrianismo y poco romanizados— a la Península itálica, a
mediados del siglo VI, marcó el inicio de una etapa signada por numerosos
conflictos, cuyos blancos centrales fueron, entre otros, la antigua
aristocracia romana y goda. Más aún, la irrupción de los lombardos destruyó las
defensas fronterizas del Friuli y el Véneto, dejando así abiertos los pasos de
los Alpes para las incursiones de saqueo y rapiña por parte de los ávaros y
eslavos.

En las Islas británicas, el establecimiento de un
orden político y social fue también el resultado directo de grandes movimientos
migratorios que supusieron de forma sucesiva una conquista militar, junto a una
fuerte colonización de pueblos de orígenes distintos. No obstante, dichos
pueblos poseían una raíz étnica común. Así, a mediados del siglo VI, los
bretones, derrotados por diferentes jefes guerreros anglosajones y acorralados
en las zonas montañosas y más pobres del oeste de la isla, aceleraron su
emigración hacia Armórica. Dicho asentamiento se vio favorecido por los
diferentes conflictos que habían estallado al interior del pueblo franco. Por
su parte, los anglosajones, para el siglo VII, continuaron organizados en siete
reinos (Heptarquía): al norte del Humber, Northumbria conformado por los dos
reinos de Deira y Bernicia y, al sur de dicho estuario, los reinos de Sussex,
Anglia Oriental, Essex, Mercia, Wessex y Kent.
En cuanto a la organización política interna de los
reinos, los monarcas eran, en principio, jefes militares que se fueron rodeando
de un séquito de guerreros que, con el paso del tiempo, terminaron conformando
una aristocracia militar en la cual se apoyaba el poder del rey. Este tipo de
vínculo —definitorio en la vida política inglesa— se mantendrá durante todo el
siglo VII, al punto que será una práctica relativamente común entre los
diferentes abades y obispos a la hora de conformar sus séquitos armados de
defensa.
Si bien hasta el
siglo VII el espacio inglés conoció diferentes intentos de unificación, en
particular los liderados por Kent, Northumbria y Mercia, ninguno de ellos
fue exitoso. No obstante, para finales del siglo VII, los diferentes reinos se encontraban en un estado de relativa estabilidad.
fue exitoso. No obstante, para finales del siglo VII, los diferentes reinos se encontraban en un estado de relativa estabilidad.

Según Georges Duby, este estilo de vida
militarizado había penetrado todos los ámbitos, fundamentalmente el de los
reyes y el de la aristocracia, considerándose el principal cambio que había
sufrido la sociedad luego del fin del Imperio romano. Si bien el otium era la característica de la vida aristocrática
romana, la de este momento se vio envuelta por una cultura más alegre. Se
centraba en ingerir grandes cantidades de vino, aguamiel y cerveza, para
emborracharse a la par que comer cantidades importantes de carne, en compañía
del propio séquito y en un gran salón. Muchas veces, se organizaban en alguna
vecindad lo cual significaba que la hospitalidad regia se brindaba allí.
Los hombres cuidaban de las cualidades masculinas
tales como el honor, la lealtad y el valor. La lucha cuerpo a cuerpo, que era
el tipo de pelea característico de esta época, necesitaba de una buena dosis de
coraje además de fuerza física. La lealtad era una aptitud que requería de
bastante esfuerzo por parte de la monarquía y estaba relacionada directamente
con las tierras y se transformó con el tiempo en un problema básico entre los
gobernantes y los potentados. En este sentido, los francos fueron un claro
ejemplo de dicha situación. Para Marc Bloch, una de las costumbres nobles,
convenientes para estas familias, era que los hijos recibieran formación en la
corte del señor en su juventud, que se socializaran en el valor de la lealtad y
que prestaran juramentos de fidelidad antes de heredar la tierra de su padre,
casarse y regresar a sus tierras.
Los grupos de parentesco eran importantes y se
organizaron de manera diferente en la Europa Occidental. Las líneas de parentesco
eran tanto paternas como maternas, dependiendo del lugar geográfico y de la
importancia de las mujeres en cada una de las familias. Normalmente se esperaba
que los familiares se respaldaran entre sí en los asuntos legales y casos de
disputas, prestando juramento o bien luchando por ellos, o ayudando económica y
políticamente. Así, las rivalidades eran frecuentes y desembocaban en el uso
inmediato de las armas cosa que, a su vez, impulsaba a los parientes a buscar venganza. Una forma de solucionar estas cuestiones era el pago de una indemnización que pronto pusiera fin a la enemistad, muchas veces estratégica y no legal. La idea del enfrentamiento apelaba al honor y a la virilidad, la cual se veía afectada cuando no se llevaba adelante la disputa.
inmediato de las armas cosa que, a su vez, impulsaba a los parientes a buscar venganza. Una forma de solucionar estas cuestiones era el pago de una indemnización que pronto pusiera fin a la enemistad, muchas veces estratégica y no legal. La idea del enfrentamiento apelaba al honor y a la virilidad, la cual se veía afectada cuando no se llevaba adelante la disputa.

Como se dijo anteriormente, el poder de mandar,
administrar justicia y llamar y conducir al ejército habían sido concentradas
en manos del rey. Pero dichos elementos no bastaban para justificar la posición
del rey como cabeza de esta estructura, complementándose con el nacimiento
—formación de dinastías— y el patrimonio familiar. De esta forma, se puede
observar que, gracias a la combinación del poder de mando y la riqueza, el rey
se implantó como cabeza de una estructura en la cual se insertaban, además de
sus parientes cercanos, un conjunto de aristócratas leales vinculados a través
de relaciones de fidelidad y que les otorgaba un rol preponderante en la
sociedad. Un ejemplo de estas distinciones es posible observa en el reino de
Wessex, existía todavía una clara distinción social entre el campesino libre y
el hombre que llevaba el nombre de “compañero” del rey.
Así pues, como afirma Duby, esta aristocracia
construyó su poder y riqueza gracias a una red de relaciones: a través de los
regalos que les otorgaba el soberano —por medio del botín, cuya mayor parte se
distribuía entre los hombres leales—, gracias a los poderes que éste delegaba
en sus condes —a los que confiaba el gobierno de las distintas regiones del
reino— y por las altas dignidades eclesiásticas que el monarca repartía. No
obstante, la sumatoria de todos estos elementos dieron como resultado, tal como
lo sostiene Rosamond McKitterich, monarquías más o menos inestables, puesto que
en la medida que dicho sistema se fue extendiendo al interior de toda la
aristocracia, estas monarquías fueron contando con menos recursos para poder ir
asegurando o comprando fidelidades. De esta forma, la aristocracia jugó un
doble rol, consistente en que mientras prestaba servicio al reino, sentaba las
bases de su poderío local.
Ahora bien, este proceso, más allá de la evidente
consecuencia política, colocó a la aristocracia laica en un lugar determinante
en el funcionamiento general de la economía, en
particular por el poder que poseían sobre la tierra. De
manera análoga, este proceso se observa al interior de la Iglesia, dando como
resultado la constitución de una aristocracia eclesiástica. En efecto, el
creciente movimiento de donaciones piadosas hará que muchas de las pequeñas
comunidades monacales y abaciales comiencen a enriquecer de manera sostenida
sus patrimonios, en particular sus posesiones de tierra. Pero, para el siglo
VII estas grandes riquezas se volvieron un botín muy codiciado por la
aristocracia laica y, en particular, por las monarquías, cuando sus respectivos
fiscos se volvieron insuficientes para sostener las crecientes redes
clientelares. Por ejemplo, a inicios de siglo el rey visigodo Recaredo confiscó
tierras eclesiásticas para otorgarlas a sus duques como retribución por sus
servicios militares, argumentando que eran tierras sin explotar y, por tanto,
consideradas como públicas. Al otro lado de los Pirineos, Dagoberto imitó el
ejemplo del rey visigodo. Este mecanismo se formalizó bajo el nombre de
contrato de precaria, que establecía que las tierras de la Iglesia eran
entregadas a un señor a ruego (precaria) del príncipe.

Estas condiciones se extenderán durante el siglo
VII. En las fuentes altomedievales se describe la existencia de campesinos que
han perdido la propiedad de sus tierras pero que sin embargo siguen siendo
jurídicamente libres, denominados colonos. Estos, en virtud de su nueva condición, se verán
sometidos a una serie de servicios que irán en detrimento de su independencia.
De igual forma, y a fin de acentuar aún más esta nueva condición, los viejos
derechos se convirtieron en cargas o multas: los colonos se vieron a pagar
diferentes tipos de rentas destinadas a equipar a la hueste. De igual forma, la
suerte económica de estos colonos era bastante variable, puesto que en varias
capitulares de fines del siglo VII,
se puede observar que ciertos colonos pertenecientes al fisco poseían un ministeria e integraban el círculo de personas cercanas al señor.
se puede observar que ciertos colonos pertenecientes al fisco poseían un ministeria e integraban el círculo de personas cercanas al señor.

Pero, los sectores que conformaban el grupo de los
hombres libres no se agotaron en los dos mencionados hasta el momento. Para
este siglo, comienzan a aparecer en las tierras incultas, próximas a las de
cultivo, los huéspedes. Estos campesinos, como en el caso de la Italia
lombarda, celebraban un contrato por un tiempo determinado — veintinueve años
renovable o por dos o tres generaciones— con un gran terrateniente a fin de
poner a producir esas nuevas tierras. No obstante, en algunas zonas tales como
Prüm y Saint-Bertin, este grupo será conocido como prebendarii, donde a cambio de su trabajo recibían raciones
diarias de alimentos.
Durante el siglo VII, los documentos siguen
mostrando la existencia de hombres y mujeres sometidos a la esclavitud,
designados con los términos servus y analta,
respectivamente, o de manera
genérica con el vocablo mancipium —que expresa claramente su situación de objetos. Pero, ya
durante el siglo VII, la esclavitud heredada del Imperio romano —y en términos
más generales, el sistema esclavista— está mostrando claros signos de
agotamiento. El proceso de desocialización al que es sometido el esclavo está
presentando importantes contradicciones que producirán, en los siglos
posteriores, la disolución del sistema esclavista. Éstas, siguiendo el modelo
propuesto por Pierre Bonnassie, pueden ser distinguidas en tres grupos
interrelacionados entre sí. El primero de ellos refiere a la forma de
aprovisionamiento. La guerra se mantendrá como uno de las principales formas de
obtención de esclavos pero, a partir de este siglo, será a corta distancia —en
el Imperio romano la obtención de esclavos se producía a larga distancia— en
regiones o zonas vecinas donde los prisioneros capturados y reducidos a la
esclavitud cuentan con mecanismos para atenuar el proceso de desocialización al
que serán sometidos al conocen la lengua, las costumbres, etc. La guerra no fue
la única forma de aprovisionamiento pues la condición de esclavo podía ser una
consecuencia de penas
judiciales preveían la reducción a la esclavitud o por deudas contraídas, las que llevaban a un hombre libre a vender a sus hijos o autovenderse. El segundo conjunto de contradicciones refiere a la acción del cristianismo. Si bien éste nunca condenó la esclavitud, incluso la justificó, su accionar fue importante —aunque no determinante— en el proceso de desgaste del esclavismo. Si bien es cierto que la Iglesia promovió las manumisiones como obra piadosa, los efectos más visibles de su acción sobre la esclavitud, fue el reconocimiento de la administración de los diferentes sacramentos a los no libres. En otras palabras, podían ser bautizados y contraer matrimonio, con lo cual su condición de inhumanidad tiende a desaparecer, aunque no se modifica en absoluto su condición jurídica. En este punto es válido remarcar que, con la aceptación de los casamientos mixtos y las manumisiones dieron como resultado la aparición de categorías jurídicas intermedias o de semi-libertad, tales como los libertos cum obsequim —obligados a prestar determinadas tareas de forma gratuita a sus antiguos amos. Finalmente, el factor económico, clave en todo este proceso, mostrará para este siglo la aparición y proliferación de los servi cohcati. En efecto, el marco económico general hará que el antiguo esclavo, alojado en ergástulas y mantenido directamente por el amo, deje de ser redituable económicamente. Es por ello que los grandes propietarios de esclavos, comenzaron a colocarlos en mansos que deberán trabajarlos a cambio del pago de diferentes rentas —tanto en especie como en trabajo— y en los cuales, podrán vivir y conformar núcleos familiares. De esta forma, los amos se desentendieron de la manutención a la vez que se aseguraron una forma sustentable de reproducción de mano de obra.
judiciales preveían la reducción a la esclavitud o por deudas contraídas, las que llevaban a un hombre libre a vender a sus hijos o autovenderse. El segundo conjunto de contradicciones refiere a la acción del cristianismo. Si bien éste nunca condenó la esclavitud, incluso la justificó, su accionar fue importante —aunque no determinante— en el proceso de desgaste del esclavismo. Si bien es cierto que la Iglesia promovió las manumisiones como obra piadosa, los efectos más visibles de su acción sobre la esclavitud, fue el reconocimiento de la administración de los diferentes sacramentos a los no libres. En otras palabras, podían ser bautizados y contraer matrimonio, con lo cual su condición de inhumanidad tiende a desaparecer, aunque no se modifica en absoluto su condición jurídica. En este punto es válido remarcar que, con la aceptación de los casamientos mixtos y las manumisiones dieron como resultado la aparición de categorías jurídicas intermedias o de semi-libertad, tales como los libertos cum obsequim —obligados a prestar determinadas tareas de forma gratuita a sus antiguos amos. Finalmente, el factor económico, clave en todo este proceso, mostrará para este siglo la aparición y proliferación de los servi cohcati. En efecto, el marco económico general hará que el antiguo esclavo, alojado en ergástulas y mantenido directamente por el amo, deje de ser redituable económicamente. Es por ello que los grandes propietarios de esclavos, comenzaron a colocarlos en mansos que deberán trabajarlos a cambio del pago de diferentes rentas —tanto en especie como en trabajo— y en los cuales, podrán vivir y conformar núcleos familiares. De esta forma, los amos se desentendieron de la manutención a la vez que se aseguraron una forma sustentable de reproducción de mano de obra.

En líneas generales, el siglo VII, muestra los signos de
una muy lenta pero sostenida recuperación económica y demográfica. En efecto,
la peste justinianea estaba dejando de hacer sentir sus efectos —la cuarta
oleada de epidemia, datada entre 599-600, afectó el centro-sur de Italia, sur
de Francia y norte de África—, permitiendo un lento y frágil crecimiento
poblacional que cristalizará en torno al próximo siglo. En términos generales,

Es en este contexto donde se desarrolló el gran
dominio. Dicha estructura de producción —una originalidad de la Edad Media para
unos, una continuidad con las formas de explotación bajo imperiales para otros—
fue la que marcó a la Alta Edad Media ya que, entre otras cuestiones, fue la
respuesta ensayada por los grandes propietarios a los problemas cada vez
mayores que presentaba el sistema esclavista. Por otra parte, esta misma
premisa será la que permitiría explicar las diferentes formas que adoptará este
sistema dominical en las distintas zonas europeas.
La primera de estas formas, denominadas curtes
pioneras en Italia y akker en Flandes, se conformaba por una o más parcelas,
ubicadas en zonas incultas, de las cuales el propietario se hacía con los
fuertes ingresos silvopastoriles que de ella se extraían. Este tipo de
explotación tendió a dominar en las zona sur de la Galia, noroeste de Hispania
y centro- sur de la península itálica.
La segunda estructura consistía en conjuntos de
tierras arables, agrupados por compra o intercambio, pertenecientes a un mismo
dueño que, a su vez, poseía tenencias en zonas boscosas o pantanosas. La
explotación de la zona central de la propiedad se realizaba de manera directa
con la utilización de mano de obra esclava, complementada con colonos sometidos
a corveas
anuales. Esta última situación, y que será central en el desarrollo del sistema
dominical, entendió a ser generalizada por el rey merovingio Dagoberto, entre
los años 623 y 635, al confirmar las leyes de los alamanes y bávaros, en las
cuales estableció que en todos los dominios fiscales y eclesiásticos los
esclavos debían realizar tres días de corvea a la semana en la reserva, mientras que los colonos —además de pagar los
tributos establecidos— debían cumplir con una serie de trabajos a destajo en
campos, viñas y prados del propietario. De esta forma, se estaba extendiendo un
nuevo sistema de explotación que, fundamentalmente, estaba destinado a paliar
la escasez de mano de obra esclava, buscando reemplazarla por un colonato que
homogeneizaba a antiguos esclavos, libertos y libres. Este tipo de dominio
bipartito fue preponderante en el reino de los
lombardos, los francos austrasianos y anglosajones, ya que en dichas zonas la romanidad era más débil, en particular en lo difuso de la definición de libre.
lombardos, los francos austrasianos y anglosajones, ya que en dichas zonas la romanidad era más débil, en particular en lo difuso de la definición de libre.

La integración entre ambos espacios —reserva y
mansos— se dará a partir de la combinación del cobro de una renta y de los
trabajos obligatorios que deberán realizar los tenentes en la reserva señorial,
es decir la corvea. En virtud de esta relación es que el manso, a partir de
este momento, cobrará una doble dimensión, como afirma P. Toubert: es a la vez,
una unidad de producción —donde los tenentes generan lo necesario para su
subsistencia— y una administrativa base del cálculo para el cobro de las
rentas.
Si bien todos los registros documentales indican
que las mayores corveas y rentas recaían sobre los mansos serviles, las formas y
composición del cobro de ambas variaban de acuerdo a las distintas zonas que se
consideren. En las regiones del norte de Francia, la concesión de un manso a un
tenente libre suponía no sólo la entrega de grano, ganado o vino, sino también
la puesta de sus brazos y de sus animales al servicio del dominio para ciertas
tareas, tales como reparar los edificios del señor, construir las empalizadas,
acarrear las cosechas, llevar los mensajes y cultivar una parte de los campos
señoriales. Por su parte, las mujeres eran sometidas a un tipo específico de corvea, consistente en hilar o tejer en el gineceo.
La misma naturaleza del hábitat disperso que
presentaban, en general, los grandes dominios, obligaron a sus dueños y
administradores a mantener y organizar una red de intercambios más o menos
estable. Ello se deduce del peso enorme de las corveas de

En lo que respecta al comercio, continuó pero con
cambios, en particular lo referido a su alcance. Los productos de lujo —seda,
especias, incienso, perfumes— continuaban ingresando, a la vez que las
mercancías básicas —madera y esclavos, principalmente— continuaban siendo
exportadas. No obstante, las rutas marítimas se habían desplazado gracias a la
integración del reino lombardo a la cristiandad y a la aparición del islam.
Así, los grandes centros como Cartago, Narbona y Marsella dejaron de ser los
puntos de conexión con el mundo bizantino. En un plano más general, el sector
occidental del Mediterráneo vio mermar su tráfico debido al incremento de la
piratería sarracena, en favor del mar Tirreno y de los pasos alpinos que fueron
abiertos nuevamente por los lombardos. A mediados de siglo, la vieja ruta de
Provenza por los ríos Ródano, Saona y Mosa fue desplazada por la del Po, los
pasos alpinos y el Rin. De igual forma, los viejos mercaderes griegos y sirios
eran desplazados por los anglosajones y judíos. En especial, estos últimos
mantuvieron vivo el tráfico hacia África por Hispania y hacia Oriente por
Italia.
Esto cambio observados en la zona mediterránea
tenía su homólogo en la zona norte de Europa. El avance de los francos hacia
Frisia y la llegada de los monjes y comerciantes anglosajones cambiaron los
ejes comerciales. A partir de este momento, las ciudades de Verdún, Mouzon,
Dinant, Namur y Huy se convirtieron en los centros más importantes de
intercambio, en parte, debido a que eran los puntos de salida de los grandes
dominios carolingios. Así, este nuevo eje mosano impulsó el desarrollo de dos
ciudades puerto, claves para el crecimiento comercial de esta zona: Quentovic y
Duurstede. Esta última, fundada a principios del siglo VII, ubicada entre los
ríos Lek y Rin, se convirtió rápidamente en el centro de contacto entre
comerciantes venidos de Inglaterra, el Rin y la Península escandinava. Así,
tomando a esta ciudad como base, los frisones remontaron el Rin —hasta Worms y
Magnucia— y el Mosela —hasta Tréveris— y se establecieron en Inglaterra
—Londres y York—, en Escandinavia —Ribé, Haithabu, Birka y sobre el lago
Malar. De esta forma se puede observar cómo esta red
comercial evidenciaba el nacimiento de un nuevo espacio comercial que integraba
el Mar del Norte con los ejes fluviales reno- mosanos. Respecto a la primera
zona, Quentovic, ubicada en el Canche, vinculaba su actividad comercial con
Inglaterra, Irlanda y el norte de la Galia. Los productos que por allí
circulaban comprendían esclavos, vinos del continente, estaño de Cornualles,
plomo y sal. Si bien esta ciudad fue el punto de intercambios principal del
mundo anglosajón, rápidamente fue opacada por los frisones, asentados en la ya
mencionada Duurstede.

Este resurgir de los intercambios comerciales
estuvo acompañado de dos elementos capitales: la moneda y la ciudad. El antiguo
sistema monetario romano, basado en el patrón oro, había desaparecido, en parte
gracias al accionar de los dinámicos comerciantes frisones y anglosajones.
Puesto que la vieja moneda de oro era cada vez más un obstáculo para el pequeño
comercio, los acuñadores de Duurstede, en torno al 650, comenzaron a emitir una
moneda de plata llamada sceattas. El ejemplo fue seguido por los merovingios que, con la
apertura de las minas de plata de Melle, comenzaron a acuñar su propia moneda
de plata, el denario. Este numerario contrajo una dinamización en los
intercambios. En efecto, gracias a su menor poder de compra —se estima que
entre ambas monedas había una relación en el precio de uno a doce— se podían
obtener cantidades menores de mercancías a la vez que facilitaba la venta de
excedentes a los campesinos para la obtención del numerario exigido en concepto
de rentas. Pero, la verdadera significación de este nuevo metálico radica en
que fue el medio de acceso a la economía monetaria de todo un conjunto de
productores y consumidores que, con su incorporación, aumentaron
significativamente el volumen de las transacciones. De igual forma, el número
de monedas circulantes fue suficiente para una reactivación de gran escala, tal
como lo demuestran sus sucesivas devaluaciones.
También las ciudades atravesaban un proceso de
cambio que se venía produciendo desde el siglo V. En efecto, el foro había
dejado de ser el eje organizador de la ciudad, siendo reemplazado por la
iglesia. Pedro Castillo Maldonado estudia como esta situación tuvo su origen en los martiria, pequeña construcción en forma de ábside en la que
se encontraba la tumba de un santo mártir. Estos espacios se ampliaban a medida
que se iba desarrollando su culto. Con el paso del tiempo alrededor de estas
construcciones se van a instalar comunidades eclesiásticas, que darán
lugar al asentamiento del resto de la
comunidad. Dado que dichos martiria siempre estuvieron ubicados fuera de la ciudad romana, la planta urbana corre su eje, se descentra, apareciendo estos nuevos asentamientos como excrecencias que modifican el trazado urbano original. Razón también que permite explicar la pérdida del trazado cuadrangular de la antigua civitas.
comunidad. Dado que dichos martiria siempre estuvieron ubicados fuera de la ciudad romana, la planta urbana corre su eje, se descentra, apareciendo estos nuevos asentamientos como excrecencias que modifican el trazado urbano original. Razón también que permite explicar la pérdida del trazado cuadrangular de la antigua civitas.

La historiografía ha sostenido durante tiempo que el sur de Europa fue un espacio urbanizado durante la Alta Edad Media, mientras que el norte carecía de ciudades. Esta premisa es una impresión más que una certeza, ya que luego de la caída del Imperio romano no todas las urbes del sur sobrevivieron ni todas las del norte fueron creaciones estrictamente medievales. En este sentido, la desaparición de las metrópolis en la región sur no siempre estuvo ligada al factor de las invasiones. Este fenómeno fue como consecuencia de una serie de factores, de los cuales los germanos serían el de menor importancia.
Un ejemplo de esta nueva realidad lo ofrece el
cambio y desplazamiento de las rutas comerciales, que significó la desaparición
de las ciudades que sobre ella se ubicaban para que, una vez, reestablecido el
circuito comercial, permitiese el surgimiento de otros centros urbanos. Esto
último es lo marcará el surgimiento de las denominadas ciudades
champiñones, cuya suerte estaba
totalmente ligada al comercio.
De igual forma,
la voluntad regia impactó fuertemente
en la creación de nuevas ciudades. Tanto en la en la Galia, como en España e
Italia, los reyes francos y godos tenían sus palacios en varias ciudades
administrativas. En la Galia, fue el caso de Orleans, Soissons,
Reims y,
especialmente, París. Como sostiene Jacques
Heers, las grandes residencias
principescas, condales o episcopales, rodeadas de las casas de la familia, los burgos
abaciales rodeados, a menudo, de muros de defensa y vitalizados por el mercado
y el trabajo de los artesanos, marcaron de forma decisiva
el paisaje urbano de la Galia, entre el Sena y el Rin.
En España, los visigodos,
siguiendo un proceso análogo al antes mencionado, utilizaron las ciudades ya
existentes, como es el caso de Viseo, Tuy, Palencia, Barcelona, Tortosa y
Valencia. Más aún, Mérida y Toledo —capital política establecida por
Leovigildo-----
fueron embellecidas con fastuosos monasterios y basílicas, al igual que
Sevilla, bajo los
obispados de Leandro e Isidoro. De la
misma manera, la construcción de nuevos palacios reales impulsó
la creación de nuevas ciudades capitales, si bien posteriormente abandonadas,
pero de gran impacto en su momento: Gerticos (cercana a Salamanca), Pampilica
(próxima a Burgos) y, en especial, Recopolis (sobre el Tajo en la provincia de Guadalajara).

Si bien en este siglo no se registran herejías ni
siquiera de controversias religiosas que se ocuparan de cuestiones de
doctrinas, se reconocen y combaten prácticas precristianas, denominadas
genéricamente paganas. Se interpreta que estas ausencias son debidas a la
carencia de una información regular sobre lo que estaba sucediendo fuera de sus
circuitos locales y regionales. Así, las creencias poco ortodoxas no se
debieron expandir con facilidad o quizá ni siquiera se supiera acerca de ellas;
en estas circunstancias, las versiones locales se desarrollaron. A este mundo
localizado, Peter Brown lo llamó “micro cristiandades”: un mundo de
divergencias constantes en los rituales, las normas y las tradiciones, así como
en las estructuras políticas y las prácticas socioculturales de la sociedad
secular.
Las prácticas y las creencias religiosas cristianas
distaban de ser homogéneas en Occidente. Los autores de la época hablan de la
sobrevivencia de prácticas precristianas. Por ejemplo, Martín de Braga habla de
las supersticiones paganas que existían entre los fieles de la comunidad;
notaba la presencia de velas encendidas detrás de las rocas y los árboles, se
tiraba pan a las fuentes, se viajaba en días propicios; y continuaron más allá
de estos siglos también.
En este contexto, la actividad misionera fue uno de
los aspectos centrales de los siglos VI y VII. En 597, Gregorio Magno envió a
Agustín —abad del monasterio de Monte Coelio— a Inglaterra con la misión de
evangelizar a los sajones. Si bien, consiguió muy pronto la conversión del rey
Etelfredo, organizando con gran rapidez la Iglesia de Inglaterra, esta cristianización
no pasó de ser superficial y los sucesores de Agustín debieron luchar durante
largo tiempo contra los constantes retornos al paganismo. Pero esta lucha no
sólo se limitó a los paganos, también se concentró en los monjes instalados en
sus monasterios y centros de evangelización. La rivalidad entre las dos
Iglesias se agravó
todavía más dada la vinculación de los irlandeses a sus prácticas religiosas particulares — forma de tonsurar a los clérigos y fijación de la fiesta de Pascua, entre otros. De todas formas, Irlanda del sur se unió a Roma en 631, mientras que Irlanda del Norte lo hizo tiempo después, entre 704 y 716. Por su parte, en la Galia se planteó el conflicto entre dos reglas monásticas, la de san Benito y la de san Columbano, imponiéndose la primera por sobre la segunda, reforzando así la posición del papado.
todavía más dada la vinculación de los irlandeses a sus prácticas religiosas particulares — forma de tonsurar a los clérigos y fijación de la fiesta de Pascua, entre otros. De todas formas, Irlanda del sur se unió a Roma en 631, mientras que Irlanda del Norte lo hizo tiempo después, entre 704 y 716. Por su parte, en la Galia se planteó el conflicto entre dos reglas monásticas, la de san Benito y la de san Columbano, imponiéndose la primera por sobre la segunda, reforzando así la posición del papado.

En líneas generales, los misioneros, siguiendo los principios de san Columbano y de Gregorio Magno, intentaron no enfrentarse a las viejas prácticas, por el contrario, las resignificaron de manera tal que dichas celebraciones pasaron a ser en honor de un santo. Esta conversión de los bárbaros —sajones, francos, germanos del este— fue una obra delicada y ardua que marcó profundamente la vida misma de la Iglesia romana, la actividad de su clero y las reglas de la vida monástica.
Como se puede observar, el monasterio es el gran
centro de la cultura y de la vida espiritual de estos siglos y a medida que
transcurre el tiempo, será el monasterio rural (benedictino). Ello se debió
varias a circunstancias, por un lado, sus talleres se convirtieron en el lugar
de conservación de las técnicas artesanales y artísticas, y por otro, sus scriptorium y
bibliotecas se configuraron como los espacios de recopilación y resguardo de la
cultura intelectual cristiana y latina. Asimismo, en virtud de sus dominios, de
la organización de su la mano de obra y producción, el monasterio se convirtió
en un modelo de organización económica.
Ariel Guiance ha estudiado cuatro aspectos
fundamentales presentes en esta cultura cristiana y latina: la santidad, los
lugares de culto y milagrosos, los actos sobrenaturales buenos y malos y la
cuestión de la causalidad sobrenatural. Los santos individuales, mientras
estaban con vida, ocasionaban el problema de no saber de
dónde provenían sus milagros, si eran obra de Dios o del diablo. En cambio, los
santos muertos eran más fáciles de controlar y, por lo tanto, más seguros.
Tenían características que los identificaban como santos: olor a rosas, el
cuerpo incorrupto. Su culto era reducido a un lugar en particular, hacia donde
se organizaban peregrinaciones y se sacaban beneficios, así como el culto a las
reliquias se convirtió en un rasgo de la iglesia de occidente.
Los lugares de culto, las peregrinaciones a las
tumbas de santos se caracterizaban por los sucesos milagrosos. Por todo
occidente había una gran red de grandes sitios de culto. Muchas veces los reyes
prestaban su apoyo a estos lugares y siempre los puntos más poderosos eran los
lugares donde se conservaban reliquias de santos.
Los milagros eran una parte normal del mundo
altomedieval; las disputas se referían a ver quién tenía el control sobre
ellos. No había dudas respecto de su veracidad en este período: su poder
residía justamente en el hecho de ser de naturaleza sobrenatural, subvertir el orden natural. Sin embargo, estos
actos no siempre eran positivos puesto que en las vidas de santos aparecían
milagreros alternativos como magos y brujas, personas fraudulentas que podían
estar dotadas de poderes demoníacos. Es decir, que el mundo sobrenatural podía
manipularse ya fuera para bien o para mal. La virtud de los santos podía
canalizarlo y obrar milagros.
