martes, 10 de mayo de 2016

SIGLO VII - Manual

El siglo VII marcó el establecimiento de un delicado equilibrio, tanto al interior como hacia el exterior, de las diferentes unidades políticas que se habían conformado durante los siglos anteriores. Así, estas nuevas monarquías romano-germánicas delinearon una nueva organización espacial sobre los restos del antiguo Imperio romano de Occidente.
Para el siglo VII, la Hispania visigoda finalmente logró concluir el proceso de unificación tanto política como religiosa. Dicho proceso, comenzó a tomar forma, en el siglo anterior, con Atanagildo (555-567) quién estableció su capital en la ciudad de Toledo a la vez que mantuvo el dominio de la Septimania. Por su parte, Leovigildo (568-586) llevó adelante una serie de fuertes ofensivas contra el reino suevo que se tradujo en su desaparición en el 585. Estas acciones no tuvieron el mismo éxito sobre los vascos, ya que hicieron que estos sólo modificaran las incursiones de pillaje hacia la vertiente norte de los Pirineos. Bajo el reinado de Recaredo (586-601), el proceso de unificación político-religiosa concluyó. La vieja disputa entre arrianos y católicos fue saldada al producir, en el 586, la conversión oficial al catolicismo del rey. Con ello, la realeza visigoda encontró en la Iglesia un poderoso aliado que le permitió materializar a la monarquía en una teocracia. Así, la unificación territorial definitiva se logró hacia el 629 cuando los últimos contingentes armados del Imperio bizantino abandonaron sus puertos de la Bética y Cartagena. No obstante, esta unificación nunca sería total ya que tanto los vascos como los septimanos se mostraron completamente reacios a aceptar la autoridad de Toledo. Un claro ejemplo de ello lo constituyó la rebelión llevada adelante por el duque Paulo de la Septimania, durante el reinado de Wamba (672-680), en el año 673, quien llegó a dominar toda la zona y proclamarse rey antes de ser derrotado por el mencionado monarca visigodo.
Si bien, a partir de Recaredo se logró la unificación del reino, ello no supuso que las diferentes luchas al interior de la aristocracia se atenuaran. Por el contrario, dichos conflictos fueron constantes —estimulados, en parte, por la naturaleza electiva de la monarquía— y de creciente intensidad, llegando uno de ellos —el que se desató entre los hijos de Vitiza y el rey Rodrigo— a marcar el inicio de la destrucción del reino visigodo.
En la Galia, tras la muerte de Clodoveo (511), el reino merovingio quedó dividido entre sus cuatro hijos pero, en dicho reparto, el criterio adoptado no tuvo en cuenta las particularidades étnicas o lingüísticas de las diferentes regiones, sino un reparto equitativo de las tierras. En virtud de ello, durante la segunda parte del siglo VI e inicios del VII, el
reino se vio sometido a una serie de interminables conflictos familiares, intrigas palaciegas y guerras que dieron por resultado un enfrentamiento cada vez mayor entre Neustria y Austrasia, a la vez que se consolidaba el poder de los duques —comandantes del ejército— y, sobre todo, de los mayordomos —poseedores de grandes dominios territoriales y capaces de conseguir importantes concesiones reales.
Esta situación tendió a estabilizarse hacia el 613 —por el término de veinticinco años— bajo los reinados de Clotario II y de Dagoberto, quienes, apoyados por sus consejeros-obispos, lograron someter a la aristocracia a su obediencia, en particular la aquitana. Pero esta estabilidad, que estaba garantizada por el poder del monarca, a mediados del siglo VII nuevamente se vio quebrada, dando como resultado el ascenso de dos espacios claramente definidos y enfrentados: Neustria (del Mosa al Loira, con capital en París) y Austrasia (del Rin al Mosa con capital en Metz). Entre ambas regiones enfrentadas, los territorios de Borgoña, Aquitania y Provenza tuvieron que actuar de forma cuidadosa para no ser dominados por alguna de las dos. En este sentido cabe mencionar que hasta el 687 Neustria —donde se encontraban la mayoría de las tierras personales merovingias— fue quien llevó la iniciativa en los enfrentamientos. Pero, mientras se desarrollaban estos sucesos, varios de los pueblos germánicos que se hallaban sometidos aprovecharon la situación para liberarse del dominio franco. Los primeros fueron los frisones, que comenzaron su expansión hacia las costas danesas y la desembocadura del Rin, donde capturaron los puertos de Utrecht y de Dorestadt. Para el 641 Turingia logró independizarse del dominio franco al tiempo que, en el valle del Garona, la lucha continua contra los vascos permitió el surgimiento de un principado independiente en Aquitania, en torno al 671-672.
Esta turbulenta segunda mitad del siglo VII desembocó en un claro debilitamiento de la autoridad real y marcó el ascenso definitivo al poder de los mayordomos de palacio de los cuales, Pipino de Heristal —mayordomo de Austrasia—, luego de vencer a todos sus adversarios, aparecerá como el verdadero soberano y fundador de una nueva dinastía.
La llegada de los lombardos —recientemente convertidos al arrianismo y poco romanizados— a la Península itálica, a mediados del siglo VI, marcó el inicio de una etapa signada por numerosos conflictos, cuyos blancos centrales fueron, entre otros, la antigua aristocracia romana y goda. Más aún, la irrupción de los lombardos destruyó las defensas fronterizas del Friuli y el Véneto, dejando así abiertos los pasos de los Alpes para las incursiones de saqueo y rapiña por parte de los ávaros y eslavos.
Para inicios del siglo VII, y ya sorteada esta crisis inicial, es posible observar un doble proceso liderado por la monarquía consistente en su recomposición política y en la adopción del catolicismo. Dicho proceso, en el aspecto estrictamente político, tenía su principal obstáculo en los duques, que actuaban como señores independientes gracias al control que poseían sobre el ejército. La solución que encontró la monarquía lombarda fue atacar las posesiones bizantinas en la Península, situación que, a su vez, permitió al Papado erigirse como verdadero dueño de Roma. Pero de igual forma, el Papado era consciente del peligro que significaba el avance lombardo, con lo cual buscó crear alianzas con los duques, en especial convirtiéndolos al cristianismo. De allí que la monarquía lombarda, bajo el reinado de Ariperto I, en el 652-653, adoptará como religión al catolicismo. Así pues, para los últimos años del siglo VII los lombardos controlaron casi la totalidad de la Península — en el 680 el emperador bizantino reconoció como legítimas las conquistas lombardas sobre sus posesiones peninsulares— quedando en manos de Roma sólo la Romaña, el Lacio y una parte del sur italiano.
En las Islas británicas, el establecimiento de un orden político y social fue también el resultado directo de grandes movimientos migratorios que supusieron de forma sucesiva una conquista militar, junto a una fuerte colonización de pueblos de orígenes distintos. No obstante, dichos pueblos poseían una raíz étnica común. Así, a mediados del siglo VI, los bretones, derrotados por diferentes jefes guerreros anglosajones y acorralados en las zonas montañosas y más pobres del oeste de la isla, aceleraron su emigración hacia Armórica. Dicho asentamiento se vio favorecido por los diferentes conflictos que habían estallado al interior del pueblo franco. Por su parte, los anglosajones, para el siglo VII, continuaron organizados en siete reinos (Heptarquía): al norte del Humber, Northumbria conformado por los dos reinos de Deira y Bernicia y, al sur de dicho estuario, los reinos de Sussex, Anglia Oriental, Essex, Mercia, Wessex y Kent.
En cuanto a la organización política interna de los reinos, los monarcas eran, en principio, jefes militares que se fueron rodeando de un séquito de guerreros que, con el paso del tiempo, terminaron conformando una aristocracia militar en la cual se apoyaba el poder del rey. Este tipo de vínculo —definitorio en la vida política inglesa— se mantendrá durante todo el siglo VII, al punto que será una práctica relativamente común entre los diferentes abades y obispos a la hora de conformar sus séquitos armados de defensa.
Si bien hasta el siglo VII el espacio inglés conoció diferentes intentos de unificación, en particular los liderados por Kent, Northumbria y Mercia, ninguno de ellos
fue exitoso. No obstante, para finales del siglo VII, los diferentes reinos se encontraban en un estado de relativa estabilidad.
Para el siglo VII, la fusión entre las estructuras sociales romanas y germanas había cristalizado. El rey se preocupaba por su pueblo, tenía éxito en la guerra, era justo y generoso y escuchaba a los obispos. Impartir justicia era, junto con la guerra, el atributo básico del gobierno altomedieval y todos los reyes recibían asesoramiento de una serie de observadores que ayudaban a asegurar la justicia. La generosidad era una característica necesaria de todo rey que quisiera poseer o conservar un séquito real.
Según Georges Duby, este estilo de vida militarizado había penetrado todos los ámbitos, fundamentalmente el de los reyes y el de la aristocracia, considerándose el principal cambio que había sufrido la sociedad luego del fin del Imperio romano. Si bien el otium era la característica de la vida aristocrática romana, la de este momento se vio envuelta por una cultura más alegre. Se centraba en ingerir grandes cantidades de vino, aguamiel y cerveza, para emborracharse a la par que comer cantidades importantes de carne, en compañía del propio séquito y en un gran salón. Muchas veces, se organizaban en alguna vecindad lo cual significaba que la hospitalidad regia se brindaba allí.
Los hombres cuidaban de las cualidades masculinas tales como el honor, la lealtad y el valor. La lucha cuerpo a cuerpo, que era el tipo de pelea característico de esta época, necesitaba de una buena dosis de coraje además de fuerza física. La lealtad era una aptitud que requería de bastante esfuerzo por parte de la monarquía y estaba relacionada directamente con las tierras y se transformó con el tiempo en un problema básico entre los gobernantes y los potentados. En este sentido, los francos fueron un claro ejemplo de dicha situación. Para Marc Bloch, una de las costumbres nobles, convenientes para estas familias, era que los hijos recibieran formación en la corte del señor en su juventud, que se socializaran en el valor de la lealtad y que prestaran juramentos de fidelidad antes de heredar la tierra de su padre, casarse y regresar a sus tierras.
Los grupos de parentesco eran importantes y se organizaron de manera diferente en la Europa Occidental. Las líneas de parentesco eran tanto paternas como maternas, dependiendo del lugar geográfico y de la importancia de las mujeres en cada una de las familias. Normalmente se esperaba que los familiares se respaldaran entre sí en los asuntos legales y casos de disputas, prestando juramento o bien luchando por ellos, o ayudando económica y políticamente. Así, las rivalidades eran frecuentes y desembocaban en el uso
inmediato de las armas cosa que, a su vez, impulsaba a los parientes a buscar venganza. Una forma de solucionar estas cuestiones era el pago de una indemnización que pronto pusiera fin a la enemistad, muchas veces estratégica y no legal. La idea del enfrentamiento apelaba al honor y a la virilidad, la cual se veía afectada cuando no se llevaba adelante la disputa.
Los aristócratas eran los personajes que mayormente hacían uso de estos rasgos, puesto que eran más “nobles”, en sentido moral, que el resto. Estos sentimientos eran aspectos que no derivaban en diferencias jurídicas puesto que cualquiera que tuviese riqueza, patrocinio político, compromiso militar o un cargo podía ascender en el escalafón social. Sin embargo, el lenguaje y el comportamiento eran indicadores de la identidad aristocrática.
Como se dijo anteriormente, el poder de mandar, administrar justicia y llamar y conducir al ejército habían sido concentradas en manos del rey. Pero dichos elementos no bastaban para justificar la posición del rey como cabeza de esta estructura, complementándose con el nacimiento —formación de dinastías— y el patrimonio familiar. De esta forma, se puede observar que, gracias a la combinación del poder de mando y la riqueza, el rey se implantó como cabeza de una estructura en la cual se insertaban, además de sus parientes cercanos, un conjunto de aristócratas leales vinculados a través de relaciones de fidelidad y que les otorgaba un rol preponderante en la sociedad. Un ejemplo de estas distinciones es posible observa en el reino de Wessex, existía todavía una clara distinción social entre el campesino libre y el hombre que llevaba el nombre de “compañero” del rey.
Así pues, como afirma Duby, esta aristocracia construyó su poder y riqueza gracias a una red de relaciones: a través de los regalos que les otorgaba el soberano —por medio del botín, cuya mayor parte se distribuía entre los hombres leales—, gracias a los poderes que éste delegaba en sus condes —a los que confiaba el gobierno de las distintas regiones del reino— y por las altas dignidades eclesiásticas que el monarca repartía. No obstante, la sumatoria de todos estos elementos dieron como resultado, tal como lo sostiene Rosamond McKitterich, monarquías más o menos inestables, puesto que en la medida que dicho sistema se fue extendiendo al interior de toda la aristocracia, estas monarquías fueron contando con menos recursos para poder ir asegurando o comprando fidelidades. De esta forma, la aristocracia jugó un doble rol, consistente en que mientras prestaba servicio al reino, sentaba las bases de su poderío local.
Ahora bien, este proceso, más allá de la evidente consecuencia política, colocó a la aristocracia laica en un lugar determinante en el funcionamiento general de la economía, en
particular por el poder que poseían sobre la tierra. De manera análoga, este proceso se observa al interior de la Iglesia, dando como resultado la constitución de una aristocracia eclesiástica. En efecto, el creciente movimiento de donaciones piadosas hará que muchas de las pequeñas comunidades monacales y abaciales comiencen a enriquecer de manera sostenida sus patrimonios, en particular sus posesiones de tierra. Pero, para el siglo VII estas grandes riquezas se volvieron un botín muy codiciado por la aristocracia laica y, en particular, por las monarquías, cuando sus respectivos fiscos se volvieron insuficientes para sostener las crecientes redes clientelares. Por ejemplo, a inicios de siglo el rey visigodo Recaredo confiscó tierras eclesiásticas para otorgarlas a sus duques como retribución por sus servicios militares, argumentando que eran tierras sin explotar y, por tanto, consideradas como públicas. Al otro lado de los Pirineos, Dagoberto imitó el ejemplo del rey visigodo. Este mecanismo se formalizó bajo el nombre de contrato de precaria, que establecía que las tierras de la Iglesia eran entregadas a un señor a ruego (precaria) del príncipe.
A pesar de todas las transformaciones que se venían experimentando, las leyes continuaron manteniendo la existencia de una clara división entre la esclavitud y la libertad. Esta segmentación, en particular en las zonas menos romanizadas, se definía a partir de la pertenencia a instituciones públicas, tales como la Asamblea de hombres libres —reunión en la que se ejercía la justicia— y la hueste, las cuales implicaban derecho y obligación. En la Asamblea todo hombre libre tenía la obligación de asistir y decidir sobre el uso de las tierras comunales y la posible admisión de nuevos miembros a la comunidad campesina. El llamado a la hueste, replica la misma mecánica, es decir todo campesino libre tenía la obligación de portar armas y de responder a su jefe en la guerra para, eventualmente, poder acceder, por derecho, a los beneficios del botín. La definición de libre implicaba la propiedad de la tierra, por lo cual no se era completamente libre si no se poseía dicha posesión.
Estas condiciones se extenderán durante el siglo VII. En las fuentes altomedievales se describe la existencia de campesinos que han perdido la propiedad de sus tierras pero que sin embargo siguen siendo jurídicamente libres, denominados colonos. Estos, en virtud de su nueva condición, se verán sometidos a una serie de servicios que irán en detrimento de su independencia. De igual forma, y a fin de acentuar aún más esta nueva condición, los viejos derechos se convirtieron en cargas o multas: los colonos se vieron a pagar diferentes tipos de rentas destinadas a equipar a la hueste. De igual forma, la suerte económica de estos colonos era bastante variable, puesto que en varias capitulares de fines del siglo VII,
se puede observar que ciertos colonos pertenecientes al fisco poseían un
ministeria e integraban el círculo de personas cercanas al señor.
Más allá de considerar la condición de alodial o de colono, lo cierto es que ambos eran tenentes de un mansos o cobnica —llamada hufe en territorio germánico y hide en la zona anglosajona. Dicha tenencia, generalmente, era entendida como “la tierra de una sola familia” —en Italia era definida como “la tierra que se podía labrar con dos bueyes durante un año— y comprendía una superficie lo suficiente como para dar sustento a dicha familia. No obstante, la mencionada superficie podía variar según la zona que se considerase y la fertilidad del suelo, oscilando de doce a veinticuatro hectáreas o, para el caso inglés, de dieciséis a cuarenta y ocho hectáreas.
Pero, los sectores que conformaban el grupo de los hombres libres no se agotaron en los dos mencionados hasta el momento. Para este siglo, comienzan a aparecer en las tierras incultas, próximas a las de cultivo, los huéspedes. Estos campesinos, como en el caso de la Italia lombarda, celebraban un contrato por un tiempo determinado — veintinueve años renovable o por dos o tres generaciones— con un gran terrateniente a fin de poner a producir esas nuevas tierras. No obstante, en algunas zonas tales como Prüm y Saint-Bertin, este grupo será conocido como prebendarii, donde a cambio de su trabajo recibían raciones diarias de alimentos.
Durante el siglo VII, los documentos siguen mostrando la existencia de hombres y mujeres sometidos a la esclavitud, designados con los términos servus y analta, respectivamente, o de manera genérica con el vocablo mancipium —que expresa claramente su situación de objetos. Pero, ya durante el siglo VII, la esclavitud heredada del Imperio romano —y en términos más generales, el sistema esclavista— está mostrando claros signos de agotamiento. El proceso de desocialización al que es sometido el esclavo está presentando importantes contradicciones que producirán, en los siglos posteriores, la disolución del sistema esclavista. Éstas, siguiendo el modelo propuesto por Pierre Bonnassie, pueden ser distinguidas en tres grupos interrelacionados entre sí. El primero de ellos refiere a la forma de aprovisionamiento. La guerra se mantendrá como uno de las principales formas de obtención de esclavos pero, a partir de este siglo, será a corta distancia —en el Imperio romano la obtención de esclavos se producía a larga distancia— en regiones o zonas vecinas donde los prisioneros capturados y reducidos a la esclavitud cuentan con mecanismos para atenuar el proceso de desocialización al que serán sometidos al conocen la lengua, las costumbres, etc. La guerra no fue la única forma de aprovisionamiento pues la condición de esclavo podía ser una consecuencia de penas
judiciales preveían la reducción a la esclavitud o por deudas contraídas, las que llevaban a un hombre libre a vender a sus hijos o autovenderse. El segundo conjunto de contradicciones refiere a la acción del cristianismo. Si bien éste nunca condenó la esclavitud, incluso la justificó, su accionar fue importante —aunque no determinante— en el proceso de desgaste del esclavismo. Si bien es cierto que la Iglesia promovió las manumisiones como obra piadosa, los efectos más visibles de su acción sobre la esclavitud, fue el reconocimiento de la administración de los diferentes sacramentos a los no libres. En otras palabras, podían ser bautizados y contraer matrimonio, con lo cual su condición de inhumanidad tiende a desaparecer, aunque no se modifica en absoluto su condición jurídica. En este punto es válido remarcar que, con la aceptación de los casamientos mixtos y las manumisiones dieron como resultado la aparición de categorías jurídicas intermedias o de semi-libertad, tales como los libertos
cum obsequim —obligados a prestar determinadas tareas de forma gratuita a sus antiguos amos. Finalmente, el factor económico, clave en todo este proceso, mostrará para este siglo la aparición y proliferación de los servi cohcati. En efecto, el marco económico general hará que el antiguo esclavo, alojado en ergástulas y mantenido directamente por el amo, deje de ser redituable económicamente. Es por ello que los grandes propietarios de esclavos, comenzaron a colocarlos en mansos que deberán trabajarlos a cambio del pago de diferentes rentas —tanto en especie como en trabajo— y en los cuales, podrán vivir y conformar núcleos familiares. De esta forma, los amos se desentendieron de la manutención a la vez que se aseguraron una forma sustentable de reproducción de mano de obra.
Así pues, y en un marco más general, durante este siglo comenzó a ser evidente el proceso de homogenización —en cuanto a las condiciones sociales— que estaban experimentando los campesinos libres y los esclavos. Mientras estos últimos experimentaron mejoras en sus condiciones materiales de vida, los primeros observaron cómo su condición social era erosionada al punto que, en la práctica, fue difícil de distinguir unos de otros.
En líneas generales, el siglo VII, muestra los signos de una muy lenta pero sostenida recuperación económica y demográfica. En efecto, la peste justinianea estaba dejando de hacer sentir sus efectos —la cuarta oleada de epidemia, datada entre 599-600, afectó el centro-sur de Italia, sur de Francia y norte de África—, permitiendo un lento y frágil crecimiento poblacional que cristalizará en torno al próximo siglo. En términos generales,
este primer estallido de peste no penetró profundamente en el continente, ya que no estuvo vinculada su propagación con las grandes rutas comerciales. Según Robert Fossier, todo ello tuvo como consecuencias la ocupación del suelo, permitiendo el avance del bosque en zonas antes trabajadas —en especial en las zonas de las Ardenas y Bélgica, según lo demostraron estudios sobre el polen —o la reubicación de diferentes aldeas, que demostraron el proceso inverso, es decir la aparición de roturaciones en detrimento del bosque.
Es en este contexto donde se desarrolló el gran dominio. Dicha estructura de producción —una originalidad de la Edad Media para unos, una continuidad con las formas de explotación bajo imperiales para otros— fue la que marcó a la Alta Edad Media ya que, entre otras cuestiones, fue la respuesta ensayada por los grandes propietarios a los problemas cada vez mayores que presentaba el sistema esclavista. Por otra parte, esta misma premisa será la que permitiría explicar las diferentes formas que adoptará este sistema dominical en las distintas zonas europeas.
La primera de estas formas, denominadas curtes pioneras en Italia y akker en Flandes, se conformaba por una o más parcelas, ubicadas en zonas incultas, de las cuales el propietario se hacía con los fuertes ingresos silvopastoriles que de ella se extraían. Este tipo de explotación tendió a dominar en las zona sur de la Galia, noroeste de Hispania y centro- sur de la península itálica.
La segunda estructura consistía en conjuntos de tierras arables, agrupados por compra o intercambio, pertenecientes a un mismo dueño que, a su vez, poseía tenencias en zonas boscosas o pantanosas. La explotación de la zona central de la propiedad se realizaba de manera directa con la utilización de mano de obra esclava, complementada con colonos sometidos a corveas anuales. Esta última situación, y que será central en el desarrollo del sistema dominical, entendió a ser generalizada por el rey merovingio Dagoberto, entre los años 623 y 635, al confirmar las leyes de los alamanes y bávaros, en las cuales estableció que en todos los dominios fiscales y eclesiásticos los esclavos debían realizar tres días de corvea a la semana en la reserva, mientras que los colonos —además de pagar los tributos establecidos— debían cumplir con una serie de trabajos a destajo en campos, viñas y prados del propietario. De esta forma, se estaba extendiendo un nuevo sistema de explotación que, fundamentalmente, estaba destinado a paliar la escasez de mano de obra esclava, buscando reemplazarla por un colonato que homogeneizaba a antiguos esclavos, libertos y libres. Este tipo de dominio bipartito fue preponderante en el reino de los
lombardos, los francos austrasianos y anglosajones, ya que en dichas zonas la romanidad era más débil, en particular en lo difuso de la definición de libre.
La tercera de las formas desarrollada en la zona comprendida entre el Sena y el Rin, conocida con el nombre genérico de villa, era una explotación agrícola que, para el caso de los dominios fiscales y eclesiásticos, buscaba concentrar grandes extensiones de tierra y, a la vez, lograr la ubicación de las tenencias lo más próximo a la reserva señorial para facilitar la extracción de la corvea. En cuanto a su composición interna, en la reserva se encontraban grandes parcelas de tierra arable (ager), pradera (saltus), bosque (silva) y zonas incultas. También allí se encontraban edificios tales como la residencia señorial, los graneros, las bodegas, molinos, hornos, talleres, etc. Para este siglo, la mano de obra de la reserva estaba compuesta por esclavos que vivían en habitaciones cercanas a la residencia del señor. Otros, como ya se ha mencionado, eran colocados en tenencias que cultivaban para cubrir sus necesidades, estando al servicio del dueño o administrador de las tierras. Esta mano de obra servil no fue suficiente para las grandes tareas de siembra y cosecha, lo que hizo necesario la implementación de la corvea sobre los colonos establecidos en las tenencias ingenuiles.
La integración entre ambos espacios —reserva y mansos— se dará a partir de la combinación del cobro de una renta y de los trabajos obligatorios que deberán realizar los tenentes en la reserva señorial, es decir la corvea. En virtud de esta relación es que el manso, a partir de este momento, cobrará una doble dimensión, como afirma P. Toubert: es a la vez, una unidad de producción —donde los tenentes generan lo necesario para su subsistencia— y una administrativa base del cálculo para el cobro de las rentas.
Si bien todos los registros documentales indican que las mayores corveas y rentas recaían sobre los mansos serviles, las formas y composición del cobro de ambas variaban de acuerdo a las distintas zonas que se consideren. En las regiones del norte de Francia, la concesión de un manso a un tenente libre suponía no sólo la entrega de grano, ganado o vino, sino también la puesta de sus brazos y de sus animales al servicio del dominio para ciertas tareas, tales como reparar los edificios del señor, construir las empalizadas, acarrear las cosechas, llevar los mensajes y cultivar una parte de los campos señoriales. Por su parte, las mujeres eran sometidas a un tipo específico de corvea, consistente en hilar o tejer en el gineceo.
La misma naturaleza del hábitat disperso que presentaban, en general, los grandes dominios, obligaron a sus dueños y administradores a mantener y organizar una red de intercambios más o menos estable. Ello se deduce del peso enorme de las corveas de
mensajería y de acarreo impuestas a los campesinos dependientes. Una considerable parte de la mano de obra se hallaba dedicada a tareas de transporte y mantenimiento de las diferentes rutas, situación que por otra parte, restaba fuerzas a la producción agrícola. Es por ello que los intercambios inter e intradomaniales comenzaron a cobrar fuerza durante el siglo VII a la vez aceitaron la circulación monetaria. Por ejemplo, la Regla benedictina prevé sin ninguna reticencia el uso de numerario, al punto que establece en los monasterios un cargo particular, el de camarero, al que corresponde el manejo del dinero y la apertura de la economía doméstica hacia el exterior.
En lo que respecta al comercio, continuó pero con cambios, en particular lo referido a su alcance. Los productos de lujo —seda, especias, incienso, perfumes— continuaban ingresando, a la vez que las mercancías básicas —madera y esclavos, principalmente— continuaban siendo exportadas. No obstante, las rutas marítimas se habían desplazado gracias a la integración del reino lombardo a la cristiandad y a la aparición del islam. Así, los grandes centros como Cartago, Narbona y Marsella dejaron de ser los puntos de conexión con el mundo bizantino. En un plano más general, el sector occidental del Mediterráneo vio mermar su tráfico debido al incremento de la piratería sarracena, en favor del mar Tirreno y de los pasos alpinos que fueron abiertos nuevamente por los lombardos. A mediados de siglo, la vieja ruta de Provenza por los ríos Ródano, Saona y Mosa fue desplazada por la del Po, los pasos alpinos y el Rin. De igual forma, los viejos mercaderes griegos y sirios eran desplazados por los anglosajones y judíos. En especial, estos últimos mantuvieron vivo el tráfico hacia África por Hispania y hacia Oriente por Italia.
Esto cambio observados en la zona mediterránea tenía su homólogo en la zona norte de Europa. El avance de los francos hacia Frisia y la llegada de los monjes y comerciantes anglosajones cambiaron los ejes comerciales. A partir de este momento, las ciudades de Verdún, Mouzon, Dinant, Namur y Huy se convirtieron en los centros más importantes de intercambio, en parte, debido a que eran los puntos de salida de los grandes dominios carolingios. Así, este nuevo eje mosano impulsó el desarrollo de dos ciudades puerto, claves para el crecimiento comercial de esta zona: Quentovic y Duurstede. Esta última, fundada a principios del siglo VII, ubicada entre los ríos Lek y Rin, se convirtió rápidamente en el centro de contacto entre comerciantes venidos de Inglaterra, el Rin y la Península escandinava. Así, tomando a esta ciudad como base, los frisones remontaron el Rin —hasta Worms y Magnucia— y el Mosela —hasta Tréveris— y se establecieron en Inglaterra —Londres y York—, en Escandinavia —Ribé, Haithabu, Birka y sobre el lago
Malar. De esta forma se puede observar cómo esta red comercial evidenciaba el nacimiento de un nuevo espacio comercial que integraba el Mar del Norte con los ejes fluviales reno- mosanos. Respecto a la primera zona, Quentovic, ubicada en el Canche, vinculaba su actividad comercial con Inglaterra, Irlanda y el norte de la Galia. Los productos que por allí circulaban comprendían esclavos, vinos del continente, estaño de Cornualles, plomo y sal. Si bien esta ciudad fue el punto de intercambios principal del mundo anglosajón, rápidamente fue opacada por los frisones, asentados en la ya mencionada Duurstede.
El comercio se había modificado y demostraba como el nuevo espacio económico marítimo surgido en el norte de Europa, había desplazado el centro de gravedad del Imperio romano. El eje económico clave que unirá al Norte de Italia con los Países Bajos se había consolidado, según demuestran varios autores, entre ellos Michael McCormick.
Este resurgir de los intercambios comerciales estuvo acompañado de dos elementos capitales: la moneda y la ciudad. El antiguo sistema monetario romano, basado en el patrón oro, había desaparecido, en parte gracias al accionar de los dinámicos comerciantes frisones y anglosajones. Puesto que la vieja moneda de oro era cada vez más un obstáculo para el pequeño comercio, los acuñadores de Duurstede, en torno al 650, comenzaron a emitir una moneda de plata llamada sceattas. El ejemplo fue seguido por los merovingios que, con la apertura de las minas de plata de Melle, comenzaron a acuñar su propia moneda de plata, el denario. Este numerario contrajo una dinamización en los intercambios. En efecto, gracias a su menor poder de compra —se estima que entre ambas monedas había una relación en el precio de uno a doce— se podían obtener cantidades menores de mercancías a la vez que facilitaba la venta de excedentes a los campesinos para la obtención del numerario exigido en concepto de rentas. Pero, la verdadera significación de este nuevo metálico radica en que fue el medio de acceso a la economía monetaria de todo un conjunto de productores y consumidores que, con su incorporación, aumentaron significativamente el volumen de las transacciones. De igual forma, el número de monedas circulantes fue suficiente para una reactivación de gran escala, tal como lo demuestran sus sucesivas devaluaciones.
También las ciudades atravesaban un proceso de cambio que se venía produciendo desde el siglo V. En efecto, el foro había dejado de ser el eje organizador de la ciudad, siendo reemplazado por la iglesia. Pedro Castillo Maldonado estudia como esta situación tuvo su origen en los martiria, pequeña construcción en forma de ábside en la que se encontraba la tumba de un santo mártir. Estos espacios se ampliaban a medida que se iba desarrollando su culto. Con el paso del tiempo alrededor de estas construcciones se van a instalar comunidades eclesiásticas, que darán lugar al asentamiento del resto de la
comunidad. Dado que dichos
martiria siempre estuvieron ubicados fuera de la ciudad romana, la planta urbana corre su eje, se descentra, apareciendo estos nuevos asentamientos como excrecencias que modifican el trazado urbano original. Razón también que permite explicar la pérdida del trazado cuadrangular de la antigua civitas.

La historiografía ha sostenido durante tiempo que el sur de Europa fue un espacio urbanizado durante la Alta Edad Media, mientras que el norte carecía de ciudades. Esta premisa es una impresión más que una certeza, ya que luego de la caída del Imperio romano no todas las urbes del sur sobrevivieron ni todas las del norte fueron creaciones estrictamente medievales. En este sentido, la desaparición de las metrópolis en la región sur no siempre estuvo ligada al factor de las invasiones. Este fenómeno fue como consecuencia de una serie de factores, de los cuales los germanos serían el de menor importancia.
Un ejemplo de esta nueva realidad lo ofrece el cambio y desplazamiento de las rutas comerciales, que significó la desaparición de las ciudades que sobre ella se ubicaban para que, una vez, reestablecido el circuito comercial, permitiese el surgimiento de otros centros urbanos. Esto último es lo marcará el surgimiento de las denominadas ciudades champiñones, cuya suerte estaba totalmente ligada al comercio.
De igual forma, la voluntad regia impactó fuertemente en la creación de nuevas ciudades. Tanto en la en la Galia, como en España e Italia, los reyes francos y godos tenían sus palacios en varias ciudades administrativas. En la Galia, fue el caso de Orleans, Soissons, Reims y, especialmente, París. Como sostiene Jacques Heers, las grandes residencias principescas, condales o episcopales, rodeadas de las casas de la familia, los burgos abaciales rodeados, a menudo, de muros de defensa y vitalizados por el mercado y el trabajo de los artesanos, marcaron de forma decisiva el paisaje urbano de la Galia, entre el Sena y el Rin.
En España, los visigodos, siguiendo un proceso análogo al antes mencionado, utilizaron las ciudades ya existentes, como es el caso de Viseo, Tuy, Palencia, Barcelona, Tortosa y Valencia. Más aún, Mérida y Toledo —capital política establecida por
Leovigildo----- fueron embellecidas con fastuosos monasterios y basílicas, al igual que
Sevilla, bajo los obispados de Leandro e Isidoro. De la misma manera, la construcción de nuevos palacios reales impulsó la creación de nuevas ciudades capitales, si bien posteriormente abandonadas, pero de gran impacto en su momento: Gerticos (cercana a Salamanca), Pampilica (próxima a Burgos) y, en especial, Recopolis (sobre el Tajo en la provincia de Guadalajara).
La jerarquía episcopal de finales del Imperio sobrevivió prácticamente sin resquebrajarse. El marco organizativo de la cristiandad romana funcionaba plenamente a pesar de la diversidad en las prácticas religiosas cotidianas. Si bien se reconocía una identidad común, las liturgias eran distintas y las tradiciones monásticas también registraban numerosas variaciones, lo cual se mantendrá hasta los tiempos carolingios.
Si bien en este siglo no se registran herejías ni siquiera de controversias religiosas que se ocuparan de cuestiones de doctrinas, se reconocen y combaten prácticas precristianas, denominadas genéricamente paganas. Se interpreta que estas ausencias son debidas a la carencia de una información regular sobre lo que estaba sucediendo fuera de sus circuitos locales y regionales. Así, las creencias poco ortodoxas no se debieron expandir con facilidad o quizá ni siquiera se supiera acerca de ellas; en estas circunstancias, las versiones locales se desarrollaron. A este mundo localizado, Peter Brown lo llamó “micro cristiandades”: un mundo de divergencias constantes en los rituales, las normas y las tradiciones, así como en las estructuras políticas y las prácticas socioculturales de la sociedad secular.
Las prácticas y las creencias religiosas cristianas distaban de ser homogéneas en Occidente. Los autores de la época hablan de la sobrevivencia de prácticas precristianas. Por ejemplo, Martín de Braga habla de las supersticiones paganas que existían entre los fieles de la comunidad; notaba la presencia de velas encendidas detrás de las rocas y los árboles, se tiraba pan a las fuentes, se viajaba en días propicios; y continuaron más allá de estos siglos también.
En este contexto, la actividad misionera fue uno de los aspectos centrales de los siglos VI y VII. En 597, Gregorio Magno envió a Agustín —abad del monasterio de Monte Coelio— a Inglaterra con la misión de evangelizar a los sajones. Si bien, consiguió muy pronto la conversión del rey Etelfredo, organizando con gran rapidez la Iglesia de Inglaterra, esta cristianización no pasó de ser superficial y los sucesores de Agustín debieron luchar durante largo tiempo contra los constantes retornos al paganismo. Pero esta lucha no sólo se limitó a los paganos, también se concentró en los monjes instalados en sus monasterios y centros de evangelización. La rivalidad entre las dos Iglesias se agravó
todavía más dada la vinculación de los irlandeses a sus prácticas religiosas particulares — forma de tonsurar a los clérigos y fijación de la fiesta de Pascua, entre otros. De todas formas, Irlanda del sur se unió a Roma en 631, mientras que Irlanda del Norte lo hizo tiempo después, entre 704 y 716. Por su parte, en la Galia se planteó el conflicto entre dos reglas monásticas, la de san Benito y la de san Columbano, imponiéndose la primera por sobre la segunda, reforzando así la posición del papado.

En líneas generales, los misioneros, siguiendo los principios de san Columbano y de Gregorio Magno, intentaron no enfrentarse a las viejas prácticas, por el contrario, las resignificaron de manera tal que dichas celebraciones pasaron a ser en honor de un santo. Esta conversión de los bárbaros —sajones, francos, germanos del este— fue una obra delicada y ardua que marcó profundamente la vida misma de la Iglesia romana, la actividad de su clero y las reglas de la vida monástica.
Como se puede observar, el monasterio es el gran centro de la cultura y de la vida espiritual de estos siglos y a medida que transcurre el tiempo, será el monasterio rural (benedictino). Ello se debió varias a circunstancias, por un lado, sus talleres se convirtieron en el lugar de conservación de las técnicas artesanales y artísticas, y por otro, sus scriptorium y bibliotecas se configuraron como los espacios de recopilación y resguardo de la cultura intelectual cristiana y latina. Asimismo, en virtud de sus dominios, de la organización de su la mano de obra y producción, el monasterio se convirtió en un modelo de organización económica.
Ariel Guiance ha estudiado cuatro aspectos fundamentales presentes en esta cultura cristiana y latina: la santidad, los lugares de culto y milagrosos, los actos sobrenaturales buenos y malos y la cuestión de la causalidad sobrenatural. Los santos individuales, mientras estaban con vida, ocasionaban el problema de no saber de dónde provenían sus milagros, si eran obra de Dios o del diablo. En cambio, los santos muertos eran más fáciles de controlar y, por lo tanto, más seguros. Tenían características que los identificaban como santos: olor a rosas, el cuerpo incorrupto. Su culto era reducido a un lugar en particular, hacia donde se organizaban peregrinaciones y se sacaban beneficios, así como el culto a las reliquias se convirtió en un rasgo de la iglesia de occidente.
Los lugares de culto, las peregrinaciones a las tumbas de santos se caracterizaban por los sucesos milagrosos. Por todo occidente había una gran red de grandes sitios de culto. Muchas veces los reyes prestaban su apoyo a estos lugares y siempre los puntos más poderosos eran los lugares donde se conservaban reliquias de santos.
Los milagros eran una parte normal del mundo altomedieval; las disputas se referían a ver quién tenía el control sobre ellos. No había dudas respecto de su veracidad en este período: su poder residía justamente en el hecho de ser de naturaleza sobrenatural, subvertir el orden natural. Sin embargo, estos actos no siempre eran positivos puesto que en las vidas de santos aparecían milagreros alternativos como magos y brujas, personas fraudulentas que podían estar dotadas de poderes demoníacos. Es decir, que el mundo sobrenatural podía manipularse ya fuera para bien o para mal. La virtud de los santos podía canalizarlo y obrar milagros.
Por lo demás, la lengua latina continuó manteniendo toda su fuerza durante los reinos de síntesis. Claros ejemplos de ello son, entre otros, Casiodoro, e Isidoro de Sevilla. De este último autor, J. Heers, afirma que si bien su obra evidencia nostalgia por la antigua grandeza de Roma, una viva atracción por los antiguos temas filosóficos y una cierta sobriedad en las formas de expresión, da testimonio de una profunda originalidad. En ella podemos encontrar emociones verdaderas, un poder real de afección y sugestión, una mentalidad diferente, una profunda adhesión a su tiempo y a los valores del momento. Así, la Historia de los Godos sería una especie de canto épico nacional y, según Jacques Fontaine, una de las primeras formas de expresión literaria de la sensibilidad medieval. Esta emoción “nacional”, este abandono del universalismo romano, del que Casiodoro había dado ya las primeras muestras, anunciaban una “nueva cultura”. En efecto, Casiodoro, en sus Institutiones divinarum et saecularium littemrum, establecerá los esquemas retóricos latinos que aparecerán en la literatura y pedagogía cristiana. Pero, su legado va más allá, puesto que será él quien establezca como obligación de los monjes —originalmente a los del convento de Vivarium—, según lo afirma Jacques Le Goff, una tarea que toda la Edad Media mantendrá celosamente: la copia de los antiguos manuscritos.

SIGLO VI - Manual

La acción en Galia se desarrolló en relación directa con el impulso que imprimieron los pueblos francos sobre las antiguas estructuras romanas. A mediados del siglo V estaban divididos al menos en dos grupos: los ripuarios o renanos, custodiando la orilla izquierda del Rin, y los salios, extendidos sobre los actuales Países Bajos y Bélgica. De entre estos últimos surgió la figura de Clodoveo, llamado también Clovis o Chlodweg, quien en 486 venciera a Siagrio, tomara su capital de Soissons y se proclamara “general romano” además de rey.
Clodoveo se preocupó por unificar las distintas comunidades francas situadas en torno al Loira. Logró a extender su influencia incluso sobre los bretones de Armórica, de modo más nominal que real, y empujó a los alamanes hacia el Alto Rin luego de vencerlos en la batalla de Zulpich o Tolbiac (encuentro de fecha incierta, entre 496 y 500). Esta progresión, sobre todo la que siguió hacia el Mediterráneo, puso al reino franco en contacto con los burgundios y visigodos, con quienes llegó al enfrentamiento directo. Los primeros en recibir el embate fueron los visigodos del reino de Tolosa, contra quienes la religión jugó un papel destacado junto a las armas (francos católicos contra visigodos arrianos). La campaña, que acabó en la victoria franca de Vouillé de 507, incorporó Tolosa y Aquitania al dominio de Clodoveo, aunque no logró mantener el control sobre Provenza y Septimania, hecho que negó, de momento, el acceso franco al mar.
Los sucesores de Clodoveo, a los que ya comenzaba a llamarse merovingios a causa de ese legendario antepasado, Meroveo, continuaron la presión hacia el este y el sur. En dos brillantes campañas en 523 y 526, dislocaron el reino burgundio tras instigar el asesinato de su rey Segismundo. Luego, lanzaron incursiones sobre Italia, llegando tan lejos como Campania y Calabria, de las que obtuvieron grandes botines antes de verse detenidos por griegos, romanos y godos, que allí guerreaban por el territorio. Entre una expedición hacia el sur y otra, en 531 los turingios y en 536 los alamanes cayeron ante Teodeberto mientras que Clotario I dominó a los bávaros en 555. Desde este momento, la Germania meridional se integró en el marco político común del reino franco. Por ende, el territorio franco se vio inmerso en una serie de guerras civiles, conflictos familiares, asesinatos e intrigas que se sucedieron ante la práctica merovingia de fraccionar el territorio entre los hijos de los reyes. Luego de la muerte de Clotario I en 561, comenzó a gestarse la diferencia
entre Neustria (el oeste de la Galia) y Austrasia (el este galo, más el oeste de Germania, los Países Bajos y Bélgica).
Los merovingios no rechazaron por completo la herencia romana, evidente no sólo en la estrecha relación entre reyes y obispos —que unió a germanos con galorromanos, sacralizando la autoridad real y legitimando el papel de la Iglesia en la nueva estructura— sino, además, en la aceptación por parte de Clodoveo de las tablas consulares enviadas a él por el emperador bizantino Anastasio. Con todo, su reino fue esencialmente germánico. El servicio del príncipe estableció una jerarquía entre los hombres libres, beneficiando al conjunto cortesano formado por colaboradores, fieles o leudes que se encomendaban a un soberano cuyo poder era la clave de referencia.
Así como en la Galia y Germania el protagonismo franco fue decisivo, en Hispania e Italia lo fue el de los godos. En palabras de Lucien Musset, los godos, hasta Justiniano, asumieron la jefatura del mundo bárbaro. Ya en el siglo III, se manifestó la división del pueblo godo entre visigodos o tervingi y ostrogodos o greutungi, separación de jefaturas y reinos que no afectó ni la unidad de la lengua ni el sentimiento de estrecho parentesco entre ambos. Fueron los únicos que atravesaron el Imperio de un extremo a otro, los primeros que fundaron Estados duraderos y consiguieron una síntesis de los elementos germánicos y romanos, logrando construir una cultura intelectual autónoma.
La trayectoria de los visigodos los llevó hasta la península ibérica en el siglo V como foederati del Imperio. Para el siglo VI, contenida la amenaza franca luego del desastre de Vouillé, el poder de los reyes visigodos sólo era discutido, aunque débilmente, por el pequeño reino suevo asentado en la actual Galicia y por los vascos, en el norte de Hispania. De la organización de estos últimos no se conoce casi nada, mientras que de los suevos, lo que se ha llegado a saber es también y lamentablemente, muy poco. Se habría tratado de una monarquía que, salvo las acuñaciones de monedas siguiendo los tipos imperiales del siglo precedente, no dejó mayores rastros. Se caracterizó, eso sí, por la larga lucha entre católicos y arrianos, con los primeros ganando terreno lenta pero firme tras la misión encabezada por san Martín de Braga. El rey visigodo Leovigildo, mediante la guerra entre 576 y 585, logró la anexión del reino suevo que, desde ese momento, se fundió con el godo.
El mismo Leovigildo (568-586) fue el artífice de los grandes avances que se realizaron respecto a la unificación política de la península. No sólo absorbió a los suevos, sino que también logró contener a los vascos construyendo la nueva fortaleza de Vitoria. En el mismo sentido, se volvió contra los bizantinos —que habían llegado al este hispano
de la mano de la disputa sucesoria entre el rey arriano y su hijo católico Hermenegildo—, recuperando Córdoba, Medina Sidonia y Sevilla.
Una vez sentadas sólidamente estas bases, será Recaredo, segundo hijo de Leovigildo y su sucesor entre 586 y 601, quien conseguirá la consolidación de la autoridad real y la organización política visigoda. Su conversión al catolicismo fue fundamental para la unión de godos e hispanorromanos, al tiempo que le atrajo la alianza con una Iglesia que demostró ser un poderoso apoyo. Los Concilios de Toledo, a los cuales asistieron los obispos hispanos ante la convocatoria del rey, se transformaron en verdaderas asambleas del reino. Desde aquí, nos encontraremos con una organización basada en una monarquía de tipo teocrático, tomada de los modelos bizantinos, de la que dependían los duques y condes que comandaban los ejércitos y dirigían las divisiones administrativas del reino.
Los ostrogodos, al otro lado del Mediterráneo occidental, no lograron la misma solidez. Sus orígenes fueron, con todo, auspiciosos. Su rey Teodorico (474-526) invadió la península itálica en 489 y venció al rey Odoacro (el destructor del Imperio romano de Occidente) en Verona y, finalmente, en el sitio de Ravena en 493.
La organización del reino ostrogodo respetó una especie de dualismo que mantuvo el equilibrio entre las tradiciones imperiales romanas y las de los germanos. Teodorico, general romano, patricio y rey de los germanos al mismo tiempo, dispuso que godos y romanos vivieran bajo administraciones paralelas pero separadas, con el único contacto entre ellas en la persona del príncipe y en algunas oficinas del gobierno. Así, a la fuerza del ejército godo se le unía el orden que proporcionaba el encuadramiento en las antiguas pautas de la civilización romana, con sus leyes, magistrados y el apoyo del viejo pero influyente orden senatorial. Esta división se mantuvo incluso en la esfera religiosa entre godos arrianos y romanos católicos, si bien con tensiones siempre latentes.
La muerte de Teodorico propició la llegada al trono primero de Atalarico, un niño bajo la regencia de la hija del viejo rey, y luego de Teodato. Este aprovechó la muerte de Atalarico sin herederos para eliminar a la regente Amalasvinta y hacerse con el poder, acabando con la prosperidad del Estado ostrogodo. El emperador bizantino Justiniano se proclamó vengador de Amalasvinta y envió sus ejércitos a Italia bajo el mando del general Belisario. Sin dudas una expresión más del expansionismo oriental que ya los había llevado al norte de África y al este de Hispania.
Jefes como Teodato, Vitiges, Hildibaldo y Totila, que se sucedieron entre 534 y 552, condujeron sin éxito la lucha contra el asalto bizantino, proceso durante el cual el dualismo original fue reemplazado por una notable germanización de las estructuras políticas. Luego
de 552, Italia mostró un cambio notable. Por un lado, los bizantinos fundaron el Exarcado de Ravena, que se hizo con el control de una franja que cortaba en diagonal la península casi desde Roma hasta el Friul. Por el otro, los longobardos o lombardos conducidos por su rey Audoino, avanzaron por el norte como aliados de los griegos y ocuparon el lugar dejado vacante por los derrotados ostrogodos. Los duques lombardos se extendieron en todas direcciones, creando el reino de Pavía y los ducados de Benevento y Espoleto.
Los lombardos, cuya organización política fue establecida por el rey Agilulfo (590616), dispusieron que la circunscripción básica fuera el ducado, jurisdicción de un “exercitus” dirigido por un duque. Las tierras pasaron a los jefes lombardos, muchas veces a la fuerza.
Desde el siglo V, las islas británicas contemplaron el progresivo derrumbe de la vieja organización romana ante el ataque de pueblos germánicos, anglos y sajones, que de simples auxiliares o saqueadores, se habían transformado en grupos que buscaban un lugar donde asentarse. En el siglo VI, las realezas aparecieron de la mano de una nueva oleada de inmigrantes, que, como detalle particular, erigieron su jefatura sobre la base de una ascendencia pretendidamente divina.
Los reinos creados por los recién llegados tuvieron como origen el reagrupamiento de elementos diversos. Sus nombres demuestran esta característica: fueron tomados de la toponimia celtorromana (Kent, quizá Bernicia) o bien tuvieron un carácter sólo geográfico (“gentes de la marca” o Mercia, “gentes del norte del Humber” o Northumbria, Wessex, Essex, etc.). La colonización germánica ocupó las tierras arables, al tiempo que las ciudades perdieron la relevancia y significación que habían tenido en épocas romanas.
Los celtorromanos, pese a verse sumergidos en el alud germánico, no desaparecieron. Identificados con los bretones, resistieron el avance sajón hacia el este de Inglaterra en una serie de batallas difíciles de situar. La más renombrada de ellas fue la del Mons Badonicus, donde los romanobretones estuvieron dirigidos por Ambrosio Aureliano, “el último de los romanos”. Según algunos especialistas, la figura en la que se habría basado al rey Arturo medieval. Su cultura pervivió en Cornualles, Gales (de una de esas familias provenía san Patricio, el evangelizador de Irlanda) y también en la Bretaña armoricana, al otro lado del canal de la Mancha.
En el norte, pictos y escotos organizaron sus pueblos, clanes y jefes luchando entre sí y lanzando incursiones hacia el territorio ocupado ahora por los sajones, e incluso sobre Irlanda, pero sin seguir un plan de expansión preciso.
Las federaciones de tribus germanas que asolaron el Imperio no sustituyeron simplemente al régimen estatal romano, puesto que representaban una minoría frente a la población romana. Sin embargo, su presencia implicó que se integraran no como colonos, sino como líderes y gobernantes. En principio quedaron algunos testimonios de los choques que hubo, como el de Sidonio Apolinar en Francia. En un comienzo, ambos grupos siguieron los principios de sus propias leyes e instituciones. Uno de los motivos más agudos de enfrentamiento fue el tema religioso, los germanos en su mayoría habían adoptado el arrianismo, mientras que los antiguos súbditos del Imperio se mantenían en la fe católica. Algunos elementos esenciales de la antigua estructura romana siguieron existiendo, tales como el ordenamiento administrativo, el comercio y la economía agrícola. En principio, no hubo una interrupción notable en las formas de vida, comprobable en la historia de las ciudades, de la cultura material y de la estructura social.
La sociedad del siglo VI estaba demasiado próxima a la caída del Imperio romano como para no demostrar elementos familiares, en donde los aportes realizados por los germanos encontraron un sustrato sobre el cual asentarse. Sin embargo, la síntesis que se produjo entre ambos conjuntos y que con mayor frecuencia resalta las diferencias, no debe dejar de lado ciertas similitudes básicas.
Es un hecho que tanto germanos como romanos conocían la desigualdad social. Aceptaban la preeminencia de un sector de notables, ya fuera el orden senatorial en el Imperio o bien, entre los germanos, ese grupo integrado por los parientes y compañeros de los jefes de guerra (el llamado “comitatus”), cuyos linajes, al menos en algunas tribus, aparecían dotados con privilegios jurídicos y hasta caracteres mágicos.
Unos y otros conocieron también la esclavitud, alimentada por la guerra permanente, la autoventa, etc., y que mantenía una fuerza de trabajo servil incrementada cada año mediante las razzias dirigidas contra el territorio de los pueblos vecinos, una vez que la posibilidad de adquirirlos en los mercados de tiempos clásicos se hizo dificultosa o innecesaria.
En suma, el cuerpo social destacaba tres grupos claramente diferenciados: el de los esclavos cosificados; el de los libres y, en tercer lugar, el de los “Grandes”, dueños del trabajo de los demás y de sus frutos. En cierta forma, podría incluso decirse que el orden social en Occidente tuvo dos raíces principales: una estructura agraria romana, muy marcada por la propiedad del suelo y otra germánica, caracterizada por las relaciones de dominio personales.
Los primeros a considerar serán los esclavos. Es necesario distinguir dos formas muy diferentes de esclavitud: una de ellas de tipo rural, secuela de la servidumbre de la Antigüedad y que se mantendría hasta los siglos X y XI; otra, una esclavitud de trata, ya practicada en la Alta Edad Media pero que se desarrollaría con mayor fuerza a partir del siglo XIII.
La existencia de la esclavitud resultaba inherente a la idea según la cual, al menos hasta el año Mil, Europa sólo conocía, en términos jurídicos, dos tipos de hombres: los libres (liberi, ingenui) y los no libres (mancipia, servi, analice, entre otras definiciones diversas). Los no libres, además de la guerra y la autoentrega a un amo ya mencionadas, provenían de la reproducción natural, de los matrimonios entre libres y esclavos (la unión con esclavos conducía a la pérdida de la condición de libre de aquel que lo fuera), las condenas judiciales (que castigaban con la pérdida de la libertad una serie de delitos cuya gama variaba de acuerdo a la región, pero que casi siempre incluían el infanticidio, el aborto, la violación, la falsificación de moneda, etc.) y el endeudamiento (temporalmente, hasta saldar la deuda).
La condición de los esclavos era penosa, considerados como seres infrahumanos, sin ningún derecho o protección, desocializados del entorno que habitaban, equiparados al ganado de su amo. La Iglesia, tan importante en las definiciones sociales del período, incluso no condenó o atacó estas prácticas, sino que buscó prohibir (prohibición que no fue más respetada que tantas otras) que se redujese a la servidumbre a los bautizados. Doctrinalmente, se esforzaría por legitimarla, al sostener que la condición servil era una forma de expiar el pecado original y, por tanto, formaba parte del plan divino para la redención de la humanidad. Sin embargo, es necesario destacar que, al tiempo que hacía esto, la institución eclesiástica no careció de una notable ambigüedad. Por ejemplo, desde el momento en que el esclavo fuera admitido en los sacramentos, lo elevaba a la dignidad de persona humana, contribuyendo de esta manera, por lo menos a nivel espiritual si no material, a reducir la brecha que separaba a los esclavos de los libres.
Los hombres libres no se consideraban tales por su independencia personal, sino por el hecho de pertenecer al “pueblo”, es decir, por depender e integrar las instituciones
públicas de su comunidad. Las sociedades germánicas se basaban en un cuerpo de hombres libres, cuya condición se expresaba en el derecho de llevar armas y que fue aprovechado por todos, desde los que formaban el séquito del rey hasta los campesinos más humildes. La posibilidad de integrar la hueste daba el derecho, además, de seguir al rey o jefe guerrero en las expediciones emprendidas cada primavera y, por tanto, de participar en los beneficios del botín capturado. La guerra, que de momento conservaba un marcado carácter tribal, era considerada como una de las principales fuentes de enriquecimiento.
Para los germanos, la libertad como derecho dependía del principio de obligación. Marchar a la guerra, por citar este caso, no sólo implicaba una posibilidad que no todos podían ejercer, sino también era la obligación que llevaba a los hombres a reunirse periódicamente para decidir la ley, para hacer justicia en el marco de la asamblea de guerreros (momento en que se repartía el botín de una campaña), se disponía la explotación colectiva de las partes incultas del territorio y se manifestaba sobre la aceptación o no de los nuevos miembros de la comunidad. Si por alguna razón, la unidad entre derecho- obligación no podía cumplirse, la condición real del hombre se veía alterada. Este era el caso de la gran cantidad de campesinos libres que, por no poseer tierras propias, trabajaban las de otros como “colonos”. Considerados libres, en la práctica eran prisioneros de una red de servicios que limitaban su independencia. Por ejemplo, sus obligaciones militares se transformaron en el deber de contribuir al aprovisionamiento de la hueste, pero ya no a integrarla.
Así, nos encontramos con un límite difuso entre la libertad y formas atenuadas de servidumbre. Esto fue así, quizá, porque junto a los colonos que sobrevivían de un manso o tenencia ajena, también existían aquellos que poblaban los vici, poseían derechos de disfrute de las tierras comunales, o bien, podían sostener la propiedad de un alodio. En un principio designaba un bien familiar legado por los antepasados, transmitido por herencia de generación en generación, para luego referir a la propiedad individual, divisible y alienable sin ningún tipo de trabas.
Por encima de los esclavos y como estrato superior de los libres, aparecieron los que G. Duby, en uno de sus trabajos clásicos, llamó los “Grandes”. En las estructuras creadas luego de las migraciones germánicas, el poder de mandar, de dirigir el ejército y administrar la justicia entre el pueblo correspondió al rey (en muchos casos, junto con la asamblea). La herencia favoreció la acumulación de riquezas en sus manos, pero como las reglas de distribución sucesoria eran, respecto a él, las mismas que se aplicaban en todas las familias (división del patrimonio en partes iguales entre todos los herederos) esa fortuna corría el
riesgo de fraccionarse y desaparecer en las sucesivas particiones. Sin embargo, la cantidad de bienes que podía acumular por su posición era tal que resultaba más simple resistir o mitigar los efectos de este proceso.
Con mucho para distribuir, pues, los reyes favorecieron la existencia de un conjunto de hombres ligados a la persona del soberano por relaciones domésticas, conocidas con el nombre de palatium, lo que daría como resultado una complejización del viejo comitatus. Además de sus familiares y servidores más cercanos se reunía un gran número de jóvenes de familias “aristocráticas” que buscaban completar su educación junto al rey. Así, apareció el grupo de “amigos” o “fieles” unidos al monarca por una fidelidad particular que les otorgaba un valor individual especial. Serán estos personajes los principales ejecutores del poder real, del cual obtenían su riqueza ya fuera por medio de regalos, un mayor beneficio sobre el botín conseguido o por las altas dignidades que el rey era capaz de conceder.
Los “Grandes” entonces, podían ser definidos a partir de la figura real, pero conformaban un grupo complejo, integrado por elementos diversos que se fusionaron estrechamente. En ellos apareció la unión entre los germánicos dominantes, los descendientes de las tribus aliadas o sometidas (era muy común que, en una oleada migratoria, pueblos distintos se unieran bajo el liderazgo de la tribu o clan más fuerte) y los restos del orden senatorial romano. Su poder se expresó a partir de su posición particular en el seno social y su control de la tierra, que poco a poco iría concentrándose. En siglos posteriores hará su aparición el Gran Dominio, que no se limitará a ser la principal estructura productiva de la Alta Edad Media, sino que también constituirá la forma primaria de dominación sobre las personas hasta la aparición del feudalismo.
Este período no presentó como problema el espacio geográfico, pues la disponibilidad de tierras era suficiente. La población, en cambio, sí ofreció particularidades. Crisis como la llamada “Peste justinianea” —que marcó, a mediados de siglo, la introducción de la peste bubónica en Occidente de la mano de las tropas bizantinas y que, de los puertos mediterráneos llegó incluso a Dinamarca e Irlanda— se sumó a la movilidad de las migraciones sobre el terreno. Controlar la disponibilidad de hombres era una manera de asegurar los brazos capaces de llevar adelante la producción y las fuentes de obtención de riquezas. En este contexto, la división entre humiliores ypotentiores, entre humildes y ricos; y a menudo entre pauperes y potentes, pobres y poderosos, no parece casualidad, sino el fruto de un proceso que puede rastrearse en las condiciones sociales generadas por los esquemas que comenzaron a cristalizar en las nuevas realidades romano-germánicas.

El paisaje mediterráneo se caracterizó, en época romana, por los límites entre los campos, con una clara separación entre el ager (campos cultivables) y el saltus (la pradera), que aparecían como espacios muy bien definidos, con un tipo rectilíneo e incluso con hitos o mojones de piedra que establecían los derechos de cada propietario. Los germanos y los celtas, en cambio, privilegiaron la zona imprecisa, con el bosque como frontera y el seto vivo, valorizando la silva como espacio a aprovechar junto con la agricultura, dados los intereses pastoriles de los recién llegados. Por ejemplo, resulta notable cómo desde principios del siglo V, árboles, helechos y zarzales progresaron a costa de los prados y cultivos, pero ya en el siglo VI estos últimos reaparecieron con mayor fuerza.
En este marco, la explotación agraria tomó una relevancia fundamental, ya fuera a partir de las propiedades más o menos pequeñas de tipo familiar, como a través de grandes concentraciones en manos de los potentes. No obstante, es necesario observar que el problema de la existencia y/o supervivencia de grupos de pequeños propietarios libres tiene más importancia para la historia social que para la historia económica.
En efecto, a partir del momento en que se comprobó que una proporción importante de la tierra estaba acaparada por la gran propiedad, resultó evidente que también había que admitir que esta última desempeñó un papel motor en el conjunto del proceso de desarrollo. Por las técnicas puestas en práctica, por sus formas de gestión más racionales, por una preocupación más acusada por la rentabilidad y, quizá, por niveles de producción más elevados, es muy probable que corresponda otorgar al Gran Dominio el reconocimiento de ser aquel que impuso las características salientes a la estructura agraria medieval.
Ahora bien, la consolidación del Gran Dominio será cosa de siglos posteriores. En este (y en muchos otros sentidos) el siglo VI será parte de un período de transición que se encaminará hacia los modelos, mucho más conocidos, del siglo VIII bajo el Imperio carolingio. De momento, puede sostenerse sin demasiados problemas que la producción agraria corría a cargo de campesinos agrupados en comunidades aldeanas o en familias amplias, que explotaban en conjunto los terrenos comunales y avanzaban hacia las tierras incultas cuando lo necesitaban o les era posible. Esto no significa que la concentración de la tierra no se conociese o tuviera una relevancia menor (los potentes eran tenidos por tales, entre otras cosas, por sus grandes propiedades) sino que es destacable la multiplicidad de la estructura agraria del período.
Una indicación de esa complejidad estructural es la gran variedad de términos que es posible encontrar para referirse a las tenencias agrícolas. Si bien parecen, muchos de ellos, haber sido formulados en siglos posteriores, no dejarían de formalizar realidades presentes de algún modo en el siglo VI.
A principios del siglo VII, se documentó por primera vez el vocablo mansus para referirse a las tenencias, entre el Loira y el Rin. Más al sur, en las regiones mediterráneas, se las llamó cobnica. Por su parte, en la zona germánica encontramos menciones a la hufe o al hide en el espacio anglosajón. Si bien cada una indicaba, además, una variedad de situaciones respecto a la condición de su ocupante, a criterios de libertad, fijación a la tierra y obligaciones ligadas a su permanencia o no en ella, todas definirían a la tierra ocupada por una familia que estaba a cargo de su explotación. Los cultivos de cereales como el trigo y la cebada, eran mayoritarios en la región mediterránea. También se podía optar por el centeno y el lino, mejor adaptados a las condiciones climáticas de la Europa occidental. Las variaciones regionales, por cierto, eran notables: la avena y la cebada eran características de Inglaterra, usadas en la elaboración de cerveza; el mijo y el sorgo en las llanuras del Po y Gascuña; la espelta en Francia, etc. Junto a los cereales, las legumbres secas se destacaron por su capacidad para conservarse por largo tiempo: habas, garbanzos, lentejas, por sólo mencionar los más habituales.
Las tierras eran trabajadas de modo muy similar al de la época romana: restos arqueológicos indican que el aratrum era predominante, con sus surcos poco profundos y asimétricos. Esta situación se mantendría hasta el siglo VIII, donde se registrará por primera vez la existencia de arados de reja, aparentemente llegados de Moravia.
En cuanto a las grandes propiedades, la bipartición entre una reserva señorial y un conjunto de tenencias a cargo de campesinos ya era posible encontrarla en Galia, la Italia lombarda y Flandes. El aprovechamiento de la parte central se hacía por medio de la explotación directa, por esclavos y con la ayuda de algunos días de trabajo anuales cedidos por los tenentes. En cuanto a esta unión orgánica del tributo, en días de “corvea”, entre la reserva y las tenencias, puede decirse que ya estaba registrada en los dominios imperiales del norte de África durante el siglo II, caracterizados por poseer parcelas instaladas en amplias llanuras. En estos casos, los colonos debían al intendente de uno a seis días de trabajo al año. En el siglo que nos ocupa, la pervivencia de esta práctica está marcada por el ejemplo de la Iglesia de Ravena, donde tres tenentes estaban obligados a cumplir de uno a seis días de corvea a la semana.
Ahora bien, la existencia de una articulación entre las dos partes que componían un dominio por medio del trabajo obligatorio de sus colonos o tenentes, no debería crear la ilusión de que encontramos aquí la corvea que resultaría común en los grandes dominios de los siglos VIII a X. Esa consistirá de prestaciones en trabajo (y raramente en dinero) que llevará adelante la explotación del espacio agrario casi en reemplazo de la mano de obra esclava. En el siglo VI, estos casos de corvea se hallaban mucho más ligados a las corvatae romanas y su extensión era limitada al punto de parecer excepcional. Además, estos dominios diferían en gran medida, de aquellos consolidados bajo los carolingios, ya que en general eran mucho menos extensos y estaban casi explotados en forma directa por sus dueños, según un sistema puramente esclavista. Así, los dominios de los siglos VI y VII constituirían una suerte de organización intermedia en cuanto a lo cronológico, sobre todo, entre el viejo fundus romano y el sistema curtense clásico, donde la síntesis entre elementos germánicos y romanos es una clave interesante a considerar.
La economía de este período, pues, se constituyó en torno a una base fundamentalmente agraria, a la cual se le conectaron otros elementos, como por ejemplo, cierta vigencia del comercio. En efecto, quedan registros de que, aunque reducidas y en peor estado, las carreteras siguieron estando transitadas por carros que llevaban productos tales como hierro, materiales de construcción, aceite, papiros, especias (estos últimos, considerados “exóticos”). Reafirmando la vigencia de esta actividad, se encontraron fórmulas que aludían claramente a actividades de compra-venta, como así también a puntos de percepción de impuestos que constituían la carga de los mercatores o mercaderes. Estos podían ser, muchas veces, hombres que actuaban en nombre de un señor para ocuparse en otras tierras de los negocios del dueño; pero también es posible que hubiese verdaderos mercaderes que hacían del comercio su actividad primaria. Con todo, las fuentes son vagas al respecto.
Una última consideración que resta por realizar consiste en la existencia de una circulación monetaria. Es cierto que su presencia, basada aún en tipos romanos y con sus específicos pesos y ley, fue mucho más notable luego del siglo VII. Sin embargo, en lugares como la cuenca occidental mediterránea, nunca desapareció del todo y siguió registrándose el precio de las cosas por un cierto número de monedas, lo que demostraría que continuaba confiándose en ella como referencia. Así y todo, la moneda durante el siglo VI bajo control regio será en general, más un objeto simbólico de prestigio y poder, que un medio de cambio extendido.
En los aspectos culturales, tanto como en los políticos, sociales y económicos, la palabra que mejor define la situación del siglo VI es síntesis. Desde hace mucho tiempo se ha abandonado la idea de una gran masa humana o de oleadas incontenibles de personas y pueblos, atravesando el Imperio romano, destruyéndolo todo a su paso. En ningún lugar se impuso un orden nuevo traído por un número relativamente bajo de invasores bárbaros. Por lo que la fusión de elementos en los reinos romano-germánicos fue una constante, que no hacía más que adaptarse a un proceso de larga data, en donde las infiltraciones de grupos étnicos de recién llegados se integraban con poblaciones ya muy heterogéneas de por sí.
En líneas generales, puede plantearse que existió una resistencia romana, en tanto buscaba mantener los modos de vida, la lengua y el derecho tradicionales. Esta resistencia no tuvo un carácter uniforme. Fue más simple en aquellos puntos donde la existencia de ciudades bien consolidadas, con sus guarniciones, grandes núcleos administrativos y mercados prósperos, brindaban el apoyo que permitía sobrevivir a la “romanidad”.
Zonas como Germania junto al Rin, la región del Mosela, el norte de Galia, Hispania e Italia, por sólo mencionar algunos ejemplos significativos, fueron notables por la pervivencia de una cultura y ordenamiento clásico, que, aunque sufrió modificaciones no desapareció por completo y hasta esporádicamente se fortaleció. Por ejemplo, muchas ciudades decayeron en demografía y extensión, las guarniciones casi desaparecieron y los mercados sufrieron los vaivenes propios de una época convulsionada. Notable, en este sentido, fue el caso de Italia donde en un contexto de lucha contra ostrogodos y lombardos, se encuentran expresiones que buscaron enaltecer las virtudes bárbaras o germanas. La llegada de los bizantinos enviados por Justiniano para restablecer la autoridad imperial en la península, trajo consigo la recuperación de las antiguas tradiciones e incluso, la incorporación de las nuevas enseñanzas de Oriente en el plano espiritual y artístico.
Ahora bien, esta resistencia no fue mérito sólo de los romanos. Los germanos tuvieron su papel destacado en este proceso, cuando tomaron los códigos legales romanos y los mantuvieron luego de adaptarlos a sus principios consuetudinarios, aceptando la idea de la ley como el fundamento de la sociedad y el gobierno justo. El Liber ludicum visigodo es el ejemplo más conocido en estos términos, pero podrían mencionarse las evidencias presentes en las Variae de Casiodoro bajo los ostrogodos y, en el mismo espacio, el Edictum Theodorici, como así también el corpus de la Lex Burgundiorum.
Del mismo modo, si bien se ha marcado que las ciudades bajo los germanos decayeron en muchos casos, no significa que pueda caracterizárselos como enemigos de ellas. Los reyes francos y godos no fueron reyes nómadas, sino que tuvieron sus palacios en varias ciudades administrativas. La importancia del centro urbano germánico radicaba en su función de capitales o residencias reales, enriquecidas por una corte, la administración, escuelas, santuarios y una basílica funeraria para la dinastía. Junto a los reyes, los obispos también propiciaron el mantenimiento de las ciudades en torno a la catedral y sus dependencias y si bien es cierto que muchos de ellos provenían de un origen romano, otros no y actuaron igualmente como activos defensores de esos núcleos.
La relación entre reyes y obispos, entre el Estado y la Iglesia, no sólo puede aplicarse a un hecho puntual como la preservación de lo urbano. También puede extenderse a una larga serie de elementos que resultaron propios de toda la Edad Media y que, por supuesto, tuvieron su eco a nivel cultural. En particular, los obispos recibieron una valoración especial en esta etapa, pues se creía que ellos, por sus especiales características, estarían en condiciones de practicar la consideratio, ese balance entre las demandas de la vida espiritual y las presiones de la vida mundana. Dicho de otro modo, serían los poseedores de una visión privilegiada y depositarios de una ciertapaideia, esto es, un modo de comportamiento y una forma de expresión basada en una educación específica. A partir de ella, estarían en condiciones de convertirse en la autoridad que, legítimamente, ofrecería al pueblo cristiano las herramientas necesarias para la salvación.
En general, la Iglesia, ya desde los siglos IV-V, se transformó en una referencia casi obligada para la sociedad, ocupando el lugar que la administración pública romana ya no podía desempeñar, corroída como estaba por la situación de caos ligada a la guerra y las disputas políticas. Así, la institución eclesiástica (a su vez, todavía en formación) extendió su influencia sobre los hombres, brindando protección (el famoso asilo), propiciando fundaciones de hospitales para enfermos, hospicios para los peregrinos y viajeros, orfelinatos para niños abandonados, etc. También, de la mano de una sólida posición material, se encargó del cuidado de viudas y desposeídos.
Ahora bien, esta penetración en la realidad social llevó a que el conjunto del pueblo se viera, a su vez, inmerso en las disputas doctrinarias y de poder propias de la nueva institución. En este sentido, podemos citar los casos que plantearon el arrianismo y el priscilianismo, aunque el primero resultó de mayor relevancia y extensión.
Las invasiones bárbaras favorecieron, sin dudas, el resurgimiento de antiguas herejías latentes muchas veces, en las poblaciones del Imperio. Tal fue el caso del arrianismo,
reintroducido por los godos, que se habían convertido a él ya en el siglo IV, por la prédica del obispo Ulfilas.
Los arríanos sostenían que el Hijo fue la primera criatura creada por Dios antes del principio de los tiempos. Este Hijo, que luego se encarnaría en Jesús, era un ser creado con atributos divinos, pero no era Dios en y por sí mismo, teniendo una substancia semejante pero no igual a la de su Creador. Por ende, la Doctrina Trinitaria postulada por los católicos se veía reñida, en lo que marcó uno de los inicios de las discusiones cristológicas.
La superposición entre católicos y arrianos generó un notable antagonismo, ya que no solamente los godos, sino además burgundios, suevos y lombardos se instalaron en la Europa occidental profesando la fe arriana. Se desarrollaron así una serie de tensiones ligadas a la existencia de iglesias separadas, matrimonios prohibidos y conversiones a menudo difíciles y acompañadas de persecuciones. Si bien a lo largo del siglo VI y principios del VII, el catolicismo logró imponerse —con la desaparición del reino suevo, la conversión del rey visigodo Recaredo en 589 y del lombardo Agilulfo en 607— es cierto que puede considerarse con fundamento que el problema del arrianismo retrasó, en general, la posibilidad de unificación entre ambos conjuntos y amenazó la paz interna.
La disputa con los priscilianos fue mucho más acotada, pero al mismo tiempo reveladora de las fricciones presentes aún en la sociedad altomedieval. Prisciliano, un predicador del siglo IV, basó sus sermones en ideales de austeridad y pobreza. Instó a la Iglesia a abandonar su opulencia y riqueza como un modo de acercarse a los que menos tenían. Además, proponía una mayor igualdad social condenando la esclavitud e integrando a las mujeres en los oficios y funciones religiosas, al tiempo que apelaba a la espectacularidad en la práctica de la fe, por ejemplo, a través del baile.
El priscilianismo resultó, sin dudas, muy atractivo en un período en donde se acentuaban las diferencias entre los sectores sociales. Se extendió por el norte de África y con fuerza en Hispania, en donde el Concilio de Braga lo condenó formalmente como herejía en 561.
Más allá de las tensiones mencionadas, es un hecho comprobado que el apego a las supersticiones y el paganismo fueron una característica del siglo VI. Un paganismo popular que resistió primero los esfuerzos de evangelización romana y luego, de los monarcas y obispos de los reinos romano-germánicos. Buena prueba de ello la constituyen las pervivencias de amuletos mágicos en los ajuares funerarios, las ceremonias en espacios abiertos con fuegos y ofrendas a los viejos dioses, la circulación de la literatura religiosa del momento —vidas de santos, manuales misioneros como el De correctione rusticorum de Martín
de Braga o amplios compendios pedagógicos como los
Diahgi de Gregorio Magno, etc.—, por sólo citar unos ejemplos. Por cierto, se trató de un período en el cual las parroquias cristianas eran poco numerosas y se mantenían aisladas. Los colegios de clérigos (los presbyterium) recién comenzaban a organizarse, muchas veces gracias a la voluntad y las donaciones pías de los notables locales.
Mención aparte merecen las acciones de los monjes que evangelizaron Irlanda y Escocia desde el siglo V, quienes a imitación de san Patricio, sembraron de conventos esa parte de Europa (Clonmacnoise, Durrow, Derry, Iona). Conventos que, tras un muro circular defensivo, ofrecían a los monjes y sus fieles iglesias, refectorios, hospicios, escuelas, etc.
En líneas generales, la cultura del siglo VI respetó la vieja base romana, donde la lengua latina y la pasión por la retórica encontró expresiones destacadas en manos de hombres como Boecio, Casiodoro, Gregorio Magno, Leandro e Isidoro de Sevilla. Con todo, no fueron meras imitaciones, sino producciones originales asentadas en la adhesión a sus tiempos y a las nuevas estructuras que se estaban construyendo.
El arte presentó también una marcada síntesis de elementos diversos. Se centró mucho más en las producciones mobiliarias que en la arquitectura y en la gran escultura. Ambas de estilo simple, sin recargas de relieve o detalle, aunque los estilos abstractos y formas estilizadas resultaron hermosos en su sobriedad.