viernes, 28 de julio de 2017

VOVELLE, Michel; Introducción a la historia de la Revolución Francesa

VOVELLE, Michel; Introducción a la historia de la Revolución Francesa, Crítica, México, 1989, Cap. 1 al 5

El objetivo de la Revolución era la destrucción del «feudalismo». Los historiadores actuales, movidos por un prurito de purismo, tienden a rechazar, o al menos a corregir este término, que, sin duda, es el que mejor cuadra al sistema social medieval. Pero los juristas revolucionarios tenían mucho más claras las ideas. Efectivamente, en las estructuras que ellos impugnaban es fácil reconocer las características del modo de producción «feudal», o del feudalismo en el sentido en que lo entendemos hoy en día. Sin embargo, la Francia de 1789, un buen ejemplo de tal sistema, presenta cantidad de características particulares, cuya importancia descubriremos a medida que se desarrolla la Revolución francesa. Cuando hablamos de feudalismo, nos referimos ante todo al sistema económico tradicional de un mundo dominado por la economía rural. En 1789, el mundo campesino representaba el 85 por 100 de la población francesa, y la coyuntura económica sufría el opresivo condicionamiento del ritmo de las escaseces y las crisis de subsistencia. En este sistema, en realidad, los accidentes económicos más graves                    [11]
son las crisis de subproducción agrícola, que en el siglo XVIII, no obstante la permanente disminución de las grandes hambrunas de los siglos anteriores, constituyen factores esenciales ante los cuales la importancia de la industria queda relegada a segundo término. El tradicionalismo y el atraso de las técnicas agrícolas, evidente en comparación con Inglaterra, refuerza la imagen de un campo «inmutable» en no pocos aspectos. El sistema social seguía aún reflejando, en su conjunto, la importancia de los tributos «señoriales». La aristocracia nobiliaria, considerada en su conjunto, poseía una parte importante de la tierra cultivable de Francia, tal vez un 30 por 100, mientras que el clero, otro orden privilegiado, tenía por su lado del 6 al 10 por 100 de la tierra. Lo más importante - e indudablemente lo que constituye la sobrevivencia más notable de formas medievales- es el peso de tributos feudales y señoriales que recaían sobre la tierra, y que recuerdan la propiedad «eminente» que detentaba el señor sobre la tierra que en realidad, poseían los campesinos. Efectivamente, esas cargas, variadas y complejas, constituían lo que los juristas, en su jerga profesional, llamaban «complejo feudal» (complexum feudale). Esta nebulosa de derechos incluía rentas en dinero (ekcenso»), y el champart, un porcentaje que debía entregarse sobre las cosechas, y que se hacía sentir mucho más gravosamente que aquél. Había muchísimos otros impuestos, a veces exigibles anualmente y a veces en forma ocasional, ora en dinero, ora en especie: por ejemplo, el "laudemio» (derecho de mutación sobre la propiedad), el «vasallaje», las «declaraciones de fe y homenaje» (aveux), las «banalidades» (estas últimas se expresaban en monopolios señoriales sobre los molinos, los hornos y los lagares). Por último, el señor detentaba un derecho de justicia sobre los campesinos de sus tierras, si bien es cierto que la apelación a la justicia real ponía este derecho cada vez más a menudo en tela de juicio. Además, determinadas provincias [12] del reino fueron testigos de la sobrevivencia de una servidumbre personal que gravitaba sobre el derecho de «manos muertas», cuya libertad personal (matrimonio, herencia) era limitada.
En este resumen, forzosamente demasiado simple, no podríamos dejar de destacar lo que constituyó la originalidad de Francia en la crisis general del feudalismo europeo. Es tradicional oponer el sistema agrario de la Francia del siglo XVIII al sistema inglés, donde la eliminación sostenida de vestigios del feudalismo condujo a una agricultura de tipo ya precapitalista. A la inversa, se puede comparar lo que ocurre en Francia con los modelos que proponía Europa central y oriental, donde la aristocracia, propietaria de la mayoría de la tierra, se apoyó, a veces de un modo creciente en el siglo XVIII, en el trabajo forzado de los campesinos siervos ligados a la tierra. La versión francesa del feudalismo, a mitad de camino entre uno y otro sistema, es vivida tal vez tanto más dolorosamente cuanto que se hallaba ya en la última fase de declinación, a punto de su definitivo final. El campesino francés, en cambio, en gran parte propietario de la tierra y muy



diversificado, habrá de desempeñar un papel importante en las luchas revolucionarias junto a la burguesía y contra una nobleza menos omnipotente que la de Europa oriental, tanto desde el punto de vista social como desde el económico. A la inversa, si se compara la sociedad francesa con las sociedades más emancipadas, cuyo modelo es Inglaterra, se comprende la importancia de lo que se ponía en juego en las luchas revolucionarias.
Hace muy poco, una corriente de la historiografía francesa ha propuesto la idea de que sería imposible aplicar a la Francia clásica un análisis de tipo moderno, y distinguir en ella clases sociales. Efectivamente, para R. Mousnier, la sociedad francesa de la época es más bien una sociedad de «órdenes». Por órdenes no se entiende solamente la división oficial. [13] tripartita que opone Nobleza, Clero y Tercer Estado, sino también las normas de organización de un mundo jerarquizado, con una estructura piramidal. Para evocar simbólicamente la sociedad francesa vale la pena recordar la procesión de los representantes de los tres órdenes en la ceremonia de apertura de los Estados Generales, en mayo de 1789. En primer lugar, el clero, en tanto primer orden privilegiado, pero él mismo resultado de una heterogénea fusión de un clero alto y de un clero bajo; luego, la nobleza, y, por último, el Tercer Estado, modestamente vestido con uniforme negro. Esta jerarquía no es meramente figurativa, sino que en ella los «privilegiados» gozan de una posición muy particular. El clero y la nobleza se benefician con privilegios fiscales que los ponen casi por completo a cubierto del impuesto real. Pero hay también privilegios honoríficos y en el acceso a los cargos, como, por ejemplo, la interdicción al Tercer Estado del acceso a los grados de oficiales militares, reafirmada a finales del Antiguo Régimen. Se habla de «cascada de desprecio» de los privilegiados respecto de los plebeyos, y no sería nada difícil encontrar ejemplos concretos que ilustren el término de «reprimido social» que se ha aplicado al burgués francés de finales del Antiguo Régimen, Esta jerarquía. psicosocial de los «honores» es tan manifiesta que engaña acerca de las verdaderas realidades sociales, pues detrás de las ficciones de una sociedad de Órdenes se vislumbra la realidad de los enfrentamientos de clases.
Después del feudalismo y de la estructura de órdenes de la sociedad, el tercer componente de este equilibrio del antiguo Régimen, ya gravemente amenazado, es el absolutismo. No cabe duda de que entre absolutismo y sociedad de órdenes no hay coincidencia total, pues los privilegiados se anticiparán a la verdadera Revolución con la Fronda contra el absolutismo real. Pero la garantía de un orden social que asegure el poder a los privilegiados se condensa perfectamente en la [14] imagen del rey todopoderoso, ley viva para los súbditos, En la época clásica, el reino de Francia se ha afirmado -después de España- como el ejemplo más acabado de un sistema estatal donde el rey dispone de una autoridad sin contrapesos efectivos «en sus consejos». En 1789 hace catorce años que ha asumido el cargo Luis XVI, cuya personalidad es demasiado mediocre para las responsabilidades que aquél exige. Desde Luis XIV la monarquía había impuesto los agentes de su centralización, los intendentes de «policía, justicia y finanzas», de los que se decía que eran «el rey presente en la provincia», en el seno de las comunidades que ellos administraban. Al mismo tiempo, la monarquía había llevado a término la domesticación de los «cuerpos intermediarios», como los llamaba Montesquieu, cuyo mejor ejemplo encontramos en su política respecto de los Parlamentos, en esas cortes que representaban las más altas instancias de la justicia real tanto en París como en las provincias. En el corazón mismo de este sistema político del Antiguo Régimen se ubica la monarquía de derecho divino: el rey, que en el momento de su coronación es ungido con los óleos de la «santa ampolla», es un rey taumaturgo que cura a los enfermos que padecen de «escrófulas» (absceso frío). Figura paterna y personaje sagrado, el rey es el responsable religioso de un sistema que tiene al catolicismo como religión de Estado, y que sólo en los últimos años del Antiguo Régimen, (1787) comienza apenas a aplicar una política de tolerancia con los protestantes, En 1789, este mundo antiguo está en crisis, Como se verá luego, las causas de esta crisis son múltiples, pero es obvio que el sistema todo da muestras de fallos evidentes, Los que más universalmente se denuncian -y cabe preguntarse si son también los más «mortales»- son los que se refieren al carácter inconcluso del marco estatal.
Este es el punto sobre el que más énfasis se puso en la época, así como en todo el desarrollo clásico de la historiografía  [15]



moderna. Se ha descrito el caos de las divisiones territoriales superpuestas, diferentes entre el campo administrativo, el judicial, el fiscal o el religioso, pues las antiguas «Provincias», reducidas a constituir el marco de los gobiernos militares, no coincidían con las «generalidades» donde operaban los intendentes, ni con las «bailías» de Francia septentrional o las senescalías del Sur, circunscripciones a la vez administrativas y judiciales. Lo mismo que otras monarquías absolutas, aunque en proporciones excepcionales a finales del siglo XVIII, Francia padecía de la debilidad y la incoherencia del sistema del impuesto real. La carga de este impuesto era diferente según los grupos sociales -privilegiados o no-, así como lo era también según los lugares y las regiones, del norte al sur, de las ciudades (a menudo «exentas») al campo.
El peso de esta herencia, como es de sospechar, no era una novedad, pero en este fin de siglo la opinión pública toma conciencia más clara de ella, cual si se tratara de una carga insoportable. ¿Por qué se produjo esta sensibilización? Algunos historiadores -y recientemente François Furet- han escrito que la «voluntad reformadora de la monarquía se agotó» entonces, pero quedaría aún por saber por qué no hubo despotismo ilustrado a la francesa, lo que remite a su vez de la crisis de las instituciones a una crisis de la sociedad.
La crisis social de fin del Antiguo Régimen es una impugnación fundamental del orden de la sociedad, y en esta medida se difunde en todos los niveles. Pero hay dominios particulares en donde se la descubre con toda evidencia. Así ocurre en lo relativo a la declinación de la aristocracia nobiliaria, declinación que, según el punto de vista en que uno se coloque, es absoluta o relativa. En términos absolutos, se comprueba que una parte de la nobleza vive por encima de su capacidad económica y, por tanto, se endeuda. La comprobación es válida tanto para la alta nobleza parasitaria de la corte de Versalles, dependiente de los favores reales, como para una [16] buena parte de la nobleza media provinciana, a veces antigua, pero venida a menos. Es indudable que se puede objetar aquí la existencia de una nobleza rentista dinámica, caldo de cultivo de esa «clase propietaria» de la que hablan los fisiócratas. Esta última se ha beneficiado con el ascenso de la renta de la tierra a lo largo del siglo, y sobre todo después de 1750. Pero esta riqueza originada en la renta de la tierra está en declinación relativa en relación con la explosión del beneficio burgués. Esta declinación colectiva puede provocar reacciones diferentes según los casos. Así, en la casta nobiliaria misma se multiplican los ejemplos de rechazo de la solidaridad de clase, los desclasados, de quienes Mirabeau ... o el marqués de Sade constituyen vivas imágenes. Pero si bien su testimonio individual es revelador, la actitud colectiva del grupo se expresa más bien en el sentido inverso, en lo que se llama la reacción nobiliaria o aristocrática. Los señores resucitan antiguos derechos, y a menudo se aferran con éxito a las tierras colectivas o a los derechos de la comunidad rural. Esta reacción señorial en el plano de la tierra va de la mano con la «reacción nobiliaria» que triunfa por entonces. Se acabaron los tiempos -ya en el reinado de Luis XIV- en que la monarquía absolutista extraía los agentes superiores de su poder de la «vil burguesía», según la expresión de Saint-Simon. El monopolio aristocrático sobre el aparato gubernativo del Estado ya no conocía prácticamente más brechas. Necker, banquero - y plebeyo, no era más que la excepción que confirma la regla. En los diferentes grados de la jerarquía, los cuerpos o «compañías» que detentan parcelas del poder - cortes de justicia, capítulos, catedrales, etc.-, defienden y hasta consolidan notablemente el privilegio nobiliario. Al sancionar esta evolución, la monarquía, en las últimas décadas del Antiguo Régimen, ha cerrado el acceso al grado militar -tanto en el ejército como en la marina- a los plebeyos surgidos del rango de suboficial.
Los genealogistas de la corte (Cherin) tienen un poder no sólo                          [17]
simbólico. Al provocar la hostilidad de los campesinos y de los burgueses, la reacción señorial y la reacción nobiliaria contribuyeron en gran medida a la creación del clima prerrevolucionario, y la monarquía se vio comprometida debido al apoyo que les prestara. Es así como, de una manera aparentemente paradójica, la crisis del viejo mundo se expresaba también en términos de tensiones entre la monarquía absoluta y la nobleza. Se ha calificado de revolución aristocrática o de rebelión nobiliaria a este período que va de 1787 a 1787 y que otros han llamado «prerrevolución». En 1787, un ministro liberal, al menos superficialmente, Calonne, convoca a una Asamblea de Notables para intentar hallar solución a la crisis financiera, pero choca con la intransigencia de los privilegiados; se ataca el absolutismo, siquiera fuese sólo en la persona de los ministros, y Calonne, amenazado, se



retira. Su sucesor, Loménie de Brienne, intenta una negociación directa con las altas cortes de justicia -los Parlamentos- que, según la tradición, presentan sus «amonestaciones» (remontrances) y encuentran una equívoca corriente de apoyo popular cuando proponen la convocatoria de «Estados Generales» del reino por primera vez desde 1614. Detrás de esta fachada de liberalismo, lo que en realidad hacían los aristócratas y los Parlamentos al rehusar todo compromiso que sirviera para salvar el sistema monárquico era defender sus privilegios de clase.
2. LAS FUERZAS NUEVAS AL ATAQUE
Sin embargo, sería imposible describir la crisis final del Antiguo Régimen exclusivamente en términos de contradicciones internas; pues también sufrió un ataque desde el exterior, a partir de la burguesía y los grupos populares. Alianza ambigua que conducía a formular la clásica pregunta acerca
de si la Revolución francesa es una revolución de la miseria o una revolución de la prosperidad. Se dice que se trata de un mero debate académico, en el que, a través del tiempo discuten Michelet y Jaures. Sin embargo, este ejercicio de estilo conserva aún hoy todo su valor. Michelet, el «miserabilista», no se equivoca cuando llama la atención sobre la precaria situación de una gran parte del campesinado. Los trabajadores agrícolas («peones» o «braceros», como se los denomina), y junto a ellos los medieros, pequeños agricultores que comparten las cosechas con el propietario, constituyen por entonces la masa de lo que se ha dado en llamar campesinado «consumidor», esto es, que no produce lo suficiente para atender a sus necesidades. Para estos campesinos, el siglo XVIII, desde el punto de vista económico, no merece el calificativo de «glorioso» con que tantas veces se lo adorna.
En efecto, el alza secular de los precios agrícolas, tan beneficiosa para los grandes agricultores que venden sus excedentes, sólo es para ellos un grave inconveniente. Pero, ¿acaso no les ha deparado el siglo nada bueno? En un hallazgo de concisión, E. Labrousse ha escrito que «al menos ganaron 1a vida». Para atenernos al plano demográfico, es verdad que durante el siglo XVIII, y sobre todo en su segunda mitad, las grandes crisis asociadas a la escasez y la carestía de los cereales remiten y desaparecen; con todo, este nuevo equilibrio es precario, y en esta economía de antiguo cuño la miseria popular sigue siendo una realidad indiscutible. Pero sería falso reducir la participación popular en la Revolución, tanto en sus aspectos urbanos como en los rurales, a una llamarada de rebelión primitiva; por el contrario, se asocia a la revolución burguesa, la que, sin discusión posible, se inscribe en la continuidad de una prosperidad secular. El ascenso secular de los precios, y como consecuencia de la renta y del beneficio, comenzó en la década de 1730, y se prolongaría hasta 1817, aunque no sin accidentes, en términos de crisis económicas                                                                                                   [19]
, o de un modo más duradero, en la forma de esa regresión «intercíclica» que se inscribe entre 1770 y el comienzo de la Revolución. Pero, a grandes rasgos, la prosperidad del siglo es indiscutible. La población francesa aumenta, sobre todo en la segunda mitad del siglo, y pasa de 20 a 26 millones de habitantes. El reino de Francia tiene la mayor población de Europa, después de Rusia. Lo tradicional en la historiografía francesa ha sido ver en la burguesía a la clase favorecida por excelencia a causa de este ascenso secular. Veremos que recientemente se ha discutido este esquema explicativo, no sólo en las escuelas anglosajonas, sino incluso en Francia, a favor del argumento de que la burguesía, en su acepción actual, no existía en 1789.
Sin anticipamos en esta problemática, detengámonos en la necesidad de definir más precisamente un grupo que sería ilusorio concebir como monolítico o triunfante. En la Francia de 1789, la población urbana sólo reúne el 5 por 100 aproximadamente del total. Los burgueses urbanos todavía extraen una parte a menudo importante de sus ingresos de la renta de la tierra y no tanto del beneficio. Los «burgueses» tratan de acceder a la respetabilidad mediante la compra de tierras y de bienes raíces, o, mejor aún, de títulos de oficiales reales, que confieren a sus posesores una nobleza susceptible de transmitirse hereditariamente. Por otra parte, una fracción de esta burguesía, la única que en los textos se precia del título de «burguesa», vive únicamente del producto de sus rentas, o, como se decía a la sazón, «noblemente», y, en su nivel, se mimetiza al modo de vivir de los nobles. Pero la mayoría de la burguesía, en sentido amplio, se dedica a actividades productivas. En efecto,



se la encuentra en multitud de pequeños productores independientes -comerciantes o artesanos-, agrupados o no según los sitios de sus corporaciones, empresarios, comerciantes y hombres de negocios, muchos de los cuales se han establecido en los puertos                                                                                                           [20]
-Nantes, La Rochelle, Burdeos o Marsella- y extraen su riqueza del gran comercio de ultramar. Por último, están los banqueros y financieros, activos en ciertos lugares- -como Lyon-, pero que en su mayor parte se concentran en París.
La burguesía propiamente industrial de empresarios y fabricantes existe, pero su papel es secundario en un mundo en que las técnicas de producción modernas (minas, industrias extractivas o metalúrgicas) comienzan a dar sus primeros pasos, mientras que la industria textil constituye la rama más importante. Estamos en el siglo del capitalismo comercial, del y algodón que son ejemplos los grandes comerciantes de lana o seda (Lyon), quienes concentran la producción diseminada de los fabricantes, tanto urbanos como rurales, que trabajan en dependencia de ellos. Pero la burguesía francesa incluye también todo un mundo de procuradores, abogados, notarios y médicos, en una palabra, de miembros de las profesiones liberales, cuyo papel habrá de resultar esencial en la Revolución. Su posición no carece de ambigüedad. En efecto, por su función cabría esperar que fueran defensores de un sistema establecido que les da vida; sin embargo, afirman su independencia ideológica en el seno de la burguesía. La cohesión de y de las ideas-fuerza que la movilizan es lo que su programa constituye la mejor demostración de su realidad, así como de su capacidad para encarnar el progreso a los ojos de los grupos sociales que, total o parcialmente, librarán con ella la lucha revolucionaria. Artesanos y minoristas, también sus compañeros, que comparten los talleres, son ideológicamente dependientes de la burguesía, aun cuando tengan sus propios objetivos en la lucha. Afortiori, sería prematuro esperar una conciencia de clase autónoma del asalariado urbano. Esta burguesía naciente, tal cual es, con todos los desniveles económicos, sociales y culturales que la recorren, constituye "la fuerza colectiva que da a la Revolución su programa. La filosofía de las Luces se extendió y traducida en                                      21
fórmulas simples, circuló cual moneda corriente. Su "difusión” se vio asegurada por una literatura y por ciertas estructuras de sociabilidad, en particular las logias masónicas. Las ideas- fuerza de la Ilustración, modeladas en fórmulas simples -libertad, igualdad, felicidad, gobierno representativo, etc.- encontrarán en el Contexto de la crisis de 1789 una ocasión excepcional para imponerse. En efecto, las causas inmediatas de la Revolución resultan más inteligibles cuando se las inserta en el marco de referencia de las causas profundas.
En primer lugar, una crisis económica: ha catalizado las formas del descontento sobre todo en las clases populares. Los primeros signos de malestar cristalizaron en el campo francés en la década 1780, pues un estancamiento de los precios del cereal, una seria crisis de superproducción vitícola y, más tarde, en 1786, un tratado de comercio anglofrancés, crearon graves dificultades a la industria textil del reino. En este contexto sombrío, una cosecha desastrosa, la de 1788, produjo una subida brutal de precios allí donde estaban estancados; si los índices no llegaron a duplicarse, fue común un ascenso al menos del 150 por 100. Las ciudades se sacuden. En abril de 1789 se subleva un barrio popular de París, el suburbio Saínt-Antoine, y estallan revueltas en varias provincias. Los conflictos sociales, asociados a la carestía de la vida, otorgan una amplitud inédita al malestar político, que hasta ese momento se había polarizado hacia el problema del déficit. Dicho déficit es tan antiguo como la monarquía, pero sólo entonces adquiere las dimensiones propias de un privilegiado signo revelador de la crisis institucional y de la sociedad que, sin duda, después de la guerra de independencia de Estados Unidos, creció en proporciones tales que excluían toda solución fácil. Además, la personalidad del monarca gravitaba pesadamente en la constelación de causas inmediatas, en los orígenes del conflicto. Rey desde 1771, honesto pero indudablemente poco dotado, Luis XVI no es ni por asomo                        [22]
el hombre que la situación requiere, y la personalidad de María Antonieta, a través de quien ejerce su influencia el peligroso grupo de presión de la aristocracia de la corte, no arregla en absoluto las cosas. Pero es evidente que, en una situación en la que son tantos los factores esenciales que intervienen, la personalidad de una sola persona -aun cuando fuera la del rey- no bastaba para cambiar el curso de las cosas de manera apreciable. Dos ministros, como se ha visto, Calonne y Loménie de Brienne, intentaron sin éxito imponer sus proyectos de reformas fiscales a los



privilegiados que formaban la Asamblea de Notables, en tanto Parlamentos. Pero el rechazo de estas instancias condujo a la «revuelta de la nobleza» y tuvo imprevistas consecuencias para sus autores, pues tanto en Bretaña como en e Delfinado, el grito de que se convocara a Estados Generales adquirió un tono estrictamente revolucionario. El rey cede a esta solicitud en agosto de 1788, al tiempo que llama al ministerio al banquero Necker, personalidad popular, y le confía la dirección de los negocios.           [23]

LA REVOLUCION BURGUESA 1. DE 1789 A 1791:
LA REVOLUCIÓN CONSTITUYENTE

¿Se trata de una sola o de tres revoluciones? En el verano de 1789 se pudo hablar de tres: una revolución institucional o parlamentaria, en la cumbre, una revolución urbana o municipal y una revolución campesina. "Al menos desde el punto de vista pedagógico, esta presentación puede resultar útil.
Los Estados Generales se inauguraron solemnemente el 5 de mayo de 1789. No habían pasado aún tres meses cuando, el 9 de julio, se proclamaban Asamblea Nacional Constituyente; la victoria del pueblo parisiense del 14 de julio aseguraba el éxito del movimiento. Efectivamente, estos tres meses decisivos asistieron a la maduración, hasta sus últimas consecuencias, de los elementos de una situación explosiva. Verdaderamente por primera vez en la historia, la campaña electoral había dado al pueblo francés el derecho a hablar. Y éste hizo uso de ese derecho en sus asambleas, de las que los «cuadernos de quejas», desde las más ingenuas a las más elaboradas, nos han legado un impresionante testimonio colectivo de las esperanzas "de cambio. En su forma tan anticuada, el ceremonial de apertura de los Estados Generales parecía                 [25]
poco idóneo para responder a estas esperanzas; pero apenas al comenzar, a propósito del problema del voto «por cabeza» o «por orden», el Tercer Estado afirmaba su voluntad de mostrar a los privilegiados el sitio que entendía corresponderles. El 20 de junio de 1789, en el curso del célebre Juramento del Juego de Pelota, los diputados del Tercer Estado juraron solemnemente «no escindirse jamás ... hasta que se establezca la Constitución». La «sesión real» del 23 de junio -intento del poder de retomar la situación en sus manos- confirma la determinación del Tercer Estado que, por boca de uno de sus líderes (Bailly), responde que «la nación reunida no puede recibir órdenes». No obstante haberse denominado Asamblea Nacional y haber obligado, de buen o mal grado, a las órdenes privilegiadas a sentarse con ellos, los diputados del Tercer Estado sentían la precariedad de su situación, cuando se perfila la contraofensiva real, esto es, la concentración de tropas en París y la destitución del ministro Necker el 11 de julio. Pero entonces es el pueblo de París quien toma el relevo, quien se dota de una organización revolucionaria. Mediante la utilización del marco de las asambleas electorales de los Estados Generales, a partir de los primeros días de junio la burguesía parisiense echa las bases de un nuevo poder y el pueblo de París comienza a armarse. El aumento de las dificultades apenas destituido Necker llevó a la jornada decisiva del 14 de julio, en la que el pueblo se apodera de la Bastilla, fortaleza y prisión real, que le resistía. El alcance de este episodio trasciende con mucho el mero hecho considerada en sí mismo, para convertirse en el símbolo de la arbitrariedad real y, en cierto modo, del Antiguo Régimen que se hunde. La revolución popular parisiense sigue su camino con la muerte del intendente de la Generalidad de París, Bertier de Sauvigny en julio, y en particular con la marcha de hombres y mujeres de- París a Versalles, a comienzos de octubre -el 5 y el 6 de ese mes-, en respuesta a las nuevas amenazas    [26]
de la reacción, para hacer regresar a la familia real: «el panadero, la panadera y el panaderito». Se trataba de un programa que unía la reivindicación política -el control de la familia real- a la reivindicación económica. A partir de esta serie de acontecimientos se puede juzgar cuál era el nexo



entre la revolución parlamentaria en la cúspide, tal como se afirma en la Asamblea Nacional, y la revolución popu1ar en la calle. Por cierto que la burguesía era harto reservada ante la violencia popular y las brutales formas de lucha por el pan de cada día. Pero entre estas dos revoluciones hay más que una mera y casual coincidencia. Gracias a la intervención popular la revolución parlamentaria pudo materializar sus éxitos; gracias al 14 de julio, el rey tuvo que ceder el día 16, volverá llamar a Necker y aceptar ponerse la escarapela tricolor, símbolo de los nuevos tiempos.
Del mismo modo, las jornadas de octubre han significado un frenazo a la reacción que se había proyectado.
Así las cosas, la presión popular distó mucho de ser sólo parisiense, pues fueron muchas las ciudades que, siguiendo el ejemplo de París, hicieron su «revolución municipal», a veces pacífica, cuando las autoridades cedían el sitio sin resistencia, a veces violentamente, como en Burdeos, Estrasburgo o Marsella, por citar sólo algunos nombres. Lo que se ha dado en llamar revolución campesina no es sólo un eco de las revoluciones urbanas. Por el contrario, es evidente que tiene su ritmo propio y sus objetivos de guerra específicos. Después de los primeros levantamientos de la primavera de1789, las rebeliones agrarias se habían extendido en muchas regiones (en el norte - Hainaut-, en el oeste -Bretaña y el bocage normando- y también en el este -en Alta Alsacia y el Franco Condado, y luego en Maconnais-), constituyendo una ola antinobiliaria en la que a menudo ardían los castillos, ola violenta pero raramente sangrienta. En este contexto de rebeliones localizadas, la segunda quincena de julio asiste al nacimiento   [27]
de un movimiento a la vez próximo y diferente: el Gran Miedo, que afectará a más de la mitad del territorio francés.-
Este pánico colectivo, inexplicable a primera vista, pero que Georges Lefebvre ha analizado en una obra clásica, se inscribe como el eco de las revoluciones urbanas que el campo devuelve deformadas. El tema es a la vez simple y diverso: los aldeanos corren a las armas ante el anuncio de peligros imaginarios, de piamonteses en los Alpes, de ingleses en la costa y, por todas partes, de «bandidos». Propagado por contacto, este temor se disipa pronto, pero en unos pocos días llega a los confines del reino. Él provoca la sublevación agraria y se prolonga en el pillaje de los castillos y la quema de títulos de derechos señoriales. Desde este punto de vista, el Gran Miedo es mucho más que un movimiento -para usar el lenguaje de Michelet- «surgido desde el fondo de los tiempos», pues hace concreta la movilización de las masas campesinas y simboliza su ingreso oficial en la Revolución. No se trata de que la burguesía revolucionaria se haya mostrado comprensiva, de entrada, ante esta intrusión no deseada.
Cuando, el 3 de agosto de 1789, la Asamblea Nacional se salía de la cuestión, más de un diputado del Tercer Estado -como, por ejemplo, el economista Dupont de Nemours- aboga vigorosamente por el retorno al orden. El realismo de algunos nobles «liberales» (Noailles, D’Aiguillon...) será el origen de la iniciativa que lleva a la famosa noche del 4 de agosto, en la que los privilegiados hicieron el sacrificio de su condición, y que vio cómo se destruían la sociedad y las instituciones del Antiguo Régimen.
Recientemente se ha presentado el período que va desde el final de 1789 a principios de 1791 como la oportunidad que tuvo la burguesía para alcanzar su objetivo, esto es, la realización pacífica de los elementos de un compromiso por el cual las élites, antiguas y nuevas, se habrían puesto de acuerdo
a fin de sentar las bases de la sociedad francesa moderna. Pero, ¿hay algo más que una ilusión retrospectiva en esta imagen de una Revolución constituyente, constructiva y sin lágrimas?
Es menester reconocer que las conquistas más importantes, las que han cuestionado profundamente el orden social, son el fruto de la presión revolucionaria de las masas; lo mismo ocurrió en agosto de 1789 con la destrucción del feudalismo. La realización del nuevo sistema político, lejos de tener como base un compromiso amistoso, reveló la existencia de tensiones cada vez más grandes. No cabe duda de que en el lapso de un año, en 1790, la mejora de la situación económica contribuyó a aflojar las tensiones de las masas populares. Pero lo que se ha dado en llamar «año feliz" no podía ser otra cosa que un paréntesis. Así parapetada, pudo la burguesía revolucionaria echar las bases esenciales del nuevo régimen.



Al menos en teoría, la destrucción del antiguo régimen social se condujo con energía en la noche del 4 de agosto. La denuncia del «feudalismo» de parte de los nobles más lúcidos y realistas llevó a una moción general que tendía a destruir el conjunto de las cargas feudales y de los privilegios. La noche del 4 de agosto presenta el aspecto de una incitación colectiva, en un clima de emulación indudablemente generosa, en que nobles y eclesiásticos abandonaban sus privilegios.
Pero muy pronto se introducen correcciones. El decreto final declara, es cierto, que la Asamblea Nacional «elimina el sistema feudal en su conjunto»; sin embargo, introduce distinciones sutiles entre derechos personales -destruidos sin apelación- y los «derechas reales» que gravaban la tierra, a los que se limitaba a declarar enajenables. A pesar de esta distinción, la noche del 4 de agosto establecía las bases de un nuevo derecho civil burgués, fundado en la igualdad y la libertad de iniciativa. Por otra parte, las restricciones que se                                                                                                                                  [29]
establecían cedieron en los meses y en los años sucesivos ante la obstinada negativa del campesinado a aceptarlos. Así, la violenta a oposición del campo impondrá la abolición lisa y llana de los restos del sistema feudal. Había que reconstruir, pues, sobre la base de esta tabla rasa. De finales de 1789 a 1791 la Asamblea Nacional «Constituyente» preparó la nueva Constitución destinada a regir los destinos de Francia. El 26 de agosto de 1789, en una declaración solemne, anunciaba los Derechos del Hombre y del Ciudadano, que proclamaba los valores nuevos de libertad, igualdad... seguridad y propiedad. Quedaba aún para el futuro el valor de la Fraternidad, que constituiría un descubrimiento de la Revolución ...
En verdad la elaboración de la nueva Constitución no se realizó en un clima de serenidad. Durante este período constituyente veía la luz, al calor de la pasión de la acción, un nuevo estilo de vida política. Se estructura una clase política dividida en tendencias, si no en partes: los aristócratas a la derecha, los monárquicos en el centro, los patriotas a la izquierda. En su seno se imponen líderes y portavoces. Entre los aristócratas, se destacan Cazales y el abate Maury, y en el centro, Mounier y Malouet. Los patriotas se dividen entre Mirabeau, orador elocuente, hombre de estado equívoco, que muy pronto se vende en secreto a la corte, y Lafayette, cuya suficiencia encubre la mediocridad y que sueña con ser el Washington francés. En la extrema izquierda, se podría decir, se destacan entonces lo que se llama el triunvirato: Duport, Lameth y, sobre todo, Barnave, analista lúcido pero al que la marcha de las cosas asusta muy pronto. Y están también, todavía aislados, los líderes del mañana, Robespierre y el abate Grégoire, que anuncian un ideal de democracia avanzada.
La discusión de la futura Constitución ocupó una gran parte de las sesiones de la Asamblea, en cuyo transcurso las oposiciones se cristalizaron en torno a un cierto número de                                                                                                                                    [30]
cuestiones cruciales, como el problema del derecho de paz y de guerra, o el del derecho de «veto» que dejaba en manos de la realeza la posibilidad de bloquear una ley aprobada por la Asamblea. Pero aún antes de que se concluyera el acta constitucional, las necesidades del momento condujeron a la Asamblea Constituyente a comprometerse en experiencias inéditas, en situaciones imprevistas. Fue así como la crisis financiera, herencia de la monarquía del Antiguo Régimen, pero no resuelta, llevó a la experiencia monetaria de los asignados, papel moneda respaldado por la venta de la propiedad eclesiástica nacionalizada en beneficio de la nación. A modo de consecuencia, la Asamblea tuvo que proporcionar al clero un nuevo estatuto, con retribución a sus miembros en calidad de funcionarios públicos. Era la «constitución civil del clero», aprobada en 1791, que habría de tener enormes consecuencias. La decisión de poner los bienes del clero a disposición del país, tomada a finales de 1789 (el 2 de noviembre), a pesar de su carácter profundamente revolucionario, no entraba en contradicción con una cierta tradición galicana. Pero la aventura de los asignados a partir de la primavera de 1790, que muy pronto revistió la función de papel moneda, tendría graves consecuencias inmediatas. En efecto, su rápida depreciación, y la -inflación que de ello derivó, constituirían un elemento esencial de a crisis socioeconómica revolucionaria. Por otra parte, la venta de los bienes del clero, que se convirtieron en bienes nacionales, también resultó preñada de graves consecuencias. Esta expropiación colectiva, la más importante de los tiempos modernos, afectó del 6 al 10 por 100 del territorio nacional: la operación, denunciada por los contrarrevolucionarios, no fue mal vista por la opinión general; desde 1790, y sobre todo desde 1791, las ventas ligaron indisolublemente a la causa de la Revolución al grupo de los compradores de bienes nacionales.                                    [3



Esta consolidación del campo de la Revolución no carece de contrapartida, pues la venta de los bienes nacionales; y más aún la constitución civil del clero, provocaron un profundo cisma en toda la nación. Aprobada en julio de 1790, la constitución civil del clero convertía a los curas y a los obispos en funcionarios públicos elegidos en el marco de las nuevas circunscripciones administrativas. También les imponía un juramento de fidelidad a la Constitución del reino. Cuando el papa Pío VI condenó el sistema, en abril de 1791, se produjo un cisma que opuso a sacerdotes y clero constitucional por un lado, y, por otro, a los llamados «refractarios». Entre unos y otros se abrió un abismo inzanjable. Sólo prestaron juramento siete de los ciento treinta obispos, mientras que el cuerpo de curas se repartía en partes aproximadamente iguales, aunque con diferencias según las regiones. El Sudeste, los Alpes y las llanuras que rodean París prestaron juramento masivamente, mientras que el Oeste atlántico, el Norte y una parte del Macizo Central se negaron a hacerlo, con lo que quedaban trazadas por mucho tiempo las zonas de fidelidad o de abandono religioso" y -en lo que concierne a ese momento preciso- el mapa del cisma constitucional, junto con los problemas que del mismo derivaron.
¿Es lícito, antes de contemplar el nacimiento de esta escalada revolucionaria, hacer una pausa en esta historia para considerar, como lo han hecho ciertos historiadores recientes, que, sobre la base de los resultados a que se había llegado, era aún posible una estabilización? Así lo creyeron los contemporáneos, y por esta razón otorgaron tanta importancia a las fiestas de la Federación que tan entusiastamente celebraron en julio de 1790, y que, aunque con menos convicción, repitieron en los años siguientes. La idea de conmemorar la toma de la Bastilla en julio de 1790 en la explanada del Campo de Marte partió de las provincias, pero los parisienses la hicieron suya. Como un eco de la misma, las provincias festejaron la fraternidad de los guardias nacionales,                                 [32]
y el fin de las antiguas divisiones. Semiimprovisada, no obstante lo cual tuvo un éxito considerable, la fiesta parisiense constituyó la demostración más acabada y espectacular de lo que se puede llamar el carácter colectivo de la revolución burguesa.
2. LA ESCALADA REVOLUCIONARIA (1791-1792)
Un año después, esta ficción de unanimidad ya era inadmisible. El 17 de julio de 1791, en un amargo recuerdo de la fiesta de la Federación, el Campo de Marte es escenario de una masacre, la matanza del Campo de Marte, en la que, en virtud de la ley marcial dictada bajo responsabilidad del alcalde Bailly y del comandante Lafayette, la guardia nacional ametralla a los peticionarios del Club de los Cordeleros, que solicitaban la destitución del rey Luis XVI. Entre la revolución constituyente burguesa que ellos encarnaban, y la revolución popular se abría un abismo que en el futuro sería cada vez mayor.
No es fácil la interpretación de este giro de la Revolución. Entre 1791 y la caída de la monarquía, el 10 de agosto de 1792, la marcha revolucionaria cambió de rumbo. ¿Se trató de la consecuencia de una superación autodinámica y, en definitiva, inevitable, o de una convergencia accidental de factores? Algunos historiadores actuales -F. Furet y D. Richet- han propuesto el tema del «patinazo» de la Revolución francesa, que ha levantado una encendida polémica. Para ellos, la intervención de las masas populares urbanas o rurales en el curso de una revolución liberal que en lo esencial había logrado sus objetivos escapaba al orden de las cosas. El miedo exagerado de una contrarrevolución mítica, apoyado sobre el tema del «complot aristocrático» -dicen estos historiadores-, había despertado los viejos                                                                  [33]
demonios de los miedos populares y había acelerado la revolución. A la inversa, torpezas del rey, hasta su evidente hipocresía, y las intrigas de los aristócratas, tanto en el reino como fuera de él, habían facilitado este patinazo, cuyos platos rotos los pagó el frágil compromiso que entonces estaba en vías de experimentación entre las élites, y que unía a burgueses y nobles liberales. Por seductor que sea, este nuevo modelo no me satisface. Subestima la importancia del peligro contrarrevolucionario, tal vez por una visión demasiado exclusivamente parisiense, que descuida los frentes de lucha de la revolución en el conjunto del país. La contrarrevolución en acción corre primero a cargo del grupo de los emigrados. En efecto, el movimiento empezó en el otoño de



1792 con la fuga de los cortesanos más comprometidos, y los príncipes de cuna (conde de Provenza y conde de Artois), pero por entonces no era aún digna de consideración.
Pero la constitución civil del clero, así como la agravación de los antagonismos, aumentaron sus efectivos entre 1790 y 1792; la emigración se organiza, en las márgenes del Rin, alrededor del príncipe de Condé, y en Turín, en torno al conde de Artois, y comienza a tejer toda una red de conspiraciones en el país, a fin de provocar levantamientos contrarrevolucionarios; o bien en París, con el propósito de organizar la fuga del rey (conspiración del marqués de Favras).
Estas empresas encontraron terreno favorable en el ámbito local, aunque, inicialmente, menos en el Oeste que en el Mediodía de Francia. En esta última región se entrecruzaron conflictos y antagonismos sociales, religiosos y políticos muy arraigados, especialmente en las zonas en las que convivían diferentes confesiones religiosas (como en Nimes y Montauban, donde los protestantes acogieron favorablemente la revolución emancipadora). En las montañas del Vivarais, al sudeste del Macizo Central, entre 1790 y 1793 se sucedieron sin interrupción las reuniones de contrarrevolucionarios       [34]
armados, los campos de Jales. Y las ciudades del Mediodía, de Lyon a Marsella, pasando por Arles, fueron el terreno de duros enfrentamientos entre 1791 y 1792, testimonio de un equilibrio muy precario entre revolución y contrarrevolución. La contrarrevolución disponía aún de muy sólidos apoyos en el aparato del Estado y, junto con las actividades de conspiración, no es difícil distinguir una contrarrevolución oficial, o desde arriba. Efectivamente, en Nancy, en agosto de 1790, el comandante militar, marqués de Bouillé, reprimía salvajemente la revuelta de los soldados patriotas suizos del regimiento de Chateauvieux. Este movimiento de afirmación del poder desde una perspectiva contrarrevolucionaria dista mucho de ser una intentona aislada.
En este contexto, la actitud del rey no carece de coherencia. Se la ha calificado de vacilante y torpe, pero el hecho era que Luis XVI se hallaba en el medio del fuego cruzado de dos bandos de consejeros: Mirabeau, Lafayette, Lameth, Barnave... por no hablar de sus contactos familiares con el extranjero, o con los emigrados, que le eran esenciales. Es conocido el resultado de toda una serie de intentos realizados en secreto; el 20 de junio de 1791, la familia real en pleno abandona el palacio disfrazada, pero en el camino el rey y su familia son reconocidos y detenidos en Varennes, de donde se los lleva de vuelta a París. La fuga a Varennes llena de estupor a los parisienses, y luego a Francia entera, cuando se anuncia la noticia..
Como contrapartida de esta historia de resistencias y de contrarrevolución, se inscribe la de la politización y el compromiso creciente de las masas urbanas, y a veces de las rurales. Lo que más tarde se llamará sans-culotterie -movimiento de patriotas en armas que se rebelan en defensa de la Revolución- se constituye por etapas entre 1791 y 1792. El resurgimiento del malestar económico contribuyó -qué duda cabe- a esta creciente movilización; después de la mejoría                                                                                 [35]
de 1790, una mala cosecha en 1791, agravada por la especulación y por la inflación asociada a la caída del valor del asignado, dio renovado vigor a la reivindicación popular. Luego, más profundamente aún, son éstos los años en que se lleva a cabo, en la práctica, la emancipación de los restos del derecho señorial que aún quedaban, mediante la negativa, a menudo violenta, a pagar los derechos que en 1789 se habían declarado recuperables. Entre el invierno de 1791 y el otoño de 1792 se suceden levantamientos campesinos cuya importancia no cede en nada a la del Gran Miedo. En las llanuras de gran cultivo, entre el Sena y el Loira, grupos inmensos de campesinos se desplazan de un mercado a otro para fijar un precio máximo, una tasa del precio de los cereales y del pan. Por otra parte, en todo el Sudeste, de los Alpes al Lenguadoc y a Provenza, saquean e incendian los castillos.
Esto, en cuanto al campo. En las ciudades y los burgos, es entonces cuando los clubs y las sociedades populares se multiplican hasta cubrir el territorio nacional con una red a veces muy densa. En París, el Club de los Jacobinos, a partir de 1789, año en que continúa al Club Bretón, ha adquirido considerable predicamento en tanto lugar de encuentro y de análisis, donde se preparan las grandes decisiones, así como también por la cantidad de sociedades a él afiliadas. El Club de los Jacobinos ha superado victoriosamente la crisis de Varennes y la conmoción que ésta creara en la opinión pública. El método para conseguir adeptos es más selectivo o cerrado aún que el del Club de los Cordeleros, donde se hacen oír los oradores más populares, como Danton o Marat, «el amigo



del pueblo». El gran aumento de volumen de la prensa, otra novedad revolucionaria, es uno de los elementos de esta politización acelerada: de Les Actes des Apótres de la extrema derecha, al Courrier de Provence, de Mirabeau, y los órganos más democráticos, como Les Révolutions de France ou de Bravant de Camille Dcsmoulins y L'Ami du Peuple, de Marat.  [36]
¿Se apoyaban en la politización de las masas tanto la contrarrevolución como la revolución radicalizada? Este es el verdadero dilema que se plantea a los líderes de la revolución burguesa a finales del año 1792, en el preciso momento en que se concluye el acta constitucional que debía regir el nuevo sistema. A fin de no poner en peligro un equilibrio que se siente frágil, se admite la ficción de que el rey no se ha fugado por su cuenta, sino que ha sido raptado, lo que permite devolverle sus prerrogativas ... para escándalo de los revolucionarios avanzados, entre quienes se comienza a poner en tela de juicio el principio mismo de la monarquía .
La Constitución de 1791, que comienza con una declaración de derechos, continúa con una reorganización integral de las estructuras de la administración, de la justicia, de las y en la que encontraremos las finanzas y hasta de la religión, elementos esenciales a la hora de realizar el balance de la Revolución, es mucho más que un documento de circunstancias; es la expresión más acabada'"de la revolución burguesa constituyente en su ensayo de monarquía constitucional.
Con este nuevo sistema por base se reunió el 16 de diciembre de 1791 1a nueva asamblea, llamada Asamblea Legislativa, doblemente nueva puesto que los constituyentes se habían declarado no reelegibles. Muchos se presentaron con la firme intención de clausurar la Revolución, o, como lo dijo Dupont de Nemours, de «quebrar la máquina de insurrecciones». Esta tendencia constituiría el grupo de los feuillants, numeroso en la Asamblea (263 sobre 745), pero dividido entre partidarios de Lafayette, por un lado, y, por otro, del triunvirato (Barnave, Duport, Lameth). En el externo opuesto estaban los que muy pronto recibirían la denominación de brissotins, y que más tarde habrían de ser los girondinos; en ellos también había discrepancias entre el grupo dirigente que reunía brillantes elementos alrededor de Brissot, como Vergniaud, Guadet, Roland. Condorcet, y algunos demócratas                                                                                                            [37]
avanzados, como Carnot, Merlin, Chabot. Para definir su actitud, resulta cómodo partir de la fórmula de Jérome Pétion, alcalde de París, quien dijo entonces: «La burguesía y el pueblo unidos han hecho la Revolución. Sólo su unión puede conservarla». Pero, ¿de qué unión se trataba? Para determinados líderes que no estaban en la Asamblea, pero que eran muy influyentes, como Robespierre entre los jacobinos y Marat en su diario, esta condición de supervivencia es mucho más que una simple alianza de conveniencia. Por el contrario, los brissotins sólo veían en ella una necesidad sufrida con impaciencia; la unión entre ellos y el movimiento popular será siempre equívoca, pues no comparten sus aspiraciones sociales y económicas, de modo que muy pronto se abriría un abismo entre los unos y el otro.
El acelerador de esta evolución, no cabe duda, es la guerra, que habrá de hacer más rígidas las opciones políticas y más graves las tensiones sociales. El ascenso del peligro externo no databa del día anterior: la Constituyente, a pesar de su «declaración de paz en el mundo», ya había chocado con la hostilidad de la Europa monárquica, preocupada por solidaridad dinástica, por un lado, y, sobre todo, por temor al fermento revolucionario. Ocupados durante un tiempo en otros frentes (el reparto de Polonia), los soberanos -rey de Prusia, emperador de Austria, etc.- se pusieron de acuerdo, en la Declaración de Pillnitz de agosto de 1791, en efectuar un llamamiento a las potencias monárquicas a coaligarse contra el peligro revolucionario. Puede asombrar que en Francia la mayoría de las fuerzas políticas hayan recibido favorablemente 1a hipótesis de un conflicto. Sin embargo, se trataba de una coincidencia equívoca que tenía como base presupuestos muy diferentes. El rey y sus consejeros de la corte esperaban una fácil victoria de los príncipes; Lafayette soñaba con una guerra victoriosa que le colocara en un papel eminente, y los brissotins, que desde la primavera de 1792 controlaban el gabinete,      [38]
tenían la esperanza de que la guerra, verdadera prueba de fuego, obligara al rey y a sus consejeros a mostrar sin ambages lo que hacía madurar la situación. Solo o prácticamente solo, Robespierre denunciaba en la tribuna cuál era su juego, del Club de los Jacobinos los peligros de una guerra que



sorprendería a la Revolución francesa sin preparación adecuada, exaltaría el peligro de contrarrevolución y tal vez sacaría a luz a algún salvador militar providencial. .. En el dramático diálogo Brissot-Robespierre en el seno del Club de los Jacobinos, se impone Brissot. El 20 de abril de 1792 se declaraba la guerra al «rey de Bohemia y de Hungría». En realidad, la Revolución se enfrentaba con toda una coalición que asociaba Prusia, el emperador, Rusia y el rey de Piamonte.
Tal como lo preveían los brissotins, la guerra obligó muy pronto al rey a quitarse la máscara y poner al descubierto sus armas; en efecto, se negó (mediante el «veto») a promulgar las decisiones de urgencia de la Asamblea -como, por ejemplo, la que establecía en París un campo de federados llegados de las provincias- y destituyó a su gabinete brissotin. Pero las esperanzas del rey y de los aristócratas también se vieron confirmadas, pues las primeras acciones resultaron desastrosas para las armas francesas, en plena desorganización por la emigración de la mitad de sus oficiales. En las fronteras del norte, las tropas se desbandaban, mientras que en todo el país aumentaba la tensión. A favor de la ventaja que llevaban, los coaligados deseaban dar un gran golpe mediante el lanzamiento del célebre «Manifiesto de Brunswick» del 25 de julio de 1792, en el que amenazaban con «entregar París a una ejecución militar y a una subversión total». El aumento de los peligros provocó en París una jornada revolucionaria -todavía semiimprovisada- el 20 de junio de 1792. En esa oportunidad, los manifestantes invadieron el palacio de las Tullerías e intentaron inútilmente intimidar al rey, quien opuso toda la resistencia pasiva de que era capaz;                                                         [39]
fue un fracaso, pero un fracaso que anunciaba la movilización popular que se estaba gestando. En el país --como en el Mediodía, que se hallaba a la sazón a la vanguardia de las filas revolucionarias- se multiplicaron las declaraciones que pedían la destitución del rey. El 11 de julio, la Asamblea proclamaba solemnemente a la «patria en peligro», y de las provincias llegaban batallones de federados que subían a París, y entre los cuales se encontraban los famosos marselleses, que popularizaron su canto de guerra, «La Marsellesa».
En este verano caliente de 1792 se inscribe también uno de los giros más importantes en la marcha de la Revolución. El frente de la burguesía revolucionaria deja de tener unanimidad ante el movimiento popular que se moviliza, tanto en las provincias como en París, en el marco de las «secciones» (asambleas de barrios) y de los clubs para convertirse en la fuerza motriz de la iniciativa revolucionada. La burguesía girondina, que se había limitado a una complicidad pasiva con la jornada del 20 de junio, se sentirá tentada de unir sus fuerzas a las de los sostenedores del orden monárquico, por temor a verse desbordados. Pero ha perdido la iniciativa, que en la capital ha pasado a manos de la «Comuna insurreccional de París», a los sans-culottes de las secciones en armas, al Club de los Cordeleros, con el apoyo de un cierto número de líderes, como Marat, Danton o Robespierre.
La jornada decisiva es la del10 de agosto, en que se produce una insurrección preparada, durante la cual los miembros de las secciones parisienses y los «federados» que habían llegado de las provincias marchan al asalto de las Tullerías, de donde la familia real había huido. Tras una batalla a muerte con los suizos que defendían el palacio, la insurrección popular triunfa. La Asamblea vota la suspensión del rey de sus funciones y la familia real será encarcelada en la prisión del Temple. Se decidió la convocatoria a una Convención Nacional elegida por sufragio universal, para que dirigiera el                                                                                                                              40
país -poco después se diría la República- y la dotara de una nueva Constitución. Se abría así una nueva fase en la Revolución. Esta etapa concluyó con dos acontecimientos espectaculares: la victoria de Valmy y las masacres de septiembre. La primera, el 20 de septiembre de 1792-, asestó a los prusianos un golpe que detuvo su avance en Champaña, donde ya había penetrado profundamente. Valmy no fue una gran batalla; fue un cañoneo que terminó con la retirada del ejército prusiano. Pero este encuentro revistió una importancia histórica esencial, que no escapó a los contemporáneos, como Goethe, por ejemplo, que fue testigo de la escena. Las tropas francesas, todavía improvisadas, mal entrenadas, sostuvieron a pie firme el choque con las tropas prusianas. Fue un éxito simbólico que trascendió con mucho las consecuencias materiales inmediatas.
En contrapartida, las masacres de septiembre se inscriben, en los anales de la Revolución como una de sus páginas más sombrías, sobre las que durante mucho tiempo se ha echado un velo. Esta reacción de pánico se explica en realidad por el doble temor de invasión enemiga y de complot



interior, de «puñalada por la espalda», como suele decirse. El vacío de poder -pues el rey estaba preso y el poder de decisión había recaído en un consejo ejecutivo provisional dominado por la personalidad de Danton- explica que la reacción de pánico se desarrollara sin oposición. Del 2 al 5 de septiembre, una muchedumbre de parisienses se lanzó sobre las prisiones de la capital y masacró a unos 1.500 prisioneros, aristócratas, eclesiásticos en gran cantidad (más de 300), junto con prisioneros comunes. No obstante, esta masacre pretende ser la expresión de la justicia popular, al menos con un simulacro de juicio. Con el contraste entre estas dos imágenes se cierra la fase de la revolución burguesa y de compromiso. Comienza una nueva etapa, en la que la burguesía revolucionaria tendrá que entenderse con las masas populares.                            [41]

Recordemos la fórmula del alcalde de París, Pétion, cuando en 1792 declaró que el único medio de asegurar el éxito de la Revolución era la unión «del pueblo y la burguesía». Significativamente, es otra vez Pétion el que, a comienzos de la primavera de 1792, declara: «Vuestras propiedades están en peligro». Y es evidente que, para él, lo que la sublevación popular pone en peligro es la propiedad burguesa. Estas actitudes de un hombre que en un tiempo estuvo indeciso entre la Gironda y la Montaña expresan la ruptura de la burguesía francesa tras la caída de la monarquía. Es evidente que para una parte de ellos el mayor peligro es el que representa la subversión social y que ven el retorno al orden, como una necesidad perentoria. Para otros, por el contrario, lo más importante es la defensa de la Revolución contra el peligro aristocrático - peligro interno de contrarrevolución, peligro externo de coalición europea- y esta defensa impone una alianza con el movimiento popular, aun cuando ello obligue a dar satisfacción, al menos parcial, a las [43] reivindicaciones sociales de estas capas, y adoptar una política muy alejada del liberalismo burgués, recurriendo a medios excepcionales.
¿Hay entre estas dos actitudes burguesas una mera diferencia de grupos y de estratos, o se trata lisa y llanamente de la oposición entre dos opciones políticas que expresan las, denominaciones de girondinos y montañeses? Ciertos historiadores de la actualidad, como A. Cobban, al analizar el reclutamiento de estados mayores de los dos partidos que comparten la Convención, llega a la conclusión de que no había entre ellos verdadera diferencia sociológica, y que girondinos y montañeses provenían de las mismas capas sociales. Se trata de una conclusión apresurada, que no es posible confirmar en todos los casos en que, allende los estados mayores, se han analizado las masas jacobinas o girondinas (federalistas) en acción, y en las cuales se advierte que el reclutamiento dista mucho de ser el mismo, o intercambiable. Por otra parte, la mera geografía electoral refleja los orígenes diferentes de girondinos y montañeses. En efecto, los grandes puertos- Nantes, Burdeos, Marsella, escenario de la prosperidad del capitalismo mercantil- son la cuna de los líderes que se ha dado en llamar significativamente «girondinos», tales como Vergniaud, Guadet o Gensonné, que se agregan a Brissot o Roland. Pero hay también otros que llegan de la provincia, Rabaut, ministro reformado de Nimes; Barbaroux, un marsellés, o Isnard, rico perfumista de Grasse ... Por el contrario, la Montaña echa sus raíces en las plazas fuertes del jacobinismo, tanto en París como en la provincia. He ahí a Robespierre, Danton, Marat, y, con ellos, recién llegados como Couthon o Saint-Just. Estas dos actitudes, que sería tan caricaturesco oponer reduciéndolas de un modo mecanicista a diferencias sociológicas, como creerlas intercambiables y mero producto del azar, se definen mejor si se tiene en cuenta una tercera fuerza, que estaba fuera de las asambleas. Nos referimos a la fuerza de las masas populares de la sans-culotterie,                                                                     [44]



organizadas en el marco de asambleas de las secciones urbanas o en sociedades populares. De estos grupos surgieron los líderes, o simplemente los portavoces ocasionales, tales como los enragés (exaltados) de 1792-1793, con militantes como Varlet, Leclerc, y sobre todo Jacgues Roux, el «sacerdote rojo», en contacto con las necesidades y las aspiraciones de las clases populares, en cuyo eco se convirtieron. Después de la represión que reducirá al silencio a los enragés, se constituye otro grupo, más motivado políticamente, y también más equívoco, alrededor de Hébert, Chaumette y la Comuna de París. Los hebertistas aspiraron al menos a tomar la dirección del movimiento de los sans-culottes y apoyarse en éste. Los estudios realizados hoy en día en las provincias muestran cada vez más claramente que este tipo de militantes no fue una originalidad parisiense. Desde el otoño de 1792, con su llamarada de conmociones agrícolas, al invierno y la primavera de 1793, en que París conoció motines y pillajes en busca de alimentos, no sólo de cereales, sino de azúcar o de café, el «pueblo bajo» salió a la calle y se mezcló directamente en la conducción de 1a revolución.
El enfrentamiento entre la Gironda y la Montaña era inevitable: tuvo lugar desde finales de 1792 a junio de 1793. Sus episodios esenciales fueron el proceso de Luis XVI, luego los acontecimientos de política exterior, esto es, una expansión victoriosa seguida de graves reveses; por último, en la primavera, la sublevación de la Vendée abría un nuevo frente interno.
Prisionero en el Temple, Luis XVI fue juzgado por la Convención en diciembre de 1792. La Gironda se inclinaba por la clemencia, e intentó proponer soluciones susceptibles de evitar la pena capital, esto es, el destierro y la detención hasta que se estableciera la paz, e inclusive la ratificación popular. Por el contrario, los líderes de la Montaña, cada uno a su manera -como Marat,
Robespierre o Saint-Just-, se unieron                                                               [45]
para pedir la muerte de Luis XVI en nombre del Comité de Salvación Pública y de las necesidades de la Revolución. La muerte se aprobó por 387 votos sobre 718 diputados, y la ejecución tuvo lugar el 21 de enero de 1793. Al ejecutar, en sus propias palabras, «un acto de protección de la nación», eran muy conscientes de que de tal guisa aseguraban la marcha de la Revolución, en adelante irreversible; y uno de ellos, Camban, expresaba lo mismo diciendo que habían desembarcado en una isla nueva y habían quemado los navíos que los habían conducido hasta allí. La guerra en las fronteras aumentaba de intensidad con la ejecución del rey. Los soberanos europeos, ocupados entonces en otros frentes (Polonia), no podían impedir que los ejércitos franceses explotaran espectacularmente la victoria de Valmy. Así, victoriosas en Jemmapes, las tropas revolucionarias ocupan los Países Bajos austríacos y conquistan Saboya y el condado de Niza en Piamonte, luego, otra vez hacia el norte, se apoderan de Renania -de Maguncia a Francfort-, que pasa a depender de Francia. Desde cierto punto de vista, se trata de la realización del antiguo sueño monárquico de las fronteras naturales, pero reformu1ado en términos absolutamente diferentes, bajo el lema emancipador «guerra en los castillos, paz en las chozas». En una primera fase, la Revolución aporta la libertad; sólo más tarde aparecen los aspectos negativos de la conquista. La ejecución de Luis XVI enriquece la coalición con nuevos aliados; España, el reino de Nápoles, los príncipes alemanes y, sobre todo, Inglaterra, que se siente directamente amenazada por la anexión de Bélgica. El viento cambia de dirección: en el invierno de
1793 los franceses acumulan derrota tras derrota, y, golpe tras golpe, pierden Bélgica y Renania.
La apertura de un frente interno de guerra civil agrava la situación: a comienzos de primavera estalla la insurrección de la Vendée, en Francia occidental, y se extiende muy pronto. Se trata de una sublevación rural, en un primer         46
momento, cuyos jefes son de origen popular (StoffIet es guardabosques; Catherineau, contrabandista ... ), pero gradualmente los nobles, bajo la presión de los campesinos, se embarcan en el movimiento, que terminan por enmarcar (M. de Charette, d'Elbée ... ), y primero los burgos y después también las ciudades que se habían mantenido republicanas son arrasadas por esa ola. Se ha dado más de una interpretación de este levantamiento, el análisis de cuyas causas es complejo.
El sentimiento religioso arraigado en estas comarcas, que durante tanto tiempo se ha señalado como causa principal, si bien es cierto que desempeñó su papel en los comienzos de esta movilización a favor de la causa real, no lo explica todo. Factor más directamente movilizador pudo haber sido la hostilidad al gobierno central, en un país que rechaza el impuesto sobre todo las levas de hombres (la leva de 300.000 hombres). Las interpretaciones que presentan los nuevos historiadores insisten



en la raigambre del movimiento en un contexto socioeconómico en que el reflejo antiurbano y antiburgués, esto es, antirrevolucionario, entre los campesinos, fue lo suficientemente fuerte como para relegar a segundo plano la tradicional hostilidad respecto de los nobles. Estos reveses y estos problemas cuestionan la hegemonía de los girondinos, grupo dominante en la Convención en un primer momento, y , con el gabinete Roland (esposo de la célebre madame Roland, musa inspiradora del partido girondino), dueño del gobierno. Para asentar su autoridad, los girondinos intentaron al comienzo tomar la ofensiva contra los montañeses, acusando a sus líderes,
Robespierre, Danton y Marat, de aspirar a la dictadura. Pero fracasaron, y Marat, procesado, fue triunfalmente absuelto de esta tremenda acusación.
Pese a las reticencias girondinas, la presión de los peligros que rodeaban a la República llevó a poner en práctica un nuevo sistema de instituciones. En primer lugar, un Tribunal Criminal Extraordinario en París, que se convertirá   [47]
en Tribunal Revolucionario, y luego, en las ciudades y en los burgos, la red de Comités de Vigilancia encargados de vigilar a los sospechosos y a las actividades contrarrevolucionarias. Por último, en abril de 1793 se formó el Comité de Salvación Pública, que en un comienzo sufrió la influencia de Danton. Eliminados de la conducción de la Revolución, los girondinos trataron inútilmente de contraatacar, a veces sin prudencia. Uno de sus portavoces, Isnard, en un famoso discurso, amenazó a París con una subversión total a su regreso («buscarán en los prados del Sena si París existió o no... ») si este centro del influjo revolucionario llegaba a atentar contra la legalidad. El movimiento popular parisiense respondió a esta provocación verbal, y luego de una primera manifestación improvisada el 31 de mayo, el 2 de junio la guardia nacional rodeaba la Convención, que, amenazada, tuvo que aceptar la detención de 29 diputados girondinos, las cabezas del partido. Para los jacobinos y la Montaña fue la victoria decisiva. Pero no dejó de ser un triunfo ambiguo. Como lo declaró entonces el portavoz del Comité de Salvación Pública, Barere, la República era cual una fortaleza asediada. Los austríacos habían desbordado la frontera del norte, los prusianos estaban en Renania, los españoles y los piamonteses amenazaban el Mediodía de Francia. Los vendeanos rebeldes -conocidos como chouans- se autodenominaban «ejército católico y realista» y apenas si eran detenidos con dificultad a las puertas de Nantes. Además, la caída de los girondinos desencadenó otra guerra civil, en forma de rebelión de las provincias contra París: la rebelión federalista. En el Sudeste, Lyon se levanta contra la Convención, y habrá que someterla a un auténtico sitio. En el Mediodía se insubordinan las grandes ciudades del sudeste, con Burdeos, Tolosa y su región, y además la Provenza, Marsella y Tolón, que los contrarrevolucionarios entregarían a los ingleses. En Francia septentrional, sólo Normandía [48]
está en abierta rebelión y lanza un pequeño ejército contra París, que se dispersa rápidamente. Pero de Normandía sale también Charlotte Corday, quien va a París a apuñalar a Marat, el tribuno popular. Baja la presión conjunta de estos peligros, se refuerza la unión (¿se le puede llamar alianza?) entre la burguesía jacobina, la que representan los montañeses en la Convención, y cuyo poder ejecutivo es el Comité de Salvación Pública, y las masas populares de la sans-culotterie. ¿Se trata de una solidaridad sin fisuras? El historiador Daniel Guérin, cuyas tesis analizaremos más adelante, considera que los bras nus, que encontraron a través de sus portavoces -los enragés y luego los hebertistas- el modo de canalizar sus energías, estaban en condiciones de desbordar el estadio de una Revolución democrática-burguesa para realizar los objetivos propios de una Revolución popular. Según esta lectura, la alianza de la que estamos hablando parece una mistificación, pues la fuerza colectiva de los bras nus sería mero instrumento de la burguesía robespierrista para sus fines propios. Sin adelantamos en una problemática que trataremos más adelante, los trabajos de A. Soboul han mostrado que, dada la heterogeneidad del grupo de los sansculottes, no se lo puede considerar en absoluto como la vanguardia de un proletariado ... todavía en ciernes. Sean cuales fueren las contradicciones de que es portador el movimiento popular, sobre todo en París, los sans-culottes constituyen, hasta finales de 1793, y aun en la primavera de 1794, el alma del dinamismo revolucionario. En efecto, su presión constante y activa impone al gobierno revolucionario la realización de una cierta cantidad de consignas: en el plano económico, el control y la fijación de precios máximos (en septiembre de 1793); en el plano político, el



desencadenamiento del Terror contra los aristócratas y los enemigos de la Revolución, y la aplicación de la Ley de Sospechosos, que engloba en la vigilancia y la represión a toda                                                                                                                                                 [49]
una nebulosa de enemigos potenciales de la Revolución. Pero la llamarada de septiembre de 1793 -última, o prácticamente última, manifestación armada de la presión popular- que impuso una buena parte de estas medidas, fue también la última victoria de los sans-culottes. Durante este período la burguesía de la Montaña forjó y estructuró los mecanismos para poner en marcha el gobierno revolucionario, que se inscribía en el polo opuesto al ideal de democracia directa de los sans-culottes. ¿Qué es entonces el gobierno revolucionario que regirá la República en ese período crucial del año II, de septiembre de 1793 a julio de 1794? Después de la caída de la Gironda, en junio de 1793, la Convención había elaborado y aprobado a toda prisa un texto constitucional (la llamada Constitución «del año I»), que el pueblo ratificó en el mes de agosto. Este texto no es despreciable y en él adquiere forma la expresión más avanzada del ideal democrático de la Revolución francesa. Pero jamás se aplicó, pues la Convención decretó de inmediato: «El gobierno de Francia es revolucionario hasta la paz». Se trataba de una necesidad, que se suponía momentánea, en función de las urgencias de la lucha revolucionaria. El gobierno revolucionario recibió su forma acabada en el famoso decreto del 14 Frimario del año II, el mismo que definía la Revolución como «la guerra de la Libertad contra sus enemigos».
2. APOGEO Y CAÍDA DEL GOBIERNO REVOLUCIONARIO
La pieza central del sistema es el Comité de salvación Pública, elegido y renovado por la Convención, pero que en realidad permanece intacto durante el año II. Sus dirigentes, ya célebres merecen ser presentados: Robespierre, el “Incorruptible”; Saint-Just, que tenía entonces 26 años, y Couthon, un jurista, son las cabezas políticas de esta dirección colegiada. [50]
Otros son más técnicos: Carnot, oficial genial, «el organizador de la victoria»; Jean Bon Saint- André, encargado de la marina, y Prieur, encargado de los alimentos. Algunos ocupan un lugar específico: Barere, a la vez responsable de la diplomacia y portavoz del Comité ante la Convención, o Collot d'Herbois y Billaud-Varenne, que mantienen lazos de simpatía y de relación concreta con el movimiento popular hebertista. Pese a las tensiones que sólo fueron graves en su última fase, el Comité de Salvación Pública fue la pieza maestra de la coordinación de la actividad revolucionaria. Esta importancia eclipsa los demás elementos del gobierno central, pues los ministros se subordinan a la iniciativa del Comité de Salvación Pública, y aún el otro «gran» Comité, el Comité de Seguridad General, se limita a la coordinación de la aplicación del Terror.
Como agentes locales del gobierno revolucionario se designaron primero agentes nacionales en los distritos, y luego comités revolucionarios en las localidades. Pero en el Comité y las instancias ejecutivas ocupaban un sitio esencial los Representantes en Misión, que eran convencionales enviados a las provincias durante un tiempo determinado, Estos «procónsules», como se ha dicho, no han sido objeto de consideración por la historiografía clásica. A veces se ha insistido sobre los excesos - reales- de ciertos terroristas como Carrier, que organizó en Nantes el ahogamiento de sospechosos, o Fouché, primero en el centro de Francia y después en Lyon. Pero, otros, a la inversa dieron muestras de moderación y de sentido político. Todos estimularon el esfuerzo revolucionario; a menudo queda por valorar más serenamente una actividad mal juzgada. Junto a estos agentes individuales, se descubre también la acción localmente esencial de los ejércitos revolucionarios del interior, « agentes del Terror en los departamentos». Salidas de las filas de los sans-culottes, estas formaciones resultaron sospechosas                                                             [51]
para el gobierno revolucionario, que en invierno de 1793-1794 decretó su disolución.
Tales son los elementos, o los agentes de la acción revolucionaria. Pero ¿con qué resultados? Ya se ha dicho que se puso el Terror al orden del día. El término «Terror» abarca mucho más que la represión política, pues se extiende al dominio económico y define la atmósfera que reinaba en ese momento. Sin duda, la represión aumentó y el Tribunal Revolucionario de París, dirigido por Fouquier Tinville, vio incrementadas sus atribuciones gracias a la ley de Pradial del año II (junio de 1794), que antecede a lo que se ha dado en llamar el Gran Terror de Mesidor. En el curso del año 1794, detrás de la reina María Antonieta cayeron las cabezas de la aristocracia y luego



las del partido girondino, El balance total -tal vez 50.000 muertos en toda Francia, o sea, el dos por mil de la población- parecerá una cifra elevada o moderada según las diferentes apreciaciones, y presenta grandes variaciones en las distintas regiones afectadas. En el terreno económico, la fijación de precios máximos respondía a una exigencia popular espontánea. A partir de septiembre de 1793, la ley del «Máximo General» extendió esta política no sólo a todos los productos, sino también a los salarios. De ello derivaron una serie de medidas autoritarias, tales como el curso forzoso de los asignados, y, en el campo, la requisa forzada de los stocks de los campesinos. A pesar de que la política de precios máximos se fue haciendo cada vez más impopular tanto entre los productores como entre los asalariados, no por ello dejó de asegurar a las clases populares urbanas una alimentación adecuada durante toda la época del Terror.
El resultado de esta movilización de energías nacionales se inscribe sin ambigüedad en la reorganización de la situación política y militar. Los enemigos de dentro han sido derrotados, o contenidos. En efecto, los federalistas retoman                        [52]
Marsella en septiembre de 1795, y Lyon en octubre; por último, Tolón, donde los contrarrevolucionarios habían llamado a los ingleses y a los napolitanos, cae en diciembre tras un sitio que demuestra las cualidades militares del capitán Bonaparte. Algunas victorias decisivas durante el invierno (Le Mans, Savenay) obligan a la insurrección vendeana a regresar al estadio de implacable guerrilla. En las fronteras toma forma un ejército nuevo, el de los «Soldados del año II» que, mediante la práctica de la «amalgama», reúne a los viejos soldados de oficio y los nuevos reclutas de las levas de voluntarios. El entusiasmo revolucionario, junto con generales jóvenes que utilizan una técnica nueva de guerra -el choque masivo de masas en orden profundo-, conquistan en esos años victorias decisivas en los Países Bajos y en Alemania. La ofensiva de la primavera de 1794 desemboca en junio en la victoria de Fleurus, preludio a la reconquista de Bélgica. Fleurus tiene lugar sólo un mes antes de la caída de Robespierre y sus amigos. Ello puede tentarnos a establecer, como se ha hecho, una relación entre ambos acontecimientos; según esta hipótesis, la política terrorista se arraigaría en las victorias y resultaría así insoportable. Pero esta explicación es parcial. Ya antes de Fleurus, Saint-Just había comprobado que «la Revolución se ha congelado», frase célebre que expresaba el divorcio que se sentía entre el dinamismo de las masas populares y el gobierno de Salvación Pública. Ya hemos visto que los sans-culottes lograron imponer una parte de su programa en septiembre de 1793, en su último verdadero éxito. El movimiento de descristianización -que es como se expresa su actividad revolucionaria en los meses siguientes- es, sin duda alguna, mucho más que un mero derivado inventado por los hebertistas, como a veces se ha creído. El mismo se originó en el centro de Francia, a comienzos del invierno, tuvo gran resonancia en París y luego se difundió por toda Francia durante los meses siguientes. [53]
Este movimiento semiespontáneo fue mal visto de entrada por los montañeses en el poder, y desautorizado por el gobierno revolucionario. Danton y Robespierre denunciaron que se trataba de una iniciativa peligrosa, sospechosa de un maquiavelismo contrarrevolucionario, susceptible de alejar de la Revolución a las masas. Con el paso del tiempo podemos juzgar hoy más objetivamente. La descristianización no fue un complot aristocrático ni expresión de la política jacobina, pero tampoco traduce las actitudes de un movimiento politizado de sans-culottes. Adoptó la forma de «desacerdotización», que fue la responsable de que más de 20.000 sacerdotes renunciaran a su estado, pero también se prolongó en fantochadas, en vandalismo, en expresiones carnavalescas de la subversión soñada, como en las fiestas que se celebraban en honor de la Razón, en las iglesias transformadas en templos. La descristianización levantó vivas oposiciones locales, y en muchas regiones apenas si ejerció influencia. Pero encontró terreno propicio en un sector de las categorías sociales urbanas y en ciertas comarcas rurales predispuestas a acogerla bien. Su rechazo por el gobierno revolucionario es un elemento, entre otros, del creciente deseo de controlar el movimiento popular. Desde el invierno a la primavera de 1794, se denuncia la proliferación de sociedades populares, se licencia a los ejércitos revolucionarios, se mete en vereda a la Comuna de París. Se trata de medidas que, sin excepción, provocan oposición, oposición que desemboca en la crisis de Ventoso del año II. Pero la respuesta a este último combate en retirada lo encontramos en el proceso de Hébert y los hebertistas, seguido de la ejecución de uno y otros en el mes de mayo (Germinal del



año II). Este proceso inaugura la lucha que emprende el gobierno revolucionario contra las «facciones» de derecha y de izquierda. El movimiento popular de los sans-culottes ha sido domesticado, ya no ofrece resistencia, pero su apoyo a .los montañeses en el    [54]
poder también es más moderado. Para castigar a los hebertistas, el grupo robespierrista contó con el apoyo de los indulgentes en la Convención; éstos, representados por Danton, así como por el periodista Camille Desmoulins, acogían también en su seno a elementos dudosos y hombres de negocios y especuladores. Al denunciar la prosecución de la política terrorista después de la caída de los hebertistas, los indulgentes se exponían de manera imprudente; entonces sufrieron un nuevo proceso, que condujo a unas semanas más tarde a la ejecución de Danton y de sus amigos.
A partir de ese momento, el estado mayor robespierrista se queda sin oposición abierta, pero realiza la experiencia de la soledad del poder. Robespierre y sus amigos intentan echar las bases de algunas de las reformas sobre las cuales aspiran a edificar la República. En abril los «decretos de Ventoso» representan el punto culminante del compromiso social de la burguesía montañesa, cuando confisca los bienes y las propiedades de los «sospechosos», esto es, en lo esencial, de las familias de emigrados. Esta expropiación proyectada preparaba su redistribución a los más necesitados de los habitantes del campo. Esta medida tenía sus límites. No era en absoluto, como se ha dicho; una medida «socialista», pues no cuestionaba el derecho de propiedad. Por lo demás, por falta de tiempo, los decretos de Ventoso nunca se pusieron en práctica.
La otra empresa, que se puede llamar simbólica, de ese breve momento de indiscutida hegemonía robespierrista se expresa en el informe sobre las rentas nacionales y más todavía en la proclamación del «Ser Supremo y la inmortalidad del alma». El deísmo rosseauniano de los montañeses, para quienes la sociedad debe fundarse en la virtud y la inmortalidad del alma es una exigencia moral que conlleva a la necesidad de un Ser Supremo, se instala como contrapartida tanto de la herencia cristiana, reducida a la categoría                                                                                                            [55]
superstición, como del culto de la Razón, al que se considera una vía al ateísmo. La expresión a la vez majestuosa y efímera de este culto se encuentra en la celebración, en toda Francia, de la Fiesta del Ser Supremo, el 20 de Pradial del año II (8 de junio de 1794).
En la fiesta parisiense del Ser Supremo se ha visto la apoteosis de Robespierre. Pero la victoria es amarga y frágil. Contra su grupo se forma una coalición entre antiguos indulgentes y antiguos terroristas, a veces comprometidos por sus excesos en las provincias (tal el caso de Fouché, o el de Barras o el de Fréron). El Comité de Salvación Pública pierde homogeneidad y los «izquierdistas» --Collot d'Herbois o Billaud-Varenne- atacan a Saint-Just, Robespierre y Couthon, cuyo aislamiento es cada vez mayor. La crisis estalla en Termidor, después de un eclipse muy prolongado de Robespierre. El llamamiento anónimo que pronuncia en la Convención el 8 de Termidor contra los «bribones», lejos de evitar el ataque, lo precipita. El 9 de Termidor, en una sesión dramática, se ordena el arresto de Robespierre, Saint-Just, Couthon y sus amigos. La Comuna de París, que sigue siéndoles fiel, fracasa en un intento de liberarlos, y la deficiente organización de este intento pone de manifiesto la falta de apoyo del pueblo de París. El Hotel de Ville de París cae sin combate en manos de las tropas de la Convención: Robespierre y sus partidarios son ejecutados el 10 de Termidor del año II. Es el fin de la Revolución jacobina. [56]
CAPÍTULO 4
LA CONVENCIÓN TERMIDORIANA
La coalición que había conducido con éxito el golpe de Termidor era de naturaleza equívoca. Quizás algunos de sus instigadores -Collot d'Herbois, Billaud-Varenne y Barere- soñaran con la vuelta a una dirección más colegiada, en la misma línea de antes, y no supieron manejarse adecuadamente en medio del contragolpe que siguió inmediatamente después de' la caída de Robespierre. Estos tres miembros «izquierdistas» del Comité de Salvación Pública, alejados del poder, juzgados y luego deportados, con Fouquier Tinville como símbolo de la represión terrorista,



juzgado y ejecutado, y algunos otros, todo ello junto con el representante Carrier da testimonio de que en la conducción de la Revolución se producía un cambio decisivo de rumbo. Más tarde se cuestiona el propio gobierno revolucionario en sus estructuras, se desmantelan los comités, y los clubs jacobinos -órganos paralelos de vigilancia y de reflexión- son perseguidos y luego dispersados. Se abren las prisiones. El Terror sufre un importantísimo frenazo. El dinamismo popular se debilita, a pesar de que en los años III y IV -sin duda los años más                                                                                                       [57]
trágicos desde 1789 para la supervivencia material de las masas-, no faltan motivos de movilización. El año III, con los interrogatorios de los mendigos de la Beauce, quedará en la historia como «el gran invierno», como el año de la vuelta de la hambruna y el pan caro, a lo cual contribuyen la mala cosecha, la vuelta a la libertad de precios, la inflación del asignado, que llega a su última fase de degradación. ¿Bastaba esto para despertar al pueblo bajo? Si bien éste conservaba aún las armas, los cuadros de su organización habían sido destruidos. Además, en la Convención, la Montaña, decapitada y desorientada, había perdido el control de la situación. En este contexto se comprende el fracaso de las dos últimas jornadas revolucionarias parisienses, el 12 de Germinal y el 1 de Pradial del año III, durante los cuales los sans-culottes en armas invadieron la Convención al grito de «Pan y la Constitución de 1793», que expresaba muy bien los dos niveles de su reivindicación, el económico y el político. Pero fracasan, la Convención gana, y las consecuencias son gravísimas: en la Asamblea se elimina el último foco de montañeses, comprometidos con la insurrección, se desarma el faubourg Saint-Antoine, se termina con el pueblo en armas. La reacción política triunfa, en París y más aún en las provincias donde los movimientos populares que se inspiraron en las jornadas parisienses fueron esporádicos (Tolón). Es el triunfo de la contrarrevolución, y no ya la normalización que, sin duda, había sido la aspiración de la mayoría de los denominados termidorianos, deseosos de volver a encontrar el camino recto de una revolución burguesa.
En París, el antiguo terrorista Fréron, que se pasó a la reacción, es el ídolo de las bandas de muscadins que constituyen la «juventud dorada» y se vengan de manera extraordinaria de los sansculottes. En las provincias, la región del Mediodía es el escenario principal de las brutales acciones de las tropas de los «compañeros de Jéhu» en Lyon y de las [58]
«Compañías del Sol» en Provenza; aquí la represión es sangrienta, pues se unen las masacres colectivas y los asesinatos individuales de jacobinos, compradores de bienes nacionales y sacerdotes constitucionalistas. Los nuevos representantes en misión que envía la Convención se unen a menudo a esta reacción, o al menos la encubren con su complicidad. La contrarrevolución se propaga y desemboca localmente en guerra abierta: en la Vendée la guerra se inicia en ocasión de un desembarco de emigrados en Quiberon (verano de 1795) que es aplastado por el general Hoche. Esta aventura abortada recuerda el peligro realista en el momento en que el hermano de Luis XVI, pretendiente al trono bajo el título de Luis XVIII -el virtual delfín, Luis XVII, había muerto en prisión- afirma sus pretensiones en la declaración de Verona. Los comienzos de la Convención habían sido testigos de la preminencia de los girondinos, mientras que el año II lo fue de la Montaña. Este período postermidoriano, por último, asiste al triunfo del centro, de lo que se llamaba la Llanura, o, con desprecio, el Pantano. Los personajes representativos de esta hora, más que Barras o Fréron, terroristas renegados, son Boissy d'Anglas, Daunou o Sieyes, que se contenta con definir su actitud en el año II con estas palabras: «he vivido...». Entre la reacción que toleran, o a la que ayudan, y su apego a los valores de la revolución burguesa, estos hombres de orden tratan de definir una línea política. Así, en materia religiosa, se los ve aprobar en febrero de 1795 una serie de medidas a favor de una liberalización de los cultos, que llegan a la separación de la Iglesia y el Estado, una anticipación audaz, sin duda.
En el frente de la política externa, la convención termidoriana aprovecha las victorias que los ejércitos franceses consiguen en todos los frentes, que retoman el espíritu de las del año II. Así, Jourdan vuelve a ocupar la margen izquierda del Rin y Pichegru, Holanda; en España, los franceses [59]
penetran en el territorio nacional. Una serie de tratados firmados en Basilea y en La Haya, de abril a julio de 1795, restablecen la paz con Prusia, España y la recién nacida República Bátava. Los



beligerantes reconocen a Francia la posesión de Bélgica y Renania. La coalición se reduce a Inglaterra y al emperador Habsburgo, que no podían aceptar esta base de negociaciones.
Este anexionismo que aún se limitaba a las fronteras naturales es uno de los legados de la Convención termidoriana, pero sólo representa una parte de una impresionante herencia política. Herencia, después de todo, hasta cierto punto usurpada cuando se contabilizan en el activo de los termidorianos todas las reformas jurídicas administrativas o universitarias que a menudo maduraron en el período montañés anterior. En cierto modo, la Convención es un todo, pero es verdad que no se podría discutir a los termidorianos la paternidad de la Constitución del año III, que lleva su sello y su espíritu en el compromiso burgués que repudia el hálito democrático de la Constitución de 1793, con el que soñaron poner punto final a la Revolución.
Las declaraciones de los inspiradores del texto constitucional son muy claras al respecto. Boissy d'Anglas escribe: «Un país gobernado por los propietarios está dentro del orden social». Y el texto constitucional se abre significativamente con una «declaración de deberes», que contrabalancea la declaración de derechos. Rechazado el sufragio universal, 200.000 electores censitarios designan el cuerpo legislativo, que se articula en dos asambleas: el Consejo de los Quinientos y el Consejo de los Ancianos. El mismo principio de división de poderes impone la colegialidad del ejecutivo, distribuido entre cinco «directores». En esta busca de equilibrio y estabilidad, todo parece haber sido estudiado para establecer lo que Robespierre -para evitarlo- llamaba el reino de la «libertad victoriosa y pacífica». Sin duda, se trata de                                                      [60]
una anticipación, en un mundo en que la lucha entre la Revolución y sus enemigos aún no ha concluido. Los termidorianos se dieron cuenta de ello y trataron de disimularlo con la imposición de una legalidad que, por el «decreto de dos tercios», establecía que las dos terceras partes de los nuevos representantes pertenecieran a sus filas. Los realistas no podían aceptar esta medida, ya que, en ese clima de contrarrevolución, podían aspirar a una conquista... «pacífica» del poder. El 13 de Vendimiario del año III, los cabecillas realistas lanzan los barrios ricos de la capital a la insurrección armada. Bajo la dirección de Barras, la Convención recupera la serenidad y confía el mando de las tropas al joven general Napoleón Bonaparte, que ametralla a los insurgentes en la escalinata de la iglesia St. Roch. La contrarrevolución parisiense armada ha fracasado, pero por primera vez la Revolución que ha desarmado a los sans-culottes tiene que recurrir a la fuerza militar. Con esta transición entramos de lleno en el régimen del Directorio.
2. EL DIRECTORIO
El Directorio cubre el período comprendido entre el mes de abril de 1795 y octubre de 1799, es decir; la mitad de la duración total de la Revolución francesa, y sin embargo esta época, que tal vez fuera la de la consolidación victoriosa, sólo ha dejado en la historia, hasta las recientes revaluaciones, un recuerdo mediocre o francamente malo. Época de facilidad y de corrupción, pero también de miseria y de violencia, época de inestabilidad, que se ha hecho clásico resumir en la imagen de los golpes de Estado convertidos en método de gobierno, como un vicio radical de forma y símbolo del sistema.
Pero entonces ¿era viable este régimen? A la luz de su derrumbe final no es difícil de concluir la respuesta. Pero incluso sus contemporáneos sintieron la fragilidad del equilibrio instaurado por la Constitución del año III. Interesados en equilibrar los poderes, los convencionales no previeron ningún recurso legal en el caso de conflicto entre el ejecutivo y los consejos, laguna en la cual se vio el origen de inevitables golpes de Estado. Pero esta explicación sería meramente formal si no se la colocara en el contexto social de la relación de fuerzas de donde surge el conflicto. ¿Qué representan estos hombres en el poder durante cinco años? Allí encontramos revolucionarios de 1789 y de 1791, girondinos, convencionales del Centro o de la Llanura, eternizados por la Constitución del año III, todos los cuales representan una burguesía revolucionaria interesada ante todo en consolidar sus posiciones, mediante la defensa de las conquistas políticas y sociales de que era beneficiaría. Este interés alcanza relieve muy especial cuando se evoca la personalidad de los «logreros», que reinaron en esta época, y que defendían una posición o una fortuna: piénsese en el



miembro del Directorio Barras, o en Tallien, los hombres del día. Desprovistos de la dimensión heroica de sus predecesores, los hombres del Directorio no son por ello meros fantoches, sino que han de luchar con otros medios contra la contrarrevolución, agresiva e inclusive reforzada por el giro de los acontecimientos y la declinación del apoyo popular a la Revolución. Negado este último, ¿podía la clase política hacer otra cosa que volcarse hacia otra potencia, consolidada, como lo era el ejército? El Directorio es para unos, época de insolente opulencia, mientras para otros lo es de rigor, según la imagen que del mismo se conserve. El peso de la coyuntura económica ha desempeñado en ello su papel. Los primeros años asistieron al hundimiento definitivo del papel moneda, el asignado, el que en vano se trató de sustituir por los «mandatos territoriales».
En consecuencia, tras la época de inf1acion se volverá al numerario, [62] pero esta verdad redescubierta saca a la luz una coyuntura desagradable, en la que las buenas cosechas repetidas habían estancado los precios agrícolas. La crisis de las finanzas del Estado no sólo traducía esta coyuntura, sino también la negativa a pagar impuestos, lo que expresa una crisis de autoridad. Una de las consecuencias de ello será el izquierdismo en aumento de la expansión revolucionaria. La conquista se convierte en un medio de sacar a flote la hacienda, con el consiguiente debilitamiento de las motivaciones ideológicas y el aumento del poder militar respecto de un poder civil dependiente.
Tales son las constantes, o las taras que presiden la historia de estos cinco años. Sin entrar en el detalle de un tramo rico en peripecias, es clásico oponer el «primer» Directorio, del año III al 18 de Fructidor del año V, al «segundo» Directorio, en el que la práctica del golpe de Estado adquiera carta de ciudadanía. El primer Directorio simboliza el difícil compromiso del momento en la personalidad misma de los directores: Carnot, Letourneut, Reubell, La ReveIliere- Lepeaux, gente de la Llanura o montañeses arrepentidos; les toca luchar en dos frentes, contra la oposición realista y contra la oposición jacobina. En primer lugar se dirige contra los demócratas, que se agrupan en nuevas estructuras, tales como el Club del Panteón. Los montañeses obstinados, como Robert Lindet, y los babuvistas (del nombre de Gracchus Babeuf) forman el núcleo de lo que habrá de convertirse en la Conspiración de los Iguales. Babeuf, antiguo especialista en derecho feudal antes de la Revolución, hostil a Robespierre por ideal democrático en el año II, elabora entonces las bases de su proyecto colectivista. La importancia histórica de su pensamiento, la cualidad del grupo de los revolucionarios que se concentra alrededor de él -como Buonarotti, a quien tocará transmitir la herencia de Babeuf- explican en 1796 el alcance histórico de la Conspiración de                                                                                                                       [63]
los Iguales. Pero al mismo tiempo constituye un testimonio del repliegue del movimiento revolucionario a un estado de conspiración, que habrá de transmitir a todo el comienzo del siglo XIX la idea de una vía insurreccional preparada en la clandestinidad. Pero más allá de los medios, lo verdaderamente nuevo es la proclamación, por primera vez con tanta claridad, de un ideal comunista. En oposición a las utopías de las Luces, y a la práctica social del movimiento popular, la Conspiración de los Iguales propone el «comunismo de la distribución», que niega el reparto agrario igualitario para propugnar una organización colectiva del trabajo fundada en la comunidad de bienes, medio de llegar a la «igualdad de disfrute» que propone como fin último. La Conspiración de los Iguales fracasó: un proceso en Tours, después del fallido intento insurreccional de levantamiento del campo de Grenelle, decapita al movimiento babuvista y termina con la muerte de Babeuf y sus compañeros. La importancia del mensaje que transmitió no puede encubrir la dispersión del ala activa y organizada del movimiento popular, la ocultación de una revolución democrática y social.
El régimen del Directorio estaba dispuesto a realizar compromisos. El aumento del peligro de reacción realista le impondrá, no obstante, golpear también a la derecha. La contrarrevolución se organiza, se da sus estructuras o sus pantallas: en París, el Club de Clichy o el Instituto Filantrópico. No tiene un frente homogéneo, pues los realistas puros, partidarios de una vuelta al Antiguo Régimen, conviven con los realistas constitucionales dispuestos a aceptar una parte de las novedades revolucionarias dentro de un marco monárquico. Pero, en sus mismas ambigüedades, el movimiento tiene viento en popa entre los notables, no sólo en París, sino también,"y más aún, en las provincias, como en el Mediodía, donde cuenta con total libertad de acción. La fuerza misma de esta presión provoca la reacción del                                                                                          [64]



poder: en el año V, los realistas han conquistado la mayoría en los consejos, y con el general Pichegru se han introducido en la red del complot monárquico, comienzo de infiltraciones en el aparato del poder. Los miembros del Directorio, en vista del peligro, se ven obligados a tomar la delantera. Así, el golpe de Estado del 18 de Fructidor del año V anula el resultado de las elecciones que habían dado la mayoría a los realistas e inaugura una fase de represión violenta. Se vuelven a poner en vigor los textos contra los emigrados y los realistas, se deporta más que se ejecuta, pero la Guayana se convierte en la «guillotina seca»....de esta momentánea llamarada terrorista. El giro de Fructidor del año V implica retrocesos duraderos, pues, si bien no se trata de un verdadero frenazo estabilizador, es indudable que inaugura el recurso al soldado, ya que Bonaparte, comandante del ejército de Italia, ha delegado, a petición del Directorio, en su adjunto Augereau. La práctica se convierte en hábito en el marco de una política de equilibrio que se extiende a lo largo de todo al final del régimen. En el año VI, una mejora de la posición jacobina en los consejos pone de manifiesto una renovada vitalidad en el país, como consecuencia del frenazo de Fructidor, pero el Directorio anula las elecciones e invalida una parte de los elegidos de avanzada. En el año VII, los consejos toman a su vez la delantera y atacan a los miembros del Directorio. Se acentúa el ascenso jacobino y se reemplaza a los antiguos directores por otros, adictos, como Ducos, Gohier o el general Moulin, recién llegados, representantes de un despertar efímero, que se expresa también en la vuelta a una cierta ortodoxia revolucionaria. Con todo, es demasiado tarde para que el golpe de timón sea eficaz.
El régimen está minado en su interior por una crisis de medios y de autoridad. Se ha hablado de la miseria del Directorio, incapaz de pagar a sus funcionarios y a sus soldados, poco obedecido, en un clima de disgregación y de                                                        [65]
anarquía. Esta imagen que el régimen siguiente mantendrá como cómodo justificativo, es sólo parcialmente cierto. Un economista como François de Neufchateau, ministro del Interior por un tiempo, y un financiero como Ramel prepararon reformas estructurales de las que sacará provecho el Consulado. Pero el país escapa al control del Estado, el bandolerismo se convierte en uno de los signos reveladores de la crisis del régimen. En las llanuras de la Francia septentrional, los chauffeurs queman los pies de los campesinos para hacerles saltar sus ahorros, mientras en el Mediodía o en el Oeste los bandidos realistas atacan las diligencias. Estos «rebeldes primitivos» expresan bajo formas variadas la regresión a formas elementales de contestación popular. A estos elementos de descomposición interna se agregan, en proporción cada vez mayor, el peso de la guerra y de las conquistas exteriores, de donde surgirá el cesarismo.
Ya de 1792 al año II, la guerra en las fronteras había desempeñado un papel de primer orden en la conducción de la Revolución, apresurando o retrasando su marcha. Pero ahora su importancia es superior a la de los acontecimientos internos. El juego de éstos y la iniciativa de los individuos, sin duda, desempeñan también su papel, como sería imposible negar, en una aventura que en parte se confunde con el ascenso de Bonaparte. Pero la ambición de un hombre no lo explica todo. La guerra no es un accidente, sino que la expansión exterior es el modo por el cual el régimen realiza esta fuga hacia adelante que le permite en parte sobrevivir. Pero la guerra, al mismo tiempo que nutre al régimen, lo pervierte. El ejército se emancipa de la subordinación del año II, y en los altos grados se subordina al general que lo conduce al éxito. Es la izquierdizaci6n del ejército nacional del año II, que lo vuelve susceptible de cualquier manipulación, aún cuando conserve viva la llama del republicanismo.
El Directorio, según los planes de Carnot, había proyectado                                   [66]
en 1795 el ataque al emperador mediante la presión conjunta de una ofensiva sobre Viena, por Alemania, y de una campaña de diversión en Italia. La ofensiva en el Rin fracasó, mientras que la campaña de allende los Alpes, por el contrario, alcanzó proporciones inesperadas. Bonaparte, comandante del ejército de Italia, en una ofensiva fulminante, vence a los piamonteses (Montenotte, Millesimo, Mondovi), expulsa a los austríacos de Milán y, tras una sucesión de victorias, los derrota en Mantua (Arcole, Rivoli). En la primavera de 1797 el ejército francés se abre camino a Viena, apoderándose de paso de Venecia y sus territorios. Por iniciativa propia, el general victorioso firma las preliminares de Leoben y conduce las negociaciones que culminan en el tratado de Campo Formio, el 17de octubre de 1797, donde reafirma al mismo tiempo su independencia frente al



Directorio y una nueva concepción de la expansión revolucionaria. En efecto, se multiplican las repúblicas «hermanas» -Cisalpina, Ligur, Cispadana-, pero al mismo tiempo se entrega Venecia y el Véneto a Austria, lo que es en verdad difícil de compaginar con el ideal revolucionario de emancipación de los pueblos... Los mitos de la guerra revolucionaria se derrumban y la idea de las fronteras naturales pierde vigencia, al tiempo que se establecen otras repúblicas: la Bátava, la Romana, la Partenopea y la He1vética.
En este plan general, la campaña de Egipto, en la primavera de 1798 puede parecemos una distracción incoherente. ¿Acaso el Directorio veía en ella un medio momentáneo de alejar a un general cuyas ambiciones resultaban inquietantes? ¿Acaso Bonaparte soñaba con preparar el terreno para la realización de su proyecto oriental? Oficialmente se trataba de atacar a Inglaterra amenazando la ruta de la India. Las tropas francesas derrotaron a los mamelucos que defendían el país en las Pirámides, lo que les aseguró la dominación de éste, pero el almirante inglés Nelson destruyó la flota [67]
francesa en la rada de Abukir. Bonaparte, cautivo de su conquista, emprende la campaña de Siria, donde el desierto, la peste y una resistencia no prevista (San Juan de Acre) determinan el fracaso de la aventura. Mientras, aparecen otras urgencias: Inglaterra forma la segunda coalición, que asocia a Austria, Rusia, Nápoles y el Imperio otomana. La guerra vuelve a iniciarse en Europa con gran vivacidad. Las repúblicas hermanas se derrumban y se pierde 1talia, los ingleses desembarcan en Holanda, en Alemania y en Suiza, los franceses se repliegan ante los austrorrusos, y en el verano de 1799 la República francesa se halla amenazada de nuevo. Cuando el general providencial abandona su ejército en Egipto para volver a Francia, la situación ya ha sido corregida por otros, y sobre todo por las victorias decisivas de Zurich (en septiembre de 1799), que Masséna consigue sobre Suvorov. Pero a Bonaparte no se lo recibe como salvador en las fronteras, sino en París. Lo que ocurre es que el despertar jacobino del año VII inquieta a la burguesía directorial, cuyo representante por antonomasia es Sieyes, entonces miembro del Directorio en reemplazo de Reubell. Se sueña con una revisión del acta constitucional en un sentido autoritario, lo que exige apoyo militar para dar un nuevo golpe de Estado. Bonaparte, el hombre de la situación, habrá de satisfacer las esperanzas de sus mandatarios de un modo inesperado. El complot fue cuidadosamente preparado: aparte de Gohier y Moulin, los directores se resignan o son cómplices, y los consejos de los Quinientos y de los Ancianos se trasladan a Saint-Cloud so capa del descubrimiento de un complot anarquista. No faltan apoyos, inclusive de ciertos medios de negocio de París. El golpe de Estado, logrado a medias el 18 de Brumario, choca al día siguiente con las resistencias de los diputados de los Quinientos. Cuando Bonaparte pierde la serenidad, la presencia de ánimo de su hermano Lucien, que preside la Asamblea, logra imponerse. El resto lo hace la [68] intervención de las tropas, que dispersan a los diputados. Con este golpe de Estado sin pena ni gloria se cierra la historia de la Revolución francesa y comienza la aventura napoleónica. [69]

CAPÍTULO 5
CONCLUSIÓN A MODO DE BALANCE
En diez años, la Revolución francesa representa un giro considerable y en lo esencial irreversible no sólo en la historia de Francia, sino en la historia del mundo, en parte por lo que destruye, pero principalmente por lo que edifica o por lo que anuncia. Revolución burguesa con apoyo popular, propone, precisamente por ello, un balance ambiguo, adaptado a las condiciones propias de la Francia de finales del siglo XVIII.
Pero se puede intentar reunir en ciertos temas principales los elementos fundamentales de la herencia que aquella Revolución legó. Ante todo, se impone por la importancia de las proclamaciones nuevas que aporta. En efecto, es la Revolución de la Libertad y de la Igualdad, es fundadora, en el apogeo del Siglo de las Luces, de un nuevo orden colectivo. No hay duda de que su mensaje no es monolítico, ni de que en el mismo se inscriben tanto el discurso de la Revolución constituyente y el acta constitucional de 1791, como la Declaración de Derechos de 1789. Luego, la Constitución jacobina de 1793 o del año I representa más que una simple variante en relación con



este texto básico; es la vanguardia del sueño de democracia social antes de que la Constitución del año III convirtiera en ortodoxia los nuevos valores burgueses estabilizados.                                                                                                                 [71]
Sin ocultar las divergencias, es posible trazar un balance de conjunto. La Revolución sustituye la desigual ordenación jerárquica de la sociedad del Antiguo Régimen por la afirmación de la igualdad: «los hombres nacen y permanecen libres e iguales en sus derechos». Eso supone hacer tabla rasa con todos los privilegios y servidumbres anteriores. La igualdad es, ante todo, la igualdad civil en todas sus formas, la de los protestantes, y con más reticencias, los judíos, que se convierten en ciudadanos de pleno derecho. En cuanto a la esclavitud y la igualdad de los negros y los mulatos, los constituyentes dan muestras de más de un bloqueo y de una restricción, que sólo serán superados por la Convención montañesa, aunque de modo efímero. En este rasgo se ponen en evidencia los límites que fija la revolución burguesa a la igualdad que ella misma establece. En materia política, únicamente el período comprendido entre 1793 y el año II ha sido testigo de la experiencia del sufragio universal de los adultos varones: en1791, lo mismo que en el año III, predomina el sufragio censitario, que opone ciudadanos activos y ciudadanos pasivos sobre la base del censo, limitaciones políticas que son en realidad barreras sociales y que determinan los límites de la democracia burguesa en este estadio.
La Revolución es el año I de la Libertad, que proclamó de entrada tal vez con menos reticencias que la Igualdad. Se trata de la libertad personal del ciudadano, garantizada en su persona por un régimen que, en la línea del humanitarismo de las Luces, quiere eliminar toda crueldad gratuita en los sufrimientos. Luego, libertad de opinión, que termina con el monopolio de la Iglesia católica en la dirección de las conciencias y se extiende primero a los protestantes en 1789 y luego a los judíos. La máxima avanzadilla de este movimiento se halla en el momento en que la Convención termidoriana decreta, en el año III, la separación de la Iglesia y el Estado;                                                                          [72]
pero esta medida de circunstancias es demasiado precoz aún como para representar cabalmente el discurso de una Revolución que sólo fue totalmente laica del invierno de 1793 al Directorio. En 1791, en la constitución civil del clero, como en 1801 en el Concordato, se intentaron formas de compromiso con la religión dominante. La libertad de expresión prolonga la libertad de opinión: los constituyentes no la proclamaban sin reservas, sino añadiendo: «salvo que se ha de responder por los abusos de esta libertad». Pero la abundancia de prensa revolucionaria, así como la multiplicidad de los clubs, prueban la vitalidad con que se acogió esta novedad.
Las libertades políticas fueron el terreno de las más ricas y ejemplares experimentaciones. Así, la Declaración de los Derechos proclama la soberanía del pueblo, el principio de la elección en todos los dominios, la necesidad de un régimen representativo fundado en la separación de los poderes. En estos temas, la continuidad no conoce interrupción desde la Constitución de 1791 a la de 1783 -que insiste en la descentralización y se abre a la democracia directa por vía del referéndum- y luego a la del año III, que carga el acento sobre la separación de poderes. También se echan las bases del liberalismo político del siglo XIX en Francia y en otros sitios, aun cuando haya ciertos rasgos (la electividad de los magistrados... o de los curas) que no habrán de sobrevivir al episodio revolucionario. Por último, la libertad de empresa es una de las proclamas fundamentales, que toma forma de 1790 a 1791 en las leyes de Allarde y Le Chapelier, las cuales prohíben toda coalición y todo monopolio. Tan abierta era desde este punto de vista la oposición -respecto de las aspiraciones populares, afectas al dirigismo y al control (fijación de máximos, etc.)- de la línea en que se inscribía el programa de la burguesía, que en el año II no pudo dejar de producirse un cuestionamiento momentáneo de estos principios; pero en el año III vuelven a imponerse. [73] Libertad, Igualdad: se ha tratado de completar la célebre tríada agregándoles la Fraternidad. Pero la fraternidad vivida, la que proclama al menos el deber de asistencia a los más desprotegidos y el derecho a la vida, en tanto capaz de limitar el derecho de propiedad, no formó parte de los sueños de la democracia jacobina del año II, tal como se plasmaron en las leyes de Ventoso del año II. Libertad, Igualdad... Seguridad y Propiedad: he aquí los principios que constituyen más netamente la continuidad de los valores burgueses restablecidos en el año III.
Es indudable que tanto en estas proclamas como en estas experiencias se inscribe la posteridad más duradera de la Revolución. Pero más allá de las proclamaciones, el paisaje del país sufrió profundas transformaciones. Por ello se puede decir que, en gran parte, la Francia moderna nació en



1789. El cuadro administrativo se reestructuró y se simplificó. En un comienzo 83 departamentos, y luego más responden a las necesidades de una fragmentación racionalizada, simplificada, pero en cuyo trazado los constituyentes, con realismo, rehusaron aceptar el proyecto de división cuadrangular a la norteamericana, a fin de preservar el peso de la historia y de la geografía. En estos marcos se crearon las nuevas instituciones. La Revolución tuvo vocación descentralizadora. En este dominio, el Consulado y el Imperio volverán a una centralización que pesa sobre nosotros mucho más directamente que la herencia revolucionaria. Pero la organización judicial y la fiscal (las cuatro «antiguas» contribuciones: sobre bienes inmuebles, sobre bienes muebles, patente para los comerciantes y «puertas y ventanas») racionalizan y a la vez ponen en práctica los nuevos principios de igualdad ante la justicia y ante la ley.
Este ambicioso intento de remodelar los marcos de la vida no podía dejar de ser inconclusa y de experimentar tanto fracasos como éxitos. El sistema métrico, nueva medida del [74] espacio, se impuso allí donde no pudo hacerlo verdaderamente el nuevo calendario. La nueva división de Francia se inscribía en la geografía nacional, pero las innovaciones o los proyectos en materia judicial y pedagógica no tuvieron tiempo de tomar cuerpo e imponerse.
No obstante estos marcos profundamente transformados, ¿se puede decir que la sociedad francesa haya cambiado de cabo a rabo? No cabe duda de que menos que lo que se ha creído y escrito. Hasta que la sociedad «liberal» se instale, es necesario atravesar toda la evolución de comienzos del Siglo XIX, de 1815 a 18.30, mientras que el mundo urbano reproduce en su conjunto las características de la sociedad de 1789.
Es verdad, con todo, que la Revolución francesa ha provocado espectaculares desplazamientos en el equilibrio social. Con la nacionalización de los bienes del clero (tal vez del 6 al 10 por 100 del suelo), más la venta de los bienes de los emigrados, la proporción del suelo que cambió de dueños tal vez llegara a la sexta parte del total. Pero hoy ya no se cree, como en la época de Balzac, en la existencia de una nobleza agotada y arruinada por la emigración y la venta de sus dominios; no hay duda de que el retroceso fue exagerado. Por cierto que se llevó a cabo un gran cambio, por el cual el campesinado, si bien en proporciones muy variables en los distintos sitios, compró entre un tercio y la mitad de los bienes nacionales, y la burguesía, tanto urbana como aldeana, aumentó su implantación en bienes inmuebles. Sobre todo el campesinado, medio o pequeño, consolidó su situación a través de la completa disposición del tributo señorial y de los restos de feudalismo. ¿Diremos, como se ha escrito, que la Revolución representa el tubo de oxígeno que permite a este campesinado francés subsistir hasta el derrumbe de la segunda parte del siglo XX? Pese a ser forzado, se trata de un rasgo sugestivo.            [75]
La nobleza, si bien es cierto que sufrió, no desapareció. Por el contrario, se funde con los burgueses y los rentistas en el grupo nuevo de los «propietarios» que nace a la sazón y que tiene por delante más de medio siglo de prosperidad, hasta mediados del siglo XIX. Es ésta la reorganización del mundo de la renta rústica, que dominará Francia desde el Imperio a la monarquía censitaria. Luego se puede suponer el nacimiento de un grupo nuevo de funcionarios, o agentes de los servicios públicos que relevan a los oficiales reales, los que pasan a la situación de pasividad de rentistas. Precisamente en esta categoría en formación es en la que se producen los ascensos más espectaculares de la Revolución al Imperio, y muy especialmente en la carrera militar, a la que por el momento se abren perspectivas brillantes, desde los generales de veinte años del año II a los mariscales consolidados del Imperio.
Estos reajustes o estas migraciones pueden parecer limitadas. En ellas se encuentra el desfase de dos revoluciones: la Revolución francesa, en tanto subversión política y social conducida por una burguesía a la conquista de bases objetivas de nuevas relaciones sociales, y la revolución industrial de la década de 1830, que explotará las posibilidades que aquélla le ofrece.
Sin embargo, no hay que sacar de ello la conclusión de que el accidente revolucionario de 1789 es de naturaleza limitada o tal vez fútil. En efecto, su alcance, más que en los cambios inmediatos, se mide en lo que anuncia, pero también en la manera en que es vivida, sentida, como quiebra decisiva entre el «Antiguo Régimen» y el nuevo. En los mapas que conservan registrados gráficamente los comportamientos franceses ante los acontecimientos políticos o religiosos --el cisma constitucional a la descristianización-, se inscribe una geografía y una sociología



asombrosamente modernas de las actitudes francesas, el reflejo comparado de la Francia que rechazó                                                                                                            [76]
la Revo1ución (el Oeste y en ciertos aspectos el Nordeste) y de la que lo vivió intensamente (el Centro, o el Mediodía). La Revolución fue catalizadora de las actitudes colectivas, fue la época y el sitio en que se realizaron opciones definitivas al calor de la acción, que es lo que nos revelan los estudios acerca de los campesinos del bocage del Oeste, que vivieron auténtica experiencia de verificación revolucionaria, que quedó grabada por mucho tiempo en las actitudes colectivas. Por esta razón dedicaremos tan particular atención, en la última parte de esta obra, al problema de las mentalidades revolucionarias. Pero antes de cerrar este balance hemos de insistir al menos en dos últimas herencias de largo alcance dé la Revolución. En primer lugar, el papel que desempeñó en la edificación de una ideología nueva que habría de dominar el siglo XIX. Hoy ya casi no nos atrevemos a hablar, como ayer, de las «anticipaciones» revolucionarias, por temor a vernos señalados con el dedo por los historiadores revisionistas, que denunciarán el discurso «finalista» de una historia tendenciosa. Ello no obsta para que, objetivamente, sea la propia Revolución la que ponga a prueba grandes novedades, como la práctica revolucionaria de las masas populares y sus primeras teorizaciones en los artículos de Marat, como el programa que vivieron y expresaron los sans-culottes parisienses. Complementariamente, la Revolución francesa experimentó la práctica de un gobierno revolucionario, esto es, la puesta entre paréntesis de las libertades democráticas burguesas en el contexto de una amarga lucha de clases revolucionaria. Este ejemplo tampoco se habría de olvidar, así como tampoco se olvidaría la formulación del ideal de una revolución social colectivista que hiciera el movimiento babuvista. Justamente esta riqueza y esta lozanía en que las realizaciones concretas se unen a las esperanzas para el porvenir, ...es lo que ha otorgado a la Revolución el alcance y el eco de que gozó                                                                                         [77]
no sólo en Francia sino en Europa y más allá aún. Es ella la que dio nacimiento e hizo madurar a la nación francesa en sus rasgos modernos; es, por último, el prototipo y la inspiradora de todas las grandes revoluciones del siglo XIX.



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